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Hacia una pedagogía orientada a la persona humana (página 2)




Enviado por Lourdes Zambrano



Partes: 1, 2

Así como en psicoterapia
hay modelos que
enfatizan en el "lado oscuro" de la naturaleza
humana, y otros que se pronuncian por una visión
más positiva del ser humano, más optimista, en
educación
hay modelos en que se continúa con la tradición de
"la letra con sangre entra", o
bien de que "debe enderezarse el árbol para que no crezca
torcido", mientras que hay otros modelos educativos que creen
más en la persona. Estos
últimos son los modelos humanistas, asociados por lo
general con enfoques activos de
la
educación.

Al convertir a la persona en sujeto activo en la
adquisición del conocimiento,
se está dando por hecho que la persona "puede sola", es
decir, que no necesariamente debe estársele corrigiendo
constantemente para que aprenda algo, sino que más bien
debe contar con el ambiente
necesario, las condiciones óptimas, o al menos más
cercanas, para que desarrolle su potencial. Pero esta
consideración es insuficiente todavía. Es sujeto es
activo, además, desde el punto de vista emocional. Es
decir, se cree en el potencial humano del sujeto, potencial que
consiste precisamente en la capacidad que tiene la persona para
auto recuperarse de su propio lado humano, de su
falibilidad.

Se cree en que dadas ciertas condiciones positivas, la
persona tiende a desarrollarse de la mejor forma, como si el
árbol creciera hacia la luz, y no hacia
lo oscuro. Lo importante entonces es encontrar cuál es esa
combinación de condiciones que mejor puede favorecer el
"florecimiento" de la persona.

Florecer desde
adentro

Sin embargo, se florece "desde adentro". Es decir, las
condiciones externas, como luz, agua y buena
tierra, si
estuviéramos hablando de una planta, son imprescindibles
para que crezca. Pero el potencial de crecimiento lo lleva desde
dentro. Si no se planta esa semillita, seguramente no
crecerá y no dará frutos, pero sabemos que hay muy
diversos tipos de semilla, que dan diversos tipos de vegetales.
Aunque la comparación puedes resultar burda, sirve para
visualizar el punto: El potencial de crecimiento de la persona lo
lleva adentro, sin embargo hace falta que las condiciones
externas favorezcan dicho crecimiento. Una cosa no se puede dar
sin la otra.

Para que esas condiciones externas favorezcan el
"florecimiento de la persona", es necesario que lo que se
facilite sea precisamente eso: que la persona se mire, busque en
su interior, conozca de qué está hecha esa semilla,
para que aproveche lo que se le ofrece desde fuera, para
alimentar lo que está adentro.

Pero ¿dónde radica ese potencial de
crecimiento? En la manera de manejar la propia falibilidad. En la
forma como el sujeto se relaciona con sus propios errores. Ese
potencial de crecimiento queda embargado cuando el individuo no
es capaz de asumir su propia humanidad, sus fallos, errores y
fracasos. Cuando es incapaz de reconocer sus límites.
Los límites nos acercan a la realidad: "Cuando abrazamos
el límite no hay motivos para demandar que la realidad se
adecue a la ilusión. Elegir el límite es ya abrazar
la realidad."[1]

Lineamientos para
una
pedagogía orientada a la persona
humana

1. Los encuentros interpersonales

Una de las experiencias que contribuyen de manera
más definitiva en el
conocimiento personal es el
encuentro con el otro. En el encuentro nos redefinimos,
reconocemos lo que nos hace seres particulares, únicos,
"especiales", pues es precisamente por esas
características vistas por el otro, que se da la
atracción y el gusto por estar juntos. Lo anterior se
cumple particularmente en las relaciones de amistad, y
más específicamente en las relaciones de
pareja.

