Monografias.com > Sin categoría
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

Liderazgo gerencial (página 6)




Enviado por Eustiquio Aponte



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9

Hubo un rato de silencio; todos sopesábamos lo que se
había dicho. Luego, el profesor
rompió el silencio diciendo:

—El verdadero compromiso es una visión del
desarrollo
personal y del desarrollo del
grupo junto
con una mejora continua. El líder
comprometido está consagrado a un desarrollo integral de
su persona y a una
mejora continua, se compromete a llegar a ser el mejor
líder que puede llegar a ser, el que la gente a la que
dirige se merece. Es también una pasión por la
gente y por el equipo, por presionarles para que lleguen a ser
tan buenos como les sea posible. Pero no debemos nunca atrevemos
a pedirle a la gente que dirigimos que sean lo mejor posible, que
se esfuercen por mejorar siempre, si nosotros mismos no estamos
dispuestos a crecer y a llegar a ser lo mejor posibles. Esto
requiere compromiso, pasión y una visión por parte
del líder de hacia dónde va con su grupo.

El pastor añadió: —y las Escrituras nos
enseñan que sin una visión, el pueblo perece.

—Yo desearía que los minisermones también
perecieran, predicador —le soltó el sargento a mi
compañero de habitación.

—Ese amor,
compromiso, liderazgo, ese
esforzarse al máximo para los demás, todo me suena
a muchísimo trabajo
—dije con un suspiro.

—y que lo digas, John —continuó el
profesor—, pero es lo que aceptamos cuando nos apuntamos a
ser líderes. Nunca nos lían dicho que sea
fácil. Decidimos amar, dar lo mejor de nosotros mismos por
los otros, yeso requiere paciencia, humildad, afabilidad,
respeto,
generosidad, indulgencia, honradez y compromiso. Servir a los
otros y sacrificarse por ellos exige estos comportamientos. Puede
que tengamos que sacrificar nuestro ego o incluso nuestro mal
humor en determinadas ocasiones. Puede que tengamos que
aguantamos las ganas de echarle la bronca a alguien, en vez de
tener una actitud
positiva con él. Tendremos que sacrificamos amando y dando
lo mejor de nosotros mismos por gente que a lo mejor ni siquiera
nos gusta.

—Pero, como decías antes —comentó
Theresa—, la decisión de si vamos o no vamos a
elegir comportamos de esa forma es cosa nuestra. Cuando amamos a
los demás dando lo mejor de nosotros mismos, tenemos que
servirlos y sacrificamos por ellos. y cuando ya nos hemos forjado
esa autoridad con
la gente es cuando merecemos ser llamados líderes.

—Entiendo la causa y el efecto de lo que estáis
diciendo —argumentó la entrenadora— y
podría incluso estar de acuerdo con ello. Pero comportarse
así suena un poco como si estuviéramos manipulando
a la gente.

La directora contestó: —La manipulación
es, por definición, influenciar a la gente en beneficio
personal. Creo
que en el modelo de
liderazgo que Simeón ha adoptado se influye en la gente
para beneficio mutuo. Si de veras estoy identificando y
satisfaciendo las legítimas necesidades de aquellos a los
que sirvo y dirijo, estos tienen, por fuerza, que
beneficiarse también de esta influencia, en tanto les
sirva adecuadamente. ¿Estoy en lo cierto,
Simeón?

—Como de costumbre, el grupo se las ha arreglado para
articular estos principios mejor
que yo mismo; gracias a todos.

El pastor comentó: —En una ocasión
escuché una cinta de Tony Campolo, pastor, orador,
educador y conocido autor, en la que hablaba sobre cursillos de
formación matrimonial para parejas jóvenes.
Decía que siempre que se encuentra con una parejita les
pregunta: «Bien, ¿y por qué queréis
casaros?». Por supuesto, la respuesta suele ser:
«Porque estamos muy enamorados». La segunda pregunta
de Tony es: «Pero, tendréis algún motivo
mejor que ese, ¿no?». Según él, la
pareja se mira entonces asombrada, no dando crédito
a tamaña estupidez, y contestan: «Y
¿qué mejor motivo puede haber? ¡Estamos muy
enamorados!». A lo cual él responde: «Da la
impresión de que ahora mismo sentís un
montón de cariñosos efluvios el uno hacia el otro y
las hormonas
parecen estar a tope. Estupendo, disfrutadlo. ¿Pero
qué será de vuestra relación cuando se os
pase? Entonces, impepinablemente, la pareja se mira para unir
fuerzas y responden a dúo en tono de desafío:
«¡A nosotros no nos va a pasar nunca eso!».

El aula se venía abajo con las risas. —Ya veo que
algunos llevan bastantes de matrimonio
—continuó mi compañero de
habitación—. Todos sabemos que esos sentimientos
como vienen se van, y que lo que persiste es el compromiso. Tony
concluía señalando que toda boda es una oportunidad
para que se dé un matrimonio, pero que nunca sabemos en
qué nos hemos metido hasta que desaparecen esos
sentimientos.

—Desde luego, Lee ——confirmó el
profesor—. En el liderazgo funciona el mismo principio de
compromiso. Los rasgos de carácter, los comportamientos que hemos
estado
discutiendo hoy, no resultan tan difíciles con la gente
que nos gusta. Ha habido muchos hombres y mujeres perversos que
han sido afables y sociables con las personas que les gustaban.
Pero nuestro verdadero carácter de líder se revela
cuando tenemos que dar lo mejor de nosotros mismos por los que
nos son antipáticos, cuando nos vemos en la encrucijada y
tenemos que amar a personas que no son precisamente de nuestro
agrado. Ahí es cuando descubrimos hasta qué punto
estamos comprometidos; ahí es cuando descubrimos
qué tipo de líder somos realmente.

Theresa añadió: —Creo que fue Zsa Zsa
Gabor quien dijo que amar a veinte hombres en un año no es
nada comparado con amar a un solo hombre en
veinte años…

El profesor fue a la pizarra y completó el diagrama.
—En nuestro modelo de ayer decíamos que el liderazgo
se funda en la autoridad o influencia, que a su vez se funda en
el servicio y el
sacrificio, que a su vez se funda en el amor.
Cuando lideras con autoridad, estás necesariamente llamado
a dar lo mejor de ti mismo, a amar, a servir e incluso a
sacrificarte por los demás. Una vez más, el amor no
consiste en lo que sientes por los demás, sino en lo que
haces por ellos.

La enfermera lo resumió diciendo: —O sea, lo que
estás diciendo, Simeón, es que amar puede definirse
como el hecho, o los actos derivados de dar lo mejor de uno mismo
por los demás, identificando y satisfaciendo sus
legítimas necesidades. ¿No voy muy
desencaminada?

—Espléndido, Kim —respondió
sencillamente el profesor.

Monografias.comMonografias.com

CAPÍTULO CINCOEl entorno

Hombres y mujeres quieren hacer un buen
trabajo. Si se les proporciona el entorno adecuado, lo
harán.

BILL HEWLETT, FUNDADOR DE
HEWLETT—PACKARD

Le eché un vistazo al despertador. Pasaban unos minutos
de las tres de la mañana del jueves y yo estaba otra vez
despierto, con la vista clavada en el techo. Había llamado
a Rachael y a la oficina a
última hora de la tarde del día anterior para ver
cómo iban las cosas. Me quedé algo decepcionado
cuando me enteré de que todo y todos parecían ir
perfectamente bien sin mí.

Andaba también dándole vueltas a las preguntas
sobre la vida que me había planteado Simeón en la
mañana del día anterior. ¿En qué
creía yo exactamente? ¿Por qué estaba
aquí? ¿Cuál era mi finalidad en esta vida?
¿Tenía realmente algún sentido este juego de la
vida?

No conseguí hallar ninguna respuesta. Sólo
más preguntas.

Llegué a la capilla con quince minutos de
antelación y me sentí orgulloso de mí mismo.
¡Había conseguido llegar a la cita antes que
Simeón!

El profesor se sentó a mi lado a las cinco en punto y
bajó la cabeza; parecía estar rezando.

Unos minutos después se volvió hacia mí y
me preguntó:

—¿Qué has ido aprendiendo, John? —La
discusión sobre el amor fue interesante. Realmente nunca
había pensado en ello como algo que se hace por los
demás. Siempre pensé en el amor en términos
de algo que se siente. ¡Espero que nadie me pegue en
el trabajo
cuando les diga que voy a empezar a amarlos a todos!

Simeón se echó a reír. —Tus actos
siempre hablarán más alto e infinitamente
más claro que tus palabras, John. Recuerda el comentario
de Theresa: «obras son amores…».

—¿Pero qué hay de amarse a uno mismo,
Simeón? El pastor de mi iglesia dice
que se supone que hay que amar al prójimo y a uno
mismo.

—Desgraciadamente, John, parece que hoy en día
este versículo no se cita con demasiada exactitud. Lo que
el texto
realmente dice es: «Ama a tu prójimo como a ti
mismo», no «ya ti mismo». Es bastante
diferente. Cuando Jesús habla de amar a los demás
como nos amamos a nosotros mismos, está dando
acertadamente por sentado que ya nos amamos a nosotros mismos.
Él nos está pidiendo que amemos a los demás
del mismo modo que nos amamos a nosotros mismos.

—¿Del mismo modo que me amo a mí mismo?
—objeté—. Pues, mira, hay veces, sobre todo
últimamente, en que no puedo ni aguantarme a mí
mismo, no digamos ya amarme.

—Recuerda, John, el amar de agápe es un
verbo que describe cómo nos comportamos, no un nombre que
describe qué sentimos. Yo también tengo temporadas
en las que no me aprecio particularmente, yesos son, sin duda
alguna, mis mejores momentos. Porque, aunque yo no me guste
particularmente a mí mismo en alguna ocasión, sigo
amándome y satisfaciendo mis propias necesidades. Y,
desgraciadamente, muchas veces, quiero que mis necesidades pasen
por encima de las necesidades de los demás. Exactamente
igual que un niño de dos años.

