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Carta de Jamaica, escrita por Simón Bolívar el 6 de septiembre de 1815 (página 2)




Enviado por Gbleon



Partes: 1, 2

El
virreinato del Perú, cuya población asciende a millón y medio de habitantes,
es, sin duda, el más sumiso y al que más sacrificios se le han arrancado para
la causa del rey, y bien que sean vanas las relaciones concernientes a aquella
porción de América, es indubitable que ni está tranquila, ni es capaz de
oponerse al torrente que amenaza a las más de sus provincias.

La Nueva Granada que es, por decirlo así, el
corazón de la América,
obedece a un gobierno general, exceptuando el reino de Quito que con la mayor
dificultad contienen sus enemigos, por ser fuertemente adicto a la causa de su
patria; y las provincias de Panamá y Santa Marta que sufren, no sin dolor, la
tiranía de sus señores. Dos millones y medio de habitantes están esparcidos en
aquel territorio que actualmente defienden contra el ejército español bajo el
general Morillo, que es verosímil sucumba delante de la inexpugnable plaza de
Cartagena. Mas si la tomare será a costa de grandes pérdidas, y desde luego
carecerá de fuerzas bastantes para subyugar a los morigeros y bravos moradores
del interior.

En
cuanto a la heroica y desdichada Venezuela sus acontecimientos han sido tan
rápidos y sus devastaciones tales, que casi la han reducido a una absoluta
indigencia a una soledad espantosa; no obstante que era uno de los más bellos
países de cuantos hacían el orgullo de América. Sus tiranos gobiernan un
desierto, y sólo oprimen a tristes restos que, escapados de la muerte,
alimentan una precaria existencia; algunas mujeres, niños y ancianos son los
que quedan. Los más de los hombres han perecido por no ser esclavos, y los que
viven, combaten con furor, en los campos y en los pueblos internos hasta
expirar o arrojar al mar a los que insaciables de sangre y de crímenes,
rivalizan con los primeros monstruos que hicieron desaparecer de la América a su raza
primitiva. Cerca de un millón de habitantes se contaba en Venezuela y sin
exageración se puede conjeturar que una cuarta parte ha sido sacrificada por la
tierra, la espada, el hambre, la peste, las peregrinaciones; excepto el terremoto,
todos resultados de la guerra.

En
Nueva España había en 1808, según nos refiere el barón de Humboldt, siete
millones ochocientas mil almas con inclusión de Guatemala. Desde aquella época,
la insurrección que ha agitado a casi todas sus provincias, ha hecho disminuir
sensiblemente aquel cómputo que parece exacto; pues más de un millón de hombres
han perecido, como lo podrá usted ver en la exposición de Mr. Walton que
describe con fidelidad los sanguinarios crímenes cometidos en aquel opulento
imperio. Allí la lucha se mantiene a fuerza de sacrificios humanos y de todas
especies, pues nada ahorran los españoles con tal que logren someter a los que
han tenido la desgracia de nacer en este suelo, que parece destinado a
empaparse con la sangre de sus hijos. A pesar de todo, los mejicanos serán
libres, porque han abrazado el partido de la patria, con la resolución de
vengar a sus pasados, o seguirlos al sepulcro. Ya ellos dicen con Reynal: llegó
el tiempo en fin, de pagar a los españoles suplicios con suplicios y de ahogar
a esa raza de exterminadores en su sangre o en el mar.

Las
islas de Puerto Rico y Cuba, que entre ambas pueden formar una población de
setecientas a ochocientas mil almas, son las que más tranquilamente poseen los
españoles, porque están fuera del contacto de los independientes. Mas ¿no son
americanos estos insulares? ¿No son vejados? ¿No desearán su bienestar?

Este
cuadro representa una escala militar de dos mil leguas de longitud y
novecientas de latitud en su mayor extensión en que dieciséis millones de
americanos defienden sus derechos, o están comprimidos por la nación española
que aunque fue en algún tiempo el más vasto imperio del mundo, sus restos son
ahora impotentes para dominar el nuevo hemisferio y hasta para mantenerse en el
antiguo. ¿Y~~ y amante de la libertad permite que una vieja serpiente por sólo
satisfacer su saña envenenada, devore ta más bella parte de nuestro globo?
¡Qué! ¿Está Europa sorda al clamor de su propio interés? ¿No tiene ya ojos para
ver la justicia? ¿Tanto se ha endurecido para ser de este modo insensible?
Estas cuestiones cuanto más las medito, más me confunden; llego a pensar que se
aspira a que desaparezca la
América, pero es imposible porque toda Europa no es España.
¡Qué demencia la de nuestra enemiga, pretender reconquistar América, sin
marina, sin tesoros y casi sin soldados! Pues los que tiene, apenas son
bastantes para retener a su propio pueblo en una violenta obediencia, y
defenderse de sus vecinos. Por otra parte, ¿podrá esta nación hacer el comercio
exclusivo de la mitad del mundo sin manufacturas. Sin producciones
territoriales, sin artes, sin ciencias, sin política? Lograda que fuese esta
loca empresa, y suponiendo más, aun lograda la pacificación, los hijos de los
actuales americanos únicos con los de los europeos reconquistadores, ¿no
volverían a formar dentro de veinte años los mismos patrióticos designios que
ahora se están combatiendo?

