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Liderazgo gerencial (página 5)




Enviado por Eustiquio Aponte



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9

—Probablemente es una buena norma de conducta
—asentí.

—He intentado, sin éxito
muchas veces, vivir de acuerdo con la filosofía de que nunca debemos tratar a la
gente en forma distinta a como desearíamos que nos
trataran. No creo que nos gustara que se hablara de nosotros a
nuestras espaldas, ¿verdad, John?

—Buen punto, Simeón. —Volvamos a Jay y a
Kenny. Yo solía tener unas disputas tremendas con los
otros dos vicepresidentes en todas las reuniones en que se
trataba de los empleados. Aquellos dos estaban siempre
presionando para establecer políticas
y procedimientos
más duros, y yo siempre luchaba por conseguir un estilo de
gestión
más democrático, más abierto. Estaba
convencido de que Jay y Kenny acabarían arruinando la
compañía con su actitud, digna
de la era de los dinosaurios.
Por su parte, Jay y Kenny estaban convencidos de que yo era un
rojo camuflado cuyo objetivo era
hundir la compañía. Mi jefe Bill, que además
de ser el presidente de la compañía era amigo
mío, asistía con paciencia a esas batallas, que a
veces eran feroces, y según el caso apoyaba a un bando o a
otro.

—Vaya una situación más
incómoda para
él—sugerí. —Para Bill no —repuso
Simeón—. Bill siempre tuvo muy claros los límites,
sobre todo para el negocio. Un día, después de una
reunión particularmente acalorada, me acerqué en
solitario a Bill y le dije: «¿por qué no
echas a esos dos idiotas a ver si de una vez podemos empezar a
tener reuniones civilizadas y agradables?». Me
acordaré de su respuesta hasta el día de mi
muerte.
—¿Estuvo de acuerdo en echarlos? —Al
contrario, John. Me dijo que echar los era lo peor que
podía hacer nunca por la compañía. Por
supuesto, le pregunté el porqué. Me miró
fijamente y me dijo: «Porque si te dejara hacerlo a tu
manera, Len, hundirías la compañía. Esos
tipos son precisamente los que te ayudan a mantener un equilibrio». ¡Me cabreé tanto
con Bill que estuve una semana sin dirigirle la palabra!

—Para ponerlo en las palabras que utilizaste ayer,
Simeón, Bill te dio lo que necesitabas, no lo que
querías, ¿correcto?

Simeón asintió: —Cuando conseguí
superar mi orgullo herido, me di cuenta de que Bill tenía
razón. Aunque Jay, Kenny y yo nos peleábamos mucho,
nuestras decisiones finales eran generalmente un compromiso
bastante equilibrado. Yo necesitaba a aquellos tipos y ellos me
necesitaban a mí.

—Mi jefe, que cada día que paso aquí me
parece más listo, siempre nos advierte a todos los
directivos de la fábrica de no rodeamos de gente como
nosotros o de gente de la del «sí» siempre en
la boca. Le gusta decir: «Si en las reuniones con vuestra
gente estáis los diez de acuerdo en todo, probablemente
sobran nueve». Creo que debería atenderle
más.

—Parece un hombre
prudente, John. —Sí, supongo que lo es. ¿Por
cierto, hay alguna novedad respecto a nuestros desayunos para
variar estas sesiones de madrugada en la capilla?

—Me temo que no tengo muy buenas noticias.
Anoche el abad vino a mi habitación y me denegó el
permiso para comer contigo.

—¿De veras necesitas permiso para comer conmigo?
—Pregunté sarcásticamente y un poco
escocido.

—Sí, como ya te dije el domingo por la
mañana, los monjes comen juntos en la zona del claustro.
Necesitamos un permiso especial para comer en cualquier otro
sitio. Se lo pedí al hermano James y me lo ha denegado.
Estoy seguro de que
tiene buenas razones para ello.

Yo me había encontrado con el abad cuando me daba un
paseo en la pausa del lunes por la tarde. No me había
impresionado demasiado, por decirlo suavemente. Habría
sido elegido por los monjes para servir de abad veinte
años antes, pero a mí me pareció un hombre
muy anciano, frágil y algo senil. Y aquí estaba Len
Hoffman pidiendo permiso a ese provecto anciano ¡para que
le dejara desayunar conmigo!… Y por si fuera poco,
¡permiso denegado! Sencillamente no me cabía en la
cabeza. Pero, para ser totalmente sincero, tengo que decir que,
probablemente, lo que más me fastidiaba era la idea de
tener que seguir levantándome a esas horas imposibles de
la mañana otros cuatro días más.

En tono condescendiente pregunté: —Por favor, no
lo tomes a mal pero, ¿no crees que es un poco tonto eso de
tener que pedir permiso para comer conmigo?

—Probablemente yo también pensaba así al
principio —replicó—, pero ahora la verdad es
que no me paro mucho en
ello. La obediencia, entre otras muchas cosas, es asombrosamente
eficaz para ayudarme a desprenderme de la vanidad y del falso
ego, elementos que verdaderamente dificultan el crecimiento
espiritual si no se controlan.

—Ya veo —asentí, sin entender una palabra
de lo que me estaba hablando.

El reloj daba las nueve en punto cuando la directora de
escuela
levantó la mano.

—Sí, Theresa —respondió
Simeón—. ¿Qué quieres decimos en esta
magnífica mañana?

—Anoche durante la cena, tuvimos una conversación
muy animada sobre cuál era el mayor líder
de todos los tiempos. Se barajaron muchos nombres, pero no fuimos
capaces de llegar a un acuerdo. Simeón,
¿cuál crees tú que ha sido el mayor
líder de todos los tiempos?

—Jesucristo— fue la respuesta inmediata.
Alcé los ojos y vi a Greg abriendo los suyos como platos y
a otro par de participantes que parecían sentirse bastante
incómodos.

Theresa continuó: —Dado que eres cristiano y que
has escogido para ti este particular estilo de
vida, supongo que es lógico que pienses que Jesucristo
fue un buen líder.

—No, no he dicho un buen líder, sino el mejor
líder de todos los tiempos —insistió el
profesor—. He llegado a esta
conclusión por razones que muchos de vosotros no
sospecháis siquiera, y la mayoría de ellas son
razones de índole práctica.

—¡Por favor! —saltó el
sargento—. Vamos a dejar el rollo de Jesús. No he
venido aquí para eso. Vine…, no, no vine…, me
mandaron, para que aprendiera algo sobre liderazgo.

—¡Greg, por favor! ¿No crees que te
estás pasando un poco? —salté yo; y
Simeón le preguntó:

—¿Te gustó la definición que dimos
de liderazgo hace dos días, Greg?

—Sí, sí, por supuesto; no sé si
recordarás que yo también participé en su
elaboración.

—Efectivamente, así fue, Greg. Estábamos
todos de acuerdo en que el liderazgo era el arte de influir
sobre a la gente para que trabaje con entusiasmo en la
consecución de objetivos en
pro del bien común. ¿Correcto?

—Correcto. —Bueno, pues no sé de nadie,
entre los vivos o los muertos, que personifique esa
definición mejor que Jesús. Consideremos los
hechos. En estos momentos, más de dos mil millones de
personas se consideran cristianos. La segunda religión del mundo,
numéricamente hablando, el Islam, no tiene
ni la mitad de creyentes que el cristianismo.
En nuestro país, dos de las vacaciones más
importantes, Navidades y Semana Santa,
corresponden a acontecimientos de su vida, y hasta nuestro
calendario, que se acerca ya al segundo milenio, empieza con el
año de su nacimiento. Independientemente de que seas
budista, hindú, ateo o de la «Iglesia de lo
que está sucediendo ahora», nadie puede negar que
Jesús ha influido en la vida de miles de millones de seres
humanos, hoy y siempre. No hay ningún otro que pueda
comparársele… ] —Ya veo lo que quieres decir…
:

—y ¿cómo describirías el estilo de
gestión, perdón, de liderazgo, de Jesús?
—preguntó la enfermera. :El pastor exclamó de
repente: —Acabo de tener aquí una pequeña
revelación, y creo que siento el impulso de hablar,
así que mejor lo hago. Si mal no recuerdo, Jesús
simplemente dijo que para ser el primero, sencillamente
había que tener voluntad de servicio. Creo
que se podría hablar de liderazgo de servicio. 1 Pero hay
que recordar que Jesús no hizo nunca uso de un estilo de
poder, porque
Él no tenía poder. Herodes, Poncio Pilato, los
romanos, esos eran los que tenían el poder. Pero
Jesús tuvo una gran influencia, eso que Simeón
llama autoridad, y
su capacidad de influenciar a la gente llega hasta nuestros
días. Él nunca hizo uso del poder, nunca
forzó ni coaccionó a nadie para que le
siguiera.

—Yo casi preferiría saber cómo te las
arreglaste tú para tener tanto éxito como
líder —

sugirió la entrenadora—.

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¿Cómo describirías tu estilo de
liderazgo, Simeón? —Tengo que confesar que se lo
copié a Jesús, pero estoy encantado de poderlo
compartir con vosotros. No me costó nada recibirlo,
así que tampoco me cuesta darlo —dijo Simeón
riéndose.

Se dirigió a la pizarra y dibujó de nuevo un
triángulo invertido, dividido en cinco secciones. En la de
más arriba escribió «Liderazgo»,
mientras iba diciendo:

—Lo que nos interesa es el liderazgo, así que lo
pondré arriba del todo. La pirámide invertida
simboliza el modelo de
liderazgo de servicio. y veamos, una vez más,
¿cómo definimos el liderazgo, Greg?

