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La Crisis del Imperio Romano en el Siglo III d. C. (página 2)



Partes: 1, 2

 El reinado de los sirios parientes de Severo fue el
comienzo de uno de los capítulos mas tristes de la
historia del
Imperio. Elagábal o heliogábalo, como lo
denominaron los romanos, era un religioso fanático que
inrodujo en Roma los modales
y costumbres de su teocracia
siria. Muchos de sus soldados eran también devotos de los
cultos orientales y sus procederes no ultrajaban a sus creencias
religiosas, pero en Roma, incluso en el estado
depresivo y humillante de las clases media y superior, esas
innovaciones solo encontraron repugnancia y horror.

Conscientes  de este sentimiento, las princesas sirias
tomaron medidas para conservar el poder y,
cuando el fanático Heliogábalo fue asesinado por
los soldados, pusieron en el trono a Alexiano, hijo de Mamea, que
era de opiniones mas moderadas y tenia costumbres menos
asiáticas. Como emperador tomo el nombre de Marco Aurelio
Severo Alejandro. Tanto él como su madre procuraron
reconciliar a la nobleza romana con su gobierno militar.
Se restauraron algunas formas antiguas de la pública y se
convocó al Senado para que volviera a participar en los
asuntos públicos. Pero Alejandro no podía controlar
al ejército. Apenas pudo rechazar el peligro de Oriente
cuando la dinastía sasánida de los reyes persas,
después de terminar con la dinastía parta de los
Arsácidas, invadió las provincias romanas. Pero una
campaña contra los germanos, en la frontera del
Rin, costo la vida al
Emperador; sus propios soldados lo asesinaron el año
235.

La muerte de
Alejandro fue seguida por un colapso total. El Estado se
convirtió en instrumento de los soldados. Los diferentes
ejércitos, uno tras otro, proclamaban emperadores sus
comandantes, los desponian por las más insignificantes
quejas contra su severidad o flaqueza y utilizaban su propia
fuerza para
saquear sin merced las pacificas y prosperas ciudades del
Imperio. Entre en los años 235 y 285 hubo
veintiséis emperadores y solo uno de ellos murió de
muerte natural. La mayoría eran hombres que tenían
un verdadero deseo de servir al Estado, buenos soldados y buenos
generales que procuraban defender al imperio contra los enemigos
extranjeros. Pero siempre tropezaban con  el
obstáculo de la hez de amotinados de un ejército y
se veían obligados a defenderse contra rivales a quienes
los soldados obligaban, con frecuencia, por medios
violentos a competir por el
trono.     

Tal situación interna no era precisamente la mas
adecuada para que el Estado alcanzara victorias sobre enemigos
extranjeros. La frontera fue invadida en casi todos sus puntos.
Se formo una fuerte alianza de tribus germanas, con el plan de
apoderarse de las provincias romanas de Europa; los
sajones saqueaban las costas de Britania y de Galia; Galia estaba
amenazada por los francos, en el centro, y por los alemanes en el
sur; los marcomanos alarmaban a las provincias del Danubio. Un
poderoso reino de godos y sármatas que había
surgido en el sur de Rusia avanzaba
hacia el curso inferior del Danubio y llegaba por mar desde
Panticapio, hasta las provincias orientales. Por ultimo, la
dinastía sasánida de Persia, que en tiempos de
Alejandro Severo había tomado el lugar del
decrépito y desintegrado reino parto, se
estaba transformando en un terrible adversario para las
energías exangües de Roma.

Durante el reino de Valeriano y de su hijo Galieno, entre el
253 y el 268, el Imperio llegó a su nivel más bajo.
Valeriano fue derrotado y hecho prisionero por los persas. En
tiempo de
Galieno, el instinto de conservación condujo a la
provincia  de Galia y a la rica ciudad comercial de Palmira,
en Siria, a tomar en sus propias manos la misión de
defender y organizar sus territorios como reinos
independientes. En el año 258, Marco Casio Latinio
Póstumo gobernaba Galia; en Palmira, Odenato luchó
de en defensa Oriente contra los persas.

