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Descripción mágico-médica de la lepra desde la antigüedad al S. XVIII (página 3)



Partes: 1, 2, 3

En el juicio de estos temas no debemos dejar fuera de la vista
el hecho que la noción de “lepra” fue muy
comprehensiva en la Edad Media, no
solo ente los laicos, sino además entre los
médicos; que la sífilis
fue frecuentemente incluida dentro de ella, así como
también una variedad de enfermedades crónicas
de la piel, y que el
diagnostico con una visión de segregación de los
leprosos no era hecho por los practicantes de medicina, sino
mayoritariamente por los laicos.”

Simpson, en su admirable ensayo sobre
las casas de leprosos de Bretaña, escribió:
“He tenido que referirme a la especial Orden de Caballeros
que se habían establecido en etapas tempranas para el
cuidado y administración de los leprosos. Conocemos
que los Caballeros de San Lázaro separados de la Orden
General de los Caballeros Hospitallers, cerca del final del siglo
once o el comienzo del siglo doce. Ellos fueron los primeros
designados: Caballeros de San Lázaro y de Santa
María de Jerusalén. San Luis trajo doce de los
Caballeros de San Lázaro a Francia y les
comisiono a ellos la
administración de los Lazarios u hospitales de
leprosos del Reino.

La primera noticia de haber obtenido un asidero en Gran
Bretaña es en el reino de Esteban (1135 – 54) en
Burton Lazars (Leicestershire). Encontré en hospitales de
Tilton, de los Santos Inocentes en Lincoln, de
San Giles (Londres), cercano a Norfolk, y varios otros anexados a
Burton Lazar como células
conteniendo 'fratres leprosos de Sancto Lazaro de Jerusalem'.
Estos [Burton's] privilegios y posesiones fueron confirmados por
Enrique II, el rey Juan y Enrique VI. Esto fue finalmente
disuelto por Enrique VIII.

Como ya ha sido dicho, estas instrucciones fueron
principalmente orientadas a casas de aislamiento del infectado, y
no mas que hospicios para el tratamiento curativo de la
enfermedad, la cual fue considerada luego, como ahora, una
enfermedad incurable. Fueron fundados y donados como
establecimientos religiosos, y como fueron generalmente puestos
bajo el control y manejo
de alguna abadía o monasterio por una Bula Papal, la cual
designaba cada casa de leprosos para ser provista con su propio
cementerio de iglesia,
capilla, y sacerdote – "cum cimuterio ecclesiam construere et
propriis gaudere presbyteris" las casas inglesas y escocesas
fueron bajo control total de una tutor, canónigo, oficial
del monasterio, y, en algunos casos – como en el hospital
de San Lorenzo, Canterbury, el cual tenia leprosos de ambos sexos
– por una mujer superior
del monasterio.

Los oficiales eclesiásticos de los hospitales y de los
internados de leprosos estaban comprometidos bajo las
regulaciones puestas en tierra en los
estatutos de las instituciones,
las cuales tenían que observar estrictamente,
especialmente las de ofrecer sus plegarias por el reposo de las
almas de los fundadores y de sus familias. Los siguientes
extractos de las regulaciones de los hospitales de leprosos en
Illeford, Essex, en 1346, por Baldock, Obispo de Londres,
ilustran el punto: “Nosotros además ordenamos que el
leproso no omita la atención de su iglesia, el escuchar el
servicio
divino a menos que este impedido por alguna enfermedad previa del
cuerpo, y ellos deben preservar silencio y escuchar las plegarias
matinales y la misa si son capaces de hacerlo; y mientras ellos
estén absortos en devoción y plegaria, tanto como
se los permita le enfermedad. Recomendamos además y
ordenamos que como esto fue ordenado y dicho por siempre en los
hospitales, cada hermano leproso debe cada día decir como
deber por la mañana, un Padre Nuestro y un Ave Maria trece
veces y para las otras horas del día…respectivamente un
Padre Nuestro y un Ave María siete veces, … Si un
hermano leproso secretamente oculto falla en la
realización de estos artículos, deben consultar al
párroco de dicho hospital en el tribunal de
penitencia”.

Hubo generalmente un capellán debajo del párroco
y en algunas ocasiones una capilla libre anexada con los
canónigos residentes. El hospital de San Giles (Norwich),
por ejemplo, tenia un párroco y ocho canónigos
(actuando como capellanes), dos administrativos, siete coreutas,
y dos hermanas.

