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La "argentinización" de la economía mundial (página 10)




Enviado por Ricardo Lomoro



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En cualquier caso, los temores de Meltzer (autor de la primera
historia de la
Fed de 800 páginas) son compartidos por otros economistas.
Es el caso de John Brynjolfsson, jefe oficial de inversiones de
los fondos de cobertura blindados Wolf en Aliso Viejo,
California. En su opinión, la Reserva federal se encuentra
aún en las primeras etapas de sus esfuerzos por inflar la
economía.

Según dijo Brynjolfsson el pasado 6 de abril en una
entrevista en
Bloomberg Televisión "tenemos al menos nueve indicios
de que nos espera" un periodo en el que podríamos alcanzar
"una inflación de dos dígitos".

Meltzer señala que la presión
política
tratará de evitar que Bernanke y su equipo se decidan a
retirar liquidez del mercado con la
suficiente rapidez a medida que la economía se recupera.
Algo parecido, dice Meltzer a lo que sucedió en la
década de los 70. Entonces, El presidente de la Fed Arthur
Burns permitió un excesivo crecimiento de la oferta
monetaria porque no pudo o no quiso resistir a la presión
del Presidente Nixon, empeñado en bajar el desempleo, lo que
condujo a "la gran inflación".

"En cambio, ahora
Bernanke y los demás encargados de formular políticas
han desperdiciado su independencia
por participar en los rescates financieros de empresas y la
adopción a
largo plazo de activos no
líquidos en sus balances", dice Meltzer ya que "no tienen
la capacidad política de para controlar la
inflación".

John Ryding, fundador de RDQ Economía LLC en Nueva York
y ex economista de la Reserva Federal, por su parte,
señala que existen indicios de que "los estímulos
de la Fed, combinado con los esfuerzos de los otros bancos centrales
y los gobiernos en otras partes del mundo, incluida China,
está comenzando a levantar los precios de
algunos commodities".

– Abandonar la expansión monetaria (Expansión –
13/4/09)

(Por Financial Times)

Como apuntó el periodista británico Malcolm
Muggeridge, pocos hombres de acción
consiguen salir airosos de determinadas circunstancias y en el
momento adecuado. Lo mismo podría decirse incluso del
más enérgico de los bancos centrales.

Después de haber entrado en una zona de
expansión monetaria cuantitativa (QE, en sus siglas en
inglés)
los inversores se preguntan cada vez con más frecuencia
cómo lograrán salir de ésta los bancos
centrales, si es que realmente lo consiguen.

Una de las funciones menos
conocidas de la QE consiste en secundar la financiación de
los gobiernos. La compra de bonos
gubernamentales supone una ayuda directa a la financiación
del déficit. Establecer un límite a los tipos de
interés
también reduce los costes de los servicios de
deuda
pública. Hasta ahora, los bancos centrales han hecho
un buen uso de esta política, ayudados por la banca comercial,
sometida a un mayor control estatal,
y también importante compradora de bonos del gobierno.

Desde septiembre, el sistema bancario
nipón, incluido su banco central, ha
comprado 15 billones de yenes (0,11 billones de euros) en bonos
del estado, lo que
cubre las necesidades inmediatas de financiación de
Japón.
El Banco de Inglaterra ha
comprado hasta ahora 25.000 millones de libras (27.840 millones
de euros) de bonos estatales y los bancos comerciales
británicos otros 20.000 millones de libras.

En EEUU, las ayudas a la banca aprobadas hasta el momento han
elevado ya el balance de la Fed hasta los 2 billones de
dólares. En cuanto al Banco Central Europeo, aunque
todavía no está practicando la expansión
monetaria, los bancos comerciales de la eurozona han comprado
aproximadamente 110.000 millones de euros de bonos del estado, lo
que según Andrew Hunt Economics supone una cuarta parte de
las necesidades de endeudamiento de la zona.

Aun así ¿qué ocurrirá cuando las
economías se recuperen? Para invertir el orden de la QE,
los bancos centrales y seguramente los comerciales,
tendrán que reducir sus balances volviendo a vender los
bonos. Aumentarán la rentabilidad
de los bonos y los tipos de interés. Para compensar el
aumento del coste de los préstamos, los gobiernos
tendrán que recortar drásticamente el gasto, como
hizo Japón en 2006 cuando abandonó el QE por
última vez.

