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José Martí, compilación de artículos sobre deportes (I) (página 2)




Enviado por Ramón Guerra Díaz



Partes: 1, 2, 3

La atracción que tienen estas actividades dentro del
pueblo hace que los temas deportivos sean muy demandados y
rentables para los periódicos de ese país. Se
publican a toda página grandes titulares sobre los
resultados de los juegos de
béisbol, las peleas de boxeo, las carreras
de premio, el resultado en los hipódromos, las competencias de
fútbol
americano, muy popular en las universidades, y las regatas de
remo y vela. Allí se describe en detalles las acciones de la
actividad del músculo, muchas de ellas llenas del morbo de
la violencia y la
falta total de orientación en cuanto a la nobleza e
importancia de estas prácticas para el mejoramiento
humano.

Como puede inferir el lector se hacía necesario
compilar en un solo volumen aquellos
trabajos que dentro de la amplia bibliografía martiana
están referidos a los temas del deporte, la recreación
y la ejercitación física, para que
puedan tener un referente más directo de la obra escrita
por José Martí
sobre esta temática, en esta primera parte presentamos los
deportes y
actividades que mayor espacio ocuparon en las descripciones
martianas, dejando para una segunda entrega los temas referidos a
las valoraciones más generales sobre el juego, la
recreación y el entretenimiento.

Compilación

Los Caminadores

La Opinión Nacional, 22 de marzo de
1882

Los bárbaros caminadores: Atletas griegos
y atletas modernos

Con más dificultad se abre paso el espíritu por
entre las brumas húmedas de este mes de marzo, que lo
espantan y contristan y lo invitan, no a salir de sí, sino
a reentrar en sí,-que aquella con que, en este instante
mismo, apretados los codos a ambos costados, cerrados los
puños, jadeante la faz, y llagados los pies, tajan el
aire en una
carrera los "caminadores", que en torneos por dineros, comparten
con sus hazañas repugnantes, su faz marmórea, y sus
ojos salidos de las órbitas, la admiración de un
público enfermizo que ha aprendido a mirar sin dolor las
lastimaduras de los pies, y las del alma. Un
héroe es un bellaco, y un caminador, es un héroe.
Las almas asustadas y púdicas; los que no caben en
sí y anhelan verterse en los otros; los que prefieren el
derecho de vivir en paz en la vida próxima, al goce de una
paz que se compra demasiado caro en esta vida; los que gustan
más de ver ricas las arcas del alma, con cuyo oro se compra
el bien eterno, que las arcas de dineros, cuyo cuño suele
ser marca de infamia
para el alma que la señalará en sus trances
próximos,-como la cédula amarilla al presidiario
francés,- son a los ojos de buena suma de neoyorquinos
como flores enfermas o mentes sin seso, o maravilla extraterrena,
u hombres de poca monta, que ven más por los otros que por
sí: en tanto que de manos enguantadas y breves: acabado
remate de airosos brazos femeniles, cae a los pies de un negrillo
caminador, vestido de camisa de seda azul y pantalón de
seda roja, una herradura de rosas opulentas
con que la dama de Nueva York desea al negrillo buena suerte en
el rudo torneo. Hurras responden a la dádiva, hurras
estruendosos de aquellos diez millares de hombres que llenan el
circo, henchido de humo espeso, humo de vicios y de ese aroma de
frutas estrujadas, de naranja sin jugo, de manzanas mondadas,
grato a las almas corrompidas. Caminan de día: caminan de
noche, caminan sin tregua. La gente entra en el hipódromo
de Madison a oleadas, no para ver el trance de adelanto de los
hombres a un estado mental
o moral sumo,
sino para ver y vitorear el trance de retroceso del hombre al
bruto.

Mas no lucen estos caminadores como aquellos corceles del
desierto, sobre cuyo dorso musculoso ondea el albornoz franjado
de oro del altanero beduino, y que parecen, más que
siervos, señores de sus magníficos jinetes; sino
que con sus zapatillas de caminar, y su camisa ceñida y
calzón corto de colores alegres,
hundido el rostro entre los hombros, pegado a las sienes enjutas
el cabello lacio y sudoroso, respirando difícilmente por
entre los labios pálidos y colgantes, andan al paso,
galopan. trotan, se detienen sofocados, se disputan el puesto
primero, se codean, se ofenden, hasta que vencidos por la fatiga,
se refugian un instante en sus tiendas respectivas, a que sus
cuidadores les bañen y cepillen los miembros hinchados y
toman de manos de ellos sin detenerse en su carrera, una tajada
de pan, una costilla de carnero, o un trozo de carne a medio
cocer, en las que hincan los dientes voraces a par que galopan. Y
así durante el día, así en la alta noche,
así en el alba. En
anchos carteles van anotándose las millas que andan. En
pequeñas mesas, tienen abiertos los libros de
apostar los que han pagado dos centenares de pesos por recibir
apuestas, que se hacen a los pies de los hombres, como a sus
puños, como a la ligereza de sus caballos. Y estos hombres
se pesan, y se nutren, y se demacran de antemano. Cuál no
toma más que leche que
alimenta y no carga el cuerpo de excrecencias que estorban para
la marcha; cuál sólo come avena, que da fuerza a los
músculos; cuál vive de carne
sangrienta, tal como la rebana el cuchillo del matador del lomo
de la res. Y cada cual tiene sus hombres de cuidar que les
preparan durante el torneo bebistrajos fortalecedores, y
menjurjes, y friegas, y los reciben en sus brazos cuando ebrios
de sueño y adementados se apartan un momento de la pista,
y los ponen en pie, los reaniman con golpes eléctricos o
golpes de puño, y los echan a andar aún dormidos
por la arena, cubierta de aserrín, que miran con sus ojos
abiertos y azorados, revuelven con sus pies tambaleantes, en
tanto que tiritan en sus asientos, despiertos por el miedo de
perder y el ansia de ganar, los apostadores; y se filtran por las
hendijas y cristales el aire húmedo y las luces
fantásticas de la madrugada.

Y esto lo hacen, porque se ha prometido que aquel de los
caminadores que haya andado más espacio al cabo de ciento
cuarenta y dos horas, ganará para sí tantos
millares de pesos cuantos sean los que se han presentado a
tornear, cada uno de los cuales deposita un millar a la entrada,
y ganará también sí anda los seis
días del torneo, quinientas veinticinco millas, o mas,
todos los dineros del público que acude ávido a
toda hora del día y de la noche a ver cómo el
fornido ingles Rowell, de piernas cortas, que anda en
veintidós horas y media ciento cincuenta millas, vence sin
esfuerzo a Scott gigantesco, que viste camisa de lana blanca y
calzón rojo, y a Hazael que tiene de zorra, y lleva
piernas encamadas y azules, y al escocés Noremac, que
tiene de lobo, y a .Fitzgerald famoso, que anduvo quinientas
ochenta y dos millas en seis días, y a Sullivan, que luce
traje verde, y a Hart, el negro esbelto, de andar rítmico
y cuerpo donairoso, que corre por entre sus rivales con los
brazos llenos de cestos de flores que le dan las damas, como
aquellos flamencos antillanos que pasean ligeramente el cuerpo
rosado por la arena abrasada de la margen marina.

Ni es ésta aquella garbosa lucha griega en que a los
acordes de la flauta y de la cítara, lucían en las
hermosas fiestas panateneas sus músculos robustos y su
destreza en la carrera, los hombres jóvenes del
ático, para que el viento llevase luego sus
hazañas, cantadas por los poetas, coronados de laurel y
olivo, a decir de los tiranos que aún eran bastante
fuertes los brazos de los griegos para empuñar el acero vengador de
Harmodio y Aristogitón. Ni es aquel aire balsámico
de las serenas tardes atenienses, en que envueltos los hombres
arrogantes en el majestuoso himation de ruda lona y anchos
pliegues, y las mujeres en sus suntuosas diploidias, oían
de pie que ceñían con sandalias, y con la cabeza,
que ornaban con diadema, los versos desesperados y terribles de
Edipo el Tirano.

Ni son los premios de estos caminadores, como de los que se
disputaban el premio de correr en aquellas fiestas, coronas de
laurel verde y fragante, o ramillas de mirto florecido. Sino que
estos jayanes andan pesadamente, y dan vuelta al circo con una
esponja en la mano y una toalla en la otra, y comen dando vueltas
como perro famélico que huye con la presa entre los
dientes, y se enlazan los pies,-y se hinchan el rostro, a punto
tal que parece que estalla,-y se arrastran por la pista revuelta
como jacos de posta, sudorosos y latigueados,-y ruedan por
tierra,
hinchadas las rodillas y tobillos, o caen inertes como resortes
rotos o masas apagadas,-por unos cuantos dineros, a cuyo sonido, al
rebotar sobre los mostradores de la entrada, aligeran y animan su
marcha.

¡Oh El espíritu humano como la tierra,
como la atmósfera, tiene
capas. Las unas son de arena menudísima que el sol calienta,
y movida de vientos extraños, asciende, en revueltas y
brillantes columnas al sol: y son las otras de roca
áspera, en que parece quebrarse impotente, como en masa
intallable, el cincel divino. Ni se casarán al fin de esta
lidia el astuto Hipómenes y la hermosa Atalanta, que
vencía a todos sus rivales en la carrera, y les daba
muerte con su
acerada jabalina, mas no venció a Hipómenes, que
dejó caer tras sí en la justa las manzanas de oro
que tentaron la avaricia de la hermosa, y dieron tiempo al
doncel enamorado para llegar, antes que la hija adusta de
Esqueneo al término de la carrera cuyo premio era el amor de
aquella vencedora de centauros: lo que

enseña que han de tenerse los ojos siempre cerrados a
las manzanas de oro, y que acabará esta fiesta del
hipódromo Madison en disputas y querellas de rufianes,
malcontentos con haber de perder, o haber de compartir las
monedas de la apuesta. De vapores de mirto iban oreadas las
sienes de los esbeltos corredores de otros tiempos: y orean las
sienes de éstos, en salones sombríos y
húmedos, que parecen cuevas, los vapores del lúpulo
(265-268)

