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Multilingüismo en Venezuela y diversidad cultural y pluralismo (página 3)



Partes: 1, 2, 3

   A partir de la elaboración de distintos
instrumentos jurídicos internacionales, que superan la
Declaración Universal de Derechos Humanos de Naciones
Unidas aprobada en 1948, y que alcanzan su máxima
expresión en el Convenio 169 de la OIT, es que se produce
un salto hacia la conformación de un verdadero Estado
pluralista, que no pretende otra cosa que la
democratización del Estado y la Sociedad, partiendo de la
existencia de la pluralidad de lenguas, de la pluralidad de
culturas, y por ende, de la existencia irrebatible de pluralismo
jurídico.

  En estas páginas me centraré en la
dimensión jurídica-política, como un modo de
dejar claramente establecidas cuáles son las consecuencias
de receptar en el entramado del Estado la idea de diversidad
cultural, y cuáles son los instrumentos idóneos con
que el Estado cuenta para satisfacer determinadas demandas.

Construcción de un nuevo
Estado: el Estado pluralista

   La tesis de este artículo puede ser
formulada de la siguiente manera: "no existe protección
adecuada de las minorías étnicas, sino a
través de la existencia de pluralismo jurídico". En
otras palabras, uno de los desafíos que la diversidad
cultural plantea al Estado moderno es, precisamente, la
admisión de la existencia en un mismo ámbito
territorial, de modos de resolución de conflictos
diferenciados. Y las minorías étnicas reclaman el
respeto del ejercicio de sus propios derechos.

   Es notable el salto cualitativo que significa
abandonar la idea de Estado- nación (un Estado uniformador
que predica la unidad del orden jurídico estatal) para
asumir la construcción de un nuevo Estado, signado por
procesos de globalización (en donde la posibilidad de que
instancias supraestatales puedan formular una política
criminal alrededor de determinadas áreas es hoy una
realidad) y por procesos de administración de justicia
local, lo que confluye para pergeñar un Estado que se
enfrenta a la protección de sus minorías, sin que
ello lo comprometa con su fragmentación o con la
pérdida de su soberanía o unidad estatal.

   Sin embargo, este concepto así formulado
no es tan simple de entender o de hacer jugar en una realidad
cada vez más dinámica. Las minorías tienden
a reclamar medidas destinadas a beneficiarlas, y que no siempre
son compatibles con la voluntad de las mayorías. La
relación entre principio de mayoría y
protección de las minorías no deja de ser una
relación conflictiva, que se agudiza cuando las demandas
provienen de pueblos cuyas características especiales no
sólo los convierten en sujetos de derechos (como tales),
sino que los habilita para reclamar el control de sus propias
instituciones y formas de vida y de desarrollo económico y
a mantener y fortalecer sus identidades, lenguas y religiones,
dentro del marco de los estados en que viven.

   En realidad, es posible ensayar un
análisis que parta de preguntarse si es posible satisfacer
las demandas de los pueblos originarios dentro de un esquema que
no sólo les niega su identidad como nación, sino
que -tomando como fundamento el principio de igualdad– es incapaz
de realizar distinciones para no incurrir en un "tratamiento
diferente".

   El Estado moderno ha dado respuestas
insuficientes al reclamo de los pueblos indígenas, ya sea
profundizando su representatividad, y asegurando que los
indígenas puedan estar representados en el Parlamento y
que "su voz" sea escuchada (insuficiente, porque nada garantiza
que estos cupos obligatorios puedan maximizar la
participación y la toma de decisiones de los pueblos
indígenas dentro del ámbito de una mayoría
que no pueden vencer); ya sea mostrándose "sensible" hacia
sus pautas culturales, a través, por ejemplo, del error de
comprensión culturalmente condicionado, que contemplado en
algunos códigos penales, receptan la diversidad de modo
paternalista e indulgente; o construyendo un discurso "pseudo
pluralista", sosteniendo que los derechos individuales pueden dar
respuestas a reivindicaciones en términos de una
protección específica de sus identidades.

   Si no reconocemos derechos diferenciados que
surgen de las propias diferencias de estos pueblos, el Estado no
podrá garantizar una inserción plena, que reduzca
la vulnerabilidad de los grupos afectados, y que les de cabida
dentro de un marco democrático de interacción. Esto
no significa que la tarea sea sencilla, y que no existan
problemas que merezcan una reflexión más profunda
(como lo es la vigencia de los derechos humanos), pero lo cierto
es que hoy es impensable concebir un Estado de Derecho "genuino"
que no implique el respeto a la diversidad. La pregunta sigue
siendo cuáles son los caminos para que este respeto sea
posible.

