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El espíritu del ser abogado (página 2)




Enviado por Mayela RUIZ MURILLO



Partes: 1, 2, 3

2( Otra voz menos limpia nos apunta "cuanto
podrás ganar con este asunto?"
y aun alguna vez
añade insinuaciones celestinas "ese puede ser el
asunto de tu vida!"
y si admitimos esta platica estaremos en
riesgo de
pasar insensiblemente de juristas a facinerosos.

3( Y desde que la cuestión jurídica
comienza hasta mucho después de haber terminado, no es ya
una voz sino un griterío lo que nos aturde "muy bien,
bravo, así se hace!"
chillan por un lado,
"qué torpe, no sabe donde va!" alborotan por otro
lado, "defiende una causa justa!" alegan los menos,
"está sosteniendo un negocio inmoral y sucio!"
escandalizan los más. En cuanto nos detengamos un minuto a
escuchar el vocerío, estaremos definitivamente perdidos,
al cabo de ellos no sabremos lo que es ética ni
dónde reside el sentido común. …Frente a tan
multiplicadas agresiones la receta única es: fiar en
sí mismo, vivir la propia vida, seguir los dictados que
uno mismo se imponga y desatender todo lo demás. El
día que la voluntad desmaya o el pensamiento
titubea, no podemos excusarnos diciendo: "Me atuve al juicio
de X, me dejé seducir por el halago de Y
",
¡nadie nos perdonará!, la responsabilidad es sólo nuestra, nuestras
han de ser de modo exclusivo también la resolución
y la actuación. Cuando defendemos un pleito o damos un
consejo es porque creemos que estamos en lo cierto y en lo justo;
en tal caso andamos firmes y serenamente …y si vacilamos en
cuanto la verdad o a la justicia de
esa causa, debemos abandonarla porque nuestro papel no es el de
comediante de circo. Hacer justicia o pedirla -cuando se procede
de buena fe, es lo mismo- constituye la obra más
íntima, más espiritual, más inefable del ser
humano. En nuestro ser se halla la fuerza de las
convicciones, el aliento para sostenerla, el noble
estímulo para anteponerla al interés
propio. En las batallas forenses se corre el riesgo de verse
asaltado por la ira -pues nada es tan irritante como la
injusticia-; pero la ira de un día es la
perturbación de muchos -el enojo experimentado en un
asunto influye en otros cien- e ira es antítesis de
ecuanimidad: de modo que no puede haber abogado irascible. Para
liberarse de la ira no hay antídoto más eficaz que
el desdén -como complemento de la fuerza interna-.
Desprecio sí y mucho, pero para con los banales, con los
hipócritas y los necios …quien no sepa despreciar eso
acabará siendo a su vez envidioso, egoísta y
envanecido. Quien sepa desdeñarlo sinceramente verá
sublimarse y elevarse sus potenciales en servicio del
bien -libres de impurezas, iluminadas por altos ideales,
decantadas por grandes amores a la vida-. El abogado tiene que
comprobar cada minuto si se encuentra asistido de esta fuerza
interior y en cuanto le asalten dudas en este punto debe cambiar
de profesión y de oficio.

El abogado y la
sensación de justicia

¿Dónde ha de buscar el abogado la
orientación de su juicio y las fuentes de su
actuación?, ¿en el estudio del derecho escrito?,
¡terminantemente no!. ¿Es arbitrario pensar
así?, ¡absolutamente no!. El derecho es un
fenómeno consustancial de la vida, cuyas complejidades
aumentan por instantes y escapan a las más escrupulosas
previsiones reguladoras …el derecho no establece la realidad
sino que la sirve y por esto camina mansamente tras ella,
consiguiendo rara vez marchar a su paso. Así pues, lo que
al abogado importa no es saber el derecho, sino conocer la vida.
El derecho positivo
está en los libros, se
buscan y se estudian y en paz ([4]). Pero lo que
la vida reclama no está escrito en ninguna parte; quien
tenga previsión, serenidad, amplitud de miras y
sentimientos para advertirlo será abogado; quien no tenga
inspiración ni más guía que las leyes será
un desventurado "ganapán" …por eso digo que la justicia
no es fruto de un estudio, sino de una sensación de
justicia ([5]). Hay en el ejercicio de la
profesión de abogado un instante decisivo para la conciencia y es
el de la consulta. El abogado que después de escuchar al
consultante se limite a preguntarse "¿qué dice
la ley
?", corre el riesgo de equivocarse. Las preguntas han
de ser estas otras: "¿Quién es esta persona?,
¿qué se propone íntimamente?,
¿qué haría yo en su lugar?, ¿a
quién dañaría con sus
propósitos
?"; en una palabra:
"¿Dónde está lo justo?"; resuelto
esto, el apoyo legal es cosa secundaria
([6]).

Pongamos por ejemplo: viene a nosotros una persona que
fue citado por la tributación por asunto de pago de rentas
y desea demostrar que es pobre ya que no tiene rentas, carrera ni
oficio, vive en casa de otro y carece de esposa e hijos;
está en fin, dentro de las condiciones para gozar del
beneficio de litigar como pobre y además posiblemente para
no pagar al fisco lo que reclama. Pero no obstante, conforme le
miramos y escuchamos advertimos que su vestir es decoroso y su
reloj de marca y precio, que
veranea en hoteles de lujo y
que asiste a casinos teatros y cines, que viaja fuera del
país, que tiene amantes y renta autos …y no
nos da explicación de la antinomia entre esta buena vida y
aquella carencia de bienes.
Podemos preguntarle o no, pero si para aceptar defenderle en su
condición de pobre buscamos lo que dice la ley, habremos de
darle la razón … ¡pero nos convertiremos en
cómplices en una infamia!. ¿Qué
hipocresía es ésta de buscar en la ley soluciones
contrarias a las que traza nuestro convencimiento?
([7])… pues este ejemplo es aplicable y vale
para absolutamente todos los casos.

La pugna entre lo legal y lo justo no es
invención de novelistas y dramaturgos, sino producto vivo
de la realidad cotidiana y el abogado debe estar bien apercibido
para servir la justicia aunque haya de desdeñar lo legal
¡…y esto no es estudio sino sensación de
justicia!. El legislador, el jurisconsulto y el abogado deben
tener un sistema, una
orientación del pensamiento; pero, cuando se presenta el
pleito en concreto, su
inclinación hacia uno u otro lado deber ser hija de la
sensación de justicia. El abogado que al enterarse de lo
que se le consulta no experimenta la sensación de lo justo
y lo injusto (naturalmente, con arreglo a su sistema
preconcebido) y cree hallar la razón en el estudio de los
textos, se expone a tejer artificios legalistas ajenos al sentido
de la justicia. El derecho responde a una moral y el ser
humano necesita un sistema de moral y cuando el abogado se halle
orientado moralmente, su propia conciencia le dirá lo que
debe aceptar o rechazar, sin obligarle a compulsas legales ni a
investigaciones científicas. Lo bueno, lo
equitativo, lo prudente y lo cordial no ha de buscarse en La
Gaceta, viene de mucho más lejos, de mucho más
dentro y de mucho más alto…!.

La moral
([8]) en el abogado

¿Cuáles son el peso y el alcance de la
ética en el ejercicio de la profesión de abogado?,
¿en qué punto nuestra libertad de
juicio y de conciencia ha de quedar constreñida por ese
imperativo indefinido?. Se dice que existen profesiones
caracterizadas por la inmoralidad y en tal supuesto hay quienes
piensan que la nuestra es la profesión tipo. Me parece
más justo opinar en contrario: que la profesión de
abogado es la de más alambicado fundamento moral -si bien
reconociendo que ese concepto
está vulgarmente prostituido y que abogados mismos
integran buena parte del vulgo corruptor por su conducta
descuidada-. Comúnmente suele sostenerse que la
condición predominante de la abogacía es el ingenio
y que ser listo es la más común simiente del
abogado, porque se presume que su misión es
defender con igual desenfado el pro que el contra y a fuerza de
agilidad mental, hacer ver lo que es blanco como si fuera negro.
Por fortuna ocurre todo lo contrario y no es verdad que la
abogacía se cimente en la lucidez del ingenio, sino en la
rectitud de la conciencia; esa es la piedra angular -lo
demás, con ser muy interesante, tiene caracteres adjetivos
y secundarios-. Es lo cierto que el momento crítico para
la ética del abogado es el de aceptar o repeler el asunto,
¿puede aceptarse la defensa de un asunto que a nuestros
ojos sea infame?, ¡claro que no!; sin embargo -sin ser
generales ni demasiado numerosos- bien vemos los casos en que a
sabiendas algún abogado acepta la defensa de cuestiones
que su convicción repugna y por bochornoso que sea
reconocerlo, no podemos negar que este ejemplo se da.
Apartémoslos como excepcionales y vengamos a los
más ordinarios, que por lo mismo son los más
delicados y vidriosos:

1( Duda sobre la moralidad
intrínseca del negocio: Como la responsabilidad es
nuestra, a nuestro criterio hemos de atenernos y sólo por
él nos hemos de guiar. Malo será que erremos y
defendamos como moral lo que no lo es; pero si nos hemos
equivocado de buena fe, podemos estar tranquilos.

2( Pugna entre lo moral y la ley: Si existe antinomia
debemos resolverla en el sentido que la moral nos
marque y pelear contra la ley injusta, inadecuada o arcaica.
Propugnar lo que creemos justo y vulnerar el derecho positivo es
una noble obligación en el abogado, porque así no
sólo sirve al bien en un caso preciso, sino que contribuye
a la evolución y al mejoramiento de una
deficiente situación legal.