—Como el arte —recitó Greg— de
influir sobre la gente para que trabaje con entusiasmo en la
consecución de objetivos en pro del bien común. Me
lo sé ya de memoria.

—Gracias, Greg. Así pues, el liderazgo de largo
alcance, el que aguanta la prueba del paso del tiempo, tiene
que construirse sobre la autoridad —anunció
Simeón, volviendo de la pizarra—. Como decía
el otro día —continuó—, se puede
aguantar una temporada en el poder, pero con el tiempo, las
relaciones
humanas se deterioran, así como la influencia que uno
ha tenido. ¿Alguien recuerda cómo definimos la
autoridad?

La enfermera respondió directamente, sin consultar
siquiera sus apuntes:

—Dijiste que es el arte de conseguir que la gente haga
voluntariamente lo que tú quieres debido a tu influencia
personal.

—Correcto, gracias, Kim. Así pues,
¿cómo podemos lograr una autoridad sobre la gente?
¿Cómo podemos conseguir que la gente se sienta
implicada y enteramente comprometida?, ¿en qué se
funda la autoridad?

—Jesús dijo que la influencia, la autoridad, se
fundan en el servicio —contestó el pastor—.
Cuando ayer hicimos el ejercicio de descripción de alguien que nos hubiera
guiado con autoridad e influencia, yo elegí a mi mentora y
primera jefa. Aquella mujer se
ocupó realmente de mí y del desarrollo de
mi carrera, incluso creo que más que de la suya.
Exactamente como tú decías, Simeón; fue
capaz de satisfacer mis necesidades incluso antes de que yo
tomara conciencia de que
existían. Se puso a mi servicio sin que yo mismo me diera
cuenta de ello.

—Gracias, Lee, has dado en el clavo. La autoridad
siempre se funda en el servicio y el sacrificio. De hecho, estoy
totalmente seguro de que si cada uno de vosotros reflexionara
sobre la persona que
eligió para ese ejercicio, llegaríais a la
conclusión de que todos habéis elegido una persona
que, de alguna manera, os prestó un servicio y se
sacrificó por vosotros.

Yo pensé inmediatamente en mi madre. —Pero,
realmente, Simeón, y por si no te habías dado
cuenta, vivimos en un mundo de poder —insistió el
sargento—. ¿Puedes dar un solo ejemplo en que el
servicio, el sacrificio y la influencia hayan resultado realmente
efectivos, que hayan conseguido realmente que se hicieran cosas
en el mundo real?

—Bueno —intervino el pastor— y
¿qué hay de la vida de Jesús?
Consiguió cambiar el mundo sin ejercer ningún
poder, sólo con su influencia. De hecho, hace poco di un
sermón con este tema. Jesús dijo una vez:
«Cuando levanten en alto a este Hombre, vendrán
todos los hombres a mí». Estaba describiendo su
inmolación, por supuesto. Y verdaderamente muchos fueron
los que se acercaron a él como consecuencia de su
sacrificio.

—Corta el sermón —replicó el
sargento, todo tajante y encendido—. No me vengas con
cuentos de
hace dos mil años. He preguntado por el mundo real.

—Bueno, pues vamos a fijarnos entonces en algunos
ejemplos de este siglo —dijo el profesor—. ¿Os
acordáis de aquel hombrecillo de la India?
Consiguió llevar a cabo más de una cosa con su
autoridad y sin ningún tipo de poder.

—Gandhi —recordó la directora de
escuela—. ¡Y tanto que sin ningún tipo de
poder! ¡Un gran hombre que no medía más de
metro y medio y debía de pesar menos de cincuenta kilos!
Gandhi se encontró con que vivía en un país
oprimido, de casi trescientos millones de habitantes, que era
prácticamente una nación
esclavizada bajo el dominio del
Imperio Británico. Gandhi afirmó tranquilamente que
conseguiría la independencia
de su pueblo sin recurrir a la violencia.
Casi todo el mundo se rió de él, pero él
cumplió su palabra.

—¿Y cómo lo consiguió?
—preguntó el sargento. —Gandhi se dio cuenta
de que tenía que atraer la atención mundial sobre la India, de forma
que otros pudieran empezar a ver lo injusto de aquella
situación. Les dijo a sus seguidores que tendrían
que sacrificarse en el servicio a la causa de la libertad, pero
que gracias a ese sacrificio podrían empezar a tener
influencia sobre la opinión mundial que estaba pendiente
de ellos. Les dijo a sus seguidores que tendrían que
padecer dolor y sufrimiento en esta guerra no
violenta de desobediencia civil, como en cualquier otra guerra.
Pero estaba convencido de que no podían perderla.
Él mismo prestó grandes servicios y
tuvo que hacer grandes sacrificios por la causa. Fue hecho
prisionero y apaleado por sus acciones de
desobediencia civil. Se sometió a ayunos terribles para
llamar la atención sobre la situación de la India.
Sirvió a la causa de la libertad de su país y se
sacrificó por ella hasta que el mundo le hizo caso.
Finalmente, en 1947, el Imperio Británico no sólo
concedió la independencia a la India, sino que
recibió a Gandhi en Londres con honores de héroe. y
todo esto consiguió hacerlo sin recurrir a las armas, a la
violencia ni al poder. Lo hizo gracias a su capacidad de
influencia.

—y no olvidemos a Martin Luther King
—terció la entrenadora—. Hice mi tesis sobre
él en la universidad.
Muchos ignoran que King fue a la India a finales de los
años cincuenta para estudiar los métodos de
Gandhi. Lo que aprendió allí determinó
absolutamente su estrategia de los
años sesenta en el movimiento a
favor de los derechos Derechos
Civiles.

—Yo era una mocosa en esa época
—comentó la enfermera—, pero me enteré
de que en aquella época, en los estados sureños, la
gente de color sólo
podía sentarse en la parte trasera de los autobuses, de
que tenían una sección reservada en los
restaurantes, es decir, en aquellos que consentían en
atenderlos, de que sólo podían beber de las
fuentes
«de color» y de que tenían que aguantar
humillaciones aún más duras. Me resulta casi
imposible de creer que este tipo de discriminación haya existido realmente en
este país.

El sargento dijo a media voz: —¡Y eso cien
años después de la Guerra Civil! Menuda guerra,
estadounidenses contra estadounidenses… Aunque parezca mentira, perdimos
más compatriotas en esa guerra que en todas las otras
juntas.

La enfermera añadió: —y sin embargo, tanto
poder, tanta sangre y tanto
sufrimiento en aquella guerra no pudieron evitar el hecho de que
cien años más tarde, si entraba una persona de raza
blanca en el autobús y todos los asientos estaban
ocupados, una persona de color tenía que levantarse y
pasar al fondo.

—El Dr. King —continuó Chris—
reconocía que él no tenía tampoco poder para
hacer nada al respecto. Pero, al igual que Gandhi, King pensaba
que mediante el servicio y el sacrificio por la causa
podía conseguir llamar la atención de la nación
sobre las injusticias que las personas de color estaban
padeciendo. Algunos trataron de luchar contra el poder con poder:
Malcolm X, los Panteras Negras, etc. Pero el poder engendra
poder, y cuando intentaron ejercerlo sobre el hombre
blanco, se encontraron con que tenía algún poder y
podía volverlo contra ellos. El genio del Dr.
King consistió en que aseguró que podía
conseguir los derechos civiles para la gente de color sin
recurrir a la violencia. Y también hubo mucha gente que se
rió de él.

La directora de escuela dijo: —El de King tampoco fue un
camino fácil. Le amenazaron de muerte no se sabe
cuántas veces, también amenazaron a su familia, estuvo
en la cárcel por desobediencia civil, y llegaron a lanzar
bombas
incendiarias contra su casa y su iglesia.

—y hay que ver la de cosas que consiguieron el Dr. King
y el Movimiento por los Derechos Civiles en unos pocos
años —intervino la entrenadora—. El Dr. King
fue el Premio Nobel más joven de toda la historia. Fue el
«Hombre del año» de la revista
Time y el primer afroamericano que lo conseguía.
Se aprobó la legislación más avanzada en lo
tocante a derechos civiles: la Civil Rights Act de 1964,
que todavía está vigente. Se ratificó la 24
enmienda a la Constitución, que declaró ilegal el
gravamen de impuestos para
ejercer el derecho de voto; se aprobó la Federal
Voting Rights Act,
que prohíbe la prueba de
alfabetización, y, por primera vez, entró en el
Tribunal Supremo un hombre de color.

La enfermera añadió: —y la gente de color
ya no tuvo que sentarse en la parte trasera de los autobuses, ni
beber de las fuentes «de color», y pudo sentarse en
la barra en las cafeterías. Es increíble lo que
consiguió King sin recurrir al poder.

Tras unos momentos de silencio, el pastor comentó a
media voz:

—Se me acaba de ocurrir algo… Johnny Carson
comentó una vez que había una sola persona en el
mundo sobre la que nunca podría hacer un chiste. Dijo que
era la Madre Teresa, Teresa de Calcuta, porque nadie se
reiría nunca de un chiste sobre la Madre Teresa. Bueno,
pues decidme, ¿por qué no se iba a reír
nadie de un chiste sobre Teresa de Calcuta?

Contestó la entrenadora: —Estoy segura de que
tiene algo que ver con la enorme influencia que tiene la Madre
Teresa en nuestro país y en el mundo entero.

—y ¿de dónde piensas que procede tanta
autoridad? —continuó el pastor.

—Esa mujer servía a los demás
—contestó simplemente la enfermera.