  De lo que se trata, entonces, es de discutir
cuál es la legitimidad de los Estados en donde la
dimensión multiétnica es ya incuestionable. Y si
los derechos individuales pueden dar respuestas a
reivindicaciones en términos de una protección
específica de sus identidades y tradiciones culturales
distintivas.

    No es casual, entonces, que en la
última década en América Latina, exista un
movimiento constitucional que incorpora -en el rango de norma
fundamental- un reconocimiento expreso de la diversidad. Este
movimiento permite hacer una lectura de la importancia que para
los Estados ha adquirido la incorporación a su
ordenamiento jurídico de normas que puedan dar cuenta de
la existencia de pueblos indígenas, lo que a su vez
permite transformar todo su entramado legislativo.

   Desde esa perspectiva, las reformas
políticas necesarias para construir un Estado
multiétnico ya están en marcha, pero se encuentran
con algunos obstáculos que cuestionan la necesidad de la
incorporación de "otros derechos", que -prima facie- se
apartan de la noción estándar de derechos
individuales. Cuestión que será tratando en el
próximo apartado.

Condiciones necesarias para la construcción de un
Estado pluralista

  Derechos Individuales y Derechos Colectivos

Sin lugar a dudas, una de las condiciones para la
construcción de un Estado pluralista es la admisión
-a su vez- de la existencia de derechos colectivos. No pretendo
en esta presentación saldar la discusión
-discusión muy extendida, por cierto- entre derechos
individuales y derechos colectivos. Esta última
noción es bastante imprecisa, pero al menos se entiende
por tales aquellos derechos que surgen de la existencia de grupos
que presentan características especiales, enmarcados en el
ámbito de los derechos humanos (los así llamados
derechos humanos de tercera generación). Sin embargo, una
corriente importante dentro del pensamiento ius-filosófico
sostiene que la asignación final es a los individuos que
pertenecen a determinados grupos y que no son derechos de los
grupos en cuanto tales.

 Aparentemente, la noción de derechos colectivos
pone en cuestión algunas asunciones del pensamiento
político liberal contemporáneo, vinculadas al
principio de igualdad (que resolvería todos los
problemas), y propugnando un Estado neutral que no se involucre
con determinados valores imperantes en la sociedad.

 Esto nos lleva al debate entre comunitarista vs.
liberales. Los primeros sostienen que los liberales son incapaces
de dar cuenta de otro tipo de fenómenos, como la
influencia de la comunidad en la conformación de la
identidad cultural. Los liberales, por su parte, sostienen que la
existencia de derechos de grupo supondría considerar que
el respeto hacia los grupos es más importante que el
respeto hacia los individuos, lo cual los vuelve incompatibles
con los derechos humanos individuales.

  Ahora bien, si los derechos colectivos son asignados a
una minoría, ¿qué entendemos por
minoría? En general, se hace referencia a un grupo de
individuos que se encuentran en inferioridad respecto de otro
conjunto, a los que se ven unidos de modo contingente, dentro del
aparato estatal. ¿Pero cuáles son los elementos que
determinan esa condición de inferioridad?? En algunas de
las definiciones más corrientes, adoptadas por los
instrumentos internacionales, estos elementos se clasifican en
objetivos (etnia, religión, lengua, inferior en
número, en una posición no dominante) y subjetivos
(voluntad del grupo de preservar su identidad
específica).

  Sin embargo, estas características
también presentan aspectos discutibles, y no dan cuenta de
otras minorías (villeros, homosexuales, mujeres) que
también podrían agruparse bajo la órbita de
este concepto. Parece ser que el elemento subjetivo de
"concepciones compartidas" es uno de los elementos básicos
a la hora de definir qué es lo que se entiende por
minoría, cuando la pretensión es asignarle un
determinado tipo de derechos.

  Por lo que existe una relación directa entre el
concepto de minoría y los derechos que existen para
protegerla. En definitiva, de lo que se trata es de identificar
los grupos que están en posición de reivindicar
legítimamente derechos colectivos.

Ya establecida esta relación, en general los
colectivistas mantienen que los intereses de los grupos no son
individualizables, reducibles o trasladables a la suma de los
intereses agregados de sus miembros.

  Sin lugar a dudas este tipo de postura teórica
presenta innumerables inconvenientes, ya que cabría
predicar que estas entidades colectivas tienen deberes hacia el
grupo, y esto nos conduciría a otro problema, tal como que
los grupos tienen determinados intereses (independientes de los
intereses individuales, por ejemplo, preservación de sus
rituales) y que éstos se encuentran por encima de los
intereses y derechos individuales.