Mateo Paris dejo una copia de los votos tomados por los
hermanos de los hospitales de leprosos de San Julián y San
Albano antes de su admisión: “Yo, hermano B.,
prometo y, tomando mi juramento corpóreo por tocar los mas
sagrados Evangelios, afirmo ante Dios y todos los Santos en esta
Iglesia la cual es construida en honor de San Julián (el
Confesor), en la presencia de Dominus R. el archidiácono,
que todos los días de mi vida yo estaré subordinado
y obediente a las ordenes del Señor Abad de San Albano por
lo pronto y de su archidiácono, resistiéndome en
nada, al menos que estas cosas sean ordenadas en militancia
contra el Divino placer: Nunca robare, o daré un falso
testimonio contra cualquiera de mis hermanos, ni
infringiré el voto de castidad ni fallare en mi servicio
por apropiarme de nada o dejar cualquier cosa por deseo de otros,
a menos que la dispensación beneficie a mis hermanos. Yo
haré en mi estudio correctamente para evitar todo tipo de
usura como cosa monstruosa y odiada por Dios. Yo nunca
estaré beneficiando ni instigando en palabra o pensamiento,
directa o indirectamente en cualquier plan por el cual
alguno podría ser nominado Tutor o Diacono de los leprosos
de San Julián, excepto la persona nominada
por el Señor Abad de San Albano. Yo estaré
contento, sin antagonismos ni quejas, con la comida y la bebida y
otras cosas dadas y permitidas a mi por el Maestro; de acuerdo al
uso y costumbre de la casa. Yo no transgrediré los limites
impuestos a
mi, sin licencia especial de mis superiores, y con su
consentimiento y voluntad; y si yo probara una ofensa contra
alguno de los artículos citados arriba, es mi deseo que el
Señor Abad o su sustituto puedan castigarme acorde la
naturaleza y
el monto de la ofensa, que sea lo mejor para el, y aun mostrarme
en el reparto como un apostata de la congregación de los
hermanos sin esperanza de remisión, excepto a
través de especial gracia del Señor Abad. “
Es interesante comparar con el pasaje de la usura en esta formula
de compromiso de Mézeray , que durante el siglo doce dos
muy crueles diablos (deux maux très cruels) reinaron en
Francia, a saber, lepra y usura, uno de los cuales, el agrega,
infecta el cuerpo mientras que el otro arruina las familias.

La Iglesia de este modo, desde un remoto periodo ha tomado una
parte activa en promover el bienestar y el cuidado de los
leprosos, ambos espiritual y temporalmente. La orden de San
Lázaro fue el resultado de su practica simpatía por
los pobres sufrientes durante las largas centurias cuando la
pestilencia fue endémica en Europa. Aun en
nuestros propios días encontramos el mismo espíritu
Apostólico viviente. El piadoso Padre Damien, el
mártir de Molokai, cuya vida de sacrificio por el
mejoramiento de los leprosos de las islas Sándwich esta
aun fresco en la memoria
publica, y sus colaboradores y seguidores en este campo de
trabajo
misionero han fuertemente manifestado en tiempos recientes el
mismo espíritu apostólico con el cual actuaron los
seguidores de San Lázaro en el siglo doce y dos centurias
subsiguientes.

Sabemos que la lepra o Mal de San Lázaro era concebida
durante e siglo XVIII en Sevilla como una enfermedad variable,
crónica y contagiosa para la época. Se estimaba que
de ser diagnosticada desde el inicio, el tratamiento podía
ser eficaz si se aplicaban diversas combinaciones de sustancias
evacuantes con el fin de eliminar los humores del paciente,
haciendo referencia específica al humor bilioso. Entre lo
más popular en cuanto a indicación médica,
se utilizaba el heléboro, la ciruela de Damasco, el
polipodio o una mezcla de hierbas llamada Hieralogodion. La
fricción e aceite de
calabaza sobre
las zonas enfermas de la piel era muy popular al igual que la
loción de malva, escabiosa, violeta y perejil, combinada
con azufre, mercurio o
abayalde, con yodo o amoniaco. Del reino animal se utilizaba la
grasa de cerdo. Se sabe que era azaroso llegar a un diagnostico
certero de la enfermedad ya que muchos tipos de afecciones
dermatológicas del tipo eritematoescamosas eran
confundidas fácilmente, colocándose entonces el
erróneo titulo de lepra a pacientes que no padecían
de tal patología.

Pasaremos a describir la forma de diagnóstico de aquellos tiempos.

