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Platón




Enviado por latiniando



Partes: 1, 2

    Indice
    1.
    Misión del filósofo

    2. Cualidades del
    filósofo

    3. Objeción de Adimanto: los
    filósofos son depravados o
    inútiles

    4. Causas de la
    corrupción

    5. Todos colaboran en su
    corrupción

    6. Actitud de los gobiernos
    ante la filosofía

    7. Educación de los
    gobernantes-filósofos

    8. La idea de bien, causa del
    conocimiento

    9. La dialéctica y el
    conocimiento del principio supremo

    1. Misión del
    filósofo

    —Así, pues —dije yo—, tras un
    largo discurso senos
    ha mostrado al fin; ¡OH Glaucón!, Quiénes son
    filósofos y quiénes no.
    —En efecto —dijo—, quizá no fue posible
    conseguirlo por más breve camino.
    —No parece —dije—; de todos modos, creo que se
    nos habría mostrado mejor si no hubiéramos tenido
    que hablar más quede ello ni nos fuera preciso el
    discurrir ahora sobre todo lo demás al tratar de examinar
    en qué difiere la vida justa de la injusta.
    —¿ Y a qué —preguntó—
    debemos atender después de ello?
    —¿ A qué va a ser
    —respondí— sino a lo que se sigue? Puesto que
    son filósofos aquellos que pueden alcanzar lo
    que siempre se mantiene igual a sí mismo y no lo son los
    que andan errando por multitud de cosas diferentes, ¿
    Cuáles de ellos conviene que sean jefes en la ciudad?
    —¿ Qué deberíamos sentar
    —preguntó—para acertar en ello?
    —Que hay que poner de guardianes —dije yo— a
    aquellos que se muestren capaces de guardar las leyes y usos de
    las ciudades.
    —Bien —dijo.
    —¿Y no es cuestión clara
    —proseguí—la de sí conviene que el que
    ha de guardar algo sea ciego o tenga buena vista?
    —¿Cómo no ha de ser clara?
    —Replicó.
    —¿Y se muestran en algo diferentes de los ciegos los
    que de hecho están privados del conocimiento
    de todo ser y no tienen en su alma ningún modelo claro
    ni pueden, como los pintores, volviendo su mirada a lo puramente
    verdadero y tornando constantemente a ello y
    contemplándolo con la mayor agudeza, poner allí,
    cuando haya que ponerlas, las normas de lo
    hermoso, lo justo y lo bueno, y conservarlas con su vigilancia
    una vez establecidas?
    —No, ¡por Zeus! —Contestó—. No
    difieren en mucho.
    —¿Pondremos, pues, a éstos como guardianes o
    a los que tienen el
    conocimiento de cada ser, sin ceder en experiencia a aquellos
    ni quedarse atrás en ninguna otra parte de la virtud?
    —Absurdo sería —dijo— elegir a otros
    cualesquiera, si es que éstos no les son inferiores en lo
    demás; pues con lo dicho sólo cabe afirmar que les
    aventajan en lo principal.
    —¿ Y no explicaremos de qué manera
    podrían tener los tales una y otra ventaja?
    —Perfectamente.
    —Pues bien, como dijimos, al principio de esta
    discusión, hay que conocer primeramente su índole;
    y si quedamos de acuerdo sobre ella, pienso que convendremos
    también en que tienen esas cualidades y en que a
    éstos, y no a otros, hay que poner como guardianes de la
    ciudad.
    —¿ Cómo?