  Sin embargo, y más allá del trasfondo
ontológico y normativo de este debate, lo cierto es que la
noción de derechos colectivos sigue siendo imprecisa, y
necesita de un marco adecuado si lo que se quiere defender es la
legitimidad -y necesidad- de dar respuestas a determinadas
demandas grupales. Se postula tratar de apartarse del criterio de
titularidad de estos derechos (esto es, admitir la existencia de
una "agencia moral colectiva"), y definir los derechos colectivos
atendiendo a la naturaleza del bien protegido, o a su
especialidad.

  Los derechos colectivos, desde esta
conceptualización, serían derechos a bienes
públicos. Y estos bienes deben ser importantes para el
bienestar de un conjunto de individuos. Es por ello que los
deberes que se imponen lo son para proteger el interés
compartido de los miembros de un grupo. En cuanto a considerarlos
derechos especiales, se relaciona directamente a la pertenencia a
grupos culturalmente minoritarios y a la atribución de un
valor al interés legítimo en su pertenencia.

   Este valor está asentado, a su vez, en que
las minorías -entendidas como aquellas cuyos miembros se
ven como portadores de una identidad cultural distintiva, valiosa
para ellos- entienden su cultura como un bien primario. Desde
este punto de partida, el principio de no discriminación o
de igualdad es insuficiente para amparar sus prácticas
culturales. Se requiere del ejercicio de derechos colectivos -que
protegen la diversidad de valores- para desarrollar la
autonomía individual, pilar que sostiene las concepciones
liberales.

  Está claro, y esto ha sido remarcado en el
apartado anterior, que la comunidad política en ocasiones
no coincide con la comunidad cultural, por lo que el paradigma
del Estado-nación deja lugar a una multiplicidad de
naciones -en algunos casos- dentro de un mismo Estado. Son estas
situaciones las que obligan a replantear si en el marco de los
derechos contemplados por las constituciones de nuestros Estados,
los derechos individuales son idóneos para enfrentar este
tipo de situaciones.

  Si el Estado, argumentando neutralidad, no se involucra
en garantizar el acceso a prácticas culturales valiosas,
no estaría contribuyendo a eliminar la vulnerabilidad a la
que se encuentran expuestas las minorías, y en ese
sentido, estaría violando el propio principio de igualdad.
La igualdad exige el reconocimiento de derechos tales como el de
autogobierno, el reclamo de la tierra, derechos
lingüísticos que rectificarían las desventajas
sufridas por las minorías por las decisiones de las
mayorías.

   Es en este sentido que los derechos colectivos
implican una distribución desigual de derechos y deberes,
fundamentado en un principio de diferencia que se encuentra
implícito en la defensa del principio de igualdad. Tal vez
sea posible imaginar una vía intermedia -tal como lo hacen
algunos autores como Kymlicka y Raz- en la que se afirma que para
desarrollar la autonomía individual -concepto medular en
el pensamiento liberal- es preciso proteger la diversidad de
valores ejerciendo derechos colectivos. Y que las razones para
proteger derechos colectivos deben buscarse en el respeto de los
derechos individuales. Pero cualquiera sea su formulación,
lo que parece incuestionable es que los derechos colectivos no
son reducibles a derechos individuales. Y que para preservar los
derechos de las minorías étnicas, es preciso
admitir la existencia de bienes valiosos que no siempre pueden
ser traducidos en bienes individuales.

Consecuencias jurídicas de la
aceptación de la diversidad

  El Estado se construyó alrededor del pensamiento
liberal e ilustrado, con basamento en valores tales como la
libertad individual frente al Estado y la igualdad formal ante la
ley, mientras que los pueblos indígenas cimentaban su
visión del mundo en la idea de justicia y de
cooperación fraterna. La tensión producida entre
estas dos visiones fue inevitable y lo sigue siendo.

A partir de la conformación de los nuevos Estados en
América Latina, las constituciones que se establecieron
tuvieron una clara inspiración en la Revolución
francesa asentada sobre la base de derechos liberales de
carácter universal. Luego de más de un siglo y
medio, los Estados se enfrentan con la realidad de que la
universalidad deseada no podía dar cuenta de derechos
humanos que no eran respetados, tales como la preservación
de la identidad y la convivencia con la diferencia, y se
volvía, entonces, imprescindible encontrar vías por
las cuales pudiera construirse unidad en la diversidad, lo cual
era obstaculizado por la carencia de instrumentos
jurídicos adecuados que contemplaran el problema.