Me sentí impulsado a intervenir: —y pensad en el
afecto que sienten los hijos por sus madres. Ya conocéis
el «mamá no puede hacer nada malo». Tú
insulta a la madre de cualquiera y verás. Yo habría
hecho cualquier cosa por mi madre. Si me paro a reflexionar sobre
ello, me doy cuenta de que esa influencia se daba porque
mamá se la había ganado. Mamá
servía.

Antes de que el reloj empezara a dar la hora de la
sesión de la tarde, el sargento volvió a la
carga.

—Entiendo que la autoridad, la influencia, se funda en
el servicio, incluso en el sacrificio por los otros. Pero,
¿cómo se traduce eso al mundo del trabajo o al
de la vida familiar? ¿Qué se supone que tengo que
hacer yo, clavarme a las agujas del reloj, ayunar todos los
días, buscar leprosos en el vecindario, hacer una sentada
frente al Ayuntamiento? Lo siento, pero no acabo de ver
cómo puede aplicarse todo eso a la vida real.

—Gracias por confesar tu desconcierto, Greg
—replicó el profesor—. Estoy seguro de que no
eres el único. Antes de comer, estuvimos hablando de
algunos ejemplos históricos de autoridad para ilustrar
este tema. Pero, la buena noticia es que estamos forjando nuestra
autoridad cada vez que servimos a los demás y nos
sacrificamos por ellos. Recordad: el papel del líder es
servir, es decir, identificar las necesidades legítimas de
los demás y satisfacerlas. En este proceso, nos
veremos con frecuencia llamados a hacer sacrificios por aquellos
a los que servimos.

—Tienes razón, Simeón
—asintió la directora de escuela—, tiene todo
el sentido que la autoridad se funde en el servicio y el
sacrificio. No es más que la Ley de la
Cosecha, cualquier campesino la
conoce. Se recoge lo que se siembra. Si tú me sirves, yo
te serviré. Si tú estás dispuesto a
cualquier cosa por mí, yo estaré dispuesto a
cualquier cosa por ti. Lo que quiero decir es que, si nos paramos
a pensarlo, cuando alguien nos hace un favor, nos sentimos
automáticamente en deuda con él, ¿no? No
hace falta ser vidente ni científico para darse cuenta de
ello.

El profesor se dirigió a la pizarra diciendo:
—¿Lo ves ahora más claro, Greg?

—Sigamos adelante y ya veremos… —contestó
el sargento agresivamente.

Simeón señaló a la pizarra.

—En suma, hemos dicho que el liderazgo que perdura en el
tiempo debe estar fundado en la influencia o autoridad. La
autoridad siempre se funda en el servicio, o en el sacrificio por
aquellos que dirigimos, y que a su vez consiste en la
identificación y satisfacción de sus
legítimas necesidades. Bien, pues ¿en qué
pensáis que se fundan el servicio y el sacrificio?

—En esforzarse, y mucho —apuntó el
pastor.

—Exacto —sonrió Simeón—, pero
me gustaría utilizar la palabra «amar», si
todo el mundo está de acuerdo.

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Pensé que al sargento le iba a dar un infarto
allí mismo con la mención del amor, pero no
dijo ni una palabra.

Como no era yo el único que se re bullía
incómodo en el asiento, me decidí a hacer la
pregunta:

—Lo siento, Simeón, pero ¿a qué
viene la palabra amor en todo esto?

—Sí, sí —añadió la
entrenadora—, como dice Tina Turner en su canción,
¿qué tiene que ver el amor con
esto?

El profesor no se arredró. —La razón de
que a menudo nos sintamos incómodos con esta palabra,
especialmente en el ámbito de los negocios,
estriba en que tendemos siempre a pensar en el amor como en un
sentimiento. Cuando yo hablo de amar, no estoy hablando de un
sentimiento. Mañana dedicaremos un buen rato a discutir
esta palabra, que es muy importante. Pero, de momento, baste con
decir que cuando hablo de amar, me estoy refiriendo a un verbo
que describe un comportamiento, y no a un sustantivo que describe
sentimientos.

La directora de escuela dijo: —Tal vez te refieres a que
«obras son amores»…

—Eso está perfectamente expresado, Theresa
—convino Simeón—. Es más, me quedo con
ello para sacarlo más adelante. Obras son amores… Eso es
exactamente lo que quería decir.

—y ¿puede saberse en qué se funda ese
amor? —gruñó el sargento——. No
puedo esperar a ver de qué va esto.

El profesor fue a la pizarra y escribió una sola
palabra:

VOLUNTAD

—El amor se funda siempre en la voluntad. De hecho,
puedo definiros esta palabra tal como la formuló Ken
Blanchard, autor de un pequeño gran clásico, El
ejecutivo al minuto.
Ahí va la primera mitad de la
fórmula, ¿estáis preparados?

—Tenemos los cinco sentidos en ello
—resopló el sargento.

Simeón fue hasta la pizarra y escribió:

INTENCIONES – ACCIONES = CORTEDAD

—Intenciones menos acciones igual a cortedad. Las
mejores intenciones del mundo reunidas no valen nada si no van
seguidas de acciones ——explicó el profesor. El
pastor comentó:

—Yo les digo con frecuencia a mis parroquianos que el
infierno está empedrado de buenas intenciones.
Afortunadamente el sargento hizo caso omiso de este
comentario.

El profesor continuó:

—Me he pasado toda la vida oyendo a la gente decir que
sus empleados eran su más valioso capital. Pero
sus actos desmentían sistemáticamente esta
afirmación. Cuanto más viejo me hago, menos caso
hago de lo que la gente dice y más me fijo en lo que la
gente hace. La gente habla mucho, pero muchas veces habla por
hablar. Las verdaderas diferencias sólo se aprecian en los
actos.

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—Simeón, he estado
pensando —empezó a decir la entrenadora— que
estamos hoy aquí, en lo alto de la montaña, en unos
parajes preciosos, casi a punto de damos las manos y cantar unos
versos del «Kum Ba Yah». Aquí arriba hablamos
de teorías, pero pronto tendremos que bajar de
nuevo al valle, donde las cosas no suelen ser tan sencillas ni
tan agradables. Aplicar estos principios
allá abajo no va a ser nada fácil.

—Tienes toda la razón, Chris
—confirmó el profesor—. El verdadero liderazgo
es difícil y requiere mucho esfuerzo. Estoy seguro de que
estaréis de acuerdo en que poco valen nuestras intenciones
si no van seguidas de acciones consecuentes. Esa es precisamente
la razón de que la «voluntad» sea el
vértice del triángulo. y ahora, ahí va la
segunda parte de nuestra fórmula:

INTENCIONES + ACCIONES = VOLUNTAD :"

—Intenciones más acciones igual a voluntad
—continuó Simeón—. Sólo cuando
nuestras acciones son consecuentes con nuestras intenciones nos
convertimos en gente consecuente y en líderes
consecuentes. Así pues, este es el modelo de liderazgo con
autoridad.

Pasaron unos minutos antes de que la enfermera rompiera el
silencio.

—Déjame ver si soy capaz de resumir lo que hemos
aprendido, Simeón. El liderazgo empieza con la voluntad,
que es la única capacidad que, como seres humanos, tenemos
para que nuestras acciones sean consecuentes con nuestras
intenciones y para elegir nuestro comportamiento. Con la voluntad
adecuada, podemos elegir amar, verbo que tiene que ver con
identificar y satisfacer las legítimas 1ecesidades, no los
deseos, de aquellos a los que dirigimos. Al satisfacer las
necesidades de los otros, estamos llamalos, por
definición, a servirles e incluso a sacrificamos por
ellos. Cuando servimos a los otros y nos sacrificamos por ellos,
estamos forjando nuestra autoridad o influencia, por la
«Ley de la Cosecha» como decía Theresa. Y
cuando forjamos nuestra autoridad sobre la gente, entonces es
cuando nos ganamos el derecho a ser llamados líderes.

Yo estaba asombrado de lo brillante que era esa mujer.
—Gracias por tu resumen, Kim —dijo el
profesor—.

Desde luego, yo no lo habría hecho mejor. Así
pues, ¿quiénes el mayor líder? El que
más ha servido. Otra interesante paradoja.

—A mí me parece —comentó muy
excitada la directora de escuela— que el liderazgo puede
concretarse en una sencilla descripción de tareas que cabe
en cinco palabras: identificar y satisfacer las
necesidades».

Hasta el sargento iba asintiendo con la cabeza cuando dimos
por terminada la sesión de la tarde.

CAPÍTULO CUATROEl verbo

Mis jugadores y mis asociados no tienen por
qué gustarme, pero como líder tengo que amarlos. El
amor es lealtad, el amor es espíritu de equipo, el amor
respeta la dignidad del
individuo. En
esto consiste la fuerza de
cualquier organización.

VINCE LOMBARDI

Eran las cuatro en punto del miércoles por la
mañana y me encontré con que estaba completamente
despierto en la cama, mirando fijamente al techo. Aunque ya
había pasado casi la mitad de la semana me daba la
impresión de que acababa de llegar. Por mucho que me
fastidiara el sargento, en general estaba muy impresionado por la
altura de mis compañeros de retiro y me parecía que
las lecciones eran enriquecedoras, el sitio bellísimo y la
comida estupenda.

Más que nada estaba intrigado con Simeón. Era un
maestro en el arte de la discusión en grupo y
sabía extraer verdaderas gemas de sabiduría de cada
uno de los participantes. Los principios que discutíamos
eran tan sencillos que hasta un niño hubiera podido
entenderlos, pero a la vez tan profundos que me podían
tener una noche en vela.