Tomo 9 Obras Completas de José Martí.
1975

-De la última apuesta de los caminadores en Nueva York
habló a nuestros lectores una de nuestras últimas
cartas de
aquella ciudad. Los apostadores remataron al fin su compromiso, y
todos anduvieron en seis días, en torno a la
barrera de un gran circo, quinientas veinticinco millas, y uno
hubo, un inglés
huesoso y macilento, que anduvo en los seis días
seiscientas millas. Ya al fin de la carrera, no parecía
que alzaban pies, sino troncos. No se alcanzaba a ver en sus
rostros expresión de espíritu. Uno de ellos se
arrastraba, con los ojos cerrados, enjugándose con las
manos demacradas la frente sudorosa y fría. Otro, un
negrito de Haití, de faz de malhechor, andaba con
elegancia y firmeza extraordinaria: le llenaban las manos de
regalos y de flores. A otro lo ponían

en pie tambaleando sus crueles enfermeros, y lo echaban a
andar como a una bestia. Pues la empresa que
tomó a su cargo manejar este espectáculo, dio
cuenta de haber recogido en él $45,674, de los cuales
$6,335 le vinieron como alquileres de los vendedores que pusieron
sus tiendas en el circo; y el resto por el producto de
las entradas de los concurrentes a la exhibición, que
llegaron un día al dejar en el despacho

$10,618, y que en ninguno de los seis días del
espectáculo dejaron menos de $5,000. De esos dineros, con
$6,000 se quedó el empresario
manejador por su trabajo y
riesgos,
$18,000 fueron puestos aparte para pagos de gastos, en lo que
por de contado aprovechó también el empresario, y
$21,000 fueron repartidos a prorrata entre los apostadores.
(273)

La Opinión Nacional, 21 de abril de 1882. Tomo 23
Obras Completas de José Martí. 1975

¿Llevaré primero a los lectores de La Nación
al hipódromo de la plaza de Madison donde catorce
caminadores, ávidamente seguidos con ojos, palmas y
voces por una
colosal muchedumbre, se disputan el premio de dinero
anunciado al que en seis días ande seiscientas veinticinco
millas;(…)?(47)

(…) Aunque ahora, con las apuestas a las caminadas que
están dando la vuelta a la pista del hipódromo de
Madison, se habla menos de los candidatos presidenciales que de
los que han de repartirse, acabada la odiosa faena, los dineros
pagados por la enorme procesión de gente que a todas horas
del día y la noche repleta el hipódromo.-Porque no
es esta porfía de los andadores como aquel animoso estadio
griego, donde a ligero paso, y dando alegres voces juntaban en
las fiestas por ganar una rama de laurel los bellos
jóvenes de Delfos; sino fatigosa contienda de avarientos,
que dan sus espantables angustias como cebo a un público
enfermizo, que a manos llenas vacía a las puertas del
circo los dineros de entrada que han de distribuirse
después los gananciosos.

Anoche, que era domingo, rompieron a las doce la caminata. Con
la gente que llenaba el circo a esa hora, había para hacer
la independencia
de un país:-mas no, no con esa clase de
gente; ¡que bien se están los países esclavos
cuando los que los libertaran no han de honrarlos!

-No eran sólo los concurrentes habitantes del Bowery,
que es en New York el barrio de la cofradía de gente
torva, sino caballeros de buen ver; y mujeres de ricos vestidos,
en cuyo seno palpitante lucían ramos de rosas que a pocas
vueltas de los competidores estaban ya adornando los pechos de
los atletas que sacaban la delantera en la primera milla.

Los caminadores son catorce; negro uno de ellos;
inglés, de cierta cultura, otro;
los más irlandeses avaros; uno, miembro el año
pasado del municipio; otro, un joven indio. A un extremo de la
pista, tiene cada uno de los competidores, hecha de pino sin
pintar, su cabaña de reposo. Asomarse a ellas, da
náuseas; y no por las cabañas mismas, llena la
puerta de banderas y coronas, y símbolos de triunfo; sino por los hombree
que en sus umbrales merodean. Allí están, como los
galleros cerca de sus gallos, los que cuidan a los catorce
hombres, preparando los menjurjes con que han de dar vigor
ficticio, de aquí a unas cuantas horas, a los miembros
fatigados de los caminadores: allí están, como los
homicidas en los presidios españoles, el rostro
lampiño, el ojo hinchado y hosco, los labios colorados y
belfudos, la cabeza rasa:-¡si se les encaja en un mango, de
fijo que esos hombres sirvan, por lo insensibles y duros,
más que para hombres, para martillos!-Allí
están, riendo de los contendientes ansiosos que pasan,
como fantasmas, el
jugador insolente, ricamente vestido, que ha pagado durante todo
un año los vicios y necesidades de uno de los caminadores,
para resarcirse luego. según contrato escrito,
con la parte de ganancias que en la carrera le quepa; allí
está el médico, sombrío como una
guadaña, encargado de medir el sueño, preparar el
alimento, tomar el pulso y echar a andar, mientras les lata la
sangre en las
venas, a los que todavía en estas primeras horas
están dando vueltas a la arena, sin muestras de gran
cansancio.

Mas cuando ya han pasado unos tres o cuatro días, y los
diarios han contado por toda la tierra cómo se van
hinchando los pies de Fitzgerald y el corazón de
Rowell, y cómo se van hundiendo las mejillas de Noremac, y
cómo tiembla, llora y balbucea el vejete Campana; cuando
ya ha perdido todo su brillo sobre sus escuálidos cuerpos
el calzón corto de seda de color y la
camiseta de lanilla rosada con que, como los caballos con su
divisa, entraron en la arena; cuando ya debajo de los vestidos
sudorosos se les señalan los homóplatos agudos, las
caderas descarnadas, el vientre seco,-no son seres humanos los
que giran en medio de una multitud que monda frutas, casca
maníes y ríe, sino unos como espectros o -insectos
grandes, imbécil y vidriosa la mirada, caído el
labio, la inteligencia
en velo, la voz en hilo, apretados ambos brazos a los lados del
pecho, como los de un mono moribundo.

Ya andan con las rodillas más que con los pies; el
negro, más enérgico, camina airoso, y se lleva los
ojos y los aplausos, por lo bravo y esbelto, que son admirables
siempre la energía y la hermosura aun en medio de la mayor
barbarie; los demás andan como si fueran focas, y como si
se llevaran a rastras a si mismos y caminasen sobre el
cuello.

Se ve que su sudor es frío; en un dedal de niña
cabe la vida que les resta en el miserable cuerpo. No han comido;
no han dormido; apenas han bebido. ," Andan treinta horas;
duermen media; les dan a chupar una esponja; les bañan las
sienes con aguardiente; pasan cojos y, anhelantes, jadeantes por
entre el gentío de las barreras, apurando una taza de
caldo, descascarando un mendrugo, royendo una costilla de
carnero.

Por las mejillas les cuelgan las guedejas sudorosas; no
responden, de miedo de exhalar sus últimas fuerzas, Y por
encima del espectáculo monótono, en que aquellos
catorce míseros dan vueltas sin cesar durante los seis
días de la apuesta al inmenso circo, en levantada
plataforma, con su ejército de chispeantes cronistas y
taquígrafos,
están todos los periódicos de la ciudad. No se
contó de seguro el camino
de la Cruz del Nazareno con más minuciosidad que las
caídas, desmayos, ligeros sueños, refrigerios
breves y reapariciones en la arena de los caminadores.

Con pluma vívida, coloreada y novelesca, y no sin galas
de intriga y estilo, cuentan los jóvenes críticos,
que allí van a hacer pruebas de
ingenio, los cambios del rostro, las inclinaciones del cuerpo, el
paso peculiar de cada contendiente. Y el World, que es periódico
viejo en que ha entrado sangre nueva, no contento de haber
publicado ayer en su hoja diaria los retratos de todos los nobles
de la ciudad, venerables hijos de mercaderes y vaqueros, y las
narices de las mujeres de más nota en el teatro, esta
mañana salió a luz con burlescos
y fieles retratos de los justadores del hipódromo. La
multitud, por las calles, lee ávida los boletines
extraordinarios en que se cuenta hora a hora el progreso de la
competencia; y en
una esquina se apuesta por el irlandés, y en otra se quita
un mozo la levita, y la juega al indio (50-53)

La Nación,
6 de junio de 1884. Tomo 10. Obras Completas de José
Martí. 1975

"¡Guerrero, Guerrero el mexicano va a la cabeza!" No
bien lo pregonan en su alcance los vendedores de
periódicos, La Nación -que ama a su
sangre- sale a averiguar si es cierto que en una prueba de
resistencia
física, en la carrera de seis días y noches por ver
quién anda en los seis días seiscientas millas,
vence al escocés, al irlandés, al inglés, al
alemán, al austriaco, al árabe, el mozo esbelto que
va sorbiendo leguas, a paso de indio, como el gigante de las
botas, el mexicano Guerrero.

Acaba de terminarse la carrera el vencedor no es Guerrero,
como lo fue en un instante, pero en los seis días, aunque
perdió por la nariz sangre a torrente, ha andado
quinientas sesenta y cuatro millas, y sesenta y siete
competidores el mexicano fue el tercero.

Solo Albert el vencedor, ágil y membrudo como Peleo, se
le comparaba por el paso gallardo y la heroica resistencia.
¡Allí van los dos, hombro a hombro, momento antes de
cerrarse, entre banderas y vítores, el circo!

Albert, el filadelfiano, no lleva más ropa que un traje
de punto, como el de los gimnastas; con la cintura de terciopelo
negro; andando seiscientas millas veintidós millas,
pudiera volverlas andar: el paso es breve, rápido, seguro:
el color no revela cansancio: va muy peinado, por la mano de su
esposa que lo cuida: empuña a modo de talismán una
varilla de ébano, como Mercurio el
caduceo: el ojo le chispea.

Y allá va Guerrero no va, como Hércules cuando
corría por conquistar la corona de oliva, sin más
ropaje que su propia piel: ni lleva
como Hipómenes una blusa de lona cuando competía
con la mortal Atalanta por el premio de su mano; ni viste de
camisa y calzonera de piel de venado con pasamanería de
wampunes de colores, y diadema de plumas de cisne, como el veloz
Pan-Puk en las bodas de Haiwatha: Guerrero es galán,
aunque del Bowery, y tan celoso de su lindeza como de su velocidad:
viste de cazadora de paño, polaina, y calzón corto:
la cachucha es de jockey: con la rapidez del andar le flotan a la
espalda las puntas del rico pañuelo de seda azul que para
regalárselo se desató del cuello una admiradora:
aquel no es paso, es columpio: cada paso suyo cubre dos de
Albert: no parece que pisa, sino que vuela: el bigote es negro,
la cara fina y larga, el ojo atravesado: va mirando hacia
atrás, como si lo persiguieran espías o
serpientes.