—Supongo que casi todos tendemos a intentar ir siempre
primero, ¿no?

—Exactamente, John. Intentar ir siempre primero es
amarse a sí mismo. Poner al prójimo en ese lugar y
ser consciente de sus necesidades es amar al prójimo.
Piensa en la facilidad que tenemos para perdonamos las meteduras
de pata y los comportamientos absurdos que invaden nuestra vida.
¿Mostramos la misma diligencia en perdonar los errores y
los comportamientos absurdos del prójimo? Como
verás, mostramos mucha diligencia en amamos a nosotros
mismos, pero no tanta cuando se trata de amar a los
demás.

—Nunca lo había visto así, Simeón
—dije un poco desconcertado.

—Seamos sinceros, ¿no nos sentimos encantados a
veces, aunque sólo sea un momento, de las desgracias del
prójimo, cuando vemos problemas
laborales, divorcios, líos extraconyugales, y
demás? Estamos amando realmente al prójimo cuando
su bienestar nos importa tanto como el nuestro.

—¿Pero qué pasa con el amor a Dios?
—pregunté—. El pastor de mi iglesia insiste en
que se supone que también tengo que amar a Dios. Pero hay
veces en que no me siento especialmente «amoroso»
respecto a Él tampoco. La vida parece a veces tan
injusta… A veces llego hasta dudar de su existencia.

Para mi asombro el profesor estaba de acuerdo conmigo.

—Hay veces en que me enfado con Dios, en que no me gusta
demasiado. y otras mi sistema de
creencias me parece bastante poco convincente. Son muchas las
preguntas y muchas las cosas que me parecen injustas en esta
vida. Pero una cosa es lo que yo sienta, y otra es seguir amando
a Dios y mantener mis compromisos en mi relación con
Él. Puedo seguir amando a Dios estando atento a nuestra
relación a través de la oración, siendo
auténtico, respetuoso, sincero y hasta indulgente. Y todo
esto puedo hacerlo incluso, por no decir especialmente, cuando no
me apetece hacerlo. Eso es demostrar amor por el compromiso:
mantenerme fiel, aun cuando mi fe flaquee en un momento
determinado.

Los monjes estaban entrando ya uno tras otro en la capilla e
iban ocupando sus asientos.

—Lo bueno es que cuando estamos comprometidos en el amor
a Dios y a los demás, y seguimos trabajando en ello,
ocurre que los comportamientos positivos acaban generando
sentimientos positivos; los sociólogos se refieren a esto
como praxis.
Hablaremos más de ello mañana por la mañana.
—Estas fueron las últimas palabras del profesor en
aquella madrugada.

Antes de que el reloj acabara de dar sus campanadas, el
profesor anunció:

—Hoy vamos a cambiar de tema, vamos a hablar de lo
importante que es crear un ambiente sano
en el que la gente pueda crecer y prosperar. Me gustaría
empezar empleando la metáfora de plantar un jardín.
La naturaleza nos
muestra la
importancia de crear un entorno sano si queremos que las plantas crezcan.
¿Alguno de vosotros es aficionado a la
jardinería?

La entrenadora levantó la mano. —Yo tengo un
jardín justo detrás de la zona común. Llevo
haciendo jardinería más de veinte años, y
aunque esté mal que yo lo diga, se me da muy bien.

—Chris, si yo no tuviera ni idea de jardinería,
¿qué consejos me darías para hacer un
jardín en condiciones?

—Ah, pues muy sencillo: te diría que buscaras un
terreno muy soleado y que removieras la tierra para
preparar la siembra. Luego tendrías que plantar las
semillas, regar, fertilizar, ocuparte de que no lo invadieran las
plagas, y limpiarlo regularmente de malas hierbas.

—De acuerdo, y si hago todo lo que sugieres, Chris,
¿qué puedo esperar que suceda?

—Bueno, pues a su debido tiempo
verás que las plantas crecen Y pronto obtendrás
frutos.

Simeón insistió diciendo: —Cuando lleguen
los frutos, ¿podremos decir que fui yo la causa de ese
desarrollo?

—Claro —respondió Chris rápidamente.
Luego se paró un momento a reconsiderarlo y
añadió—: Bueno, para ser exactos tú no
fuiste la causa de que el jardín creciera, pero ayudaste a
que así fuera.

—Exacto —afirmó el profesor—.
Nosotros no hacemos que las cosas crezcan en la naturaleza. El
Creador sigue siendo el único que sabe cómo una
pequeña bellota metida en la tierra llega a
convertirse en un enorme y frondoso roble. Nosotros, lo
más que podemos hacer es poner las condiciones adecuadas
para que esto ocurra. Este principio es especialmente
válido para los seres humanos. ¿Se os ocurre
algún ejemplo que ilustre esto?

—Como especialista en tocología —dijo
Kim—, puedo deciros que para que un niño se
desarrolle normalmente durante los nueve meses de
gestación, es fundamental que tenga un ambiente sano en la
matriz, de
hecho las condiciones tienen que ser perfectas. Si no es
así, generalmente ocurre un aborto, o pueden
darse otro tipo de complicaciones graves.

Mi compañero da habitación añadió
rápidamente: —y una vez nacido, me consta que el
niño necesita un ambiente sano y amoroso para
desarrollarse bien. Recuerdo haber leído un
artículo sobre los orfanatos establecidos por aquel
dictador rumano, Nicola Ceaucescu, en los que los niños
estaban literalmente almacenados, sin apenas contacto humano, a
veces sin ningún contacto humano. ¿Alguno de
vosotros vio el documental sobre esos bebés?
¿Sabéis lo que les pasa a los bebés privados
de todo contacto humano?

—Mueren —replicó la enfermera en voz
baja.

—Exacto, se marchitan literalmente y mueren
—añadió el pastor, sacudiendo la cabeza.

Pasaron unos minutos y la directora de escuela dijo:
—Llevo muchos años trabajando en la escuela
pública y se puede ver perfectamente qué
niños son los que proceden de ambientes familiares
desastrosos. Las cárceles están llenas de gente que
creció en ambientes insalubres. Estoy convencida de que
una educación adecuada por parte de los padres
y un ambiente doméstico sano son esenciales para una
sociedad sana.
y cada vez estoy más convencida de que la respuesta al
crimen tiene muy poco que ver con la silla eléctrica y
mucho con lo que pasa en la trona. Sobre este punto, el de la
importancia de crear un entorno sano, estoy totalmente de tu
parte, Simeón. ¡Esta vez no necesitas
convencerme!

La enfermera añadió: —Este principio es
válido incluso en medicina. La
gente piensa a veces, equivocadamente, que van al médico a
que les cure. Pero, a pesar de todos los avances de la medicina,
ningún médico ha arreglado nunca un hueso roto ni
ha sido causa de que una herida curara. Lo más que pueden
hacer la medicina y los médicos es proporcionar asistencia
con medicación o terapias, es decir, crear las condiciones
adecuadas para que el cuerpo se cure a sí mismo.

—Ahora que lo pienso —tercié yo—, mi
mujer, «El
Loquero», me ha dicho en muchas ocasiones que los
terapeutas no tienen poder para
curar a sus pacientes. Dice que con frecuencia los terapeutas sin
experiencia creen que pueden curar a la gente, pero que la
experiencia les lleva a darse cuenta de que no poseen semejante
poder. Lo que un buen terapeuta puede hacer es crear un ambiente
sano para el cliente,
estableciendo una relación de amor basada en el respeto,
la confianza, la aceptación y el compromiso. Una vez que
se crea ese ambiente seguro y
terapéutico es cuando los pacientes pueden empezar el
proceso de
curarse a sí mismos.

—¡Fantástico, son unos ejemplos
fantásticos! —exclamó el profesor—.
Espero que empiece a resultar evidente que es muy importante
crear un entorno sano para que pueda haber un crecimiento sano,
especialmente en los seres humanos. Llevo empleando la
metáfora del jardín toda mi vida, con todos los
grupos que he
tenido a mi cargo: familia, trabajo,
ejército, deportes, comunidad o
iglesia. Para decirlo más sencillamente, pienso en mi
área de influencia como en un jardín que necesita
cuidados. Como ya hemos visto, los jardines necesitan atención y cuidados, así que estoy
siempre preguntándome: «¿Qué necesita
mi jardín? ¿Tal vez que lo abone con un poco de
apreciación, reconocimiento y elogios? ¿Necesita mi
jardín que le quite las malas hierbas? ¿Tengo que
ocuparme de eliminar las plagas?». Todos sabemos qué
ocurre cuando no se controlan las plagas y las malas hierbas en
un jardín. Mi jardín necesita una atención
constante y yo confío en que si hago mi parte y lo cultivo
bien, conseguiré fruto.

—¿Y cuánto hay que esperar para ver el
fruto? —preguntó la entrenadora.

—Desgraciadamente, Chris, he conocido muchos
líderes que no han sabido ser pacientes y han abandonado
la tarea antes de que el fruto pudiera crecer. Hay muchos que
quieren y esperan unos resultados rápidos, pero el fruto
sólo llega cuando está a punto. Y precisamente por
eso es tan importante el compromiso para un líder.
¡Imagínate un agricultor que intentara «darse
el atracón para los exámenes finales»,
sembrando a finales de otoño con la esperanza de conseguir
cosechar antes de las primeras nevadas! La Ley de la Cosecha
nos enseña que el fruto crecerá, pero no siempre
sabemos cuándo. La enfermera señaló:
—Otro factor importante para determinar cuándo
madurará el fruto es el estado de
nuestras cuentas bancarias
de relaciones.

