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Enrique Gracia Trinidad: la poética del vértigo




Enviado por irapavilo



Partes: 1, 2

    1. Madrid de
      osos y gatos
    2. Unos dioses
      lejanos; unos héroes eternos
    3. Una soledad
      inspiradora
    4. La
      cotidianidad: un regocijo y un fastidio
    5. Una tristeza
      imbatible
    6. El tiempo
      inclemente

    Me he vestido despacio, una camisa

    oscura, un pantalón vaquero;

    hace frío y escojo una chaqueta

    de paño negro y los zapatos
    gruesos;

    la cartera, las gafas, el reloj,

    y a la calle otro día igual que
    siempre.

    Ante el primer escaparate

    el vértigo me asalta y me doy
    cuenta

    de que el frío a evitar es otro
    frío,

    que estoy casi desnudo:

    hoy salí como tantas otras
    veces

    con todo el corazón al
    descubierto.

    * * *

    Apagad esa luz

    y vamos a jugar a la gallina ciega.

    Enrique Gracia Trinidad

    El amor: una
    escaramuza

    Da igual para entendernos, que la lluvia de abril

    ponga muecas en octubre

    que tengan más de un ojo el huracán,

    el cíclope,

    la perdiz de los trajes o el pirata del cuento.

    Da igual que tú te calles

    y que yo no conteste.

    El amor puede ser
    un ir y venir, una toma y daca, un sí y un no, dos
    silencios que todo dicen – "alguien empujó palabras que no
    fueron y no dijimos nada" – un bullicio que oculta la voz de los
    amantes, un diálogo de
    sordos en el que ninguno habla. En la poesía
    de Enrique Gracia Trinidad, el amor
    presuntamente duradero, el flirteo deliberado, el ligue
    ocasional, el idilio pasajero, la ilusión fugaz, son una
    permanente escaramuza, un ardid inesperado, una astucia
    escondida, una oculta añagaza, en la que sólo
    parece triunfar el desamor y el desencuentro.

    Confiesa el desahogado poeta que un día cualquiera, sin
    personales sospechas, abrió la puerta de sus adentros a la
    promesa, pensando, ingenuo, cándido, inocente, que todo
    era bueno: "por eso atropellaron mi garganta / los feroces
    caballos de la duda, / las mentiras a sueldo en los armarios / de
    la sombra y el polvo, el silencio que tiene / una amenaza en la
    costura, / la mueca que subsiste / tras la risa fecunda de los
    enamorados".

    Desde aquel momento infausto en que los portones del afecto
    del escritor quedaron abiertos para siempre, desgonzados y de par
    en par, el propio poeta revela que – ciego a medias – se vio a
    sí mismo cruzando la gélida brisa madrileña
    con un canto de desesperanza en las manos. Ese primario y
    patético himno de soledad y tristeza que luego transmuta,
    bienaventurado y agradecido, en salmo permanente y optimista, es
    el que un escritor afligido despliega una y otra vez,
    tempranamente acongojado, en pesarosos folios, en tristes
    anotaciones, en quebrantados versos, en dolidas confesiones, a
    fin de que todos tengamos en cuenta y sin apelaciones que las
    certidumbres totales son siempre peligrosas y por lo pronto: "Uno
    a veces cree tener un espacio de tierra / sobre
    el que descansar tiernamente la mirada. / Un hombro para hacer /
    que las horas no acusen el sabor del ajenjo (.) Pero
    después, casi siempre de noche (.) el sudor es un
    néctar / apurado en el filo de las más
    íntimas caricias / y el amor es un grito que nos duele en
    el pecho".

    Tiempos de amores dificultosos, – "y a veces nos queremos" –
    de tempranos vértigos, del corazón apabullado por
    la pena, incapaz, a pesar de sus furiosos latidos, de acortar las
    distancias que habitualmente se hacen más lejanas y
    confusas de recorrer; terriblemente turbado reconoce el poeta:
    "Sé que es mucho más digno / sofocar en alcohol los
    amores ausentes / (siempre hay algún amor ausente, / hasta
    el que se marchó) (.) Debo pensar que la esperanza, /
    diosa tan frágil como el polvo de agosto, / no es de
    verdad violada / por la lujuria de este tiempo
    insurrecto".

    Apuesta entonces el poeta por el olvido, lo convoca con
    vehemencia, reconoce que: "Lo más difícil es / que
    las fotografías rocen sin abrasar / las horas degolladas,
    / acaricien sin daño /
    los encajes duros de las horas que fueron". No quiere el poeta
    desperdiciarse en los imposibles regresos, en las absurdas
    reconciliaciones, aunque desea rescatar, sin embargo, "la
    canción más oculta, sin sangrar, / sin hacer de la
    vida cotidiana / un esperpento".

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