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Los relámpagos de la muerte (página 2)



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Es significativo notar que en Francia, hacia
el año 1231, un concilio reunido en la ciudad de Ruan,
prohibió los bailes en los cementerios, como así
también las fiestas y los juegos que
allí se practicaban.

Con todo esto estamos inclinados a pensar que la necesidad de
tener al muerto en un determinado lugar, claro e identificable,
no era necesario. Lo que hoy llamaríamos "la morada
perpetua" no existía por aquel entonces. En otras
palabras, el mundo medieval no se interesaba en conocer en
qué lugar descansaban los huesos del
abuelo, siempre y cuando las osamentas se encontraran en un
terreno consagrado por la iglesia o
ubicados muy cerca de los restos de alguna persona
considerada santa.

Hoy por hoy nos resultaría un tanto descabellado vender
golosinas en un cementerio a viva voz, organizar una despedida de
soltero o no saber en qué pasillo, pabellón o
número de tumba descansan los restos de nuestros padres.
Parecería que existiera un mayor apego al cuerpo, aunque
por otro lado -y en camino inverso- observamos que el espacio
entre los vivos y los muertos ha aumentado considerablemente
desde el siglo XIX (cementerios extramuros) y que hoy nadie
osaría "profanar" terrenos que no son propios. Ni los
vivos deberían jugar en el cementerio, ni los espectros
irrumpir en las casas de los primeros.

Por lo que se observa en la documentación, antes la muerte era
algo más "familiar" -según decía
Ariés- y el cementerio carecía del carácter lúgubre, neblinoso y
potencialmente peligros que goza hoy en día. Para que eso
ocurriera, aún faltaban muchos siglos.

Si bien el anonimato medieval de las tumbas perduró
casi hasta el siglo XV, de manera imperceptible y lenta es
posible advertir -desde el siglo XII- un gradual resurgir de las
inscripciones funerarias (desaparecidas durante casi novecientos
años)[1]. Personajes
relevantes e ilustres de la incipiente burguesía comercial
empezaban a individualizar claramente el sitio en donde
descansaban (o iban a descansar) sus restos. Tanto es así
que, a partir del siglo XIII, reaparece la efigie (sin ser
todavía retrato) y que durante el siglo XIV irá
tomando cada vez más rasgos realistas, hasta derivar en
las conocidas "mascarillas fúnebres", hechas en el
muerto a poco de fallecer, y que adornan y conmemoran tantas
tumbas de la Edad
Moderna.

Los cementerios se renovaban, denotando una nueva
sensibilidad.

El individuo
ahora importaba. Su "Yo" -el ego- intentaba trascender a la
muerte
mostrándose como tal -único e irrepetible- y,
amparándose en la fortuna acumulada a lo largo de la vida,
pretendía dejar de sí mismo una escultura, un
bajorrelieve o un enorme catafalco que expusiera una
lápida clara y visible.

Lentamente, durante los siguientes trescientos o cuatrocientos
años, la muerte se exaltará como uno de los
momentos más dramáticos en el devenir de las
personas y el "yo" de carne y hueso, que hasta ese
instante era un "siendo", tratará de inmortalizarse
en la piedra, en el mármol o bronce, para terminar de
"ser" definitivamente en la memoria de
los demás.

Parménides se imponía a Heráclito, al menos
simbólicamente.

Desde entonces cobró importancia visitar a los muertos
y conocer la ubicación exacta de su sepultura. El recuerdo
-alimentada por la estatuaria y el fervor de los sobrevivientes-
se transformó en un complejo e ilusorio canal hacia la
inmortalidad.

Los siglos XVIII y XIX serán entonces testigos de una
gran cambio. En lo
sucesivo, con la irrupción del sentimiento nacionalista,
los cementerios y sus "muertos ilustres" pasaron a ser una
"cuestión de Estado". Las
necrópolis se volvieron más organizadas. Los
higienistas y políticos los transformaron en respetables
sitios de culto, en donde lo cívico y lo
religioso se confundían y mezclaban.

Los senderos se volvieron prolijos. Las bóvedas -en
estilo neoclásico o barroco
glorificaron los sectores VIP del camposanto, manifestando que en
el capitalismo
rampante de entonces, incluso después de la muerte, las
diferencias sociales se mantenían y el esfuerzo individual
-exaltado por la sociedad
burguesa- seguía intacto aún después de
dejar este mundo.

Ya sea para generar envidia, admiración, respeto o
reconocimiento, las inscripciones del tipo "Aquí
yace
…" señalan el movimiento de
un renovado culto a los antepasados, convertidos en los
prohombres de las gloriosas y surgentes naciones. El patriotismo
y las tumbas entablaron desde entonces un fecundo diálogo
que aún persiste. Desde entonces, los muertos fueron tan
importantes como los vivos y con la irrupción de lo que
denominamos "muerte romántica" todo el ceremonial
funerario sufrió cambios.

