Diferentes estudios en la temática de la Sociología del Delito en las
últimas décadas nos muestran la dificultad de
dilucidar la Criminalidad debido al Tejido Social de
protección con que cuenta la Delincuencia,
a través de la red de organizaciones
sociales existentes en la Sociedad.
Quienes controlan mayor cantidad de recursos,
están en una situación más ventajosa para "
ganar" y configurar la sociedad desde la perspectiva de sus
propios intereses.
Dentro de un contexto sociológico del derecho, podemos
manifestar que, el control
social[1] indica los mecanismos por
medio de los se establece que las personas desempeñen sus
roles como se espera, es decir, se comporten dentro del "
Estado Ideal"
, conformado por los principios
leyes y
reglamentos acordados socialmente, establece lo malo y lo bueno
en una sociedad, asegura la conformidad de las conductas a las
normas
establecidas, operando a través de las sanciones, las
cuales son formas de acción
retributivas por la violación de las normas en un grupo u orden
social dado.
Siendo así, la desviación social, en su
expresión más simple es cuando alguien traspasa los
límites
del estado ideal, violando las reglas normativas, conceptos o
esperanzas de los sistemas
sociales, rompiéndose un estándar socialmente
definido; por ende, el delito es el prototipo de
desviación criminal que viola una norma que ha sido
codificada en la ley y que goza
del respaldo de la autoridad
estatal.
Pero los índices delincuenciales, afectan no solo a
grupos
sociales determinados, sino por el contrario afectan a todos;
sin embargo dentro de la política
criminológica siempre ha constituido un problema la real
distribución de la conducta desviada
entre las distintas capas sociales.
El delito de cuello blanco es el título
del libro
más importante de Edwin H. Sutherland, el sociólogo
del delito más influyente del siglo
XX[2], entendiéndose como
tal a " a aquellos ilícitos penales cometidos por sujetos
de elevada condición social en el curso o en
relación con su actividad profesional"
[3].
La criminología de Sutherland se distanciaba
de los planteamientos bioligicistas de la escuela positiva
italiana de derecho penal,
así como también de las teorías
psicológicas e individualistas del delito, y muy
especialmente de los test
mentales.
Cuando psiquiatras, psicólogos y criminólogos,
andaban obsesionados por cuantificar la incidencia de la herencia y del
medio en las conductas criminales, cuando expertos de todo tipo
entraban a saco en las cárceles con el fin de realizar el
retrato-robot del tipo delincuente en estado puro, Sutherland se
atreve a invalidar las elaboraciones teóricas sustentadas
en las estadísticas criminales oficiales porque
realmente no están en las cárceles todos los que
son delincuentes.
Pero hay algo más, Sutherland asume un punto de vista
sociológico, un punto de vista en el que la variable
clase social
va a resultar decisiva para comprender el entramado
jurídico-penal. Opta, en fin, por comprometerse en la
búsqueda de una teoría
del delito que sea a la vez explicativa y que concurra a prevenir
los actos delincuentes. Las principales condiciones para la
formación del concepto de
delito de cuello blanco estaban dadas. Para avanzar era preciso
verificar empíricamente que los criterios de selección
del sistema penal son
socialmente selectivos.
En este sentido resultó decisivo su encuentro con un
ladrón profesional. Era un ladrón alto, bien
vestido, de buena presencia y modales afables, locuaz y
observador, un ladrón al estilo de los que aparecen en
alguna películas de amor y lujo.
Su seudónimo era Chick Conwell, pero su nombre de pila era
Broadway Jones. La universidad de
Chicago pagó a Jones cien dólares por mes, durante
tres meses, para que contase a Sutherland la historia de su experiencia
en la profesión. Una de los capítulos más
llamativos del trabajo de
Sutherland y Conwell es el dedicado al asesor jurídico. En
él se pone muy claramente de manifiesto que los ladrones
profesionales eluden casi siempre la acción de la justicia y por
tanto no sufren condenas en las cárceles. Basta un somero
conocimiento
de las poblaciones reclusas para darse cuenta que a las
cárceles van sobre todo delincuentes comunes procedentes
de las clases bajas que se sirven fundamentalmente de métodos
intimidatorios para perpetrar los delitos.
[4]
Pero si los ladrones profesionales, los ladrones de clase
media, casi nunca van a las cárceles ¿qué
ocurre entonces con los delincuentes de clases altas?,
¿cuales son los delitos de las clases altas?,
¿cómo consiguen evitar los delincuentes de clases
altas las condenas penales y la reclusión?; las respuestas
son obvias, corrupción y poder.
Existen ejemplos claros, de ésta situación. En
norte América, Al Capone, que consideraba la
bolsa de Wall Street un juego
fraudulento, algo así como una mesa de ruleta trucada,
sentía sin embargo una gran pasión por las apuestas
en las carreras de caballos. En el hipódromo se paseaba
entre los gentlemen rodeado de guardaespaldas luciendo en su mano
una sortija con un diamante de once quilates que le había
costado cincuenta mil dólares. Hice mi fortuna,
decía, prestando un servicio
público. Si yo violé la ley, mis parroquianos,
entre los que se encuentra la mejor sociedad de Chicago, son tan
culpables como yo. La única diferencia entre nosotros
consiste en que yo vendí y ellos compraron. Cuando yo
vendo licores el acto se llama contrabando.
Cuando mis clientes se los
sirven en bandeja de plata se llama
hospitalidad.[5]
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