3( Moralidad de la causa e inmoralidad de los medios
inevitables para sostenerla: Hay que servir el fin bueno aunque
sea con los medios malos -por ejemplo: dilatar el curso del
litigio hasta que ocurra un suceso, o se encuentre un documento,
o llegue una persona a la mayoría de edad, o fallezca
otra, o se venda una finca-. Todos nos hemos hallado en casos
semejantes y es no sólo admisible sino loable y a veces
heroico, comprometer la propia reputación usando ardides
censurables para servir una finalidad buena que acaso todos
ignoran menos el abogado obligado a sufrir …y
callar.

4( Licitud o ilicitud de los razonamientos: Nunca ni por
nada es lícito faltar a la verdad en la narración
de los hechos -abogado que hace tal, contando con la impunidad de
su función
tiene gran similitud con un estafador-. Respecto de las tesis
jurídicas no caben las tergiversaciones, pero si las
innovaciones y las audacias; cuando haya en relación con
la causa que se defiende argumentos que induzcan a la
vacilación, estimo que deben aducirse lealmente; primero,
porque contribuyen a la total comprensión del problema y
después porque el abogado que noblemente expone lo dudoso
y lo adverso multiplica su autoridad para
ser creído en lo favorable.

5( Oposición entre el interés del abogado
y el de su cliente
([9]): Aludo a las muchas incidencias de la vida
profesional en que el abogado haría o diría, o
dejaría de hacer o de decir tales o cuales cosas en
servicio de su comodidad, de su lucimiento o de su amor propio.
El conflicto se
resuelve por sí solo considerando que los abogados no
existimos para nosotros mismos sino para los demás, que
nuestra personalidad
se engarza en la de quienes se fían de nosotros y que lo
que ensalza nuestras tareas hasta la categoría del
sacerdocio es precisamente, el sacrificio de lo que nos es grato
en holocausto de
lo que es justo.

6( Queda considerar esta adivinanza: ¿Nuestro
oficio es hacer triunfar a la justicia o a nuestro cliente?
([10]). Cuando un abogado acepta una defensa es
porque estima -aunque sea equivocadamente- que la
pretensión de su cliente es justa y en este caso al
triunfar el cliente triunfa la justicia… .

El abogado
y el secreto profesional

([11])

Todos sabemos que el abogado está obligado a
guardar secreto y sabemos muy bien que el no guardarlo configura
un delito; con saber
esto parece que lo sabemos todo, pero no sabemos nada. Este
asunto de la revelación de los secretos es una de las
más sutiles, quebradizas y difíciles de apreciar en
la vida del abogado ([12]). La profesión de
abogado es un ministerio -como el sacerdocio- y como tal hay que
contemplarla, sin que alcance ninguna regulación. Cuando
nos detengamos a meditar sobre las nobles características
que configuran el ser abogado, nos persuadiremos de que no
realiza un contrato sino que
ejerce un verdadero ministerio y nos acercaremos más a
entender lo que es auténticamente el secreto profesional
([13]). El abogado debe guardar el secreto a todo
trance, cueste lo que le cueste -aunque antiguos autores
franceses le relevaban de la obligación ante la amenaza
del Rey; pero en buenas normas
profesionales, no es admisible quebrantar el secreto ni ante la
mayor amenaza ni ante el mayor de los peligros-: si miramos la
relación del abogado con su cliente como un mero contrato,
no habrá contrato ninguno que obligue a morir; si la
miramos como un ministerio, morir será un simple accidente
de la profesión. Pero cada caso concreto se resuelve a su
propia manera y ello será solamente en la conciencia del
abogado en donde quedará la resolución. Ejemplos
hay como abogados, causas y clientes existen
([14]), valga mencionar diez casos:

1( Una persona consulta a un abogado y le confía
un secreto; el abogado no acepta tomar el caso -no llega pues a
establecerse el vínculo moral ni contractual entre
defensor y defendido-. Sin embargo, ¿está obligado
el abogado a guardar el secreto?. Muchos dirán que no
-puesto que no asumió la función defensiva-, yo
digo que definitivamente sí, por dos razones: una porque
el abogado es abogado siempre y aunque se limite a escuchar una
consulta -repeliendo después el negocio-, sus obligaciones
nacidas de aquella conversación son tan apretadas como si
hubiese asumido la defensa; la otra, que si se le dispensara del
secreto profesional, podría darse la inmoralidad de que el
abogado se juzgara en libertad para buscar la parte contraria y
transmitirle todo lo que acababa de saber y aun peor ponerse a su
disposición para defenderla de aquel que le
consultó. Tal comportamiento
sería a todas luces intolerable en relación con una
persona que nos honró con su confianza, aunque nosotros no
hayamos aceptado su defensa.

2( El abogado de un Banco sabe que
éste se va a declarar en quiebra dentro de
pocos días. ¿Podrá el abogado prevenir de lo
que ocurre a los amigos y familiares, descubriendo con ello el
secreto del Banco?. Propongo esta solución: Si la quiebra
es honrada, sin truculencia; es decir, si se trata de un
fenómeno necesario por la marcha misma de los negocios, el
abogado debe guardar absoluto secreto. Esto es así tanto
porque no tiene motivo legal para faltar a sus obligaciones, como
porque al dar noticia a sus amigos y familiares para que
retirasen el dinero,
beneficiaría a éstos con perjuicio de los
demás acreedores. Pero, si el Banco no responde a una
necesidad sino que procede con ánimo fraudulento y hace
maniobras para estafar a sus acreedores, el abogado debe dimitir
del cargo inmediatamente sepa del asunto y luego hacer
público lo que ocurre -con ello protegería no solo
a amigos y familiares sino a todos por igual-, pues de otro modo
sería cómplice de un delito.

3( ¿Está obligado a guardar secreto
profesional el abogado nombrado de oficio; es decir, el defensor
público -que defiende a la fuerza sin poder excusar
su intervención-, porque la ley así se lo impone?.
La respuesta es sí está obligado porque quien es
defensor por ministerio de la ley, tiene exactamente las mismas
obligaciones que quien acepta voluntariamente el encargo. El
origen de la función es lo de menos, lo importante son los
deberes que se derivan de la función misma.

4( Hay muchos casos en que el cliente no paga al abogado
alegando una insolvencia ficticia, pero el abogado sabe por
razón de su relación con él, dónde
tiene el cliente su dinero y
cuál es la manera de descubrírselo para cobrar.
¿Podrá hacer ésto el abogado?. De poder
puede, pero a nadie medianamente pulcro puede caber duda de que
la respuesta negativa es inexcusable. Categóricamente no,
el abogado no puede hacer tal cosa …salvo que el abogado
supiera dónde está el dinero y cómo
descubrírselo mediante medios distintos y totalmente
ajenos de su relación con el deudor como
cliente.

5( ¿Puede el abogado declarar en juicio contra su
cliente?. Aquí también se presenta un asunto
similar: Si lo que sabe lo sabe por su función de abogado,
evidentemente no puede declarar en contra de él. Si lo que
sabe lo sabe por otros motivos, está en libertad absoluta
-sin que puedan cohibirle otras razones que las de la
cortesía o las de la amistad
([15]).

6( El abogado para guardar el secreto profesional
¿está obligado a mentir?, ¿le es
lícito omitir?. Al abogado no sólo no está
obligado a mentir, sino que además no le es lícito
hacerlo. La verdad y solo la verdad es su norma a cumplir. Al
abogado se le excusa de omitir sea a declarar en contra de su
cliente, pero su única opción está entre la
verdad y el silencio. Si la verdad le perjudica tanto como el
silencio qué le vamos a hacer!, a callar pueden estar
obligados los profesionales pero a mentir no lo está
nadie!.

7( El secreto profesional es obligado para el abogado no
solo para aquellos hechos que el cliente revela encargando
reserva, sino también para aquellos hechos que apreciamos
por nosotros mismos no lo deben ser revelados y que por
discreción no debemos publicar. Por ejemplo nos visita a
nuestro bufete un señor casado acompañado de una
señora a título de amiga. Nos damos cuenta de que
en realidad son más que amigos; éste hecho o
suposición no puede ser revelado y no hace falta que los
interesados nos lo encarguen, basta que nos demos cuenta de
cuál es la realidad para saber que de ella no podemos
hablar.

8( En la revelación de secretos
¿será sólo punible la avaricia o lo
será también la ligereza?. El tema es delicado
porque es muy raro que alguien revele un secreto con el
ánimo de dañar; pero, en cambio es
frecuente que se hable por pura insustacialidad, por el mero
gusto de darse por bien enterado de todo …esto es lo habitual y
lo deplorable. Alguien ha supuesto que esta conducta pude
calificarse como delito por imprudencia, pero a mi me parece que
en la revelación del secreto no puede haber delito por
imprudencia porque la imprudencia es el delito en si mismo. La
negligencia es charlar sin tino, dejarse arrebatar por la
conversación, olvidar el deber de ser reservados, poner en
circulación por gusto sucesos conocidos en la intimidad de
la consulta; no cabe pues, alegar imprudencia en el acto, si se
excusase la imprudencia se habría acabado el deber de
reservar lo aprendido en secreto.

9( Por fortuna, los límites
del secreto son mucho más estrictos de lo que pudiera
suponerse -desde luego, no cabe exigir secreto de lo que figura
en actuaciones judiciales porque lo que ahí consta lo
saben el abogado, el fiscal, el
secretario, el juez etcétera-. El secreto sólo cabe
mientras los asuntos no salen de la intimidad del estudio y aun
entonces hay que distinguir: Si la consulta se evacua verbalmente
o si sólo requiere un apunte, nota o instrucción
breves, el trabajo lo
puede hacer por si mismo el abogado y responder de la fidelidad
de su secreto. Pero, si se trata de un informe extenso
que ha de reclamar el concurso de sus asistentes o auxiliares
para buscar textos o notas de jurisprudencia
y que se traducirán después en un dictamen que
tomará taquigrafiado o se digitará, claro que la
cuestión ya no es la misma. El asunto salió de la
jurisdicción del abogado porque a ninguno se le puede
exigir que escriba de su puño pliegos y pliegos o que
domine la mecanografía y la
computadora. El abogado deberá tener el mayor esmero
en elegir su personal y
procurará imbuirles los deberes de la fidelidad y reserva,
pero es imposible que responda de la conducta de ellos como de la
suya propia. En puridad, el secreto profesional no puede
exigírsele al abogado más que en aquellas
cuestiones que quedan confiadas a la conversación o al
apunte personal.

