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La fiebre amarilla en Buenos Aires – 1871



Partes: 1, 2

    1. Antecedentes y
      sucedidos

    Antecedentes y
    sucedidos

    Terminada la guerra de la
    Triple Alianza en 1870, el brote asomó en Paraguay y luego
    en Corrientes (murieron cerca de dos mil, de sus once mil
    habitantes y se lo atribuyó a los prisioneros llegados a
    la ciudad mediterránea).

    Al comienzo, se discutió respecto a la gravedad
    de la peste y se la mantuvo en secreto debido a las divergencias
    entre los dictámenes médicos, porque algunos
    descartaban que fuese “Fiebre
    Amarilla” y otros no, como los doctores Eduardo Wilde,
    José Penna, Leopoldo Montes de Oca y Guillermo Rawson,
    entre los renombrados, hasta que en marzo de 1871 la peste
    invadió los alrededores del Riachuelo y se extendió
    a San Telmo y al bajo Belgrano, dejando una secuela de muertes
    que llegaron, de diez o veinte por día, a casi
    seiscientas. Se culpó, en principio, a los inmigrantes
    italianos, muchos de los cuales fueron expulsados de sus empleos
    y vagaban por las inmediaciones (en aquella época no
    existía el “asistencialismo colectivo”). Una
    conocida empresa de viaje
    vendió más de cinco mil pasajes a Europa.

    Ya el viajero francés H. Armaignac, que
    visitó el país en 1868, decía "que los
    saladeros establecidos cerca del Riachuelo de los Navíos
    arrojaban al agua los
    trozos sangrantes de sus faenas”. “La Nación”, fundada por Mitre y dirigida
    por su hijo Bartolomé Mitre y Vedia (enfermos, a su vez,
    pero salvados posteriormente), argumentaba que “las
    materias putrefactas convertían los colores del agua
    del Riachuelo en correntadas de pus”.

    Cuando la fiebre arrasó con unas veinte a
    veinticinco mil almas (imposible precisar las cifras ni
    identificarlas en su totalidad) de la población de Buenos Aires
    (calculada en más de cien mil), muchos habitantes ya
    habían escapado. La gente que poseía mansiones en
    el Sur, fue la que provocó con su despego el origen de
    barrios recoletos, tales los llamados del “Barrio
    Norte”. Los demás se refugiaron en el campo o en los
    pueblos cercanos, favorecidos por los pasajes gratis que las
    autoridades cedían a los pobres (más de un ladino
    se disfrazó de pobre para eludir el gasto); si bien, hubo
    provincias que restringieron la entrada por sus fronteras
    limítrofes. También fue grave que los familiares de
    sufrientes, los dejaban y huían por el terror amarillo.
    Así, el Dr. Guillermo Rawson, alegaba: “Yo he visto
    al hijo abandonado por el padre; he visto a la esposa abandonada
    por el esposo: he visto al hermano moribundo abandonado por el
    hermano…”. El ambiente se
    complicó con los suicidios, el aumento de los casos de
    neurosis y de
    alcoholismo,
    al margen de la delincuencia,
    siempre dispuesta a sacar beneficios de la tragedia.

    Otros, en su mayor parte inmigrantes, se quedaron en los
    conventillos de San Telmo, principales focos de la
    infección, hasta que fueron desalojados y anduvieron
    errando por los suburbios o alquilando casuchas a precio
    humillante. Los enfermos llenaron los hospitales, el de Hombres
    (antecesor del Hospital de Clínicas) y el de Mujeres
    (estuvo en Esmeralda 50, donde se alzaba la Asistencia
    Pública; hoy, plazoleta Roberto Arlt),
    no dieron abasto y para cubrir plazas se levantó el
    Lazareto de San Roque (sitio actual del Hospital Ramos
    Mejía). El Hospital Italiano y la Sociedad de
    Beneficencia contribuyen asimismo con su atención a los atacados por la peste. El
    Gobierno
    decretó feriado nacional, se cerraron las oficinas
    públicas, bares, comercios, escuelas (se suspende la
    apertura del Colegio Nacional), teatros, iglesias, Bancos,
    tribunales, la Bolsa… Clausuran el puerto, la Aduana, nada de
    importaciones y
    exportaciones, se
    prohíbe el lavado de ropa en la ribera. El Ferrocarril del
    Sud (hoy, Constitución) recibía el flujo de
    los que partían fuera de las zonas afectadas. Por las
    calles solamente circulaban los coches fúnebres y cuando
    escasearon las reservas vehiculares, se utilizó cualquier
    tipo de carruaje, mateo o carros de basura, para
    llevar a muertos y delirantes, hacinados de tal manera que
    más de uno habrá sido enterrado vivo en las fosas
    comunes del Cementerio del Sud o estibados allí porque
    desaparecían los sepultureros y peones.

    “La Prensa
    cuenta un caso, el del señor Pittaluga, que se
    desvaneció bebido y fue cargado con los cadáveres.
    ¡Menos mal que despertó a tiempo para
    largarse de los despojos humanos!

    ¡Cuántos supuestos no habrán logrado
    librarse de dicha situación, al confundírselos con
    fallecidos!

    El presidente Sarmiento y el vice Adolfo Alsina, junto
    con sus ministros, tuvieron que irse de Buenos Aires para
    preservar los mandos. El hecho fue criticado por “La
    Prensa”, que se expresaba sobre la cobardía de los
    magistrados elegidos por el pueblo.

    Después de todo, siempre es necesario proteger a
    los gobernantes, ante el peligro de contagio o de otro mayor,
    porque de ocurrir lo contrario, un país puede quedar
    sumido en el caos. Bastante habrá soportado Sarmiento, con
    la guerra del Chaco, la revolución
    entrerriana de López Jordán, el asesinato de
    Urquiza y luego, la plaga que diezmaba a su pueblo; entretanto,
    no eludía sus funciones: la
    inauguración del Observatorio Astronómico de
    Córdoba, el Colegio Militar, la Escuela Naval, el
    Jardín Botánico, luego fue “la idea”
    del Zoológico…(donde “hubo fieras, fieras
    habría”), mientras arribaban los primeros profesores
    de ciencias
    contratados y seguía erigiendo escuelas, a favor de los
    educadores y educandos.

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