   Sin lugar a dudas que un movimiento tiene una
fortaleza e incidencia mucho mayor que si se producen avances
aislados en la materia. Una vez que el desafío del
reconocimiento se ha planteado a nivel internacional, y que los
Convenios de la OIT y de organismos de Derechos Humanos han
permitido un mayor debate y han aportado legitimidad al
tratamiento del lugar que les cabe ocupar a los pueblos
indígenas en la estructura estatal, el camino se ha
allanado. Existen bases comunes para que los pueblos
indígenas lleven adelante su plan de vida asentado en
valores que no necesariamente coinciden con nuestra mirada
occidental. Esta necesidad de diferenciación en la
solución de conflictos, pone de manifiesto la enorme
importancia de volcar en un texto constitucional un
reconocimiento explícito, que si bien no garantiza un
avance cualitativo, sí fortalece las acciones que deben
implementarse.

   Los Pueblos indígenas reclaman un
reconocimiento que atraviese transversalmente temas de
importancia nacional como son los de la tierra, su
condición política, sus formas de gobierno y
administración de justicia, respeto a sus culturas,
participación -en distintos niveles- de la toma de
decisiones de gobierno. El punto es discernir hasta qué
medida es conveniente introducir modificaciones sustantivas en
las cartas magnas (lo que ya ha sucedido en la gran
mayoría de los países latinoamericanos, que
incorporan el tema del reconocimiento como una de sus
garantías ciudadanas. En nuestra Constitución, el
art. 75 inc. 17), y cómo preservar la coherencia tanto
formal como real, de países que han ratificado el Convenio
169 de la OIT pero que no han cumplido con el compromiso
asumido.

  No obstante las resistencias mencionadas, a partir de
los 80, y con mayor auge en los 90, se han producido reformas
relevantes en la mayoría de la constituciones
latinoamericanas, que avalan el criterio del respeto a los
pueblos indígenas en el marco de un paradigma que ha
transitado el camino de la asimilación-integración
para llegar -finalmente- al desafío de la
construcción de un Estado pluricultural. Si bien es cierto
que en su mayoría se declara la existencia de un Estado
multilingüe y pluricultural, también es cierto que se
deja librado a la legislación secundaria la
regulación y operatividad de lo contenido en las
constituciones en forma de garantías. éste es un
rasgo que no puedo ignorarse, porque se corre el riesgo de
adherir a declaraciones de principios, cuando fácticamente
los problemas se mantienen insolubles debido a una realidad
aparentemente inalterable.

   Así, desde Bolivia a Guatemala, desde
Brasil hasta Colombia, numerosos países -en la
modificación de sus constituciones- han incorporado el
reconocimiento a la diversidad étnica y cultural, en
concordancia con el Convenio 169 de la OIT. A todas luces esta
medida es insuficiente para dar cuenta del inmenso
desafío, pero constituye un avance lo suficientemente
destacable en las estrategias que se diseñen para
reafirmar la identidad de los pueblos indígenas.

A partir del Convenio 107 de la O.I.T., se inició un
movimiento destinado a reconocer los derechos de los pueblos
indígenas. Si bien este Convenio no alcanza a plasmar en
su totalidad las demandas de estos pueblos, es preciso reconocer
que significó un paso adelante en su historia
traumática. Claro está que sólo
representó el punto de partida, pero al menos
profundizó un debate que ya se había planteado
subrepticiamente pero que aún no se había
manifestado en su total dimensión.

    El Convenio en cuestión
cubría una amplia gama de temas relativos a los derechos a
la tierra, a las condiciones de trabajo, a la salud y a la
educación. Sin embargo, con el paso del tiempo (fue
adoptado en 1957) se detectaron deficiencias que reclamaban un
nuevo análisis.

Este Convenio fue elaborado dentro del marco de un paradigma
integracionista, que tendía a la incorporación de
los pueblos indígenas a la sociedad mayor, regida por los
órganos de administración estatal, sin dejar cabida
a la propia decisión en temas que les concernían
directamente. Una vez que las organizaciones indígenas
adquirieron otro papel dentro de los propios estados, y que
iniciaron un proceso de generación de conciencia y de
reclamo activo a nivel internacional, surgió la necesidad
de reemplazar este instrumento por otro más acorde con las
perspectivas que adquieren una dimensión relevante y que
involucra de lleno en las decisiones a los afectados por
éstas.