¡Estalla la música!
¿Quién de los dos dará primero la vuelta a
la pista? Albert recuerda, por su belleza escultural, a los
héroes de las Olimpíadas: Guerrero recuerda a los
daneses que se deslizan por los campos de nieve, buques humanos,
con una vela a la espalda. Ya se acercan: ya llegan : de Guerrero
es el triunfo: ¡Guerrero es el que viene al trote que
venció en otra contienda de seis días a un caballo
de California, rebotando más que corriendo sobre el
aserrín, con las dos banderas americanas a los hombros,
como dos alas!

Sí: ¿pero los infelices que en lucha bestial por
una parte del dinero de la boletería halan hora sobra
hora, legua tras legua, desencajados, expirantes, nauseabundos,
cárdeno el blanco, ceniciento el negro, el mulato verde,
uno royendo una costilla conforme anda, otro asiéndose del
aire; otro plegado, babeando; casi lamiendo el aserrín;
otro cayendo de bruces, desmayado, sobre la pista?

Los rufianes para apostar; las bribonas porque las vean, y por
amor a cuanto
excita su carne impura; y uno que otro curioso, atraído
por el encanto de la tenacidad en cualquier especie de triunfo,
son los que, con los ladrones y los policías, llenan
día y noche el circo de Madison: sólo ellos
pudieran, por la curiosidad morbosa, o el ansia de que gane su
favorecido, asistir sin ira a estos certámenes preparados
por los jugadores que viven de apuestas, y, a los que la
tentación de la ganancia o el afán de la
notoriedad, más necesaria aquí que en país
alguno, atrae gente ruda, ridícula o enérgica a
ejercicios odiosos que en nada aumentan la utilidad, gracia
y ciencia del
hombre: Guerrero era bello, sí: ¡como un venado!
Albert era bello, sí: ¡como un caballo!

Desde las doce de la noche de un sábado hasta las doce
de la noche del otro no se apagan en el circo las luces: por la
tarde, o a prima noche, o al salir de los teatros o bailes,
entran por pocos momentos los curiosos: tendidos sobre los
bancos, o
dormidos bajo el ala del sombrero, con las botas en la baranda y
las manos en los bolsillos, pasan allí las madrugadas
frías, mientras los míseros andarines dan vuelta a
la pista, los apostadores, los tomadores del dos, los vagabundos,
que no tienen mejor cama, los imbéciles, engolosinados con
aquella competencia terrible y monótona.

A esa hora lívida es cuando se ve aquella escena
desnuda. Ni las malas mujeres, vestidas con el lujo que debiera
dejarse para ellas, ostentan en la delantera de la
gradería su amante comprado, su abrigo de piel de foca y
sus brillantes. Ni los carcamanes del arte de jugar,
lampiños y relucientes, rivalizan en la pompa de los
sobretodos y el tamaño de sus joyas con las beldades de
alquiler. Ni la música aviva con estallidos y chispazos el
paso mortecino de los descompuestos caminadores. Ni los que
"pusieron" en ellos, como se pone en un caballo, el dinero
requerido para la carrera, estimulan a su hombre con el regalo de
un bastón o de un ramo de flores, o de un corazón
de jacintos y claveles, o de un reloj de oro o de un billete de
banco, o con
lo que más de todo esto parece animarlos, con la carta de una
mujer que, de
veras o de mentiras, se interesa de amor por el que da en la
contienda muestras de gracia viril o de tenacidad extraordinaria:
el más infeliz, el que ni con la espuela de la
música se aviva, el que sólo burlas arranca a la
plebe por su paso rastrero o su figura bochornosa, rompe a correr
sin cuidarse del vientre que le muerde ni de los pies que se les
desmigajan, cuando recibe una carta de mujer o
un ramo de flores.

¡Pero a la madrugada, lo que deja detrás de
sí un perro indigesto es la única
comparación propia de aquella fetidez y maldad! Los
noticieros de los diarios, soñolientos, en su gran jaula,
apuntan las veces que el austriaco de fealdad
diabólica-que camina dormido-cae en la pista exhausto, y
sin ayuda de una mano piadosa se levanta, o cómo se llevan
insensible a su casilla a uno de los andarines vencidos, o
cómo el escocés-andando casi de rodillas- va
anunciando su paso con el estertor de sus bascas, o cómo
con los brazos cruzados por la espalda por que no se les caiga al
suelo-se
llevan a un caminador moribundo dos parientes compasivos. Los
anotadores, encaramados en su andamio, llevan la cuenta de las
vueltas con grandes números movibles de loza blanca sobre
un entablado negro, arrebujados en el gabán, o
soplándose los dedos ateridos.

En las casillas, que alumbra con claridad de hospital la luz
eléctrica: espera la mujer de
Albert, con sus brillantes y su abrigo de foca, a que su marido
al pasar le tome, sin detenerse, de las manos una taza de
gelatina o un vaso de té helado: la novia de Strokel, del
austriaco, se asoma por entre las muselinas de su puerta a animar
con la mirada al pobre feo que ha entrado en la contienda para
ganar un poco de dinero con que empezar la casa; los cuidadores
azuzados por el apostador, echan a puñetazo al infeliz
andarín, que viene como un pero, con la boca llena de
espuma y los huesos por encima
de la camisa, a buscar el sueño que le niegan aquellos
bárbaros: la policía avisada a tiempo, cae sobre un
pícaro que se desliza en una casilla desocupada para poner
en la pócima unos polvos que le trastornen la salud y le hagan perder la
apuesta.

Llenos de cáscaras, de colillas, de cuñetes
vacíos, de rufianes de camisas coloradas, ¡el circo
hiede! Las mujeres, velan como los hombres. Los andarines con los
ojos vidriados o a medio cerrar, dan vuelta sobre vueltas,
encorvados, chupados, pegada la piel del vientre al
esternón, con las medias blancas salidas del gabán,
como dos huesos.

Veamos en el último día, el circo, cuyo aire
pudre el vapor del mal tabaco: a duras
panas puede el concurrente abrirse paso por la muchedumbre que se
agolpa en torno de la pista interesante aún, porque fuera
de los tres vencedores que llevan ya andadas quinientas
veinticinco millas- los que todavía no han caído
por tierra, los diez que quedan en pie de los sesenta y siete,
bregan por cubrir aquella distancia, que le dará derecho a
una parte de los productos de
la boletería. "No falta aquí uno solo-dice un
policía- de la canalla da Nueva York: aquel de tabaco
terciado y de cabello crespo, es el buen mozo de más
bribonadas neoyorquinas: el caballero que va por allí, el
que bebe ahora la sidra que le da aquel vendedor vestido de
payaso, es el fullero más grande de todo el país y
el rey del timo: aquel otro, que parece un reverendo, es un
ladrón de bancos, y la señora que lo
acompaña otra ladrona."Petimetres, extranjeros, y algunas
damas curiosas pasean en aquel aire fétido y azul por el
interior del circo, lleno de ventorrillos y puesto, de anuncio,
mientras que, ya al cerrarse la carrera, amortiguada la
curiosidad principal, dan los andarines sus últimas
vueltas, que en algunos parecen ser las de la vida.

¡ Abrámonos paso, bien abrochada la levita! Ese
es Albert, el primero de todos: lleva alta la cabeza: ni el
sueño ni la fatiga se denuncian por el menor
síntoma en su rostro triunfante: ha dormido tres horas al
día: la gelatina ha sido su alimento, y su vino el
champaña: el gamo salta así, como salta él:
no bien desaparece por una cabeza de la pista, ya se le ve venir
por la otra, ondeando la bandera, o leyendo un telegrama, o
mirando el bastón que le regala un admirador, o
repiqueteando un tango
irlandés en al banjo que su mujer le cuelga al cuello coma
las damas de antes ceñían la banda con sus colores
al caballero vencedor.

El segundo, vestido de rojo, es el inglés Herty, hombre
de caballerías, pernicaido, peludo, sudoso, con los
hombros en la cintura, y la mirada turbia de los bueyes.

Guerrero le sigue, el paso tan elástico y abierto que,
para ir hablando con él, tienen que trotar sus dos socios
capitalistas en la empresa, Brodie,
el vendedor de periódico que se echó al río
desde lo más alto del puente de Brooklyn, y Dillon, un
pugilista de fama, que mató hace poco de un
puñetazo a su contendiente.

Strokel, el austriaco, a quien ya sólo falta una milla,
pasa muriéndose: la cabeza como la de un muñeco, le
gira sobre los hombros: mueve las manos como los peces las
aletas: las cuerdas del cuello, amotinadas se le engrifan: se le
han secado las piernas bajo los calzones: se le ven bailando los
músculos del rostro; ¡son fatigas de horca las qua
sufre, pero en la puerta da su casilla, fiel durante seis
días, lo espera su novia!

Noremac, el escocés notable por su vigor al final de
las carreras, asombra a la concurrencia cambiando su paso cojo
por trote tendido cuando, al verlo venir, rompe la banda en una
marcha marcial, y en aplauso el público: el rostro
muestra el
rosado enfermo de aquellos a quienes no obedece ya su
corazón: tiene el velo mortal que los imagineros pintan en
los crucifijos: hala sus pies hinchados, como si los
desclavase.

En pos viene Moore, el irlandés: de entre las mejillas
sin carne, coronadas por ojeras rojizas, le sale cubierta de
gotas de sudor, la nariz enorme: se pasa la mano por el
cráneo rapado, con el gesto de angustia de los monos.

Hart, el negro de Haití, gran andador, perdida la
gallardía con que ganó su fama, pasa humillado,
encogido, Micado, combo.

Stout, el árabe, va detrás de el, gigantesco y
visible, muy bien envuelto en su gabán, los brazos como
aspas, los ojos como ascuas, entrampados los pies colosales, que
ni por la amenazas ni la burla animan al paso
filosófico.

Yanqui tiene que ser, y es, el que sigue a Stont; Tailor, el
yanqui, viejo arrugado de cabeza celta: la barba gris le cae al
pecho: no lleva zapatillas como los demás sino medias; ni
calzones, sino pantalones largos, sujeto de los hombros por
tirantes azules, sobre la camisa de cotín, con letras
rojas: pasa como la desgracia, como la noche, como el destino: no
levanta loa ojos del suelo: no retarda ni aligera su paso:
desaparece por la curva de la pista, triste y anguloso.

