Indice
1.
Introducción
2. Ciencia
política
3. El príncipe
4. La paz perpetua entre
estados
5. El Estado
democrático para Spinoza
6.
Bibliografía
Adam Smith (1723-1790), economista y filósofo
británico, cuyo famoso tratado Investigación sobre la naturaleza y
causas de la riqueza de las naciones, más conocida por su
nombre abreviado de La riqueza de las naciones (1776),
constituyó el primer intento de analizar los factores
determinantes de la formación de capital y el
desarrollo
histórico de la industria y el
comercio entre
los países europeos, lo que permitió crear la base
de la moderna ciencia de la
economía.
En su famoso tratado La riqueza de las naciones, Adam Smith
sostenía que la competencia
privada libre de regulaciones produce y distribuye mejor la
riqueza que los mercados
controlados por los gobiernos. Desde 1776, cuando Smith
escribió su obra, su razonamiento ha sido utilizado para
justificar el capitalismo y
disuadir la intervención gubernamental en el comercio y
cambio. En
palabras de Smith, los empresarios privados que buscan su propio
interés
organizan la economía de modo
más eficaz "como por una mano invisible".
Vida
Nacido en Kirkcaldy (Escocia), tras completar su formación
primaria en su localidad natal, en 1737 acudió a la
Universidad de
Glasgow para iniciar estudios de filosofía moral, que
completaría en el Balliol College de la Universidad de
Oxford. Desde 1748 hasta 1751 fue profesor ayudante de
retórica y literatura en Edimburgo.
Durante este periodo estableció una estrecha amistad con el
también filósofo escocés David Hume que
perduró hasta el fallecimiento de éste en 1776.
Esta relación influyó poderosamente en la
formulación del conjunto de las teorías
económicas y éticas de Smith.
En 1751 accedió a la cátedra de Lógica
de la Universidad de Glasgow y, un año más tarde, a
la de Filosofía Moral del mismo centro académico.
Muchas de sus enseñanzas fueron recogidas en una de sus
obras más conocidas, Teoría
de los sentimientos morales (1759). En 1763 renunció a su
puesto docente en la universidad para convertirse en tutor de
Henry Scott, tercer duque de Buccleuch, al cual
acompañó durante 18 meses en un viaje por Europa. En el
transcurso de éste conoció a Voltaire y a
algunos de los principales economistas fisiócratas
franceses, especialmente François Quesnay y Anne Robert
Jacques Turgot, que defendían una doctrina
económica y política basada en la
primacía de la ley natural, la
riqueza y el orden. Inspirándose en las ideas de los antes
citados, Smith llegó a concebir su propia y original
doctrina y teoría
económica. Desde 1766 hasta 1776 residió en
Kirkcaldy y Londres, dedicado a la redacción de La riqueza de las naciones,
cuya publicación es señalada por muchos analistas
como el momento en que la economía se convirtió en
una ciencia independiente de la política. Nombrado
comisario de aduanas para
Escocia en 1777, marchó a vivir a Edimburgo y, en 1787,
fue honrado con el nombramiento de rector honorífico de la
Universidad de Glasgow. Falleció en Edimburgo el 17 de
julio de 1790.
Pensamiento E Influencia
En La riqueza de las naciones, Smith realizó un profundo
análisis de los procesos de
creación y distribución de la riqueza. Demostró
que la fuente fundamental de todos los ingresos,
así como la forma en que se distribuye la riqueza, radica
en la diferenciación entre la renta, los salarios y los
beneficios o ganancias. La tesis central
de este escrito es que la mejor forma de emplear el capital en la
producción y distribución de la riqueza es aquella en la
que no interviene el gobierno, es
decir, en condiciones de laissez-faire y de librecambio.
Según Smith, la producción y el intercambio de bienes
aumenta, y por lo tanto también se eleva el nivel de vida
de la población, si el empresario privado, tanto
industrial como comercial, puede actuar en libertad
mediante una regulación y un control
gubernamental mínimos. Para defender este concepto de un
gobierno no
intervencionista, Smith estableció el principio de la
"mano invisible": al buscar satisfacer sus propios intereses,
todos los individuos son conducidos por una "mano invisible" que
permite alcanzar el mejor objetivo
social posible. Por ello, cualquier interferencia en la competencia entre
los individuos por parte del gobierno será
perjudicial.