Siempre que le hablaba, Simeón parecía beberse
mis palabras, yeso me hacía sentirme apreciado e
importante. Tenía una destreza especial para entender las
situaciones, para apartar la hojarasca e ir directamente al
meollo de la cuestión. Nunca reaccionaba a la defensiva
cuando le ponían en cuestión, y yo estaba
convencido de que era el ser humano más seguro de
sí mismo que había conocido en toda mi vida. Le
estaba agradecido de que no tratara de imponerme temas religiosos
u otro tipo de creencias, pero en ese aspecto tampoco se puede
decir que tuviera una actitud pasiva. Yo siempre sabía
cuál era su parecer sobre las cosas. Tenía un
natural afable y seductor, una sonrisa siempre en los labios y un
brillo en los ojos que comunicaba una auténtica
alegría de vivir.

Pero, ¿qué se suponía que yo tenía
que aprender de Simeón? Mi sueño de siempre
seguía fastidiándome, « ¡Encuentra a
Simeón y escúchale!». ¿Habría
alguna razón específica o algún
propósito para mi estancia en aquel lugar, tal como
habían sugerido Rachael y Simeón? y de ser
así,

¿Cuál sería? Me quedaba ya poco tiempo de
estancia y me prometí a mí mismo que
extremaría mi diligencia para intentar sonsacar a
Simeón, a ver si conseguía una respuesta.
.—

El profesor estaba sentado solo en la capilla cuando
llegué —con diez minutos de antelación—
aquel miércoles por la mañana. Tenía los
ojos cerrados y parecía estar meditando, así que
tomé asiento a su lado sin hacer ruido. Con
aquel hombre ni siquiera se me hacía raro estar así
sentado en silencio.

Pasaron unos cuantos minutos antes de que se diera la vuelta
hacia mí y me dijera:

—¿Qué has aprendido aquí, John?

Intenté encontrar alguna respuesta y dije lo primero
que me vino a la cabeza.

—Me quedé fascinado con tu modelo de liderazgo de
ayer; me parece impecable.

—El modelo no es mío, ni las ideas tampoco
—me corrigió el profesor—. Lo he tomado
prestado de Jesús.

—Ah, sí, Jesús —dije,
revolviéndome incómodo en el asiento—. Creo
que deberías saber, Simeón, que yo no soy lo que se
dice muy religioso.

—Por supuesto que sí —dijo amablemente,
como si no hubiera duda.

—Apenas me conoces, Simeón. ¿Cómo
puedes decir eso?

—Porque todo el mundo tiene una religión, John.
Todos tenemos algún tipo de creencia sobre la causa, la
naturaleza y
el propósito del universo. Nuestra
religión es sencillamente nuestro mapa, nuestro paradigma, las
creencias que responden a las difíciles preguntas
existenciales. Preguntas como: ¿Cómo surgió
el universo?
¿Es el universo un lugar seguro o es un lugar hostil?
¿Por qué estoy aquí? ¿Es el universo
mero fruto del azar o existe un propósito mayor?
¿Hay algo tras la muerte?
Quien más, quien menos, todos hemos pensado sobre estos
temas. Incluso los ateos son gente religiosa, porque ellos
también tienen respuestas a estas preguntas.

—Probablemente no le dedico mucho tiempo a los asuntos
espirituales. Yo me he limitado siempre a asistir a la iglesia
local luterana, como hicieron mis padres, porque pensaba que era
lo que había que hacer.

—Recuerda lo que dijimos en clase, John.
Todo en la vida está relacionado, a la vez verticalmente,
con Dios, y horizontalmente, con tu prójimo. Cada uno de
nosotros tiene que tomar una serie de determinaciones respecto a
esas relaciones. Hay un viejo dicho que reza: «Dios no
tiene nietos», y para mí, eso significa que no se
puede desarrollar ni mantener una relación con Dios, ni
por consiguiente con nadie, mediante intermediarios, dogmas o
religiones de
segunda mano. Para que las relaciones crezcan y maduren hay que
poner mucho cuidado en alimentarlas y desarrollarlas. Cada uno de
nosotros tiene que tomar decisiones sobre qué es lo que
cree y qué significado tienen esas creencias en su vida.
Alguien dijo una vez que cada uno de nosotros tiene que hacerse
sus propias creencias del mismo modo que cada uno tiene que
hacerse su propia muerte.

—Pero, Simeón, ¿cómo se supone que
puedes saber en qué tienes que creer? ¿Cómo
se supone que tienes que saber dónde está la
verdad? Hay tantas religiones, tantas creencias
entre las que escoger…

—Si de veras estás pidiendo encontrar la verdad,
si de veras intentas dar con ella, John, estoy convencido de que
encontrarás lo que buscas.

Nada más sonar las nueve, el profesor empezó:
—Como os dije ayer, nuestro tema de hoy es el amor. Ya
sé que puede resultar algo incómodo para algunos de
vosotros.

Miré de reojo al sargento; esperaba casi tener
ocasión de presenciar en directo un episodio de combustión humana espontánea, pero
aparentemente no había indicios de llamas ni de humo.

Pasados unos momentos de silencio, Simeón
continuó. —Chris preguntó ayer:
«¿Qué tiene que ver el amor con esto?».
Para entender el liderazgo, la autoridad, el servicio y el
sacrificio, es de gran ayuda el haberse enfrentado primero a esta
importantísima palabra. Empecé a entender el
significado real de la palabra amor hace muchos años,
cuando estaba todavía en la universidad. En aquella
época era un especialista en filosofía y, aunque
pueda pareceros asombroso, era además un verdadero
ateo.

—¡Ya no me queda nada por oír!
—saltó Greg—. ¿Don Monje Reencarnado en
persona, un no creyente? Pero, ¿cómo puede ser eso,
hermano?

Simeón contestó riéndose: —Pues
mira, Greg, yo había estudiado todas las grandes
religiones y ninguna de ellas me parecía muy convincente.
El cristianismo, por ejemplo. De veras que yo trataba de entender
lo que Jesús quería decir, pero Él
seguía insistiendo en la palabra «amor».
Jesús nos dijo «ama a tu prójimo», y
vale, eso podía ser, en el caso en que el prójimo
en cuestión fuera un buen vecino. Pero para poner las
cosas aún más difíciles, Jesús
insistía en «ama a tu enemigo». Para
mí, aquello era el colmo del disparate. ¿Amar a
Adolph Hitler?
¿Amar a la Gestapo? ¿Amar a un asesino en serie?
¿Cómo se podía pedir a la gente que se
fabricara una emoción como la del amor? Sobre todo cuando
se trataba de gente tan poco amable… Para decirlo en palabras
tuyas, Greg, «como no sea en otra vida,
muchacho…».

—¡Ahora nos entendemos! —graznó el
sargento.

—Luego llegó un momento en que mis paradigmas
sobre el amor y la vida dieron un cambio
radical. Una noche salí al bar de la esquina a tomar unas
cervezas con mis compañeros. Uno de los profesores de
lengua, que
solía frecuentar el local, se acercó a nosotros, y
pronto la conversación derivó hacia el tema de las
grandes religiones del mundo y, en algún momento, se
habló del cristianismo. Yo dije algo así como:
«Sí, ya, ama a tus enemigos. Tiene chiste.
¡Como si yo tuviera la obligación de querer al
asesino del hacha!» El profesor me paró en seco y
dijo que yo mal interpretaba las palabras de Jesús, aunque
a mí me parecían clarísimas. Me
explicó que, en inglés,
asociamos generalmente love, amor o amar, con un
sentimiento o una emoción: I love my house, me
gusta mi casa; I love my dog, quiero a mi perro; I
love my booze,
me encanta beber. En inglés, siempre
que algo resulte grato, se puede utilizar el verbo love,
amar. Generalmente, sólo asociamos el amor con emociones
agradables.

—Eso es verdad, Simeón —asintió la
directora de escuela—. De hecho, anoche,
anticipándome al tema de hoy, estuve en la biblioteca y
busqué la palabra love en el diccionario.
Había cuatro definiciones, son las siguientes: uno, fuerte
sentimiento de afecto; dos, apego cariñoso; tres,
atracción fundada en impulsos sexuales, y cuatro, cero
puntos en tenis.

—¿Ves lo que quiero decir, Theresa? La
definición del amor en inglés es bastante
restringida y casi siempre implica emociones agradables. El
profesor de lengua me explicó que gran parte del Nuevo
Testamento fue escrito originalmente en griego, una de sus
especialidades, y me informó de que los griegos
tenían distintas palabras para describir el
polifacético fenómeno del amor. Si mal no recuerdo,
una de esas palabras era eros, de la cual deriva la
palabra «erótico», y significa el sentimiento
fundado en la atracción sexual. Otra palabra griega para
el amor era storgé, que es el afecto,
especialmente el que se siente hacia los miembros de la familia. Ni
eros ni storgé aparecen en el Nuevo
Testamento. Otra palabra griega para el amor era
filía, o el amor fraternal, recíproco: ese
amor condicional del tipo: «si tú me tratas bien yo
te trato bien». Filadelfia, la ciudad del amor fraterno,
viene de la misma raíz. Finalmente, los griegos utilizaban
el nombre agápe y su correspondiente verbo
agapáo para describir un amor de tipo
incondicional, fundado en el comportamiento con los demás,
independientemente de sus méritos. Es el amor de la
elección deliberada. Cuando Jesús habla de amor en
el Nuevo Testamento, la palabra que aparece es
agápe, el amor del comportamiento y la
elección, no el amor de la emoción.

