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Onetti, novelista de las sinrazones de la vida



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    A lo largo de la historia de la literatura hispanoamericana,
    hubo una generación que se caracterizó por una
    «novísima» sensibilidad. Los integrantes de
    esta no traían los consabidos «anti» con que
    toda generación suele presentarse a la palestra, no fueron
    ni antimodernistas ni antivanguardistas. Aparecieron sin hacer
    ruido, sin
    declarar la guerra a
    nadie, sin ser notados, con una obra silenciosa, lenta, segura,
    seria, sin cursilerías (modernismo) ni
    puerilidades (ultraísmo).

    Esta fue la Generación del 30, a quienes
    todo les interesaba: nuevas disciplinas filológicas,
    nuevas teorías
    literarias, nuevas filosofías, nuevas literaturas. A decir
    de E. Anderson Imbert: «Nunca hubo en nuestra América
    un grupo tan bien
    informado sobre tan vastas actividades culturales como este que
    apareció después de 1930».[1]
    Se considera que estaban más cerca de los constructores de
    la literatura que de los desconstructores, más cerca de la
    originalidad que de la novedad.

    En el ámbito universal tenemos una
    crisis
    económica que convulsionó al mundo entero a la par
    del liberalismo,
    la Acción
    Católica adoptó formas del fascismo
    italiano, Hitler
    infundía el terror con sus crecientes éxitos,
    fracasó la
    República en la Guerra Civil Española,
    finalmente triunfó el fascismo y todo ello hizo
    difícil la creación literaria, se limitó la
    libertad
    intelectual.

    Dentro de este contexto en los hispanoamericanos
    se tiende a la separación de los modelos
    europeos, hay una búsqueda de la identidad
    propia, de los valores
    perdidos. No interesa contar la historia sino la forma en que se
    cuenta, se llega a los personajes a partir de las acciones. Se
    escriben novelas donde no
    hay orden en los episodios, ni identidad en los personajes.

    El tratamiento del tiempo
    convertía el espacio en que transcurría la novela en una
    pura metáfora; o hacía renunciar a la
    cronología de los hechos para presentar
    simultáneamente vidas distintas o momentos distintos de la
    misma vida. El punto de vista era móvil, imprevisible,
    microscópico.

    En el marco de esta situación se dan dos
    tendencias: los narradores más objetivos que
    subjetivos y los narradores más subjetivos que objetivos.
    Estos últimos se caracterizan por el retraerse hacia el
    fondo del alma,
    libertarse de las cosas que lo circundan, desrealizan la realidad
    física y
    arrojan fuera de sí una realidad ideal. Acentúan
    más la visión personal que las
    cosas vistas. El sentimiento del tiempo, la
    caracterización de psicologías complejas, la
    descripción de impresiones raras, el
    análisis angustioso de experiencias
    existenciales y la movilidad del punto de vista narrativo; dan a
    toda esta literatura un ritmo poético. Son narradores que
    poetizan, imaginan, recrean, la realidad se volatiliza en
    metáforas poéticas.

    Entre estas personalidades es preciso destacar la
    figura del uruguayo Juan Carlos Onetti, quien desde sus inicios
    hasta el final de su creación mantuvo como denominador
    común de sus palabras la desesperanza, el tedio, el
    vacío, una prosa ríspida, ácida, brutal. No
    desarrolla una literatura piadosa, ni alentadora de los buenos
    sentimientos, ni emisora de mensajes positivos sino como
    literatura al fin que recoge toda la vida, recoge entonces lo
    malo, lo negativo del ser humano. Se le considera un maestro en
    los experimentos
    técnicos, en las rotaciones del punto de vista, en los
    diálogos telescópicos, en el rejuego de planos
    narrativos. Su literatura no tiene asideros en la realidad, para
    escribir parte de una obsesión vital, no de una historia
    premeditada: «Siempre escribí para mi dulce vicio
    [.] en mi caso el lector no es imprescindible» (Heras
    León, 2001: 985-1018).