—¿Y qué es eso de una cuenta bancaria de
relaciones? —preguntó mi compañero de
habitación.

—Aprendí esta metáfora leyendo el
best—seller de Stephen Covey, Los 7
hábitos de la gente altamente efectiva. Todos
sabemos cómo funcionan las cuentas bancarias en las que
hacemos continuamente ingresos y
reintegros, confiando no quedamos nunca en números rojos.
La metáfora de la cuenta de relaciones nos enseña
la importancia de mantener unas relaciones sanas y equilibradas
con la gente que tiene un peso en nuestra vida, incluidos
aquellos a los que dirigimos. En pocas palabras, cuando conocemos
a una persona tenemos básicamente una relación
neutral con ella porque no nos conocemos, digamos que estamos
todavía tanteando el terreno. En cambio, a
medida que la relación va desarrollándose, vamos
haciendo una serie de movimientos en esas cuentas imaginarias,
ingresos o reintegros, según nos comportemos. Por ejemplo,
realizamos un ingreso cuando somos sinceros y dignos de
confianza, cuando reconocemos nuestro aprecio por la gente,
cuando mantenemos nuestra palabra, cuando sabemos escuchar,
cuando no hablamos de los demás a sus espaldas, cuando
hacemos uso de las cortesías básicas: hola, por
favor, gracias, discú1peme, etc. Reintegros serían
ser antipático o poco cortés, romper promesas o
compromisos, criticar a los demás por detrás, no
escuchar les bien, ser engreído y arrogante, etc.

El sargento dijo: —Así que, cuando ayer en la
pausa de la tarde llamé a mi novia y me colgó el
teléfono, probablemente es que estoy en
números rojos, ¿no?

—¡Pues yo diría que sí, Greg!
—dije riéndome—. Cuando tuvimos el problema
sindical en la fábrica probablemente teníamos un
descubierto serio en nuestras cuentas. Lo que quieres decir, Kim,
es que puede llevamos más tiempo que el fruto madure
según cuál sea el estado de nuestras cuentas
bancarias de relaciones; ¿estoy en 10 cierto?

—Creo que es así con quienes tenemos unas
relaciones establecidas. Con los recién llegados
generalmente podemos empezar de cero.

—Gracias por esa bella metáfora que podemos
utilizar aquí, Kim —reconoció el
profesor—. Esta idea de las cuentas de relaciones
también ilustra por qué debemos dispensar nuestros
elogios públicamente, pero nunca nuestras reprimendas.
¿Alguien puede decir por qué?

La directora de escuela fue la primera en hablar.
—Cuando reprendemos a alguien públicamente,
obviamente le estamos poniendo en evidencia ante sus semejantes y
esto supone un serio reintegro en nuestras cuentas. Pero,
además, cuando humillas a alguien públicamente
también estás retirando de la cuenta de relaciones
con todo el que está presenciándolo, porque es muy
desagradable asistir a una reprimenda pública y porque los
demás se preguntan «¿Cuándo me
tocará a mí?». Así que creo que si
nuestra intención es conseguir grandes reintegros, desde
luego hay que dar por muy bien empleado el tiempo que invertimos
en hacer una reprimenda en público.

La entrenadora añadió: —A mí me
parece que el mismo principio funciona cuando alabamos,
apreciamos y reconocemos públicamente a la gente. No
sólo hacemos un ingreso en nuestra cuenta con el
destinatario del elogio, sino que también hacemos ingresos
en las cuentas que tenemos con los que están mirando. Y
como decías antes, Simeón, todo el mundo mira
siempre lo que hace el líder.

—Es cierto, Chris. Todo lo que hace el líder se
constituye en mensaje —replicó Simeón—.
Debo tener en el despacho un interesante artículo, y una
encuesta, que
hablan de la mucha estima en que se tiene la gente y de por
qué los reintegros en las relaciones son tan costosos. Voy
a ver si lo encuentro y podemos comentarlo en la sesión de
esta tarde.

Hacía una espléndida tarde de otoño,
así que decidí dar un paseo bordeando el acantilado
que corría paralelo a la playa. Brillaba el sol,
hacía unos dieciséis grados y una suave brisa
soplaba desde el lago. En resumen, lo que yo siempre había
considerado un día perfecto, pero apenas si
conseguía disfrutarlo porque en mi cabeza todo era
confusión.

Estaba excitado con la información que estaba reuniendo y con la
perspectiva de aplicar aquellos principios cuando volviera a
casa. Pero a la vez, al reflexionar sobre mi comportamiento
en el pasado y sobre cómo había estado dirigiendo a
aquellos que tenía a mi cargo, me sentía deprimido
e incluso avergonzado. ¿Cómo habría sido
tenerme de jefe, de marido, de padre, de entrenador?

Las respuestas que se me ocurrían no hacían sino
aumentar mi malestar.

A las dos el profesor dijo alegremente: —He encontrado
el artículo y la encuesta de los que os hablé esta
mañana. Estaban en un número antiguo de
Psychology Today y creo que os van a resultar
interesantes. El autor es un psicólogo conductista y dice
que ni siquiera existe una correlación entre
recepción positiva y negativa. Para ponerlo en los
términos que hemos empleado «ingreso y
reintegro», asegura que por cada reintegro en vuestra
cuenta con alguien, hacen falta cuatro ingresos para equilibrar
otra vez la cuenta. ¡Una relación de cuatro a
uno!

—Me parece perfectamente verosímil
—respondió el pastor—. Mi mujer puede hartarse
de decirme una y otra vez cuánto me quiere, pero yo
todavía me acuerdo de cuando la primavera pasada me dijo
que estaba engordando demasiado. ¡Eso sí que me
llegó!

—¡Pues yo la entiendo perfectamente, predicador!
—le pinchó el sargento.

—Exactamente, Lee —continuó el
profesor—. Todos tenemos tendencia a ser especialmente
sensibles, por mucho que aparentemos mucha calma. En apoyo de su
tesis, el
artículo pasa a analizar los resultados de una encuesta
que se llevó a cabo para determinar hasta qué punto
es realista la visión que la gente tiene de sí
misma. Ojo al dato. Hay un 85 por ciento del público en
general que se considera «por encima de la media». A
la pregunta sobre la «capacidad para llevarse bien con los
demás», el cien por cien se pone por encima de la
media, un 60 por ciento se pone entre el 10 por ciento más
alto, y un 25 por ciento se coloca entre el uno por ciento
más alto. A la pregunta sobre la «capacidad para
dirigir», el 70 por ciento se considera en el cuartil
superior y sólo un dos por ciento se considera por debajo
de la media. Y fijaos en los hombres. A la pregunta sobre su
«capacidad atlética respecto a los demás
hombres», el 60 por ciento se coloca en el cuartil superior
y sólo un seis por ciento dice estar por debajo de la
media.

—¿Dónde quieres llegar?
—preguntó el sargento. —Para mí, Greg
—saltó la entrenadora—, está claro que,
por lo general, la gente tiene muy buena opinión de
sí misma. Eso quiere decir que debemos ser muy cuidadosos
con nuestros reintegros en las cuentas de los otros porque pueden
salimos muy caros.

El profesor añadió: —Piensa en cómo
se fomenta la confianza en una relación, por ejemplo.
Podemos pasar años trabajando en ello y todo puede venirse
abajo por un momento de indiscreción.

—Vale, ya estamos otra vez… —gruñó
el sargento alzando la voz—. Aquí estamos hablando
de teorías, todas fantásticas y
estupendas en este fantástico y estupendo lugar, pero
algunos de nosotros tenemos que volver y enfrentamos a unos
superiores a los que les va eso del poder y que pasan
olímpicamente de la autoridad, de los triángulos invertidos, y no digamos ya del
amor, del respeto y de las cuentas bancarias de relaciones.
¿Qué se supone que hay que hacer si se trabaja para
alguien así?

—Buena pregunta, Greg —dijo el profesor
sonriendo—. Y estás totalmente en lo cierto. La
gente de poder se siente por lo general amenazada por la gente de
autoridad, lo cual quiere decir que la situación puede
llegar a ser molesta. Puede incluso costarnos el trabajo. Sin
embargo, hay pocos sitios donde no podamos tratar a la gente con
amor y respeto, independientemente de cómo nos traten a
nosotros.

—Se ve que no conoces a mi jefe —insistió
el sargento. Simeón no tiró la toalla.

—Cuando trabajaba como líder empresarial, me
llamaron muchas veces para hacerme cargo de empresas con
disfunciones que tenía que poner a flote. Una de las
primeras cosas que hacía siempre que llegaba a la empresa era
llevar a cabo una encuesta sobre la actitud de los empleados para
tomarle el pulso a la casa. Siempre las realizaba por
departamentos, y a veces por turnos, para poder discernir mejor
las áreas problemáticas. Hasta en las
compañías más machacadas, las que peores
resultados arrojaban, siempre encontraba algunos islotes donde
reinaba la calma en medio del proceloso piélago. Por
ejemplo, departamento de fletes, tercer turno, buenos resultados;
departamento de salidas, segundo turno, buenos resultados; sala
de informática, primer turno, buenos
resultados. Cuando me aparecían en las encuestas
buenos resultados en un área concreta, siempre iba a
enterarme de qué pasaba en ese departamento y en ese
turno. ¿Y con qué creéis que me encontraba
sistemáticamente?

—Con un líder —respondió
sencillamente la enfermera. —Bien puedes decir lo, Kim. A
pesar del caos general, de la confusión, de las políticas
de poder y de las disfunciones generalizadas que implica todo
ello, siempre me encontraba con un líder que se
había hecho responsable de su pequeña área
de influencia y que había conseguido que, allí, las
cosas funcionaran de otra manera. Por supuesto no estaba en su
mano controlarlo todo, pero sí controlar su propio
comportamiento día a día con la gente que
tenía a su cargo, ahí abajo, en la bodega del
barco.