¿Y ese infeliz que viene ahora, el último, el
párroco Filly, cuya agonía, cuya cabeza hundida,
cuyos brazos a medio caer, como las alas de un pollo sin plumas,
saluda el público con silbidos y carcajadas? Le han dado
la bandera, que se le cae de la mano: exprime el pañuelo
empapado en sudor: la cabeza la lleva hacia atrás como si
se le hubiera enroscado la médula: carga a la espalda un
anuncio, como la silla de un caballo. Y va cantoneando el cuerpo
huesudo, como quien quiere parecer bien a las damas.

En las casillas, y en loa hoteles de la vecindad, a la hora en que el
vencedor aún tenía fuerza para despedirse de la
concurrencia con un discurso, las
esposas de loa vencidos lea bañaban los pies, negros y
fétidos; o les acomodaba el médico la cadera
enjuta; o interrogaba un periodista en vano la mente hueca del
caminador, tendido exánime en

un catre de campaña, entre florea marchitas, potes
embadurnados de jalea, cascos de huevo con fondos de vino, huesos
de cordero a medio mondar, cepillos, tabacos, trapos manchados de
sangre, libras de té y botellas de champaña
descabezadas(401- 406)

La Nación, 15 de abril de 1888. Tomo
11. Obras Completas de José Martí. 1975

Boxeo

… Acompañados de gran séquito, de
aficionados y apostadores, van a un rincón del Estado de
Ohio, a luchar "por el premio de la pluma", el primer pugilista
inglés y el primer pugilista americano; y desnudos de
pecho y brazos, en el centro de la preparada arena, rodeados de
gente ansiosa que gesticula y vocea, a pocos pasos del
guardián que con una rodilla en tierra, espera el instante
de restañar la sangre y bañar los músculos
hinchados de los combatientes con el menjurje que llena la ancha
tina que tiene junto a si, el recio Holden y el torvo White se
dan, con el puño cerrado, hasta que la policía los
interrumpe, sendos golpes de maza en frente y labios…
(Pág. 131)

La Opinión Nacional. Caracas, 10 de diciembre de
1881. Tomo 9. Obras Completas de José Martí.
1975

Nueva York, Febrero 17 de 1882

Señor Director de La Opinión Nacional:

Vuela la pluma, como ala, cuando ha de narrar cosas
grandiosas; y va pesadamente, como ahora, cuando ha de dar cuenta
de cosas brutales, vacías de hermosura y de nobleza. La
pluma debiera ser inmaculada como las vírgenes. Se
retuerce como esclava, se alza del papel como prófuga y
desmaya en las manos que la sustentan, como si fuera culpa contar
la culpa. Aquí los hombres se embisten como toros,
apuestan a la fuerza de su testuz, se muerden y se desgarran en
la pelea, y van cubiertos de sangre, despobladas las
encías, magulladas las frentes, descarnados los nudos de
las manos, bamboleando y cayendo, a recibir entre la turba que
vocea y echa al aire los sombreros, y se abalanza a su torno, y
les aclama, el saco de moneda que acaban de ganar en el combate.
En tanto el competidor, rotas las vértebras, yace
exánime en brazos de sus guardas, y manos de mujer tejen
ramos de flores que van a perfumar la alcoba concurrida de los
ruines rufianes.

Y es fiesta nacional, y mueve a ferrocarriles y a
telégrafos, y detiene durante horas los negocios, y
saca en grupos a las
plazas a trabajadores y a banqueros; y se cambian al choque de
los vasos sendas sumas, y narran los periódicos, que en
líneas breves condenan lo que cuentan en líneas
copiosísimas, el ir, el venir, el hablar, el reposar, el
ensayar, el querellar, el combatir, el caer de los seres rivales.
Se cuentan, como las pulsaciones de un mártir, las
pulsaciones de estos viles. Se describen sus formas. Se habla
menudamente del blancor y lustre de su piel. Se miden sus
músculos de golpear. Se cuentan sus hábitos, sus
comidas, sus frases, su peso. Se pintan sus colores de batalla.
Se dibujan sus zapatos de pelea.

Así es una pelea de premio. Así acaban de luchar
el gigante de Troya y el mozo de Boston.. Así ha rodado
por tierra, ante dos mil espectadores, el gigante, inerte y
ensangrentado. Así ha estado de gorja Nueva
Orleáns, y suspensos los pueblos de la Unión, y
conmovido visiblemente Boston, Nueva York y Filadelfia. Aun veo,
prendidos como colmena alborotada a las ruedas y ventanas del
carro donde les venden los periódicos, a esas criaturillas
de ciudad, que son como frutas nuevas podridas en el
árbol. Los compradores, en montón, aguardan en
torno al carro, que ya anda, arrebatado por el grueso caballo a
que va uncido, en tanto que ruedan por tierra, revueltos con
paquetes de periódicos, míseras niñas
cubiertas de harapos, o pequeñuelas bien vestidas, que ya
desnudan el alma, o irlandesillos avarientos, que alzan del lodo
blasfemando el sombrero agujereado que perdieron en la lucha. Y
vienen carros nuevos, y luchas nuevas. Y los que alcanzan
periódicos, no saben cómo darlos a tiempo a los
compradores ansiosos que los asedian. Y la muchedumbre, temblando
en la lluvia, busca en los lienzos de noticias que
clavan en sus paredes los diarios famosos, las nuevas del
combate. Y lee el hijo, en el diario que trae a casa el padre, a
qué ojo fue aquel golpe, y cuán bueno fue aquel
otro que dio con el puño en la nariz del adversario, y con
éste en tierra, y cómo se puede matar empujando
gentilmente hacia atrás el rostro del enemigo, y
dándole con la otra mano junto al cerebro, por el
cuello. Y publican los periódicos los retratos de los
peleadores, y sus banderas de combate, y diseños de los
golpes. Y se cuenta en la mesa de comer de la familia,
que este amigo perdió unos cien duros y aquél
ganó un millar, y otro otros mil, porque apostaron a que
ganaría el gigante, y sucedió que ganó el
mozo. Eso era Nueva York la tarde de la lucha.

¿Y en el campo de la lucha? Fue allá, en tierras
del Sur, junto al mar, bajo cedros y robles. No son éstas
querellas de bribones, que la ira encona, el azar cansa, y el
capricho legisla: son troncos de antemano concertados, en que se
dividen-como en las justas antiguas-el campo y la luz, y se
determina, como para los caballos de carrera, el peso y el modo
de justar y se acuerda en tratado formal y manera minuciosa: que
los peleadores pelearán de pie, y sin piedras ni hierros
en la mano, ni más que tres espigas de punta redonda y
media pulgada de largo en la suela del zapato, y se establece,
como mejora de decoro, que aquella vez no muerdan, ni se rasguen
la carne con las uñas, ni se dé golpe al que ya
tiene una mano y una rodilla en tierra, y a aquel a quien se
sujeta por el cuello contra las cuerdas o estacas del circo, que
ha de ser prado llano, y no mayor de 24 pies en cuadro, y ha de
ostentar al sol, enarboladas en las estacas del centro, los
colores de pelea de ambos rufianes, los cuales fueron esta vez
arpa, sol, luna y escudo, y águila de anchas alas sobre
esfera tachonada de estrellas para el gigante de Troya, y
águila que sustenta en las nubes un escudo americano,
cercada de banderines de Irlanda y Norteamérica, para el
mozo fuerte de Boston. Porque de Irlanda vino a esta tierra, con
la poblada numerosa, la bárbara costumbre.

Los tiempos no son más que esto: el tránsito del
hombre-fiera al hombre-hombre. ¿No hay horas de bestia en
el ser humano, en que los dientes tienen necesidad de morder, y
la garganta siente sed fatídica, y los ojos llamean, y los
puños crispados buscan cuerpos donde caer? Enfrenar esta
bestia, y sentar sobre ella un ángel, es la victoria
humana. Pero como el Caín de Cormon, en tanto que los
aztecas
industriosos y los peruanos cultos hacían camino en la
cresta de los montes, echaban por canales ciclópeos las
aguas de los ríos, y labraban para los dedos de sus
mujeres sutilísimas joyas, los hombres de aquellas tierras
del Norte, que opusieron a los dardos de los soldados de
César el pecho velludo, y las espaldas cubiertas de
pieles, alzaban tienda nómada en la tierra riscosa, y
comían en su propia piel, ahumada apenas, la res
ensangrentada que habían ahogado con sus brazos
férreos. Los brazos de los hombres parecían laderas
de montaña, sus piernas troncos de árboles, sus manos mazas, sus cabezas
bosques. Vivir no fue al principio más que disputar los
bosques a las fieras. Más hoy la vida no es montaña
áspera, sino estatua tallada en la montaña.

Así se espantan los ojos, como si de súbito se
viera pasar por las calles de una ciudad moderna a Caín,
de ver cómo las artes de la pintura y de
la imprenta lamen
sumisas los pies rugosos de estas bestias humanas, y copian y
celebran al bruto magnífico, y le espían anhelantes
en el instante en que, desnudo el torso montuoso, y encrespado el
brazo troncal, ensaya en una bola de cuero, que
envía bamboleando al techo de que cuelga por fajilla de
cuero, los golpes que ha de dar luego, entre hurras y
vítores, en el cráneo crujiente, en los labios
hinchados, en el cuerpo tambaleante de su adversario estremecido.
Se educan para la pelea, se fortalecen, se consumen en la carne
superflua que pesa y no resiste, se recogen en población de campo, en casa apartada, con
sus educadores, que les enseñan golpes excelentes, y les
prohíben excesos corporales, y los muestran a los que
apuestan de oficio, y quieren ver, antes de apostar a su hombre,
porque "ellos van de negocio" y deben apostar "al mejor hombre".
Y de negocio también van los peleadores, que jamás
se vieron a veces, y van a verse por primera vez en la arena del
circo. Pero un chalán ha puesto a los brazos de uno, dos
millares

de pesos, y un diarista ha puesto a los brazos de otro, dos
millares, y ajustan la pelea, la sangrienta pelea, porque no
viene mal ganar, rompiendo huesos y sacudiendo en los
cráneos los cerebros, los dineros y la fama de
"campeón del peso grande de la América", porque hay menguados que pesan
ciento treinta libras, y se baten por la fama de ser los
más ricos golpeadores entre los de poco peso; mas hay
mancebos que pesan doscientas libras, y éstos lidian por
merecer el derecho de campeón entre los de peso
grande.