Cuanto más se agravaba la situación del Imperio,
mas pujante era la presión de
los bárbaros en las fronteras. Pero, al mismo tiempo,
nació un fuerte sentimiento en el pueblo de que era
preciso, por un medio u otro, defender la civilización del
Imperio romano,
salvar las ciudades del saqueo y la destrucción, y
restablecer la unidad del Estado. Incluso los soldados
participaban de ese sentimiento; por eso comenzaron  a
mostrar  más tenacidad en la lucha contra los
bárbaros y mejor disposición de ánimo para
someterse a la disciplina
impuesta por los emperadores que ellos mismos habían
elegido. Una serie de emperadores fuertes y hábiles pueden
servir de ejemplo de esta modalidad imperial en la segunda mitad
del siglo III.

Es verdad que la mayoría murió de muerte
violenta y que se vieron obligados a luchar constantemente contra
motines en el interior; pero esas dificultades no los arredraron.
Si un emperador era asesinado, su sucesor mostraba, en el trato
con los ejércitos, la misma firmeza que había
costado la vida a su predecesor; exigua disciplina y ciega
obediencia a sus comandantes con el mismo espíritu
inflexible. Los mismos emperadores daban ejemplo de
autosacrificio, un ejemplo que resultaba más efectivo
cuando la mayoría de ellos había comenzado su
carrera como simples soldados.

El primero de esta serie de gobernantes fue Claudio, apodado
Gótico. Reinó del 268 al 270 e infringió una
decisiva derrota a los godos, con lo cual atenuó por
algún tiempo su presión sobre la frontera del
Danubio y las provincias orientales. Su sucesor, Aureliano,
reinó cinco años. En ese tiempo, no solo
defendió a las provincias del Danubio e Italia contra los
germanos, sino que restableció la unidad del Imperio
mediante un ejército que momentáneamente
unió con férrea disciplina; durante su reinado,
Galia y Siria volvieron a constituir parte del Estado. Sus
sucesores, Probo (276 – 282), Caro, y su hijo Carino, lucharon
con fortuna en las fronteras. Después de la muerte de
Caro, asesinado, como Probo, por sus propios soldados, el
ejército proclamó emperador a Gayo Valerio Aurelio
Dicleciano en el año 284. después de una breve
lucha con Carino, Diocleciano se convirtió en el
indiscutido gobernante del Imperio y éste, agotado y
deshecho, estuvo libre de conflictos
internos por algún tiempo.

La causa de la terrible crisis que
atravesaba el Imperio debe buscarse, en parte a las nuevas
condiciones sociales y económicas que surgieron en la
segunda mitad del siglo II y, también, en la 
organización y sentimientos del
ejército. Hemos visto que el desarrollo
económico siguió el camino de incrementar los
recursos del
Imperio, más bien que el de utilizarlos
sistemáticamente, que la gente iba perdiendo su capacidad
de trabajo y su
ingenio inventivo, que la rutina, en fin, dominaba cada  vez
con más fuerza en la esfera de la producción creadora. El interés  real y vivo del pueblo no
estaba centrado en las cuestiones económicas o sociales,
sino en las que concernían a la vida interior del hombre, en
especial las cuestiones religiosas.

Por otra parte, al lado de las clases  superiores de la
comunidad y
del desarrollo activo de la vida urbana, otra clase, que
vivía en las aldeas y en el campo, comenzaba a tener mayor
conciencia de
sí misma; a medida que se iba incorporando a la
civilización advertía con mas claridad su propio
numero e importancia y, al mismo tiempo, la inferioridad de su
posición social. Los emperadores de los dos primeros
siglos de nuestra era hicieron mucho para desarrollar la
conciencia de sí de esta clase mediante el trato que daban
a los siervos que poblaban por millares los fundos imperiales del
Oriente y la multitud de arrendatarios libres en Occidente.