—Es curioso que utilices el ejemplo del barco,
Simeón —comenté—. Un empleado me dijo
en cierta ocasión que los empleados se sentían con
frecuencia como el personaje de Charlton Heston en Ben
Hur.
¿Os acordáis del bueno de Charlton
Heston, amarrado al banco de la
galera, rema que rema, año tras año? Podía
oír rugir la tormenta y sentir la colisión de las
naves, pero nunca salir al puente a tomar el fresco o a darse un
chapuzón. Y además, no olvidemos el retumbar
incesante de los tambores que golpeaba aquel gordo sudoroso para
mantener el ritmo de los galeotes… Bueno, el caso es que ese
empleado me dijo que los trabajadores tienen muchas veces la
impresión de estar así. Se pasan el día
entero allá abajo, en la bodega y nunca asoman por el
puente, ni les dice nadie qué pasa con el barco. De
repente el capitán dice que le apetece hacer esquí
acuático y, ¡hala, a acelerar el ritmo, que lo manda
el capataz! Y cuando las cosas se ponen feas, el capitán
da dos voces a los de
abajo diciendo que hay que echar a unos cuantos por la borda para
aligerar la carga. No es un panorama muy reconfortante.

Mi compañero de habitación dijo: —Tengo
una vieja taza de café,
recuerdo de otras épocas en la empresa, que
lleva la siguiente inscripción:

No es mi trabajo gobernar el barco ni hacer sonar la
sirena. Ni decir hasta qué lugar puede el barco
llegar.

Al puente no puedo subir, ni siquiera tocar la
campana,

pero si este cacharro se llega a hundir
¿quién creéis que se las carga?

—¡Es buenísimo! —dije
entusiasmado——. ¡Tengo que conseguir una de
esas tazas! Pero, a ver, aunque decida comportarme de esa forma,
sigo teniendo cuarenta supervisores y puede ser que no quieran
colaborar. No puedo crear ese entorno sin su ayuda.
¿Cómo demonios podré conseguir que todo el
mundo colabore, Simeón?

—Eres tú quien impone las reglas —la
respuesta del profesor fue inmediata—. Como líder,
John, eres responsable del entorno en tu área de
influencia y te han dado poder para llevar a cabo tus cometidos.
Por lo tanto tienes poder para regular su comportamiento.

—¿Qué quieres decir con regular su
comportamiento? —objeté—. ¡No puedes
regular el comportamiento de otra persona!

—¡Ya lo creo que puedes! —me gritó el
sargento—. En el Ejército lo hacemos continuamente,
y estoy seguro de que también lo hacéis con los
trabajadores de tu fábrica. Hay políticas y
normas que
todo el mundo tiene que seguir, ¿no? Están
obligados a usar el equipo siguiendo determinadas normas de
seguridad y a ir
todos los días a trabajar, y a seguir todo tipo de
códigos de conducta en el
trabajo. Tú y yo nos pasamos todo el tiempo regulando
comportamientos.

Odiaba tener que admitir que Greg tenía razón,
pero era evidente que la tenía. Si un empleado del
servicio al
cliente empezaba a comportarse mal con un cliente, su trabajo
estaba en peligro. Si los empleados no seguían nuestras
reglas, se convertían rápidamente en
ex—empleados. La regulación del comportamiento era
constantemente una condición del empleo. De
repente me vino a la memoria
otro ejemplo de regulación de comportamiento por parte de
la empresa.

—Mi padre —empecé a decir— fue
supervisor de primer grado en la planta de montaje de Ford en
Dearbon durante más de treinta años. A principios
de los años setenta fui a trabajar con él un
sábado por la mañana; iba convencido de que no
estaría más de una hora en la fábrica y que
volvería luego a la Facultad. ¡No os podéis
imaginar lo que era aquello! La gente se chillaba, se insultaba,
reñía… aquello era la jungla. Parecía que
para ser nombrado «capataz del día»
había que ser capaz de humillar públicamente a un
empleado y conseguir a la vez soltar un mínimo de diez
tacos por frase.

—Eso me resulta familiar —dijo el sargento,
dirigiéndose a mí.

—Es que era un lugar bastante especial, Greg —le
repliqué, dándome cuenta de que ya no me resultaba
irritante—. Bueno, el caso es que uno de los mejores amigos
de mi padre, otro supervisor, fue trasladado inesperadamente a
Flat Rock, Michigan,
para trabajar en una fábrica que formaba parte de un
proyecto entre
Mazda y Ford. En la primera semana como supervisor en esa
fábrica, el amigo de mi padre cogió a un empleado
haciendo algo incorrecto y le puso de vuelta y media delante de
todos los compañeros de la línea de montaje.
Incluso consiguió soltar unos cuantos tacos en una misma
frase, ¡la clásica sesión de castigo al
estilo Deaborn! Para su mayor desgracia, su director, que era
japonés, fue testigo del incidente y le llamó
inmediatamente a su despacho. Como sabéis, los japoneses
tienen un especial pundonor, no pueden humillarse ante los
demás… El director le dijo muy cortés y
respetuoso al amigo de mi padre que aquel era el primer y
último aviso que le daba respecto a ese tipo de
comportamiento. Que si volvía a ver un comportamiento
similar, o a tener noticias de
ello, sería inmediatamente despedido. Este mismo
supervisor trabajó otros diez años en la
fábrica, hasta que se jubiló. Entendió el
mensaje. Como tú dirías, Simeón, Mazda
reguló su comportamiento.

—Magnífico ejemplo, John —me dijo el
profesor—. Sin embargo, todos debemos tener presente que
Mazda no cambió el comportamiento del supervisor. Lo
cambió él mismo, porque entendió el mensaje.
No podemos cambiar a nadie. Recordad el sabio dicho de los
Alcohólicos Anónimos: «la única
persona a la que puedes cambiar es a ti mismo».

La enfermera añadió: —Conozco a mucha
gente que actúa como si realmente pudiera cambiar a los
demás. Siempre están intentando arreglar a la
gente, convertir les a su religión, rectificar
sus mentes, lo que sea. Tolstoi dijo que todo el mundo quiere
cambiar el mundo, pero nadie quiere cambiarse a sí
mismo.

—¿No será esa la verdad, Kim?
—asintió la entrenadora—. Si cada uno se
limitara a limpiar el trozo de calle de su portal, no
tardaría en estar toda la calle como los chorros del
oro.

—Pero, Simeón, en nuestra condición de
líderes podemos motivar a la gente para que cambie,
¿no? —preguntó el sargento.

—Mi definición de motivación es cualquier comunicación que influye en las elecciones
que se hacen. Como líderes podemos crear la
fricción necesaria, pero que la gente cambie depende de
una elección que no está en nuestras manos.
Recordad el principio del jardín. Nosotros no hacemos
crecer las plantas. Lo más que podemos hacer es
proporcionar el ambiente adecuado y la presión
necesaria de forma que la gente pueda elegir cambiar y
crecer.

Intervino la directora de escuela: —Algún
personaje célebre, no recuerdo ahora quién era,
dijo una vez que sólo hay dos razones para casarse: la
procreación y la fricción.

—Esa es muy buena —dijo riéndose el
pastor—. Sé de otro sitio donde también
regulan el comportamiento. ¿Habéis estado alguna
vez en el hotel Ritz Carlton?

—Sólo un rico predicador como tú puede
permitirse alojarse en el Ritz —dijo sarcásticamente
el sargento.

Haciendo caso omiso del comentario, mi compañero de
habitación continuó:

—Una vez al año me permito la extravagancia de
llevar a mi mujer al Ritz, que no queda lejos de mi casa, para
una estancia de noche y desayuno especial. En cuanto pasas la
puerta de un hotel Ritz, te das cuenta de que estás en un
lugar especial. Me refiero a que la gente se desvive por
satisfacer todas tus necesidades, y se puede palpar esa atmósfera de
extraordinario respeto. Bueno, el caso es que, en una de esas
veladas en el Ritz, después de cenar, estaba yo sentado en
el bar tomándome un cóctel…

—¿Un pastor baptista trasegando copas en un bar?
—intentó pincharle el sargento.

—Un zumo de limón para mi esposa y una Coca Light
para mí, Greg. Bueno, digo que estaba yo atento a
cómo se movían los dos camareros, asombrado del
respeto que mostraban hacia los clientes y hacia
sus propios compañeros. Estaba intrigado, suele pasarme,
así que le pregunté a uno de ellos:
«¿Qué pasa con vosotros, chicos?».
Él me contestó educadamente:
«¿Señor…?» «Bueno, ya
sabéis», dije yo, «la manera en que
tratáis a los clientes, y a vosotros mismos, tan
respetuosa… ¿Cómo consiguen que lo
hagáis?». Me contestó sencillamente:
«Ah, aquí en el Ritz tenemos un lema: somos
señoras y caballeros que servimos a señoras y
caballeros». Le dije que era una frase muy ingeniosa, pero
que no acababa de entenderle. Me miró fijamente a los ojos
y dijo: «¡Si no nos comportamos así, no
podemos trabajar aquí! ¿Hay algo más que no
entienda?». Me eché a reír y le dije que le
entendía perfectamente.

La entrenadora añadió: —Muchos de vosotros
habréis oído
hablar de Lou Holtz, el que fuera famoso entrenador del equipo de
fútbol
de Notre Dame. Holtz tiene fama de ser especialista en generar
entusiasmo en los equipos que entrena. Y no me refiero
sólo a los jugadores. Toda su gente, técnicos,
secretarias, asistentes, hasta los chicos que se ocupan del
agua
están siempre llenos de entusiasmo, en cualquier equipo
que entrene, y tiene una carrera espectacular… Bueno, a 10 que
iba, una vez le preguntó un periodista:
«¿Cómo consigues que toda tu gente sea
siempre tan entusiasta?», Y Lou Holtz contestó:
«Pues es muy fácil. Elimino a los que no 10
son».