10( ¿Puede la justicia registrar los papeles
profesionales de un abogado?. Si se dice que no, el santuario de
un abogado puede degradarse hasta ser el refugio inviolable de
los mayores crímenes, si se decide que sí, el
secreto profesional ha desaparecido. Propongo sobre esto una
distinción: si se acusa personalmente al abogado de la
perpetración de un delito hay derecho a registrarle toda
su documentación -pues de otro modo la
justicia sería impotente y el delito quedaría
impune-. Pero si quien se persigue no es a él sino a un
cliente suyo, el caso varía en absoluto y entonces el
abogado ha de mostrarse en toda su majestad e impedir que se
revuelvan los papeles de clientela -ya que en ellos está
el secreto y la justicia deberá buscar otros medios de
averiguación-.

La chicana
o la
mentira en el abogado
([16])

No hay necesidad de acudir a la erudición para
saber que en el concepto público la chicana es la cosa
más condenable de los abogados -el gran vicio en los
pleitos es la trapisonda, el enredo, la dilación
maliciosa, la complicación interesada-. Usando tales
armas el
abogado se deshonra pero la justicia se volatiza, por ello todos
los jueces viven prevenidos contra la chicana -y procuran
evitarla, atajarla o corregirla-, porque la chicana es lo
más vergonzoso de la
administración de justicia ([17]). Los
siguientes cuatro casos son expresivos de la utilización
de la chicana para ganar los pleitos:

1( caso: Durante el trámite de un pleito
ordinario, surgen gestiones para la transacción. El
demandado teme perder el pleito y busca apasionadamente el
arreglo; las cosas van por buen camino, pero requieren algunas
semanas de estudio para compulsar datos, redactar
documentos o
hacer menesteres análogos. En esto le confieren al
demandado el término de nueve días para alegar, al
cabo de los cuales hay que presentar inexcusablemente el escrito
y después de él puede venir sin la menor demora la
sentencia. El abogado del demandado -procediendo honradamente-
quiere a todo trance evitar que su cliente corra este peligro y
entonces propone al compañero demandante pedir la
suspensión de los autos de común acuerdo, pero el
demandante se niega.

El abogado del demandado tiene una razón firme y
-afronta una actitud
honesta, busca la paz, quiere el arreglo a todo trance- necesita
evitar la eventualidad que teme -de que le quiten la
razón- y para ganar estos buenos fines no tiene más
remedio que ganar tiempo. Ha de
esforzarse en mantener el pleito pendiente de fallo,
¿qué hacer entonces?. Si actúa conforme
enseñan los textos no puede hacer otra cosa sino despachar
su alegato en nueve días, esperar sentencia perjudicial a
su cliente y dar por fracasadas sus ansias de paz.
¿Procederá bien si hace ésto?, ¿no
será más honrado exprimir el ingenio para que la
sentencia tarde lo bastante a fin de dar lugar a la
transacción?. Pienso que ésto último es lo
que procede conforme con el interés de su cliente y cuanto
más honesto sea el abogado con más afán lo
buscará. ¿Qué hacer entonces?. El problema
no tiene más que una solución: Inventar una chicana
y suscitar un incidente que interrumpa la tramitación de
los autos principales. Ganados uno o dos meses, la
tramitación habrá llegado a su feliz término
y todo acabará en bien de su cliente
([18]).

2( caso: En un pleito es decisiva la declaración
de un testigo, cuyo dicho bastará para resolver el asunto
a favor de una de las partes; pero este testigo acaba de salir
del país para Canadá, se puede pedir término
extraordinario de prueba para que declare allí, pero
resulta que allá no va a estar más de 15 o 20
días, después se marchará a Perú
donde estará un período similar y luego
regresará. Inútil pedir término
extraordinario de prueba, porque mientras se tramita el exhorto
por la vía diplomática no se encontrará al
testigo ni en el Canadá ni en el Perú ni en el
viaje.

Hay que perder tres o cuatro o más meses hasta
lograr que el declarante venga aquí.
¿Concederá el juez el término extraordinario
de prueba para escuchar a un testigo tan inquieto y mudable?, lo
más probable es que no. ¿Qué hacer
entonces?, en términos de perfecta disciplina
ética, debe dejar que el testigo no declare y consentir
que por falta de su testimonio el pleito se pierda y la conducta
del abogado será irreprochable. Pero, ¿no
cumplirá mejor su deber en defensa de su patrocinado
inventado una chicana cualquiera que gaste el tiempo necesario
hasta que el testigo regrese y se le pueda tomar aquí su
declaración?. El procedimiento es
malo, pero el fin es bueno. Mediten la
solución.

3( caso: Un acreedor promueve juicio ejecutivo contra un
deudor suyo, apoyándose en un pagaré
firmado por éste. Ya es sabido que el deudor ha de ser
citado para reconocer su firma y si la reconoce el juez despacha
inmediatamente la ejecución y le embarga los bienes,
permitiéndole después oponerse a la
ejecución y abrir la discusión pertinente. El
deudor viene a consultarnos y nos dice: "Esto es una infamia.
Esta deuda se la pagué a este hombre hace ya
varios años, encontrándonos los dos en Guanacaste,
él no pudo devolver el pagaré porque se lo
había dejado en San José, pero me dio recibo de la
cantidad. Este recibo está allá en Guanacaste y
tardaré aproximadamente dos meses en traerlo aquí,
aunque lo pida ahora mismo porque la llave de la caja la tiene mi
esposa que está en este momento en Nicaragua con mis
suegros. ¿Qué hago?, ¿reconozco la firma o
la niego
?".

La pulcritud recomendada al abogado exige que
éste dé el consejo de reconocer la firma, puesto
que ella es cierta. Pero sabemos que en cuanto la reconozca
surgirá el embargo, se apoderarán de los bienes
embargados, se desprestigiará el ejecutado y si es
comerciante se le arruinará el establecimiento y el
crédito
comercial. Claro que después se abrirá la
discusión y vendrá el documento de Guanacaste y el
juez le darán la razón y el ejecutante malicioso
será condenado en costas si es que no le pasa algo peor.
Todo eso está muy bien, pero mientras tanto la
posición del deudor cae por los suelos, su
crédito se pierde, sus bienes se perjudican, su nombre
queda en entredicho y le sobrevienen otros mil percances de los
cuales difícilmente se levantará más tarde
aunque gane el litigio.

Para evitar tantos trastornos no hay más que un
camino: negar -categóricamente y de una sola vez la
bendita- firma. Negada la firma, el demandante tendrá que
acudir a un pleito ordinario sin embargar a su deudor, en el
pleito se dilucidará todo tranquilamente, vendrán
las pruebas
oportunas y el demandante malicioso perderá el asunto.
¿Está bien, está mal?, ¿era deber del
abogado dejar que arruinasen y desprestigiaran a su consultante,
sabiendo que en conciencia no debía nada y los tribunales
forzosamente le darían más tarde la razón?.
Es absolutamente mejor y preferible reputarse chicanero …porque
con este trámite chicanero en el fondo solo está
buscando el bien de su cliente.

4( caso: Es innegable que el abogado no debe facilitar
nunca la fuga de un procesado ya que la obligación de
éste es comparecer ante los tribunales, someterse a su
fallo y cumplirlo; la del abogado será alegar cuanto
juzgue necesario en su defensa …pero una ocultación del
presunto delincuente está claro que el abogado no la puede
hacer de ninguna manera. Pues bien, ¿qué
haría un abogado si se le presenta el caso de tener que
amparar a un hombre inocente -verdaderamente inocente- sobre el
cual pesa una tremenda maniobra politiquera para hacerle purgar
un delito que no ha cometido?, ¿proceder
púlcramente entregándolo maniatado a la injusticia
que ya descuenta o procurar su libertad a todo trance para que
luego se fugue, eludiendo de este único modo posible la
perpetración del atropello?. Lo absolutamente honrado
conforme con su deber es entregar al cliente para que la maldad
de los hombres lo descuartice con toda tranquilidad. Facilitar su
fuga es una chicana. ¿Qué haría usted si
fuera el abogado que se encuentra en semejante lío?,
¿haría la chicana o no?. ¡Yo me confieso
chicanera! ([19]). Ya está planteado el
problema de la chicana; problema moral, estrictamente
ético, el que para resolverlo no creo que debamos fiarnos
de las leyes, ni de los libros de texto, ni de
la erudición doctrinal, ni de las opiniones de los
más sabios jurisconsultos: ¡Es nuestra conciencia la
que resolverá el problema de la chicana! …es nuestra
conciencia, quien nos dirá qué se debe hacer y la
que nos acusará por nuestra conducta o nos
absolverá por nuestra abnegación!. Todo en el ser
humano depende primero de su pensamiento y de su sentimiento
-conciencia- y luego de su accionar. La psicología (conocimiento
de las almas), la lógica
(arte del bien
razonar) y la ética (dominio de la
moral) no se aprende en los libros … las aprendemos en la vida
cotidiana, rozándonos con los demás seres humanos y
consultándonos íntimamente bajo nuestra propia
responsabilidad …y no hay regla ni canones que valgan en
contrario porque es lo cierto que una misma conducta y un mismo
consejo son unas veces cosa vituperable y otras motivo de
santificación …la cuestión está en
distinguir casos de casos y cosas de cosas.