Sin embargo, en otros tipos de relación, por
ejemplo madre/padre-hijo, alumno-maestro, psicoterapeuta-cliente, la
relación entre compañeros, entre colaboradores,
entre hermanos, se da también un reconocimiento especial
de la persona que tenemos enfrente. Es decir, de manera natural,
tal vez intuitiva, sabemos, alcanzamos a ver algo del "material"
del que está hecho el individuo con el que nos estamos
relacionando. Y eso puede ser de nuestro agrado o no serlo.
Normalmente cuando nos agrada el otro, cuando disfrutamos de
estar con él, es porque hay algo que conecta, algo en lo
que nos sentimos identificados, es decir, reconocemos en el otro,
algo que nos es familiar, algo propio. Nos vemos reflejados en el
otro, nos gusta esa forma de expresión de un "algo" que
también es nuestro.

Y también encontramos diferencias, que por serlo
nos siguen definiendo: El otro es así, pero yo no. En la
relación maestro-alumno, o madre/padre-hijo es muy patente
la cuestión de las diferencias individuales. Ese es parte
del atractivo de la tarea educativa que se da en casa y en la
escuela, poder
participar del reconocimiento de tantas "individualidades" o
maneras de ser. En este sentido, el respeto a las
diferencias, a lo que hace de una persona un ser único, es
fundamental en la labor formativa. Es decir, se parte de un
respeto a la diferencia.

2. El derecho a la "diferencia"

Si no se respeta la diferencia no estamos formando,
más bien estamos "homogeneizando" masas de personas. Y ese
es precisamente uno de los puntos más importantes que
tendrían que tenerse en cuenta en educación: Se
trata de encontrar potencialidades diversas, no de estandarizar,
llevar al mismo punto, diversas potencialidades.

Esta es una de las cuestiones que encuentra más
dificultad en los diversos medios
educativos, hablando de escuelas y de hogares: Se piensa que
educar, que formar, es llevar a la persona (alumno, hijo) a una
determinada forma, meterlo en un determinado molde, en lugar de
pensar que todo lo que tenemos que hacer es ser sujetos
acompañadores de estos otros sujetos en formación,
para que se formen de la mejor forma posible, según lo que
dicten sus propias potencialidades. Y sin embargo, para llegar a
esta decisión, a está visión de lo que es
educar, formar personas, se tiene que contar con una gran
confianza en la persona, en el ser humano.

Esto es contrario a pensar que hay individuos que por
naturaleza son
malos, "manzanas podridas" que no deben mezclarse con las otras,
para que no les hagan daño.
Tener confianza en el ser humano es suponer que todos somos
"buenas semillas", con buenas posibilidades de desarrollo,
con toda la diversidad que esto pueda implicar.

Para educar tenemos que estar dispuestos al encuentro.
El encuentro es una de las experiencias más humanas. "El
encuentro implica la presencia recíproca, directa entre
dos sujetos, en la cual ninguno puede permanecer
indiferente"[2]. Es decir, nos construimos en el
encuentro.

Los encuentros nos cambian, los encuentros son
terapéuticos, en el sentido de que son siempre
posibilidades de cambio para
los dos que se encuentran. La vida está llena de
encuentros, aunque no siempre contamos con esa disposición
para el cambio, es decir, no siempre estamos listos para el
encuentro.

Sin embargo, somos seres "relacionales", más que
"racionales". "La autoconciencia de la persona no surge de su
racionalidad, sino del espacio relacional"[3], que
a su vez, es un espacio enteramente emocional. En efecto, es un
proceso que
tiene que ver más con la intuición que con la
razón. Y porque es un proceso derivado de la
intuición, nos lleva a una verdad "mas honda", a un
autoconocimiento de carácter más profundo.

La intuición, cuyo contenido es de naturaleza
emocional, es la que revaloriza la experiencia y abre paso, por
consiguiente, al aprendizaje, a la
enseñanza. La intuición implica una
perspectiva de vida completamente diferente a la razón, es
otro procesador de la
realidad, "paralelo al racional, que permite acoger todo lo que
la razón rechaza".[4] La intuición,
desde la antropología del
límite[5]nos permite aceptar la realidad,
por incomprensible que pueda resultar desde la visión
perfeccionista de la razón. La intuición es una
gran aliada en terrenos de aceptación, de
reconciliación con lo que la vida nos presenta.

