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Los sentimientos, ¿Existen? (página 2)



Partes: 1, 2, 3

Lo que se siente no se puede decir y lo que se dice no es lo
que se siente. La gente no se refiere a sus sentimientos, sino a
las palabras.[3] En una
conversación sobre, digamos, el amor,
alguien, que ha sido acusado de "eso-que-sientes-no-es-amor",
defiende su afirmación, no discute lo que siente, sino,
estrictamente, inicia un debate sobre
las definiciones del amor, sobre los discursos,
historias, leyendas,
películas, frases célebres, que se han desarrollado
sobre la palabra en cuestión y puede defenderse con frases
como "amor-es-darlo-todo", -"yo-me-entrego-totalmente", las
cuales son aceptadas como válidas, a pesar que no haya
nada en la realidad que valga como darlo todo o entregarlo
totalmente, sino que corresponden a otros discursos sobre el
amor, tales como la tragedia de romeo y Julieta o
de Ryan O´Neal y Aly MacGrawn.

En efecto, el discurso del
amor se apoya en otros argumentos y se enfrenta a otros discursos
acerca de los enemigos del amor, vanidad, egoísmo, celos,
posesividad, lo cual lo convierte, sin proponérselo, en un
debate altamente erudito e intelectualizado, ya que está
abrevado de tradiciones fuertemente establecidas en la cultura; en
todo caso, uno estaba hablando de otra cosa, no de su amor: lo
bueno de platicar es que uno se distrae de sus problemas
mientras cree que está hablando de ellos
.

El discurso sobre el amor no se basa en sentimiento, 
sino en otros discursos que hablan de otros y otros y otros. Por
eso la gente, cuando está enamorada o desenamorada,
atiende las historias que otros le cuentan al respecto, pide
opiniones, lee novelas, recita
20 poemas de amor
y una canción desesperada
, oye tangos y boleros y
otros tantos fragmentos de un discurso
amoroso
.[4] Gergen (1992)
plantea que el discurso amoroso proviene del romanticismo
color de rosa del
siglo XIX, cuando los adolecentes de la época leían
atentamente las novelas de amor para entender como ser
incomprendidas. Se trata como dirían los construccionistas
(Ibañez, 1994) de construcciones sociales, definiciones
consensualmente acordadas, pero arbitrarias y convencionales, de
la realidad (Fernández, 2000).

No se está tratando de argumentar que el amor no
existe, sino que su nombre no es atinado. Por el contario, el
trabajo trata
de eventos de
naturaleza
sentimental. La falta de tino del lenguaje para
llamar a los afectos permite plantear que hay acontecimientos
afectivos que no tienen nombre alguno. Por mencionar los ejemplos
más verosímiles, puede citarse a la libertad, la
disciplina, la
responsabilidad, las creencias las vocaciones, los
principios, la
voluntad o el poder: son
afectos que no tienen nombre de afectos y, no obstante, no hay
que olvidar que existen ejemplos más inverosímiles.
Como el cenicero, la política, las calles,
el color verde, el perfume a la sociedad
(Fernández, 2000).

La virtud que pueden tener los discursos románticos y
las vaguedades lingüísticas es que siempre
están a discusión,  con el beneficio que les
confiere la duda a su favor. En cambio, en el
ámbito de la producción cientificista, es decir,
aquélla que difiere de la científica en que le
interesa más el poder que el
conocimiento; los nombres asignados a loa sentimientos quedan
dogmatizados en definiciones inertes e incólumes, que ya
no intentan investigar qué es lo que se siente y pretenden
que los sentimientos que enumeran existen en la realidad como
cosa concretas, incluso físicas, al mismo nivel que las
especies botánicas o los elementos químicos.
Así, lo único que procede es clasificarlos.

El cientificismo ha logrado entonces clasificaciones rigurosas
de estos sentimientos que no existen,  de modo que no pueda
ser confundido uno con  otro, es decir, que un
término si realidad no pueda ser confundido con otro
término igualmente sin realidad, toda vez que son palabras
que carecen de relación con  algún objeto,
teniéndola solamente con otra palabra. Así, por
ejemplo, en su manía clasificatoria, los psicólogos
han distinguido diversos tipos de lo que aquí se ha
denominado sentimiento: pueden ser divididos en 
sentimientos, sensaciones, emociones,
afectos, estados de ánimo,  de acuerdo con criterios
que tampoco existen, como intensidad, duración,
objeto.[5]

Dentro de este discurso, que es una construcción un tanto autista se estipula
estrictamente cuándo se trata de un afecto, de una
emoción,  o de un estado de
ánimo, aunque no sirva de mucho a nadie saber que lo que
se siente no es una emoción sino una sensación. La
mayoría de los psicólogos que han discurrido por
esta vía han llegado a la confección de una 
lista de "emociones básicas", cuyo sumario sería:
"miedo, rabia, alegría, tristeza, aceptación,
rechazo, expectativa y sorpresa": estas ocho fueron propuestas
por Robert Plutchik.[6] Nunca como
en la manía clasificatoria del cientificismo el lenguaje
había estado más abstraído de la realidad.
(Fernández, 2000).

Tanto en los discursos sentimentales como en las teorías
de las emociones,  los sentimientos precisos dependen
solamente del nombre que reciban y del discurso al que se les
hace entrar al darles nombre. Pero hay una objeción muy
simple: lo que se está sintiendo es otra cosa.