   El Convenio 169 de la O.I.T. reemplazó
sustantivamente a su predecesor. En él se empezó a
delinear claramente la voluntad de hacer efectivo un
reconocimiento pleno, incorporando a su texto el compromiso
asumido por los Estados ratificantes de reconocer la existencia
del Derecho consuetudinario. Esto significó no sólo
un avance notable en esta materia, sino que ha sido una clara
señal de la Comunidad internacional respecto de la
necesidad de reconsiderar el status de los pueblos
indígenas, y en definitiva de diseñar el nuevo
modelo para un Estado que se presenta como pluricultural.

   Este Convenio adoptó medidas de vital
trascendencia. Regula sobre consulta y participación,
sobre condiciones de trabajo, seguridad social y salud,
educación y medio ambiente. Constituye el instrumento
más avanzado en la materia y, en los países que ya
lo han ratificado, paulatinamente, se están tomando
medidas destinadas a trasladar sus disposiciones a la
realidad.

Reconoce los métodos propios de resolución de
conflictos de las comunidades indígenas, con el
límite que no se vulneren los derechos humanos. Asimismo,
no reduce el reconocimiento del derecho consuetudinario (art. 8)
a los casos civiles, sino que formula expresamente que
"deberán respetarse los métodos a los que los
pueblos interesados recurren tradicionalmente para la
represión de los delitos cometidos por sus miembros" (art.
9, inc.1), con lo cual el Convenio 169 tampoco establece un
límite material al derecho consuetudinario.

   En cuanto a la competencia personal, el Convenio
es explícito en lo que respecta a los casos penales,
expresando que los métodos de los pueblos indígenas
deberán respetarse en el caso de miembros de dichos
pueblos. Deja el interrogante en relación a los
no-indígenas que, estando dentro del territorio del pueblo
indígena y teniendo un conflicto penal con un
indígena, aceptasen someterse a dicha
jurisdicción.

   No es posible pasar por alto que las
interpretaciones de la normativa constitucional son
controvertidas, y que ha dado lugar -en cada uno de los
países- a posiciones encontradas. Más aún
teniendo presente que la lectura que se haga de la Carta
Política tendrá directa repercusión sobre la
legislación que se elabore de acuerdo a sus mandatos.
Aún así, es posible afirmar que existe un consenso
mínimo sobre la tendencia indiscutible de incorporar a las
estructuras estatales las particularidades de los pueblos
indígenas, y de legislar promoviendo la mayor
participación posible de los directamente interesados. De
este modo, la articulación de una democracia no
sólo formal sino sustantiva será posible.

Sin embargo, y a pesar de estos esfuerzos, alcanzar la no
conflictividad y desincentivar la desconfianza sigue siendo una
tarea ardua. Por una parte, en algunos países de alto
componente indígena (como son los casos de Bolivia y
Guatemala) la "minoría no indígena" (ahora
sí, haciendo una utilización cuantitativa del
término) se resiste a admitir la existencia, en un pie de
igualdad, de derechos que con distintas fuentes son equiparables
en términos de legitimidad y legalidad. Los argumentos son
múltiples. A los ya mencionados cabe agregar el de un
racismo disfrazado de paternalismo, y hasta el de un paternalismo
-ejercido de buena fe- que no deja de ser profundamente
perjudicial para los pueblos indígenas. Las resistencias
también se atrincheran en aparatos jurídicos
eruditos, en la no admisión de la existencia de otro tipo
de valores, bajo la imperiosa necesidad de no desmembrar lo que
tanto costó unir.

   A pesar de las dificultades, no son todos
obstáculos. Un sector importante promueve la reforma en
este ámbito, sosteniendo una convicción muy fuerte
de que sólo la conformación de un Estado plural
podrá enfrentar los males de la globalización
combinándolo con una soberanía no rígida, y
con un nuevo acuerdo entre los distintos pueblos que componen el
Estado. No hace falta ir muy lejos en la historia de nuestros
pueblos para demostrar que movimientos como el de Chiapas
intentan encontrar una síntesis entre las demandas
indígenas, una nueva estructura política y la
posibilidad de lidiar con un orden internacional al que se deben
poner límites. Esta es una alternativa válida y
atractiva para imaginarnos un orden sin violencia, en el que los
pueblos indígenas puedan diseñar
autónomamente sus planes de vida.