La legislación de la primera época del Imperio
hizo todo lo posible para definir de modo preciso la
relación de tales arrendatarios con los propietarios de
las tierras, fueran éstas particulares o del Imperio
defendió sus intereses cuando estaban en conflicto con
los de los terratenientes; apoyo a los pequeños
propietarios como contrapeso a la clase media rica. Como
consecuencia de la política imperial, el
campo dejó de ser callado y sumiso; consciente del apoyo
imperial, encontró una voz para defender sus derechos contra la
presión de los capitalistas y los atropellos de los
funcionarios.

En esa época, tuvo lugar  otro cambio radical
en la composición del ejército. Hemos visto ya que
durante el reinado de Augusto el ejército se
componía principalmente de nativos de Italia y ciudadanos
romanos residentes en las provincias. Las legiones se reclutaban
dentro de esas dos clases. Y aunque los provinciales que no
poseyeran la ciudadanía tenían cada vez menos
dificultad en ser admitidos en sus filas, los legionarios
procedían de las provincias más civilizadas y el
ejército todavía representaba a los habitantes mas
cultos del Imperio. Sin embargo, ni siquiera Adriano pudo
mantener ese sistema por mas
tiempo. Su ejército se reclutaba en las provincias en
donde estaban apostadas las guarniciones permanentes. La población urbana eludía la
obligación del servicio
militar de ahí que el ejército, tanto las legiones
como las tropas auxiliares, se fuera llenando de trabajadores
agrícolas de las provincias, hombres que habían
trabajado en territorios urbanos o en otros. Al mismo tiempo, la
profesión de soldado llegó a ser hereditaria; los
hombres vivían en campamentos o en las poblaciones
adyacentes y los hijos solían escoger la profesión
de sus padres.

En los tiempos tormentosos de los últimos Antoninos,
Roma necesitaba una constante incorporación de reclutas
para defenderse de los  bárbaros. Millares
morían en los combates y la peste barrio con muchos
más.

Además, las clases civilizadas iban perdiendo la
costumbre del servicio militar y enviaban hombres de inferior
categoría a las filas. De ahí que los emperadores
prefieren emplear un sector mas primitivo de la población:
campesinos y pastores de los confines del Imperio, tracios,
ilirios, españoles, montañeses, moros, hombres del
norte de Galia, gentes de las montañas de Asia Menor y
Siria. De esta manera, el ejército, tracios, ilirios,
españoles, montañeses, moros, hombres del norte de
Galia, gentes de las montañas de Asia Menor y Siria. De
esta manera, el ejército, tracios, ilirios,
españoles, montañeses, moros, hombres del norte de
Galia, gentes de las montañas de Asia Menor y Siria. De
esta manera, el ejército vino a representar a la parte
menos civilizada de la población, los hombres que
vivían fuera de las ciudades, que envidiaban el lujo de
los ciudadanos y los consideraban meros opresores y
exploradores.

La prosperidad económica del Estado se vio
también afectada por los desastres que llenaron  los
tiempos de los últimos Antoninos. Ya he dicho antes que el
sistema
tributario no era especialmente gravoso, ni siquiera para los
provinciales. Pero los gastos del Estado
aumentaban: había mas saldados y su paga era mayor, el
numero de funcionarios crecía. El Estado no tuvo otra
solución de elevar los impuestos. Los
habitantes de las ciudades se habían acostumbrado al lujo
y las comodidades, pero sus crecientes demandas no podían
ser satisfechas solo con la generosidad privada; fue, pues,
necesario aumentar las cargas.

Tanto el gobierno central como la ciudades obtenían sus
principales ingresos de los
impuestos que pagaban los labradores y ganaderos, y el aumento de
esos impuestos no fue acompañado de un mejoramiento de los
métodos
agrícolas. Por consiguiente la carga se hizo cada 
vez mas pesada para propietarios de tierras o para los que
trabajaban la tierra con
sus propias manos, los  pequeños propietarios y
arrendatarios de los grandes fundos. El campo sufrió mas
que la ciudad por el aumento de los impuestos.