Europa
haría un bien a España en disuadirla de su obstinada temeridad, porque a lo
menos le ahorrará los gastos que expende, y la sangre que derrama; a fin de que
fijando su atención en sus propios recintos, fundase su prosperidad y poder
sobre bases más sólidas que las de inciertas conquistas, un comercio precario y
exacciones violentas en pueblos remotos, enemigos y poderosos. Europa misma por
miras de sana política debería haber preparado y ejecutado el proyecto de la
independencia americana, no sólo porque el equilibrio del mundo así lo exige,
sino porque éste es el medio legítimo y seguro de adquirirse establecimientos
ultramarinos de comercio. Europa que no se halla agitada por las violentas
pasiones de la venganza, ambición y codicia, como España, parece que estaba
autorizada por todas las leyes de la equidad a ilustrarla sobre sus bien
entendidos intereses.

Cuantos
escritores han tratado la materia se acordaban en esta parte. En consecuencia,
nosotros esperábamos con razón que todas las naciones cultas se apresurarían a
auxiliarnos, para que adquiriésemos un bien cuyas ventajas son recíprocas a
entrambos hemisferios. Sin embargo, ¡cuán frustradas esperanzas! No sólo los
europeos. pero hasta nuestros hermanas del Norte se han mantenido inmóviles
espectadores de esta contienda, que por su esencia es la más justa, y por sus
resultados la más bella e importante de cuantas se han suscitado en los siglos
antiguos y modernos, ¿porque hasta dónde se puede calcular la trascendencia de
la libertad en el hemisferio de Colón?

«La
felonía con que Bonaparte "dice usted" prendió a Carlos IV y a Fernando VII,
reyes de esta nación, que tres siglos la aprisionó con traición a dos monarcas
de la América
meridional, es un acto manifiesto de retribución divina y, al mismo tiempo, una
prueba de que Dios sostiene la justa causa de los americanos, y les concederá
su independencia».

Parece
que usted quiere aludir al monarca de Méjico Moctezuma, preso por Cortés y
muerto, según Herrera, por el mismo, aunque Solís dice que por el pueblo, y a
Atahualpa, inca del Perú, destruido por Francisco Pizarro y Diego Almagro.
Existe tal diferencia entre la suerte de los reyes españoles y los reyes
americanos, que no admiten comparación; los primeros son tratados con dignidad,
conservados, y al fin recobran su libertad y trono; mientras que los últimos
sufren tormentos inauditos y los vilipendios más vergonzosos. Si a Guatimozín
sucesor de Moctezuma, se le trata como emperador, y le ponen la corona, fue por
irrisión y no por respeto, para que experimentase este escarnio antes que las
torturas. Iguales a la suerte de este monarca fueron las del rey de Michoacán,
Catzontzin; el Zipa de Bogotá, y cuantos Toquis, Imas, Zipas, Ulmenes, Caciques
y demás dignidades indianas sucumbieron al poder español. El suceso de Fernando
VII es más semejante al que tuvo lugar en Chile en 1535 con el Ulmén de
Copiapó, entonces reinante en aquella comarca. El español Almagro pretextó,
como Bonaparte, tomar partido por la causa del legítimo soberano y, en
consecuencia, llama al usurpador, como Fernando lo era en España; aparenta
restituir al legítimo a sus estados y termina por encadenar X echar a las
llamas al infeliz Ulmén, sin querer ni aún oír su defensa. Este es el ejemplo
de Fernando VII con su usurpador; los reyes europeos sólo padecen destierros,
el Ulmén de Chile termina su vida de un modo atroz.

«Después
de algunos meses "añade usted" he hecho muchas reflexiones sobre la situación
de los americanos y sus esperanzas futuras; tomo grande interés en sus sucesos;
pero me faltan muchos informes relativos a su estado actual y a lo que ellos
aspiran; deseo infinitamente saber la política de cada provincia como también
su población; si desean repúblicas o monarquías, si formarán una gran república
o una gran monarquía. Toda noticia de esta especie que usted pueda darme o
indicarme las fuentes a que debo ocurrir, la estimaré como un favor muy
particular».

Siempre
las almas generosas se interesan en la suerte de un pueblo que se esmera por
recobrar los derechos con que el Creador y la naturaleza le han dotado; y es
necesario estar bien fascinado por el error o por las pasiones para no abrigar
esta noble sensación; usted ha pensado en mi país, y se interesa por él, este
acto de benevolencia me inspira el más vivo reconocimiento.

He
dicho la población que se calcula por datos más o menos exactos, que mil
circunstancias hacen fallidos, sin que sea fácil remediar esta inexactitud,
porque los más de los moradores tienen habitaciones campestres, y muchas veces
errantes; siendo labradores, pastores, nómadas, perdidos en medio de espesos e
inmensos bosques, llanuras solitarias, y aislados entre lagos y ríos
caudalosos. ¿Quién será capaz de formar una estadística completa de semejantes
comarcas? Además, los tributos que pagan los indígenas; las penalidades de los
esclavos; las primicias, diezmos y derechos que pesan sobre los labradores, y otros
accidentes alejan de sus hogares a los pobres americanos. Esto sin hacer
mención de la guerra de exterminio que ya ha segado cerca de un octavo de la
población, y ha ahuyentado una gran parte; pues entonces las dificultades son
insuperables y el empadronamiento vendrá a reducirse a la mitad del verdadero
censo.