Aunque este planteamiento ha sido revisado por los
economistas a lo largo de la historia, gran parte del
contenido teórico de La riqueza de las naciones (de un
modo particular en lo referente a la fuente de la riqueza y los
factores determinantes de la formación de capital) sigue
siendo la base del estudio teórico en el campo de la
economía
política. La riqueza de las naciones también
constituye una guía para el diseño
de la política
económica de un gobierno.
Introducción
Ciencia política o Politología, disciplina
científica cuyo objetivo es el
estudio sistemático del gobierno en su sentido más
amplio. Sus análisis abarcan el origen y
tipología de los regímenes políticos, sus
estructuras,
funciones e
instituciones,
las formas en que los gobiernos identifican y resuelven problemas
socioeconómicos, y las interacciones entre grupos e
individuos decisivos en el establecimiento, mantenimiento
y cambio de los
gobiernos.
Naturaleza De La Ciencia
Política
En general, se considera que la ciencia
política forma parte de las denominadas ciencias
sociales, también integradas, entre otras, por la
antropología, la economía, la
historia, la
psicología
y la sociología. Su relación con estas
ciencias
admite dos perspectivas. Algunos piensan que la ciencia
política ocupa un lugar preponderante porque las
cuestiones individuales y colectivas que estudian otras ciencias
sociales siempre tienen lugar en el marco de la
política como manifestación de una creencia
personal, como
actividad profesional y como ejercicio de autoridad. El
punto de vista opuesto es el de que la ciencia política
está al servicio de
las restantes ciencias
sociales porque depende de sus conceptos, métodos y
análisis.
Los precursores de la ciencia política se
ocupaban de la forma de alcanzar y mantener objetivos
ideales. Cuestiones como cuál es la mejor forma de
gobierno son consideradas en la actualidad completamente fuera
del ámbito de la disciplina.
Ésta se ocupa, en cambio, de lo que es en vez de lo que
debería ser. Aunque la cuestión de la utopía
se coloca generalmente en el campo de la filosofía
política, algunos estudiosos afirman que, puesto que el
problema de la idoneidad está implícito en
cualquier investigación política, éste
debe ser claramente abordado.
Hoy en día, la mayor parte de las investigaciones
de la ciencia política tiene que ver con temas concretos,
como las relaciones entre los poderes legislativo, ejecutivo y
judicial en el ámbito nacional; las relaciones
internacionales entre estados en el marco internacional; las
campañas electorales y las elecciones; las regulaciones
administrativas; los impuestos; la
política comparada; y las acciones e
influencias de los grupos
involucrados en las finanzas,
el trabajo, la
agricultura,
la religión,
la cultura o
los medios de
comunicación, por ejemplo.
Historia De La Ciencia Política
Pese a que la existencia de la ciencia política como
disciplina académica es relativamente reciente, sus
orígenes como marco de análisis del Estado y del
gobierno se remontan a tiempos lejanos.
Orígenes
Ya en la antigua Grecia
existía gran interés
por conocer la naturaleza del
Estado, sus
órganos de control y las
funciones de
sus ciudadanos. Platón,
quien en su obra La República presentó de forma
utópica cómo debía ser la ciudad perfecta,
fue uno de los primeros filósofos políticos. No obstante, la
mayor parte de los estudiosos coincide en que Aristóteles fue el auténtico
precursor de la ciencia política. Entre otras
aportaciones, su tratado Política sobre los diferentes
regímenes anticipó el gran esfuerzo que implica
clasificar las formas del Estado y sigue ejerciendo una fuerte
influencia sobre esta ciencia.