Y no bien se publica que se ha ajustado la batalla,
hácense cargo del peleador los que le "educan", que se
llaman "sus segundos", e impiden que por el beber o el mocear
comprometa "el hombre de
pelea" la ganancia del que ha puesto dinero "a su espalda". Y es
la nación circo de gallos. Van los dos hombres
enseñándose por los pueblos, y peleando con
guantes, desnudos de cinto arriba, en teatros, plazas y tablados
de cantina, donde ondean sus colores, y narran sus
hazañas, y palpan sus músculos y balancean las
condiciones de ganancia o pérdida, antes de cruzar con el
jugador vecino la apuesta de dinero. Créanse bandos en las
poblaciones, que suelen parar en que ambos contendientes saltan,
revólveres al aire y cuchillos en alto, al circo o al
tablado: y Troya, que ama a su gigante, que es dueño de un
teatro, y padre de familia, y
pródigo de fama, como buen rufián, arde en celos de
Boston, que está orgullosa de su bestia, porque no se ha
puesto hombre en frente del mozo bostonés que no haya
caído ensangrentado en tierra. No se pregunte quién
lo impide, que cuando acontece en plazas públicas, un mes
tras otro mes, no lo impide nadie. Hay leyes, mas como
en México,
donde prohíben las lidias de toros, buenas para hacer
toros de los hombres, en el recinto de Tenochtitlán, y
dejan las que haya en el pueblecillo cercano de Tlalnepantla,
donde un tiempo oró en su torre alta el gran
Netzahualcoyotl, poeta, rey y capitán excelso, y hoy
desjarretan brutos: vestidos de toreros de comedia, hombres
nacidos, por la grandeza de la tierra que los cría, a
más glorioso empleo.

Cuando se acerca el día fijado para el combate, como
cada Estado tiene ley diversa, y
abundan entre los hombres distinguidos, que hacen las leyes, los
abominadores de esta pelea de hombres, suelen los pugilistas
andar de salto en salto, en fuga de las cárceles. Mas
hallan siempre Estados que los amparen, y allí, es fiesta
pública. Vienen los trenes, de comarcas lejanas, cargados
de apostadores, que ponen punto a sus negocios, y dejan sin padre
sus casas, por venir a centenares de millas, a apiñarse en
la muchedumbre vociferadora que con el rostro encendido y las
manos en alto, y el sombrero a la nuca, rodeará en la
mañana anhelante, el circo de la lidia. Son banqueros, son
jueces, son graves personas, miembros de las iglesias de su
pueblo, son jóvenes ricos, de dinero que debiera trocarse
en yugo para sus frentes: no son sólo bribones ni
chalanes. Hay en toda ciudad un centro de estos juegos, y en
algunas ciudades muchos centros. Cada agrupación
envía sus diputados; cada postor que puso precio,
envía su hombre a ver; cada amador del ejercicio va a
gozarse en sus lances. No tienen cierre las puertas de los
hoteles y cantinas. L os hijos pródigos del azar asombran
con su fausto, y los boxeadores de oficio con sus fuertes
músculos, a las damas y damiselas de la villa, que no
apartan de ellos los ojos, como de seres aborrecibles, sino que
les miran con curiosidad y con regalo, como a hombres magnos y
seres de privilegio.

En Nueva Orleáns, en cuyas cercanías fue este
combate, se abrieron las bolsas viejas, muy atadas desde los
tiempos de la guerra
terrible, para poner los ahorros mohosos a la bravura de los
jayanes. Las calles parecían corredores de casas; y el
suceso, suceso de familia. Todo era chocar de vasos, hablar en
voces altas, discutir en tiendas y plazas los méritos de
los mozos, en cohorte ir a saciar los ojos avarientos en la
espalda robusta, el hombro redondo, y la cadera desenvuelta de
los atletas. Y volvían los unos, mohínos porque su
jayán tenía demasiada carne sobre las costillas, y
los otros alborozados porque su hombre era todo huesos y
músculos. Iban los médicos en grupos, a ver aquel
ejemplar rico de bruto humano. Y las damas iban a poner su mano
delgada en la mano huesosa de los héroes.

Toda la ciudad parecía de viaje en la noche que
acabó en la madrugada de la marcha. En sillas, y en
sofás y de codos en los balcones, dormían,
temerosos de que partiese el tren sin ellos, los que
habían comprado, a cambio de diez
pesos, el derecho de ver la anhelada lucha. Vaciaban en los
mostradores de los hoteles, porque no se las robasen en el
camino, las joyas, a que son los rufianes muy aficionados. Y
allá va al fin, cruzando los llanos pantanosos de la
Luisiana, el tren veloz con los peleadores, con sus segundos, con
la esponja y menjurjes de curar, con los dineros de la lidia, con
sus vagones repletos, techados de gente, rebosada de los carros.
Allí el beber; allí el vocear; allí el
proponer apuestas y aceptarlas. Allí el decir que un buen
peleador ha de tener arrojo, agilidad y resistencia. Allí
al hacer memoria de
cómo en otros tiempos se libraban al vigor del puño
las contiendas electorales de los neoyorquinos; cómo un Mc
Coy mató en el circo a un Chris Lilly; cómo cuando
Hyer venció a Sullivan, en "pelea de huracán se
encendieron luminarias en Park Row", que es la calle vieja y
famosa, que da hoy al costado del correo, y se leyó por
largo tiempo en un gran lienzo transparente: "Tom Hyer,
campeón de América". Era allí el recordar
entre sorbos de pócimas ardientes, que Morrisey
dejó a Heenan por muerto; que cuando Jones peleó
con Mc Coole recibió de él tal golpe en la frente,
que rodó al suelo, víctima de náuseas y como
con el cerebro desquiciado; y que Mace era un gran golpeador, que
braceaba como aspa de molino, y quebró de un buen golpe el
cuello de Allen. ¡Y el sol entraba a raudales por las
ventanillas de los carros!

Ya en el lugar de la pelea, que fue la ciudad de Mississippi,
estaban llenos de gente los alrededores del sitio elegido para el
circo, y a horcajadas los hombres en los árboles, y
repletos de curiosos los balcones, y almenados de espectadores
los techos de las casas. Vació el tren su carga. Se
alzó el circo en el suelo, y otro circo
concéntrico, entre los que podían vagar los
privilegiados; cantando alegres, se sentaron por la arena en
batallón gozoso los cronistas, que cuando se pobló
el aire de hurras, y fueron todas las manos astas de sombreros,
era que venían el huraño Sullivan con su
calzón corto y su camiseta de franela verde, y el hermoso
Ryan, el gigante de Troya, en arreos blancos. En el circo,
había damas. Y a la par que los jayanes se dieron las
manos y ponían a hervir la sangre que iba a correr
abundosa a los golpes, encuclillados en el suelo, contaban los
segundos los dineros que se habían apostado a los dos
hombres. ¿A qué mirarlos? A poco, ruedan por
tierra; llévanlos a su rincón, y
báñanles los miembros con menjurjes,
embístense de nuevo, sacúdense sobre el
cráneo golpes de maza; suenan los cráneos como
yunque herido; mancha la sangre las ropas de Ryan, que cae de
rodillas, en tanto que el mozo de Boston, saltando alegre y
sonriendo, se vuelve a su "esquina". Atruena el vocerío,
álzase Ryan tambaleando; le embiste Sullivan riendo;
ásense de los cuellos y estrújanse los rostros; van
tropezando a caer sobre las cuerdas; nueve veces se atacan: nueve
veces se hieren; ya se arrastra el gigante, ya no le sustentan en
pie sus zapatos espigados, ya cae exánime de un golpe en
el cuello, y al verlo sin sentido, echa al aire la esponja, en
señal de derrota, su segundo. Se han cruzado $300,000,
apostados en todas las ciudades de la nación a la pelea de
estos dos mozos; se han alquilado hilos de telégrafo para
dar cuenta menuda a todos los vientos de los detalles de la
lidia; han recorrido las calles de las grandes ciudades,
muchedumbres ansiosas que recibieron con clamores de aplausos, o
ruidos de ira, la nueva del triunfo; se ha celebrado con
músicas y fiestas al bostonés victorioso; y se
exhiben de nuevo en circos y cantinas, agasajados y regalados, el
mozo y el gigante. ¡Aún está roja y castigada
de los pies, en la ciudad del Mississippi, la arena de la mar! Es
este pueblo como grande árbol: tal vez es ley que en la
raíz de los árboles grandes aniden los gusanos.
(Pág. 253-259)

La Opinión Nacional. Caracas, 4 de marzo de 1882.
Tomo 9. Obras Completas de José Martí. 1975

"Acá es frenesí este amor al gladiador. Se tiene
en él una gran vanidad, como si se encarnara y
representase al país en lo que más se estima. Ahora
mismo agita el papel en que esto se escribe, el aire que entra
por la ventana, lleno de la música ruidosa con que van a
saludar unos mozos al púgil Sullivan, rey de los
puñetazos, que tiene ya cinco años de vida de
triunfo, adorado y mimado por su fuerza. De un golpe abate a un
hombre: de dos lo mata. Lleva una vida brutal. El día es
para él Champagne; de noche cerveza; un
puñetazo, el cielo. Le deleita quebrar labios y leyes. No
tiene una bondad ni arranque de hombre. A su mujer la tunde. A su
hijito de ojos azules, lo echa escalera abajo, Goza en magullar.
Tiene el gusto burdo, y va todo él colgado de brillantes:
lleva un puño de ellos en la pechera de la camisa: un
anillo le relampaguea en la mano derecha: otro en la izquierda.
Usa un sombrero blanco como la leche. Pero toda esta
grosería y brutalidad se le perdona. La policía lo
escuda y lo trata tiernamente. Los tribunales no le son hostiles.
Se ve en él todo eso como ornamento y gracia de su
majestad. Un cariño real acompaña y protege por
todas partes a esta bestia.

"Aquí está en un hotel que abre sus balcones sobre el aire
aromado del Parque Central, preparándose para la pelea
enorme con que va a celebrarse el 4 de julio, ¡el
día santo de la independencia patria!