   Pero tal vez sea importante tener presente que el
obstáculo más importante en el nuevo diseño
estatal no es la falta de instrumental normativo que lo regule, y
mucho menos la falta de conciencia de pueblos que han sobrevivido
– sin perder su singularidad- por siglos a los acontecimientos
más desvastadores (desde la conquista hasta guerras
internas en los propios Estados, así como masacres
contemporáneas que diezmaron su población. Baste
citar como ejemplo el caso de Guatemala, y los operativos "tierra
arrasada" llevados a cabo por el Ejército, en donde se
eliminaron comunidades indígenas por completo). La falta
de voluntad política encaminada a admitir y construir un
genuino pluralismo estatal, aunada a una historia hostil que
consideraba al indígena como alguien que -en el mejor de
los casos- debía proteger, produce efectos altamente
nocivos que dilatan la obtención de resultados en el corto
y mediano plazo.

   El sistema judicial, como uno de los pilares
básicos del sistema democrático, tiene un rol
preponderante a cumplir no sólo en el tratamiento de las
minorías, sino en la construcción de un discurso
basado en la no discriminación y la tolerancia. Esto,
obvio es aclararlo, en el ámbito del "deber ser". En la
realidad, el funcionamiento concreto de los sistemas de justicia
no contribuye en gran medida a acrecentar un sentimiento de
tolerancia en la sociedad, ya sea por su conservadurismo
atávico, ya sea por su contribución sostenida al
mantenimiento del status quo, lo que lo convierte en un segmento
estático más que en un impulsor del cambio.

   Los jueces deben asumir un papel relevante en el
diseño de las nuevas instituciones, comprendiendo que en
la medida que señalen en sus fallos interpretaciones de la
ley proclives a profundizar la desigualdad ante la ley,
fomentaran un trato discriminatorio y arbitrario.

Como productor de normas, el Poder Legislativo debe
representar a los ciudadanos en sus demandas, a través de
la elaboración de leyes que puedan conducir las
expectativas ciudadanas. Para ello, debe hacer un esfuerzo no
sólo de traducir lo más fielmente posible los
intereses de quienes representan, sino que debe dar cabida al
mayor número de posiciones que enriquezcan la
discusión, sin excluir ninguna de ellas. En este sentido,
también debe escuchar todas las voces y regular de modo
distinto a quienes por sus características diferenciadas
así lo ameriten. Es así que se ha legislado en
algunos países (son ejemplos claros Bolivia, Guatemala,
Colombia), siempre dentro de los procesos de reforma mencionados,
normas que contemplan la diversidad cultural y que -en alguna
medida- quiebran el orden jurídico monolítico
permitiendo que se incorporen al mismo reglas que, evitando la
discriminación, contemplan la existencia de esta
diversidad.

   Desde el Poder Judicial, la posibilidad de sentar
jurisprudencia en casos paradigmáticos sobrepasa el
ámbito estrictamente jurídico, creando conciencia
de la importancia del respeto, la tolerancia y la no
discriminación. Para ejemplificar, en el caso de Colombia,
y a partir de la Constitución de 1991, la jurisprudencia
constitucional ha sido rica y ha dejado establecida, a
través de la interpretación, bases claras que
indican claramente el contenido de sus normas en el caso de la
diversidad étnica y cultural. De este modo, se establecen
señales indubitables de cuáles son las medidas que
pueden tomarse desde el interior del sistema judicial -caso
colombiano- y que indican un avance frente a la
discriminación y a la intolerancia.

3.3. Recepción de la diversidad por parte del Sistema
Penal

En cuanto a la recepción del derecho indígena
por parte del ordenamiento jurídico positivo -y más
puntualmente por parte del sistema de administración de
justicia penal- existen, al menos, tres caminos posibles:

  1. El diseño de una ley especial, que articule dos
    jurisdicciones consideradas como independientes.
  2. Incorporar en el articulado de las leyes sustantivas y
    adjetivas (en nuestro caso particular, el Código Penal y
    el Código de Procedimiento Penal) normas que respeten y
    regulen la relación entre grupos culturales diversos
    (7).
  3. Una vía intermedia, que incursiona en las dos
    alternativas mencionadas. De este modo se contempla la
    elaboración de una ley específica, a la vez que
    también se realiza una modificación del
    ordenamiento jurídico vigente.

Ambas vías mencionadas no son incompatibles, sino por
el contrario cumplen la función de fortalecerse
mutuamente. Si bien considero que lo deseable sería tomar
las disposiciones de las Constituciones como operativas, y no
requerir de una ley para que puedan hacerse efectivas, lo cierto
es que las experiencias latinoamericanas demuestran la necesidad
de una legislación puntual sobre el tema que nos ocupa.
Por otra parte, es imprescindible adecuar los instrumentos
jurídicos a la realidad que pretende regular, por lo que
se imponen cambios en la normativa de cada Estado en
particular.