Desarrollo
Posteriormente, y a lo largo de los siglos, fueron muchos los
autores que dieron vida a la ciencia política: Marco Tulio
Cicerón, san
Agustín de Hipona, santo Tomás de
Aquino, Nicolás Maquiavelo,
Thomas Hobbes,
John Locke,
Jean-Jacques Rousseau,
Charles-Louis de Montesquieu,
Immanuel Kant, Georg
Wilhelm Friedrich Hegel, Johann
Gottlieb Fichte, Alexis de Tocqueville, Karl Marx,
Friedrich Engels y Friedrich Nietzsche. De
sus respectivas concepciones surgieron algunas de las obras
claves en la paulatina configuración de la
politología: El
príncipe (1532, donde Maquiavelo
reseñó las condiciones que debían
caracterizar al estadista), Leviatán (1651, Hobbes expuso
sus teorías
acerca del surgimiento del Estado a partir del contrato social),
Tratados sobre el
gobierno civil (1690, defensa de Locke de los conceptos de
propiedad y
monarquía constitucional), El
espíritu de las leyes (1748,
Montesquieu
defendió en sus páginas el principio de la
separación de poderes), El contrato social
(1762, Rousseau
revisó la cuestión del contrato social
argüida por Hobbes y Locke, y defendió la
preeminencia de la libertad civil
y la voluntad popular frente al derecho divino de los soberanos),
La paz perpetua (1795, Kant
concibió un sistema
pacífico de relaciones
internacionales basado en la constitución de una federación
mundial de repúblicas), Discursos a la
nación
alemana (1808, Fichte inauguró en cierta medida el
discurso del
nacionalismo
contemporáneo), La democracia en
América
(1835-1840, Tocqueville reflexionó acerca del modelo de
democracia
estadounidense) y el Manifiesto Comunista (1848, Marx y Engels
abordaron el estudio de la historia a partir del materialismo). En
las páginas de estos tratados, sus
respectivos autores se ocuparon de la forma en que una sociedad puede
generar las condiciones necesarias para el bienestar de sus
ciudadanos. En mayor o menor medida, todos siguen vigentes,
principalmente por ocuparse de valores como
la justicia, la
igualdad, la
libertad y el desarrollo de
las cualidades humanas.
Los éxitos que se habían conseguido en el
campo de las ciencias
naturales llevaron a muchos investigadores políticos a
la creencia de que, con el tiempo, empleando
el análisis sistemático y la metodología de la física, la química y la biología,
podrían desarrollar teorías explicativas. Mediante
su uso, el estudio del gobierno y de la política
podría convertirse, según ellos, en una tarea tan
científica como las realizadas en laboratorios. En sus
intentos por conseguir credibilidad, estos estudiosos se unieron
con investigadores en los campos de la sociología y la psicología. De los
sociólogos tomaron el método
estadístico para recoger y analizar el comportamiento
colectivo. De los psicólogos tomaron las definiciones,
propuestas y conceptos que les ayudaran a entender por qué
los seres humanos actúan de ciertas maneras. La historia
se utilizó como fuente de datos que
podían ser analizados por el científico
político. La economía fue relegada a una
posición secundaria, aunque la capacidad del economista
para obtener datos concretos
era envidiada por muchos politólogos. Como resultado de
estos "préstamos" de otras ciencias sociales, la ciencia
política se convirtió en una disciplina
independiente. No fue considerada ya un mero complemento a la
filosofía moral, a la economía
política o a la historia.
Ciencia política contemporánea
A pesar de estos esfuerzos para conseguir una disciplina realista
y concreta, basada en la objetividad y en la utilización
de herramientas
científicas, el tradicional estudio especulativo y
normativo siguió siendo la nota común hasta
mediados del siglo XX, momento en que el punto de vista
científico empezó a dominar los análisis de
la ciencia política. La experiencia de quienes retornaron
a la docencia universitaria después de la II Guerra Mundial
(1939-1945) tuvo profundas consecuencias sobre la totalidad de la
disciplina. El trabajo en
los organismos oficiales perfeccionó su capacidad al
aplicar los métodos de
las ciencias sociales, como las encuestas de
opinión, análisis de contenidos, técnicas
estadísticas y otras formas de obtener y
analizar sistemáticamente datos políticos. Tras
conocer de primera mano la realidad de la política, estos
profesores volvieron a sus investigaciones y
a sus clases deseosos de usar esas herramientas
para averiguar quiénes poseen el poder
político en la sociedad,
cómo lo consiguen y para qué lo utilizan. Este
movimiento fue
llamado conductismo
porque sus defensores sostenían que la medición y la observación objetivas se debían
aplicar a todas las conductas humanas tal y como se manifiestan
en el mundo real.