Todavía
es más difícil presentir la suerte futura del Nuevo Mundo, establecer
principios sobre su política, y casi profetizar la naturaleza del gobierno que
llegará a adoptar. Toda idea relativa al porvenir de este país me parece
aventurada. ¿Se puede prever cuando el género humano se hallaba en su infancia
rodeado de tanta incertidumbre, ignorancia y error, cuál seria el régimen que
abrazaría para su conservación? ¿Quién se habría atrevido a decir tal nación
será república o monarquía, ésta será pequeña, aquélla grande? En mi concepto,
esta es la imagen de nuestra situación. Nosotros somos un pequeño género
humano; poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares; nuevos en casi
todas las artes y ciencias, aunque en cierto modo viejos en los usos de la
sociedad civil. Yo considero el estado actual de América, como cuando
desplomado el imperio romano cada desmembración formó un sistema político,
conforme a sus intereses y situación, o siguiendo la ambición particular de
algunos jefes, familias o corporaciones, con esta notable diferencia, que
aquellos miembros dispersos volvían a restablecer sus antiguas naciones con las
alteraciones que exigían las cosas o los sucesos; mas nosotros, que apenas conservamos
vestigios de lo que en otro tiempo fue, y que por otra parte no somos indios,
ni europeos, sino una especie mezcla entre los legítimos propietarios del país
y los usurpadores españoles; en suma, siendo nosotros americanos por
nacimiento, y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar a éstos a
los del país, y que mantenernos en él contra la invasión de los invasores; así
nos hallemos en el caso más extraordinario y complicado. No obstante que es una
especie de adivinación indicar cuál será el resultado de la línea de política
que América siga, me atrevo aventurar algunas conjeturas que, desde luego,
caracterizo de arbitrarias, dictadas por un deseo racional, y no por un
raciocinio probable.

La
posición de los moradores del hemisferio americano, ha sido por siglos
puramente pasiva; su existencia política era nula. Nosotros estábamos en un
grado todavía más abajo de la servidumbre y, por lo mismo, con más dificultad
para elevarnos al goce de la libertad. Permítame usted estas consideraciones
para elevar la cuestión. Los Estados son esclavos por la naturaleza de su
constitución o por el abuso de ella; luego un pueblo es esclavo, cuando el
gobierno por su esencia o por sus vicios, holla y usurpa los derechos del
ciudadano o súbdito. Aplicando estos principios, hallaremos que América no
solamente estaba privada de su libertad, sino también de la tiranía activa y
dominante. Me explicaré. En las administraciones absolutas no se reconocen
límites en el ejercicio de las facultades gubernativas: la voluntad del gran
sultán, Kan, Bey y demás soberanos despóticos, es la ley suprema, y ésta, es
casi arbitrariamente ejecutada por los bajáes, kanes y sátrapas subalternos de
Turquía y Persia, que tienen organizada una opresión de que participan los
súbditos en razón de la autoridad que se les confía. A ellos está encargada la
administración civil, militar, política, de rentas, y la religión. Pero al fin
son persas los jefes de Ispahán, son turcos los visires del gran señor, son
tártaros los sultanes de la
Tartaria. China no envía a buscar mandarines, militares y
letrados al país de Gengis Kan que la conquistó, a pesar de que los actuales
chinos son descendientes directos de los subyugados por los ascendientes de los
presentes tártaros.

¡Cuán
diferente entre nosotros! Se nos vejaba con una conducta que, además de
privarnos de los derechos que nos correspondían, nos dejaba en una especie de
infancia permanente, con respecto a las transacciones públicas. Si hubiésemos
siquiera manejado nuestros asuntos domésticos en nuestra administración
interior, conoceríamos el curso de los negocios públicos y su mecanismo,
moraríamos también de la consideración personal que impone a los ojos del
pueblo cierto respeto maquinal que es tan necesario conservar en las
revoluciones. He aquí por qué he dicho que estábamos privados hasta de la
tiranía activa, pues que no nos está permitido ejercer sus funciones.

Los
americanos en el sistema español que está en vigor, y quizá con mayor fuerza
que nunca, no ocupan otro lugar en la sociedad que el de siervos propios para
el trabajo y, cuando más, el de simples consumidores; y aun esta parte coartada
con restricciones chocantes; tales son las prohibiciones del cultivo de frutos
de Europa, el estanco de las producciones que el rey monopoliza, el impedimento
de las fábricas que la misma Península no posee, los privilegios exclusivos del
comercio hasta de los objetos de primera necesidad; las trabas entre provincias
y provincias americanas para que no se traten, entiendan, ni negocien; en fin,
¿quiere usted saber cuál era nuestro destino? Los campos para cultivar el añil,
la grana, el café, la caña, el cacao y el algodón; las llanuras solitarias para
criar ganados, los desiertos para cazar las bestias feroces, las entrañas de la
tierra para excavar el oro que no puede saciar a esa nación avarienta.

Tan
negativo era nuestro estado que no encuentro semejante en ninguna otra
asociación civilizada, por más que recorro la serie de las edades y la política
de todas las naciones. Pretender que un país tan felizmente constituido,
extenso, rico y populoso sea meramente pasivo, ¿no es un ultraje y una
violación de los derechos de la humanidad?