    2. Cualidades del
    filósofo

    —Convengamos, con respecto a las naturalezas
    filosóficas, en que éstas se apasionan siempre por
    aprender aquello que puede mostrarles algo de la esencia siempre
    existente y no sometida a los extravíos de
    generación y corrupción.—Convengamos.—Y
    además —dije yo—, en que no se dejan perder
    por su voluntad ninguna parte de ella, pequeña o grande,
    valiosa o de menos valor, igual
    que referíamos antes de los ambiciosos y
    enamorados.—Bien dices —observó.—Examina
    ahora esto otro, a ver si es forzoso que se halle, además
    de lo dicho, en la naturaleza de los
    que han de ser como queda enunciado.
    —¿Qué es ello?—La veracidad y el no
    admitir la mentira en modo alguno, sino odiarla y amar la
    verdad.—Es probable —dijo.—No sólo es
    probable, mi querido amigo, sino de toda necesidad que el que por
    naturaleza es
    enamorado, ame lo que es connatural y propio del objeto
    amado.
    —Exacto —dijo.—¿Y encontrarás
    cosa más propia de la ciencia que
    la verdad?
    —¿Cómo habría de encontrarla?
    —Dijo.—¿Será, pues, posible que tengan
    la misma naturaleza el filósofo y el que ama la
    falsedad?
    —De ninguna manera.—Es, pues, menester que el
    verdadero amante del saber tienda, desde su juventud, a la
    verdad sobre toda otra cosa.—Bien de cierto.—Por otra
    parte, sabemos que, cuando más fuertemente arrastran los
    deseos a una cosa, tanto más débiles son para las
    demás, como si toda la corriente se escapase hacia aquel
    lado.
    —¿Cómo no?—Y aquel para quien corren
    hacia el saber y todo lo semejante, ése creo que se
    entregará enteramente al placer del alma en sí
    misma y dará de lado a los del cuerpo, si es
    filósofo verdadero y no fingido.
    —Sin ninguna duda.—Así, pues, será
    temperante y en ningún modo avaro de riquezas, pues menos
    que a nadie se acomodan a ellos motivos por los que se buscan
    esas riquezas con su cortejo de dispendios.
    —Cierto.—También hay que examinar otra cosa
    cuando hayas de distinguir la índole filosófica de
    la que no lo es.
    —¿Cuál?
    —Que no se te pase por alto en ella ninguna vileza, porque
    la mezquindad de pensamiento es
    lo más opuesto al alma que ha de tender constantemente a
    la totalidad y universalidad de lo divino y de lo humano.
    —Muy de cierto —dijo.
    —Y a aquel entendimiento que en su alteza alcanza la
    contemplación de todo tiempo y de toda
    esencia, ¿crees tú que le
    puede parecer gran cosa la vida humana?
    —No es posible —dijo.
    —¿Así, pues, tampoco el tal tendrá a
    la muerte por
    cosa temible?
    —En ningún modo.
    —Por lo tanto, la naturaleza cobarde y vil no podrá,
    según parece, tener parte en la filosofía.
    —No creo.
    —¿Y qué? El hombre
    ordenado que no es avaro, ni vil, ni vanidoso, ni cobarde,
    ¿puede llegar a ser en algún modo intratable o
    injusto?
    —No es posible.
    —De modo que, al tratar de ver el alma que es
    filosófica y la que no, examinarás desde la
    juventud del
    sujeto si esa alma es justa y mansa o insociable y agreste.
    —Bien de cierto.
    —Pero hay otra cosa que tampoco creo que pasarás por
    alto.
    —¿Cuál es ella?
    —Si es expedita o torpe para aprender:
    ¿podrás confiar en que alguien tome afición
    a aquello que practica con pesadumbre y en que adelanta poco y a
    duras penas?
    —No puede ser.
    —¿Y si, siendo en todo olvidadizo, no pudiera
    retener nada de lo aprendido? ¿Sería capaz de salir
    de su inanidad de conocimientos?
    —¿Cómo?
    —Y trabajando sin fruto, ¿no te parece que
    acabaría forzosamente por odiarse a sí mismo y al
    ejercicio que practica?
    —¿Cómo no?
    —Por lo tanto, al alma olvidadiza no la incluyamos entre
    las propiamente filosóficas, sino procuremos que tenga
    buena memoria.
    —En un todo.
    —Pues por lo que toca a la naturaleza inarmónica e
    informe, no
    diremos, creo yo, que conduzca a otro lugar sino a la
    desmesura.
    —¿Qué otra cosa cabe?
    —¿Y crees que la verdad es connatural con la
    desmesura o con la moderación?
    —Con la moderación.
    —Busquemos, pues, una mente que, a más de las otras
    cualidades, sea por naturaleza mesurada y bien dispuesta y que
    por sí misma se deje llevar fácilmente a la
    contemplación del ser en cada cosa.
    —¿Cómo no?
    —¿Y qué? ¿No creerás acaso que
    estas cualidades, que hemos expuesto como propias del alma que ha
    de alcanzar recta y totalmente el
    conocimiento del ser, no son necesarias ni vienen
    traídas las unas por las otras?
    —Absolutamente necesarias —dijo.
    —¿Podrás, pues, censurar un tenor de vida que
    nadie sería capaz de practicar sino siendo por naturaleza
    memorioso, expedito en el estudio, elevado de mente, bien
    dispuesto, amigo y allegado de la verdad, de la justicia, del
    valor y de la
    templanza?
    —Ni el propio Momo —dijo— podría
    censurar a una tal persona.
    —Y cuando estos hombres —dije yo— llegasen a
    madurez por su educación y sus
    años, ¿no sería a ellos a quienes
    únicamente confiarías la ciudad?