Los adversarios del conductismo
sostienen que no puede existir una verdadera ciencia
política. Objetan, por ejemplo, que cualquier forma de
experimentación en que todas las variables de
una situación política estén controladas, no
es ni ética, ni
legal, ni posible con los seres humanos. A esta objeción,
los conductistas responden que la pequeña cantidad de
conocimiento
obtenido de forma sistemática se irá sumando con el
tiempo para
dar lugar a una extensa serie de teorías que
explicarán el comportamiento
humano.
El príncipe, de Nicolás Maquiavelo, es uno
de los más influyentes tratados de ciencia
política, publicado en 1532. El fragmento siguiente
reproduce su capítulo XV, donde el autor italiano enuncia
los comportamientos que debe seguir un gobernante, siempre
conducentes al mantenimiento
del poder sobre
sus territorios.
Fragmento de El
príncipe.
De Nicolás Maquiavelo.
Capítulo XV.
De aquellas cosas por las que los hombres y especialmente los
príncipes son alabados o vituperados
Nos queda ahora por ver cuáles deben ser el comportamiento
y gobierno de un príncipe con súbditos y amigos. Y
como sé que muchos han escrito sobre esto, temo, al
escribir yo también sobre ello, ser tenido por
presuntuoso, máxime al alejarme, hablando de esta materia, de
los métodos seguidos por los demás. Pero siendo mi
intención escribir algo útil para quien lo lea, me
ha parecido más conveniente buscar la verdadera realidad
de las cosas que la simple imaginación de las mismas. Y
muchos se han imaginado repúblicas y principados que nunca
se han visto ni se ha sabido que existieran realmente; porque hay
tanta diferencia de cómo se vive a cómo se debe
vivir, que quien deja lo que se hace por lo que se debería
hacer, aprende más bien su ruina que su salvación:
porque un hombre que
quiera en todo hacer profesión de bueno fracasará
necesariamente entre tantos que no lo son. De donde le es
necesario al príncipe que quiera seguir siéndolo
aprender a poder no ser bueno y utilizar o no este conocimiento
según lo necesite.
Dejando por lo tanto de lado todo lo imaginado acerca de un
príncipe y razonando sobre lo que es la realidad, digo que
todos los hombres, cuando se habla de ellos —y sobre todo
los príncipes por su situación preeminente—,
son juzgados por alguna de estas cualidades que les acarrean o
censura o alabanza: y así, uno es tenido por liberal, otro
por mezquino (usando un término toscano, ya que
«avaro», en nuestra lengua es
aquel que desea poseer por rapiña, mientras llamamos
«mezquino» al que se abstiene en demasía de
utilizar lo propio); uno es considerado generoso, otro rapaz; uno
cruel, otro compasivo; uno desleal, otro fiel; uno afeminado y
pusilánime, otro feroz y atrevido; uno humano, otro
soberbio; uno lascivo, otro casto; uno recto, otro astuto, uno
duro, otro flexible; uno ponderado, otro frívolo; uno
religioso, otro incrédulo y así sucesivamente. Y yo
sé que todos admitirán que sería muy
encomiable que en un príncipe se reunieran, de todas las
cualidades mencionadas, aquéllas que se consideran como
buenas; pero puesto que no se pueden tener todas ni observarlas
plenamente, ya que las cosas de este mundo no lo consienten,
tiene que ser tan prudente que sepa evitar la infamia de aquellos
vicios que le arrebatarían el estado y
guardarse, si le es posible, de aquéllos que no se lo
quiten; pero si no fuera así que incurra en ellos con
pocos miramientos. Y aún más que no se preocupe de
caer en la infamia de aquellos vicios sin los cuales
difícilmente podría salvar el estado,
porque si consideramos todo cuidadosamente, encontraremos algo
que parecerá virtud, pero que si lo siguiese sería
su ruina y algo que parecerá vicio pero que,
siguiéndolo, le proporcionará la seguridad y el
bienestar propio.