Estábamos,
como acabo de exponer, abstraídos y, digámoslo así, ausentes del universo en
cuanto es relativo a la ciencia del gobierno y administración del Estado. Jamás
éramos virreyes ni gobernadores sino por causas muy extraordinarias; arzobispos
y obispos pocas veces; diplomáticos nunca; militares sólo en calidad de
subalternos; nobles, sin privilegios reales; no éramos, en fin, ni magistrados
ni financistas, y casi ni aun comerciantes; todo en contravención directa de
nuestras instituciones.

El
emperador Carlos V formó un pacto con los descubridores, conquistadores y
pobladores de América que, como dice Guerra, es nuestro contrato social. Los
reyes de España convinieron solemnemente con ellos que lo ejecutasen por su
cuenta y riesgo, prohibiéndoles hacerlo a costa de la real hacienda, y por esta
razón se les concedía que fuesen señores de la tierra, que organizasen la administración
y ejerciesen la judicatura en apelación; con otras muchas exenciones y
privilegios que sería prolijo detallar. El rey se comprometió a no enajenar
jamás las provincias americanas, como que a él no tocaba otra jurisdicción que
la del alto dominio, siendo una especie de propiedad feudal la que allí tenían
los conquistadores para sí y sus descendientes. Al mismo tiempo existen leyes
expresas que favorecen casi exclusivamente a los naturales del país,
originarios de España, en cuanto a los empleos civiles, eclesiásticos y de
rentas. Por manera que con una violación manifiesta de las leyes y de los
pactos subsistentes, se han visto despojar aquellos naturales de la autoridad
constitucional que les daba su código.

De
cuanto he referido, será fácil colegir que América no estaba preparada, para
desprenderse de la metrópoli, como súbitamente sucedió por el efecto de las
ilegítimas cesiones de Bayona, y por la inicua guerra que la regencia nos
declaró sin derecho alguno para ello no sólo por la falta de justicia, sino
también de legitimidad. Sobre la naturaleza de los gobiernos españoles, sus
decretos conminatorios y hostiles, y el curso entero de su desesperada
conducta, hay escritos del mayor mérito en el periódico El Español, cuyo autor
es el señor Blanco; y estando allí esta parte de nuestra historia muy bien
tratada, me limito a indicarlo.

Los
americanos han subido de repente y sin los conocimientos previos y, lo que es
más sensible, sin la práctica de los negocios públicos a representar en la
escena del mundo las eminentes dignidades de legisladores, magistrados,
administradores del erario, diplomáticos, generales, y cuantas autoridades
supremas y subalternas forman la jerarquía de un Estado organizado con
regularidad.

Cuando
las águilas francesas sólo respetaron los muros de la ciudad de Cádiz, y con su
vuelo arrollaron a los frágiles gobiernos de la Península,
entonces quedamos en la orfandad. Ya antes habíamos sido entregados a la merced
de un usurpador extranjero. Después, lisonjeados con la justicia que se nos
debía, con esperanzas halagüeñas siempre burladas; por último, inciertos sobre
nuestro destino futuro, y amenazados por la anarquía, a causa de la falta de un
gobierno legítimo, justo y liberal, nos precipitamos en el caos de la
revolución. En el primer momento sólo se cuidó de proveer a la seguridad
interior, contra los enemigos que encerraba nuestro seno. Luego se extendió a
la seguridad exterior; se establecieron autoridades que sustituimos a las que
acabábamos de deponer encargadas de dirigir el curso de nuestra revolución y de
aprovechar la coyuntura feliz en que nos fuese posible fundar un gobierno
constitucional digno del presente siglo y adecuado a nuestra situación.

Todos
los nuevos gobiernos marcaron sus primeros pasos con el establecimiento de
juntas populares. Estas formaron en seguida reglamentos para la convocación de
congresos que produjeron alteraciones importantes. Venezuela erigió un gobierno
democrático y federal, declarando previamente los derechos del hombre,
manteniendo el equilibrio de los poderes y estatuyendo leyes generales en favor
de la libertad civil, de imprenta y otras; finalmente, se constituyó un
gobierno independiente. La
Nueva Granada siguió con uniformidad los establecimientos
políticos y cuantas reformas hizo Venezuela, poniendo por base fundamental de
su Constitución el sistema federal más exagerado que jamás existió;
recientemente se ha mejorado con respecto al poder ejecutivo general, que ha
obtenido cuantas atribuciones le corresponden. Según entiendo, Buenos Aires y
Chile han seguido esta misma línea de operaciones; pero como nos hallamos a
tanta distancia, los documentos son tan raros, y las noticias tan inexactas, no
me animaré ni aun a bosquejar el cuadro de sus transacciones.