—Si te paras a pensarlo —añadió la
enfermera—, no tiene mucho sentido que te pidan que tengas
una emoción o un sentimiento por alguien. Así que
por lo que se ve, Jesús no quiso decir que tengamos que
pretender que la mala gente no es mala gente si realmente lo es,
ni que tengamos que sentimos bien con gente que actúa de
forma despreciable. Lo que está diciéndonos es que
tenemos que comportamos bien con ellos. Nunca lo había
considerado desde ese punto de vista.

La entrenadora tomó el relevo: —¡Por
supuesto! Puede que los sentimientos del amor sean el lenguaje
del amor o la expresión del amor, pero esos sentimientos
no son el amor. Como dijo Theresa ayer, «obras son
amores…».

—Bien pensado —dije yo—, probablemente…,
no, probablemente no, con toda seguridad, hay
momentos en que yo no le gusto mucho a mi mujer. Pero, a pesar de
ello, ahí sigue. Puede que yo no le guste, pero sigue
amándome con sus actos y su compromiso.

—Sí —añadió el sargento para
sorpresa de todos los presentes—, la de veces que he
oído a
tipos contarme que están enamoradísimos de sus
mujeres, ¡sentados en la barra de un bar mientras intentan
ligarse a otras! Y a padres, dando la lata sobre lo mucho que
quieren a sus hijos, pero que no son capaces de encontrar cinco
minutos al día para estar con ellos. y tengo muchos
compañeros en el ejército que siempre les dicen a
las chicas lo mucho que las quieren cuando lo único que
quieren es irse a la cama con ellas. Así que decirlo o
sentirlo sólo no basta, ¿no?

—Creo que lo has entendido, Greg —dijo el profesor
'; sonriendo—. No siempre puedo controlar mis sentimientos
hacia los demás, pero lo que sí puedo controlar es
mi comportamiento hacia los demás. Los sentimientos como
vienen se van, y… ¡a veces también dependen de
cómo nos ha sentado una comida! Puede que mi
prójimo no sea especialmente agradable y puede que a
mí no me guste mucho, pero aun así, puedo ser
paciente, honrado y respetuoso con él, aunque él no
se porte bien. —Creo que en esto ya no te sigo, hermano
Simeón —intervino el pastor—. Yo siempre he
creído, o al menos ese es mi paradigma, que cuando
Jesús dijo que había que «amar al
prójimo» se estaba refiriendo a que había que
tener sentimientos personales positivos hacia el
prójimo.

—Ese es el Jesús blandengue que habéis
fabricado los predicadores para atontar a la gente —se
burló el sargento—. Como ha dicho la enfermera,
¿cómo puedes decirle a alguien lo que tiene que
sentir por otra persona? Lo de tener un buen comportamiento con
alguien, pase, pero, ¿lo de los buenos sentimientos hacia
cualquier idiota?, ¡ni hablar!

—¿No puedes evitar ser tan sumamente grosero
siempre con todo el mundo? —dije, casi gritando.

—Digo las cosas como son, amigo.

—Sí, sólo que suele ser a costa de alguien
—repliqué, pero Greg se limitó a encogerse de
hombros.

El profesor se dirigió a la pizarra y
escribió:

AMOR Y LIDERAZGO

—En la Biblia, el Nuevo Testamento nos da una
espléndida definición del amor como
agápe, muy ilustrativa del tema que nos ocupa. Es
un pasaje que vuestros hijos podrían enmarcar y colgar en
la pared de sus habitaciones. Aquí, en Agape Press, es un
verdadero best—seller. Era uno de los pasajes favoritos de
Abraham Lincoln,
Thomas Jefferson y Franklin Delano Roosevelt. Suele leerse casi
siempre en las bodas cristianas. ¿Alguien sabe a
qué texto me
refiero?

—Sí, claro —respondió la
entrenadora—, al versículo de «el amor es
paciente, es afable…», ¿no?

—Exacto, Chris —continuó
Simeón—, capítulo 13 de la «Primera
carta a los
Corintios». El texto viene a decir que el amor es paciente,
es afable, no es jactancioso ni engreído, no es grosero,
no busca lo suyo, no lleva cuentas del mal,
no se regocija con la injusticia, sino con la verdad, todo lo
sufre, todo lo soporta. El amor no falla nunca. ¿Os
resulta familiar esta lista de cualidades?

Yo comenté: —Me suena a la lista de cualidades
del líder que hicimos el domingo pasado, ¿no?

—Se le parece mucho, ¿verdad, John?
—replicó el profesor sonriendo—. Si resumimos
esta lista en sus puntos principales, el amor es: paciencia,
afabilidad, humildad, respeto,
generosidad, indulgencia, honradez y compromiso
—Simeón fue escribiendo estas palabras en la
pizarra—. ¿Bien, dónde veis aquí un
sentimiento?

—A mí me parece que son todos comportamientos
—replicó la entrenadora.

—Someto a vuestra consideración el hecho de que
la espléndida definición del amor como
agápe, escrita hace casi dos mil años, es
también una espléndida definición del
liderazgo en nuestros días.

—Así que el amor como agápe y el
liderazgo son sinónimos. Qué interesante…
—el pastor pensaba en voz alta—. No sé si
sabéis que en la antigua versión de la Biblia del
rey Jacobo, agápe se tradujo por la palabra
charity, caridad. Caridad o servicio son mejores
definiciones de agape que amor, tal como lo solemos
entender.

El profesor se volvió hacia la pizarra y
escribió, en paralelo a la lista de las cualidades para el
liderazgo del domingo, los puntos de la definición de
agápe.

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Simeón continuó:

—Después del descanso, me gustaría pedirle
a Theresa que traiga el diccionario de la biblioteca para poder
definir mejor estos comportamientos. Creo que el resultado puede
llegar a sorprender a más de uno. ¿Os parece
bien?

—¿Tenemos otra opción?
—preguntó el sargento. —Siempre tenemos otra
opción, Greg —contestó con firmeza el
profesor.

La directora de escuela, con el diccionario abierto sobre su
regazo, estaba ya dispuesta.

—Simeón, he buscado la primera palabra,
paciencia, y la define como «mostrar dominio de uno mismo
ante la adversidad» .

El profesor escribió la definición:

Paciencia —mostrar dominio de uno mismo.

—¡Dios me dé paciencia, y en este mismo
instante! —dijo el profesor con una sonrisa—.
¿Os parece la paciencia, la manifestación del
dominio de uno mismo, una cualidad importante para un
líder?

Habló primero la entrenadora: —El líder
debe dar ejemplo de comportamiento para los jugadores, los
niños,
los empleados o para cualquiera que esté bajo su mando. Si
el líder se pone a gritar o muestra cualquier
otra forma de falta de dominio de sí mismo, está
claro que no se puede esperar que el equipo se controle o se
comporte con responsabilidad.

—También es importante
—añadió la enfermera— que se constituya
un entorno en el cual la gente tenga la seguridad de que si
comete un error no va a tenérselas que ver con un chalado
que le va a montar un pollo tremendo. Si a un niño que
está aprendiendo a andar le pegas cada vez que se cae, no
creo que llegue a interesarse mucho por conseguirlo,
¿verdad? Probablemente pensará que es mucho
más prudente conformarse con gatear, agachar la cabeza y
no arriesgarse. Pues yo conozco a muchos empleados a los que se
ha intimidado y a los que les pasa exactamente lo mismo.

—Ah, ahora lo entiendo —dijo el sargento en tono
afectado—, si mis hombres no dan una a derechas, lo que
tengo que hacer es, sencillamente, deshacerme en amabilidades y
no enfadarme. Seguro que así consigo que hagan lo que
tienen que hacer.

—Creo que eso no es en absoluto lo que estamos diciendo,
Greg —se defendió la directora de escuela—. El
líder tiene la responsabilidad de exigir responsabilidades
a su gente. Hay muchas formas de respetar la dignidad de la gente
sin pasar por alto sus deficiencias. Me sorprendí a
mí mismo diciendo: —Hay que tener siempre presente,
especialmente en nuestras empresas, que
estamos tratando con voluntarios y que, además, resulta
que son adultos. No son esclavos, ni animales que
tengamos derecho a apalear. Como líderes, nuestro trabajo
consiste en señalar cualquier desajuste que pueda darse
entre el están dar establecido y el trabajo
realizado, pero no hay por qué darle un cariz emocional.
El líder puede decidir dárselo, pero no tiene por
qué ser así.

El pastor aprovechó mis comentarios: —La palabra
«disciplina», «disciplinar»,
viene de la misma raíz que «discípulo»,
y significa enseñar o entrenar. El objetivo de cualquier
acción
disciplinaria debe ser corregir o cambiar un comportamiento,
entrenar a la persona, no castigarla. Una disciplina puede ser
progresiva: primer aviso, segundo aviso y, finalmente, «no
estás ya en el equipo». John tiene razón,
ninguno de esos pasos tiene por qué tener un cariz
emocional.

—Sigamos adelante —propuso la entrenadora—.
¿Cómo define el diccionario
«afabilidad», Theresa?

Theresa hojeó un momento el diccionario antes de
contestar:

—Afabilidad significa «prestar atención,
apreciar y animar» —Simeón lo
escribió:

Afabilidad —prestar atención, apreciar y
animar.

El profesor explicó a continuación: —Como
la paciencia y todos los demás rasgos de carácter que estamos discutiendo, la
afabilidad tiene que ver con cómo actuamos, no con
cómo sentimos. Tomemos por ejemplo la palabra
atención, para empezar. ¿Por qué es tan
importante el tomarse el trabajo de prestar atención a los
otros para un líder?

