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Alfredo Pérez Alencart: la poética del asombro (página 3)




Enviado por irapavilo



Partes: 1, 2, 3

Un Cristo más humano, menos Dios inaccesible y
más hombre
solidario, es exaltado y requerido por un poeta que
efectúa hondos reclamos contra un mundo cristiano que
dejó de lado al cristianismo:
"¡Ah con las hogueras desgastadas por los fríos
opresores! / ¡Ah con las llaves perdidas por tantas
lenguas
castigadas! / ¡Ah con el lavado de cerebro para
gravitar en la soberbia! / ¡Ah con la mala costumbre de no
escuchar al desposeído! / ¡Ah con el polvo cegador
de las celebraciones sin origen!".

Al momento de establecer las bases, de sentar las premisas de
su muy personal y
sentido Credo, el
escritor aprovecha su palabra para recriminar de frente y sin
reservas a aquellos –cómplices, mercaderes,
fieras en circo, falsas monedas, plañideras en
vuelo
– que se olvidaron del fundamento de la Palabra
del Señor: "CREO en Jesús, / pero no en quienes
regentan / iglesias de altas cúpulas / mientras compran
acciones / o
digieren manjares y dictaduras / con devoción pecaminosa
(.) Creo en los presagios cumplidos / y en las revelaciones que
tienen cobijo / en el asombro alumbrador / del tránsito
humano".

Pérez Alencart hace de Jesús un motivo
privilegiado de su más reciente poesía.
Innumerables versos le son dedicados por el poeta al Redentor
para confesar a poema vivo, libre el corazón de
culpas y opresiones que: "somos parábolas aparecidas con
músicas y lágrimas / en días ungidos para
ser tránsito hasta nuevas liturgias (.) aquí se
demora el amor por el
Cristo del alma, /
aquí sigue derramándose su sangre germinal /
y sus hechos que son llaves abriendo la puerta del reino. / Valga
su gravitante ofrenda inalterable / y sírvanos
también la suma de sus bienaventuranzas".

La conciencia de su
mortalidad lleva al poeta a tener más conciencia de la
eternidad. Sabiéndose perecedero el escritor quiere
apostar por una trascendencia luminosa asentada en la palabra y
obra de Jesús el Redentor, de su Cristo del Amor, el Sol de los
ciegos. Exaltado de fe, Pérez Alencart convoca al
Señor para efectuar personales y bienvenidos bautismos y
esponsales: "Venga a nosotros tu palabra / impregnada de amor y
profecía. / Venga tu llama de adentro / y vengan tus manos
a tocar nuestra frente / o sumergir nuestras almas descarriadas /
en aguas bautismales (.) Aconteces, Cristo, como dádiva o
reino / que todavía sigue siendo herida, / como sol de los
ciegos de espíritu, / como sentido de continuidad al rojo
vivo, / sobreviviente, siempre sobreviviente bajo la piel / de los
hombres que asimilan tiernamente la Palabra".

Despojado su corazón de las malquerencias, reconciliado
consigo mismo y con su prójimo, el escritor experimenta
una íntima y bienaventurada sensación de placidez,
de concordia, de armonía que su poesía
escatológica recoge con humildad y sabiduría: "La
vida está llena de traiciones / y el cuerpo se quema bajo
el carbón azul del raciocinio. / Pero ¿dónde
se cobija la vida y dónde los huesos
calcinados? / La única brújula es
el amor enhebrado / al misterio de la amistad, a la
comunión del sentimiento, / a las despiertas pupilas de un
linaje que nos consagra / a buscar certezas en la inolvidable
cruz de Cristo".

La lectura
directa y sin intermediarios, personal y meditada, introspectiva,
de la Palabra de Dios, de las Sagradas Escrituras, de los Santos
Evangelios, le otorga nuevos bríos al poeta y nueva savia
a su poesía. Abreva el corazón del escritor en
salmos y versículos, canta sin vergüenzas aleluyas y
hosannas, recibe la paz de sus correligionarios, asiste al templo
sin pretensiones y le otorga franca mano al necesitado de
alimento y de justicia.
Cristo lo ayuda, en esta compleja etapa de su existencia, a ser
más él. En una nueva y eterna Alianza con el
Señor de los desposeídos, con el Cristo del Amor,
el poeta confiesa su perdurable religación, su
unión firme y sincera que puso fin de una vez y para
siempre a "las confusas resonancias, / los insulsos
espejismos".