    3. Objeción de
    Adimanto: los filósofos son depravados o
    inútiles

    Entonces Adimanto dijo: —¡OH Sócrates!
    Con respecto a todo eso que has dicho, nadie sería capaz
    de contradecirte; pero he aquí lo que les pasa una y otra
    vez a los que oyen lo que ahora estás diciendo: piensan
    que es por su inexperiencia en preguntar y responder por lo que
    son arrastrados en cada pregunta un tanto fuera de camino por la
    fuerza del
    discurso, y
    que, sumados todos estos tantos al final de la discusión,
    el error resulta grande, con lo que celes muestra todo lo
    contrario de lo que se les mostraba al principio; y que
    así como en los juegos de
    tablas los que no son prácticos quedan al fin bloqueados
    por los más hábiles y no saben adónde
    moverse, así también ellos acaban por verse
    cercados y no encuentran nada que decir en este otro juego que no
    es de fichas, sino
    de palabras, aunque la verdad nada gane con ello. Digo esto
    mirando el caso presente: podría decirse que no hay nada
    que oponer de palabra a cada una de tus cuestiones, sino que en
    la realidad se ve que cuantos, una vez entregados a la
    filosofía, no la dejan después, por no haberla
    abrazado simplemente para educarse en su juventud, sino que
    siguen ejercitándola más largamente, éstos
    resultan en su mayoría unos seres extraños, por no
    decir perversos, y los que parecen más razonables, al
    pasar por ese ejercicio que tú tanto alabas, se hacen
    inútiles para el servicio de
    las ciudades.

    Y yo, al oírle, dije: —¿Y piensas
    que los que eso afirman no dicen verdad?
    —No lo sé —contestó—; pero
    oiría con gusto lo que tú opinas.
    —Oirás, pues, que me parece que dicen verdad.
    —¿Y cómo se puede decir
    —preguntó—que las ciudades no saldrán
    de sus males hasta que manden en ellas los filósofos, a
    los que reconocemos inútiles para aquéllas?
    —Has hecho una pregunta —dije— a la que hay que
    contestar con una comparación.
    —¡Pues sé que tú acostumbras, creo yo,
    a hablar por comparaciones!
    —Exclamó—.

    La sociedad no se
    sirve de los filósofos
    —Bien —dije—, ¿te burlas de mí,
    después de haberme lanzado a una cuestión tan
    difícil de exponer? Escucha, pues, la comparación y
    verás aún mejor cuán torpe soy en ellas. Es
    tan malo el trato que sufren los hombres más juiciosos de
    parte de las ciudades, que no hay ser alguno que tal haya
    sufrido; y así, al representarlo y hacer la defensa de
    aquellos, se hace preciso recomponerlo de muchos elementos, como
    hacen los pintores que pintan los ciervos-bucos y otros seres
    semejantes. Figúrate que en una nave o en varias ocurre
    algo así como lo que voy a decirte: hay un patrón
    más corpulento y fuerte que todos los demás de la
    nave, pero un poco sordo, otro tanto corto de vista y con
    conocimientos náuticos parejos de su vista y de su
    oído;
    los marineros están en reyerta unos con otros por llevar
    el timón, creyendo cada uno de ellos que debe regirlo, sin
    haber aprendido jamás el arte del timonel
    ni poder
    señalar quién fue su maestro ni el tiempo en que lo
    estudió, antes bien, aseguran que no es cosa de estudio y,
    lo que es más, se muestran dispuestos a hacer pedazos al
    que diga que lo es. Estos tales rodean al patrón
    instándole y empeñándose por todos los
    medios en que
    les entregue el timón; y sucede que si no le persuaden,
    sino que más bien hace caso de otros, les dan muerte a
    éstos o les echan por la borda, dejan impedido al honrado
    patrón con mandrágora, con vino o por cualquier
    otro medio y se ponen a mandar en la nave apoderándose de
    lo que en ella hay. Y así, bebiendo y banqueteando,
    navegan como es natural que lo hagan tales gentes, y sobre ello,
    llaman hombre de mar
    y buen piloto y entendido en la náutica a todo aquel que
    se dé arte a ayudarles
    en tomar el mando por medio de la persuasión o fuerza hecha
    al patrón, y censuran como inútil al que no lo
    hace; y no entienden tampoco que el buen piloto tiene la
    necesidad de preocuparse del tiempo, de las estaciones, del
    cielo, de los astros, de los vientos y de todo aquello que
    atañe al arte, si ha de ser en realidad jefe de la
    nave.

    Y en cuanto al modo de regirla, quieran los otros o no,
    no piensan que sea posible aprenderlo ni como ciencia, ni
    como práctica, ni por lo tanto el arte del pilotaje. Al
    suceder semejantes cosas en la nave, ¿no piensas que el
    verdadero piloto será llamado un mira cielos, un
    charlatán, un inútil, por los que navegan en naves
    dispuestas de ese modo?