Fuente: Maquiavelo, Nicolás. El príncipe. Estudio
preliminar de Ana Martínez Arancón,
traducción y notas de Helena Puigdomenech. Madrid. Editorial Tecnos,
1988.
Formación del contrato
social
El contrato social o Principios de
derecho político es una de las obras más
representativas del pensamiento
filosófico y político
de Jean-Jacques Rousseau. En el siguiente fragmento,
extraído de dicha obra, Rousseau justifica y explica la
instauración del pacto o contrato social entre los
hombres, a partir de la libre decisión de las voluntades
humanas de someterse a tal acto.
Fragmento de El contrato social o Principios de
derecho político.
De Jean-Jacques Rousseau.
Libro Primero:
capítulo VI.Parto de
considerar a los hombres llegados a un punto en el que los
obstáculos que dañan a su conservación en el
estado de naturaleza logran superar, mediante su resistencia, la
fuerza que
cada individuo puede emplear para mantenerse en ese estado. Desde
ese momento tal estado originario no puede subsistir y el
género
humano perecería si no cambiase de manera de ser.
Ahora bien como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas,
sino unir y dirigir las que existen, no tienen otro medio de
conservarse que constituir, por agregación, una suma de
fuerzas que pueda exceder a la resistencia,
ponerla en marcha con miras a un único objetivo, y hacerla
actuar de común acuerdo.
Esta suma de fuerzas sólo puede surgir de la
cooperación de muchos, pero, al ser la fuerza y la
libertad de cada hombre los
primeros instrumentos de su conservación,
¿cómo puede comprometerles sin perjuicio y sin
descuidar los cuidados que se debe a sí mismo? Esta
dificultad en lo que respecta al tema que me ocupa puede
enunciarse en los siguientes términos:
«Encontrar una forma de asociación que
defienda y proteja de toda fuerza común a la persona y a los
bienes de cada
asociado, y gracias a la cual cada uno, en unión de todos
los demás, solamente se obedezca a sí mismo y quede
tan libre como antes.» Este es el problema fundamental que
resuelve el contrato social.
Las cláusulas de este contrato se encuentran tan
determinadas por la naturaleza del acto que la más
mínima modificación las convertiría en vanas
y de efecto nulo, de forma que, aunque posiblemente jamás
hayan sido enunciadas de modo formal, son las mismas en todas
partes, y en todos lados están admitidas y reconocidas
tácitamente, hasta que, una vez violado el pacto social,
cada uno recobra sus derechos originarios y
recupera su libertad natural, perdiendo la libertad convencional
por la cual renunció a aquélla.
Estas cláusulas bien entendidas se reducen todas a una
sola, a saber: la alienación total de cada asociado con
todos sus derechos a toda la comunidad.
Porque, en primer lugar, al entregarse cada uno por entero, la
condición es igual para todos y, al ser la
condición igual para todos, nadie tiene interés en
hacerla onerosa para los demás.
Además, al hacerse la enajenación sin ningún
tipo de reserva, la unión es la más perfecta
posible y ningún asociado tiene nada que reclamar; porque
si los particulares conservasen algunos derechos, al no haber
ningún superior común que pudiese dictaminar entre
ellos y el público, y al ser cada uno su propio juez en
algún punto, pronto pretendería serlo en todos, por
lo que el estado de naturaleza subsistiría y la
asociación se convertiría, necesariamente, en
tiránica o vana.
Es decir, dándose cada uno a todos, no se da a nadie, y,
como no hay ningún asociado sobre el que no se adquiera el
derecho que se otorga sobre uno mismo, se gana el equivalente de
todo lo que se pierde y más fuerza para conservar lo que
se tiene.