A objeto de que no quede ningún asomo de duda acerca de
la firme e irrevocable decisión espiritual tomada para
estar y ser con Cristo, Pérez Alencart reitera, en
íntima eucaristía, el compromiso filial asumido con
Jesús:

"ECUÁNIME tras maniatar los silbantes ajetreos, /
mi espíritu tiene sed y hambre de hacerse / de la familia del
Señor que cambió / la crónica del mundo.
Hacerse hijo del Hijo / en cercanía sin fin, puliendo las
oraciones / con palabras extraídas de su cuerpo, /
recogiendo la sangre derramada para empezar / la
transfusión de misterios
terrenales / y la voz de la montaña. Nada más que
amor / se necesita junto a una fe macerada en vino / y pan
horneado para estar en comunión / con la creación
entera. ¡Escúchame! / Se quiebran las horas y apuro
las copas, / la escritura y el
último silabeo".

VI. LOS ANCESTROS VENERADOS, UN HIJO CELEBRADO

El brindis final va dedicado a mis
padres,

desviviéndose en una selva
lejana:

a ellos el fervor de las puras
gratitudes

a ellos los actos del amor que son
perennes.

Ahora, cuando me he convertido en
padre,

brindo por ellos para llenarme de
raíces,

de instantes que nunca fueron de
hojarasca.

Pérez Alencart habita tanto en el recuerdo de los suyos
en la verde selva de sus asombros como en el soplo de su hijo en
la dorada ciudad de sus remozadas esperanzas. Todos, abuelos,
tíos-abuelos, padre, madre, primos, sobrinos, parientes, y
su amado hijo le brindan al escritor una oportunidad para
celebrar el don de una familia numerosa
que es objeto de versos entusiastas, de palabras afectuosas que
conviven con algunas indistintas lágrimas de alborozo y de
tristeza -"… unas lágrimas desbarrancan desde ojos / por
penas sacudidos"- según el tono vital del poeta y la
intensidad de las pasiones recogidas.

A los que quedaron en la madre selva de su lejana
Amazonía -a sus vivos y a sus difuntos, a los que
permanecen en carne y hueso o reposan en desollado
hueserío- el escritor les comunica: "Es momento de acusar
recibo de incontables donaciones: Los admiro, los tengo, los
preservo de mi vista de pájaro, en mis palabras
construidas ignorando relojes y distancias. Sólo en sus
rostros veo un hermoso mundo de ternura, una adorable costumbre,
un viaje de luciérnagas tejiendo verdes fuegos en el
aire.
Atiéndanme. Éste es un cauce de sortilegios
hundiéndose en la pupila de la selva".

Muchos son los parientes convocados al intemporal homenaje que
el escritor preside para celebrar el familiar afecto; un
borbollón de memorias bulle
y emerge de la caldera afectiva del poeta -"volteando el rastro,
volviendo / por la huella estoy"- para que sus vivos y sus
muertos vivan y revivan en una poesía que desafía a
ese olvido que llamamos muerte:
"La muerte ya
no los necesita / pero sí el viril latido / de quien queda
(.) Han madurado lágrimas, / han tocado campanarios / y
han llegado a mis oídos. / El luto terminó hace
años / pero sigo invocando a los muertos / que me vuelvan
siempre. / Mandan sus sombras en el calor que no
baja".

Hasta su lejana posesión entre
luciérnagas
se enrumba el emocionado sentimiento de
Pérez Alencart para que sus versos sean la más
genuina expresión de un amor que se nutrió,
allende los
mares, de los más radiantes rayos de la bondad. El
escritor les pide a todos y cada uno de sus querencias que
"esperen su turno, ya les buscaré más tarde, que
sigan embanderando mis huellas. Nunca olvido a mis fantasmas
comunicantes ni sus prístinas apariciones".