Se dice que para la “declaración de
leproso” de debían cumplir una serie de requisitos
que en caso de ser verificados, se hablaría de enfermo de
lepra. En primer lugar y para evitar confusiones que
acarrearían un futuro oscuro para el paciente, la denuncia
debía estar hecha ante autoridades, a fin de ser examinado
el sujeto por médicos en circunstancias especiales, muchas
veces ante la presencia de un letrado, y con sumo cuidado, ya que
se trataba de una enfermedad muy contagiosa.

Sabemos que la mayor parte de los diagnósticos eran de
pacientes que padecían lo que actualmente se conoce como
lepra lepromatosa, ya que era la más fácilmente
detectable por la inspección, porque la lepra
indeterminada y la tuberculoide eran más difíciles
de detectar. El exámen médico que se
practicó durante la Edad Media prácticamente no
sufrió alteración alguna durante el siglo XVIII. Se
basaba en la descripción de “horribles llagas en
la piel,…” manchas blancas o nacaradas y con estado de
erupciones”.

Como es habitual incluso en la actualidad, en el siglo XVIII
comenzaban con el interrogatorio del paciente, que en este caso
particular, se centraba en averiguar si había antecedentes
de contacto con leprosos, ya sea en la familia o
en la vecindad o bien, si sus padres habían padecido
lepra, ya que se creía que la transmisión era
hereditaria. Se exhortaba al enfermo a decir la verdad, sin
ocultar datos al tribunal
examinados. Luego se realizaba el exámen físico del
paciente a cargo de los médicos, seguido por el examen de
los cirujanos, todo esto en presencia del letrado. Se clasificaba
finalmente al enfermo en una de las cuatro categorías
existentes sobre la base de los datos recogidos.

En cuanto a la clasificación de la lepra, encontraremos
en primer lugar a los pacientes de predisposición
ad lepram que no presentaban lesiones de
enfermedad, pero estaban predispuestos a padecerla. Luego se
describían los infectos in fieri que
tenían síntomas dermatológicos, pudiendo
tratarse de lepra según la evolución que presentaban. Estos dos
grupos de
pacientes no eran recluidos en lazaretos, sólo se los
controlaba citándolos cada siete a catorce días. El
tercer grupo estaba
formado por los in facto con lesiones definidas
de la enfermedad y los del cuarto grupo, eran los pacientes que
presentaban una enfermedad bien desarrollada sin dar lugar a
equívocos. Estos dos tipos de pacientes eran recluidos en
lazaretos para evitar el contacto con otros sujetos libres de
enfermedad, teniendo en cuenta la alta contagiosidad
creída en esa época, y que los tratamientos eran
muy ineficaces. El aislamiento era la mejor prevención,
determinándose así la total marginalidad de
parte de la sociedad hacia
el paciente.

Bonifacio Ximenez de Lorite describió en 1765 un
estudio exhaustivo de la lepra para ser utilizado como base
médico legal en los tribunales de los Hospitales de San
Lázaro de Sevilla en el siglo XVIII. Sabemos que
existía discordancia entre los diversos criterios
descriptos en los libros de
medicina de la época.

Era, en ese entonces, definida la lepra como “una
enfermedad asquerosa y torpe, temida de los hombres,
símbolo del pecado”.
Ya que se interpretaba que el paciente pagaba de esa manera parte
de su condena divina, purgando sus pecados en la Tierra. Se
hablaba de ella como “una enfermedad cuyo veneno desfigura,
come y arruina” al hombre y a
la mujer,
infectando sus ropas, sellando su casa para evitar que la morada
de aquellos que la padecían fuera visitada por personas
consideradas puras.

¿Por qué era tan importante el
diagnóstico de lepra? La respuesta a esta pregunta se
encuentra en las escrituras del Levítico. Y es que no
sólo debía alejarse al leproso de la vida cotidiana
y de la ciudad, sino que además perdía el derecho a
compartir su cama con una mujer que no fuese su esposa o a vivir
con individuos sanos. La lepra fue, además, desde el
año 757 hasta finales del siglo XIV causa legal de
divorcio y de
pérdida de todos los bienes
comunes.