Las economías se enfrentarán entonces a un doble
ajuste, provocado por el aumento de los tipos de interés y
el recorte del gasto gubernamental, lo que aumenta las
probabilidades de un descenso de la actividad económica al
no haberse logrado una recuperación de la recesión
– a menos que los bancos centrales apliquen estos ajustes. Pero
entonces la inflación entraría en escena. Cuando
una puerta se cierra, otra se abre.

(The Financial Times Limited 2009. All Rights Reserved)

Correlación histórica con el "caso" argentino
(Alarmantes coincidencias)

(1958) El líder
de la Unión Cívica Radical Intransigente (UCRI),
Arturo Frondizi, entendió con claridad que la llave del
éxito
era -además de negociar con Perón
mostrarse como un político racional frente a tanta
sinrazón que animaba al antagonismo peronismo-antiperonismo.

La campaña electoral fue una rara alquimia, que
combinó su retórica antiimperialista con su
adhesión a las posturas de la Iglesia y una
negociación con Perón, para que
volcara su caudal de votos a su favor. La poción fue
exitosa; en febrero de 1958, con Alejandro Gómez como
candidato a vicepresidente, ganó las elecciones nacionales
con 4.050.000 votos, contra 2.416.000 de Balbín (UCRP) y
unos 700.000 votos en blanco, básicamente de aquellos
justicialistas que no habían aceptado el acuerdo para
votar a Frondizi.

El gobierno de la "Revolución
Libertadora" cerraba así su ciclo sin demasiado que
festejar. El peronismo seguía vivo. La economía
había crecido a buen ritmo considerando las
circunstancias, pero de un modo errático, sin un proyecto
definido. A pesar de la retórica antiestatista se
habían incorporado 60.000 nuevos empleados
públicos; el poder
adquisitivo del salario
había permanecido estancado y las reservas internacionales
seguían siendo bajas.

Tanto Frondizi como Rogelio Frigerio (un ministro sin cartera
que siempre estaría a su lado asesorándolo en
materia
económica) habían desarrollado una profunda
crítica
del modelo
económico agroexportador y de algunos rasgos del
industrialismo peronista. En su visión, el primero era
inviable por los desequilibrios externos resultantes de la
insuficiencia crónica de los recursos
provenientes de las exportaciones
agropecuarias y el segundo estaba atado a un permanente
estímulo de la demanda
interna y al subsidio estatal, promoviendo un desarrollo de
la industria
liviana que tampoco era capaz de producir suficientes saldos
exportables.

Esta estructura
productiva mantenía al país en un estado de
subdesarrollo
concepto clave
de los debates de la época- que se agravaba con el
transcurso del tiempo.

Aunque la estrategia
electoral del líder de la UCRI fue exitosa, a la hora de
gobernar todo el ecléctico entramado político
utilizado para escalar hasta la cima del poder comenzó a
crujir, reclamando del presidente acciones
antagónicas entre sí e inconsistentes con una
dirección unívoca de su proyecto y,
en especial, con los pasos tácticos -muchas veces
zigzagueantes- que el Primer Mandatario emprendía.

El gabinete de Frondizi reflejaba el ascenso de una nueva
elite de clase media.
El pensamiento
desarrollista, surgido de un ambiente
académico que debatía las políticas
keynesianas, las del llamado socialismo real y
el estructuralismo latinoamericano, estaba a favor de
la sustitución de importaciones que
había encarado el segundo gobierno de Perón, pero
las consideraba incompletas.

Al igual que Perón, el nuevo presidente creía
que el Estado
tenía un rol central en la programación estratégica del
desarrollo
económico. La diferencia radicaba en los límites
que el desarrollismo le trazaba a esa intervención
estatal.

Para el desarrollismo, las medidas necesarias para cambiar la
estructura económica que impedía el crecimiento del
país eran: fomentar y orientar el ahorro
interno; estimular el ingreso de capital
internacional público y privado; establecer un
régimen de prioridades de las inversiones, a fin de
canalizarlas hacia la industria pesada e infraestructura
económica; sustituir importaciones y diversificar y
fomentar las exportaciones; explorar la posibilidad de abrir
nuevos mercados externos
y negociar por la eliminación de las discriminaciones
comerciales que los países desarrollados imponían a
los periféricos.

La estrategia desarrollista era crítica de la
tradicional división internacional del trabajo a la
que las viejas elites seguían adhiriendo. No podía
ser de otro modo porque:

(.) una sociedad que
se desarrolla principalmente a través del crecimiento de
la industria, reduce continuamente la importancia y el poder
social de la oligarquía terrateniente y, en cambio,
produce un aumento correlativo de la significación de los
nuevos grupos de poder
ligados a la industria.