    —Bien seguro
    —dijo Adimanto.
    —Y creo —dije yo— que no necesitas examinar en
    detalle la comparación para ver que representa la actitud de las
    ciudades respecto de los verdaderos filósofos, sino que
    entiendes lo que digo.
    —Bien de cierto —repuso.
    —Así, pues, instruye en primer lugar con esta
    imagen a aquel
    que se admiraba de que los filósofos no reciban honra en
    las ciudades y trata de persuadirle de que sería mucho
    más extraño que la recibieran.
    —Sí que le instruiré —dijo.
    —E instrúyele también de que dice verdad en
    lo de que los más discretos filósofos son
    inútiles para la multitud, pero hazle que culpe de su
    inutilidad a los que no se sirven de ellos y no a ellos mismos.
    Porque no es lo natural que el piloto suplique a los marineros
    que se dejen gobernar por él, ni que los sabios vayan a
    pedir a las puertas de los ricos, sino que miente el que dice
    tales gracias, y la verdad es, naturalmente, que el que
    está enfermo, sea rico o pobre, tiene que ir a la puerta
    del médico, y todo el que necesita ser gobernado, a la de
    aquel que puede gobernarlo; no que el gobernante pida a los
    gobernados que se dejen gobernar, si es que de cierto hay alguna
    utilidad en su
    gobierno. No
    errarás, en cambio, si
    comparas a los políticos que ahora gobiernan con los
    marineros de que hablábamos hace un momento, y a los que
    éstos llamaban inútiles y papanatas con los
    verdaderos pilotos.
    —Exactamente —observó.
    —Por lo tanto, y en tales condiciones, no es fácil
    que el mejor tenor de vida sea habido en consideración por
    los que viven de manera contraria, y la más grande, con
    mucho, y más fuerte de las inculpaciones le viene a la
    filosofía de aquellos que dicen que la practican; a ellos
    se refiere el acusador de la filosofía de que tú
    hablabas al afirmar que la mayor parte de los que se dirigen a
    aquélla son unos perversos, y los más discretos,
    unos inútiles, cosa en que yo convine contigo. ¿No
    es así?
    —Sí.

    La sociedad corrompe
    a los buenos
    —¿Hemos, pues, explicado la causa de que los buenos
    sean inútiles?
    —En efecto.
    —¿Quieres que a continuación expongamos
    cuán forzoso es que la mayor parte de ellos sean malos y
    que, si podemos, intentemos mostrar que tampoco de esto es
    culpable la filosofía?
    —Ciertamente que sí.
    —Sigamos, pues, hablando y escuchando por turno, pero
    recordando antes el lugar en que describíamos las
    cualidades innatas que había de reunir forzosamente quien
    hubiera de ser hombre de
    bien. Y su principal y primera cualidad era, si lo recuerdas, la
    verdad, la cual debía él perseguir en todo asunto y
    por todas partes, si no era un embustero que nada tuviese que ver
    con la verdadera filosofía.
    —En efecto, así se dijo.
    —¿Y no era ese un punto absolutamente opuesto a la
    opinión general acerca del filósofo?
    —Efectivamente —dijo.
    —Pero, ¿no nos entenderemos cumplidamente alegando
    que el verdadero amante del conocimiento
    está naturalmente dotado para luchar en persecución
    del ser, y que no se detiene en cada una de las muchas cosas que
    pasan por existir, sino que sigue adelante, sin flaquear ni
    renunciar a su amor hasta que
    alcanza la naturaleza misma de cada una de las cosas que existen,
    y la alcanza con aquella parte de su alma a que corresponde, en
    virtud de su afinidad, el llegarse a semejantes especies, por
    medio de la cual se acerca y une a lo que realmente existe, y
    engendra inteligencia y
    verdad, librándose entonces, pero no antes, de los dolores
    de su parto, y
    obtiene conocimiento y verdadera vida y alimento verdadero?
    —No hay mejor defensa —dijo.
    —¿Y qué? ¿Será propio de ese
    hombre el amar la mentira, o todo lo contrario, él
    odiarla?
    —Él odiarla —dijo.
    —Ahora bien, si la verdad es quien dirige, no diremos, creo
    yo, que vaya seguida de un coro de vicios.
    —¿Cómo ha de ir?
    —Sino de un carácter
    sano y justo, al cual acompañe también la
    templanza.
    —Exacto —dijo.
    —Pero ¿qué falta hace volver a poner enfila,
    demostrando que es forzoso que existan, el coro de las restantes
    cualidades filosóficas? En efecto, recuerdas, creo yo, que
    resultaron propios de estos seres el valor, la magnanimidad, la
    facilidad para aprender, la memoria. Y
    como tú objetaras que toda persona se
    verá obligada a convenir en lo que decimos, pero que, si
    prescindiera de los argumentos y pusiera su atención en los seres de quienes se habla,
    diría que ve cómo los unos de entre ellos son
    inútiles, y la mayor parte, perversos de toda perversidad,
    hemos llegado ahora, investigando el fundamento de esta
    interpretación malévola, a la cuestión de
    por qué son malos la mayor parte de ellos; esa es la
    razón por la cual nos ha sido forzoso volver a estudiar y
    definir el carácter
    de los auténticos filósofos.
    —Así es —dijo.