Tal vez sea dentro del ámbito del sistema penal, en
donde las diferencias y los conflictos se presentan más
nítidamente. No sólo porque el derecho penal se
encuentra fuertemente influenciado por determinadas valoraciones
sociales (que al tratarse de cosmovisiones diferentes, son estas
valoraciones las que agudizan dichas diferencias), sino porque es
uno de los ámbitos más sensibles del ordenamiento
jurídico, en donde la verdadera fuerza del Estado se hace
ostensible, al considerarse que existe legitimidad para que
infrinja una pena como consecuencia de una norma que lo
disponga.

Normativamente, y a modo de ejemplo, en Bolivia la tercera
alternativa expuesta ha sido la elegida. Por una parte, elaborar
una ley (lo que actualmente configura un anteproyecto que
aún no tiene trámite parlamentario) que coordine la
interrelación recíproca entre ambas jurisdicciones.
Por la otra, traducir las diferencias en el Código de
Procedimiento Penal.

En cuanto al CPP boliviano (8), sus normas disponen que
existen modificaciones al procedimiento común en algunos
casos específicos. El art. 391, dedicado a la diversidad
cultural, prescribe que:

Cuando un miembro de un pueblo indígena o comunidad
indígena o campesina sea imputado por la comisión
de un delito y se lo deba procesar en la jurisdicción
ordinaria, se observarán las normas ordinarias de este
Código y las siguientes reglas especiales:

  1. el fiscal durante la etapa preparatoria y el juez o
    tribunal durante el juicio serán asistidos por un perito
    especializado en cuestiones indígenas; el mismo que
    podrá participar en el debate; y,
  2. antes de dictarse sentencia, el perito elaborará un
    dictamen que permita conocer con mayor profundidad los patrones
    de comportamiento referenciales del imputado a los efectos de
    fundamentar, atenuar o extinguir su responsabilidad penal; este
    dictamen deberá ser sustentando oralmente en el
    debate.

En cuanto a la extinción de la acción penal en
el caso de aplicación del derecho indígena, el art.
28 dispone:

Se extinguirá la acción penal cuando el delito o
la falta se cometa dentro de una comunidad indígena y
campesina por uno de sus miembros en contra de otro y sus
autoridades naturales hayan resuelto el conflicto conforme a su
Derecho Consuetudinario Indígena, siempre que dicha
resolución no sea contraria a los derechos fundamentales y
garantías de las personas establecidos por la
Constitución Política del Estado.

La Ley compatibilizará la aplicación del Derecho
Consuetudinario Indígena.

En este caso en particular el derecho oficial recepta las
particularidades culturales de los grupos étnicos,
incorporando en el procedimiento común la
participación de un perito que pueda dar cuenta de sus
propias prácticas. Por otra parte, también el
derecho oficial respeta la resolución de un conflicto
producido en el seno de una comunidad indígena. La
interacción entre ambos derechos queda así plasmado
en las normas penales procedimentales, que reconocen claramente
la existencia de una jurisdicción diferenciada.

Asimismo, en la provincia de Neuquén se elaboró
el anteproyecto de Código Procesal Penal, que en su
artículo 40 establece:

Cuando se trate de delitos que afecten bienes jurídicos
propios de una comunidad indígena o bienes personales de
alguno de sus miembros, y tanto el imputado como la
víctima, o en su caso, sus familiares acepten el modo como
la comunidad ha resuelto el conflicto conforme a su propio
derecho consuetudinario, declarará la extinción de
la acción penal.

En estos casos, cualquier miembro de la comunidad
indígena podrá solicitar que así se declare
ante el juez penal o el juez de paz en los casos que éste
pueda intervenir.

Se excluyen los casos de homicidio doloso y los delitos
agravados por el resultado muerte.

Cualquiera sea el camino elegido, el desafío de
armonizar el ordenamiento jurídico no es menor, porque las
diferentes normas son producto de cosmovisiones valorativas
diversas. A pesar de las dificultades, es posible diseñar
modos concretos de coordinación, que apunten a un respeto
recíproco del modo de resolución de los conflictos.
Siempre contemplando un común denominador, que no es otro
que el respeto a los derechos humanos fundamentales.