El abogado y la
sensibilidad

¿Puede un abogado ser frío de alma?, no;
¿puede ser emocionable?, tampoco. El abogado actúa
sobre y encima de las pasiones, las ansias y los apetitos en que
se consume el resto de los seres humanos; pero, si su corazón es
ajeno a todo ello ¿cómo lo entenderá su
cerebro?.
La familia
arruinada, el hombre a
las puertas del presidio, el matrimonio a
punto de divorcio, el
fraude infame de
un interés legítimo, etcétera …todo
ésto es nuestro campo de operaciones.
Quien no sepa del dolor, ni comprenda el entusiasmo, ni ambicione
la felicidad, ¿cómo puede entonces el abogado
quedarse impasible ante todo ésto?; y sin embargo,
¿es conveniente que tomemos los males o bienes ajenos como
propios y obremos como comanditarios del interés que
defendemos?. No, de ningún modo!, porque como dicen por
ahí nadie "es juez en su propia causa" y "pasión
quita conocimiento". El derecho al establecer nuestra
función como abogados quiere de nosotros una guía
serena entre el interés enardecido de nuestro cliente y
los estrados.

La fórmula para coordinar estados de
ánimos tan opuestos es la que dio CORTINA al decir en
relación con el archivo de sus
pleitos que: "los había defendido como propios y los
había sentido como ajenos"
¡…y así ha
de ser!. Quien nos busca como abogados tiene necesidad de que
comprendamos y compartamos su anhelo, ya que en la íntima
y secreta comunión entre consultante y asesor aquél
necesita que éste no se limite a leerle códigos,
sino que ponga el alma al mismo ritmo que marcha la suya …pero
nada más: prestado el esfuerzo, otorgada la
compañía cordial, ni se puede ni se debe dar otra
cosa y el triunfo como el fracaso han de hallarnos no sólo
tranquilos, sino emancipados. Amén de esto, debemos tener
la razón clara ya que cada cliente tiene derecho a
disfrutar de la plenitud de nuestras facultades mentales y no
puede ser disculpa de nuestra torpeza la emoción de que
seamos presa por el resultado de otros asuntos. El cliente tiene
derecho a nuestra cultura, a
nuestra buena palabra y sobre todo a nuestra prudencia en el
consejo y a nuestra serenidad en la acción.
Traicionaríamos nuestro deber si actuásemos
abatidos por el desastre o embriagados por un triunfo y por ello
hay que tomar en cuenta la emotividad ([20]). No
sería posible sobrevivir ni a un quinquenio de ese
régimen de acoso, si no opusiéramos al ataque un
sistema de prudente indiferencia, un "venga lo que Dios quiera" y
un constante recuerdo de que "quien da lo que tiene no
está obligado a más". Por eso es que hay que
preparar la batalla con pasión y recibir
impertérrito la noticia del resultado, tener ardor y no
tener amor propio, amar y no preocuparse por el destino del
objeto amado …no es sencillo no, pero así es la urdimbre
sentimental del abogado.

El desdoblamiento
psíquico del abogado

El profesor Angel
MAJORANA en su libro El arte
de hablar en público dice que "el abogado se
compenetra con el cliente de tal manera que pierde toda postura
personal
", pues "como el actor de escena, olvida la
propia personalidad y a la realidad negativa de semejante olvido
une la positiva de ensimismarse en el papel desempeñado
por él"
y ésto es lo él llama el
desdoblamiento psíquico del abogado.

Yo encuentro plausible y hasta santo renunciar -a los
intereses propios, al bienestar personal, al goce íntimo-
para entregarse al bien de otro y hasta matar el sensualismo en
servicio del deber o del ideal porque eso es sustancial en la
abogacía. Defender sin cobrar, defender a quien nos
ofendió, defender a costa de perder amigos y protectores,
defender afrontando la injuria y la impopularidad… no
sólo es loable, sino tan estrictamente debido a nuestros
patrocinados, que casi no constituye mérito, ya que en esa
disposición de ánimo está la esencia misma
de la abogacía y sin tales perdería su razón
de existir. Más sin embargo, el ser humano tiene en
sí partes más nobles que esas de pura conveniencia;
el criterio, el sentimiento, las convicciones …no pueden
supeditarse a las necesidades de la defensa ni a la utilidad de cada
interesado ya que los patrimonios del alma no se alquilan ni se
venden. Por ello es que el abogado no puede ser como un Proteo,
cuyas cualidades varían cada día según el
asunto en que ha de intervenir; el abogado ha de seguir su propia
trayectoria a través del tiempo y ha de poseer y mantener
una ideología, tener una tendencia y hasta un
sistema, pero jamás tantas fórmulas de pensamiento
como clientes le vengan ([21]). Lo que quiero
decir es que el abogado en su actuación jurídica
debe contar siempre con estos dos carriles:

1( Que no pida -ni aun consintiéndolo las leyes-
aquellas cosas que sean contrarias a su convencimiento
fundamental o a las inclinaciones de la conciencia.

2( Que tampoco sostenga -en un pleito- interpretaciones
legales distintas de las que haya defendido en otro
litigio.

Cabe compendiar en la siguiente perogrullada: "el
pleito vive un día y el abogado toda la vida"
y como
debemos ajustar la vida a normas precisas, ha de reputarse como
despreciable ruindad olvidar esas cardinales del pensamiento para
girar como la veleta cada vez según sople el viento
([22]). Así pues, el concepto de
desdoblamiento psíquico del abogado no ha de interpretarse
como lo hace MAJARANA… sino como quedó
explicado.

El abogado y su
independencia

Por su sentido lógico, las profesiones liberales
lo son porque se ejercen con libertad y en la libertad tienen el
más importante atributo; esto produce el fenómeno
de que juntamente con el derecho del cliente a ser atendido nazca
el del profesional a ser respetado y que paralelamente a la
conveniencia del uno vaya el prestigio del otro. El arquitecto no
trazará los planos que el propietario le mande, ni el
médico prescribirá el tratamiento que el enfermo le
pida, si el gusto de quien paga puede perjudicarle o perjudicar
la buena fama del técnico. Pues con el abogado ocurre otro
tanto; el abogado ha de sentirse colocado – siempre y en todo
momento- en un grado de superioridad sobre su defendido -como el
confesor, como el tutor, como el gerente-, por
eso ha de huir cuidadosamente de los siguientes
peligros:

1( Del pacto de cuota litis -que la opinión
pública por regla general reprueba-. No es que esta
forma de remuneración sea sustancialmente absurda o
inmoral; lo que la hace condenable es que arranca al abogado su
independencia,
haciéndole partícipe en el éxito y
en la desventura. Procedemos con serenidad sabiendo que lo que se
nos premia es nuestro trabajo,
cualquiera que sea su resultado; pero perdemos la ecuanimidad y
se nos nubla el juicio y no distinguimos lo lícito de lo
ilícito, si incidimos en la alternativa de ver perdido
nuestro esfuerzo o lograr una ganancia inmoderada. La
retribución del trabajo es sedante; la codicia es hervor,
inquietud, ceguera. El abogado que a cada hora se diga "si
gano este pleito, de los diez millones me llevaré
cinco
", se adapta más a la psicología de los
jugadores que a la de un abogado.

2( De la persona a quien se ama. ¿Quien resiste a
la súplica del ser amado?, ¿qué no
podrán hacer sobre nuestra alma sus ojos tristes, su voz
quebrada y sobre todo sus lágrimas de cocodrilo?.
Recordemos que el enamoramiento es rendimiento, pleitesía,
encadenamiento y servidumbre; y el que padece tan graves
minoraciones de su albedrío, nada puede dirigir ni de nada
puede responder. (Ya CUPIDO sólo por ser ciego es un
peligro, ¡si además vistiera toga sería un
desastre!).

3( De la familia. La
franca libertad con que se inmiscuyen en nuestra vida hermanos,
abuelos, tíos o sobrinos, les faculta en caso de pleito
para fiscalizar cada uno de nuestros actos -¿Por
qué no presentas una denuncia?, ¡a mi me parece que
eso es un delito!, ¡yo en tu lugar haría más
duro ese escrito y si por mi fuera promovería un
incidente!- y si a eso le sumamos que no hay hora fija para
escuchar la consulta, ni facilidad para desistir de la defensa…
y le agregamos además el asunto del cobro de los
honorarios por servicios.
Todo hay que decirlo: hay parientes comedidos y prudentes que
respetan la libre iniciativa tanto y más que un
extraño; pero, son la excepción. Por eso mejor que
digan que "en casa del herrero hay cuchillo de
palo
".

4( Del sueldo. El abogado que percibe un salario
fatalmente ha de verse obligado a defender cuanto le manden, con
lo que al dimitir la libertad se pone en riesgo la integridad.
Nunca es tan austero ni tan respetado un abogado como cuando
rechaza un asunto por no parecerle justo; ¿y puede hacerlo
quien recibe una retribución fija?, ¿cómo
justificaría la percepción
de los salarios
percibidos?. -Los abogados que sirven en las grandes empresas o en las
instituciones
oficiales saben muy bien los conflictos de
conciencia que se padecen y aun las situaciones violentas que se
atraviesan, teniendo que defender todo lo que gustan pleitear
quienes pagan- ([23]).

5( De la política. El abogado
-como todo ciudadano- ha de tener en materia
política su opinión y su fe; mas conviene educar a
la juventud
-contrariamente a lo que con nosotros se hizo- en la alta
conveniencia de separar el foro de los negocios
públicos. Que la política sea una carrera ya
está superado y a los políticos concierne, pero que
sea un medio para que los abogados hagan carrera es un concepto
bárbaro. Raro y poco fácil es que quienes se
afilien bajo una bandera, acatan una jefatura y buscan un
porvenir -y esto es más lamentable- no sufran cuando menos
una deformación de juicio que les haga ver buenas todas
las causas que benefician a su credo y perversas
cuantas lo contradigan; esto sin contar con los compromisos,
presiones y acosos que el partidismo hace gravitar sobre el
abogado, y sin contar tampoco con la frecuente
complicación que se produce entre asuntos forenses e
intereses políticos ([24]).