"Diez días faltan y ya no habla New York de otra cosa.
Se olvidan las carreras de caballos, los desafíos de
pelota, las noticias de que la hermana del presidente publica una
novela de
amores; las sentencias recaídas sobre los obreros
coaligados que amenazan a los dueños, la demanda de un
representante para que el Congreso impida que el gobierno
francés tome sobre sí la obra del canal de Panamá.
Todo eso se lee como de pasada. De nada de eso se trata en las
convenciones. La primera ojeada de los que leen diarios es para
los párrafos de Sullivan. Los diarios informan al
público de que sus ojos están claros, vivos, buenos
para la pelea. Tiene un cuidador que le amasa la piel dos veces
al día, que le lleva al levantarse un vaso de agua, con
cuatro yemas de huevo. Todo el día está en el hotel
rodeado de gente. El campeón sale dos veces a tomar el
aire, en su carruaje pomposo, que él quiere que sea muy
grande, y de dos caballos. Si está almorzando adentro, la
multitud cuchichea afuera: "Le han servido cuatro costillas": "no
toma más que té y yemas de huevos": "ya pesa cinco
libras menos". Si se acerca a la puerta para tomar el suntuoso
coche, la multitud se arremolina, se siente como una
unción, los policías halagüeños limpian
el paso para el héroe el héroe sale, acogido por un
clamor de victoria y cuando vuelve, pleno el pulmón de
aire de flores, la gente es más, de la plazoleta del
hotel, que es toda una cabeza, surge un vítor robusto que
corean los chicuelos amontonados de todas partes de la ciudad
para respirar siquiera el polvo del carruaje del campeón a
quien admiran. Da frío ver criarse a un pueblo entero en
el culto a la fiera" (44-45)

El Partido Liberal, México, 13 de julio de 1886.
"Otras crónicas de Nueva York" José Martí.
Compilador Ernesto Mejías. La Habana, 1983

(.) está sacudida Nueva York, porque para celebrar al
gusto público el aniversario de la independencia, se nutre
el púgil Sullivan, cargadas las manos y la pechera de
brutales brillantes, con las costillas de camero, yemas de huevo
y aire fresco del Parque que han de mantenerle claros los ojos y
sueltos los músculos en la pelea tremenda contra un
inglés rival y diminuto, a quien ceban y amasan dos
guardianes en un pueblo de playas salutíferas. (15)

La Nación Buenos Aires,
agosto de 1886. Tomo 11, Obras Completas de José
Martí. 1975

(.) Boston mismo, que de shakesperiana y poética se
precia; Boston, hogar de arte, y como academia del buen gusto,
del periodismo
experto y de la fina literatura; Boston, en cuyas
cercanías pensó Emerson y rimó Longfellow ;
Boston, en cuyo sacro Fanceuil Hall, cuna luego de la soberana
oratoria del
abolicionista Wendell Phillips nació "con palabras que han
puesto cinta al mundo" la libertad
americana, ¡Boston mismo, con su mayor a la cabeza, ha
subido a un estrado de púgiles, para ceñir el
vientre de John Sullivan, campeón de los peleadores, una
faja de oro y diamantes, y águilas esmaltadas, y banderas
de Irlanda y los Estados Unidos,
que ha costado a los ciudadanos de Boston diez mil pesos!
¡Este es el magnífico bruto que derriba a cuanto
hombre sale al frente, que tiene a la cofradía pasmada por
el empuje y peso de su puñetazo. Que echa a tierra del
golpe, rodeado de trémulos policías que lo disuaden
tiernamente, al niño que le enoja, a la mujer con quien
tiene hijos, al caballo que le cierra el paso! Babeando y
hediendo va todas las noches a su casa este magnífico
bruto, honrado ahora, ante el teatro repleto que lo vitorea, por
el mayor de su ciudad de Boston. (259)

El Partido Liberal. México, 1887. Tomo
11. Obras Completas de José Martí, 1975

(.) Y el día sigue su curso. Cada cual va a su interés.
Hoy empiezan en Jerome Park las carreras de caballos. Kilrain, el
púgil, va a pelear a puño seco con un inglés
desconocido, por la gloria de mil pesos. ¿Peleará
en Nueva York, o en Indiana, donde hay menos
polícía, (.) o peleará en la ciudad de
Sioux, donde las peleas gustan mucho (.) (70)

La Nación. Buenos Aires, noviembre 22 de 1888. Tomo
12, Obras Completas de José Martí.1975

Eso llena ya la prensa; Y la
pelea, que está al ser, del otro Sullivan, el púgil
bestial de Boston, con el inglés Kilrain, por cinco mil
pesos, más el cinto de brillantes de "campeón de
los púgiles del mundo".

La Nación. Buenos Aires, 2 de agosto de 1889. Tomo
12. Obras Completas de José Martí.1975

Señor Director de La Nación:

Está de bárbaros el país. No se habla
más que de la pelea de los dos púgiles Kilrain y
Sullivan. De San Francisco a Nueva York, lo primero que trae el
diario, escrito con maravilla de color y arte como de novela, es
el recuento de lo que hicieron ayer los púgiles, de lo que
come Sullivan, para rebajarse la carne, de lo que anda Kilrain,
para fortalecerse las piernas. Se ha escrito de ellos, es la
verdad, más que de la catástrofe de Johnstown, que
todavía está pidiendo ataúdes. (.) (279)

Pero ni de eso, que es boca humeante por donde se le pueden
ver las entrañas al país, se comenta, se
telegrafía, se escribe tanto como del suceso, que a todos
preocupa, puesto que se nota que los mismos que lo condenan,
más hacen para tener ocasión de hablar de
él. "Sullivan tiene siete pies." "De los pies es flojo, y
tiene el brazo roto." "Un barril de whisky, no es quién
contra un herrero que juega con los quintales." "Sullivan
rompió ayer en el aire una bola de cuero de un
puñetazo." "Kilrain tiene cables en las piernas." "Con
avena hemos estado criándole los músculos a
Sullivan." "Cien por Sullivan." "Diez por Kilrain." Y salen
llenos de rufianes, de jóvenes de la prohombría, de
representantes y jueces que llevan nombre supuesto, los trenes,
anunciados, de público, en cartelones y periódicos,
para el lugar de la pelea, para el circo que a quince por hombre,
tiene ya recogidos treinta mil pesos.

Allá va toda la gente de cabeza rapada, y tabaco con el
aro de papel, para que se le vea lo bueno. Van de sillón
con cama y mesa de champaña, en el carro-palacio. Van con
sus mozas, que saben como ellos dónde ha de ir una buena
"derecha", o cómo se ha .de meter el brazo para llevarle
al otro la ventaja en la "cruz". (281-282)

La Nación. Buenos Aires, 17 de agosto de 1889. Tomo
12. Obras Completas de José Martí. 1975

Regatas

Nueva York, Septiembre 19 de 1885

Señor Director de La Nación:

Estos han sido para New York días venecianos. Ha habido
gran regata de yates nuevos, bajo el cielo azul de septiembre,
vestidos los marineros de blusa de colores y anchos calzones
blancos. Inglaterra y
Estados Unidos van a disputarse la copa "América", que
premia al yate que mejor corta el mar y doma el viento. Como los
Estados Unidos hicieron en la regata anterior, el yate Genesta ha
venido de Inglaterra a contender con el Puritan, elegido entre
los americanos por el más velero. La entrada de la
bahía es un campamento: suelo firme parece el mar de los
vapores, por lo seguros que lo
cruzan: van y vienen, como ayudantes de órdenes: el uno
sale primero, el otro le alcanza con instrucciones nuevas, los
dos juntos van a marcha igual hacia el Genesta; porque ya
llegó la hora, hacia el Puritan que aguarda preparado:
brilla más el Genesta; dice menos el Puritan: ¿no
hemos de repetir sus nombres? ¿de qué se ha hablado
aquí en estos quince días últimos? : las
Bolsas, cerradas; los negocios semisuspensos; los hoteles,
vacíos; todo el mundo en el mar, o a las orillas. El
dueño del yate inglés, con ese amor al color que va
salvando a su pueblo, viste de gala, blusa blanca y rosada,
calzón blanco, gonilla azul: fuma, los tripulantes
resplandecen, vestidos de dril blanco; del gorrillo negro les cae
a la izquierda un doble rojo.

El capitán del Puritan lleva el azul de guerra, suelto
y oscuro: el sol le curtió el rostro: en sus pupilas
claras no se ve una mancha: son los ojos misteriosos y
extrañamente bellos de los que ven lo inmenso: los ojos de
los que descubren, de los que inventan, de los que navegan: el
capitán aprieta los labios, y no fuma: aguardan sus
órdenes los marineros severos, torres humanas, vestidos de
un blanco que ya vio faena, y sin gorrillos. Un pito suena, es la
primera señal; suena otro pito: ¡y en marcha!

Reloj en mano están a bordo del Genesta los ingleses:
¡allá va sobre el mar, la vela inflada! Arranca,
gira, para: llegó antes que el Puritan a la línea
de salida: de vapor en vapor rueda el aplauso. Y al fin parten
seguidos de espesa masa de vapores. Los nobles rivales van
parejos: poco casco en el agua, al
aire mucha vela; andan de prisa y bien, contra lo que sucede en
la tierra, que basta que una mente gallarda y de buena vela ande
de prisa, para que los de casco pesado y vela ruin digan que no
andan bien, hasta que con el envidiarlo y el decirlo se lo
impiden. Sigue adelante la regata larga: unas veces saca ventaja
de poca monta el americano; el inglés la saca otras,
también de poca monta: ya van caídos sobre el mar y
al frente, delgado como una hoja de cuchillo; ya tuercen viento,
y regatean de lado; se acosan; el Puritan va atrás:
¡dónde tiene las espuelas que parece que le han
cortado los ijares, y arremete sobre el mar, suelta la brida, el
capitán al cuello, y alcanza, aborda, iguala al barco
inglés, le saca la proa, le lleva ya toda la enorme vela,
y dobla la flotante meta, que ostenta pabellón americano,
con dos millas sobradas de ventaja?

Fuera de la bahía, han ido tras ellos,
apretándose para ver mejor, vapores blancos de tres
puentes, cargados de hermosuras, vestidas en traje azul de
navegar, con listas blancas: cuando la calma enoja a los veleros
formidables, adelantan sin cambio mayor en su camino; el
tentempié comienza; la cubierta les sirve de asiento, de
mesa la jaleta; un galán les trae la ensalada de pollo o
de langosta, otro galán cerveza de jengibre, soda, vino
del Don que a la champaña suple, o champaña: los
sombrerillos de paja reposan junto a sus dueñas, que del
aire del mar y el desorden de sus cabellos cobran más
hermosura.