La poesía es propicia para festejar a la plural
parentela de la emoción unánime del poeta. En
afectuosa procesión le llega el turno a cada quien. El
escritor desentraña sus insondables cariños, a cada
uno de sus innúmeros afectos le arriba su esperada tanda,
sin prioridades o jerarquías, el escritor rememora y rinde
sentida distinción a:

  • Rosa, la madre: "Vengan a mí, destilando
    memoria. / la Madre selva y la Rosa Madre". Así es la
    exigencia primaria de un amor filial que el poeta expresa
    solícito, requerido de urgentes besos y rememoradas
    caricias maternales: "LAS bendiciones más hermosas
    surgen / de los labios de una madre (.) Se acude a la madre
    cuando la noche se cierra / y crecen sombras que se acomodan
    / en medio del dolor (.) ¡Deja, océano, que me
    llegue al menos / la música de sus labios!", suplica
    el poeta. Un salmo infinito le consagra, desde la
    lejanía, el escritor a la madre de todos los
    desvelos
    : "Nada amargo se remueve en mi memoria / y
    sí un inventario de alabanzas confirmando sus
    nutrientes (.) Madre mía, me coso a ti con el hilo /
    indestructible del amor que no se evade, / el mismo amor que
    a los dos nos va sobreviviendo".

  • Alfredo, el padre vivo: Reconociendo los dones
    recibidos y las deudas acumuladas, el poeta le regala
    conmovidos y emocionados textos a su progenitor que ha
    asumido la vida cotidiana como una "diaria victoria a
    cuentagotas". El escritor confiesa que su padre le dio "la
    levadura acoplada a las maderas de la abundancia" y que le
    debe "el largo porvenir de las cosas esenciales". La
    única exigencia que el escritor le demanda a su padre
    vivo es más vida. "Padre mío que estás
    en la selva de todos los esfuerzos (.) Ya no me debes nada, /
    pero tampoco te me pierdas todavía. / Ten paciencia,
    padre mío". Se ufana el poeta de cantarle a un padre
    vivo que poco conoció en vida al propio y de poder
    ofrecer afectivo remedio a una realidad sin solución.
    "Así es mi padre y así le canto ahora que puede
    escucharme (.) Inquiero a la memoria y ésta brinca
    desde el ruido mañanero de la infancia. Mi padre de
    todos los días careció del suyo desde
    niño. Por ello lo traigo conmigo al lugar donde vaya.
    Por ello reproduzco el nacimiento de ese amor en todos los
    tentáculos de mi poesía".

  • La abuela muerta: El poeta, guardado el luto de
    rigor que todavía conserva en su afecto, revive a su
    abuela difunta y fumadora sin remedio para decirle bajito, en
    un filial susurro que: "ya pasó el sufrimiento / y que
    hoy levanto tu breve cuerpo / para que fumes por el aire puro
    / de estas desatadas claridades / escapando de tu memoria a
    la mía (.) Te digo que todos somos iguales / e igual
    se pudren la carne y las palabras. / Por ello te pido que
    humees mis salmos, / y así ahumados sirvan / para que
    otros muertos confiesen / vivir un poco más, cada
    noche, / junto a las palabras que edifiqué / para
    salvarles".

  • Ana y Antonio: El escritor convoca también
    al largo festejo de la memoria de las luciérnagas
    encendidas a los tíos Anita y Antonio para amplificar
    "sus maduros instantes", aquellos que fueron propicios para
    demostrar fehacientemente que la misericordia, la bondad, es
    real, existe, es palpable, tangible, susceptible de ser
    agasajada a través del recuerdo generoso del
    agradecido poeta. Pérez Alencart rememora: "¡Ah
    La Pastora, con su aire impregnado de Pomarrosa!". En un
    escritorio salmantino hecho con imaginarias tablas de cedro
    traídas de su lejano Bocamanu, el poeta escribe y
    agradece a sus tíos abuelos todo lo bueno hecho por
    ellos, todos los favores y dones recibidos. De Anita
    rememora: "Todavía sigo oyendo la voz de la tía
    Anita, recomendándole a mi madre un método
    eficaz para mejorar mi escualidez (.) La famosa harina de
    plátano me acompañó durante toda mi
    niñez y en parte es la responsable de que ahora sea
    tan robusto. Otra parte corresponde a la leche de su pecho
    que me dejó lactar". Del tío Antonio son
    innumerables los recuerdos que el escritor disfruta, goloso,
    en compañía de su hijo, quien pregunta por
    qué no se apellida Troncoso. El poeta se solaza en la
    remembranza de esta pareja inmensamente dadivosa: "Hoy
    Antonio Troncoso cumple ochentaitantos años y es un
    hombre millonario, inmensamente rico en amor y honradez".
    Valiéndose de la palabra mensajera, el poeta
    envía un fraterno pero nunca definitivo abrazo para
    "él, para ella, para todos los tíos-primos
    pastorinos y su larga descendencia. Estad tranquilos, que yo
    traigo vuestro horizonte hasta mi lado. También esa
    luz de luciérnagas que aún alumbra mi
    camino".