La indistinción
sentimental

Los viejos filósofos lograron, al parecer, 
aproximarse más a los sentimientos al definirlos como una
especie de pensamiento
que todavía no acababa de pensarse, y que cuando acababa
de hacerlo,  dejaba de ser sentimiento. Spinoza lo
decía así:

"Las emociones son ideas confusas, destinadas a resultar ideas
distintas, y una vez que resultan ideas distintas dejan de ser
afecciones (Abbagnano,
1983:338)".[7]

Y Leibniz, así:

"Se tiene razón en llamar, tal como lo hacían
los antiguos perturbaciones o paciones a aquello que consiste en
los pensamientos confusos que tienen algo de involuntario o
incógnito" (Abbagnano, 1983:338).

Los sentimientos distintos se llaman pensamientos. En efecto,
lo "distinto" aquí, por posición  a lo
"confuso", denota la racionalidad. La lógica,
la conciencia
y,  por ponerlo de manera más actual y precisa, el
lenguaje, que es la materia de
todas las distinciones; y lo único que se puede decir de
los sentimientos es que no se puede decir nada.  Por lo
demás, no es casual que ambos filósofos sean
conocidos anti-cartesianos y que Descartes sea
reconocido como el padre de las manías clasificatorias,
con su reg congitains y res extensa, mente y cuerpo
(Fernández, 2000).

"Nada es distinto antes de la aparición de la lengua",
todavía decía De Suassure a principios del siglo
veinte. En la psicología
social contemporánea aún se puede encontrar la
idea; Grize, de modo académico y precavido,  llama
"nociones" a algo que parece ser "sentimientos" y las explica con
la indistinción o confusión del caso, es decir,
respetando su naturaleza:

"servirse de la palabra de la lengua es hundirse en la palabra
del saber que constituyen los pre-constructos culturales, es
extraer ciertas  partes que denomino nociones. Se da un
proceso de
pensamiento que es prelingüístico, toda vez que una
noción es, dicha con propiedad,
indecible. Antes de su puesta en palabras, las nociones nunca
están separadas las unas de las otras" (Grize, 1993).

Sentir es no saber qué. La exactitud de definir los
sentimientos como ideas confusas puede apreciarse en una serie de
frases cotidianas, dichas generalmente en primera persona:
"sí lo sé, pero no sé cómo decirlo;
no sé qué me pasa; no puedo explicarlo;  no
puedo ponerlo en palabras" , tales frases son pronunciadas a
propósito de una idea, una certeza, una
canción,  un gusto o disgusto,  una
afección, un paisaje, y la única respuesta posible
usa frases dichas generalmente en segunda persona:
"tendrás que verlo, oírlo, sentirlo, tú
mismo para que entiendas de que se trata".

Sentir es lo inefable; lo que no se puede decir, sólo
se puede sentir; y abarca más de lo que comúnmente
se denominan sentimientos. Hay por ejemplo, ideas que parecen
pensamientos, como los valores
morales, pero, en tanto son inexplicables, pertenecen al
orden afectivo; los pensamientos que no pueden pensar se llaman
sentimientos. Los sentimientos no están metidos en las
cajas de palabras (Fernández, 2000).

Sentir es la dimensión de lo que no; es lo que siempre
falta. Ciertamente, para poder definir los sentimientos,  no
resulta aconsejable caracterizarlos, que sólo logran
desnaturalizarlos,  sino restarlos de las cosas y
situaciones que sí se puede decir algo, a las que
sí se puede conocer, en las que sí se puede
distinguir. Por eso son lo inefable, lo desconocido, lo
indistinto. Paradójicamente, por este camino, se puede
investigar su naturaleza;  esto permite confeccionarles una
definición por lo negativo: los sentimientos son objetos
que no tienen nombre (Fernández, 2000).

Hasta aquí, se puede adivinar a medias que estas ideas
confusas, o sea, los sentimientos, aunque carezcan aún de
criterio para decir dónde empiezan y terminan y en
qué consisten, son, por lo pronto,  instancias de una
entidad mayor, es decir, aquélla en donde se indistinguen,
la que todo lo confunde. De todos modos, aunque los sentimientos
que conocemos no existan, es útil guardar el
término. Hasta aquí también, se espera que
los sentimientos hayan quedado confundidos unos con otros, como
si las separaciones se resolvieran apenas tocando su realidad. Si
no se puede precisar qué se siente, tampoco puede
precisarse cómo y con qué se siente. La materia
sentimental aparece como una especie de formula
farmacéutica donde todo lo que cae pasa a ser parte del
mismo líquido, todo junto,  sin posibilidades de
separación. Mientras que el pensamiento racionalista de
las ciencias
humanas "duras" (las que se creen son ciencias físicas)
intentan hacer sobre todo análisis (etimológicamente
"separaciones"), como los análisis clínicos,
 la comprensión de los afectos parece requerir
más bien "soluciones",
como las que hacen los solventes. Dicho de otro modo, mientras
que los estudios sobre emociones empiezan diciendo "primero hay
que distinguir…", aquí la entrada dice "primero hay
que indistinguir"; a  continuación se presenta una
lista de indistinciones (Fernández, 2000).

Si sentimos es lo que se siente, puede ser: vivenciales o
psicológicas, como la tristeza; corporales como la
comezón, morales como la culpa; cognitivos como sentir que
una ecuación está incorrecta;  intuitivos,
como sentir que algo anda mal. El problema es que cuando alguien
está triste, sentimiento psicológico, probablemente
se mejore con una buena taza de café,
para sentimiento corporal; del mismo modo que si está
contento se le quita con una noche sin dormir.

