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José Pulido: La Circunvalación Poética




Enviado por irapavilo



Partes: 1, 2

    1. La
      exaltación del ciudadano común
    2. El agobio de
      la marginalidad
    3. Una mismidad
      maltrecha
    4. Un amor
      kilométrico
    5. Una muerte
      que muerde
    6. Sueños
      y más sueños
    7. José
      transmutado en Jesús

    Yo que apenas soy

    un querosén de sensaciones

    derramado

    José Pulido

    La
    exaltación del ciudadano común

    y en el banco duerme un
    hombre

    hediondo a historia como los
    héroes

    José Pulido es un transeúnte permanente, como
    peregrino impenitente y reiterado, anda y desanda las calles y
    avenidas de su entorno urbano para descubrirse descubriendo,
    revelando circunstancias inauditamente cotidianas, la presencia,
    anodina o indeseada, de un conjunto de seres del común,
    inocuos, irrelevantes para los demás, que pasan por la
    vida para vivirla biológicamente, sin mayores
    preocupaciones, como vaya viniendo, tal como se presente
    día a día, porque seguros
    están de que existe un destino que los persigue "como un
    perro", prefijado e inamovible y que ellos, simples y comunes
    seres hechos para la muerte no
    son nadie para mover las fijas coordenadas de su propia y
    repetida cotidianidad, porque como bien lo certifica el poeta:
    "este atardecer / será el final de un cielo de tardes /
    programadas con muy mal gusto / por alguien que ni siquiera /
    sabía que tú ibas a existir".

    El escritor eleva a la categoría de protagonistas de su
    feroz y descarnada poesía
    a unos ciudadanos variopintos que, a su vez, también
    deambulan, moran, se estacionan, duermen, orinan o defecan en las
    explanadas, calles o vericuetos de una vecindad, de un barrio, de
    una urbanización que por más que por voluntad
    propia, por necesidad, han convertido en pequeña patria de
    gentilicios ajustados, estrictos, tan escuetos como decir que yo
    soy del 23, de Hornos de Cal o de Bello
    Monte abajo
    , y nada tiene de extraño que, en una de
    esas noches ya prefijadas por el sino de cada quien, algún
    vecino le comente a otro como si nada importante hubiese
    acontecido: "te cuento que el
    policía llegó a la otra acera / en medio del
    estruendo de máquinas /
    sacó cual graciosa moneda su pistola prestada / y le
    rompió la cabeza de un cachazo / al muchacho que estaba /
    dormido / en un portal".

    Poema tras poema, como sí de serpentinas de un carnaval
    grotesco o como burlescas sorpresas de papel de finos y
    relucientes colores
    repartidas en las piñatas de la vida se tratara, van
    apareciendo inusitados personajes que dejan por instantes sus
    inveteradas rutinas para obtener unas líneas de gloria en
    los versos de un poeta que es, él mismo, una gran avenida
    de la existencia ajena. Sin remilgos, desnudo de intenciones,
    Pulido confiesa: "leo en la incompleta biblioteca / de
    la muchedumbre /.soy un civil de carnes magulladas".

    Desfilan así, en desordenada procesión,
    personajes de la más variada procedencia, profesión
    u oficio, a paso de uniforme, llenos de grasa, malintencionados,
    malsanos los más, "mientras que la niña que avanza
    uncida a un brazo / evita mirar las caras fantasmales / de los
    adultos sin amor / que
    corrompen el aura de las aceras / esta situación puede ser
    / un instante patético del cosmos / o Dios mareado /
    vomitando gente / que produce náuseas".

    Niñas y ancianas salen todos los días en los
    versos del escritor a buscar la suerte, una, la más joven
    – " yegua cardiaca, / muchacha en la brisa / venus
    transitoria / antílope de luz" – la fortuna
    de llegar incólume, intocada, de regreso del liceo a la
    pieza de la pensión , del falansterio, de la casa de
    vecindad, donde también habita un viejo baboso, sudoroso,
    desempleado y con aliento a aguardiente de frasquito que la
    desvirga todas las noches con la mirada rojiza y afiebrada de
    quien huele una hembra inaccesible y sin estreno en las
    cercanías; la otra, la anciana, "sale a buscar el
    número de la suerte", pero a diferencia de la otra, de la
    asustada virgen, de la liceísta de franela azul, camina
    protegiendo sólo su cartera que es "una bóveda de
    píldoras y fotografías" porque, a la altura de sus
    años, la única angustia que verdaderamente la acosa
    cuando regresa solitaria a sus noches de soledad y de recuerdos,
    es esa , insistente, la misma de siempre: "quién sabe
    dónde estarán / los brazos que cercaron su amor /
    su boca perdió el nácar y la rosa / donde guardaba
    un aluvión de besos / y ahora es cementerio lo
    besado".

    Pero no sólo niñas ateridas de miedo o ancianas
    sin esperanza transitan en el autobús poético que
    Pulido conduce, experto y advertido, por las calles y avenidas de
    una emoción que se detiene jubiloso en cada esquina de su
    urbe a recoger inauditos pasajeros "este domingo, / de la calle
    oscura, / al fondo de la cual / queda una mancha / del perro que
    se duerme / sin saber cuántos lunes". A la aventura urbana
    del escritor se suman igualmente "las mujeres que cruzan en
    estampida la ciudad", los seres desamparados que ríen
    mientras juegan su última moneda a la lotería, al
    Kino, al Terminal, al Triple Cuatro o al
    horóscopo con la finalidad de que les prediga el
    día en que volverán a gastar la última
    moneda y así hasta que vida, moneda y esperanza se
    agoten.

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