José Alfredo llegó despacio para conmover de
nuevo a un poeta conmovido. Hecho padre por Jacqueline, luego del
parto de su
recién nacido, el escritor reconoce sin vergüenzas
que: "El hombre
adquiere sentido de la resurrección / cuando un pedacito
de ternura se hace cuerpo / y la sangre cumple así la
parábola perfecta, / con la raíz de súbito
creciendo, vibrando / en la mirada inocente del pequeño: /
es la estirpe fulminando la noción de lo perdido, /
acabando con la cruz de la soledad del hombre".

Largos y amorosos versos le dedica el poeta a su hijo de
la reconquista, a su retoño, al unigénito, a su
victoria, al fruto feliz de mis deseos, a la savia de dos
continentes,
para intentar transmitirle un tanto de su
sabiduría y experiencia de peregrino hombre de letras.
Desde el moisés de la paternidad, el escritor le pide a su
hijo que atienda a los desinteresados consejos que sólo un
padre emocionado puede ofrecer: "Atiende, hijo: / deberás
escuchar la melodía de los astros, / dejar que tu mirada
escolte nubes / y abrirte al aguijón del pensamiento, /
absorbiendo lo que el espíritu del hombre / encerró
en el silencio de los libros".

Más vida reclama Pérez Alencart, más
respiros para disfrutar de su nuevo aliento, más
días y noches, más amaneceres y crepúsculos,
para verlos transcurrir con el hijo que vino para otorgarle otro
sentido, una trascendencia, a la existencia del escritor: "Todo
menos morir ahora que te acaricio, / que todo en mí
palpita y comprende". Y se abraza tocando vida subyugada. Sin
melindres, el poeta confiesa que su hijo es la más
contundente "victoria contra el tiempo astuto"
y toma una de las más hondas decisiones de su existencia:
"Amar a un hijo se me revela urgente. / Lo cuidaré para
que cumpla su misión".

Es su hijo la convergencia, síntesis
bienvenida, la carne donde se hace efectivo un mestizaje
bienvenido, un cruce de sangres, culturas y continentes, de verde
selva y ciudad dorada: "Te amo, hijo de la reconquista / y del
denso tinte de las geografías del delirio, / de la
América
de verdes espacios y mariposas azules. / Te amo, criatura nacida
en una ciudad dorada / que por siempre hechizará tu
corazón / bajo el símbolo de sus piedras".

Plena conciencia tiene el escritor de esa nueva realidad vital
que primero acunó, meció en sus brazos, para luego
verla crecer, ir al cole, preguntar e inquirir, mientras
escribe unos inauditos versos que hablan de genes evidentes o de
espirituales transmutaciones. ¿Quién lo sabe? Asume
el poeta el descampado de la paternidad, poco y mucho le queda
por hacer y decir, por lo pronto regresa a la virtud del consejo,
a la honradez de las paternales admoniciones y a la incertidumbre
de las huidizas premoniciones: "Pero te digo que hay más
mundos / que se abrirán ante tus ojos / y que
custodiarás fanegas de verdad / en el diamante de tu
lengua. / Lo
tuyo será ir con la luz de las
resurrecciones, / sobre el viento memorioso de lejanos / dominios
impagables. / Resiste / y vuela lejos, / hasta donde retumban las
palabras".

Pero dejemos, una vez más, que sea el propio poeta,
luego de realizados los homenajes a los que viven y yacen en su
posesión entre luciérnagas, quien nos diga
en qué consiste la Victoria que implica, en este
mundo pasajero, el nacimiento de su hijo José Alfredo, su
asombrada y bienaventurada paternidad:

"De pronto pude ver / lo que hace brillar mi vida. / De
pronto sentí cómo llegaba luz a mis
entrañas. / De pronto oí un pájaro
misterioso / que ya no detiene su canto. / De pronto la victoria
–en esta tierra
estaba entre mis manos: / nació el hijo que tiene mi
medida".