    4. Causas de la
    corrupción

    —Siendo ésta —seguí— su
    naturaleza, precisa examinar las causas de que se corrompa en
    muchos, y de que sólo escapen a esa corrupción unos
    pocos, a quienes, como tú decías, no se les llama
    malos, pero sí inútiles. Y pasaremos después
    a aquellos caracteres que imitan a esa naturaleza y la suplantan
    en sus menesteres, y veremos qué clase de almas son las
    que, emprendiendo una ocupación de la cual no son dignas
    ni están a la altura, se propasan en muchas cosas y con
    ello cuelgan a la filosofía esa reputación
    común y universal de que hablas.
    —¿Y cuáles son —dijo— las causas
    de corrupción a que te refieres?
    —Intentaré exponértelas —dije—,
    si soy capaz de ello.

    He aquí un punto en que todos, creo yo, me
    darán la razón: una naturaleza semejante a la
    descrita y dotada de todo cuanto hace poco exigimos para quien
    hubiera de hacerse un filósofo completo, es algo que se da
    rara vez y en muy pocos hombres. ¿No crees?
    —En efecto.
    —Pues bien, mira cuántas y cuán grandes
    causas pueden corromper a esos pocos.
    —¿Cuáles son, pues?
    —Lo que más sorprende al oírlo es que, de
    aquellas cualidades que ensalzábamos en el
    carácter, todas y cada una de ellas pervierten el alma que
    las posee y la arrancan de la filosofía. Quiero decir el
    valor, la templanza y todo lo que enumerábamos.
    —Sí que suena raro al oírlo —dijo.
    —Y además —continué—,
    también la pervierten y apartan todas las cosas a las que
    se llama bienes: la
    hermosura, la riqueza, la fuerza corporal, los parentescos, que
    hacen poderoso en política, y otras
    circunstancias semejantes. Ya tienes idea de a qué me
    refiero.
    —La tengo —asintió—. Pero me
    gustaría conocer más detalles de lo que dices.
    —Pues bien —seguí—, toma la
    cuestión rectamente, en sentido general, y se te
    mostrará perspicua y no te parecerá ya
    extraño lo que se ha dicho acerca de ella.
    —¿Qué quieres, pues, qué haga?
    —Dijo.
    —De todo germen o ser vivo vegetal o animal sabemos
    —dije—que, cuanto más fuerte sea, tanto mayor
    será la falta de condiciones adecuadas en el caso de que
    no obtenga la alimentación, o bien
    el clima o el
    suelo, que a
    cada cual convenga. Porque, según creo, lo malo es
    más contrario de lo bueno que de lo que no lo es.
    —¿Cómo no va a serlo?
    —Es, pues, natural, pienso yo, que la naturaleza más
    perfecta, sometida a un género de
    vida ajeno a ella, salga peor librada que la de baja calidad.
    —Lo es.
    —¿Diremos, pues, Adimanto
    —pregunté—, que del mismo modo las almas mejor
    dotadas se vuelven particularmente malas cuando reciben mala
    educación?
    ¿O crees que los grandes delitos y la
    maldad refinada nacen de naturalezas inferiores, y no de almas
    nobles viciadas por la educación,
    mientras que las naturalezas débiles jamás
    serán capaces de realizar ni grandes bienes ni
    tampoco grandes males?
    —No opino así —dijo—, sino como
    tú.
    —Pues bien, es forzoso, creo yo, que si la naturaleza
    filosófica que definíamos obtiene una
    educación adecuada, se desarrolle hasta alcanzar todo
    género
    de virtudes; pero si es sembrada, arraiga y crece en lugar no
    adecuado, llegará a todo lo contrario, si no ocurre que
    alguno de los dioses le ayude. ¿O crees tú
    también, lo mismo que el vulgo, que hay algunos
    jóvenes que son corrompidos por los sofistas, y sofistas
    que, actuando particularmente, les corrompen en grado digno de
    consideración, y no que los mayores sofistas son quienes
    tal dicen, los cuales saben perfectamente cómo educar y
    hacer que jóvenes y viejos, hombres y mujeres, sean como
    ellos quieren?
    —¿Cuándo lo hacen? —Dijo.
    —Cuando, hallándose congregados en gran
    número—dije—, sentados todos juntos en
    asambleas, tribunales, teatros, campamentos u otras reuniones
    públicas, censuran con gran alboroto algunas de las cosas
    que se dicen o hacen, y otras las alaban del mismo modo,
    exageradamente en uno y otro caso, y chillan y aplauden: y
    retumban las piedras y el lugar todo en que se hallan, redoblando
    así el estruendo de sus censuras o alabanzas. Pues bien,
    al verse un joven en tal situación, ¿Cuál
    vendrá a ser, como suele decirse, su estado de
    ánimo? ¿O qué educación privada
    resistirá a ello sin dejarse arrastrar, anegada por la
    corriente de semejantes censuras y encomios, adondequiera que
    ésta la lleve, ni llamar buenas y malas a las mismas cosas
    que aquellos ni comportarse igual que ellos ni ser como son?
    —Es muy forzoso, ¡OH Sócrates!
    —Dijo.