CAPÍTULO SEISLa elección

Lo que creamos o lo que pensemos,
al final no tiene mayor importancia. Lo único que
realmente importa es
lo que hacemos.

JOHN RUSKIN

El profesor me saludó con la cabeza
cuando llegó a la capilla el viernes por la mañana
y se sentó a mi lado. Estuvimos sentados en silencio unos
cuantos minutos hasta que me hizo la pregunta habitual.

—Simeón, estoy aprendiendo tanto que no sé
por dónde empezar. La idea de regular el comportamiento de
mi equipo de supervisores, por ejemplo. Realmente es un concepto que
tengo que considerar más seriamente.

—Cuando yo estaba en el mundo de los negocios,
John, nunca consentí que el personal a mi cargo manejara
extensos manuales del
empleado, llenos de normas y procedimientos
para regular el comportamiento de las masas. Me preocupaba mucho
más el comportamiento del equipo directivo y el
cómo regular el comportamiento de sus miembros. Si el
equipo directivo va bien encaminado, el resto sigue de forma
natural.

—Esa es una observación interesante, Simeón.

—A lo largo de mi carrera, me he encontrado con
frecuencia con que, en las empresas con problemas, la gente
siempre apunta al Chucky de turno que lleva la carretilla
elevadora, o a algún otro tipo en el departamento de
recepción y envíos, que, según ellos, son el
problema. Nueve de cada diez veces, cuando tenía que
hacerme cargo de una empresa en
apuros, el problema estaba en las alturas.

—Es curioso que digas eso, Simeón, porque mi
mujer…

—¿«El Loquero»? —dijo
Simeón echándose a reír. —Me has
interrumpido —bromeé—. Me parece muy poco
respetuoso por su parte, señor.

—Perdona, John, no me he podido resistir.
—Estás perdonado, Simeón. Como decía,
mi mujer trabaja muy a menudo con familias con problemas, y en
ellas parece establecerse la misma dinámica que tú has encontrado en la
empresa. Los papás te traen a los niños diciendo:
«¡Arregle a estos niños! ¡No hay quien
pueda con ellos!». Por supuesto, ella sabe por experiencia
que esa forma de comportarse es sólo el síntoma del
problema de verdad, y le preocupa mucho más qué es
lo que está pasando con los papás.

—Un sabio general dijo una vez que no hay pelotones
flojos, hay líderes flojos. John, ¿tú crees
que el plante sindical en la fábrica fue un
síntoma?

—Sí, es posible… —repliqué
sintiéndome culpable y deseando cambiar de tema—.
Dime algo sobre esto de la praxis, que mencionaste ayer por la
mañana. Dijiste que de los comportamientos positivos se
derivaban sentimientos positivos. ¿Qué quiere decir
eso exactamente?

—Ah. Sí, la praxis. Gracias por
recordármelo. Generalmente se piensa que son nuestros
sentimientos y nuestras ideas los que determinan nuestro
comportamiento y, por supuesto, sabemos que así es.
Nuestras ideas, sentimientos, creencias —nuestros paradigmas— tienen ciertamente mucha
influencia sobre nuestros comportamientos. La praxis nos
enseña que lo contrario también es cierto.

—No estoy seguro de entenderte, Simeón.

—Nuestro comportamiento también tiene una
influencia sobre nuestras ideas y nuestros sentimientos. Cuando,
como seres humanos, nos comprometemos a dedicar nuestra
atención, nuestro tiempo, nuestro esfuerzo y demás
recursos a
alguien o a algo, con el tiempo vamos desarrollando sentimientos
hacia el objeto de nuestra atención. Los psicólogos
dicen que catectizamos el objeto de nuestra atención, en
otras palabras, nos apegamos a él, nos quedamos
«enganchados». La praxis explica por qué los
niños adoptivos son tan queridos como los naturales, y por
qué nos enganchamos tanto a nuestros animales de
compañía, al tabaco, a las
labores de jardinería, a la bebida, a los coches, al golf,
a la filatelia y a todas las demás cosas que nos llenan la
vida. Nos apegamos a todo aquello a lo que prestamos
atención, a lo que dedicamos tiempo, a lo que
servimos.

—¡Hummm!… puede que sea eso lo que explique por
qué ahora me gusta el vecino de al lado. A primera vista
pensé que era el tío más repugnante que
había visto en mi vida. Pero, con el paso del tiempo, a
raíz de que no tuve más remedio que trabajar con
él en algunos asuntos del jardín y del vecindario,
empecé a apreciarle.

—La praxis funciona también a la inversa, John.
En época de guerra, por
ejemplo, se intenta deshumanizar al enemigo. Se les llama
«Krauts», «Gooks», «Charlie»,
porque resulta más fácil justificar el hecho de
matar los si antes se los deshumaniza. La praxis nos
enseña también que si alguien no nos gusta, y
además le tratamos mal, acabaremos odiándole cada
vez más.

—A ver si te entiendo, Simeón. De acuerdo con la
praxis, si yo tengo el compromiso de amar a los demás y
dar lo mejor de mí mismo por ellos, y si actúo en
consecuencia con ese compromiso, ¿con el tiempo se me
habrán creado sentimientos positivos hacia esa gente?

—Así es, básicamente, John.
«Fíngelo para hacerlo bueno», podríamos
decir. Hubo un tipo llamado Jerome Brunner, un eminente
psicólogo de Harvard, que dijo que es más
fácil traducir nuestras acciones en
sentimientos que traducir nuestros sentimientos en acciones.

—Sí —respondí—. Hay muchos, y
yo el primero, que creen, y dicen, que en cuanto se sientan
más motivados empezarán a comportarse de otra
forma. Pero por desgracia, es frecuente que tal cosa no llegue a
ocurrir nunca.

—Tony Campolo, el autor que Lee mencionó ayer,
habla con frecuencia del poder de la praxis para restablecer
matrimonios en dificultades. Asegura que la pérdida del
sentimiento romántico, que tantas parejas experimentan
previo al divorcio, se
puede paliar de hecho si la pareja está dispuesta a
resolverlo. Para conseguirlo, la pareja debe asumir un compromiso
de treinta días. Él se compromete a tratar a su
esposa como solía hacerlo cuando todavía estaba
vivo el sublime sentimiento romántico, cuando la estaba
cortejando. Debe decirle que es bellísima, comprarle
flores, sacarla a cenar, etc. En resumen, debe hacer todas
aquellas cosas que hacía cuando estaba
«enamorado» de ella. A ella le toca algo parecido,
debe tratar a su marido como si fuera un novio reciente. Tiene
que decirle que es muy atractivo, hacerle sus platos
favoritos…, esas cosas. Campolo asegura que las parejas
suficientemente comprometidas como para llevar a cabo estas
difíciles tareas, siempre consiguen que vuelvan los
sentimientos. Eso es la praxis: los sentimientos que derivan de
los comportamientos.

—Pero, Simeón, es que es durísimo dar el
primer paso. Obligarse uno mismo a tratar con aprecio y respeto a
alguien que no te gusta, o comportarse con amor hacia alguien que
no es en absoluto amable, es un esfuerzo terrible.

—Desde luego que sí. Forzar y desarrollar los
músculos emocionales tiene mucho que ver
con forzar y desarrollar los músculos físicos. Al
principio es difícil. Sin embargo, con disciplina y
con un ejercicio adecuado, con la práctica, los
músculos emocionales —como ocurre con los
físicos— se desarrollan y adquieren un tamaño
y una fuerza de la que no te haces idea.

Simeón no quiso dejarme ni una sola excusa en la que
ampararme.

Estaba sentado en el aula, mirando por la ventana hacia el
magnífico lago azul. Como de costumbre, se oía el
ronroneo del fuego en la inmensa chimenea, donde se
consumían, crepitando entre chasquidos, unos troncos de
álamo blanco recién cortados. Era viernes por la
mañana. ¿Cómo había pasado tan
deprisa el tiempo?

El profesor esperó pacientemente hasta que dieron las
nueve para empezar.

—He conocido muchos padres, esposas, entrenadores,
profesores y otros líderes que no quieren asumir la
responsabilidad que les corresponde en su papel de
líder, ni las decisiones y comportamientos que ser un
líder eficaz exige. Dicen, por ejemplo:
«Empezaré a tratar a mis hijos con respeto cuando
empiecen a portarse mejor», o «Me ocuparé de
mi esposa cuando ella rectifique su manera de actuar», o
«Escucharé a mi marido cuando tenga algo interesante
que decirme», o «Daré lo mejor de mí
mismo por mis empleados cuando me den el aumento de
sueldo», o «Trataré dignamente a mi gente
cuando mi jefe empiece a tratarme dignamente a mí».
Todos hemos tenido ocasión de oírlo:
«cambiaré cuando…» los puntos suspensivos se
pueden sustituir a gusto de cada uno. Quizás lo correcto
sería cambiar la afirmativa por una interrogativa:
«¿Cambiaré… cuando.? ».

Me gustaría dedicar el último día
completo que vamos a pasar juntos, discutiendo el tema de la
responsabilidad y de las elecciones que hacemos. Como ya dije en
nuestro debate del
miércoles, yo creo que el liderazgo empieza por una
elección. Algunas de estas elecciones conllevan asumir las
abrumadoras responsabilidades que voluntariamente aceptamos, y
hacer que nuestros actos sean consecuentes con nuestras buenas
intenciones. Pero mucha gente no quiere asumir las
responsabilidades que le corresponden y prefiere descargarse de
ellas.