El sentimiento de culpa moral se
desvanece con un par de buenas justificaciones cognoscitivas; es
decir, los sentimientos poéticos y los prosaicos son los
mismos; lo vivencial es corporal y moral y cognoscitivo e
intuitivo también. William James decía que no
lloramos porque estamos tristes, sino que estamos tristes porque
lloramos (James, 1989), por lo que inversamente,  si uno se
esfuerza por sonreír o se toma un buen café, o
descansa un rato, o se lo propone, termina por sentirse bien. Los
días soleados levantan el ánimo, los colores azules
calman los nervios.

En suma, cualquier sentimiento es percibido en cualquier
casillero de la clasificación, por lo que los casilleros
quedan disueltos. Un dolor de estómago y uno de alma son los
dos sentimientos, y tan se siente el primero en el alma como el
segundo en el estómago; llama la atención que la palabra "dolor" sea tan
proteica, tan camaleónica, tan homónima,  que
lo mismo sirva para un tobillo luxado que para una pérdida
irreparable (Fernández, 2000).

Así como los tipos de sentimiento se disuelven entre
sí, así también se disuelven las
distinciones entre sentimiento, sensación, emoción,
pasión, afecto, estado de ánimo. El hecho de querer
distinguir el sentimiento como psicológico de la
sensación como fisiológico, o el sentimiento como
un estado más durable y menos agitado que una
emoción, o la pasión como un sentimiento con objeto
específico mientras que el estado de
ánimo sea lo mismo pero sin objeto, permite notar
que,  mejor que las preguntas absurdas de cuándo una
emoción se vuelve pasión, o cuántas
sensaciones se necesitan para formar un estado de ánimo,
cuánto mide un afecto,  y mejor que la respuesta,
también absurda,  de que la
investigación aún se encuentra en sus
inicios,  es plantear que las distinciones no existen
excepto en el racionalismo
del investigador, caracterizado por una artificiosidad forzada,
casi frívola. La distinción que un
científico hace entre un sentimiento de alegría,
una sensación de alegría y un ánimo de
alegría no afectan mayor mente a la alegría. La
pasión en el futbol y la
emoción en el futbol son iguales. En resumen, una afecto,
una emoción, una pasión y una sensación son
todos sentimientos, y viceversa en cualquiera de sus
combinaciones: todos son todos (Fernández,
2000).

Puede concluirse que los sentimientos ignoran a Descartes,
porque las reglas de separación entre mente y cuerpo no
son respetadas en su territorio. La decepción puede ser en
ocasiones determinada como un malestar estomacal y, los flujos
extraordinarios de bilis como celos. Explicar estos casos como
"psicosomáticos", mitad y mitad, es ante todo admitir una
separación  sin explicar su vínculo. Los
psiconeurólogos, frente a esto,  han determinado que
todo sentimiento es una cuestión de neuronas. Los
psicofisiológos determinan que es una cuestión de
glándulas. La psicología colectiva
determinará que el cuerpo y la materia corresponden a una
instancia psicológica: lo físico es
psicológico (Fernández, 2000).

"Sentir", al parecer, es ser impactado por algo, es aquello
que sucede demasiado cerca; lo que está "resentido" es lo
que queda con la marca del
impacto. Por ello la "sensibilidad" es la susceptibilidad a los
impactos; por eso se dice que los niños y
las películas fotográficas que son sensibles a la
luz y al mal
ejemplo. A partir de esto se puede advertir que sentir es un
verbo perceptual; de hecho, el término "sensación"
nunca ha podido ser disociado del de "sentimiento" (Merani,
1976), y la sensación se refiera a una "perspectiva
difusa", a "un proceso perceptual simple" (McKeachie y Doyle
1973).  "Originalmente, sensación no significaba otra
cosa que percepción" dice
Türke.[8] Se habla de
"sentidos" de la percepción, y los verbos perceptuales
como oír, tocar, gustar u oler son perfectamente
sensibles, como el sentimiento: sentir un ruido o sentir
la música,
sentir lo suave y lo áspero, sentir el olor de las flores
y el sabor del vino. La excepción es ver,  pero no
porque la visión no sea sensitiva, sino porque, en nuestra
cultura, ver es equivalente a tocar  y de hecho se usa como
sentir:[9] "¿Ves cómo
huele?", "mira lo que te estoy diciendo". Los órganos de
la percepción son aparatos del sentimiento.  Por
ello,  los sentimientos son percibidos con las
características de los objetos perceptuales, lo cual
implica, además,  que no están dentro del
cuerpo,  sino de la sociedad.  Es obvio que una
tristeza muy honda no puede caber en el cuerpo que mide como 1.70
m; una alegría muy grande seguramente rebasaría la
talla de cualquiera. Como quiera, el sentimiento parece
pertenecer a los objetos del mundo, es decir,  lo sensitivo
y lo perceptual se funden en lo adjetival, más o menos
así:

Adjetivos visuales: claro, oscuro, negro, blanco, rojo,
azul.

Adjetivos auditivos: agudo, grave, callado, ruidoso.

Adjetivos táctiles: suave, duro, blando, rasposo,
filoso, frio.

Adjetivos olfativos: floral, amoniacal.

Adjetivos gustativos: agrio, amargo, dulce.

Adjetivos kinestésicos: vertical, horizontal, pesado,
ligero, estable.