3. El encuentro con nosotros mismos

Como seres relacionales, podemos relacionarnos con un
"otro" (con minúsculas), o con un "Otro" (con
mayúsculas), en particular si creemos que existe un Ser
superior, un Dios, si creemos en esa dimensión espiritual
de la persona de la que habla Víctor Frankl. En esa
relación con el "Otro" llevamos a cabo un proceso de
autoconocimiento.

Algunos le llaman "introspección", otros le
llaman "oración". De cualquier forma es ponernos en
contacto con lo más profundo de nuestra persona. Con la
diferencia de que la introspección se lleva a cabo
básicamente desde la razón, mientras que para hacer
oración se utiliza el lado intuitivo, se "callan las
potencias" (se apaga la razón), como sugieren
algunos.

A lo largo de la historia ha habido algunos
"maestros de la oración", místicos que nos han
enseñado diversos caminos para contactar con nuestro
centro. Por ejemplo Teresa de Jesús propuso un "itinerario
espiritual", un recorrido a través de "siete moradas" o
siete niveles de oración, dentro de lo que ella
llamó el "castillo interior". Al denominarlo de esa manera
está dándole un valor
intrínseco a la persona: "…considerar nuestra
alma como un
castillo todo de un diamante o muy claro
cristal…"[6], habla de la hermosura del
alma, rescatando su dignidad.
Vemos entonces que el itinerario teresiano se sustenta sobre una
concepción altamente positiva del ser humano, que
servirá como guía para llegar a "ser del todo" lo
que ya "se es en esencia".[7] Como puede
apreciarse, desde hace siglos se vislumbraba esta
situación del florecimiento mencionada
anteriormente.

Es interesante como los místicos españoles
del siglo XVI, Teresa de Jesús incluida, reconocieron la
importancia de la subjetividad, es decir, que lo más
significativo no era la realidad de las cosas en sí
mismas, sino los ojos de quien mira la realidad. El sujeto mira
la realidad y, en esa mirada, repara en su propia realidad, se
reconoce a sí mismo, recorre su interior, sin analizar ni
fiscalizar, alcanzando una experiencia de sí mismo que lo
cambia. Así como sucede con cualquier relación
humana que nos cambia, el contacto con nosotros mismos (o con
Dios, como Fundamento del ser, si se cree en El) es factor de
cambio. Debemos entonces, dedicarnos un tiempo diario
a nosotros mismos, para contemplarnos existencialmente en
todo lo que somos.

4. La autoaceptación

Pero esa mirada hacia el interior tiene un punto
central, que es el de la aceptación. Quien se encapricha
en no aceptar la realidad, produce pensamientos de autoderrota
que conllevan a sentimientos de rechazo que, a su vez, conducen
irremediablemente a la depresión
y la depresión, a realizar acciones que
dañan la propia existencia. Como señala Gordon
Allport:"el no aceptar ser lo que uno mismo es se ha convertido
en la causa de infinidad de neurosis".

Es fácil aceptarse, reconocerse en las cuestiones
que nos resultan agradables de nosotros. El trabajo
duro de autoaceptación viene del reconocimiento de
nuestras limitaciones, de nuestras "miserias", de eso que no nos
gusta de nosotros mismos, de eso que no podemos cambiar, o que no
escogemos tener, como la enfermedad, o el tiempo que ha dejado
huella; fracasos, relaciones desafortunadas, expectativas no
cumplidas, decepciones, objetivos
malogrados.

Nuestra historia está llena de circunstancias que
no siempre queremos haber vivido, que quisiéramos omitir,
y sin embargo es el paso por cada una de esas situaciones
"desfavorables" lo que nos ha llevado a ser lo que somos. El
trabajo de
autoaceptación es un trabajo de humildad. Tiene que ver
con una actitud de
desprendimiento, no sólo de cosas, sino de ideales y
expectativas, de nosotros mismos y de los otros. Tiene que ver
con no considerarnos dueños de nada ni de nadie, ni
siquiera de nuestra propia persona, pues ésta va a dejar
de ser en un momento dado. No somos dueños de nuestra
vida, ni de la de los que nos rodean. "Cada límite, a su
manera, nos anuncia que, a consecuencia de ser limitados, se
puede dejar de ser, y que infaliblemente dejaremos de
ser."[8]

Esto es algo muy difícil de asimilar, pero
definitivamente tiene que ver con la humildad, que es sentido de
lo que es y de lo que somos. Esta actitud "desprendida" puede
tener un efecto liberador, que nos permita vivir con menos
aprensión y más apertura.