    Valores de los sofistas y del vulgo
    —Sin embargo —dije—, aún no hemos
    hablado de la mayor fuerza.
    —¿Cuál? —Dijo.
    —La coacción material de que usan esos educadores y
    sofistas cuando no persuaden con sus palabras. ¿O no sabes
    que a quien no obedece le castigan con privaciones de derechos, multas y penas de
    muerte?
    —Lo sé muy bien —dijo—.
    —Pues bien, ¿qué otro sofista, qué
    otra instrucción privada crees que podrá prevalecer
    si resiste contra ellos?
    —Pienso que nadie —dijo.
    —No, en efecto; sólo él intentarlo
    —dije— sería gran locura. Pues no existe ni ha
    existido ni ciertamente existirá jamás
    ningún carácter distinto en lo que toca a virtud,
    ni formado por una educación opuesta a la de ellos; hablo
    de caracteres humanos, mi querido amigo, pues los divinos hay que
    dejarlos a un lado, de acuerdo con el proverbio. En efecto, debes
    saber muy bien que si hay algo que, en una organización política como
    providencia divina la que lo ha salvado.
    —No opino yo de otro modo —dijo. ésta, se
    salve y sea como es debido, no carecerás de razón
    al afirmar que es una
    —Pues bien —dije—, he aquí otra cosa que
    debes creer también.
    —¿Cuál?
    —Que cada uno de los particulares asalariados a los que
    esos llaman sofistas y consideran como competidores, no
    enseña otra cosa sino los mismos principios que el
    vulgo expresa en sus reuniones, y a esto es a lo que llaman
    ciencia. Es lo
    mismo que si el guardián de una criatura grande y poderosa
    se aprendiera bien sus instintos y humores y supiera por
    dónde hay que acercársele y por dónde
    tocarlo y cuándo está más fiero o más
    manso, y por qué causas y en qué ocasiones suele
    emitir tal o cual voz y cuáles son, en cambio, las
    que le apaciguan o irritan cuando las oye a otro; y una vez
    enterado de todo ello por la experiencia de una larga
    familiaridad, considerase esto como una ciencia y, habiendo
    compuesto una especie de sistema, se
    dedicara a la enseñanza ignorando qué hay
    realmente en esas tendencias y apetitos de hermoso o de feo, de
    bueno o malo, de justo o injusto, y emplease todos estos
    términos con arreglo al criterio de la gran bestia,
    llamando bueno a aquello con que ella goza y malo a lo que a ella
    le molesta, sin poder, por lo
    demás, dar ninguna otra explicación acerca de estas
    calificaciones, y llamando también justo y hermoso a lo
    inevitable, cuando ni ha comprendido ni es capaz de
    enseñar a otro cuánto es lo que realmente difieren
    los conceptos de lo inevitable y lo bueno. ¿No te parece,
    por Zeus, que una tal persona sería un singular
    educador?
    —En efecto —dijo.
    —Ahora bien, ¿te parece que difiere en algo de
    éste el que, tanto en lo relativo a la pintura o
    música
    como a la política, llama ciencia al haberse aprendido el
    temperamento y los gustos de una heterogénea multitud
    congregada? Porque si una persona se presenta a ellos para
    someter a su juicio una poesía
    o cualquier otra obra de arte o algo útil para la ciudad,
    haciéndose así dependiente del vulgo en grado mayor
    que el estrictamente indispensable, la llamada necesidad dio
    Medea le forzará a hacer lo que ellos hayan de alabar.
    ¿Y has oído
    alguna vez a alguno que dé alguna razón que no sea
    ridícula para demostrar que realmente son buenas y bellas
    esas cosas?
    —Ni espero oírlo nunca —dijo.