VII. PEREGRINO EN
TODAS PARTES

¡Ay del hombre que se queda

sin hablas y sin patrias!

El destierro, la emigración, el ostracismo, la
indiferencia, la soledad, son temas muy cercanos a un poeta que
es doblemente emigrante, tanto por sus antepasados
ibéricos y brasileños acogidos por el Perú
natal del escritor, como por la ya larga estancia salmantina en
su querida Iberia: "Me conmueve pisar un suelo donde no
nací / pero cuya pertenencia reivindico / por la rotunda
emigración de los ancestros", afirma. Sin embargo, el
pedazo último de aquello, llámese patria,
pronúnciese país, deletréese terruño,
es el que el poeta lleva en el más oscuro recoveco de su
corazón americano. En efecto, contemplando otro cielo y
otra tierra también queridos y admirados, el escritor
confirma paradójico que: "Así es como el
corazón queda sin zona de seguridad, / como
el gusto se resiente por los sabores perdidos, / como las pupilas
se extravían ante paisajes diferentes, / como los pasos
van frenándose en toda callejuela / no recordada por
la memoria de
tu mundo primero. / La contranoche dejó en tu cara el
rastro de lágrimas / que apenas se adivinan. / Y es que te
sabes pájaro del exilio / porque aún arde tu
país en medio del pecho estremecido".

Recorre Pérez Alencart los parajes que alguna vez
vieron, transitaron, disfrutaron o sufrieron sus ibéricos
antepasados con el fin de rastrear sus genes, sacudir otra vez su
sangre originaria ante la contemplación de lo ya visto con
y por otros ojos en aquellos penosos momentos cuando se impone
dejar atrás un presente de penurias y hambre para
construir un incierto futuro en medio del azar y la aventura. El
escritor enjuga dulces lágrimas en la asturiana tierra del
abuelo: "ME digo otra vez / si es puro latido lo que ahora canto,
si / por altas montañas voy cavando / vetas de mi sangre
primitiva, / humedeciéndome / de tristezas y puntuales
marchas, / mamando aires que bailan / en silencio, sintiendo que
el corazón se desvive por raíces / de otra mocedad,
de otros / ojos soñolientos que también vieron
hórreos / cubiertos de ocaso".

No le es pues extraña a nuestro escritor la realidad de
la emigración -"acontece una tierra sin límites /
viviéndose en mi fecunda sangre / que humildemente no
desaparece / ni descansa de dar nombre a los sueños"- que
tanto rechazo, desconfianza y repulsión genera en una
España
cuyos nacionales tuvieron que emigrar por millones a tierras
lejanas y extrañas en busca de pan y paz. En sus
más recientes poemas,
Pérez Alencart alza su verso para llamar la atención acerca de las injusticias que a
cada minuto se cometen en un mundo que abrió gustoso sus
fronteras a los bienes y los
servicios
extranjeros, pero le pone mil barreras al tránsito, a la
entrada de la gente de allende. Reconoce el poeta: "LAS fronteras
nunca me pertenecieron / y deseché toda rienda de control / con el
hastío propio de quien quiere dar alerta a los
extraviados". Y desafiante, levanta enérgico su voz para
inquirir: "PREGUNTO a los hombres / cuál es el
cántico que borra las fronteras. / Que me expliquen la
ley / que
restringe sueños / sin parpadear siquiera".

Se hace solidario el escritor de los "desesperados trajinantes
de nieves, / selvas, ríos, páramos, cielos y mares"
así como de los "caminantes del desierto" y de los
"trepadores de alambradas: cayendo, / levantándose,
resistiendo inclemencias / con el nervio vivo / vibrando por
días propicios". A todos ellos les consagra una
oración, un cántico, un poema, versos fraternos que
provienen de un hombre que también conoció los
apuros para ganarse el diario sustento y las indolencias de
oscuros funcionarios de inmigración para obtener los ansiados
papeles: "Ahora que tienes las pupilas sin azul / y que
todo nuevo día te parece de ceniza, / déjame
decirte con mi lengua roja / que en este norte también
crecen espinas / y que hay perros como los
del hortelano / y usureros, traficantes y mendigos / que
están en la vanguardia de
la miseria".