En este punto era previsible la reacción del
pequeño pero poderoso núcleo social que ya
había presionado para que Aramburu desconociera las
elecciones de 1958.

Otro punto álgido era que la agricultura
estaba en gran medida ausente en la agenda económica de
corto plazo del desarrollismo.

Además, la lógica
internacional indicaba que la tendencia proteccionista de los
mercados importadores -como el naciente Mercado Común
Europeo- no otorgaba perspectivas favorables, en el corto plazo,
para colocar la producción agropecuaria.

Por lo tanto -como señalan Escudé y Cisneros-,
la propuesta desarrollista consistía en generar un
complejo industrial integrado, dando especial impulso a sectores
tales como la siderurgia, química, celulosa y
papel, maquinarias, equipos y otros similares. En síntesis,
debía seguirse una política de explotación
plena de los recursos
naturales, en donde era absolutamente prioritario incrementar
la producción doméstica de petróleo y gas natural,
indispensable para reducir la dependencia de las importaciones de
esos recursos y direccionar las escasas inversiones hacia la
industria petroquímica y química. Junto con
ello, el plan estipulaba
que debían expandirse elementos clave de la
infraestructura económica, tales como la red de transporte
vial y los aeropuertos.

El objetivo final
era crear las condiciones para que la industria contara con un
mercado suficientemente grande y unificado a nivel nacional. Por
eso era primordial una expansión armoniosa de todas las
regiones del país, que permitiera el desarrollo y la
integración de la economía
nacional.

Un instrumento clave para esta tarea fue la creación
del Consejo Nacional de Desarrollo (CONADE).

Casi en una soledad "rivadaviana", Frondizi encaró
semejante empresa en medio
de la difícil coyuntura político-económica
en que se hallaban inmersos el país y la propia gestión
gubernamental.

Las acusaciones de la existencia de un acuerdo secreto entre
Perón y Frondizi eran constantes y el ejército
pronto hizo saber al Presidente que Frigerio era mal visto por
sus tendencias izquierdistas y su nula trayectoria partidaria, ya
que no estaba atado a compromiso alguno. Acusando recibo, el
Presidente desalojó al secretario, sólo para
reubicarlo en su círculo más íntimo, aunque
sin cargo alguno.

El aumento salarial alimentó una
política
fiscal expansiva. En ese primer año de administración los gastos del
Gobierno Nacional aumentaron un 121% y la mitad de ellos quedaron
sin financiamiento
a través de los ingresos
corrientes, llevando el déficit del sector
público a un alarmante 9% del PIB. El
desequilibrio en el presupuesto se
financió con una fuerte emisión monetaria y
endeudamiento interno y externo. La inflación se
empinó alcanzando un 32% en el año. La persistencia
de un saldo comercial negativo entre importaciones y
exportaciones y alguna salida de capitales provocaron un descenso
de las reservas internacionales al crítico nivel de 133
millones de dólares. A pesar de estos remezones, la
economía creció un modesto 3%, una importante
desaceleración respecto del 5% que se había
expandido en 1957.

Acosado tanto en el frente político como en el
económico, el gobierno estaba en una encrucijada,
así que decidió dar el paso trascendental de pedir
ayuda al Fondo Monetario
Internacional. Las negociaciones se desarrollaron en secreto
y en diciembre de 1958 se envió la primera parte del
programa
económico a cambio de un préstamo de 75 millones de
dólares. El acuerdo también se mantuvo fuera del
conocimiento
del público por casi seis meses.

En su inagotable astucia, Frondizi presentó en sociedad
la nueva política como un Plan de Estabilización y
Desarrollo, pero fue sincero en anunciar que se venían
tiempos duros por delante.

El plan contemplaba diversas medidas de contención del
gasto
público, un aumento del 150% en las tarifas
ferroviarias y del resto del transporte público,
racionalización de esos servicios, eliminación de
operaciones
antieconómicas, aumento de tarifas eléctricas,
liberación y unificación del mercado de cambios,
derechos
aduaneros sobre las exportaciones (retenciones) y aumento de
derechos de importación para productos
suntuarios.