Un mismo objeto, por ejemplo, un cierto amor,  puede ser
claro, callado, suave, dulce callado, estable, y probablemente no
podamos decir que sea floral porque las fosas nasales tienen la
capacidad de discriminar 17 000 olores distintos,  para cuya
descripción, salvo 5 o 6, no tenemos
palabras. Es decir,  se siente con todos los sentidos de
la percepción.  Cuando se considera a la
percepción en su nivel afectivo, se confunde. Así
como lo agudo, propiedad de los alfileres, puede aplicarse al
sonido
a la visión o al séptimo sentido de la
intención, así también hay dulces voces dulces,
humores punzantes, miradas frías, gestos graves. Dentro de
la racionalidad, hemos aprendido  apalpar sólo con el
tacto, a gustar sólo con la lengua, a oír
sólo con el oído,  pero los sentimientos
desconocen estas demarcaciones,  ignoran la diferencia entre
oreja y ojo y, por lo tanto,  perciben
indiscriminadamente.[10] Ahí
hay algo de la inefabilidad del sentimiento, en hecho de que sea
una percepción a la cual no se puede adjudicar
ningún órgano perceptivo,  razón por la
que puede parecer como un sonido sin que haya oído, 
o como un olor que se ve, muy frecuentemente en el caso de los
recuerdos.

Es habitual que los publicistas de perfumes presenten sus
fragancias por medio de esencias visuales de recuerdos, porque, a
la inversa, múltiples escenas de recueros aparecen ante la
presencia de un olor.[11]Alberoni
dice que las mujeres buscan hacerse inolvidables; por eso usan
perfumes. De todos modos, deja de tener significado hablar de
canales de percepción, porque parece más cierto que
el perceptor queda impactado todo él por todas partes. Y
tampoco se puede hablar de
perceptos.[12] Así, cada
sentimiento es una mezcla de sentidos de la percepción, de
adjetivos perceptuales, es decir, puede ser frío, ligero,
rojo, amargo y ruidoso al mismo tiempo, y
así cualquier otra mezcla; Así, cada sentimiento es
una mezcla de sentidos de la percepción, de adjetivos
perceptuales, es decir, puede ser frío, ligero, rojo,
amargo y ruidoso al mismo tiempo, y así cualquier otra
mezcla; ello da cuenta de cantidad ilimitada de sentimientos
posibles y no sólo de restringida lista pergeñada
por el lenguaje, lo que hace, en rigor, que cada sentimiento sea
particular; ninguno ha aparecido dos veces en la historia. Podría
decirse que un sentimiento es una combinación de adjetivos
perceptuales. Podría decirse  que un sentimiento es
una combinación de adjetivos perceptuales. Si se piensa en
la cantidad de adjetivos existentes (e invalibles) y en la
cantidad de combinaciones posibles, se podrá uno percatar
que una ciencia de los
sentimientos, o una psicología de las emociones, es algo
muy ajeno a definir el amor y a que sepamos algo sólo por
el hecho de decir que estamos tristes (Fernández,
2000).

Lo que separa a quien percibe (perceptor) es el canal de la
percepción, que actúa como una especie de puente y,
por lo mismo, como una distancia entre perceptor y percepto.
Quizá así hayamos aprendido apercibir, de manera
distante, porque percibir es la racionalidad de un sentimiento,
pero no es así como sentimos; más bien, sentir es
la percepción que unifica percepto y perceptor en una
misma instancia; el perceptor entra en el objeto y viceversa. En
efecto, uno puede preguntar a quien pertenecen los sentimientos,
si a quien los siente a lo que es sentido y uno puede preguntarse
dónde radica la maldad de su mirada, en los ojos de
quién.

La respuesta es que una parte es indivisible de la otra:
configuran una unidad; perceptor y percepto es son una misma
entidad; decía Berkeley que el sabor de una manzana
está en el punto donde la fruta y el paladar se disuelven;
el ojo forma parte del color rojo. El perceptor no está
separado ni conectado con el percepto, sino disuelto en
él.

La costumbre de pensar  los sentimientos de acuerdo con
las normas
clasificatorias de la modernidad de
acuerdo con las normas clasificatorias de la modernidad hace
concluir que la percepción está por un lado y lo
percibido por el otro, pero aún hoy día, en el
olfato, que al parecer es el sentido más primitivo, puede
advertirse la confusión y la identidad de
ambos polos: las personas huelen el olor, pero así mismo
el olor también huele, se dice "este perfume "hule" bien",
o sea, es el que ejercita el verbo de oler, de la misma manera
que se ejercita cuando "uno "huele" el perfume". Es tal vez por
razones de modernidad a destiempo que el vocablo "olor, oler" se
está volviendo un arcaísmo a pasos agigantados,
sustituido por los tecnicismos o eufemismos "olfato, aroma" que
ya no permiten esta indistinción. En el sentido del gusto,
gemelo del olfato, sucede algo parecido: las cosas, "saben" y uno
prueba su sabor. A todo esto, los sentimientos no participan del
aprendizaje
racionalista de la modernidad y es por eso que  en ellos la
distinción entre perceptor y precepto no queda claro
(Fernández, 2000).

