PRESENTACIÓN
En la hermosa ciudad de Lisboa, que se extiende a lo largo del
estuario del Río Tajo, nació el 13 de junio de 1888
Fernando Pessoa. Y ahí mismo murió el 30 de
noviembre de 1935. El poeta dejó de existir dos meses
después de que su heterónimo, Alvaro de Campos
escribiera: «Todos tenemos dos vidas: la verdadera, que es
la que soñamos en la infancia y que
continuamos soñando cuando adultos, en un sustrato de
niebla; la falsa, que es la que vivimos en convivencia con otros,
que es la práctica, la útil, aquella que acaban por
meternos en un cajón.»
De la vida útil, falsa, práctica dejó
pocas huellas. La vida soñada se plasmó en
innumerables páginas que guardó en un baúl,
y que según un primer recuento contenía 27,543
documentos. En
1979 dichos papeles fueron adquiridos por la Fundación
Gulbenkian que los entregó en 1982 a la Biblioteca
Nacional de Lisboa. De ellos sólo una parte han sido
pública dos. Toda la energía intelectual de Pessoa
está reunida en ese baúl: notas de lectura,
diarios, horóscopos y trabajos de astrología (pasión que
compartió con su madre), textos políticos, listas
bibliográficas, correspondencia, poemas,
canciones, prosas, obras de teatro,
traducciones, en suma: un inventario
exhaustivo que aún no termina de hacerse.
Con motivo del centenario de su nacimiento (1988) un
periodista francés entrevistó al dueño de un
taller de radiotécnica contiguo a la casa que
habitó el poeta. Lo frecuentó porque su padre le
cortaba el pelo; y lo recordó así: «Era un
hombre
solitario, tímido, poco comunicativo. Salía siempre
hacia el mediodía. Iba a un café
que estaba aquí en frente. Para él era un rito. Se
sentaba y decía: 'Dê me sete' (déme siete).
Era una comunicación en clave entre el mesero y
él, y quería decir que deseaba alcohol. Al
terminar su bebida se marchaba. Bebía mucho. Supe que era
escritor cuando me lo dijo mi padre. Nadie se imaginó que
se volvería tan famoso. Escribía de noche.
En las ocasiones en que acompañé a mi padre a la
casa del poeta, me di cuenta que los ceniceros estaban
repletos». Ese mismo año su media hermana,
Henriqueta, habló públicamente de los años
de infancia que compartieron en Sudáfrica. El padre del
poeta murió cuando Pessoa tenía cinco años
de edad; dos años después su madre contrajo
segundas nupcias con el cónsul portugués de Durban,
Sudáfrica. Henriqueta, siete años menor que el
poeta, lo recordaba como un niño silencioso que casi no
jugaba y que ya escribía desde entonces.
Jamás hablaba de su padre. A veces los hermanos
discutían de religión. A los
diecisiete años abandonó la ciudad sudafricana de
Durban y se trasladó a Lisboa para continuar sus estudios.
«No lo volví a ver», dijo Henriqueta,
«sino hasta muchos años después. Vino a
buscarnos al barco, a mí y a mi mamá. Había
una huelga en los
muelles. Fernando quedó impresionado al reencontrar a su
madre semiparalítica por una trombosis. Al cabo de un
corto tiempo nos
instalamos los tres en la calle de Coelho da Rocha. Él
dedicaba su tiempo a escribir. Y a hacer horóscopos.
Algunas veces entraba en la cocina y nos decía:
<¿quieren que les lea lo que he escrito?> Mi madre
siempre respondía que sí… Mi hermano llevaba una
vida poco ordenada. Durante el día iba a la oficina,
salía tarde, atravesaba la ciudad a pie, y regresaba y se
ponía a escribir. Bebía y fumaba mucho. Tomaba
baños de agua
fría. Su salud era frágil y se
quejaba con frecuencia.
Muy seguido pasaba la noche en vela dando vueltas por el
departamento. En la mañana evocaba sus insomnios: <no
pude dormir, decía, <tuve fiebre>.
Hablaba de los heterónimos que había creado como si
fueran personas vivas.
Mi madre estaba convencida de ello, lo quería mucho. En
cuando a mí, jamás pude tomarlo en serio con
relación a este asunto. Sin embargo, era extraordinario
verlo cambiar de personalidad». Según el escritor
italiano Antonio Tabucchi, quien imaginó los tres
últimos días del poeta, el 29 de noviembre, pasaron
por Fernando Pessoa, a la casa de Coelho da Rocha, cuatro amigos
que lo acompañaron al Hospital de San Luis de los
Franceses, el más antiguo de la ciudad. Pessoa se
había quejado de dolores intensos en el vientre.
Quedó encamado en el cuarto 27 del tercer piso. La ventana
del cuarto da a uno de los barrios más viejos de la
ciudad, el Bairro Alto. Desde su cama podía ver las puntas
de las copas de las tres palmeras que ocupaban el patio del
hospital. Su primo, médico de profesión, le
diagnóstico cirrosis. Cuando la muerte era
inminente, el poeta pidió sus anteojos y una hoja de
papel. Escribió: «I knownot what tomorrow will
bring» (No sé lo que traerá el
mañana). Los trazos son débiles pero serenos.
Fueron sus últimas palabras.
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