Durante el desdichado periodo de revoluciones del siglo III,
todos los síntomas mencionados se agravaron a un ritmo
terrible. El ejército y sus dirigentes se hicieron
dueños del Imperio. Conscientes de su propia fuerza, los
soldados trataban de explotarla al máximo. Esperaban de
los títeres que colocaban en el trono una paga mayor,
grandes dádivas y permiso para  saquear impunemente a
sus conciudadanos, en especial, a las ciudades ricas por las que
los soldados, de extracción campesina, sentían
envidia y odio.

El ejército aspiraba también a la
abolición de los privilegios que gozaban las clases
superiores. Pedían que todos los soldados tuvieran libre
acceso a los puestos superiores, tanto militares como civiles. En
este punto, las aspiraciones de los soldados coincidían
con las de algunos de sus jefes, quienes, desde la época
de Septimio Severo, sospechaban, cada vez mas, ce las clases
privilegiadas. Así, poco a poco, los oficiales, 
últimos representantes de la cultura
superior, desaparecieron del ejército. Los nuevos eran tan
rudos y toscos como la tropa: no se distinguían de ella.
Cuando estos oficiales habían cumplido sus años de
servicio pasaban, a menudo, a ocupar cargos civiles y, de ese
modo, los funcionarios superiores se barbarizaron gradualmente y
adoptaron en su actividad administrativa métodos
arbitrarios y violentos, arraigados en las relaciones entre el
ejército y la población civil.

Los emperadores nombrados por el ejército precisaban
dinero mas que
otra cosa para triunfar en los conflictos políticos. El
único medio de conseguirlo era aumentar los impuestos, en
especial los que pagaban los propietarios de tierras.
Provisiones, armas y medios de
transporte
eran indispensables en las constantes guerras y
movimientos de tropas. Si no había dinero, todas esas
cosas había que tomarlas por la fuerza de la
población. Los impuestos se elevaron constantemente en el
siglo III; las requisas extraordinarias para las necesidades del
ejército  se convirtieron en costumbre.

Las demandas de los emperadores y de sus tropas  no se
hacían directamente a los contribuyentes, sino a los
organismos que siempre se habían encargado de la
recaudación de los impuestos y que eran responsables ante
el Estado por el pago completo. Las mismas entidades eran
responsables por la percepción
completa de todos los tributos en
especie que imponía el Estado además de los
impuestos y, cuando se requería trabajo forzoso,
tenían el deber de proveerlo.

 Las entidades ante las que los funcionarios imperiales
hacían sus demandas eran los  consejos de las
ciudades y sus funcionarios ejecutivos; en otros casos, eran los
gremios de comerciantes, de vendedores o de artesanos. Los
consejos urbanos calculaban cargas sobre la
población  de su territorio y respondían con
sus propios bienes del
pago completo. Los gremios eran responsables mancomunadamente del
suministro de los artículos que necesitara el
ejército y también de los medios de transporte. En
tiempos de paz, la carga no era demasiado gravosa para  los
consejos y  magistrados municipales. Ya a fines del siglo
II, a medida que aumentaban las demandas del Estado, la capacidad
tributaria de la población disminuyo y las deudas
comenzaron a acumularse. Al mismo tiempo, las exigencias
suplementarias del Estado, que las mismas entidades debían
satisfacer, presionaban cada vez mas duramente sobre el
pueblo.

La situación llegó a ser critica en el siglo
III. El Estado elevó sus demandas de un modo excesivo; el
comercio
estaba ahogado por las constantes guerras y las invasiones
bárbaras; la industria se
paralizaba; los ejércitos de los rivales que
pretendían el trono saqueaban todas las ciudades y aldeas
por las que pasaban. Los emperadores y su ejército
necesitaban dinero, granos, pieles, metal, bestias de carga y,
para obtenerlos, hacían continuas requisas en las
ciudades. Estas ultimas traspasaban la carga al campo, en donde
caían sobre los hombros de los arrendatarios y los
pequeños propietarios. Tales transacciones aumentaban la
enemistad entre la ciudad y el campo.