Los
sucesos de México han sido demasiado varios, complicados, rápidos y
desgraciados para que se puedan seguir en el curso de la revolución. Carecemos,
además, de documentos bastante instructivos, que nos hagan capaces de
juzgarlos. Los independientes de México, por lo que sabemos, dieron principio a
su insurrección en septiembre de 1810, y un año después, ya tenían centralizado
su gobierno en Zitácuaro, instalado allí una junta nacional bajo los auspicios
de Fernando VII, en cuyo nombre se ejercían las funciones gubernativas. Por los
acontecimientos de la guerra, esta junta se trasladó a diferentes lugares, y es
verosímil que se haya conservado hasta estos últimos momentos, con las
modificaciones que los sucesos hayan exigido. Se dice que ha creado un
generalísimo o dictador que lo es el ilustre general Morelos; otros hablan del
célebre general Rayón; lo cierto es que uno de estos dos grandes hombres o
ambos separadamente ejercen la autoridad suprema en aquel país; y recientemente
ha aparecido una constitución para el régimen del Estado. En marzo de 1812 el
gobierno residente en Zultepec, presentó un plan de paz y guerra al virrey de
México concebido con la más profunda sabiduría. En él se reclamó el derecho de
gentes estableciendo principios de una exactitud incontestable. Propuso la junta
que la guerra se hiciese como entre hermanos y conciudadanos; pues que no debía
ser más cruel que entre naciones extranjeras; que los derechos de gentes y de
guerra, inviolables para los mismos infieles y bárbaros, debían serlo más para
cristianos, sujetos a un soberano y a unas mismas leyes; que los prisioneros no
fuesen tratados como reos de lesa majestad, ni se degollasen los que rendían
las armas, sino que se mantuviesen en rehenes para canjearlos; que no se
entrase a sangre y fuego en las poblaciones pacíficas, no las diezmasen ni
quitasen para sacrificarlas y, concluye, que en caso de no admitirse este plan,
se observarían rigurosamente las represalias. Esta negociación se trató con el
más alto desprecio; no se dio respuesta a la junta nacional; las comunicaciones
originales se quemaron públicamente en la plaza de México, por mano del
verdugo; y la guerra de exterminio continuó por parte de los españoles con su
furor acostumbrado, mientras que los mexicanos y las otras naciones americanas
no la hacían, ni aun a muerte con los prisioneros de guerra que fuesen
españoles. Aquí se observa que por causas de conveniencia se conservó la
apariencia de sumisión al rey y aun a la constitución de la monarquía. Parece
que la junta nacional es absolutaen el ejercicio de las funciones legislativa,
ejecutiva y judicial, y el número de sus miembros muy limitado.

Los
acontecimientos de la tierra firme nos han probado que las instituciones
perfectamente representativas no son adecuadas a nuestro carácter, costumbres y
luces actuales. En Caracas el espíritu de partido tomó su origen en las
sociedades, asambleas y elecciones populares; y estos partidos nos tornaron a
la esclavitud. Y así como Venezuela ha sido la república americana que más se
ha adelantado en sus instituciones políticas, también ha sido el más claro
ejemplo de la ineficacia de la forma demócrata y federal para nuestros
nacientes Estados. En Nueva Granada las excesivas facultades de los gobiernos
provinciales y la falta de centralización en el general han conducido aquel
precioso país al estado a que se ve reducido en el día. Por esta razón sus
débiles enemigos se han conservado contra todas las probabilidades. En tanto
que nuestros compatriotas no adquieran los talentos y las virtudes políticas
que distinguen a nuestros hermanos del Norte, los sistemas enteramente
populares, lejos de sernos favorables, temo mucho que vengan a ser nuestra
ruina. Desgraciadamente, estas cualidades parecen estar muy distantes de
nosotros en el grado que se requiere; y por el contrario, estamos dominados de
los vicios que se contraen bajo la dirección de una nación como la española que
sólo ha sobresal ido en fiereza, ambición, venganza y codicia.

Es
más difícil, dice Montesquieu, sacar un pueblo de la servidumbre, que subyugar
uno libre. Esta verdad está comprobada por los anales de todos los tiempos, que
nos muestran las más de las naciones libres, sometidas al yugo, y muy pocas de
las esclavas recobrar su libertad. A pesar de este convencimiento, los
meridionales de este continente han manifestado el conato de conseguir
instituciones liberales, y aun perfectas; sin duda, por efecto del instinto que
tienen todos los hombres de aspirar a su mejor felicidad posible; la que se
alcanza infaliblemente en las sociedades civiles, cuando ellas están fundadas
sobre las bases de la justicia, de la libertad y de la igualdad. Pero ¿seremos
nosotros capaces de mantener en su verdadero equilibrio la difícil carga de una
República? ¿Se puede concebir que un pueblo recientemente desencadenado, se
lance a la esfera de la libertad, sin que, como a Ícaro, se le deshagan las
alas, y recaiga en el abismo? Tal prodigio es inconcebible, nunca visto. Por
consiguiente, no hay un raciocinio verosímil, que nos halague con esta
esperanza.

Yo
deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo,
menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria. Aunque aspiro a
la perfección del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el Nuevo
Mundo sea por el momento regido por una gran república; como es imposible, no
me atrevo a desearlo; y menos deseo aún una monarquía universal de América,
porque este proyecto sin ser útil, es también imposible. Los abusos que
actualmente existen no se reformarían, y nuestra regeneración sería
infructuosa. Los Estados americanos han menester de los cuidados de gobiernos
paternales que curen las llagas y las heridas del despotismo y la guerra. La
metrópoli, por ejemplo, sería México, que es la única que puede serlo por su
poder intrínseco, sin el cual no hay metrópoli. Supongamos que fuese el istmo
de Panamá punto céntrico para todos los extremos de este vasto continente, ¿no
continuarían éstos en la languidez, y aún en el desorden actual? Para que un
solo gobierno dé vida, anime, ponga en acción todos los resortes de la
prosperidad pública, corrija, ilustre y perfeccione al Nuevo Mundo sería
necesario que tuviese las facultades de un Dios y, cuando menos, las luces y
virtudes de todos los hombres.