—Es curioso que digas eso, Simeón —dijo la
enfermera—. Al principio de mi carrera, trabajé un
par de años en la planta de psiquiatría de un gran
hospital. Una de las cosas que descubrí rápidamente
fue que la gente con problemas psicológicos padece con
frecuencia de «trastornos de la responsabilidad». Los
neuróticos asumen demasiada responsabilidad y creen que
todo lo que pasa es culpa suya. «Mi marido es un borracho
porque soy una mala esposa», o «Mi hijo fuma porros
porque he fracasado como padre», o «El tiempo es malo
porque no dije mis oraciones esta mañana». Por otro
lado, la gente con problemas de trastornos del carácter,
generalmente asume demasiada poca responsabilidad sobre sus
actos. Dan por sentado que todo lo que va mal es por culpa de
otro. «Mi hijo tiene problemas en la escuela porque los
profesores son infectos», o «No puedo ascender en la
empresa porque le caigo mal al jefe», o «Yo soy un
borracho porque mi padre también lo era». Y luego
tenemos los que están entre dos aguas,
caracterópatas—neuróticos, que unas veces
asumen demasiada responsabilidad y otras demasiado poca.

—¿Tú dirías que hoy en día
vivimos en una sociedad más aquejada de neurosis que de
trastornos del carácter, Kim? —indagó el
profesor.

Antes de que pudiera contestar, el sargento intervino:
—¿Estás de broma? —dijo casi
gritando—, ¡en Estados Unidos
tenemos tantos trastornos del carácter que somos el
hazmerreír de todo el mundo! Nadie quiere aceptar nunca
responsabilidades de nada. ¿Es que no os acordáis
de lo del alcalde de Washington, ese que filmaron en vídeo
fumando crack y dijo que era todo un complot racista? ¿Y
que me decís de esa mujer que ahogó a sus dos hijos
en el asiento trasero del coche, precipitándolo a un lago,
y lo justificó diciendo que, de niña, había
sido sometida a abusos deshonestos? ¿Y los chicos de la
costa este que mataron a tiros a sus padres y esgrimieron
también la «excusa del abuso»? ¿Y los
fumadores que demandan a las compañías de tabaco,
echándoles la culpa de su dependencia de los cigarrillos?
¿Y la «vidente» que demandó al hospital
porque su TAC arruinó sus habilidades paranormales y por
lo tanto su futuro potencial económico? Por no hablar de
ese trabajador contratado por el ayuntamiento de San Francisco
que les pegó un tiro al alcalde y al gerente
municipal e invocó la defensa Twinkie… ¡Dijo que
se encontraba en un estado de demencia transitoria debido a una
ingesta excesiva de azúcar
en comida basura!
¿Qué ha sido de la responsabilidad personal en esta
sociedad?

—Creo —continuó el profesor— que uno
de los problemas es que en este país nos hemos pasado un
poco con lo de Sigmund Freud.
Aunque el trabajo de Freud supuso una
enorme contribución al campo de la psiquiatría, y
hemos de estarle agradecidos, plantó también las
semillas del determinismo, que le ha proporcionado a nuestra
sociedad todo tipo de excusas para justificar malos
comportamientos, permitiéndonos evitar la asunción
de las responsabilidades de nuestras acciones.

—¿Podrías explicar qué es
«determinismo», Simeón? —le
pregunté.

—Llevado a sus últimas consecuencias, el
determinismo significa que para cada suceso, físico o
mental, existe una causa. Seguir la receta de un bizcocho
sería la causa que previsiblemente produciría un
efecto: el bizcocho. En la fábrica de vidrio donde
tú trabajas, el calentar a determinada temperatura
arena, cenizas y los otros ingredientes que uséis es la
causa que producirá previsiblemente el efecto del vidrio
fundido. De acuerdo con el determinismo estricto, conocidas las
causas físicas o mentales, se puede predecir el efecto de
las mismas.

—Pero —objetó el pastor—, si damos
eso por bueno, llegamos a una paradoja en lo que se refiere a la
creación del mundo, ¿o no? Quiero decir que si nos
remontamos al primer momento del tiempo, a la fracción de
segundo que precedió al Big Bang,
¿qué podría explicar esa causa primera?
¿Qué fue lo que creó ese primer átomo de
helio, hidrógeno o lo que sea? La paradoja es que
en algún punto de esa cadena de sucesos, hubo algo que
tuvo que venir de la nada. y nosotros, los tipos religiosos,
creemos que esa primera causa fue Dios.

El sargento masculló: —y tú no puedes
dejar pasar un día sin sermón, ¿verdad,
predicador?

—Tienes razón, Lee, la ciencia
nunca ha podido resolver de forma satisfactoria esta paradoja de
la causa primera —continuó el profesor—. Pero
el determinismo, para cada efecto existe una causa, se ha
considerado generalmente válido para todos los sucesos
físicos, aunque incluso esto ha sido puesto en tela de
juicio con las últimas teorías científicas.
En cualquier caso Freud decidió dar un paso más en
este sentido, aplicando este mismo principio a la voluntad
humana. Freud mantiene que, en lo fundamental, los seres humanos
no tienen posibilidad de elección, y que el libre
albedrío no es más que una ilusión.
Según él, nuestras elecciones y nuestros actos
están determinadas por fuerzas del inconsciente que nunca
podemos conocer del todo. Freud afirmaba que, si tenemos un
conocimiento
suficiente de la herencia y el
ambiente de alguien, podemos hacer una predicción bastante
acertada de su comportamiento, incluidas las elecciones
personales que puede hacer. Sus teorías asestaron un golpe
tremendo al concepto de libre albedrío.

La directora de escuela añadió: —El
determinismo genético me permite echarle la culpa al
abuelo por mis desastrosos genes, que explican por qué soy
un borracho; el determinismo psíquico me permite echarle
la culpa a mis padres por mi desgraciada infancia, la
cual, por supuesto, me lleva a hacer siempre las peores
elecciones en mi vida; el determinismo ambiental me permite
echarle la culpa a mi jefe por hacer que la calidad de mi
vida laboral sea tan
lamentable, lo cual explica por qué me porto tan mal en el
trabajo! Así que tengo miles de excusas para mi
comportamiento. ¿A que es fantástico?

—La vieja naturaleza contra el argumento cultural
—comentó la enfermera—. Creo que hemos
aprendido que, aunque los genes y el ambiente tengan un efecto en
nosotros, seguimos siendo libres de hacer nuestras propias
elecciones. No hay más que fijarse en los hermanos
gemelos. Nacen del mismo óvulo, así que tienen los
mismos genes: naturaleza. Ambos crecen en el mismo hogar, al
mismo tiempo: cultura. y sin
embargo son dos personas distintas.

—¿Y qué me dices de esas hermanas siamesas
que salieron en uno de los últimos números de la
revista
Life? ¿Visteis alguno el artículo?
—preguntó el sargento.

—Creo que ahora se les llama gemelos conjuntos,
Greg —le corrigió el pastor.

—Bueno, lo que sea —continuó el
sargento—. El caso es que esas hermanas siamesas
compartían el cuerpo, pero tenían dos cabezas
completamente separadas. Lo realmente asombroso es que las dos
niñas tenían personalidades muy distintas, con
distintos gustos y manías, distintos comportamientos, y
todo eso. Hasta sus padres decían que, aparte de compartir
un tronco, eran dos personas completamente distintas.

—Aquí —insistió la enfermera—
tenemos otra vez los mismos genes y el mismo "ambiente, y sin
embargo gente distinta.

Simeón siguió diciendo:

—Son unos ejemplos fantásticos. Creo que os va a
encantar este poema que os he traído. Es uno de mis
favoritos, de autor desconocido, y se titula: «Nueva
visión del determinismo», dice así:

Pedí hora al psiquiatra, para que me aclarara por
qué aticé a mi novia y le partí la
cara.

Me tumbó en su diván para ver qué
encontraba y encontró lo siguiente tras mucho hurgar en mi
profundo subconsciente: cuando tenía un año,
mamá encerró mi osito en la maleta,

y en consecuencia soy un borracho majareta.

A los dos años vi a papá besando a la
doncella lo cual explica mi gran
«cleptomanía».

A los tres años, con mis hermanos sufría
ambivalencia ¡Por eso mismo trato a mis novias con violencia!
Ahora ya soy feliz porque me han dicho

¡Que siempre es culpa de otro, aunque sea un mal
bicho!

¡Eh, libido! ¡Echa las campanas al vuelo, por
el bueno de Freud!

La única que no se reía era la entrenadora,
así que le pregunté:

—No parece convencerte mucho todo esto, Chris.
¿Qué es lo que te preocupa?

—No estoy tan segura de que tengamos tanta libertad de
elegir. Por ejemplo, hay estudios que muestran sin lugar a dudas
que los alcohólicos tienen más posibilidades de
tener hijos alcohólicos. ¿Y no es el alcoholismo
una enfermedad? ¿Cómo podéis decir que es
algo que se elige?

—Buena pregunta, Chris —replicó el
profesor—. Yo vengo de una familia muy afectada por el
alcohol, y
sé que tengo cierta predisposición hacia el
alcohol, y que tengo que tener mucho cuidado con ello. De hecho,
entre los veintitantos y los treinta y tantos el alcohol se
llevó casi lo mejor de mi vida. Pero aunque yo pueda tener
una predisposición a ese problema, ¿tiene
algún sentido atribuirle a mi padre o a mi abuelo la
responsabilidad de que yo sea un bebedor? Yo soy el que decide
tomar esa primera copa.

Tenía ganas de decir algo, así que
añadí: —Hace poco asistí a un curso
sobre ética
empresarial para ejecutivos, donde se nos hizo ver que la
palabra «responsabilidad» contiene el término
«habilidad» y el término
«responder», significa capacidad para responder. En
el curso aprendimos que estamos sometidos a todo tipo de
estímulos: facturas, malos jefes, problemas conyugales,
problemas con los empleados, problemas con los hijos, problemas
con los vecinos, problemas con todo. No podemos evitar esos
problemas, pero, como seres humanos, tenemos la capacidad de
elegir la respuesta que les damos.