—Por lo que aprendimos del Efecto Hawthorne —me
oí decir a mí mismo.

—¿y puede saberse qué es eso del Efecto
Hawthorne, John? —me preguntó el sargento en tono
burlón.

—Por lo que puedo recordar, Greg, hubo hace unos
años un investigador en Harvard, Mayo creo que se llamaba,
que quiso demostrar en una fábrica de la Western Union en
Hawthorne, New Jersey, que existía una relación
directa entre la mejora de la productividad y
la mejora de las condiciones ambientales de los trabajadores. Uno
de los experimentos
consistía simplemente en aumentar la iluminación en el interior de la planta: se
registró de inmediato un aumento de la productividad.
Continuando con el estudio sobre condiciones ambientales de los
trabajadores, en la etapa siguiente los investigadores
disminuyeron: la iluminación, para no mezclar variables.
¿Y sabes qué pasó con la productividad de
los trabajadores?

—Volvió a bajar, por supuesto —dijo el
sargento con voz de aburrimiento. —No, Greg, ¡la
productividad aumentó de nuevo! Así pues, lo que
provocaba el aumento de la productividad no tenía que ver
con la intensidad de la iluminación, sino con el hecho de
que hubiera alguien que estuviera pendiente de los trabajadores.
Este fenómeno se llamó a partir de entonces el
Efecto Hawthorne.

—Gracias por tu aportación, John —dijo el
profesor—. Me había olvidado de esta historia. Lo
importante era prestar atención a la gente. Y he llegado a
pensar que la mejor forma de prestar atención a la gente
es, con mucho, escucharles activamente.

—¿Qué quieres decir exactamente con
«escucharles activamente», Simeón?
—preguntó la enfermera.

—Mucha gente da por sentado, de forma equivocada, que
escuchar es un proceso pasivo consistente en estar silenciosos
mientras el otro habla. Puede que pensemos incluso que sabemos
escuchar, pero con frecuencia, nos estamos limitando a escuchar
selectivamente, haciendo juicios sobre lo que se está
diciendo y pensando en cómo dar por terminada la
conversación o en cómo llevar la
conversación por otros derroteros que nos parecen
preferibles.

La directora de escuela apuntó: —¡Will
Rogers dijo en una ocasión que si no supiéramos
cuándo nos toca hablar, nadie escucharía!

Simeón asintió sonriente. —Somos capaces
de pensar casi cuatro veces más deprisa de lo que los
otros pueden hablar. Por consiguiente, tenemos generalmente en la
cabeza un montón de ruido, de conversación interna,
mientras estamos escuchando. —Me di cuenta de que, mientras
Simeón pronunciaba estas palabras, yo tenía la
cabeza en otra cosa: pensaba en qué podría estar
haciendo Rachael en casa—. El trabajo de la escucha activa
tiene lugar en nuestra mente ——continuó el
profesor—. La escucha activa requiere un disciplinado
esfuerzo para silenciar toda esta conversación interna
mientras tratamos de escuchar a otro ser humano. Requiere un
sacrificio, el máximo esfuerzo por nuestra parte, para
bloquear el ruido y entrar realmente en el mundo del otro, aunque
sólo sea por unos minutos. La escucha activa consiste en
tratar de ver las cosas como el que habla las ve, y tratar de
sentir las cosas como el que habla las siente. Esta
identificación con el que habla tiene que ver con la
empatía y requiere un esfuerzo más que
considerable.

La enfermera añadió: —En el Hospital
maternal, consideramos que la empatía es tener una
presencia plena junto al paciente. Esta presencia plena no es
meramente física,
sino también mental y emocional. No es fácil
conseguirlo, sobre todo cuando hay tantos motivos de
distracción a nuestro alrededor. La presencia plena, la
escucha activa, la disposición a satisfacer las
necesidades con una mujer que está pariendo es una muestra
de respeto. Cuando empecé como enfermera en el Hospital
maternal, estaba muchas veces físicamente presente, pero
psicológicamente estaba siempre a mil kilómetros.
Cuando nuestra presencia es plena, creo que los pacientes,
cualquiera que sea su estado, notan la diferencia y agradecen el
esfuerzo.

La directora de escuela sacudió la cabeza y dijo:
—Sabéis, hay cuatro vías esenciales para
comunicarse con los demás: la lectura, la
escritura, el
habla y la escucha. Las estadísticas muestran que, cuando se trata
de comunicarse, el porcentaje de tiempo que se dedica a cada una
de ellas se reparte entre un 65 por ciento en escuchar, un 20 por
ciento en hablar, un 9 por ciento en leer y un 6 por ciento en
escribir. A pesar de ello, nuestras escuelas enseñan
bastante bien a leer y a escribir, y a veces incluso ofrecen una
o dos asignaturas optativas de oratoria, pero
no hacen absolutamente ningún esfuerzo de ningún
tipo para adiestrar a los alumnos en la escucha, que es
precisamente lo que más van a necesitar los chicos.

—Muy interesante, gracias, Theresa —siguió
el profesor—. ¿Y qué mensajes estamos
enviando, consciente o inconscientemente, a la gente cuando nos
esforzamos al máximo en la escucha activa?

La enfermera replicó: —El hecho de hacer todo lo
posible por apartar cualquier distracción, incluidas las
mentales, transmite un mensaje con mucha fuerza al que
está hablando: que realmente te importa lo que dice, que
ella/él es una persona importante. Tienes razón,
Simeón, escuchar es probablemente la mejor forma que
tenemos de prestar atención a los demás en la vida
cotidiana, e implica cuánto les valoramos.

La directora de escuela añadió: —En los
primeros años de mi carrera tendía a pensar que mi
trabajo consistía en resolver todos los problemas que
podían traerme los estudiantes o los profesores. Con los
años he aprendido que el mero hecho de escuchar y
compartir el problema con el otro alivia su carga. El hecho de
ser escuchado, de poder expresar nuestros sentimientos produce un
efecto de catarsis. En
la pared de mi despacho tengo una cita de un antiguo
faraón llamado Ptahhotep, que dice: «Aquellos que
tienen que escuchar las quejas y los gritos de su pueblo deben
armarse de paciencia. Porque el pueblo quiere que se preste
atención a lo que dice, más que resolverse aquello
por lo que viene». El profesor le dirigió una
sonrisa aprobatoria. —Que al pueblo se le preste
atención es una necesidad legítima que un
líder no debe desatender. Recordad que el papel del
líder es identificar y satisfacer las necesidades
legítimas. Todavía recuerdo lo que me dijo mi madre
el día de mi boda con mi hermosa Rita, Dios la tenga en su
gloria, que va a hacer cincuenta años este mes. Me dijo
que nunca desatendiera a una mujer. ¡Y más de una
vez me vi metido en un aprieto con Rita por no seguir ese
consejo! Prestar atención a la gente es un acto de amor
primordial.

—Ahora que pienso en ello —empecé a
decir—, cuando tuvimos el problema sindical en la
fábrica, me dijeron en varias ocasiones que los empleados
tenían la sensación de que nos habíamos
olvidado de su existencia, de que no les prestábamos la
misma atención que en los primeros tiempos. Por otro lado,
seguro que el sindicato
sí que les prestó atención durante la
campaña, y los trabajadores se lo tragaron. Creo que, de
una u otra forma, la gente acaba encontrando la manera de
satisfacer sus necesidades.

—Gracias a todos por vuestros comentarios
—respondió el profesor—. Volvamos ahora a
nuestra definición de afabilidad. Theresa nos ha
leído que la afabilidad consistía en prestar
atención y aprecio hacia los demás, en animarles.
¿Vosotros pensáis que la gente tiene necesidad de
aprecio y ánimo, o será sólo un deseo?

—Yo no necesito esas gaitas de aprecio
—saltó el sargento——. A mí me
dicen lo que hay que hacer y se hace. y a mis hombres los llevo
de la misma manera porque al fin y al cabo eso es lo que
firmaron cuando se enrolaron y por eso les pagan. ¿Por
qué demonios voy a tener yo que andar con tanta
blandenguería ñoña?

El pastor fue el primero en contestarle:

—William James, que es probablemente uno de los grandes
filósofos que ha dado este país,
dijo una vez que en lo más hondo de la
personalidad humana existe la necesidad de ser apreciado. Yo
creo que el que diga que no tiene esa necesidad miente, y
probablemente no sólo en este tema.

—Tranquilo, pastor —advirtió el sargento.
La enfermera salió al quite:

—Greg, yo creía que entre los militares se lleva
mucho lo de conceder medallas y galones como pública
demostración de reconocimiento por los servicios
prestados…

—Un sabio general dijo una vez
—añadió la directora— que es más
fácil que un hombre te dé a su mujer por un pedazo
de galón que por dinero.

Yo también intervine: —Imagínate que le
digo a mi mujer: «Querida, cuando nos casamos te dije que
te amaba. Si alguna vez se produce algún cambio, ya te lo
comunicaré. Y, por cierto, no hace falta que te preocupes:
traeré todas las semanas la paga a casa». ¿No
crees que sería una relación bastante rara?

Para mi sorpresa, el sargento asintió con la cabeza a
todos mis comentarios sin chistar.

La enfermera volvió otra vez a hablar: —Uno de
mis mentores fue mi primera enfermera jefe en las salas de
dilatación y partos, hace casi veinte años. Una vez
me confesó que le gustaba visualizar a los empleados como
esos hombres anuncio que llevan un cartel por delante y otro por
detrás. El de delante decía:
«Apréciame» y el de la espalda: «Hazme
sentir importante». Aquella mujer tenía mucha
autoridad sobre la gente. Pero en aquella época yo no
conocía este concepto.