Por tanto, si eliminamos del pacto social lo que no es esencial,
nos encontramos con que se reduce a los términos
siguientes: «Cada uno de nosotros pone en común su
persona y todo
su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general,
recibiendo a cada miembro como parte indivisible del
todo.»
De inmediato este acto de asociación produce, en lugar de
la persona particular de cada contratante, un cuerpo moral y
colectivo compuesto de tantos miembros como votos tiene la
asamblea, el cual recibe por este mismo acto su unidad, su yo
común, su vida y su voluntad. Esta persona pública,
que se constituye mediante la unión de todas las
restantes, se llamaba en otro tiempo Ciudad-Estado, y toma ahora
el nombre de república o de cuerpo político, que
sus miembros denominan Estado, cuando es pasivo, soberano cuando
es activo y poder, al compararlo a sus semejantes. En cuanto a
los asociados, toman colectivamente el nombre de pueblo, y se
llaman más en concreto
ciudadanos, en tanto son partícipes de la autoridad
soberana, y súbditos, en cuanto están sometidos a
las leyes del Estado.
Pero estos términos se confunden con frecuencia y se toman
unos por otros; basta con saber distinguirlos cuando se emplean
con precisión.
Fuente: Rousseau, Jean-Jacques. El contrato social o Principios
de derecho político. Estudio preliminar y
traducción de María José Villaverde. Madrid.
Editorial Tecnos, 1988.
4. La paz perpetua entre
estados
Pese a que pasó a la historia por su pensamiento
puramente filosófico, Immanuel Kant escribió acerca
de otras muchas disciplinas, entre ellas la ciencia
política. En este sentido, su obra más importante
es La paz perpetua. El siguiente texto
reproduce la primera parte de dicho tratado, en el que Kant
expone las condiciones necesarias para que las relaciones
internacionales estén caracterizadas por el principio de
paz permanente entre los estados.
Fragmento de La paz perpetua.
De Immanuel Kant.
Sección Primera
Seccion Primera que contiene los artículos preliminares
para la paz perpetua entre los Estados
1. «No debe considerarse válido ningún
tratado de paz que se haya celebrado con la reserva secreta sobre
alguna causa de guerra en el
futuro.»
Se trataría, en ese caso, simplemente de un mero
armisticio, un aplazamiento de las hostilidades, no de la paz,
que significa el fin de todas las hostilidades. La
añadidura del calificativo eterna es un pleonasmo
sospechoso. Las causas existentes para una guerra en el
futuro, aunque quizá ahora no conocidas ni siquiera para
los negociadores, se destruyen en su conjunto por el tratado de
paz, por mucho que pudieran aparecer en una penetrante
investigación de los documentos de
archivo.
—La reserva (reservatio mentalis) sobre viejas pretensiones
a las que, por el momento, ninguna de las partes hace
mención porque están demasiado agotadas para
proseguir la guerra, con la perversa intención de
aprovechar la primera oportunidad en el futuro para este fin,
pertenece a la casuística jesuítica y no se
corresponde con la dignidad de los gobernantes así como
tampoco se corresponde con la dignidad de un ministro la
complacencia en semejantes cálculos, si se juzga el asunto
tal como es en sí mismo.
Si, en cambio, se sitúa el verdadero honor del Estado,
como hace la concepción ilustrada de la prudencia
política, en el continuo incremento del poder sin importar
los medios,
aquella valoración parecerá pedante y escolar.
2. «Ningún Estado independiente (grande o
pequeño, lo mismo da) podrá ser adquirido por otro
mediante herencia,
permuta, compra o donación.»
