Por años Memorias de Altagracia, de
Salvador Garmendia, vivió en mi memoria (1).
Recuerdo su primera lectura,
allá por los setenta, cuando la literatura hispanoamericana
ganaba estatus mayor y dejaba, definitivamente, de ser el patio
trasero de Europa. Los
latinoamericanos exportábamos literatura, y los nombres de
Borges,
Carpentier, Cortázar, Donoso, Fuentes,
García
Márquez eran, como hoy, nombres obligados en todos los
centros académicos. En este ensayo quiero
trabajar un aspecto de la obra de Garmendia que siempre me
inquietó: la manera cómo se produce el acto de
narrar. Me refiero al arte como
procedimiento,
y lo asociaré, fundamentalmente, al "capítulo"
relacionado con el "andarín" (2).
En 1917, V. Chklovski escribía: "El
objetivo del
arte es dar la sensación del objeto como visión y
no como reconocimiento; el procedimiento del arte es el
procedimiento de la singularización de los objetos y el
procedimiento que consiste en oscurecer la forma, aumentar la
dificultad y la duración de la percepción. El acto de la percepción
en arte es un fin en sí mismo y debe ser prolongado; "el
arte es un medio de experimentar el devenir del objeto, lo que ya
es "pasado" no importa para el arte" (3).
Por su parte, Jorge Luis
Borges, citando a Mallarmé, escribía quince
años después: "Nombrar un objeto, dicen que dijo
Mallarmé, es suprimir las tres cuartas partes del goce del
poema, que reside en la felicidad de ir adivinando; el
sueño es sugerirlo" (4). Entre ambas citas, y casi con una
histórica exactitud matemática, podemos colocar aquí las
palabras de José Ortega y Gasset formuladas en 1925: "Si
yo leo en una novela: Pedro es
atrabiliario, es como si el autor me invitase a que yo realice en
mi fantasía la atrabilis de Pedro, partiendo de su
definición" (5).
Entendemos el arte como una no definición. El
arte es recreación. En esta creación
recreada, el objeto artístico se va develando no en su
corporeidad, que acabaría con el goce estético,
sino a través de formas primarias que la propia conciencia
imaginativa reviste de contenido sugestivo: es como observar el
negativo de una fotografía, cuya imagen velada le
confiere a este signo icónico ese carácter surrealista que nos obliga a
rearmar el referente.
Memorias de Altagracia es más que
una fotografía vista por medio de su negativo. Se tiene la
impresión, frente a la novela de
Salvador Garmendia, de estar asistiendo a una película que
exige una constante y activa participación creadora por
parte del espectador. Pero no es una película cualquiera;
más bien parece un documental dividido en 18 escenas
absolutamente independientes temáticamente, pero unidas, y
esto es lo realmente importante, por la naturaleza
mágica del relato (6).
El punto de vista adoptado por el narrador (nos recuerda
El Lazarillo de Tormes), no refleja otra cosa que la
propia conciencia narradora del pueblo de Altagracia (diferencia
radical con la citada novela picaresca). Altagracia pudo haberse
narrado a sí misma, sin lugar a dudas. Y pareciera ser el
procedimiento lógico, el más conveniente, puesto
que la novela, lo señala el mismo título, no quiere
ser más que recuerdos, evocaciones y leyendas de un
pueblo hecho de sangre y de
mitos. Pero
los títulos son engañosos o, por lo menos, suelen
serlo: estas memorias no
tienen ni siquiera el requisito básico para serlo: orden.
La novela pudo haber comenzado por cualquiera de estos episodios,
y en nada habría perdido su peculiar naturaleza en cuanto
a su estructura
disposicional se refiere. Altagracia narrada por Altagracia
tendría, necesariamente, otra disposición, otro
orden: una secuencia lógico-natural. La novela
perdería, entonces, su misteriosidad, su magicidad. De
hecho, no sería más novela. Sería,
efectivamente, memorias. Habría sido, como dice Borges,
"el resultado incesante e incontrolable de infinitas operaciones"
(7).
El procedimiento es otro: Altagracia delega la
función
narradora a la conciencia mágica de un niño que, ya
adolescente, narra retrospectivamente los acontecimientos
más sobresalientes de la historia del pueblo. El
material narrativo queda, por lo tanto, sujeto a una selección
que obedece a instancias bien precisas de la tradición
oral, y fijadas en la conciencia del narrador
"-Es una andarín –dijo mi tío
Gilberto, que se había corrido los lentes a la punta de la
nariz; unos quevedos mínimos de un color verde
desleído, montados en tiritas de alambre que él
sólo usaba para ver de cerca.
Por frente a la botica y al otro lado de la calle,
había cruzado una figura extraña, que al primer
momento no pude distinguir con claridad. Me dio la
impresión de haber visto una figura pintada. Cuando
volví la mirada a mi tío, éste había
llevado los vidrios a su sitio y continuaba examinando el
récipe que un momento antes le había entregado un
cliente.
-Hacía años que no pasaba alguno
–comentó el hombre que
había traído la receta.
Página siguiente |