Vapores blancos de tres puentes, cargados de niñas
ricas, de adinerados negociantes, de jóvenes de buen
vivir: vapores azules, rojos y verdes, fletados por los clubs y
por las bolsas, donde hablan las botellas, se cuentan chistes acres,
se dan a duendes los quehaceres del oficio, se canta y baila en
coro; se saluda, con júbilo de loco, el cielo, el mar, el
aire, la libertad grandiosa; vapores de gente burda, comerciantes
de vicios, rufianes adineradores, apostadores de carreras, gente
de diamante en pecho, vientre robusto y rostro rojo; vaporcillos
innúmeros, de esta y aquella empresa, personaje, casa
rica, o diario, a bordo la mesa de redacción y la escuadrilla de dibujantes y
de grabadores; ejército de vapores, bordeándose,
tropezando, andando lado a lado, lanzando al aire fuegos de
artificio, cambiándose chistes, retos, apuestas y
botellas, han seguido a los dos yates por el. camino ; se han
juntado como aves de casa a
la hora del maíz al
llegar a la meta; y ya en
mayor alboroto y desorden los han escoltado al volver; acá
acercándose al Genesta, como para consolarlo, allá
echándose sobre el Puritan, rodeándolo,
yéndose tras la quilla, como si quisieran darle la
mano.

"iHurra, hurra!" de todas las orillas, que están llenas
de gente: bote se ha vuelto la ciudad, y sale al paso a
recibirlos; en hilera, como soldados que aguardan a su jefe,
están los yates de vela, poblados de lo mejor que tiene en
niñas Nueva York y el vecindario; brazos, sombreros,
pañuelos y banderas saludan al triunfante Puritan, que
viene ya a remolque todo el velamen caído, como de la mano
de su caballerizo el buen caballo que ha ganado la carrera. A
remolque viene también el

Genesta. Sir Richard, el caballero de la blusa blanca y rosada
y el gorrillo azul, pide que lo lleven al costado del Puritan,
porque quiere saludarlo: todos sus marineros están
detrás de él, con la gorrilla negra y roja en la
mano derecha, silenciosos y en fila, y al pasar junto al yate
vencedor, señor y marineros rompen a una, agitando los
gorros al aire tres veces: –"lHip, hip, hooray!"

Y el capitán de rostro tostado, que tiene tras
sí, no en fila, a SUS suecos, encajando en el aire los dos
brazos altos, vocea una y otra vez: "¡ Hip, bip,
hooray!

Glorioso llaman en inglés a este tiempo lucido, acaso
porque con su aire fresco y cielo limpio invita a gloria. Las
gentes se dan prisa, antes de que vengan las nieves, a nutrirse
el pensamiento de
las ideas vivas que inspira el verano, a gozar de estas horas de
boda a que han de seguir luego tantas horas de féretro. Y
es septiembre un festival prolongado, sin día que no sea
acontecimiento, ya porque Maud S., la yegua más ligera que
pisa tierra, anda una milla en dos minutos y nueve segundos, cuya
hazaña celebran a la vez en Inglaterra y en los Estados
Unidos juiciosos editoriales; ya porque los "nueve" de Chicago
vencen en el juego de pelota a los "nueve" neoyorquinos, uno de
los cuales gana al año diez mil pesos, porque no va una
vez la pelota por el aire que él no la pare; y eche por
donde quiera; ya porque un vapor lleno de bostonianos ha venido
río arriba, con ocasión de las regatas, a mofarse
de los petimetres neoyorquinos que no hallan cosa de su tierra
que sea buena: y compran en Inglaterra yates que Nueva York
vence, y andan por las calles a paso elástico y
rítmico, como si anduviesen sobre pastillas, y hablan
comiéndose las erres y la virilidad con ellas, acariciando
con el mostachillo rubio el cuerno de plata del bastón que
no se sacan de los labios: son unos señorines
inútiles y enjutos, a quienes no se ve por las calles
desde que venció el Puritan.

Las regatas, como tantas otras cosas, no son de valer por lo
que son en sí, sino por lo que simbolizan. De los Estados
Unidos se van las herederas a Inglaterra, a casarse con los
lores; ningún galán neoyorquino se cree bautizado
en elegancia si no bebe agua de Londres; a la Londres se pinta y
escribe, se viste y pasea, se come y se bebe, mientras Emerson,
piensa, Lincoln muere,
y los capitanes de azul de guerra y ojos claros miran al mar y
triunfan. La grandeza tienen en casa, y como buenos
imbéciles, porque es de casa la desdeñan. Hasta la
hormiga, la mísera hormiga, es más noble que la
cotorra y el mono.

Pues si hay miserias y pequeñeces en la tierra propia,
desertarlas es simplemente una infamia, y la verdadera
superioridad no consiste en huir de ellas, ¡sino en ponerse
a vencerlas! La regata ha dado esto bueno de sí, como da
siempre algo bueno, aunque parezca puerilidad al que ahonda poco,
todo acto o suceso que concentra la idea de la patria; ¡hay
un vino en los aires de la patria, que embriaga y enloquece! Se
le bebe, se le bebe a sorbos en estas grandes ocasiones y
¡parece que se deslíen por la sangre, con prisa de
batalla, los colores de una gran bandera! (Pág.
295-297)

La Nación. Buenos Aires, 22 de octubre de 1885. Tomo
10. Obras Completas de José Martí. 1875

Béisbol

"(.) Si se mira a la calle por la tarde, no se ven sino mozos
robustos que andan a buen paso, para cambiar sus trajes de oficio
por el vestido de paseo, con que han de lucir a la novia, o el
del juego de pelota, que aquí es locura, en la que se
congregan por parques y solares grandes muchedumbres.

El Liberal de México, 13 de junio de 1886. "Otras
Crónicas de Nueva York", José Martí.
Compilador Ernesto Mejías. La Habana, 1983.

(…) la lucha empeñadísima de los
periódicos de la mañana que a ocho centavos casi
todos se siguen vendiendo y cada día inventan métodos
con que arrebatar sus lectores a los diarios rivales, entre cuyos
métodos el de escribir con ligereza y de burla (…) sobre
los juegos de pelota, que ya empiezan, y los paseos en el Parque
Central, que son ahora deliciosos, y los grupos de las mujeres
por las calles que ahora en Abril se parecen a las rosas de
mañana;(…) (Pág. 49)

La Nación. Buenos Airea, 6 de junio de 1884, Tomo10.
Obras Completas de José Martí. 1975

Los niños
que en Nueva York gustan más de pelotas y pistolas que de
libros, porque en las escuelas las maestras que no ven en la
enseñanza su carrera definitiva, no les
enseñan de modo que el estudio los ocupe y enamore,-y de
las casas, los padres acostumbran feamente empujarlos, como para
que no les enojen con sus travesuras y enredos, a las calles; los
niños, ¡válganos Dios!, o se detienen en las
esquinas, lo que no es del todo mal, a trocar coqueterías
con damiselillas pizpiretas de diez o doce años que con
mirada y aire de mujer van solas; o se entran a la callada, a
escondidas de la policía, en un patio a jugar a la pelota,
o salen de las cigarrerías, que por esta maldad debieran
ser tapiadas con el cigarrero adentro, ostentando en los labios
sin bozo, encendidos pitillos. (…) (Pág. 61)

La Nación. Buenos Aires, 16 de julio de 1884.
Tomo10. Obras Completas de José Martí. 1975

(…) sin que en lugar alguno falte una asamblea, ya de
clérigos protestantes, (…) ya de jugadores de pelota,
que es juego desgraciado y monótono que perturba el
juicio, y como todos los demás, como las regatas, como los
pugilatos, como las carreras, como cuanto estimula la curiosidad,
las apuestas, y el amor natural del hombre a lo sobresaliente,
aun en la fuerza física y el crimen, privan aquí
tanto en verano, que para dar cuenta de quién
recorrió el cuadro más veces o tomó
más la pelota en el aire, publican los periódicos
de nota al oscurecer, una edición
extraordinaria. (…) (Pág. 258-259)

El Partido Liberal. México, 1887. Tomo 11. Obras
Completas de José Martí. 1975

Ni los juegos de pelota han interesado tanto este año,
aunque hay peloteros que han dejado la universidad para
pelotear como oficio, porque como abogados o médicos, los
pesos serían pocos y les costarían mucho trabajo,
mientras que por su firmeza para recibir la bola de lejos, o la
habilidad para echarla de un macanazo a tal distancia que pueda,
mientras la devuelven, dar la vuelta el macanero a las cuatro
esquinas del cuadrado en que están los jugadores, no
sólo gana fama en la nación, enamorada de los
héroes de la pelota, y aplausos de las mujeres muy
entendidas en el Juego, sino sueldos enormes, tanto que muchos
peloteadores de éstos reciben por sus dos meses de
trabajo, más paga que un director de banco, o regente de
universidad, o secretario de un departamento en Washington.
(337)

La Nación. Buenos Aires, 25 de agosto de 1888. Tomo
13. Obras Completas de José Martí. 1975

(…) Dicen que irán
treinta mil almas al juego de pelota, (…) (Pág. 61)

La Nación. Buenos Aires, 17 de noviembre de 1888.
Tomo 12. Obras Completas de José Martí.
1975

"La población está de vuelta en las casas.
¿Qué yacht triunfó en la regata?
¿Qué peloteros ganaron, los de Nueva York, que
tienen el bateador que echa la pelota más lejos, o los de
Chicago, cuyo campeador es el primero del país,
encuclillado fuera del cuadro, mirando al cielo, para echarse con
ímpetu de bailarín o coger en la punta de los dedos
la pelota que viene como un rayo por el aire?" (21)

El Economista Americano, 1888. Anuario del Centro de
Estudios Martianos, Nº 2, 1979

(…) los peloteros que andan jugando la pelota yanqui, con su
cuadro de bases y sus dieciocho jugadores por el Trocadero, por
el Coliseo, por las Pirámides;(…) (Pág. 367)

La Nación. Buenos Aires, 17 de abril da 1889. Tomo
13 Obras Completas de José Martí. 1975