Más que nada en esta vida, se supone que los
sentimientos residen en los sintientes, lo cual implica su
existencia separada y distanciada de un exterior cualquiera. Pero
si se disuelven perceptor percepto,  también lo hace
la diferencia entre interior y exterior, mediante el siguiente
enunciado: sentir es la percepción que unifica
intercepción y exterocepción en una misma
instancia.[13] Ciertamente, se
sobrentiende que lo que se siente está adentro, como las
vísceras, la gente cuando habla de lo sentimental, tiende
a señalarse a sí misma hacia adentro, en el nivel
del corazón o
del estómago; pero si se siente ternura o desprecio, lo
tierno o lo despreciado están fuera: en efecto,  se
sienten los objetos de fuera: ello, cuando menos,  elimina
la frontera que
separa ambos ámbitos. También desaparece la
línea entre l Yo y el Otro.

La piel es una
barrera inexistente de la dimensión de los sentimientos;
esta frontera que separa la interioridad de la exterioridad es
una construcción discursiva que se filtra subrepticamente
en la noción de la percepción como un
impacto,  o de la sensibilidad como capacidad de ser
impactado. La impactación implica algo que bien de fuera y
de lejos, como los aerolitos, y mella lo que está cerca y
dentro.

Lo mismo sucede con la idea de 2impresinado" por algún
suceso, como si unos fuera le papel impreso por un tipo
gráfico. Serán modos de hablar, pero dejan ver la
imagen de que
uno es perceptible de lo que sucede, sino en rigor ajeno a ello,
aunque afectado. Donde mejor sucede esta impresión es en
los términos "interiorización" e
"introyección", donde ya sin ambages aparece algo
exterior,  como la cultura, las normas, que son literalmente
"inyectadas" con algo interior, en todo caso preexistente o con
la existencia autónoma. Después de esto, no tiene
ya nada o con existencia autónoma.

Después de esto, no tiene ya nada de raro la
utilización del término "impresión". En
rigor, no hay impresiones ni expresiones de sentimientos, porque
no hay distinción entre dentro y fuera. Esta
indistinción permite plantear a la afectividad como un
fluido que recorre toda la realidad, y quien se deje envolver por
ella se disuelve. Los sentimientos no están dentro de uno,
si acaso uno está dentro de ellos. Se disuelve
también la distinción entre sujeto y objeto
(Fernández, 2000).

En efecto, lo que se disuelve es uno bueno, es decir, quien
siente, llamado también observador o sujeto. El sujeto
afectivo se vuelve sustancia del mismo objeto y éste
último es el que en todo caso actúa, el que tiene
las riendas, quien deviene sujeto. Cualquiera que haya sentido
fuertemente, sea una migraña o un desamor, sabrá
admitirlo: cuando uno tiene un sentimiento, es éste el que
lo tiene a uno y actúa independientemente de la voluntad,
racionalidad, inteligencia e
intereses, cualquier otra para dedicarse a participar, a
pertenecer a dicho desamor. Como en las definiciones
etimológicas de compasión, simpatía o
empatía, "sentir es estar implicado en algo", según
dice A. Heller (1980), que significa estar envuelto en sus
pliegues. Sentir es pasar a formar parte del objeto, convertirse
en él; uno se vuelve objeto de burla, de atención,
de migraña o de desamor. Se sabe que tienen un sentimiento
intenso no saben lo que hacen, que lo que los que sufren una
pasión no hacen otra cosa. Por esta indistinción
entre sujeto y objeto, por esta disolución del primero con
el segundo, los sentimientos siempre han sido considerados como
eventos pasivos.

El término "pasión" tiene  su
énfasis en eso: es un padecimiento, se padece, se
está pasivo; así mismo, el término
"sufrimiento" no significa tanto dolor como el hecho de no poder
hacer nada en contra, como cuando un árbol sufre cambios
en el invierno; quien tiene afectos tiene afecciones, está
afectado. Uno no puede hacer nada, porque no está
presente; uno está, literalmente, "fuera de sí" y
dentro de otra cosa. Uno es "presa" de sus sentimientos,
"arrebatado" por el amor, "transportado" la alegría; se
recomienda a todos ellos no "dejarse llevar" por sus emociones.
En verdad, el riesgo que
implican los sentimientos es que en ellos hay pérdida del
sujeto.

El observador que quiera observar, cientificista y
neutralmente, los sentimientos desde fuera, como si fueran toros,
verá conductos, funciones,
reacciones, gestos, escenas, pero no sentimientos. Para
conocerlos hay que estar dentro, hay que desconocerse
(Fernández, 2000).

El magma
afectivo

Da la impresión de que el acto de eliminar las
diferencias provoca una especie de sumidero donde todo lo que cae
se revuelve, como si se echaran todas la nociones a la licuadora
y quedara un puré hermético. Ciertamente, la suma
de todo lo confuso y lo indistinto da lugar a otra imagen de lo
sentimental: el acontecimiento de lo sentimental constituye una
entidad homogénea global, hecha de la integración de todos objetos
innominables.

Esta entidad tiene que estar viva, tanto en el sentido de que
encarna en seres vivos, como en el emotivo,  y de que es una
entidad centrada en sí
misma.[14] Para decirlo llana y
didácticamente, está  viva porque "se siente",
porque nosotros sentimos y lo estamos (Fernández,
2000).