El
espíritu de partido que al presente agita a nuestros Estados, se encendería
entonces con mayor encono, hallándose ausente la fuente del poder, que
únicamente puede reprimirlo. Además, los magnates de las capitales no sufrirían
la preponderancia de los metropolitanos, a quienes considerarían como a otros
tantos tiranos; sus celos llegarían hasta el punto de comparar a éstos con los
odiosos españoles. En fin, una monarquía semejante sería un coloso deforme, que
su propio peso desplomaría a la menor convulsión.

Mr.
de Pradt ha dividido sabiamente a la América en quince o diecisiete Estados
independientes entre sí, gobernados por otros tantos monarcas. Estoy de acuerdo
en cuanto a lo primero, pues la América comporta la creación de diecisiete
naciones; en cuanto a lo segundo, aunque es más fácil conseguirla, es menos
útil; y así no soy de la opinión de las monarquías americanas. He aquí mis
razones. El interés bien entendido de una república se circunscribe en la
esfera de su conservación, prosperidad y gloria. No ejerciendo la libertad
imperio, porque es precisamente su opuesto, ningún estímulo excita a los
republicanos a extender los términos de su nación, en detrimiento de sus
propios medios, con el único objeto de hacer participar a sus vecinos de una
Constitución liberal. Ningún derecho adquieren, ninguna ventaja sacan
venciéndolos, a menos que los reduzcan a colonias, conquistas o aliados,
siguiendo el ejemplo de Roma. Máximas y ejemplos tales están en oposición
directa con los principios de justicia de los sistemas republicanos, y aún diré
más, en oposición manifiesta con los intereses de sus ciudadanos; porque un
Estado demasiado extenso en sí mismo o por sus dependencias, al cabo viene en
decadencia, y convierte su forma libre en otra tiránica; relaja los principios
que deben conservarla, y ocurre por último al despotismo. El distintivo de las
pequeñas repúblicas es la permanencia; el de las grandes es vario, pero siempre
se inclina al imperio. Casi todas las primeras han tenido una larga duración;
de las segundas sólo Roma se mantuvo algunos siglos, pero fue porque era
república la capital y no lo era el resto de sus dominios que se gobernaban por
leyes e instituciones diferentes.

Muy
contraria es la política de un rey, cuya inclinación constan te se dirige al
aumento de sus posesiones, riquezas y facultades; con razón, porque su
autoridad crece con estas adquisiciones, tanto con respecto a sus vecinos, como
a sus propios vasallos que temen en él un poder tan formidable cuanto es su
imperio que se conserva por medio de la guerra y de las conquistas. Por estas
razones pienso que los americanos ansiosos de paz, ciencias, artes, comercio y
agricultura, preferirían las repúblicas a los reinos, y me parece que estos
deseos se conforman con las miras de Europa.

No
convengo en el sistema federal entre los populares y representativos, por ser
demasiado perfecto y exigir virtudes y talentos políticos muy superiores a los
nuestros; por igual razón rehuso la monarquía mixta de aristocracia y
democracia que tanta fortuna y esplendor ha procurado a Inglaterra. No siéndonos
posible lograr entre las repúblicas y monarquías lo más perfecto y acabado,
evitemos caer en anarquías demagógicas, o en tiranías monócratas. Busquemos un
medio entre extremos opuestos que nos conducirán a los mismos escollos, a la
infelicidad y al deshonor. Voy a arriesgar el resultado de mis cavilaciones
sobre la suerte futura de América; no la mejor, sino la que sea más asequible.

Por
la naturaleza de las localidades, riquezas, población y carácter de los
mexicanos, imagino que intentarán al principio establecer una república
representativa, en la cual tenga grandes atribuciones el poder Ejecutivo,
concentrándolo en un individuo que, si desempeña sus funciones con acierto y
justicia, casi naturalmente vendrá a conservar una autoridad vitalicia. Si su
incapacidad o violenta administración excita una conmoción popular que triunfe,
ese mismo poder ejecutivo quizás se difundirá en una asamblea. Si el partido
preponderante es militar o aristocrático, exigirá probablemente una monarquía
que al principio será limitada y constitucional, y después inevitablemente
declinará en absoluta; pues debemos convenir en que nada hay más difícil en el
orden político que la conservación de una monarquía mixta; y también es preciso
convenir en que sólo un pueblo tan patriota como el inglés es capaz de contener
la autoridad de un rey, y de sostener el espíritu de libertad bajo un cetro y
una corona.

Los
Estados del istmo de Panamá hasta Guatemala formarán quizás una asociación.
Esta magnífica posición entre los dos grandes mares, podrá ser con el tiempo el
emporio del universo. Sus canales acortarán las distancias del mundo:
estrecharán los lazos comerciales de Europa, América y Asia; traerán a tan
feliz región los tributos de las cuatro partes del globo. ¡Acaso sólo allí podrá
fijarse algún día la capital de la tierra! Como pretendió Constantino que fuese
Bizancio la del antiguo hemisferio.