El trabajo del
abogado

La labor en todas las profesiones intelectuales
es personalísima y quizá en ninguna lo sea tanto
como en la abogacía. La inteligencia
es insustituible, pero más aún son la conciencia y
el carácter y en nosotros tanto o más
se buscan y cotizan las tres cualidades. Debemos esforzarnos en
hacer por nosotros mismos los trabajos, ya que el cliente
tomó en cuenta al buscarnos todas nuestras condiciones,
desde la intimidad ética hasta el estilo literario. Pero
como en una gran mayoría de despachos es absolutamente
imposible que el titular realice personalmente la tarea
íntegra, forzosamente habrá que delegar algunas
tareas en sus asistentes. Pero quien proceda con escrúpulo
efectuará la delegación por orden de menor a mayor
importancia, llegando hasta no confiar el trabajo a mano ajena,
mientras no sea inevitable. En cuanto a la manera de trabajar
sería osado querer dar consejos, pues sobre la materia es
tan aventurado escribir como sobre la del gusto; no quiero
sin embargo, dejar de exponer una observación personal. Parece lógico
que antes de empezar a escribir se haya agotado el estudio en la
doctrina y en la jurisprudencia -seriamente así debe
hacerse y no es recomendable ningún otro sistema- y aunque
recomendable es ese sistema, confieso que en lo personal practico
todo lo contrario.

Cuando empiezo a escribir son muy rudimentarias las
ideas que tengo en mente, pero conforme van apareciendo las
cuartillas son ellas con su misterioso poder de sugestión
las que me iluminan unas veces y otras me confunden aun mas -me
plantean problemas
insospechados-. No hay nada en el mundo sin explicación y
pienso que esta rareza también la tiene: los
apriorísticos y doctrinarios forman su construcción ideológica y la
trasladan en el papel; al revés, para los realistas el
escrito es ya la vida en marcha y al formarle le invita a
contemplarla en su plenitud.

Las cuartillas son ya el dialogo, la
comunicación, el peligro de errar, el vislumbre del
éxito, la tentación de la mordacidad, la
precisión ineludible de ahondar en un punto oscuro o de
mirar con respeto lo que
antes desdeñé, la evaluación
inexcusable de una cita, la compulsa de un documento, el
deleitarse las figuras del drama, el presentimiento de la
agresión contraria …pudiera decirse en fin que la
improvisación me conduce a la reflexión. En un
debate oral y público o informando me ocurre todo
lo contrario, ya que jamás lo hago sin llevar guiones
minuciosos, concretos, verdaderos extractos del pleito y cuya
redacción (siempre hecha con mi propia
mano, con signos
convencionales y tintas de diversos colores, me
invierte largo tiempo y además se me ponen los nervios de
punta esto responde al espantoso terror que me infunde el hacer
el uso de la palabra -llevo muchos años dando clases y
asistiendo a juicios orales, pero todavía hoy el hablar en
público me inspira más espanto que el primer
día-).

En la oratoria para
distribuir, acopiar y matizar la oración es indispensable
el guión porque allí como en un casillero llevamos
convenientemente clasificadas las materias; las contingencias de
la polémica y las prescripciones de la oportunidad nos van
recomendando lo que debemos hacer con el ideario clasificado
([25]). Pero son la clasificación previa,
nuestro pensamiento caería en la anarquía y
seríamos juguete del adversario diestro o del auditorio
severo. Al revés de lo que ocurre con el trabajo
escrito -de la improvisación a la reflexión-,
voy en el oral de la reflexión a la
improvisación.

El abogado y la
palabra oral o escrita

La palabra hablada -el verbo- es todo: estado de
conciencia, emotividad, reflexión, efusión, impulso
y freno, estímulo y sedante, decantación y
sublimación… donde no llega la palabra brota la violencia -o
los seres humanos nos entendemos mediante esta privilegiada
emanación de la Deidad o caeremos en servidumbre de
bruticie-. ¿Qué cosa podrá suplir a la
palabra para narrar el caso controvertido?, ¿con
qué elementos se expondrá el equis problema?,
¿de qué instrumental se echará mano para
disipar las nubes de la razón, para despertar la
indignación ante el atropello, para mover la piedad y para
excitar el interés?. Por la palabra se enardecen o calman
ejércitos y turbas; por la palabra se difunden las
religiones, se
propagan teorías
y negocios, se alienta al abatido, se doma y avergüenza al
soberbio, se tonifica al vacilante, se viriliza al desmedrado.
Las palabras son abominables para los tiranos porque les condena,
para los malvados porque les descubre y para los necios porque no
las entienden; pero para los abogados -que buscamos la
convicción con las armas del razonamiento-
¿cómo hemos de desdeñar la eficacia de las
palabras? ([26]).

Para efecto de persuadir no cabe comparación
entre la palabra escrita y la palabra hablada porque en
ésta los elementos plásticos
de la mímica valen más que mil resmas de papel y
denuncian claramente la sinceridad o falacia del expositor
-solemos decir que se adelanta más en media hora de
conversación que en un año de correspondencia-. Los
hechos tienen más fuerza que las palabras -es verdad-,
pero sin las palabras previas los hechos no se producirán.
Unas palabras -las de Jesús el Cristo- bastaron para
derrumbar una civilización y crear un mundo nuevo. Las
siguientes son seis cualidades de la oratoria forense que
conviene no perder de vista ([27]):

1( La brevedad. "Sé breve que la brevedad es
el manjar predilecto de los jueces. Si hablas poco, te
darán la razón aunque no la tengas … y a veces
aunque la tengas"
-aconsejaba un magistrado viejo a un
abogado joven-. "Te escribo tan largo porque no he tenido
tiempo de escribir más corto"
-esta memorable frase
nos recuerda que es poco fácil ser escueto-. Toda oratoria
debe contar con esta excelsa cualidad de brevedad y más
aún la oratoria de los estrados.

2( La diafanidad. "Habla claramente, para que te
entienda el portero del salón y si lo consigues, malo
será que no te entienda alguno de los señores de la
Sala"
-decía un magistrado a su joven amigo abogado-.
Nuestra narración ha de ser tan clara que pueda la persona
más tosca y llana del mundo, no porque los jueces sean
toscos o llanos sino porque están fastidiados de escuchar
enrevesadas historias y trapisondas para todos los gustos. Tal
disposición -más fisiológica que reflexiva-
sólo puede contrarrestarse diciendo las cosas precisas y
en términos de definitiva claridad y llanura; es decir, el
consejo es hablar con filtro.

3( La preferencia a los hechos. Alguna vez
escuché a un abogado atacar a un colega en tono
despectivo: "Es el abogado del hecho" -¡…y yo
que en eso encontraba su mayor mérito!-. Para cada vez que
se ofrece un problema de estricto derecho -de mera interpretación legal- hay cien mil casos de
pasión, de vivencia, de realidad viva, en una palabra: de
hechos. Eso es justamente lo que hay que poner de relieve que la
solución jurídica viene sola y con parquedad de
diálogo.

4( La cortesía desenfadada o el desenfado
cortés. Esto es el respeto más escrupuloso para con
el litigante adverso, hasta el momento en que hay que proceder.
Es imperdonable la mortificación para el que está
enfrente -sólo por el hecho de estar al frente-, pero es
cobarde deserción del deber el abstenerse de descubrirle
un vicio por rendirse a contemplaciones de respeto, de amistad o
de otra delicadeza semejante. En un momento así el abogado
debe actuar y se le acaba todo lo que no sea el servicio de la
defensa.

5( La policía del léxico. Entre nuestra
deficientísima cultura literaria y la influencia del
juicio escrito, los abogados hemos avillanado el vocabulario y
hemos degradado a un punto extremo nuestra condición
mental. Bueno es que no olvidemos quienes somos y lo que somos
-aquella compenetración, que en beneficio de la claridad
he defendido, para que al abogado le entienda un cualquiera, no
ha de lograrse deprimiendo el nivel de aquél sino elevando
de éste-.

6( La amenidad. En todo género
oratorio hay que producirse con sencillez, huyendo de lirismos
altisonantes y de erudiciones empalagosas ([28]).
Los pleitos no se ganan con citas de connotados jurisconsultos,
ni en fuerza de metáforas o imágenes
-aquello es sumergirse en un pozo, ésta perderse en un
bosque-. El secreto está en viajar por la llanura, quitar
los tropiezos del camino y de vez en cuando provocar una
sonrisa.

El estilo forense
del abogado

¿Modestia, indiferencia, egoísmo, pereza?,
sea lo que sea, lo cierto es que los abogados no nos damos la
menor importancia a nosotros mismos. Tiramos de nuestra
profesión como si fuera una cosa insignificante, trivial y
anodina ¡…y eso no puede ser! porque hay profesiones que
se pueden ejercer con el alma fría, pero hay otras que
requieren alma caliente. ¿Cómo concebiremos a un
pintor, un novelista o a un poeta si no están enamorados
de la belleza?. ¿Cómo entender a un médico
si no tiene pasión por la salvación de los
enfermos, por los adelantos científicos y por la salud
pública?. De igual manera ¿qué abogado
será aquel que no ame la justicia sobre todas las cosas y
no sienta el orgullo de ser sacerdote de ella?. ¡No podemos
vivir sin justicia!, ¿sin justicia qué
valdrá la vida?, será sencillamente un tejido de
crímenes y de odios, un régimen de venganzas, una
cadena de expoliaciones, el imperio de la ley del más
fuerte, la barbarie desenfrenada en fin …y no
exagero.