Cuando la enfermedad era diagnosticada en un paciente, el
sacerdote iba a su casa y lo llevaba a la iglesia entonando
cánticos religiosos. Una vez en el templo, el sujeto se
confesaba por última vez y se recostaba, como si estuviera
muerto, sobre una sábana negra a escuchar misa. Terminada
la homilía, se le llevaba a la puerta de la iglesia, donde
el sacerdote hacía una pausa para señalar: "Ahora
mueres para el mundo, pero renaces para Dios". Luego se le
recordaban las palabras del profeta Isaías, aquellas en
que se establecía una relación entre Jesucristo y
la lepra, para reconfortar al enfermo.

Una vez dicho esto, se llevaba al doliente a los límites de
la ciudad donde se le recitaban las prohibiciones: se le
prohibía la entrada a iglesias, mercados, molinos
o a cualquier reunión de personas; lavar sus manos o su
ropa en cualquier arroyo; salir de su casa sin usar su traje de
leproso; tocar con las manos las cosas que quisiera comprar;
entrar en tabernas en busca de vino; tener relaciones
sexuales excepto con su propia esposa; conversar con personas
en los caminos a menos que se encontrara alejado de ellas; tocar
las cuerdas y postes de los puentes a menos que se colocara unos
guantes; acercarse a los niños y
jóvenes; beber en cualquier compañía que no
fuera aquella de los leprosos; caminar en la misma dirección que el viento por los caminos.
Además, se le ordenaba que cuando muriese debía
hacerse enterrar en su propia casa.

Una vez proferidas todas estas prohibiciones, se le daba al
leproso su ajuar completo: una capucha de color café o
gris, zapatos de piel, un par de castañuelas para avisar a
la gente de su proximidad, una taza, un bastón, un par de
sábanas, un cuchillo pequeño y un plato.17 El
leproso, solo y desamparado, debía caminar hacia el campo
abierto y asentar su morada alejado de todas aquellas personas
que no habían sido castigadas con la lepra. Allí
viviría y moriría, con suerte acompañado de
su esposa (si es que ésta no pedía el divorcio), y
nunca más podría presentarse en lugares
públicos.

En algunos lugares de Inglaterra
incluso se creó el concepto de las
"ventanas para leprosos". Estas ventanas, colocadas casi a ras
del suelo en las
paredes de las iglesias, permitían a los leprosos ver la
misa desde afuera.

La creación de las leproserías promovió
aún más la discriminación y el miedo hacia los
leprosos. Aunque pueda parecer absurdo, el desarrollo de
las leproserías tuvo un efecto negativo en los enfermos y
en su evolución. Esto se debió, en gran parte, a
que la sociedad de la época (y los mismos pacientes),
llegaron a considerar a estos hospitales como cementerios para
vivos.

Puede imaginarse el efecto que tenía, sobre el
paciente, el estar encerrado sabiendo que el único modo de
salir era morir. Asimismo, el miedo que se tenía en la
Edad Media a los leprosos y a la enfermedad (ser infectado
significaba un encierro eterno) aumentó considerablemente.
La construcción de leproserías tuvo un
crecimiento exponencial en la Europa medieval. Muchos de estos
hospitales para leprosos se encontraban adosados a hospitales
"normales" que

normales" que se encargaban de todas las otras enfermedades. A
estos establecimientos se les conoció también como
lazaretos en honor a San Lázaro, el santo patrón de
los leprosos. El origen de este santo y su relación con la
lepra está, como el resto de la historia de esta enfermedad,
plagado de confusiones. Al contrario de lo que se cree, el
Lázaro de los leprosos no es el Lázaro al que
Jesucristo levantó de la muerte,
sino el mendigo cubierto de llagas de la parábola del
hombre rico. Sin embargo, la relación se generó, y
por lo tanto una gran cantidad de leproserías llevaron el
nombre del Lázaro equivocado e incluso el de sus hermanas,
Marta y Margarita.

Es posible que la relación entre la lepra y la
resurrección de Lázaro no sea un hecho fortuito.
Siendo el perdón y la salvación dos conceptos muy
arraigados en la religión
católica, no es ilógico pensar que, en un intento
religioso de "curar" la lepra, se haya recurrido a la
búsqueda del arrepentimiento de los enfermos para darle
fin a la enfermedad por medio de la indulgencia de Dios.

La orden de los caballeros de San Lázaro, que se
separó de los caballeros hospitalarios, es otro claro
ejemplo del culto a Lázaro. Esta orden, formada por
cruzados escindidos de la orden de los Hospitalarios, se
encargó de cuidar a los enfermos de lepra y de supervisar
las leproserías. De hecho, muchos de sus caballeros
estaban afectados por la enfermedad.