Nueva
Granada se unirá con Venezuela, si llegan a convenirse en formar una república
central, cuya capital sea Maracaibo o una nueva ciudad que con el nombre de Las
Casas (en honor de este héroe de la filantropía), se funde entre los confines
de ambos países, en el soberbio puerto de Bahía Honda. Esta posición aunque
desconocida, es más ventajosa por todos respectos. Su acceso es fácil y su
situación tan fuerte, que puede hacerse inexpugnable. Posee un clima puro y
saludable, un territorio tan propio para la agricultura como para la cría de
ganados, y una gran de abundancia de maderas de construcción. Los salvajes que
la habitan serían civilizados, y nuestras posesiones se aumentarían con la
adquisición de la
Guajira. Esta nación se llamaría Colombia como tributo de
justicia y gratitud al creador de nuestro hemisferio. Su gobierno podrá imitar
al inglés; con la diferencia de que en lugar de un rey habrá un poder
ejecutivo, electivo, cuando más vitalicio, y jamás hereditario si se quiere
república, una cámara o senado legislativo hereditario, que en las tempestades
políticas se interponga entre las olas populares y los rayos del gobierno, y un
cuerpo legislativo de libre elección, sin otras restricciones que las de la Cámara Baja de
Inglaterra. Esta constitución participaría de todas las formas y yo deseo que
no participe de todos los vicios. Como esta es mi patria, tengo un derecho
incontestable para desearla lo que en mi opinión es mejor. Es muy posible que la Nueva Granada no
convenga en el reconocimiento de un gobierno central, porque es en extremo
adicta a la federación; y entonces formará por sí sola un Estado que, si
subsiste, podrá ser muy dichoso por sus grandes recursos de todos géneros.

Poco
sabemos de las opiniones que prevalecen en Buenos Aires, Chile y el Perú;
juzgando por lo que se trasluce y por las apariencias, en Buenos Aires habrá un
gobierno central en que los militares se lleven la primacía por consecuencia de
sus divisiones intestinas y guerras externas. Esta constitución degenerará
necesariamente en una oligarquía, o una monocracia, con más o menos
restricciones, y cuya denominación nadie puede adivinar. Sería doloroso que tal
caso sucediese, porque aquellos habitantes son acreedores a la más espléndida
gloria.

El
reino de Chile está llamado por la naturaleza de su situación, por las
costumbres inocentes y virtuosas de sus moradores, por el ejemplo de sus
vecinos, los fieros republicanos del Arauco, a gozar de las bendiciones que
derraman las justas y dulces leyes de una república. Si alguna permanece largo
tiempo en América, me inclino a pensar que será la chilena. Jamás se ha
extinguido allí el espíritu de libertad; los vicios de Europa y Asia llegarán
tarde o nunca a corromper las costumbres de aquel extremo del universo. Su
territorio es limitado; estará siempre fuera del contacto inficionado del resto
de los hombres; no alterará sus leyes, usos y prácticas; preservará su uniformidad
en opiniones políticas y religiosas; en una palabra, Chile puede ser libre.

El
Perú, por el contrario, encierra dos elementos enemigos de todo régimen justo y
liberal; oro y esclavos. El primero lo corrompe todo; el segundo está
corrompido por sí mismo. El alma de un siervo rara vez alcanza a apreciar la
sana libertad; se enfurece en los tumultos, o se humilla en las cadenas. Aunque
estas reglas serían aplicables a toda la América, creo que con más justicia las merece
Lima por los conceptos que he expuesto, y por la cooperación que ha prestado a
sus señores contra sus propios hermanos los ilustres hijos de Quito, Chile y
Buenos Aires. Es constante que el que aspira a obtener la libertad, a lo menos
lo intenta. Supongo que en Lima no tolerarán los ricos la democracia, ni los
esclavos y pardos libertos la aristocracia; los primeros preferirán la tiranía
de uno solo, por no padecer las persecuciones tumultuarias, y por establecer un
orden siquiera pacífico. Mucho hará si concibe recobrar su independencia.

De
todo lo expuesto, podemos deducir estas consecuencias: las provincias
americanas se hallan lidiando por emanciparse, al fin obtendrán el suceso;
algunas se constituirán de un modo regular en repúblicas federales y centrales;
se fundarán monarquías casi inevitablemente en las grandes secciones, y algunas
serán tan infelices que devorarán sus elementos, ya en la actual, ya en las
futuras revoluciones, que una gran monarquía no será fácil consolidar; una gran
república imposible.

Es
una idea grandiosa pretender formar de todo el mundo nuevo una sola nación con
un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un
origen, una lengua, unas costumbres y una religión debería, por consiguiente,
tener un solo gobierno que confederase los diferentes Estados que hayan de
formarse; mas no es posible porque climas remotos, situaciones diversas,
intereses opuestos, caracteres desemejantes dividen a la América. ¡Qué
bello sería que el istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para
los griegos! Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar allí un
augusto Congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios a
tratar y discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra, con las
naciones de las otras tres partes del mundo. Esta especie de corporación podrá
tener lugar en alguna época dichosa de nuestra regeneración, otra esperanza es
infundada, semejante a la del abate St. Pierre que concibió el laudable delirio
de reunir un Congreso europeo, para decidir de la suerte de los intereses de
aquellas naciones.