Deportes de Invierno

Nueva York, Febrero 4 de 1882

(…)Hay sol suave en la altura, y sol de gozo en los rostros
de los hijos de estas tierras de nieve. Alzase en el Parque
Central la amada bola roja que anuncia a los patinadores que ya
está bueno de patinar el lago helado, y aquí es uno
que ajusta los ricos patines, allá otro que se calza de
modo que no se les vean los suyos modestos. Puéblase el
lago de alegres danzadores. Una parte, sobre el patín
afilado que corta, sigiloso como la calumnia, los hielos
dóciles, y se balancea, se revuelve, se mece, se extiende,
como si se extendiese sobre el cuello de un caballo invisible, se
refleja, se acerca, gira presto, traza relámpagos, dibuja
edificios, escribe su nombre, se abalanza, se para de
súbito, toma de la mano a gallarda doncella y alegres como
besos que volasen, se deslizan, veloces como sueños: otro
más inexperto, aprende, con sus rudas caídas,
cuán caro cuesta en la tierra intentar volar, y dura el
regocijo, el reír de los que dan consigo sobre el hielo,
el batir palmas y silbar- que aquí se usa por aplauso-a
los que caracolean, revolotean y triunfan, el hacer cerco a los
patinadores hábiles, el celebrar a las hermosas damas, el
seguir con los ojos a los airosos caballeros el tomar notas de
los agentes de periódicos, el poner orden de los
guardianes del parque, hasta que va a dar la nieve en lodo, cual
suelen las bellezas, y cae de lo alto del mástil,
anunciando que el patinar ha terminado, la amada bola
roja.(244)

La Opinión Nacional. Caracas, 18 de febrero de 1882.
Tomo 9. Obras Completas de José Martí. 1975

Deporte Colegial

Pero la fiesta magna ha sido en la Universidad de Harvard.

Ya han pasado las regatas entre estas y aquellas clases de
unos y otros colegios; que la mente ha de ser bien nutrida, pero
se ha de ver de dar, con el desarrollo del
cuerpo, buena casa a la mente. Así como el bambú,
más lleno de rumores que de frutos, crece en hojas
inútiles que dan con él en tierra, así el
hombre en quien no anda aparejado, con sólido pensar,
sólido cuerpo. No se ha visto palacio bien seguro sobre
cimientos de arena.

Ya han pasado las justas de jóvenes remeros, en que los
más ágiles del Colegio de Columbia han vencido esta
vez a los más recios de Harvard. Ya se han dado a los
vientos las canciones del año y los discursos.
(Pág. 236)

La Nación Buenos Aires, 14 de agosto de 1883. Tomo
9. Obras Completas de José Martí. 1975.

(…) ya en los juegos de pelota, ya en las carreras de
caballos, ya en la playa limpia de los pueblecillos veraniegos.
Viendo como compiten, a modo de regata de alas blancas, los
veleros yates, ya en las fiestas con que en este mes de Junio
celebran los colegios-Yale y Harvard viejos, Vassar rico, Cornell
útil (…) (Pág. 256)

La Nación. Buenos Aires, 24 de julio de 1885.
Tomo10. Obras Completas de José Martí. 1975

"Esas fiestas de fin de curso, si no acabasen en regatas
enconadas y en desafíos celosos de pelota, serían
cosa bella (.) La pujanza los enamora y los domina, Les gusta lo
que arremete, lo que violenta, lo que invade. ¡Ved
cómo miman los estudiantes durante todo el año, no
al poeta de frente grave que les leerá la oda de fin de
curso, no al mozo pensador que ya desde las aulas medita la
manera de que los problemas
sociales se vayan resolviendo sin sangre y en justicia, sino
a "los nueve" ágiles que deben vencer al Yale en el juego
de pelota, a los "ocho" de brazos alados que han de competir por
el premio de remo con los ocho del colegio vecino, al que en las
brutales peleas de las que en otoño se inauguran las
clases arrancó "el bastón" de las manos
ensangrentadas al que lo defendía en nombre de las clases
rivales! ¡Ved con qué saña, mal contenida
durante todo el año, se entregan a estas regatas y
desafíos, y apuestan sobre ella, no por aquel sano amor a
los ejercicios viriles que hizo hermosos y fuertes a los primeros
griegos, sino con aquella mercenaria y rencorosa rivalidad que
afeaban las lidias tremendas de los gladiadores de Roma y de
Pompeya!¡Ved cómo muchos de ellos, deslumbrados por
la paga que aquí se da a los buenos jugadores de pelota,
abandonan su carrera casi terminada, y truecan su libro augusto
por la camisa azul y el pantalón corto de los histriones,
en que los venera y aplaude el populacho! Pudren acá esos
vicios de pueblo rudo y ambicioso el aire de los colegios. El
aire deshace lo que hace la cátedra. La educación
verdadera está en el coadyuvamiento y cambios de almas, Lo
sórdido de la vida sofoca acá lo, luminoso de la
escuela. Se debe
vivir entre aquellos con quienes se ha de batallar." (43-44)

"El Partido Liberal", México 13 de julio de 1886.
Otras crónicas de Nueva York, José Martí. La
Habana, 1983

Como cosa menor han pasado, a pesar de que fueron a verlas
miles de hermanas y de novias, las regatas de los estudiantes, de
azul unos y de amarillo otros, y otros de rojo y de violeta,
hasta que ganaron los azules de una universidad del campo,
mientras que los de Nueva York, vencidos, no los pudieron
vitorear como es así de costumbre, porque de los ocho que
iban en el bote, seis cayeron desmayados sobre los remos.
(279)

La Nación. Buenos Aires, 17 de agosto de 1889. Tomo
12. Obras Completas de José Martí. 1975

Sólo que este año los estudiantes están
enojados, porque, tanto había crecido entre ellos estos
cursos pasados, so capa de ejercicio físico, la
práctica de lo más animal del hombre, con
detrimento de lo más bello, que las universidades
acordaron prohibir las regatas de río y juego de pelota,
que eran ya ocupación mayor de los colegios, y asunto de
apuestas y disputas, (…) (Pág. 52)

La Nación. Buenos Aires, 2 de noviembre de 1888.
Tomo 12. Obras Completas de José Martí.
1975

(…) del yanqui alquilón, del yanqui pródigo y
canijo que gasta en convites prematuros en su cuarto de las
universidades retóricas, las espaldas que cría en
el juego excesivo del polo o la pelota. (Pág. 242)

La Nación. Buenos Aires, 2 de agosto de 1889. Tomo
12. Obras Completas de José Martí. 1975

De mano en mano andan en cada colegio los libros suntuosos que
publican a escote, con mucho lujo de papel y de láminas,
las cuatro clases de cada curso: los "mayores" , que son los que
se van ya con el grado; los "jóvenes" que les siguen; los
"sofomoros" a quienes empieza a salir el bigote de la
sabiduría, y los míseros "frescos"; los del primer
año,(…) . En el libro están las "Fraternidades",
que son lo que el nombre dice, hermandades de unión para
llevar a cabo juntos lo que como colegiales les interese, y para
valerse unos a otros en lo que quede de vida, puesto que estas
amistades de colegio son a veces más tiernas y durables
que los mismos amores; están las sociedades de
juegos, de billar, de gimnasia, de
carreras, de remar, de pelota, de velocípedos; (…)
(Pág. 304)

La Opinión
Pública, Montevideo, 1889. Tomo12. Obras Completas de
José Martí. 1975

"La vida nacional es acá ruda, y puede en ella el
interés más de lo que conviene, para la
armonía de la dicha, a las dotes de humanidad y
sentimiento, porque es hermoso y casi divino el hombre. En muchas
universidades es más la pompa que la ciencia, y
el pelotear que el leer, tanto que se ha dado el deshonor de que
un mozo de prendas abandonase, ya al acabar, la abogacía,
porque "como abogado, habiendo tantos, me es, pera mucha fatiga y
poca paga; y de pelotero, como que nadie coge la pelota del aire
mejor que yo, me dan diez mil pesos al año". (…)
(Pág. 300)

La Opinión Pública, Montevideo,
1889. Tomo12. Obras Completas de José Martí.
1975

Fútbol Americano

Debajo de mis ventanas pasa ahora, en una ambulancia, en
trozos unidos apenas por un resto de ánima, el
capitán de uno de los bandos de jugadores de pelota de
pies. Dicen que el juego ha sido cosa horrible. Era en arena
abierta, como en Roma. Luchaban: como Oxford y Cambridge en
Inglaterra, los dos colegios afamados, Yale y Princeton. Mujeres,
abrigadas en pieles de foca, ricas en pedrería, hubo a
millares. Naranjo era el color de Yale, y el de Princeton azul; y
cada hombre llevaba su color en el ojal de la levita, y cada
mujer una cinta al cuello. Caballeros y damas, de seda exterior
vestidos, mas sin seda interior, se apretaban contra las cuerdas
que cerraban la arena. Detrás de ellos, coronados de
gente, doble fila de coches, como en las corridas de caballos. El
cielo sombrío, como no queriendo ver. Los gigantes
entrando en el circo, con la muerte en
los ojos. Llevan el traje del juego: chaqueta de cañamazo,
calzón corto, zapatilla de suela de goma: ¡todo
estaba a los pocos momentos tinto en la sangre propia o en la
ajena!

A las dos comenzó el juego: a las seis no era
aún terminado. Los, de un bando se proponen entrar a
puntapiés la bola en el campo hostil: y los de éste
deben resistirlo, y volver la bola al campo vecino. Este pega:
aquel acude a impedir que la bola entre: otros se juntan a
forzarla: otros acuden a rechazarla: uno se echa sobre la bola,
para impedir que entre en su campo: los diez, los veinte, todos
los del juego, trenzados los miembros como los luchadores del
circo, batallan a puño, a pie, a rodilla, a diente. Se
asen por las quijadas: se oprimen las gargantas: se buscan las
entrañas, como para sacárselas del cuerpo;
resuenan, como duelas de caja rota, los huesos de los pechos. Se
patean, se cocean, se desgarran. Y cuando se apartan del
montón, el infeliz capitán del Yale, caída
la mandíbula, apretados los dientes, lívido y
horrendo, se arrastra por la arena hecha lodo, como una foca
herida: gira sobre su cabeza, apoyado en un calcañal, con
el cuerpo en bomba; se revuelca sobre su estómago; muerde
la tierra; se mesa el pecho, como si quisiera arrancárselo
a tajadas; y lo recogen del suelo, con un tobillo junto de la
barba.

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