El aislamiento de los leprosos convirtió en realidad la
idea de que la lepra fuera como una muerte en
vida. Es posible que la existencia del leproso medieval se haya
visto más afectada por los problemas
psicológicos y sociales que por los problemas
físicos que acarreaba su padecimiento.

Ximenez informaba que en algunas ocasiones, el internar a una
persona en un lazareto sin tener plenamente desarrollada la
enfermedad, con otros leprosos, hacía que la padecieran
por permanecer largamente en contacto con los demás
infectados. Se sabe por otro lado, que existían pacientes
leprosos que, gracias a indulgencias otorgadas por jueces u otros
magistrados por sus influencias políticas
o económicas, permanecían en contacto con los
demás ciudadanos sin ser recluidos.

Durante el reinado de Felipe II, en 1593, e Oidor Decano de la
Real Audiencia de Sevilla y Visitador del Hospital de San
Lázaro, comisionado por e rey español,
elevó un informe donde
expresaba que no estaba bien declarado que enfermedad
habían de tener las personas allí remitidas ya que
el lazareto había sido ideado para albergar a todos
aquellos que padecían la “Malatía y Gafedat
de San Lázaro”, evitándose así muchas
dudas, pleitos y gastos a la Casa,
sin mencionar el agravio para aquellos que habían sido
derivados a esta Casa y que no padecían de lepra.
Existía también disconformidad par parte de los
pacientes en cuanto al diagnóstico de los médicos y
cirujanos de la época.

En 1593 la Comisión Medica definía la
elefantiasis griega, lepra árabe y la Gafedat o
malatía de San Lázaro como la misma
patología. S e estableció que el exámen
físico se realizaría en primera instancia,
observándose la orina y el pulso del paciente. Si eran
naturales, eran declarados Luego continuaban con la observación del rostro y del cuerpo en
busca de lesiones particulares en la piel, como
“deformidad, universal o particular, costras, o
tumoraciones insensibles, verrugosas o llagas, afecciones del
hígado, del corazón o
del bazo, sangre gruesa,
turbia, humor melancólico con lo que muda el color del
cuerpo, apareciendo tumorcillos secos, ásperos y llagas
incurables de naturaleza de cáncer”

El tercer pilar diagnostico era el mal aliento, al igual que
el olor que emanaba el cuerpo del paciente ya que si no lo
presentaba aún teniendo estigmas dermatológicos, no
era considerado contagioso y por eso, no debía ser
recluido. Hablaban también de un timbre de voz
áspero y seco, desaparición del pabellón
auricular, alteraciones oculares, caída de la cola de las
cejas, arrugas en la frente, llagas en los pulpejos de los dedos,
labios hinchados, encías de menor tamaño y
úlceras en la nariz. Doscientos años antes, durante
el reinado de Enrique II, se creía que la enfermedad
diagnosticada a tiempo, ya sea
en sus inicios o en sus primeras fases, era plausible de
sanción completa, no siendo necesaria la reclusión
del paciente hasta doce meses posteriores al diagnostico y nuevo
control medico. De haber curado seria considerado libre de
enfermedad pero de no haberse curado, sería recomendada la
reclusión en la Casa de San Lázaro de Sevilla.

En el siglo XVIII se realizó una revisión de
este tipo de sentencia. Se llegó a la conclusión
que la lepra arábiga o la elefantiasis griega
podría ser legítima, leonina, tiria o
alopecía, distinguiéndola de la elefantiasis
arábiga (originada en Africa) porque
afectaba solo las piernas y los pies. El dictamen del siglo XVI
se basaba en el pensamiento galénico, considerado ya
totalmente absurdo por los médicos de la Real Consulta. Se
definía en este siglo tres tipos de lepra: la griega, la
arábiga y el Mal de San Lázaro. El exámen
comenzaba con el interrogatorio bajo juramento, y abarcaba
preguntas desde el nacimiento hasta el presente, para así
deducir si el paciente tenía alguna predisposición
natural hacia este padecimiento, si había convivido o
contactado con leprosos o si sus padres la habían
padecido. De esta manera se averiguaba si se trataba de lepra
hereditaria, espontánea o adquirida.

Ya en la inspección, se observarían los pelos de
todo tipo y lugar, el color dela piel en toda su
extensión, los labios, el paladar, la lengua, las
encías y los ojos. Con estos requisitos se podía
sin más arribar a un diagnóstico certero de
enfermedad.