—De hecho —dijo el profesor hablando más
deprisa—, la capacidad para escoger nuestra respuesta es
una de las glorias del ser humano. Los animales responden de
acuerdo con su instinto. La guarida que hace un oso de Michigan
es igual que la de un oso de Montana, y el arrendajo azul de Ohio
construye el mismo tipo de nido que el arrendajo azul de Utah. Lo
que quiero decir es que podemos enseñar a Flipper a saltar
a través de un aro en el acuario, pero es difícil
atribuirle el mérito del entrenamiento;
probablemente el delfín ni siquiera se da cuenta de ello,
lo único que sabe es que al final de la exhibición
tendrá la barriga llena de pescado.

El sargento asintió con la cabeza: —Sí,
está el chico que vuelve de Vietnam en una silla de ruedas
y se engancha a la heroína, completamente quemado, y el
que vuelve de Vietnam en una silla de ruedas y se hace jefe del
Departamento de Veteranos. El estímulo es el mismo, pero
no se puede decir que la respuesta también lo sea.

El profesor siguió adelante: —Viktor Frankl,
estoy seguro que algunos habréis oído hablar de
él, escribió un famoso librito titulado El
hombre en busca de sentido
que os recomiendo vivamente.
Frankl era un psiquiatra judío que se educó en la
prestigiosa universidad de
Viena, de la que más tarde fue profesor, la misma
universidad en la que estudió Freud. Frankl fue un
ferviente defensor del determinismo, igual que su ídolo y
mentor, Sigmund Freud. Cuando llegó la guerra, Frankl fue
internado en un campo de concentración durante varios
años, le arrebataron sus bienes,
perdió prácticamente a toda su familia y
padeció terribles experimentos
médicos a manos de los nazis. Sufrió terriblemente,
desde luego el libro no es
muy adecuado para almas sensibles. Pero, en medio de tanto
sufrimiento, aprendió mucho sobre la gente y la naturaleza
humana, y esto le llevó a reconsiderar su postura
respecto al determinismo. Voy a leeros un pasaje de su libro:

Sigmund Freud dijo una vez: «Imaginemos un grupo de
personas obligadas a pasar hambre por igual. A medida que aumente
la imperiosa urgencia de comer, se irán
desdibujando todas las diferencias individuales y en su lugar
aparecerá la expresión uniforme de la única
e inaplazable urgencia». Gracias a Dios, Freud no tuvo
ocasión de conocer los campos de concentración
desde dentro. Sus pacientes están recostados en un muelle
diván de estilo victoriano, y no sobre la basura de
Auschwitz. Pero, en Auschwitz, las «diferencias
individuales» no sólo no se desdibujaban, sino que,
muy al contrario, la gente se diferenciaba cada vez más
porque todos acababan desenmascarándose, los santos y los
cerdos…

El hombre, en última instancia, se determina a
sí mismo. Acaba siendo lo que hace de sí mismo. En
los campos de concentración, por ejemplo, en esos
laboratorios vivos, en esos campos de pruebas fuimos
testigos de cómo algunos de nuestros compañeros se
portaron como santos, mientras que otros se portaban como cerdos.
El hombre
lleva en sí ambas potencialidades, cuál de las dos
actualice depende de sus decisiones, no de las condiciones en que
se encuentre.

Nuestra generación es realista, porque hemos
llegado a conocer al hombre tal como es en realidad.
Después de todo, el hombre es ese ser que inventó
las cámaras de gas de Auschwitz;
y sin embargo, es también ese ser que entró en esas
cámaras de gas llevando la cabeza alta y el
Padrenuestro
o el Shema Yisrael en los labios.

Pasados unos momentos, la directora de escuela dijo en voz
baja:

—¡Anda que menudo cambio de paradigma!
Figúrate un determinista empedernido diciendo: «El
hombre, en última instancia, se determina a sí
mismo y acaba siendo lo que hace de sí mismo», o eso
de que lo que se actualiza en las personas «depende de sus
decisiones, no de las condiciones». Es
increíble.

Durante la sesión de la tarde, Simeón
volvió a insistir sobre la importancia de la
responsabilidad y la elección.

—Quisiera contaros una historia que me pasó
hace unos sesenta años. Yo estaba en sexto grado, y mi
profesor, el señor Caimi, dijo algo que me
impresionó más que ninguna otra cosa que hubiera
oído en mi vida. Los chicos en clase se
estaban quejando porque tenían deberes y el señor
Caimi dijo a voces: «¡Yo no puedo obligaros a hacer
los deberes!». ¡Aquello desde luego nos
pareció sorprendente! Luego siguió diciendo:
«Sólo hay dos cosas en la vida que tenéis que
hacer: Tenéis que morir y tenéis que…».

—¡Pagar los impuestos!
—soltó el sargento. —Exacto, Greg, morir y
pagar los impuestos. Bueno, ¡a mí me pareció
lo más liberador que había oído en mi vida!
¡Menudo chollo! Porque, a ver, yo estaba en sexto grado,
así que lo de morir me parecía muy remoto, y yo no
tenía dinero,
así que lo de los impuestos no iba conmigo. ¡Por fin
libre! Así que de vuelta a casa, era martes, día de
recogida de basura, me dice mi padre: «Hijo, por favor,
saca la basura». Y yo le digo: «Un momento,
papá, que el señor Caimi nos ha dicho hoy que
sólo hay dos cosas en la vida que tenemos que hacer: morir
y pagar impuestos». Nunca olvidaré su respuesta; me
miró y me dijo en voz baja pero muy claro: «Hijo, me
alegro de que aprendáis cosas tan útiles en la
escuela. ¡y ahora, prepara el culo, porque acabas de
decidir que quieres morir!».

Cuando cesaron las risas, el profesor continuó:

—Pero, sabéis, el señor Caimi no dijo toda
la verdad ese día. Hay gente que decide no pagar
impuestos. Mientras estamos aquí hablando, hay gente que
está viviendo en los bosques del noroeste del
Pacífico desde que acabó la guerra del Vietnam. Ni
siquiera usan dinero, no digamos ya lo de pagar impuestos.
Chicos, sólo hay dos cosas que tenéis que hacer en
esta vida, tenéis que morir y tenéis que tomar
decisiones. De eso no hay quien se libre.

—¿Y si decides que pasas de todo y que no haces
ninguna elección, ni tomas ninguna decisión?
—dijo el sargento desafiante.

La directora de escuela contestó: —El
filósofo danés Kierkegaard dijo una vez que no
tomar una decisión ya es una decisión. No hacer una
elección es en sí mismo una elección.

—Bueno, pues entonces, ¿a qué viene tanta
lección sobre la elección y la responsabilidad,
Simeón? —insistió el sargento.

—Recuerda, Greg, dijimos que la vía de la
autoridad y el liderazgo empieza con la voluntad. La voluntad
consiste en las elecciones que hacemos para que nuestros actos
sean consecuentes con nuestras intenciones. Estoy sugiriendo que,
a la postre, todos tenemos que tomar decisiones respecto a
nuestro comportamiento y tenemos que aceptar nuestras
responsabilidades sobre estas decisiones. ¿Vamos a optar
por ser pacientes o por ser impacientes? ¿Por ser amables
o por ser antipáticos? ¿Por escuchar activamente o
por limitarnos a estar callados a la espera de tener
ocasión de hablar? ¿Por ser humildes o por ser
arrogantes? ¿Por ser respetuosos o por ser ofensivos?,
¿generosos o egoístas?, ¿indulgentes o
rencorosos?, ¿honrados o deshonestos?,
¿comprometidos o sólo implicados?

—Sabes, Simeón —dijo el sargento más
tranquilo—, he estado pensando en ese comentario que te
hice, a principios de la semana, sobre el comportamiento de amar
que me parecía antinatural. Lee me llamó la
atención sobre ello y me hizo ver que, de hecho, sí
que elijo comportarme así cuando se trata de gente
importante. Pero, realmente, no es algo que me salga
naturalmente, y me agobio sólo de pensar en intentarlo
también con la tropa. Sencillamente, es que no parece que
esté en la naturaleza humana.

La directora de escuela dio una cita: —La naturaleza
humana es «hacérselo encima» dijo una vez un
experto.

—Bueno, ¡vaya con lo que sale!, ¿de
dónde has sacado eso? —dijo el sargento con voz
cansada.

—Del autor de Un camino sin huellas, un
psiquiatra llamado M. Scott Peck, que da muchas conferencias
—dijo Theresa riéndose—. Suena un poco
grosero, pero creo que ilustra una gran verdad. Al niño
pequeño, sentarse en el orinal le parece lo más
antinatural del mundo. Es mucho más fácil
hacérselo tranquilamente encima. Pero con el tiempo, este
acto antinatural se convierte enseguida en un acto natural, en
cuanto el niño empieza a practicar una autodisciplina y
desarrolla el hábito de usar el orinal.

—Supongo que eso es igualmente válido para
cualquier disciplina —apuntó la enfermera—.
Sea usar el orinal, lavarse los dientes, aprender a leer y a
escribir, y en la práctica para la adquisición de
cualquier destreza, tenemos que disciplinamos para aprender. De
hecho, ahora que lo pienso, la disciplina es enseñamos a
hacer lo que no es natural.

—Fantástico, fantástico
—exclamó el profesor—. Podemos disciplinamos
para hacer lo que es antinatural, hasta que se convierta en algo
natural y habitual. Y todos sabemos que el hombre es un animal de
costumbres. ¿Os habéis fijado en que estáis
sentados exactamente en el mismo sitio que ocupasteis en la
primera sesión del domingo?

—Tienes razón, Simeón —dije,
sintiéndome un poco tonto.