Con poco que lo meditemos y nos damos cuenta que si los
seres humanos amamos y trabajamos y paseamos y comemos y dormimos
es porque muda e invisible se atraviesa en todos nuestros actos
esa diosa etérea e implacable que se llama Justicia y los
abogados sus sacerdotes invocadores. La justicia inspira y
preside todas las humanas acciones hasta
las más ínfimas, los pensamientos hasta los
más recónditos, los deseos hasta los más
nimios. Ser ministro de la justicia es algo trascendental y
definitivo: ¡no se puede ser abogado sin el orgullo de
estar desempeñando la función más noble y
más importante de la humanidad!. Una de las demostraciones
de lo poco que los abogados nos preciamos a nosotros mismos
está en la poca atención que prestamos a la herramienta de
nuestro oficio que es la palabra -escrita o hablada-. Redactamos
nuestros trabajos como si fuera en cumplimiento de una mera
necesidad y nos reproducimos en nuestros escritos con
desaliño y con descuido.

No nos reconcentramos para alumbrar nuestra obra, como
lo que es: nuestra obra. Es decir, nos reconcentramos solamente
en el fondo -el estudio legal y apuramos los textos con
aplicaciones y jurisprudencia y doctrina- y eso lo hacemos muy
bien; pero, yo me refiero a lo otro: a la expresión
literaria, al decoro del buen decir, o sea a la forma, porque
-todo hay que decirlo- en eso somos lamentablemente muy
abandonados -aquí y en todas partes-. Es así como
se ha creado una literatura judicial
lamentable quienes a porfía usamos frases impropias,
barbarismos, palabras equivocadas, todo un "argot" ínfimo
y tosco. No tenemos noción de la medida y nuestros
escritos pecan una veces de insuficiencia y otras por pesados y
difusos porque es muy frecuente que se haga el escrito de una vez
-sin revisión ni enmienda-. Aun cuando la redacción
sea correcta y la ortografía impecable, falta el
hálito de vida, el matiz de pasión, el apunte
crítico, todo lo que es condimento y sazón de las
labores literarias. Consideramos los escritos operaciones
aritméticas a las que sólo se exige que sean
exactas, pero que no son susceptibles de belleza ninguna y eso
obviamente no es verdad. Tal abandono nos desprestigia -es como
si el médico dejara mellarse el bisturí- ¿no
es la palabra nuestro único instrumento y arma?,
¡pues usémosla bien!. En todo momento
deberíamos tener presente una máxima de
cratología (arte de tocar las castañuelas) que dice
"Se puede o no tocar las castañuelas; pero, ya de
tocarlas, tocarlas bien
."; de idéntico modo se puede
ser o no ser abogado -pues nadie nace tal por ley natural-,
obligado a serlo hacerlo bien … y si no hay otra manera de ser
abogado sino usando de la palabra, empleémosla como
corresponde, con pulcritud, con dignidad, con
eficacia -como debe ser-.

Dicho de otro modo: no importa lo que hagas, hazlo bien
hecho …y si eres abogado tienes que profundizar en el fondo de
tus escritos tanto en cuanto en la forma que les des, ya que lo
cierto del caso es que el abogado por su propia naturaleza es
un escritor y un orador -si no lo es, será un jornalero
del derecho pero no un verdadero defensor de la sociedad y de
la justicia-. He dicho que el abogado es escritor y me he quedado
corta, porque en el abogado hay tres tipos distintos, tres
escritores en uno: el historiador, el novelista y el
dialéctico.

1( Hay en el abogado ante todo un historiador porque la
primera tarea del abogado es narrar hechos -de narrarlos bien a
narrarlos mal hay un gran trecho-. Todos hemos padecido la
angustia de soportar a esos clientes que no saben contar las
cosas -que empiezan su explicación por la mitad, como si
nosotros estuviéramos enterados de los antecedentes o que
confunden las personas o que olvidan hechos esenciales. Todos
hemos leído libros en que tenemos que repasar dos y tres
veces la misma página porque el autor no supo decirnos con
claridad lo que se proponía. Todos hemos aguantado una
conversación con interlocutores difusos, enrevesados y
monótonos …y en todos estos casos nos hemos sentido
desesperados, sólo porque el cliente, el escritor o el
conversador no sabían contar su historia.

Narrar no es fácil, hay que exponer lo preciso,
sin complicaciones, hay que usar las palabras adecuadas y
diáfanas. Podríamos ser muy pomposos, fastuosos,
metafóricos y no decir nada en el discurso,
mejor es que ante todo sepamos contar la historia. Una simple
exposición minúscula y ramplona
muchas veces para algunos abogados es inabordable -vg.: "Luis se
casó con María; tuvieron dos hijos, Elías
José y Ana Luisa; Ana Luisa murió y la heredaron
sus padres", etcétera- y no todo el mundo vale para eso.
El extravío al apreciar un hecho o un detalle puede
arrastrar una cadena de equivocaciones y producir un final
diferente al querido o un fallo injusto; de ahí entonces
que el primer cimiento para el acierto judicial depende del
abogado, de que sepamos exponer el caso …de suerte que el
historiador es el primer literato que aparece en la
personalidad del abogado.

2( Mas no basta el historiador; viene después el
novelista de ahí que la narración no será
completa ni alcanzará eficacia, si en los momentos
oportunos no va acompañada de unas pinceladas que
destaquen el tipo o acentúen el hecho. Si atacamos a un
usurero avariento, no nos debemos limitar a explicar el contrato
abusivo hecho en su beneficio, será conveniente que
saquemos a la luz sus
antecedentes y sus modos para hacerlo antipático al
tribunal. Si estamos refiriéndonos a un muerto por
accidente, no será lo mismo que el muerto sea un soltero
de quien nadie depende o que sea un padre da familia con una
prole. Así en todo: no es lo mismo señalar
simplemente que Mengano faltó a su compromiso, que
puntualizar su hábito de hacerlo y apuntar los casos
más sangrantes… el drama y la comedia que el pleito
entraña se forma con personajes y con hechos, de tal forma
que retrasar aquéllos y destacar éstos es tarea
primordial del abogado. Todo esto no es ya función del
historiador sino del novelista y del dramaturgo -ese juego de
personas y cosas, esas descripciones de sucesos y caracteres, son
el nervio del litigio y debemos esforzarnos porque los jueces
participen de nuestros sentimientos-.

3( Y queda por último el dialéctico:
cuando el abogado pasa de la narración del caso al
razonamiento jurídico, sus modos literarios han de cambiar
en lo absoluto; ya no se trata de explicar una historia ni
destacar a sus actores, sino de afrontar una tesis, de
interpretar una ley, de defender una solución y
ésta es patrimonio de
la lógica discursiva. Hay que plantear el problema de modo
escueto y tajante para encuadrar la atención del juzgador
y poner cuadrículas a su pensamiento [… dados los
antecedentes expuestos ¿qué procede, ésta o
lo otro?, ¿cuál es el daño
menor, éste o aquél?, ¿quién lo debe
sufrir, él o ella?] y después, razonar. Agotar lo
motivos, elegir entre varios argumentos para desecharlo o
tomarlos según convenga y en esto de argumentar vale
más un pensamiento propio que cien ajenos. Lo digo porque
hay muchos abogados que muestran afición por citar las
opiniones de todos los autores habidos y por haber, los que en
definitiva no pasan de ser un par de docenas y siempre los
mismos. En algunas ocasiones es fructífera y hasta
definitiva alguna cita; pero cuando son tantísimas el juez
acabará por decir "Bien, ya sé lo que piensan
sobre este punto todos los autores del mundo, pero me interesa
saber simplemente qué es lo que piensa al respecto el
autor de este escrito
.". Dirá entonces: "No
piensa por sí mismo, posiblemente a lo sumo piensa como
los autores que cita
". El abogado en su función
dialéctica hará un trabajo de enumeración,
de selección,
de cernido y para el razonamiento le serán muy
útiles los ejemplos especialmente los toscos y simplones;
algunos jueces refunfuñarán diciendo
"Creerá este señor que sin este burdo ejemplo
no me habría enterado?"
y es respetable su enfado,
pero todo hay que decirlo: muchas veces con un ejemplo primario
puede haber una iluminación repentina, ahorrándole
media hora de reflexión concienzuda y eso vale.
Consecuentemente, el abogado ha de ser escribiendo: historiador,
novelista y dialéctico y si no lo es, medio abogado
será. Sabido ésta, entonces: ¿cómo
escribir?. Se hará pues, de manera espontánea -que
cada cual escriba como habla y de la manera en como Dios le da a
entender-. Normas técnicas
valen para el formato o la estructura
formal del escrito, las que se conseguirán en cualquiera
de las librerías. Lo que si cabe es fijar unos cuantos
jalones como líneas de conducta para orientar el juicio a
la hora de escribir ([29]).

1( La primera condición es la veracidad -se
dirá que esto se relaciona con la ética y no con el
estilo y así es, pero no está de más fijar
esta condición como la primera y la más esencial-;
porque no está de más recordar que somos voceros de
la verdad, no del engaño. Se nos confía que
pongamos las cosas en orden, que procuremos dar a cada cual lo
suyo, que se abra paso la razón, que triunfe el bien y
¿cómo armonizar tan altos fines con un predominio
del embuste?. No digo que en el orden del derecho no puedan
sostenerse teorías atrevidas y buscar en las leyes
interpretaciones arriesgadas, ya que en eso no hay maldad por la
simple razón de que los jueces tienen nuestro mismo grado
académico e idéntica preparación profesional
y los mismos elementos de juicio como para que puedan discernir;
pero en cuanto a los hechos la situación es distinta ya
que el juez no sabe sino lo que nosotros le contamos, no conoce
más documentos que los le aportamos, fía en nuestra
rectitud moral y supone que no le diremos que un casado es
soltero y que un muerto está vivo. Ejemplo
categórico: Sabemos de un homicidio,
podremos aceptar o rechazar su defensa y si la aceptamos podremos
excusar su acto alegando eximentes o aminorar la responsabilidad
encontrando atenuantes …pero lo único que no podremos
hacer es negar el hecho y es tan claro que no necesita
argumentación. Aludo a casos en los que por ejemplo
nuestro cliente funda su derecho en cuatro motivos, de los cuales
tres nos parecen atendibles y otro desdeñable; o en donde
por ejemplo el juez nos ha dado la razón por siete motivos
de los que cinco son excelentes y los otros dos
disparatados.