«Mutuaciones
importantes y felices, continuas pueden ser frecuentemente producidas por
efectos individuales». Los americanos meridionales tienen una tradición que
dice: que cuando Quetzalcoatl, el Hermes, o Buda de la América del Sur
resignó su administración y los abandonó, les prometió que volvería después que
los siglos designados hubiesen pasado, y que él restablecería su gobierno, y
renovaría su felicidad. ¿Esta tradición, no opera y excita una convicción de
que muy pronto debe volver? ¡Concibe usted cuál será el efecto que producirá,
si un individuo apareciendo entre ellos demostrase los caracteres de
Quetzalcoatl, el Buda de bosque, o Mercurio, del cual han hablado tanto las
otras naciones? ¿No cree usted que esto inclinaría todas las partes? ¿No es la
unión todo lo que se necesita para ponerlos en estado de expulsar a los
españoles, sus tropas, y los partidarios de la corrompida España, para hacerlos
capaces de establecer un imperio poderoso, con un gobierno libre y leyes
benévolas?

Pienso
como usted que causas individuales pueden producir resultados generales, sobre
todo en las revoluciones. Pero no es el héroe, gran profeta, o dios del
Anáhuac, Quetzalcoatl, el que es capaz de operar los prodigiosos beneficios que
usted propone. Este personaje es apenas conocido del pueblo mexicano y no
ventajosamente; porque tal es la suerte de los vencidos aunque sean dioses.
Sólo los historiadores y literatos se han ocupado cuidadosamente en investigar
su origen, verdadera o falsa misión, sus profecías y el término de su carrera.
Se disputa si fue un apóstol de Cristo o bien pagano. Unos suponen que su
nombre quiere decir Santo Tomás; otros que Culebra Emplumajada; y otros dicen
que es el famoso profeta de Yucatán, Chilan-Cambal. En una palabra, los más de
los autores mexicanos, polémicos e historiadores profanos, han tratado con más
o menos extensión la cuestión sobre el verdadero carácter de Quetzalcoatl. El
hecho es, según dice Acosta, que él establece una religión, cuyos ritos, dogmas
y misterios tenían una admirable afinidad con la de Jesús, y que quizás es la
más semejante a ella. No obstante esto, muchos escritores católicos han
procurado alejar la idea de que este profeta fuese verdadero, sin querer reconocer
en él a un Santo Tomás como lo afirman otros célebres autores. La opinión
general es que Quetzalcoatl es un legislador divino entre los pueblos paganos
de Anáhuac, del cual era lugarteniente el gran Moctezuma, derivando de él su
autoridad. De aquí que se infiere que nuestros mexicanos no seguirían al gentil
Quetzalcoatl, aunque apareciese bajo las formas más idénticas y favorables,
pues que profesan una religión la más intolerante y exclusiva de las otras.

Felizmente
los directores de la independencia de México se han aprovechado del fanatismo
con el mejor acierto proclamando a la famosa Virgen de Guadalupe por reina de
los patriotas, invocándola en todos los casos arduos y llevándola en sus
banderas. Con esto, el entusiasmo político ha formado una mezcla con la
religión que ha producido un fervor vehemente por la sagrada causa de la
libertad. La veneración de esta imagen en México es superior a la más exaltada
que pudiera inspirar el más diestro profeta.

Seguramente
la unión es la que nos falta para completar la obra de nuestra regeneración.
Sin embargo, nuestra división no es extraña, porque tal es el distintivo de las
guerras civiles formadas generalmente entre dos partidos: conservadores y
reformadores. Los primeros son, por lo común, más numerosos, porque el imperio
de la costumbre produce el efecto de la obediencia a las potestades
establecidas; los últimos son siempre menos numerosos aunque más vehementes e
ilustrados. De este modo la masa física se equilibra con la fuerza moral, y la
contienda se prolonga, siendo sus resultados muy inciertos. Por fortuna entre
nosotros, la masa ha seguido a la inteligencia.

Yo
diré a usted lo que puede ponernos en aptitud de expulsar a los españoles, y de
fundar un gobierno libre. Es la unión, ciertamente; mas esta unión no nos
vendrá por prodigios divinos, sino por efectos sensibles y esfuerzos bien
dirigidos. América está encontrada entre sí, porque se halla abandonada de
todas las naciones, aislada en medio del universo, sin relaciones diplomáticas
ni auxilios militares y combatida por España que posee más elementos para la
guerra, que cuantos furtivamente podemos adquirir.

Cuando
los sucesos no están asegurados, cuando el Estado es débil, y cuando las
empresas son remotas, todos los hombres vacilan; las opiniones se dividen, las
pasiones las agitan y los enemigos las animan para triunfar por este fácil
medio. Luego que seamos fuertes, bajo los auspicios de una nación liberal que
nos preste su protección, se nos verá de acuerdo cultivar las virtudes y los
talentos que conducen a la gloria; entonces seguiremos la marcha majestuosa
hacia las grandes prosperidades a que está destinada la América meridional;
entonces las ciencias y las artes que nacieron en el Oriente y han ilustrado a
Europa, volarán a Colombia libre que las convidará con un asilo.

Tales
son, señor, las observaciones y pensamientos que tengo el honor de someter a
usted para que los rectifique o deseche según su mérito; suplicándole se
persuada que me he atrevido a exponerlos, más por no ser descortés, que porque
me crea capaz de ilustrar a usted en la materia.

Soy
de usted, etc., etc.

Simón
Bolívar

Kingston,
6 de septiembre de 1815

 

 

 

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Gbleon

gbleon[arroba]cantv.net

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