Lo dramático se consolidó. El cortejo
fúnebre se hizo más pomposo y el duelo
desplegó su dolor sin vergüenza alguna, expresando la
gravísima herida que producía la pérdida de
un ser querido (o simplemente admirado). Y la gente lloró
en público. Las plañideras volvieron a tener una
tarea socialmente aceptada. Los desmayos, gritos y
languidecimientos se hicieron comunes.

El "duelo histérico" se imponía y con
él una nueva conceptualización de la muerte
ensalzó las ideas de ruptura y terror ante el deceso de
propios y extraños. El moderno culto a las tumbas y
cementerios echaba raíces una vez más en
occidente.

 Pero desde hace unos setenta años venimos
experimentando un brutal cambio en las sensibilidades
tradicionales. Como señalamos antes, parafraseando a
Philippe Ariés, "[…]la muerte se ha convertido
en algo vergonzoso que debemos ocultar a los ojos de los
demás
". Su "natural" aceptación se
convirtió en un manifiesto rechazo a lo inevitable. El
deseo de morir "sin darnos cuenta" (tan extendido) o el
enmascaramiento eufemístico que usamos para disfrazar
conceptos como "cáncer" (u otras enfermedades terminales),
son síntomas de todo ello.

La realidad de la muerte es hoy un problema y su ocultamiento
una actitud
diaria. Los ritos de la muerte, tan bien esquematizados y
planificados en las Ars Moriendi de antaño,
empiezan a perder importancia simbólica. Se desdramatizan,
simplifican y, de ser posible, evitan por completo.

¿Podemos interpretar esto como un signo más
de deshumanización?

¿Qué factores fueron los que nos condujeron a
ello?

De seguro que son
múltiples; pero hay uno en especial cuyo peso
específico por sí solo anuncia el síntoma:
el lugar en donde hoy se muere.

Hasta la segunda guerra
mundial (1939-1945) moríamos en nuestras casas
rodeados de familiares y seres queridos. Una geografía emocional
hecha de objetos y rostros conocidos amenizaba el tránsito
al Más Allá y la angustia se reducía
precedida por la feliz resignación. Inclusive muchos
morían en la misma cama que los viera nacer.

Hoy, casi el 90% de las personas muere en hospitales. A solas.
Rodeados de caras asépticas y desconocidas que esclavizan
nuestros últimos respiros a una aparatología
moderna incapaz de consolar nuestros miedos con besos y abrazos,
o una mano cálida de apoyo. Saturados de drogas,
tratados como si
fuéramos menores de edad[2]
y en ambientes que ya no son lugares, la muerte deja de
pertenecernos. La hemos transferido a las nuevas deidades laicas
de la modernidad: los
médicos

Técnica, impersonal, anónima -especialmente en
las grandes ciudades, donde nadie parece morir-, la muerte
perdió su antigua calidez y sus ritos. Escudado
detrás de una "ensañamiento terapéutico",
llegamos a negarla y aborrecerla como si fuera un hecho
antinatural.

BIBLIOGRAFÍA SUGERIDA

Ariés, Philippe, El Hombre Ante la
Muerte
, Editorial Taurus, Barcelona, 1977.

Ariés, Philippe, La Muerte en
Occidente
, Editorial Argos Vergara, Barcelona, 1982.

Delumeau, Jean, El Miedo en Occidente, Ed.
Taurus, Madrid,
1989.

Doore, Gary, ¿Qué Sobrevive?,
Editorial Planeta, Buenos Aires,
1992.

Duby, Georges, Año 100, Año 2000. Las
Huellas de nuestros Miedos
, Ed. Andrés
Bello, Barcelona, 1995.

Hertz, Robert, La Muerte y la Mano
Derecha
, Ed. Alianza, Madrid, 1990.

Nuñez, Luis F., Los Cementerios, Ed.
Ministerio de Cultura y
Educación,, Buenos Aires, 1970.

Soto Roland, Fernando, Visitantes de la Noche,
Editorial Martín, Mar del Plata, Argentina, 1997.

Thomas, Louis-Vincent, La Muerte.
Una
Lectura
Cultural
, Ed. Paidos Studio, Barcelona, 1991.

 

 

 

 

 

Autor:

Fernando Jorge Soto Roland

Profesor Universitario en Historia

UNMdP-Argentina

[1] Nota: Desde las época
del Imperio Romano
era muy común distinguir claramente el lugar y el nombre,
la profesión y la fecha de fallecimiento de muchos de los
muertos enterrados a la vera de la Vía Apia y otras rutas
secundarías del Imperio.

[2] Nota: La cercanía de
la muerte pareciera que nos infantiliza a la vista de los
demás.

Partes: 1, 2
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