Un Estado no es un patrimonio
(patrimonium) (como el suelo sobre el
que tiene su sede). Es una sociedad de hombres sobre la que nadie
más que ella misma tiene que mandar y disponer. Injertarlo
en otro Estado, a él que como un tronco tiene sus propias
raíces, significa eliminar su existencia como persona
moral y convertirlo en una cosa, contradiciendo, por tanto, la
idea del contrato originario sin el que no puede pensarse
ningún derecho sobre un pueblo. Todo el mundo conoce a
qué peligros ha conducido a Europa, hasta los
tiempos más recientes, este prejuicio sobre el modo de
adquisición, pues las otras partes del mundo no lo han
conocido nunca, de poder, incluso, contraerse matrimonios entre
Estados; este modo de adquisición es, en parte, un nuevo
instrumento para aumentar la potencia sin
gastos de fuerzas
mediante pactos de familia, y, en
parte, sirve para ampliar, por esta vía, las posesiones
territoriales. —Hay que contar también el alquiler
de tropas a otro Estado contra un enemigo no común, pues
en este caso se usa y abusa de los súbditos a capricho,
como si fueran cosas.
3. «Los ejércitos permanentes (miles
perpetus) deben desaparecer totalmente con el tiempo.»
Pues suponen una amenaza de guerra para otros Estados con su
disposición a aparecer siempre preparados para ella. Estos
Estados se estimulan mutuamente a superarse dentro de un conjunto
que aumenta sin cesar y, al resultar finalmente más
opresiva la paz que una guerra corta, por los gastos generados
por el armamento, se convierten ellos mismos en la causa de
guerras
ofensivas, al objeto de liberarse de esta carga;
añádese a esto que ser tomados a cambio de dinero para
matar o ser muertos parece implicar un abuso de los hombres como
meras máquinas e
instrumentos en manos de otro (del Estado); este uso no se
armoniza bien con el derecho de la humanidad en nuestra propia
persona. Otra cosa muy distinta es defenderse y defender a la
patria de los ataques del exterior con las prácticas
militares voluntarias de los ciudadanos, realizadas
periódicamente. —Lo mismo ocurriría con la
formación de un tesoro, pues, considerado por los
demás Estados como una amenaza de guerra, les
forzaría a un ataque adelantado si no se opusiera a ello
la dificultad de calcular su magnitud (porque de los tres
poderes, el militar, el de alianzas y el del dinero, este
último podría ser ciertamente el medio más
seguro de
guerra).
4. «No debe emitirse deuda
pública en relación con los asuntos de
política exterior
Esta fuente de financiación no es sospechosa para buscar,
dentro o fuera del Estado, un fomento de la economía
(mejora de los caminos, nuevas colonizaciones creación de
depósitos para los años malos, etc.). Pero un
sistema de
crédito, como instrumento en manos de las
potencias para sus relaciones recíprocas, puede crecer
indefinidamente y resulta siempre un poder financiero para exigir
en el momento presente (pues seguramente no todos los acreedores
lo harán a la vez) las deudas garantizadas (la ingeniosa
invención de un pueblo de comerciantes en este siglo); es
decir, es un tesoro para la guerra que supera a los tesoros de
todos los demás Estados en conjunto y que sólo
puede agotarse por la caída de los precios (que
se mantendrán, sin embargo, largo tiempo gracias a la
revitalización del comercio por los efectos que
éste tiene sobre la industria y la
riqueza). Esta facilidad para hacer la guerra unida a la
tendencia de los detentadores del poder, que parece estar
ínsita en la naturaleza humana, es, por tanto, un gran
obstáculo para la paz perpetua; para prohibir esto
debía existir, con mayor razón, un artículo
preliminar, porque al final la inevitable bancarrota del Estado
implicará a algunos otros Estados sin culpa, lo que
constituiría una lesión pública de estos
últimos. En ese caso, otros Estados, al menos, tienen
derecho a aliarse contra semejante Estado y sus
pretensiones.
5. «Ningún Estado debe inmiscuirse por la
fuerza en la constitución y gobierno de otro.»