Definieron también los diversos estadios dela
enfermedad, siendo el leproso de primer grado no contagioso, y el
leproso elefantiásico de segundo, tercero y cuarto grado,
así como el leproso griego de segundo, tercero y cuarto
grado, contagiosos. Finalmente se hablaba del verdadero lazarino,
que estaba representado por aquel paciente que cursaba la
enfermedad en estadío avanzado, con mutilaciones propias
de la patología.

Se establecieron nuevas recomendaciones en cuanto al manejo de
los pacientes en los lazaretos. En primer lugar se
prohibía la vida marital cuando el varón o la mujer
padecían la malatía, ya que era considerada una
patología hereditaria para las generaciones futuras y el
semen era el vehículo de transmisión. Los productos de
estos embarazos se consideraban portadores del mal y se
creía, lo desarrollarían en el futuro. Los
individuos sanos evitarían la
comunicación con los enfermos de lepra debido a la
alta contagiosidad de los mismos.

Se evitaría también el consumo de los
alimentos que
aumentaban el humor grueso y bilioso. Las ropas se usarían
sin coser, cabeza desnuda con un lienzo en la boca a fin de
advertir a los ciudadanos sanos del pueblo, de su presencia,
teniendo en cuenta el carácter de enfermedad incurable que solo
tenía tratameinto paliativo. Estas pautas estaban en boga
en el siglo XVIII durante la epidemia de lepra en Lebrija.

Una mención especial, se merecen los distintos tipos de
tratamientos utilizados.

Quizás no haya en el extenso campo de la
patología, enfermedad que haya sido objeto de tan
frecuentes experiencias terapéuticas como la lepra. La
historia de su tratamiento se ha dividido en tres periodos:
incurabilidad, monoterapia y politerapia.19 Los tratamientos
medievales contra la lepra caen en el primer periodo, debido a la
incapacidad de los médicos de la época para obtener
la curación o incluso la mejoría de los
enfermos.

Los textos medievales que hablan sobre el diagnóstico
de la lepra han sido ampliamente estudiados por su gran valor
clínico e histórico. Sin embargo, aquellos libros
que versan sobre el tratamiento de la enfermedad han sido poco
analizados y en general han ocupado un lugar poco importante en
el estudio de la lepra. Esto se debe, en gran parte, a que el
tratamiento medieval contra la lepra no producía
resultados benéficos. Aun cuando esto es cierto (la lepra
fue incurable hasta el siglo XX con la llegada de los
antibióticos), es muy interesante analizar la perspectiva
que se tenía sobre la terapéutica de tan temida
enfermedad.

Uno de los autores medievales que más testimonios
dejó sobre el tratamiento de la lepra es Jordanus de
Turre. En su libro Tratado
de los signos y
tratamiento de los leprosos y en sus Notas sobre lepra, Turre
clasificó y analizó los diferentes tipos de lepra y
sus tratamientos.20

Siguiendo las directrices de Avicena y de Galeno, los
médicos medievales (entre ellos el famoso Guy de Chauliac
y el mismo Turre) identificaron cuatro etapas de la lepra:
inicio, incremento, estado y declive, que siempre terminaban con
la muerte del paciente. Tomando como base esta historia natural
de la enfermedad, Turre resumió en tres los objetivos que
debía tener un médico al tratar a un enfermo de
lepra:

En el tratamiento de la lepra, los médicos
comúnmente tienen tres objetivos: el primero es preservar
a las personas predispuestas antes de que la enfermedad llegue;
el segundo es curar a aquellos que sufren cuando ésta ha
entrado pero no está confirmada; el tercero es paliar los
daños una vez que ésta ha sido confirmada.

Los tratamientos que se recomendaron en la práctica
médica medieval pueden separarse en dos grandes
categorías: los médicos y los quirúrgicos.
Entre los tratamientos quirúrgicos más utilizados
se encontraban la aplicación de sanguijuelas, la
cauterización y la flebotomía.20 De éstos,
el más usado fue la flebotomía, que
consistía en el corte de grandes venas para "limpiar el
hígado y el bazo" de la sangre impura del leproso. En
muchos textos se llega incluso a la recomendación de
preparar ungüentos con la propia sangre del leproso para que
fuesen aplicados en sus heridas.

Otros autores argumentan que, al ser la sangre del leproso
sangre sucia, estos linimentos deberían ser elaborados con
la sangre de personas jóvenes y sanas.