Esta entidad homogénea, no obstante su enorme carga de
materialidad empírica, como la de múltiples objetos
y la del hecho de que no radique dentro de los individuos, es una
entidad psíquica, como ya lo sabía un empirista del
tipo de Peirce, con su idea de Mente, que no se limitaba  a
la mente humana. Leibniz[15]y
Bergson también conciben a la realidad como entidad
psíquica. Por  "Psiquico" puede entenderse cualquier
objeto, de sustrato material o mental, que no responda a las
leyes de la
física.
La
comunicación, los símbolos, las costumbres, o finalmente la
sociedad, serían objetos psíquicos, y al parecer,
mientras no se aclaren algunas observaciones, la física
cuántica
también.[16]

Hay, cuando menos, una falta de fineza teórica, muy
propia de frívolos y tecnólogos, en el hecho de
estudiar los sentimientos como si estos fueran cosas fijas,
discretas y discontinuas entre sí. Hacer tal cosa tal vez
sea útil para ciertos fines, pero actualmente es
difícil que lo sea para fines de comprensión. El
caso es que los sentimientos, o cualquiera de sus
sucedáneos académicos,  como la
emoción, no existen en la realidad como tales, sino que,
en su lugar, hay una afectividad, general y difusa,  que
constituye la otra paste de la  realidad, aquella que no es
alcanzada por el lenguaje, pero que, obviamente, no es la
realidad dura de los positivistas, toda vez que nace como cultura
y sociedad. Por definición se puede tomar la susodicha: la
afectividad es la parte de la realidad que no tiene nombre
(Fernández, 2000).

La imagen de la entidad afectiva no es nada desconocida: hay
muchas cosas que se le parecen, como el puré en la
licuadora o el metal fundido dentro de los crisoles; en ellos, no
importa que haya entrado, lo que queda es indiscernible.
Quizá, dado lo candente de las cuestiones afectivas, sobre
todo cuando uno ha caído en ellas, la imagen más
apropiada sea la de magma, ese vistoso caldero donde lo
más duro, inerte y durable, como la roca, se derrite en u
n hervidero donde se licua cualquier cosa que parecía
tenerse en pie por sí misma. En efecto, la afectividad
puede pintarse como una masa incandescente (Fernández,
2000).

Y casualmente, la psicología colectiva llamó
"masa" al descubrimiento con la cual se fundó: su
descripción de las multitudes fue hecha precisamente en
estos términos. éstas eran fenómenos
psíquicos de alta afectividad, que fueron denominados como
"masas" por su imagen de pasta en la que se disolvían las
individualidades y las conciencias. Más allá de sus
descripciones interesantísimas y de sus afirmaciones
voluntaristas, los intentos de explicación que hizo la
psicología de las masas son estrictamente teorizaciones
sobre la afectividad que, para decirlo sucintamente, 
consisten en la argumentación de que se trata de un
acontecimiento homogéneo donde no penetra el lenguaje,
razón por la cual no puede moverse en la
lógica  de las clasificaciones ni de las
distinciones.[17]

"La emoción es la convicción de las masa"
escribió Lamartine. Mientras que las partes descriptiva y
voluntarista no han sido muy comentadas por la psicología
social, no tuvo mayor atención la tesis de lo
afectivo. Ciertamente, la misma psicología colectiva no
supo dar cuenta epistemológica de lo que había
encontrado y en vez de asumir que se trataba de una realidad
aparte,  prefirió subordinarse al cientificismo de su
época y cumplir para ellos sus condiciones,  como la
disgregación de los componentes, esto es, separar la masa
en individuos, para así convertirse en lo que hoy se
conoce como la psicología social. La psicología
colectiva es, de origen, una psicología de la afectividad,
un acontecimiento que es de suyo colectivo,  donde las
emociones individuales son vistas como la entrada de la
conciencia a una especie como de "estado de masa".

La afectividad colectiva es, no sólo en el sentido de
que s una entidad impersonal a la cual pertenecemos todos, 
sino también en el más primitivo o primigenio
probable: el de aquel lugar indiferenciado e inmemorial de donde
todo surge,  cuyo epítome es ese "océano
primordial" que Perry (1973) encuentra como el mito
más extendido y universal, de donde surge la Tierra, la
sociedad, la cultura, los grupos, los
individuos y, entre otras cosas, las distinciones. Aún la
más original de las  recientes versiones de la
masa,  la de Canetti (1983), consigna ala océano como
imagen fundamental, el cual presenta los atributos de la
afectividad: enorme, fascinante, temible, insondable, indomable,
indiferenciado, indistinto y homogéneo (Fernández,
2000).

Junto con las masas, el otro caso donde se puede ver
nítidamente la afectividad es en los sueños. Es
extraño que un escándalo público y un
recogimiento íntimo sean tan similares. Si las masas
aparecen como una afectividad hecha de carne y hueso, los
sueños,  ese animal que sale de sus madrigueras por
las noches para comerse al mundo entero,  son un magma de
imágenes donde se funden y se indistinguen
todos los datos del
día. En los sueños aparecen una serie de desdobles
y condensaciones de la lógica diurna. El durmiente se
puede ver a sí mismo, incluso muerto y enterrado, y uno
puede no ser uno mismo sino algo o alguien más; una cara
puede corresponder a varias personas a la vez; unos y otros son
uno; los objetos, como una casa o un chocolate, 
están dotados del corazón del durmiente,
vacío o amargo, respectivamente.  Esto y lo otro es
esto; lo que está afuera como el horizonte y lo que
está adentro como la mirada están ambos dentro, y
así sucesivamente. Cada quien puede ajustar aquí su
ejemplo preferido; en un sueño, todo cuenta como real,
como actual, activado.