Como coronamiento de todas esas calamidades, los emperadores,
que necesitaban dinero, emitían una enorme cantidad de
moneda. Al no poseer bastantes metales preciosos
para esas emisiones, alearon oro con plata,
plata con cobre y cobre
con plomo; así rebajaron el valor de la
moneda y terminaron por arruinar a hombres que habían sido
ricos. Esas medida corto de raíz la vida de la industria y
el comercio. En el siglo III, la casa de la moneda del Estado se
convirtió en una fabrica de moneda de baja ley. El gobierno
usaba esta moneda baja de ley para  pagar a los acreedores,
pero se negaba a recibirla de los contribuyentes.

No es pues de extrañar que tales condiciones trajeran
consigo una crisis económica y social de suma gravedad. La
población civil buscaba una salida a sus tribulaciones
apoyando a uno u a otro de los aspirantes al trono, con la
esperanza que pusiera fin  a esa confusión y
estableciera el orden sobre bases sólidas. Pero el
ejército, ávido de dinero y de saqueos, 
derrocaba a un emperador tras otro y empeoraba la
situación. Es preciso recordar que el ejército se
componía, por aquel entonces, de pequeños
campesinos y braceros y  esta clase, que sufría mas
que las otras la crisis financiera,  achacaba  sus
desventuras a los funcionarios y a la  aristocracia de las
ciudades, sin ver otra esperanza de salvación que el poder
el Emperador. Cuando se desilusionaban de un emperador,
proclamaban otro; pero nunca flaqueó su creencia en la
buena voluntad y la omnisciencia del gobernante. Esto se advierte
con claridad en algunas peticiones que los soldados hacían
en nombre de sus aldeas nativas, peticiones en que los campesinos
se quejan de la opresión que ejercían los
magistrados de las ciudades, los funcionarios  y los
oficiales del ejército, y en las que se manifiesta que
para remediar esos atropellos solo se confiaba en la sagrada
persona del
emperador.

A medida que se agudizaba la crisis social y financiera,
cambiaban las instituciones
básicas del Imperio. Simultáneamente desaparecieron
la idea del principado ejercido por el primer ciudadano y la
privilegiada posición de los ciudadanos romanos. El
emperador se convirtió en un déspota militar que se
apoyaba únicamente en el ejército. Durante el
reinado de Caracalla, los derechos de ciudadanía se
concedieron  en toda la población del imperio (212);
pero esta disposición no significó un mejoramiento
en la situación legal de las masas, sino la ruina del
Estado romano, el Senado y el pueblo de Roma. El Senado no tenia
voz en los asuntos públicos y los senadores perdieron
todos los privilegios políticos que antes habían
correspondido a su categoría.

Al mismo tiempo, se esfumo en todo el Imperio el derecho de
autonomía municipal. El Estado era gobernado por un
enjambre burocrático de funcionarios imperiales, graduados
en la escuela del
ejército; entre ellos se incluía la policía
secreta, que desempeño un papel destacado al infundir
terror a los súbditos. Desaparecieron los últimos
signos de
libertad
civil: se estaba en pleno reino de la expoliación y de la
violencia
arbitraria e incluso los mejores emperadores eran impotentes para
luchar contra ese estado de cosas.

Como es lógico, en tales tiempos había muy poca
actividad intelectual. Solo algunas obras de escaso valor
rompían el silencio de la literatura. El arte no produjo
una sola obra de importancia. Sin embargo, debemos reconocer que
el retrato escultórico y la pintura
llegaron a una altura jamas alcanzada. Los bustos, las estatuas y
los retratos de esta época se caracteriza por un decidido
realismo. Con
ellos, poseemos una notable galería  de importantes
personajes y de ciudadanos ordinarios. Algunos, nerviosos y
enfermizos, miembros de la clase culta, con las huellas del
sufrimiento en el rostro, mientras otros son hombres de fortuna,
vigorosos y rudos, hombres que se habían elevado de las
filas del ejército y miembros de la nueva aristocracia
semibárbara de aquellos años. Y en medio de la
profunda decadencia del arte antiguo crece y vive un nuevo arte
cristiano que, justamente en esa época, produce sus
primeras grandes obras literarias y crea nuevos tipos de
escultura y pintura.

 

 

 

 

Autor:

Vladimir Raskalnikovs

Paraguay

Partes: 1, 2
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