El profesor continuó. —La afabilidad, uno de los
actos del amor, puede expresarse independientemente de los
sentimientos que uno tenga. Una vez más, el amor no es lo
que uno siente por los demás, es más bien
cómo se porta uno con los demás. Dejadme que os lea
unas palabras de George Washington Carver sobre la afabilidad.
Dice así: «Sed amables con los demás. Hasta
dónde lleguéis en esta vida dependerá de
cuán cariñosos seáis con los más
jóvenes, cuán compasivos con los mayores,
cuán comprensivos con los rivales, cuán tolerantes
con los débiles y con los fuertes. Porque en esta vida,
algún día habréis sido todos
ellos».

La entrenadora dijo: —Creo que también es
importante elogiar a la gente. Felicitarles cuando hacen algo
bien, en vez de ser como el «ejecutivo gaviota» y
estar siempre mirando a ver si pillamos a la gente haciendo algo
mal.

—Ya conoces el viejo dicho: «Encontramos lo que
andamos buscando» —dijo el pastor—. ¡Y
qué verdad tan grande! Los psicólogos lo llaman
«percepción
selectiva». Por ejemplo, mi mujer y yo empezamos a buscar
una furgoneta cuando tuvimos al niño y a mí me
interesó la Ford Windstars. Antes de pensar en comprarme
una nunca me había fijado en ellas por la carretera. En
cambio, en cuanto me interesé por el tema,
¡empecé a verlas por todas partes! Llegué a
pensar que era una conspiración o algo así. Creo
que con lo de ser líder pasa lo mismo. En cuanto empiezas
a buscar la parte buena de los demás, a fijarte en lo que
la gente hace bien, de repente empiezas a ver cosas que antes
nunca habías visto.

El profesor añadió: —Recibir elogios es
una necesidad humana legítima y es esencial para que las
relaciones humanas funcionen. Sin embargo, hay que tener
presentes dos cosas importantes acerca de los elogios. Una es que
el elogio debe ser sincero. La segunda es que debe ser concreto.
Pasearse por el departamento diciendo: «todo el mundo ha
hecho un buen trabajo» desde luego no basta, e incluso
puede causar resentimiento, porque puede que no todo el mundo
haya hecho un buen trabajo. Es importante ser sincero y concreto,
diciendo por ejemplo: «Joe, me consta que anoche sacaste
doscientas cincuenta piezas. Buen trabajo». Hay que
reforzar el comportamiento específico porque el refuerzo
produce repetición.

—Veamos la tercera palabra de la definición de
amor, «humildad» —propuso la directora de
escuela hojeando el diccionario sobre las rodillas— La
definición de humildad es «ser auténtico, sin
pretensiones, no ser arrogante ni jactancioso».

Humildad —ser auténtico y sin pretensiones ni
arrogancia.

La directora de escuela preguntó:
—¿Qué importancia tiene esto para un
líder, Simeón? Muchos de los que yo conozco son muy
egotistas y sólo se preocupan de sí mismos.

—¡Y hacen muy bien! —saltó el
sargento—. Un líder tiene que estar a cargo de todo,
tiene que ser fuerte, capaz de dar un puntapié cuando hace
falta. Lo siento, pero es que no creo en eso de la humildad.

Se volvió a ocupar de él el pastor. —La
Torá de los judíos,
compuesta por los cinco primeros libros del
Antiguo
Testamento, dice, en el Libro de los Números,
que el hombre más humilde que ha habido nunca fue
Moisés. Bien, pues recuerda quién fue
Moisés. Moisés fue el hombre que estrelló la
tabla del Decálogo tirándola monte abajo en un
ataque de rabia, el que mató a un egipcio por golpear a un
judío, el que estaba todo el rato discutiendo y peleando
con Dios. ¿Qué, a ti te parece un blandengue, un
hombre tipo «pobrecito de mí», Greg?

—¿Adónde quieres llegar, predicador?
—replicó Greg sarcástico.

A Dios gracias intervino la entrenadora. —Creo que lo
que les pedimos a nuestros líderes es autenticidad, la
capacidad de ser ellos mismos con la gente, no los queremos
vanidosos, pedantes, autosuficientes. Los egos realmente
entorpecen y pueden levantar murallas entre la gente. Los
sabelotodos y los líderes arrogantes consiguen aburrir a
mucha gente. Esta arrogancia es también una
pretensión poco honesta porque no hay nadie que lo sepa
todo o que controle todo. Para mí, la humildad no es
hacerse de menos, sino pensar menos en uno mismo.

—Nos necesitamos unos a otros —dijo con voz
pausada la enfermera—. La arrogancia y la soberbia
pretenden lo contrario. La «mentira» del
individualismo exacerbado, tan común en nuestro
país, crea la ilusión de que no somos, ni debemos
ser, dependientes de los demás. ¡Qué absurdo!
No fueron mis manos las que me sacaron del vientre de mi madre;
no fueron mis manos las que me cambiaron los pañales, las
que me criaron, las que me alimentaron; no fueron mis manos las
que me enseñaron a leer y a escribir. Y hoy en día,
no son mis manos las que cultivan lo que me como, traen mi
correo, recogen mi basura, me
suministran electricidad,
protegen mi ciudad, defienden mi país; ni son ellas .las
que me consolarán y me cuidarán cuando esté
vieja y enferma, ni las que me enterrarán cuando
muera.

El profesor ojeó sus notas y dijo: —Un maestro
espiritual anónimo escribió: «La humildad no
es más que el
conocimiento verdadero de ti mismo y de tus limitaciones.
Aquellos que se ven como realmente son en verdad sólo
pueden ser humildes». La humildad consiste en ser uno
mismo, en ser auténtico con la gente y en desechar las
falsas máscaras. ¿Qué viene ahora,
Theresa?

—El respeto —la directora de escuela empezó
a leer de nuevo—. El respeto está definido como
«tratar a los demás como si fueran
importantes».

Respeto —tratar a los demás como si fueran gente
importante.

—¡Hasta aquí hemos llegado! —dijo el
sargento—. Quiero decir que ya me empecé a poner
nervioso cuando empezasteis a hablar de influencia y de amor.
Ahora resulta que tengo que arrodillarme ante la gente con
afabilidad y elogios y respeto. Pues mira, yo soy un sargento de
instrucción y me estáis pidiendo algo que,
sencillamente, no es mi estilo. Me estáis pidiendo algo
que a mí me resulta antinatural.

—Greg —contestó serenamente el
profesor—, si yo mandara en tu cuartel, en tus barracones,
a la personalidad
más alta del Ejército, supongo que tú
serías sumamente respetuoso y atento; hasta puede que
hicieras gala de muchos de estos comportamientos que estamos
discutiendo. Para ponerlo en tus términos, probablemente
tendría ocasión de asistir a mucho
«peloteo», ¿no es así?

Mirando fijamente al profesor, el sargento contestó:
—¡Demonios, tienes toda la razón! El general
es un hombre muy importante y se merece todo ese respeto por mi
parte, y yo se lo mostraría.

—Escúchate a ti mismo, Greg —dije
yo—. Estás diciendo que sabes cómo ser
respetuoso y atento, sabes cómo elogiar a la gente, pero
sólo estás dispuesto a hacerlo por la gente que te
parece importante. Así que eres capaz de comportarte de
esa manera, pero eres muy selectivo en cuanto a los receptores de
esas atenciones.

El profesor continuó a partir de ese momento:
—¿Creéis que podríamos tratar a todo
aquel que dirigimos como si fuera una persona importante?
Imaginaos tratando a Chucky, el de la carretilla elevadora, como
si fuera el presidente de la compañía, o a los
alumnos como si fueran miembros del claustro, o a las enfermeras
como si fueran médicos, o a los soldados rasos como si
fueran el general. Greg, ¿podrías tú tratar
a cada hombre de tu pelotón como si fuera un importante
general?

—Pues sí, supongo que podría, pero me
costaría mucho —admitió con reticencia el
sargento.

—Efectivamente, Greg —continuó
Simeón—, como iba diciendo, el liderazgo requiere un
gran esfuerzo. Los líderes tienen que decidir si
están o no dispuestos a dar lo mejor de sí mismos
por aquellos a los que dirigen.

—¡Pero yo sólo trato con respeto a aquellos
que se lo han ganado! ——continuó objetando el
sargento——. Después de todo, el respeto es
algo que uno tiene que ganarse, ¿no?

La enfermera, con la suave y cálida voz que era
habitual en ella, le contestó:

—Me temo que ese viejo prejuicio
puede ser también un paradigma erróneo para un
líder. Yo creo que Dios no creó basura humana,
sólo gente con problemas de comportamiento. Y todos
tenemos problemas de comportamiento. Pero ¿no nos
merecemos algún respeto, sólo por el hecho de ser
seres humanos? La definición de respeto de Theresa era:
«tratar a la gente como si fuera importante». Yo creo
que deberíamos añadir a esta definición
«porque son importantes». Y si no estás de
acuerdo con esta idea, trata de pensar que se merecen
algún respeto porque son parte de tu equipo, de tu
pelotón, de tu familia, de tu lo que sea. El líder
tiene un interés
personal en el éxito de aquellos a los que dirige. De
hecho, en nuestro papel de líderes está incluido el
ayudarles a conseguir ese éxito.