¿Qué hemos de hacer en tales casos?,
fingir un convencimientos que no tenemos?, representar la comedia
de una falsa persuasión y poner idéntico calor en la
defensa de todos los aspectos buenos y malos?. En tales casos es
preferible practicar la honestidad y
producirse con lealtad y decir: "De las cuatro razones en que
mi cliente apoya su derecho, tres me parecen evidentísimas
y las patrocino con fervor; pero en cuanto a la cuarta, estoy
lleno de dudas y sólo la expongo por no abandonar
ningún medio de defensa, por si fuera yo la
equivocada."
O bien decir en el otro caso: "De los siete
motivos en que el señor juez apoya su fallo, estoy
compenetrada absolutamente con cinco, pero no me convencen los
otros dos. Los mantengo todos ante la Sala sólo para que
ella en su elevado juicio y entender, pueda apreciar lo que
estime mejor y resuelva de conformidad."
Tal conducta,
sostenida en el curso de la vida profesional, robustece el
prestigio del que la practica porque los jueces ponen duplicada
confianza en el profesional a quien le han visto trabajar
así de profesional.

2( Después de la veracidad, la siguiente
condición del abogado ha de ser la claridad. Nunca se
recordará bastante el precepto del Quijote. "…
llaneza muchacho, llaneza, que toda afectación es
mala!".
Todo el que escribe debe hacerlo para que le
entiendan. Al fin y al cabo si el filósofo, el novelista o
el poeta se empeñan, el público aburrido no los
leerá y allá ellos que ellos son los únicos
que pierden; pero, las torpezas del abogado -escritor de tres
talantes- no las paga él con su descrédito, sino
que las sufre el cliente cuyo derecho no ha quedado de
manifiesto. Por consiguiente, el arte del abogado consiste en
plantear las cosas con sencillez y no ha de haber en nuestros
escritos otros conceptos sino los necesarios y hemos de buscar
las palabras más concretas, diáfanas y correctas
([30]). Salvo casos excepcionales que requieren
explicación previa, la regla general ha de consistir en
evitar alegaciones inútiles y acometer desde el primer
momento la explicación del caso; todo lo demás es
paja que a los tribunales les tiene sin cuidado.

3( Aneja a la claridad ha de ir la brevedad. Cierto
viejo magistrado le decía a un novel abogado: "Se
breve, que la brevedad es el manjar preferido de los jueces.
Siéndolo, te darán la razón aunque no la
tengas y a veces …a pesar de que la tengas."
Está
desgraciadamente muy difundida, la afición a los escritos
kilométricos y dedicados en su mayor parte a citar
sentencias y más sentencias de todos los tribunales. Decir
poco y bueno es mil veces preferible a gastar el papel por
toneladas, acudiendo a antecedentes no siempre adecuados ni
oportunos.

4( Unida a la claridad y a la brevedad debe ir la
amenidad. No se recomienda en manera alguna el uso de bromas
inadecuadas pero la vida brinda siempre aspectos cómicos y
un abogado inteligente no debe desaprovecharlos: una
alusión irónica, el relieve de un personaje
ridículo, el subrayado de una situación
equívoca, la invocación de una agudeza, el recuerdo
de un episodio chusco, son cosas que animan el relato y pueden
dar eficacia a un argumento y sobre todo permiten al lector un
reposo mental instantáneo que siempre sirve para continuar
la lectura con
el ánimo refrescado.

El abogado y la
cordialidad

Abogados y jueces suelen vivir en un estado parecido al
que la ley de orden público llama de "prevención y
alarma". El juez piensa del abogado "¿En qué
proporción me estará engañando?"
y el
abogado del juez "¿A qué influencia
estará sometido
?". Muy hipócrita sería
quien negase que ambas suspicacias tienen fundamente
histórico, porque ni escasean los defensores que mienten
ni faltan los jueces rendidos a los favores. Pero aun siendo
cierto, no disculpa el régimen de desconfianza entre unos
y otros, porque el vicio no es general y porque nada remedian la
malevolencia en el juicio ni la hosquedad en el trato.

Abundan los defensores correctos, veraces y enamorados
del bien y en cuanto a los jueces obligado es decir que no se
rinden por venalidad y que casi nunca se entregan a la
influencia. Lo que pasa es que nos hallamos tan habituados a
pensar mal y a decir mal de los demás que, hemos dado por
hecho que las fuentes puras de los actos humanos están
secas. Cuando nos desagrada una obra o un dicho ajenos, no se nos
ocurre que podemos ser nosotros los equivocados. No, lo primero
que decimos es "se ha vendido" y cuando más
benévolos somos decimos "lo ha hecho por el puro gusto
de perjudicarme."
Gran torpeza ésta. Las acciones
todas -y en especial las que implican un hábito como las
profesionales- han de cimentarse en la fe, en la
estimación de nuestros semejantes, en la ilusión de
la virtud y en los móviles generosos. Quien juzgue
irremediablemente perversos a los demás
¿cómo ha de fiar en sí mismo, ni en su
labor, ni en su éxito?. ¡Hay que poner el
corazón en todas las empresas de la vida! y por eso hay
que distinguir la malicia genérica y abstracta -que
constituye una posición mental inexcusable- de aquella
otra desconfianza personalizada y directa que suele caracterizar
al usurero. El espíritu tosco mira recelosamente no la
humanidad sino uno por uno a todos los seres humanos
"Éste viene a robarme", "Ése se ha
creído que soy tonta", "Cuando el otro me saluda
será porque algo quiere", "Si el de más allá
no me saluda será porque me la debe", "Si el de más
acá me habla, luego me despellejará"
y lo
cierto es que tal enjuiciamiento es venenoso para el
carácter, nos imprime un sello de ferocidad y nos
encarrila hacia un aislamiento huraño.

Lo recomendable entonces es una previa aceptación
de todas las maldades posibles sin preocuparse de
personificarlas; dicho más claro: basta con saber que el
ser humano es igualmente capaz de todo lo bueno y de todo lo malo
y que para nuestra tranquilidad debemos esperar lo solo primero,
pero si ocurre lo segundo es suficiente comprender que
también eso puede suceder. Así pues, si nos
mirásemos con ese sentido comprensivo los que pedimos
justicia y los que la otorgan, el régimen judicial se
transformaría esencialmente para bien de todos
([31]). Es lo cierto que estaría bien en
considerar que todos -abogados y jueces- trabajamos en una
oficina de
investigación y vamos unidos y con buena fe
a averiguar dónde está lo más justo; a falta
de ello, lo meramente posible.

Tan compleja es la vida que con igual rectitud de
intención se puede patrocinar para un mismo conflicto la
solución blanca, la negra y la gris. ¿Por
qué empeñarnos en que prevalezca la solución
blanca, cuando lo más probable es que sea preciso
mezclarlos todos para formar la entonación que menos
dañe la vista?.

Conceptos
arcaicos en el abogado

Todavía es invocado el viejo aforismo judicial
"lo que no está en los autos no está en el
mundo"
porque a su amparo se ahorran
muchos abogados el tener que pensar, ¡cosa más
moda!:
"¿no está en el folio tal ni el folio cual?,
pues simplemente no existe
!". No hay pleito que se falle
estrictamente por lo que en él aparezca y digan las leyes;
viene de afuera una presión
social incontrastable que -aun sin notarlo ni el mismo juez-
gravita sobre su ánimo e influye en su
resolución.

Un mismo hecho y unas mismas pruebas darán un
resultado en un ambiente
social y otro absolutamente contrario en un ambiente distinto.
¿Y no se ve también en ocasiones que la palabra de
honor dada al informar por un abogado respetable sobre un hecho
que no consta en parte alguna, influye considerablemente en el
espíritu del tribunal?. Hay en todas las relaciones
humanas una serie infinita de matices, gamas, sinuosidades,
acentuaciones y modalidades que escapan a la prueba ¡y no
obstante se presentan firmes y vigorosas ante los ojos del
juzgador!. ¿Será posible desdeñarlas porque
no cupieron en el casillero probatorio?. No. Igual sucede en
otros muchos aspectos de la contienda judicial …no hace mucho
un abogado me reprochaba que el juzgado no debió admitirme
un escrito porque era grande mi atrevimiento al contestar una
demanda. Yo la
había dividido en capítulos y dentro de cada uno
había agrupado los respectivos hechos, los fundamentos
etcétera y había utilizado las notas al pie de
página y los paréntesis y otros signos propios del
lenguaje
hablado.

Lo cierto es que cada día cae por tierra los
formulismos hueros que embarazan, complican y presentan como rito
misterioso lo que en definitiva no debe ser otra cosa que
diálogo entre gentes con sentido común -y es
lástima que todavía queden en pie algunos como la
cita del número y artículo que autoriza el
recurso-. Muestran las personas su cultura y su educación por el
dominio de lo sustantivo sobre lo formal y es cosa triste ver a
abogados cultos y buenos aferrados a mantener esto sobre
aquello.

El arte y el
abogado

Angel GANIVET dice en una de sus cartas que
"el abogado por el hecho de serlo, es una bestia nociva para
el arte"
y su horror al foro le llevó a afirmar que
"pediría limosna antes que ejercer la abogacía,
ni nada que se roce con ella"
([32]).
¿De haberlos?, ¡haylos!. Que hay abogados bestias
nocivos para el arte y para muchas otras cosas más, es
indiscutible; como también que hay artistas nocivos para
el sentido común. Pero de ahí a que el abogado
tenga tan lamentable distintivo por el solo hecho de serlo …
¿en que se fundamenta para hacer tal afirmación el
señor GANIVET?.

