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Borges (y el Aleph, claro)



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    (….) "-¿Blasfemia…? Escucha esto: "si
    alguien viene a mí y no odia a su padre y a su madre, a su
    esposa y a sus hijos, a sus hermanos y hermanos- sí,
    incluso su propia vida -, no puede ser mi discípulo".

    Lucas 14: 26. Basándonos en esta declaración de
    principios,
    términos como armonía, bien común, justicia y
    paz, poco tienen que ver con la misma.  Y como hijo
    excluyente del creador,  vuestro dios-o sea, el opuesto.- no
    persigue más fin que el dominio y la
    sujeción incondicional de todos los creyentes".

     He aquí un sugestivo y perturbador pensamiento,
    expuesto por el autor de este singular y brillante relato.
    López Gómez, que gusta definirse con un escritor
    argentino
    nacido en España,
    tiene la particularidad de rescatar la esencia de la más
    destacada tradición cuentística (de hecho, este
    relato podría conformar la mejor antología del
    género)
    ; un escritor ajeno a las corrientes literarias en boga, que
    rescata el valor de la
    palabra y que pone el acento en la emoción, por encima de
    ejercicios literarios sometidos a la dictadura de
    innovaciones gramaticales, que suelen conspirar en contra de la
    verdadera impronta literaria.

    Eduardo Gudiño Kieffer

    (Extracto del prólogo del libro de
    cuentos
    homónimo) 

    "Borges (y el
    aleph, claro), el Teatro
    Colón, y el extraño hombrecillo de las
    cajas"

    Necesito referirme por escrito a un episodio
    extrañísimo al que aún no he podido
    encontrarle explicación racional (a veces la palabra
    escrita – ya se sabe – es una catarsis que
    suele contener condimentos terapéuticos).

    En mi condición de pensador independiente, había
    viajado desde Mar del Plata a Buenos Aires,
    para asistir a un Congreso de la comunidad de
    Iglesias Evangélicas. Enfrentado con dios y la religión en general,
    había decidido participar del referido congreso, con la
    idea de confrontar mi pensamiento, con el dogma profesado por
    ministros y pastores. A semejanza de Chardin, yo también
    necesitaba encontrar ese dios que no fuera rehén de los
    hombres; un dios cósmico que pudiera concelebrar a solas
    conmigo, una misa de reconciliación que acabara con todas
    mis contradicciones. Invitado por un amigo de la infancia que
    residía en una casa-quinta de La Fraternidad, partido de
    General Rodríguez, tuve suerte de que él y su
    familia, me
    estaban esperando con un asado a la parrilla. Los 134 árboles
    plantados en el interior de "Villa María" (nombre de la
    quinta), me parecieron maravillosos, como me resultó
    maravilloso también, el egregio silencio de los
    alrededores. El viaje me había agotado de manera tal, que
    ni bien terminamos la cena, pedí disculpas a mi amigo y su
    familia acotando que deseaba retirarme a descansar.

    Pues bien, al día siguiente, mientras caminaba hacia la
    pequeña estación del ferrocarril en viaje hacia la
    Capital, un
    extraordinario episodio comenzó a desarrollarse de
    improviso a escasos metros de la ruta 7. El hecho de que era un
    día domingo y lo temprano de la hora-digamos las 6 de la
    mañana-, evitaron la participación de otros
    transeúntes en el episodio.

    ………………………………………………………………………………………………

    Pasó a mi lado levitando  a escaso metro del
    suelo: camisa a cuadros blancos y negros como 
    tablero de ajedrez;
    pantalón negro y zapatos de un verde francamente ofensivo.
    El estrafalario personaje concitaba mi particular interés
    debido a una notoria circunstancia: colgadas de su cuello
    mediante una fina membrana de no sé que material,
    el hombre
    circulaba con una serie de cajas de regular tamaño – eso
    sí, todas blancas y traslúcidas -, rotuladas con
    nombres sugestivos: "Esperanza". "Amor."
    "Esperma". "Hierbas de los campos". "El alma de la
    música".
    "Los gritos". "El hambre de los otros".  "Los miedos". "Paz
    y armonía". "La muerte
    "  y por último,
    "Las angustias"

    Aferradas a su cinto, otras dos cajas-del tamaño de un
    atado de cigarrillos – cimbraban en torno a su
    cintura. Estas  tenían también una leyenda
    inserta a lo largo de sus flancos, pero el reducido tamaño
    de sus letras me impedía abordar el texto.

    Comencé a caminar a su lado, siguiendo el curso de su
    lenta levitación.

    Durante un tiempo
    impreciso, hurgué en su rostro aflautado(los lienzos de
    Modigliani se instalaron de pronto en mi mente) sin que el
    hombre se dignara siquiera a mirarme.

    Al mirar a sus ojos-de un intenso tono amarillento-
    sentí un punzante  escozor que volteó mi
    cuerpo  en una incontrolada torsión. Me dije aturdido que no
    habría mortal capaz de sostener cinco segundos la luz cegadora de
    aquella mirada. Fue entonces-lo recuerdo muy bien- que vino a mi
    memoria, la
    imagen activa
    de Jorge Luis, durante la época de involuntario inquisidor
    metafísico; el holograma mental se cumplimentaba con los
    imaginarios rostros de Carlos Argentino Daneri  y el
    mío propio.

    Claro que pronto me di cuenta que nada tenía de casual
    la hipérbole mental: parece ser que Borges se
    negó a confesar la verdadera y aterradora visión
    que tuvo en El Aleph.

    Recordé a propósito, un comentario sutilmente
    mordaz en "La Nación", una perlita
    periodística, parte de mi hábito de hurgar en
    viejas publicaciones, firmado por Martínez Irurtia. La
    nota en cuestión estaba en consonancia con un
    significativo episodio revelado por el inefable escritor,
    sólo a su reducidísimo núcleo de amigos
    posteriormente negado por el propio Borges en carta dirigida al
    periódico de los Mitre. El artículo,
    mencionaba ciertas confidencias que habría tenido el
    aludido Borges, durante una reunión en  la casa que
    Victoria Ocampo tenía en  Mar del Plata;
    reunión de la que participaron, además de la
    dueña de la finca y el propio Borges, su hermana Silvina,
    Mallea, y el inefable Bioy Casares, a quien Borges llamaba
    afectuosamente Adolfito.

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