Se recomendaban también los baños termales,
leches, dietas y el
uso de mercurio pero entre los tratamientos médicos
más bizarros mencionados en las obras de Turre se
encuentra la carne de serpiente. Esta idea de que las serpientes
podían ser utilizadas para el tratamiento de la enfermedad
surge de las enseñanzas de Avicena y es reforzada por
Galeno. Aunque se ha pensado que el fondo teórico de la
utilización de las serpientes como tratamiento es la idea
de que "un veneno expulsa a otro veneno", esto se desmiente
debido a la afirmación de Galeno de que era necesario
retirar la cola y la cabeza de la serpiente porque
contenían la ponzoña.

Es probable que esta terapéutica fuera algo más
simbólico, relacionando el cambio de piel
de la serpiente con el cambio de piel que necesitaban los
pacientes afectados con lepra. Este tipo de terapéutica
fue expuesta por el Dr. Gutiérrez de los Ríos en
1736, siendo este un tratamiento de extracción
galénica, limitando el uso de purgantes y de agua. Ya en
1788 distinguían entre enfermos incipientes o confirmados,
pausibles de tratamiento con mercurio, baños termales y
otros remedios de la época, antes de ser admitidos a
lazaretos sabiendo que en el grupo llamado confirmada,
había pacientes de ambos sexos en los cuales se observaba
curación, por lo que la lepra no sería un
enfermedad incurable como se pensaba y por lo tanto, debía
indicarse tratamiento, ya no considerando a fines del siglo XVIII
como paliativo. Esto dio lugar a la división del lazareto
en dos sectores: el de los pacientes incipientes y el sector de
pacientes confirmados, separándolos por sexo y con
enfermerías para cada sector.

Sin embargo, el enfoque durante el medioevo dado al
tratamiento de la lepra fue muy parecido al tratamiento
indiscriminado que se da hoy en día a muchas infecciones
bacterianas. En las farmacopeas de la época se pueden
encontrar, además de la carne de serpiente, otros 250
remedios para la lepra.

Si nos remitimos a 1765, el Dr. Larrumbe dice:
“Vergonzosa cosa sería decir que ninguna especie de
lepra admite más curación que la paliativa. Esto
solo tiene cabida para la lepra arábiga confirmada pero no
en la griega incipiente o de primer grado, siendo solo insanable
el mal cuando pasa a satirizáis o leontinas o elefantiasis
(llamada así por presentar los enfermos caras parecidas a
la de los sátiros, leones o elefantes)… las
consideraciones de los antiguos sobre la destemplanza
cálida del hígado, las orinas perturbadas y crasas
que sostuviesen la cal de plomo, el pulso acelerado y la sangre
arenosa, no fue mas que un error sistemático que jamas se
ha podido verificar en los últimos 23 años. Por
tanto los enfermos cuidados, aseados, dispensados de bien trato,
quietud, régimen alimentario y socorros médicos,
pueden llegar a sanar. La enfermedad es incontestablemente
curable…"

En los años siguientes, el hospital presentó una
asistencia medica completa y también farmacéutica,
reclamando ciertos privilegios para el personal medico,
gastos de médicos y de cirujanos, botica y enfermeras.
Podemos entonces aseverar, que a la mitad del Siglo de las Luces,
los sanitarios realizaban una asistencia continuada y
adquirían medicamentos para los tratamientos nuevos, que
desde entonces comenzaban a aplicarse, de una botica de la cuidad
ya que el hospital carecía de ella.

En 1773, las penurias económicas provocaron el abandono
de ciertas prácticas asistenciales, según se recoge
en el Auto Gubernativo de ese año, de la visita de
Francisco de Bruna, quien refería que debido a las cortas
asignaciones que eran dadas a los profesionales, ellos no
podían visitar diariamente el hospital distante de la
cuidad, por lo cual reclamaba para los facultativos una renta
más holgada, así como también la
designación de enfermeras y la posibilidad de continuar la
compra de diversas medicinas en la botica de la cuidad, ya que
los enfermos padecían de diversas necesidades y
cuidados.

Andalucía era una región endémica de
lepra, por lo cual cualquier interesado en desarrollar o estudiar
este tema se dirigiría a aquella región. Tal fue el
caso de Juan Antonio de la Peña, quien se encaminó
a Sevilla, al Hospital de San Lázaro en 1787 para
desarrollar un proyecto para la
curación de los lazarinos. No se sabe con certeza en que
consistía su tratamiento, su composición ni
aplicación, ya que luego de cuatro meses de iniciado, y
ante la evidencia clínica de mejoría de sus
pacientes en el hospital, fue denunciado el Dr. Peña por
sus propios colegas acusándolo de impostor,
charlatán y vago, ya que no se producía total
remisión de los signos y sintamos.