    Al leerlo tendemos a pensar que sus palabras
    están únicamente escritas para nosotros; pero que
    igual existiría la narración si no la conociera o
    escuchara nadie. Cada frase vuelve a surgir en él con tal
    delicadeza y poderío
    que siempre nos parece estar leyéndola
    por primera vez. La mejor y única manera de leerlo es con
    mucho tiempo por delante, con absoluta predisposición de
    soledad y pereza, así descubrimos sentimientos
    inéditos, estados de ánimo que son parte del
    repertorio común de nuestras vidas pero con la tonalidad
    del estilo de Onetti. Percibimos las cosas a rachas, en
    fragmentos, bajo una luz oblicua,
    modificada o falsificada por el recuerdo, mejoradas por el
    olvido. A través de la lectura nos
    transfiguramos en personajes del autor y soñamos sus vidas
    como si fueran nuestras, o como si no fueran de nadie; igual
    ellos sueñan las vidas de otros o les vemos vivir desde
    una lejanía y una inmovilidad que son exactamente la
    lejanía absoluta y la inmovilidad perezosa y caviladora
    del lector. Construye mundos en los que solo existe la
    desesperación y el horror, bares sórdidos y mujeres
    derruidas, crueldades ruinas y lentas, oscuridad y amargura. Para
    él el lenguaje no
    puede desligarse del contenido, es un instrumento que se utiliza
    y renueva según la creación lo exija. Es
    considerado el novelista de las sinrazones de la vida, se mueve
    en un mundo de ilusiones muertas, nos traslada a los sumideros de
    la imaginación más desbordantes. En sus narraciones
    evita referirse a las cosas existentes y al tiempo presente, no
    le satisface ni interesa el ahora y el aquí. Los
    personajes están acabados desde el inicio, las mutaciones
    en ellos son circunstanciales (profesión, lugar),
    jamás de su monolítica identidad. No creen en
    sí mismos, lo que otorga su máxima credibilidad;
    ellos arrastran el desencanto, la irrestañable conciencia de
    culpa y sueños secretos sordamente evasivos, propio de la
    condición humana, Ej.: después de mirarse en su
    habitación, en el espejo infiel de su ropero,
    sucesivamente, como a un desconocido, como a la cara no
    emocionante de un amigo muerto, como a una simple probabilidad
    humana. (El astillero, pág.-189). Crea extraños
    mundos imposibles y relata como la incredulidad de las cosas se
    llena con la miseria y amargura de las cosas mismas. Es la
    expresión de un existencialismo no pragmático sino
    padecido. Expresa el asco con emoción, horror y coraje,
    para él ello es un compromiso, lo sufre y lo contagia. Fue
    defensor acérrimo de lo inapreciable y como bien dijo
    Jorge Ruffinelli: «Todas estas historias y todos sus
    actores tienen algo en común: al anhelo de lo que no fue,
    la búsqueda insatisfecha de un logro que solo a de venir
    -si viene-, corrupto y disminuido».[2]
    Manuel Quiroga Clérigo lo cataloga como un observador
    perspicaz y curioso, que habla del hombre que por
    grotescas dictaduras, guerras
    civiles u otros problemas se
    convierte en extranjero. Está del lado de los humildes de
    la tierra, de
    los sintechos, de los hombres de la calle, de los
    desposeídos, esos que crean su universo propio.
    Es un espía de la inmoralidad de la vida; de ahí
    que sus héroes no fundan naciones ni atraviesan
    cordilleras, no vuelan por los aires ni se pierden en selvas o
    laberintos simbólicos. Sus héroes son los
    más pacíficos, los más perezosos, los
    más inútiles del mundo; como es el caso del
    protagonista de El astillero, Larsen. Figura solitaria que no
    hace nada más que observar, mirar o atribuirse vidas
    falsas, lo que constituye el punto de partida en torno al cual
    crecerá su historia. Divaga perdido entre los cachivaches
    destrozados de un astillero del que ha sido nombrado Gerente sin
    ninguna finalidad, ubicado en el inexistente emplazamiento de
    Santa María, territorio mítico que es tanto una
    destilación y un mapa del tiempo como del
    espacio. Tiene la lentitud del tiempo fósil de las
    ciudades de provincias y el ritmo pesado con que transcurren las
    aguas pardas del río y con que se suceden las visitas de
    la lancha. Todo ello una metáfora para describir la sucia
    ruindad de la existencia real sin mencionarla. «Es un
    aproximarse a la realidad a través del
    silencio».[3] Utiliza un verbo limpio, una
    manera de contar sagaz y ponderada, una prosa ensimismada, un
    hablar repugnante, sarcástico y entrecortado que puede
    llegar a colocar al lector al margen, fuera del texto, como
    intruso.

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