Es por ello que una vez que se avanza en el camino del
reconocimiento, el tema de los límites al ejercicio del
derecho indígena es insoslayable. Constituye uno de los
puntos más complejos de las discusiones, ya que involucra
la admisión o no de la universalidad de ciertos valores
que regirían sin hacer distinción de espacio,
tiempo o culturas. En general existe consenso alrededor de la
existencia de un límite que no puede ser traspasado,
constituido por el pleno respeto de los derechos humanos
fundamentales. La dificultad se presenta cuando se intenta
conceptualizar lo que se entiende por derechos humanos
fundamentales. Sin embargo, existe abundante material que desde
las concepciones de derecho internacional aportan claridad al
tema, y destacan un rasgo de humanidad común a todos los
seres humanos, que no admite diferenciación en
razón de raza, edad o religión.

Tal vez sea pertinente plantear la necesidad de iniciar un
trabajo de resignificación de cierta concepción de
los derechos humanos, que ha prestado poca atención a las
posturas indigenistas. Si bien en este trabajo defiendo la
importancia del respeto a los derechos humanos, no es posible
pasar por alto que estos derechos humanos son definidos desde una
"mirada occidental", que no profundiza sobre un paradigma
intercultural, que es imperativo desarrollar para que el respeto
hacia "el otro" sea genuino.

4. Conclusiones Preliminares: hacia un nuevo paradigma

Como ya ha sido consignado, los movimientos sociales han sido
uno de los protagonistas de los procesos sociales. El Estado no
ha concedido nada que no fuera el fruto del reclamo permanente
que, desde distintos sectores, han presionado para que sus
demandas sean escuchadas. Desde esta perspectiva, es posible
afirmar que los procesos de renovación se han originado en
la misma realidad para dar cauce a una renovación
normativa, y obviamente teórica.

En este sentido, un derecho indígena en permanente
vigencia, no escriturizado, absolutamente dinámico y en
cambio constante, con un sistema de autoridades que goza de una
profunda legitimidad en las comunidades, ha promovido la
necesidad de una regulación que encuentre niveles de
coordinación entre dos modos distintos de administrar
justicia.

El pluralismo jurídico encuentra su raíz no en
distinciones teóricas, sino por el contrario, en la
imperiosa necesidad de dar respuestas. De este modo, se deja de
lado la concepción monista del Estado, en donde se
identifica al Estado con la nación, para admitir que puede
existir un Estado con multiplicidad de naciones. También
se produce una ruptura con la concepción clásica de
que sólo el Poder Legislativo está legitimado para
la producción de normas, y también se considera
como legítimo la producción normativa ubicada en el
seno de los pueblos indígenas, lo que -sin lugar a dudas-
produce un cambio radical en la conformación de los
Estados modernos.

En este sentido, el orden jurídico nacional no
sólo se conforma ahora con las normas (generales o
concretas) emitidas por las instancias mencionadas, sino
también por las comunales. Se presenta, a nivel
orgánico-estructural, la coexistencia de la
jurisdicción oficial y la jurisdicción
indígena, constituyendo esta última un fuero
más dentro de los órganos de administración
de justicia.

Es entonces que en el nivel fáctico se reconoce la
existencia de diversidad, lo que implica la coexistencia de
cosmovisiones distintas, de prácticas diversas, de
culturas diferentes y lo que es crucial en el análisis de
una justicia diferenciada: la existencia de intereses en
conflicto. Es la propia realidad la que impulsa la necesidad de
regulación de una convivencia que en muchos aspectos es
forzada y no exenta de tensiones. Sólo con un tratamiento
despojado de dobleces será factible alcanzar una unidad
fundada en el respeto y la tolerancia de otros modos de vida.

En el nivel normativo es en donde se recepta la pluralidad. No
se crea nada nuevo, sólo se reconoce lo ya existente. En
la búsqueda del respeto a la diversidad, es que se integra
el Estado con la Nación, encontrando vías de
comunicación entre el derecho indígena y el derecho
oficial, que no signifique la subordinación de uno a otro,
sino por el contrario, la coexistencia armónica de
múltiples sistemas jurídicos en un mismo
ámbito, en donde uno de los pilares de genuinas
democracias deliberativas sea el diálogo comprometido de
los distintos actores que la componen.

Tomar en serio la protección de las minorías
étnicas, entonces, es admitir la concepción de un
Estado pluralista. Y construir un Estado pluralista es
también aceptar el desafío que representa la
existencia de pluralismo jurídico y las consecuencias que
se derivan de él.

 

 

 

 

 

Autor:

Bassetto, Giovanni 

VALENCIA,  NOVIEMBRE DE 2008

Partes: 1, 2, 3
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