Aquella mujer seguía asombrándome. El sargento
dijo mirando su reloj:

—Vale, vale, ya lo entiendo, pero mejor nos vamos ya.
¿O es que queremos perdemos el oficio de mediodía?
No, ¿verdad?

Nada más dar las dos en el reloj, el profesor
volvió a tomar la palabra.

—¿Cuál es la siguiente palabra en nuestra
definición de amor, Theresa?

—Quisiera hacerte una pregunta antes, hermano
Simeón. ¿Por qué son tan obsesivos los
monjes con el tiempo? Quiero decir que aquí se hace todo
al minuto.

—Me alegro de que lo preguntes, Theresa. En realidad yo
era ya un poco fanático con el tema del tiempo mucho antes
de venir aquí. Recordad que todo lo que hace un
líder constituye un mensaje. Si llegamos tarde a nuestras
citas, reuniones u otros compromisos, ¿qué mensaje
estamos haciendo llegar a los demás?

—¡La gente que llega tarde me ataca los nervios!
—saltó la entrenadora—. De hecho me encanta
que aquí se respete el tiempo porque me gusta saber a
qué atenerme. Para contestar a tu pregunta, Simeón,
a mí, cuando alguien se retrasa, me llegan distintos
mensajes. Uno es que su tiempo es más importante que el
mío, un mensaje bastante arrogante para mandármelo.
También implica este mensaje que yo no debo ser una
persona muy importante para los que me hacen esperar, porque
seguro que llegarían a la hora con una persona importante.
También me comunica que no son demasiado rectos, porque
las personas serias se atienen a la palabra dada y cumplen con
sus compromisos, incluso con sus compromisos de tiempo. Llegar
tarde es un comportamiento muy poco respetuoso y además
crea hábito. —La entrenadora respiró hondo
tras esta parrafada—. Gracias por permitirme dar el
sermón.

El profesor dijo sonriendo: —Me da la impresión
de que no hay más que añadir. Espero que esto
conteste a tu pregunta, Theresa. Bien, ¿cuál es
nuestra próxima definición?

—Generosidad, pero dame un segundo que la busque. Ya
está, dice que la generosidad es satisfacer las
necesidades de los demás, incluso antes que las
propias.

Generosidad —satisfacer las necesidades de los
demás.

—Gracias, Theresa. Bien, lo opuesto a generosidad es
egoísmo, que significa: «mis necesidades primero, al
cuerno con las tuyas», ¿de acuerdo? La generosidad
pues, consiste en satisfacer las necesidades de los demás,
aunque eso signifique sacrificar tus propias necesidades y
deseos. Esto podría ser también una
espléndida definición de liderazgo: satisfacer las
necesidades de los demás antes que las de uno.

Sorprendentemente, el sargento habló:

—En el campo de batalla la tropa siempre come antes que
los oficiales.

Esta vez fui yo quien protestó: —Pero, si estamos
siempre satisfaciendo las necesidades de los demás,
¿no van a acabar demasiado consentidos y
aprovechándose de nosotros?

—No has prestado mucha atención a lo que se
estaba diciendo, amigo —se guaseó el
sargento—. Se supone que lo que hay que satisfacer son sus
necesidades, no sus deseos. Si proveemos a la gente
legítimamente de lo que requiere para su bienestar mental
o físico, no creo que tengamos que preocupamos por si los
estamos echando a perder. Recuerda, John, hablamos de
necesidades, no de deseos, de ser un servidor, no un
esclavo. ¿Qué tal, Simeón, voy bien?

Simeón se volvió a la directora de escuela para
la siguiente definición mientras toda la clase
reía.

—La siguiente palabra que tenemos es
«indulgencia», y está definida como «no
guardar rencor al que nos perjudica» —anunció
Theresa.

Indulgencia —no guardar rencor al que nos perjudica.

—¿A que es una definición interesante?
——empezó el profesor—. No guardar rencor
al que nos perjudica. ¿Por qué es importante que un
líder desarrolle esta cualidad de carácter?

—Porque la gente no es perfecta y, en nuestra
posición de líderes, supongo que nos dejarán
en la estacada más de una vez —contestó la
enfermera.

Al sargento esto tampoco le gustó. —o sea, que si
alguien me falla, se supone que lo único que tengo que
hacer es actuar como si no hubiera ocurrido nada
—dijo—. Me limito a pasarle cariñosamente la
mano por la cabeza y a decirle que todo está en orden.
¿No es eso?

—No, Greg —contestó el profesor—. Eso
no sería liderar con integridad. La indulgencia no
significa que tengamos que aparentar que lo que no está
bien no ha sucedido, o no enfrentamos a ello cuando sucede. Al
contrario, debemos practicar un comportamiento positivo hacia los
demás, no un comportamiento pasivo como si fuéramos
un felpudo, o un comportamiento agresivo que viole los derechos
de los otros. El comportamiento positivo consiste en ser abierto,
honrado y directo con los demás, pero siempre de forma
respetuosa. El comportamiento indulgente consiste en enfrentarse
a las situaciones según surgen de modo positivo y en
desprenderse de cualquier resquicio de rencor. Si en tu papel de
líder no eres capaz de desprenderte del rencor,
acabarás consumiéndote y perdiendo eficacia.

Tuve ganas de decir algo y añadí: —Mi
mujer, a la que llamo cariñosamente «El
Loquero», es psicoterapeuta, y me recuerda con frecuencia
que el rencor destruye la personalidad humana. Creo que todos
hemos conocido personas que se pasan la vida dándole
vueltas a sus rencores y se vuelven cada vez más amargados
y desgraciados.

Mi compañero de habitación añadió:
—Mi compañero Hackett solía decir:
«¡Mientras que tú sufres por tu rencor, el
otro está de juerga!».

—Gracias por todos vuestros comentarios —el
profesor sonrió—. ¿Recordáis cuando os
dije el domingo que entre todos sabíamos más que
cualquiera de nosotros? ¿Qué dice el diccionario de
la honradez, Theresa?

—La honradez está definida como la cualidad de
«estar libre de engaños».

Honradez —estar libre de engaños.

—Yo creía que la honradez tenía que ver
con no mentir —dijo la entrenadora con voz queda—.
Pero estar libre de engaños es bastante más amplio,
¿no?

'—A nuestros niños les enseñamos en el
colegio —intervino la directora— que una mentira es
una comunicación de cualquier tipo hecha con
intención de engañar a otro. Puede que callar o no
decir toda la verdad se consideren «mentiras
piadosas», socialmente aceptables, pero no dejan de ser
mentiras.

—Recordad —dijo el profesor—, la honradez es
la cualidad que más gente pone en cabeza de la lista de
cualidades que esperan en un líder. También dijimos
que la confianza, cimentada sobre la honradez, es el cemento que
mantiene las relaciones humanas. Pero la honradez con la gente es
también el aspecto más difícil del amor, y
el que lo equilibra. La honradez implica ayudar a la gente a
tener perspectivas claras, hacerles responsables, estar dispuesto
a dar tanto las buenas como las malas noticias, informarles sobre
los resultados de su trabajo, ser consecuente, tener reacciones
previsibles y ser justo. En suma, vuestro comportamiento debe
estar libre de engaños y consagrado a la verdad a toda
costa.

Mi compañero de habitación volvió a
hablar: —En mi antiguo trabajo en el mundo de los negocios,
mi primer mentor solía decirme que si no
conseguíamos hacer trabajar bien a la gente, no
estábamos siendo honrados. Es más, ella llegaba
incluso a decir que los líderes que no hacen que su gente
cumpla con el estándar establecido son, de hecho, unos
ladrones y unos mentirosos. Ladrones porque están
estafando al accionista que les paga para conseguir lo, y
mentirosos porque pretenden que todo va bien con su gente, cuando
de hecho no es así.

Yo añadí: —He conocido a más de un
supervisor que piensa que mientras todo el mundo esté
contento en su sección, todo va sobre ruedas. Se niegan a
plantear las deficiencias por miedo a no caer bien, a que la
gente se enfade con ellos. Nunca se me había ocurrido
pensar hasta qué punto este proceder es deshonesto. Yo
creo que mucha gente quiere saber, y de hecho lo necesita, en
qué punto están con su líder.

—Muy bien. Miremos «compromiso»,
Theresa.

—Un momento; aquí está. Compromiso
está definido como atenerse a las elecciones que uno
hace.

Compromiso —atenerse a las propias elecciones.

El profesor se quedó callado un rato antes de decir:
—El compromiso es, probablemente, el comportamiento
más importante de todos. Y por compromiso entiendo
sentirse comprometido con los compromisos que se hacen en la
vida. Esto es importante porque los principios que estamos
discutiendo requieren un enorme esfuerzo, y si no estáis
comprometidos como líderes, probablemente acabaréis
dejándolo y volviendo al poder. Desgraciadamente,
«compromiso» no es una palabra muy popular hoy en
día.

—y tanto —dijo la enfermera—. Si no queremos
al niño, abortamos, si no queremos a nuestra mujer, nos
divorciamos, y ahora, si no queremos al abuelito, siempre nos
queda la eutanasia. Una
limpísima y simpática sociedad de
usar y tirar…

El sargento sonrió antes de decir: —Sí…,
todo el mundo está dispuesto a implicarse, pero no a
comprometerse. Y no es lo mismo para nada. La próxima vez
que estéis comiendo huevos con beicon recordad esto:
¡la gallina estaba implicada, pero lo del cerdo fue un
compromiso!

—Muy buena, Greg, ya no me acordaba de ésa
—salté en seguida, cuanto más conocía
al sargento mejor me caía.

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