Lo que hace más típicos a los sueños es
la mezcla  disparatada de fechas y lugares; en efecto, el
pasado está presente: los muertos regresan y el adulto se
va a su infancia, y
cosas de diferentes épocas se reúnen; pero sobre
todo, el futuro está presente, que es precisamente donde
da la impresión que los sueños tienen
mensaje,  por cuanto acontecen como una búsqueda,
como un hallazgo, como una intención, cuyo ejemplos
más publicitados so  de gente que resuelve problemas
de matemáticas, de poesía
o de la vida diaria en sus sueños. Y asimismo, lo distante
está aquí: todos los lugares incompatibles, no
sólo en el sentido de que Acapulco se encuentra en
Groenlandia está en esta cama del soñador, 
sino que la misma noción o sensación de lo
distante, de alguien que se aleja y no nos oye. Y Finalmente, las
fechas aparecen como lugares y viceversa, eso que está
lejos es la infancia o la muerte. La
actualidad radical del sueño es que el presente es lo
presente, exclusivamente (Fernández, 2000).

Dentro de la entidad afectiva,  el tiempo y el espacio
entran en confusión. Los tiempos se indistinguen entre
sí, lo que es antes y lo que es después siempre son
ahora; la escena antigua que duele, duele en este momento al
recordarla, y a la ilusión del porvenir que alegra,
también lo hace ahora. La afectividad siempre es
presente  y por eso parece eterna, por lo que no es
ningún consuelo decir a alguien que sufre que eso se cura
con el tiempo, , porque para el sufrimiento,  aunque sea
dolor de muelas, el tiempo es eterno; lo primero que se dice a
los adolecentes y lo último que creen es que la juventud se
acaba, simplemente porque, como toda sensación,  se
acabará después de nunca, aunque nunca llegue
más pronto que tarde. El tiempo correcto de la
afectividad es siempre jamás
. Igualmente, los espacios
se indistinguen entre sí,; en la afectividad la
lejanía está tan cerca, es tan extrañable,
como la cercanía; por eso la nostalgia es tan intensa. La
diferencia racional entre aquí y allá, y
demás coordenadas,  se funden en un lugar inmediato
donde no hay posiciones. La afectividad es un espacio condensado,
de la misma manera que un sueño es la condensación
del día y de la biografía, o que la
multitud resume a la gente.  Y finalmente se indistinguen
los tiempos con los espacios: lo que es anterior a lo que es
posterior puede leerse como fechas o como lugares, pero tal fecha
será siempre el presente y tal lugar será siempre
lo presente.  En un magma fluido y homogéneo, todo
sitio es el mismo y todo momento es igual, sin distinciones.
El sueño de las masas es la masa de los
sueños
(Fernández, 2000).

Dentro de una dimensión indistinta, en donde todo el
tiempo es el mismo y lo mismo en el espacio,  razones
también por las cuales, retrospectivamente, no es posible
la existencia de un sujeto y un objeto ni un interior ni un
exterior, y donde asimismo,  no caben las palabras ni la
lógica ni las explicaciones que viven con ellas, no hay
algo que pueda operar con respecto a, en relación
con,  en función
de. O sea,  no hay causas ni efectos. En definitiva, 
la afectividad pertenece a otra lógica que la racional. Se
puede argumentar, como a menudo sucede, que la causa de los
afectos viene de fuera, como decir que alguien está
hastiado porque no tiene nada que hacer, pero esas causas se
disuelven, como todo, y se integran intrínsecamente a la
afectividad; no tener nada que hacer no es causa de hastío
sino una forma de él.  La afectividad no es la
consecuencia de nada ni el antecedente de nada: la afectividad es
la afectividad, en los siguientes términos: la palabra
"causa" viene de "cosa": la afectividad es su propia cosa, su
propia causa; la palabra "objeto" quiere decir "fin, meta": la
afectividad es su propia meta, su propio
objeto.[18]

La investigación racionalista estudia a la
afectividad en términos que no le corresponden, es decir
la desnaturaliza, le impone tiempos de reloj, espacios de
cartografía y le estipula causas; en suma,
la saca de sí misma, lo cual equivale, más o menos,
a una autopsia.
Alguien puede tener remordimientos porque cometió un
error, pero el remordimiento como tal es independiente del error;
en efecto, la definición de "remordimiento" no debe ser la
comisión de un error, sino "algo" que muerde y remuerde,
que come y que carcome a "algo", entendido como sí
mismo.  Y entendiendo "si mismo" como esta mole, este
plasma, esta cosa oceánica, este objeto magmático
que es la afectividad: este animal inmemorial y colectivo que se
ataca así mismo, con riesgo de ganar o de perder, que es
lo mismo, porque eso también es una
indistinción  (Fernández, 2000).

Dice Octavio Paz
que no hay que buscar la novedad, sino la originalidad, porque la
novedad es lo que se hace viejo y la originalidad es lo que va a
los orígenes. La psicología colectiva fue una
ciencia original, aunque nada novedosa, y precisamente esto la
dota de argumentos a su favor. Las novedades vendrían con
psicología social. En efecto, plantear esta otra parte de
la realidad, más allá del lenguaje y las
verificaciones, aparte que es más antiguo que las ciencias
modernas, siempre ha estado presente en el pensamiento de la
modernidad. De hecho está presente en el sentido
común normal y cotidiano, y ha sido asumido
epistemológicamente, esto es, planteado como otro conocimiento
de la realidad, más de cuatro veces, siempre con una
constatación por añadidura, a saber, que la
racionalidad lo rechaza sistemáticamente y tilda a tal
realidad de "irracional" y a cualquiera que se le acerque de
"irracionalista". La racionalidad no quiere saber nada de lo que
o es ella. Hegel lo
expresó al decir que la conciencia sólo puede
comprender lo que ella ha hecho; el pensamiento cientificista
niega una parte de la realidad. Un hegeliano francés,
Emile Meyerson, dijo así en 1921: "la razón 
no tiene más que un medio de explicar aquello que no viene
de ella, y es de reducirla a la nada" (Fernández,
2000).