En la naturaleza de la función no será;
podrá creerlo él y quien como él crea que la
abogacía está limitada a regir intereses y que
actúa solamente sobre los textos legales …pero la verdad
-como sabemos- no esa. La abogacía más que
intereses rige sobre todas las pasiones humanas y sus armas se
hallan más en el arsenal de la psicología que
acomodadas en los códigos –el amor el
odio los celos la avaricia la quimera el desenfreno el ansia la
autoridad el poder la flaqueza la preocupación el
desenfado la resignación la protesta y toda la variedad
infinita de los caracteres de la personalidad humana, es lo que
el abogado trae y lleva las veinticuatro horas del día
todos los días de su existencia abogadil-. De suerte que
la índole de la profesión invita -más que la
del ingeniero, el comerciante o el catedrático- a la
contemplación del fenómeno artístico …y
aun en relación con el literato conviene establecer la
distinción de que éstos trabajan con estados
anímicos que su imaginación le sugiere, en tanto
que el abogado trabaja con las almas vivas de los seres humanos
con quien trata.

Mientras otros profesionales tienen como elemento de
expresión la aritmética, la química o el dibujo lineal,
los abogados usamos la palabra escrita o hablada; es decir, la
más noble, la más elevada y la más
artística manifestación del pensamiento… y no la
palabra escueta y árida -que basta para explicar botánica o planear una industria
eléctrica- sino la palabra cálida, diáfana,
persuasiva, emotiva que ha de determinar la convicción,
mover a la piedad, deponer el enojo o incitar a la concordia; es
decir, la palabra con arte. Y a pesar de todo la
flagelación de GANIVET no está exenta de fundamento
porque es lo cierto que gran cantidad de abogados
-digámoslo claro- se encuentran en la enorme incultura que
caracteriza a la mayoría. El abogado de nuestros
días -aquí como allá- apenas si lee, quienes
por regla general estudian menos que cualquier médico
salido de las aulas, tanto esto es así que esta da grima
ver sus bibliotecas. Digo
mal; lo que da grima es ver su absoluta carencia de biblioteca donde
muchos se valen escasamente de su diccionario
jurídico elemental donde …y contar con cien
volúmenes es caso rarísimo y no estoy hablando de
una biblioteca exclusivamente jurídica –movimiento
científico moderno, revistas jurídicas extranjeras,
libros de historia, de política o de sociología, novelas, versos,
comedias- … y es claro que al no leer viene el atasco
intelectual, la atrofia del gusto, la rutina para discurrir y
escribir, los tópicos, los envilecimientos del lenguaje,
etcétera.

Efectivamente, cuando se llega a este estado de
abandono, apenas si hay diferencia entre un abogado y una bestia
peluda -y la poca diferencia que hay, es en favor de la bestia
peluda!-. Se argüirá "leer es caro y no todos los
abogados ganan lo bastante como para permitírselo
".
Lo niego rotunda y categóricamente; porque "bastante"
nunca será bastante para quien piensa de esta manera, pero
"suficiente" siempre será suficiente para quien piensa de
manera distinta. Ahora, es verdad que es inasequible para los
bolsillos modestos formar una gran biblioteca, pero es
fácil para todo el mundo comprar libros como
artículo de primera necesidad, por ello tendrá que
dedicar a su adquisición un pequeño porcentaje de
lo que se gane -aunque para eso sea preciso privarse de otras
cosas-… y si un abogado no puede ni aún ese
límite mínimo, pues ¡será mejor que no
ejerza!, (tiene que quedarnos claro que la abogacía es
profesión de señores, de ahí que debe estar
vedada a los mendigos porque como todas las profesiones la
abogacía requiere de un mínimo de independencia
económica y quien no la alcanza no puede practicarla. No
hay carpintero sin banco, ni zapatero sin lezna, ni relojero sin
lente, ni militar sin uniforme, ni sacerdote sin sotana; la
excepción son los abogados que reputan muy natural serlo
sin libros…). Así pues, el abogado debe tener
inexcusablemente en su biblioteca: recibir cada mes una revista
jurídica nacional y otra internacional; la mitad de los
libros jurídicos que se publiquen en el país -y lo
digo así casi al peso, porque desgraciadamente aquí
no producimos casi nada y sin exagerar se puede asegurar que
todas las publicaciones no cuestan sesenta mil colones al
año, recomendando un dispendio de treinta mil, no
sería irracional gastarse dos mil quinientos al mes en
adquirlos-; y otros cuantos libros -pongamos otros treinta mil
anuales- de historia, crónica, crítica, sociología,
política, medicina,
cosmología, física
cuántica, novela y versos.
¿Novela y versos?. Si. ¡Novela y versos! porque esta
es la gimnástica del sentimiento y del lenguaje. Se puede
vivir sin mover los brazos ni las piernas, pero a los pocos
años los músculos estarán atrofiados… pues
lo mismo sucede en el orden mental. La falta de lectura que
excite la imaginación, amplíe el horizonte ideal y
mantenga viva la renovada flexibilidad del lenguaje, acaba por
dejar al abogado reducido a un código
con figura humana, a un muertoenvida con grado académico.
En todo caso, permítome recordar que existen las
bibliotecas de los amigos y todas las bibliotecas públicas
que no son pocas… En fin, resumiendo: hay que estudiar, hay que
leer, hay que apreciar el pensamiento ajeno, ¡hay que
hacerlo o resignarnos como cierto con lo dicho por el
señor GANIVET! -y no sentirnos insultados cuando dijo que
el abogado por serlo es una bestia nociva al arte-
([33]).

El abogado
pertenece a su clase

El odio entre los artistas es una manifestación
de la ferocidad humana -literatos, cómicos,
músicos, pintores y escultores no gozan tanto con el
propio triunfo como con el descrédito ajeno-, esos seres
escogidos tocados por los ángeles se desuellan, se
despedazan y se trituran de manera encarnizada. En grado menor
pero también vigorosamente, los hombres de ciencia se
detestan -alrededor de cada tesis de química,
terapéutica o matemática
se urden ataques enconados contra quien defiende la tesis
contraria- y quien frecuente una tertulia médica no me
dejará mentir. Pero; a diferencia de todos ellos, los
abogados tenemos una actitud totalmente distinta -será
porque nuestra misión es precisamente contender es que
cuando cesamos en ella buscamos la paz y el olvido-.

Terminado un debate, una
vista o una conferencia nos
despedimos cortésmente y no nos volvemos a ocupar el uno
del otro -…no hay campañas de grupo, ni
ataques en la prensa, ni
corrillos-. Hay una costumbre que acredita la delicadeza de
nuestra educación: después de sentenciado un pleito
-y por muy acre que haya sido la controversia- jamás el
victorioso recuerda su triunfo al derrotado y ningún
abogado cae en la grosera tentación de decir a su colega
"¿Ve usted cómo yo tenía la
razón
?", contrariamente es el vencido quien suele
suscitar el tema felicitando a su adversario -incluso
públicamente- y ponderando sus cualidades de talento,
elocuencia y sugestión -a las que, y no a la justicia,
atribuye el éxito logrado-. Convengamos en que ésta
no lo hacen los demás profesionales y en que constituye un
refinamiento propio de lo que somos -y no siempre recordamos-:
señores. Siendo plausible este fenómeno tan
nuestro, no lo es la causa, la que si miramos bien radica
simplemente en que no nos odiamos porque ni siquiera nos
conocemos, ya que vivimos en el aislamiento y optamos por el
individualismo. De este aislamiento se desprende un daño
científico y otro afectivo y en este orden tenemos
que:

1( Sólo conocemos los casos de nuestro despacho y
los que nos muestra los
Tribunales -pero toda aquella enorme gama de problemas que brinda
la vida y no llegan a casación, todo aquel
provechosísimo aprendizaje que
nace del intercambio de ideas, para nosotros no existe-… y como
el Colegio de Abogados no se cuida de establecer verdaderas
relaciones entre sus colegiados (salvo alguna feliz iniciativa),
resulta que el abogado no estudia más que lo que pasa por
su mano.

2( El daño afectivo no es menor porque, perdida
la solidaridad
profesional nadie conoce la desgracia del colega y cada cual
devora sus propios dolores sin hallar consuelo en un
compañero -que tan llanamente se prestan los de otras
profesiones-. Nótese que nuestras relaciones particulares
siempre están en ambiente distinto del forense y es
así como ni en el bien ni en el mal tropezamos con
aquellos contactos cordiales que son indispensables para soportar
la pena del trabajo.

Los abogados marchamos con dos siglos de retraso en la
fórmula de la civilización porque continuamos
empeñándonos en conservar esa mentalidad
individualista y más que eso seguimos empeñados en
continuar viviendo en el aislamiento y se nos olvida "el sentido
de clase": la
clase es el alto deber que a cada grupo social incumbe para su
propia decantación y para servir abnegadamente a los
demás. Hay clases, o mejor dicho debe haberlas -no como
las conciben algunos suponiendo que a ellos les corresponde una
superioridad sobre el resto de los mortales-, porque las clases
no implican desnivel personal sino diferenciación en el
cumplimiento de los deberes (vg. un procurador no es más
que el conserje y así, a la hora de limpiar corresponde a
éste el puesto preferente, pero a la hora del debate debe
aquél reclamar la primacía): cada cual en su clase
haciendo lo que le corresponde, ¡eso es la clase!. Si los
abogados procediéramos como clase, habríamos
intervenido en la evolución del sentido de globalización, del concepto de
restructuración estatal, del apogeo de la medicina
holística -que está realizándose frente a
nuestros ojos-, ya que corresponde a nuestro acervo intelectual y
del que no hacemos ni el menor caso. ¿Es que no nos
enteramos o no adivinamos la inmensa responsabilidad que
contraemos con esa deserción?, ¿de verdad
habrá quien crea a estas alturas que un abogado no tiene
más que hacer que defender pleitos y cobrar honorarios?.
No basta que cada abogado sea bueno, es preciso que juntos todos
los abogados seamos algo: una clase.

Así se
hace el despacho de un abogado

Partes: , 2, 3

Partes: 1, 2, 3
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