Aceptarnos tiene que ver también con hacer un
reconocimiento, no una investigación, de nuestra historia.
Concretamente reconocer esos momentos en que contactamos con lo
que somos. Reconocer no es censurar, que es una forma de control, sino
revalidar. ¿Qué tenemos que revalidar? Reconocer es
revalidar, acreditar, ante nosotros mismos, nuestra fragilidad.
La fragilidad y el dolor nos hermanan, porque son experiencias
exquisitamente humanas. Nos identificamos con el otro en el
dolor, en el sufrimiento. Pero no le estamos sacando provecho a
la crisis si no
supimos cómo es que salimos adelante, cómo es que
nos levantamos del fracaso, cómo sobrevivimos la
decepción, cómo aprendimos de nuestros errores.
Pues convertir la experiencia en enseñanza,
que es la verdadera alquimia de la educación, se reduce
esencialmente a vivir con ellos.

Es decir, lo más común es no reconocer la
enseñanza de la experiencia. No estamos acostumbrados a
encontrar la luz en la oscuridad, nadie nos enseña a
buscar el beneficio de la situación fallida. Al contrario,
estamos acostumbrados a omitir, a no querer ver, a esconder, a no
mencionar, a sentirnos avergonzados de nuestros errores. Y sin
embargo, son estos errores los que realmente constituyen las
experiencias que enseñan algo, que nos hacen
crecer.

Si desde que somos pequeños nos enseñaran,
en el hogar y en la escuela, a ver desde ésta óptica
nuestros errores, como oportunidades de crecimiento, como
espacios de autoconocimiento, en lugar de situaciones por las que
debemos avergonzarnos y por lo tanto negarnos a nosotros mismos,
haríamos una gran diferencia. Estaríamos educando,
formando personas humanas.

Como decíamos en un principio, educar es
facilitar experiencias que originen aprendizajes. Pero qué
mejor aprendizaje que ese que sacamos de nuestros llamados
errores. Es decir, nuestras experiencias de fracaso, de falla,
son las indicadas para hacernos crecer. Y en la escuela y en la
casa son esas experiencias precisamente, las que tendrían
que revalidarse o revalorizarse para reconocer el aprendizaje de
las mismas. En lugar de ocultarlas, tendríamos, como
educadores, que poner el foco en esas experiencias, pero no un
foco como en silla de acusados. Estamos hablando de un foco
iluminador, un foco de aceptación, un foco de
compasión. Compasión con el otro y compasión
con uno mismo.

Es el tipo de compasión mostrado por el padre del
hijo pródigo, que lo recibe con los brazos abiertos y le
organiza una fiesta. El padre celebra el fracaso y celebra el
regreso, porque el regreso simboliza el regreso a sí mismo
que ha emprendido su hijo. Estaba perdido y regresó,
estaba descentrado y volvió a centrarse, aprendió
algo de sí mismo a través de esa experiencia de
"perdición". Fue una experiencia transformadora, de
aprendizaje profundo; "hay viajes
desatinados, sin embargo, aun los viajes equivocados pueden
encaminarnos y dar una nueva congruencia al entero
Viaje."[9]

Las experiencias fallidas no es necesario procurarlas.
"El primero y el mejor terapeuta de la imperfección es la
vida misma".[10] Estas "experiencias de
imperfección" están a la vuelta de la esquina,
simplemente suceden, a veces con más o con menos ayuda de
nuestra parte. Lo que sí es necesario procurar como
educadores, es una actitud compasiva frente a esas experiencias
de falla. Para que esa actitud de compasión sea como una
luz que ilumine a la persona sobre el aprendizaje de dicha
experiencia, y llegue a conocerse más realistamente, a
través de esa situación.