Esta "nada" fue denominada por Leibniz "mónada" y por
Bergson "duración". Ninguna versión de ella tiene
que ser similar o coherente con otra, porque basta con argumentar
que ésta "nada" de los racionalistas  es un modelo de la
realidad. Leibniz considera a sus mónadas como la
sustancia simple, uniforme y hermética de que está
hecho todo el universo; como
son simples y herméticas, no se pueden combinar para
constituir compuestos, por lo cual, cada una, que puede ser un
átomo,
un ser humano, una idea, Dios o el universo 
mismo, contiene dentro de sí mima ya el universo completo
en todas sus posibilidades. Una monada es el cosmos metido en una
canica. Por su naturaleza uniforme, en ellas no hay nada que sea
distinto, por lo cual no admiten el tiempo ni el espacio ni las
leyes de la física; cada una de estas mónadas es
una entidad psíquica, cuyas leyes son las de la
armonía o, como lo plantea Michel Tournier, de la
cortesía.[19] Es una
versión amable de la realidad (Fernández,
2000).

Para Bergson[20] (1979), premio
Nobel de literatura 1927, la
duración es el tiempo antes de desarrollarse o de medirse,
es el instante en que todos los momentos se penetran, se funden
en el flujo, que es precisamente donde sucede y como sucede, se
vive, la realidad.  No es el tiempo medido, sino el vivido;
no es la realidad ya hecha, sino su gerundio, el irse haciendo,
2el gesto creador", de las cosas; en oposición la realidad
y el lenguaje tienen un tiempo especializado, como el de los
relojes o de los calendarios, es decir, seccionado. Para Bergson,
la racionalidad no puede entender la duración, porque
siempre divide, separa,  detiene la realidad al
analizarla,  y por ende la duración sólo puede
ser aprendida por la intuición, que el acto por el cual
uno se mete dentro del objeto, para verlo en el proceso de
hacerse, simpatizando y coincidiendo con él.  La
intuición de la duración es convertirse por un rato
en el objeto mismo; solamente así se sabrá de
qué se trata. La duración es un hecho
psicológico, y en ella está contenido el
sentimiento de la vida (Fernández, 2000).

Es evidente que en esta argumentación de la realidad se
cuela la noción del inconsciente, esa especie de
despeñadero donde es arrojado todo lo que no puede ser
procesado por la conciencia, y a la vez esa especie de manantial
donde provienen certidumbres indemostrables. El
inconsciente[21]  es lo real
que no se sabe y, así, se ubica efectivamente en el
cuerpo humano,
sus órganos y sus funciones, como insistió Reich,
pero igualmente ocupa el corpus de la sociedad,  de
la historia, de la humanidad, de la naturaleza e incluso, e
incluso del cosmos, como lo han argumentado Freud, Jung,
Romm, Durkheim y
también Leibniz. El inconsciente es el mundo menos lo que
sabemos de él: el inconsciente es la colectividad
(Fernández, 2000).

De manera menos atrevida, y por ende menos distorcionable o
desvirtuable  este otro modo pararracional de la realidad
puede encontrarse en las diversas "teorías de las
configuraciones" que se localizan tanto en la psicología
como en el arte,[22] y que
hablan de objetos que se aparecen de repente, sin causas ni
mecanismos.  Una configuración (Ogedtalt -cfr.
Guillaume 1984-, o forma significativa -cfr. Read
1957)[23] en un objeto o una
realidad que no es explicable por los elementos que la componen,
porque es otra cosa que la suma de ellos, al grado que los
elementos pueden cambiar y, sin embargo,  el objeto se
conserva; es, por así decirlo, un estilo o modo de ser.
Tales objetos o realidades se encuentran, por lo tanto, 
más allá de todas sus medidas o magnitudes, que
bien puede efectuárseles sin dar con ellos. Es aquello que
hace que algo sea elegante o pusilánime, o digno,  o
lo que sea,  sin  que se le pueda encontrar en ninguna
de sus descripciones.[24] Se
trata,  como siempre,  de realidades indiscernibles,
indisolubles,   indefinibles. Lewin, en su teoría
social del Campo, las llamó atmósferas o
ambientes, y es ciertamente verosímil que la sociedad sea
una de tales configuraciones (Fernández, 2000).

A lo más, la afectividad des algo que no parece nada,
pero que de todos modos es inquieto, lo cual la hace real, 
y casi siempre con más intensidad que la realidad estable
y reconocida. Sin embargo, según se ha desarrollado el
argumento hasta aquí, parecería apuntar  ala
conclusión de que mejor no hay que estudiar a la
afectividad. Pero cuando algo ha sido despojado de la
función, los componentes, las causas, las finalidades, el
material, y sigue siendo algo, lo que queda, y lo único
que tiene, es forma. Lo que existe que no tiene nada sólo
puede tener forma. Los formularios
burocráticos, que carecen de contenido, de ideas, de
razón de ser, de inteligencia, de utilidad, de
todo, son llamados "formas" y son precisamente, las formas, del
hastío. Así, en efecto, la afectividad es una
forma.

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