Solicitaron también volver a las curas diarias
practicadas desde antaño, con la vieja terapeutica. Si
bien se realizo un reconocimiento de los pacientes del lazareto,
este se hizo a los dos meses de suspendido el innovados
tratamiento, y a pesar de encontrar mejoría en los
pacientes y en el estado
final de la enfermedad de los leprosos evaluados, se lo
interpreto como “la evolución de los humores en el
estado final de la patología, que lleva a los pacientes a
peores enfermedades, como el mal de pecho, calenturas, fatiga por
falta de respiración y grandes erisipelas, siendo
estas ultimas muy frecuentes desde el tratamiento del Dr. De la
Peña”.

El plan de curar a los leprosos había sido abortado en
el comienzo de su práctica. Quizá no hubiese tenido
el éxito
soñado por el autor, pero sirvió para aliviar
dolencias durante algunos meses.

Desafortunadamente el
conocimiento médico de la época no
permitía entender qué era la lepra y mucho menos
curarla. De hecho, faltaban alrededor de quinientos
años
para que por fin se revelara el misterio
detrás de la enfermedad, y otros cincuenta más para
que dejara de ser incurable.

Conclusiones

Alrededor del año 1400, la "epidemia" de lepra
desapareció de la mayor parte del continente europeo,
concentrándose sólo en Noruega. Mientras la lepra
se esfumaba de la mente de los europeos, nuevas enfermedades
llegarían para tomar su lugar. A principios del
siglo XV, Europa había crecido desproporcionadamente otra
vez: la Edad Media dio paso al Renacimiento y
las aldeas se transformaron en grandes, insalubres y hacinadas
ciudades. Esto favoreció nuevamente la llegada de
enfermedades de masas, como la tuberculosis y,
otra vez, la peste.

Pero, ¿qué sucedió con la lepra? Se
exponen dos teorías
sobre la disminución de la enfermedad medieval por
excelencia. La primera sostiene que los leprosos europeos fueron
arrasados al inicio de la gran epidemia de peste debido a su
debilidad inmunológica. La segunda, más
interesante, establece una relación inversamente
proporcional entre la lepra y la tuberculosis. Al aumentar la
densidad de
población, el más virulento y
contagioso bacilo tuberculoso comenzó a extenderse en las
ciudades. Actualmente sabemos que en algunos casos la
infección tuberculosa puede propiciar cierta inmunidad
contra Mycobacterium leprae y por lo tanto es posible que la
tuberculosis haya "vacunado" a los europeos contra la lepra.
Éste constituye un ejemplo de la competencia
biológica de dos especies por sobrevivir en un medio
hostil.

“Imaginen un camino que atraviesa un denso bosque de
pinos. Cerca se ve el silencioso cauce de un riachuelo que baja
de las montañas. No hay ningún sonido más
que el de las pisadas sobre las hojas y las ramas que han
caído de los árboles
y que tapizan el camino. De pronto, no lejos de ustedes, el sonar
de una campana y de unas castañuelas rompe la tranquilidad
de la tarde. Sin pensarlo dos veces, corren a esconderse entre
los pinos, mientras la persona de la capa gris pasa caminando con
un andar cansado y dubitativo. No pueden ver su cara, pero saben
que está desfigurada, espantosa y sucia, y que acercarse
podría acarrearles el mismo castigo. Es un
leproso….”

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Autora

María Cristina Divescui

Médica Pediatra y Neonatóloga

Hospital General de Agudos “Juan A. Fernandez”

Hospital Nacional de Pediatría S.A.M.I.C. “Dr.
Juan P. Garrahan”

Docente: Dr. Jaime Bortz

Curso: 2002

Entrega: Junio 2004

MONOGRAFÍA DE LA MATERIA:
HISTORIA DE LA MEDICINA Y DE LA
CIENCIA

UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES

FACULTAD DE MEDICINA

DEPARTAMENTO DE HUMANIDADES
MÉDICAS

INSTITUTO Y CATEDRA DE HISTORIA DE LA
MEDICINA

Director: Prof. Dr. Alfredo G. Khon Loncarica

Adscripto al Departamento de: Microbiología, Parasitología e
Inmunología.

Partes: 1, 2, 3
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