El profesor siguió adelante: —Puede que alguno de
vosotros conozca lo de las cuatro etapas en el desarrollo de
nuevos hábitos o destrezas. Estas etapas se aplican al
aprendizaje de
hábitos buenos y malos, destrezas buenas y malas y
comportamientos buenos y malos. Os diré para animaros que
estas etapas se aplican perfectamente al aprendizaje de nuevas
destrezas para el liderazgo.

Simeón fue hasta la pizarra y escribió:

Primera etapa: Inconsciente e inexperto.

En esta etapa se desconoce el comportamiento o hábito
en cuestión. O sea, antes de que tu madre quiera que
utilices el orinal, antes de haber tomado la primera copa, o de
haber fumado el primer cigarrillo, antes de aprender a esquiar, a
jugar al baloncesto, a
tocar el piano, a escribir a máquina, a leer, a escribir,
antes de lo que sea. Es esa etapa en la que no se es consciente o
no se está interesado en aprender esa nueva destreza en la
que, por supuesto, se es inexperto.

Simeón se volvió a la pizarra y
escribió:

Segunda etapa: Consciente e inexperto.

Esta es la etapa en que eres consciente de un nuevo
comportamiento, pero aún no has desarrollado las destrezas
necesarias. Cuando tu madre empieza a sugerirte utilizar el
orinal; cuando ya has probado el primer cigarrillo o la primera
copa, que tan mal te supo; cuando te has puesto unos
esquís; has intentado encestar la pelota; o te has sentado
al piano o a la máquina de escribir por primera vez. Todo
resulta muy raro, muy antinatural y, tal vez, algo intimidatorio.
Como decías hace un momento, Greg, ahora mismo la idea de
aplicar y practicar esos principio te da un poco de miedo,
precisamente porque estás en esta etapa. Pero, si sigues
con ello, pronto avanzarás a la siguiente etapa.

Simeón se dio la vuelta y escribió:

Tercera etapa: Consciente y experimentado.

En esta etapa ya has adquirido las destrezas y te encuentras
cada vez más a gusto con el nuevo comportamiento o con las
nuevas técnicas.
Esta es la etapa en que el niño ya sólo tiene
algún «accidente» de vez en cuando; cuando los
cigarrillos y el alcohol nos saben bien; cuando lo de esquiar ya
no es tan difícil; cuando alguien con el potencial de
Michael Jordan es todavía consciente de su forma, pero
está empezando a automatizar sus movimientos, y cuando el
mecanógrafo o la pianista ya no tienen que mirar casi
nunca el teclado. En
esta etapa «te estás haciendo con ello».
¿Cuál creéis que es la última etapa
en la evolución del desarrollo de nuevos
hábitos?

—Inconsciente y experto —contestaron tres a la
vez. —Exacto —dijo el profesor, y
escribió:

Cuarta etapa: Inconsciente y experto.

Esta es la etapa en que ya no tienes que volver a pensar en
ello. Cuando lavarte los dientes o usar el baño por la
mañana es la cosa más «natural» del
mundo. Es la etapa final del alcohólico y del fumador
empedernido, cuando prácticamente no son conscientes de su
comportamiento, de su hábito. Es cuando bajar esquiando
por la ladera de una montaña resulta tan natural como
andar por la calle. Esta etapa describe como está Michael
Jordan en la cancha. Muchos comentaristas deportivos han notado
que Michael actúa de manera «inconsciente» en
la cancha, lo cual es una descripción mucho más cercana a la
realidad de 10 que ellos probablemente piensan. Y es que es
cierto, Jordan no tiene que pensar sobre su forma o su estilo,
porque se ha vuelto natural en él. Esta etapa encaja
también con el mecanógrafo experto que va a toda
velocidad, o
con la pianista que no tiene que pensar ya en qué tecla
tiene que dar cada uno de sus dedos. Han conseguido que les
resulte «natural». Greg, esta es la etapa en que los
líderes han conseguido incorporar esos comportamientos a
sus hábitos, a su verdadera naturaleza. Son los
líderes que no tienen que intentar ser buenos
líderes, porque ya son buenos líderes. En esta
etapa un líder no necesita intentar ser buena persona,
porque es buena persona.

—Suena como si estuvieras hablando de conformar un
carácter, Simeón —sugerí yo.

—Exactamente, John —confirmó el
profesor—. El liderazgo no es una cuestión de
personalidad,
posesiones o carisma, sino de lo que tú eres como persona.
Durante una época pensé que el liderazgo era
cuestión de estilo, pero ahora sé que es
cuestión de sustancia, es decir de carácter.

—Sí, si te paras a pensarlo —intervino mi
compañero de habitación—, entre los grandes
líderes se han dado personalidades y estilos muy
diferentes. Pensad en lo diferentes que eran el general Patton y
el General Eisenhower, Vince Lombardi y Tom Landry, Lee Iacocca y
MaryKay, Franklin Roosevelt y Ronald Reagan, o Billy Graham y
Martin Luther King. Sin duda tienen estilos muy distintos, pero
todos son verdaderos líderes. Tienes razón,
Simeón, debe haber algo más que estilo y tire de
rollo en esto.

Simeón añadió: —Las obras de amor y
liderazgo son asunto de carácter. Paciencia,
simpatía, humildad, generosidad, respeto, indulgencia,
honradez y compromiso son aspectos del carácter, o
hábitos, que han de ser desarrollados y madurados si
queremos convertimos en líderes de éxito y
aguantar la prueba del tiempo.

—Siento colocaros otra cita —dijo la directora de
escuela—, pero hay un viejo dicho sobre la causa y el
efecto, que estoy segura de que les gustaría mucho a los
deterministas, y que viene como anillo al dedo: «las ideas
se convierten en actos, los actos en nuestro carácter y
nuestro carácter en nuestro destino».

—Por Dios, Theresa, me encanta —aseguró el
pastor. —Sí, sí, alabemos al Señor
—masculló el sargento, cerrando la
sesión.

CAPÍTULO SIETELos resultados

Todo esfuerzo disciplinado tiene una
recompensa múltiple.

JIM ROHN

Eran las cinco menos diez de la última mañana
que iba a pasar con el profesor y me encontraba en silencio a su
lado.

De pronto se dio la vuelta hacia mí y me
preguntó: —De todas las cosas que has aprendido esta
semana, ¿cuál te parece la más importante,
John?

—No estoy seguro, pero creo que el verbo
«amar» tiene algo que ver con ella
—repliqué de inmediato.

—Has aprendido bien, John. Hace mucho tiempo
había un letrado, solían llamarlos escribas, que
preguntó a Jesús cuál era el mandamiento
más importante del judaísmo. Tienes que entender el
contexto; el judaísmo llevaba siglos de evolución y
todo estaba registrado en miles de rollos, ¡pero este
letrado quería saber sólo una cosa: la más
importante de toda la religión! y Jesús quiso
complacerle. Le dijo simplemente que era amar a Dios y al
prójimo.

—Así pues, ¿amar es incluso más
importante que ir a la iglesia o seguir determinadas reglas?

—He descubierto que, desde luego, estar amparado por una
comunidad amante en el viaje de la vida es importante, pero que
el amor es infinitamente más importante.

Un antiguo y sabio cristiano, llamado Pablo, escribió
hace casi dos milenios que, al final, sólo importaban tres
cosas: fe, esperanza y amor. Creo que si sigues el amor
irás por buen camino, John.

—Sabes, Simeón, no nos has estado predicando ni
has intentado imponer tus creencias religiosas a ninguno de
nosotros. i Yeso que eres un monje! Al principio, cuando
llegué aquí, estaba asustado de que me
sermonearan.

—Creo que fue Agustín quien dijo que debemos
predicar el Evangelio allá donde vayamos y usar las
palabras sólo cuando es necesario.

—Sí, bueno, me figuro que realmente no necesitas
palabras. Tu vida es un ejemplo para todos nosotros. Quiero decir
que eres un modelo de generosidad, dejándolo todo para
venir aquí a servir…

—Muy al contrario, John. Son muchas las razones
egoístas por las que decidí servir y vivir
aquí. El servicio, el sacrificio personal y la obediencia
al abad y a las órdenes obran maravillas en mi naturaleza
tan egotista. Cuanto más consigo rebajar mi ego y mi
soberbia, más gozo tengo en la vida. John, ¡mi gozo
es absolutamente inefable y estoy aquí egoístamente
tratando de conseguir más!

—Desearía tener una fe como la tuya,
Simeón. Pero la fe, el liderazgo, el amor y todas esas
cosas de las que hemos hablado esta semana son muy naturales para
ti, pero tan difíciles para mí…

—Recuerda, John, las cosas no son siempre lo que
parecen. Al principio a mí también esas cosas me
eran extrañas y difíciles. Sólo Dios sabe lo
que he luchado, y sigo luchando hoy en día para negarme a
mí mismo y dar lo mejor de mí a los demás.
Pero he de admitir que ahora me resulta más fácil
porque tengo ya el hábito adquirido y no tengo que pensar
en ello. Y Jesús me ha ayudado en esta vía.

—Bueno, por eso preguntaba. Puedo aceptar que
estés convencido de que Jesús te ayuda. Pero
supongo que necesitaría una prueba algo más
sólida. Desgraciadamente para mí, tú no
puedes probar la existencia de Dios.

—Tienes razón, John. Yo no puedo demostrarte
empíricamente la existencia de Dios, del mismo modo que
tú no puedes demostrarme empíricamente que Dios no
existe. Y sin embargo veo la evidencia de Dios allá donde
ponga los ojos. Tú ves un mundo diferente cuando miras a
tu alrededor. Acuérdate de lo que hablamos uno de estos
días, no vemos el mundo como es, vemos el mundo como
somos.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente 

Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

Categorias
Newsletter