Pues, ¿qué le daría derecho a ello?,
¿quizá el escándalo que dé a los
súbditos de otro Estado? Pero este escándalo puede
servir más bien de advertencia, al mostrar la gran
desgracia que un pueblo se ha atraído sobre por sí
por vivir sin leyes; además el mal ejemplo que una persona
libre da a otra no es en absoluto ninguna lesión (como
scandalum acceptum). Sin embargo, no resulta aplicable al caso de
que un Estado se divida en dos partes a consecuencia de
disensiones internas y cada una de las partes represente un
Estado particular con la pretensión de ser el todo; que un
tercer Estado preste entonces ayuda a una de las partes no
podría ser considerado como injerencia en la
constitución de otro Estado (pues sólo existe
anarquía). Sin embargo, mientras esta lucha interna no se
haya decidido, la injerencia de potencias extranjeras
sería una violación de los derechos de un pueblo
independiente que combate una enfermedad interna; sería,
incluso, un escándalo y pondría en peligro la
autonomía de todos los Estados.
6. «Ningún Estado en guerra con otro debe
permitirse tales hostilidades que hagan imposible la confianza
mutua en la paz futura, como el empleo en el
otro Estado de asesinos (percussores), envenenadores (venefici),
el quebrantamiento de capitulaciones, la inducción a la traición
(perduellio), etc.»
Estas son estratagemas deshonrosas, pues aun en plena guerra ha
de existir alguna confianza en la mentalidad del enemigo, ya que
de lo contrario no se podría acordar nunca la paz y las
hostilidades se desviarían hacia una guerra de exterminio
(bellum internecinum); la guerra es, ciertamente, el medio
tristemente necesario en el estado de naturaleza para afirmar el
derecho por la fuerza (estado de naturaleza donde no existe
ningún tribunal de justicia que
pueda juzgar con la fuerza del derecho); en la guerra ninguna de
las dos partes puede ser declarada enemigo injusto (porque esto
presupone ya una sentencia judicial) sino que el resultado entre
ambas partes decide de qué lado está el derecho
(igual que ante los llamados juicios de Dios); no puede
concebirse, por el contrario, una guerra de castigo entre Estados
(bellum punitivum) (pues no se da entre ellos la relación
de un superior a un inferior). De todo esto se sigue que una
guerra de exterminio, en la que puede producirse la
desaparición de ambas partes y, por tanto, de todo el
derecho, sólo posibilitaría la paz perpetua sobre
el gran cementerio de la especie humana y por consiguiente no
puede permitirse ni una guerra semejante ni el uso de los
medios
conducentes a ella. Que los citados medios conducen
inevitablemente a ella se desprende de que esas artes infernales,
por sí mismas viles, cuando se utilizan no se mantienen
por mucho tiempo dentro de los límites de
la guerra sino que se trasladan también a la
situación de paz, como ocurre, por ejemplo, en el empleo de
espías (uti exploratoribus), en donde se aprovecha la
indignidad de otros (la cual no puede eliminarse de golpe); de
esta manera se destruiría por completo la voluntad de
paz.
Aunque todas las leyes citadas son leyes prohibitivas (leges
prohibitivae) objetivamente, es decir, en la intención de
los que detentan el poder, hay algunas que tienen una eficacia
rígida, sin consideración de las circunstancias,
que obligan inmediatamente a un no hacer (leges strictae, como
los números 1, 5, 6), mientras que otras (como los
números 2, 3, 4), sin ser excepciones a la norma
jurídica, pero tomando en cuenta las circunstancias al ser
aplicadas, ampliando subjetivamente la capacidad, contienen una
autorización para aplazar la ejecución de la norma
sin perder de vista el fin, que permite, por ejemplo, la demora
en la restitución de ciertos Estados después de
perdida la libertad del número 2, no ad calendas graecas
(como solía prometer Augusto), lo que supondría su
no realización, sino sólo para que la
restitución no se haga de manera apresurada y de manera
contraria a la propia intención. La prohibición
afecta, en este caso, sólo al modo de adquisición,
que no debe valer en lo sucesivo, pero no afecta a la
posesión que, si bien no tiene el título
jurídico necesario, sí fue considerada como
conforme a derecho por la opinión
pública de todos los Estados en su tiempo (en el de la
adquisición putativa).
Fuente: Kant, Immanuel. La paz perpetua. Presentación de
Antonio Truyol y Serra. Traducción de Joaquín
Abellán. Madrid. Editorial Tecnos, 1985.
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