5. Es difícil dar lo que no se
tiene

Resumiendo entonces, para poder entrar en ese rol de
educadores, de acompañadores de personas en
formación, de jardineros de ese árbol que necesita
ciertas condiciones para florecer, necesitamos varios
requisitos:

Tener confianza en la persona humana. Creer en su
potencial de florecimiento. Para facilitar el crecimiento de una
persona, se requiere de conocerla, y en forma más
profunda, de amarla. Víctor Frankl dice que el amor
constituye la única manera de "aprehender a otro ser
humano" en lo más profundo de su personalidad.
La persona que ama posibilita al amado a que manifieste sus
potencias. Santa Teresa dice "quien no os conoce, no os ama."
Conocer para facilitar el crecimiento.

Tener una actitud de respeto por la diferencia. Saber de
antemano que las personas con las que nos estamos encontrando van
a ser diferentes entre sí. Ni mejor, ni peor, simplemente
diferente. No pretender, por lo tanto, nivelar, hacer masas de
individuos. Tarea de la educación es proyectar encontrar
lo individual, lo especial, lo que hace diferente a cada
persona.

Tener apertura frente al encuentro. Esto implica
apertura al cambio, porque los encuentros nos cambian. No temerle
al encuentro, sobretodo al encuentro con lo diferente; antes bien
buscar el encuentro con el otro, sea hijo, alumno,
compañero, padre, hermano. Estar, si es posible,
ávidos de encuentros.

Buscar espacios de encuentro con nosotros mismos. No
temerle a los espacios de soledad, buscarla todos los
días, hacer reconocimientos, revalidaciones constantes de
nuestras experiencias. Revalorar nuestra historia. Qué no
se pierda absolutamente nada. No hay "basureros humanos" por eso
nunca sobra nada.

Buscar entre los escombros, qué hicimos con
ellos, cómo juntamos las piezas otra vez, para
construirnos a nosotros mismos.

Tener una actitud compasiva frente a nuestra
falibilidad, como sugiere Santa Teresa al hablar de la humildad,
en el libro de "Las
Moradas", y Ricardo Peter a través de la Terapia de la
Imperfección. Como sugiere Jesús en el Evangelio,
cuando nos habla de la Parábola del Hijo
Pródigo.

Porque sólo perdonándonos,
aceptándonos en nuestra verdad, es como podemos seguir
adelante y construir sobre roca. Sin autoaceptación,
construimos sobre arena.

 

 

 

 

 

 

Autor:

Lourdes Zambrano

[1] Peter, Ricardo. Una terapia para la
persona humana, BUAP, 3ª edición, p. 15.

[2] Consultar del Equipo educativo de la
Compañía de Santa Teresa de Jesús, la
"Propuesta Educativa Teresiana", Ganduxer ediciones, STJ,
Barcelona, 2005.

[3] Idem.

[4] Peter, Ricardo. "Una terapia para la
persona humana".op. cit., p. 62.

[5] La Antropología del límite
es el fundamento filosófico de la Terapia de la
Imperfección propuesta por Ricardo Peter. Se parte de
que el ser humano es limitado, como realidad que no puede
esquivarse, sino más bien aceptarse.

[6] Teresa de Jesús. Obras Completas.
El libro de "las Moradas", p. 663. Edición preparada por
Tomás Alvarez. Editorial Monte Carmelo.

[7] Para conocer más a fondo sobre
espiritualidad teresiana se recomienda consultar a Antonio Mas
Arrondo, "Acercar el cielo" Itinerario espiritual con Teresa de
Jesús. Ed. Sal Térrea.

[8] Peter, Ricardo. Ética para
errantes. BUAP, Universidad
Iberoamericana. 4ª edición. P.58.

[9] Peter, Ricardo. Ética para
errante, op. cit., p.23.

[10] Peter, Ricardo. El miedo a amarnos,
Asociación Internacional para la Terapia de la
Imperfección, S.A. 1ª Ed., México, 2004, p.15

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