    5. Todos colaboran en su
    corrupción

    —Pues bien, después de haberte fijado en
    todo esto, acuérdate de aquello: ¿existe medio de
    que el vulgo admita o reconozca que existe lo bello en sí,
    pero no la multiplicidad de cosas bellas, y cada cosa en
    sí, pero no la multiplicidad de cosas particulares?
    —De ningún modo —dijo.
    —Entonces —dije—, es imposible que el vulgo sea
    filósofo.
    —Imposible.
    —Y por tanto, es forzoso que los filósofos sean
    vituperados por él.
    —Forzoso.
    —Y también por esos particulares que conviven con la
    plebe y desean agradarla.
    —Evidente.
    —Según esto, ¿qué medio de
    salvación descubres para que una naturaleza
    filosófica persevere hasta el fin en su menester? Piensa
    en ello basándote en lo de antes. En efecto, dejamos
    sentado que la facilidad para aprender, la memoria, el
    valor y la magnanimidad eran propios de esa naturaleza.
    —Sí.
    —Pues bien, el que sea así,
    ¿descollará ya desde niño entre todos los
    demás, sobre todo si su cuerpo se desarrolla de modo
    semejante a su alma?
    —¿Por qué no va a descollar? —Dijo.
    —Y cuando llegue a mayor, me figuro que sus parientes y
    conciudadanos querrán servirse de él para sus
    propios fines.
    —¿Cómo no?
    —Se postrarán, pues, ante él, y le
    suplicarán y agasajarán, anticipándose
    así a adular de antemano su futuro poder.
    —Al menos así suele ocurrir —dijo.
    —¿Y qué piensas —dije— que
    hará una persona así en tal situación, sobre
    todo si se da el caso de que sea de una gran ciudad y goce en
    ella de riquezas y noble abolengo, teniendo además belleza
    y alta estatura? ¿No se henchirá de irrealizables
    esperanzas, creyendo que va a ser capaz de gobernar a helenos y
    bárbaros y remontándose por ello "; a las alturas";
    lleno de "; presunción"; e insensata "; vanagloria"; ?
    —Efectivamente —dijo.
    —Y si al que está en esas condiciones se le acerca
    alguien y le dice tranquilamente la verdad, esto es, que no hay
    en él razón alguna, que está privado de ella
    y que la razones algo que no se puede adquirir sin entregarse
    completamente a la tarea de conseguirla, ¿crees que es
    fácil que haga caso quien está sometido a tantas
    malas influencias?
    —Ni mucho menos —dijo.
    —Ahora bien —dije yo—, si, movido por su buena
    índole y por la afinidad que siente en aquellas palabras,
    atiende algo a ellas y se deja influir y arrastrar hacia la
    filosofía, ¿;qué pensamos que harán
    aquellos que ven que están perdiendo sus servicios y
    amistad?
    ¿;Habrá acción que no realicen, palabras que
    no le digan a él, para que no se deje persuadir, ya quien
    le intenta convencer, para que no pueda hacerlo, y no les
    atacarán con asechanzas privadas y procesos
    públicos?
    —Es muy forzoso —dijo.
    —¿;Hay, pues, posibilidad de que la tal persona
    llegue a ser filósofo?
    —En absoluto.