Firmemente asentado en salmantina tierra, en la ciudad dorada,
el poeta -nostálgico, entristecido, melancólico-
evidencia y comunica en expresiva carta a sus
compatriotas peruanos que, a pesar de todos los logros obtenidos
y registrados en la Iberia reconquistada: "Hoy comprendo que
más que patria yo necesité pueblo, / aldea, ciudad
formándose, árboles
o pulsos / que sólo habitan esa región de
América / donde junto a ustedes escuché el
silabario de la cuna (.) Estimados paisanos: caben en mi memoria todos los
recuerdos / que suavemente sostienen el paisaje
indesteñible / del puerto fluvial que todavía
observo / con los ojos de la infancia. /
Pero no esperéis mi vuelta del todo, / porque ya en
ningún lugar me veo.".

Extranjero en todas partes se reconoce Pérez Alencart.
Con los años vividos se intensifica en el corazón
adulto del poeta un insondable sentimiento de desarraigo, una
permanente sensación de estar y no, de ser y de no ser, un
íntimo desencanto; así, en el actual ánimo
de nuestro escritor, un locutorio puede ser también un
tanatorio: "En el locutorio la patria es un lenguaje / que
sostiene heroicas intimidades / o el gastado espejo donde los
sueños / quieren ir esquivando lo inevitable".

No se siente el escritor ciudadano de ninguna patria; su pesar
por un no apetecido destierro, por inmerecidas exclusiones, por
indeseados exilios, por amarguras embotelladas, por impunidades
celebradas, en fin, por negras y reiteradas envidias, lo lleva a
escribir verdaderos versos de la ausencia, contrariados poemas de
la impermanencia donde su alma de peregrino impenitente
y resignado queda asentada: "De tanto estar afuera soy un
pródigo / que avanza marcando su destino / en la rota
claridad de todas partes", o bien, "Confinado a la
profecía, el poeta crece cuando gasta / sus
baterías trabajando en otras canteras ajenas y en comarcas
/ soñadas, amplificando su palabra a boca llena, /
esperando que cuando vuelva a la tierra de
partida / pueda encontrar el abrazo de los suyos", o más
despedazadamente: "Fuera de tu ciudad buscas el mundo que otro
inventó / para que el cielo pueda sostenerse y para que
sepas / que tú también eres foráneo nada
más poner los pies / fuera del recinto donde creaste
morada y heredad". Este peregrino en todas partes, plenamente
convencido de su irremediable destino, acepta que, de ahora en
adelante, su existencia radica en "aprender a no morir nunca, a
olfatear orfandades inmensas, / a picotear en los instantes
mudables del planeta".

La soledad del destierro acompaña a la íngrima
soledad del poeta en sus domingos sin patria. La otra, su
exclusiva y excluyente soledad, la soledumbre -esa
abominada que llegó súbita y recién se
instaló en la vida de Pérez Alencart "como una
amazona testaruda" para socavar "con largas uñas de cava"
su alegre melancolía- es objeto de un insólito
pacto poético que nuestro escritor, hábil
también en artilugios y atavíos jurídicos,
notaría en estos folios a este tenor:

"MI soledad y yo hemos firmado un pacto / voluntario y
definitivo. / Ella ocupará el sofá y yo la cama; /
ella vestirá de negro y yo de arcoiris; / yo
prepararé la comida y ella lavará los platos; / yo
andaré largo por el día y para ella / será
la noche entera. / A mí corresponderán las pasiones
/ y para ella el arisco racimo de los hipos. / Para mí la
voz pobladora del espíritu / y para ella el desconcierto
de los crepúsculos con niebla. / Para mí el
estatuto del Cristo que sobrepasa / y para ella las soflamas
trastornadas de la serpiente. / Para mí la escritura de
zumosos presentires / y para ella el peso de las ansias, / los
vidrios pulidos y la nave donde se embotellan / las amarguras. //
Ruego que todos velen por su cumplimiento. / Así mi
soledad quedará / (derrotada y viva) / en el mañana
de los días".

 

 

 

Autor:

Enrique Viloria Vera

Caracas

Partes: 1, 2, 3
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