    Los falsos filósofos no poseen las cualidades
    necesarias
    —¿;Ves —dije— cómo no nos faltaba
    razón cuando decíamos que son los mismos elementos
    de la naturaleza del filósofo los que, cuando están
    sometidos a una mala educación, contribuyen en cierto modo
    a apartarle de su ejercicio, como igualmente las riquezas y todas
    las cosas semejantes que pasan por ser bienes?
    —No se dijo sin razón —contestó—,
    sínoco ella.
    —He aquí, ¡;OH admirable amigo!
    —dije—, cuántas cuán grandes son las
    causas que pervierten e inhabilitan para el más excelente
    menester a las mejores naturalezas, que ya de por sí son
    pocas, como nosotros decimos. Y esa es la clase de hombres de que
    proceden tanto los que causan los mayores males a las ciudades ya
    los particulares como los que, si el azar de la corriente los
    lleva por ahí, producen los mayores bienes. En cambio, los
    espíritus mezquinos no hacen jamás nada grande ni a
    ningún particular a ningún Estado.
    —Gran verdad —dijo.
    —De modo que éstos, los más obligados por su
    afinidad, se apartan de la filosofía y la dejan solitaria
    y célibe; y así, mientras ellos llevan una vida no
    adecuada ni verdadera, ella es asaltada, como una huérfana
    privada de parientes, por otros hombres indignos que la deshonran
    y le atraen reproches como aquellos con los que dices tú
    que la censuran quienes afirman que entre los que tratan con ella
    hay algunos que no son dignos de nada y otros, los más,que
    merecen los peores males.
    —En efecto —asintió—, eso es lo que se
    dice.
    —Y con razón —contesté yo—.
    Porque, al ver otros hombrecillos que aquella plaza está
    abandonada y repleta de hermosas frases y apariencias, se ponen
    contentos, como prisioneros que, escapados de su encierro,
    hallasen refugio en un templo; y se abalanzan desde sus oficios a
    la filosofía aquellos que resultan ser más
    habilidosos en lo relativo a su modesta ocupación. Pues
    aun hallándose en tal condición la
    filosofía, le queda un prestigio más brillante que
    a ninguna de las demás artes, atraídas por el cual
    muchas personas de condición imperfecta, que tienen tan
    deteriorados los cuerpos por sus oficios manuales como
    truncas y embotadas las almas a causa de su ocupación
    artesana… ¿;No es esto forzoso?
    —Muy forzoso —dijo.
    —¿;Y crees que su aspecto difiere en algo
    —dije—del de un calderero calvo y rechoncho que ha
    ganado algún dinero y que,
    de sus grilletes recién liberado y en los baños
    recién lavado, se ha compuesto como un novio, con su
    vestido nuevo, y va a casarse con la hija del dueño porque
    ella es pobre y está sola?
    —No difiere en nada —dijo.
    —Pues bien, ¿;qué prole es natural que
    engendre una semejante pareja? ¿;No será degenerada
    y vil?
    —Es muy forzoso.
    —¿;Y qué? Cuando las gentes indignas de
    educación se acercan a ella y la frecuentan indebidamente,
    ¿;qué pensamientos y opiniones diremos que
    engendrarán? ¿;No serán tales que realmente
    merezcan ser llamados sofismas, sin que haya entre ellos ninguno
    que sea noble ni tenga que ver con la verdadera inteligencia?
    —Desde luego —dijo.

    Pocas personas perseveran en la filosofía
    —No queda, pues, ¡;oh Adimanto! —dije—,
    más que un pequeñísimo número de
    personas dignas de tratar con la filosofía; tal vez
    algún carácter noble y bien educado que, aislado
    por el destierro, haya permanecido fiel a su naturaleza
    filosófica por no tener quien le pervierta; a veces, en
    una comunidad
    pequeña, nace un alma grande que desprecia los asuntos de
    su ciudad por considerarlos indignos de su atención; y también puede haber unos
    pocos seres bien dotados que acudan a la filosofía movidos
    de un justificado desdén por sus oficios. A otros los
    puede detener quizá el freno de nuestro compañero
    Téages, que, teniendo todas las demás condiciones
    necesarias para abandonar la filosofía, es detenido y
    apartado de la política por el cuidado de su cuerpo
    enfermo. Y no vale la pena hablar de mi caso, pues son muy pocos
    o ningunoaquellos otros a quienes se les ha aparecido antes que a
    mí la señal demónica. Pues bien, quien
    pertenece a este pequeño grupoy ha gustado la dulzura y
    felicidad de un bien semejante, y ve, en cambio, con suficiente
    claridad que la multitud está loca y que nadie ocasi nadie
    hace nada juicioso en política y que no hay ningún
    aliado con el cual pueda uno acudir en defensa de la justicia sin
    exponerse por ello a morir antes de haber prestado ningún
    servicio a la
    ciudad ni a sus amigos, con muerte inútil para sí
    mismo y para los demás, como la de un hombre que,
    caído entre bestias feroces, se negara a participar en sus
    fechorías sin ser capaz tampoco de defenderse contra los
    furores de todas ellas… Y como se da cuenta de todo esto,
    permanece quieto y no se dedica más que a sus cosas, como
    quien, sorprendido por un temporal, se arrima a un paredón
    para resguardarse de la lluvia y polvareda arrastradas por el
    viento; y, contemplandola iniquidad que a todos contamina, se da
    por satisfecho si puede él pasar limpio de injuticia e
    impiedad por esta vida de aquí abajo y salir de ella
    tranquilo y alegre, lleno de bellas esperanzas.
    —Pues bien —dijo—, no serán los menores
    resultados los que habrá conseguido al final.
    —Pero tampoco los mayores —dije—, por no haber
    encontrado un sistema
    político conveniente; pues en un régimen adecuado
    se hará más grande y, al salvarse él,
    salvará a la comunidad.

    Partes: 1, 2

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