La unificación y liberación del tipo de cambio
se tradujo en una fuerte devaluación -del orden del 50%-
favorecedora del sector tradicional agroexportador, sobre el cual
se aplicaron retenciones del 10% al 20%; se subieron los aranceles de
importación, que iban del 20% al 300% según los
rubros; se incrementaron los impuestos
internos; se lanzó un plan para combatir la evasión
fiscal y se
liberaron los precios, que sólo se mantuvieron fijos para
algunos artículos básicos de la canasta
familiar.

(1959) Hasta mediados de 1959 la situación
económica seguía bastante fuera de control,
así que el presidente decidió dar otro gran golpe
de timón y nombró a Álvaro Alsogaray como
ministro de Economía. Alsogaray había sido
candidato presidencial en las elecciones del año anterior
en representación de la Unión Cívica
Independiente, un partido de orientación liberal que
había recibido escaso caudal de votos.

Como es de imaginar, la incorporación de Alsogaray
generó otra gran decepción más en las filas
desarrollistas. El nuevo ministro permaneció 22 meses en
el cargo, hasta que un buen día Frondizi le pidió
la renuncia. Años después, cuando en una entrevista
le preguntaron sobre las causas del despido del ministro, el ex
presidente dijo: "Alsogaray todavía se está
preguntando por qué lo saqué, por qué le
pedí la renuncia. Es muy fácil explicar por
qué lo saqué. Lo que me resulta muy difícil
es explicar por qué lo nombré".

Alsogaray fue en realidad el encargado de aplicar el programa
acordado con el FMI. En esa
época acuñó con gesto adusto la famosa frase
de "hay que pasar el invierno". Posiblemente nunca imaginó
cuanta vigencia tendría a lo largo de los años.

El gobierno calculaba que en dos años
comenzarían a verse los primeros resultados del sacrificio
que le estaba imponiendo a la población.

En diciembre de 1958 se sancionaron las leyes 14.780 de
Radicación de Capitales -que permitía remitir
ganancias al exterior y equiparaba en el trato al capital local y
al extranjero- y 14.781 de Promoción Industrial. Esto, junto con el
crédito
por 75 millones de dólares del FMI y las reformas a las
que estaba condicionado, encendieron la alarma de los
nacionalistas.

La combinación entre pérdida del poder
adquisitivo del salario en 1959 y las acusaciones de
"entreguismo" de los grupos nacionalistas y de izquierda que
rechazaban la intervención del capital extranjero -sobre
todo en el área petrolera- generaron un cortocircuito que
Frondizi enfrentó endureciendo su postura con los sindicatos y
manteniendo su política de apertura.

Luego de una corta luna de miel, la resistencia
peronista se acentuó cuando el gobierno congeló por
un año los convenios colectivos ya pactados. Las huelgas
estallaron.

Enfrentado con los sindicatos, Frondizi utilizó la
fuerza
pública para terminar con la ocupación del
frigorífico estatal Lisandro de la Torre. El Presidente
rompía, de este modo, el acuerdo básico con el
peronismo al recostarse sobre el Ejército para la tarea
represora y en las grandes empresas para obtener oxígeno
para su proyecto.

Pese a los lineamientos del plan, por
primera vez en el siglo la Argentina mostró en 1959 una
inflación de tres dígitos, 114% -índice al
que la carne aportó un 225% de aumento- y la
economía se contrajo un 6,1 por ciento.

Los "planteos" militares -cerca de 40 hasta el golpe final- se
sucedían sin solución de continuidad mientras los
sindicatos paralizaban prolongadamente actividades centrales,
como el caso de la huelga
bancaria, que duró más de dos meses.

(1974) (Gobierno de Perón) El congelamiento de
precios y salarios
comenzó a trastabillar. Aparecieron el desabastecimiento y
el mercado negro, lo que encareció la canasta familiar y
dio pie a presiones sindicales por demandas salariales, activando
el juego perverso
de la inflación. Así, en marzo de 1974 -varios
meses antes de lo pactado- se acordó un aumento del 30% en
los salarios mínimos y del 13% en el resto de las remuneraciones.

En junio de 1974 el gobierno logró la sanción de
la denominada Ley de
Abastecimiento, que le otorgaba atribuciones en materia de
fijación de precios, control de prácticas
monopólicas y otras regulaciones sobre el mercado de
bienes y
servicios. Con el correr de los años esta
legislación habría de ser utilizada en numerosas
oportunidades.

El control de cambios también se resquebrajó,
dando lugar a un intenso mercado negro o paralelo y a
exportaciones no registradas que probablemente llegaron a
representar alrededor de la quinta parte de las ventas
externas totales. Un número creciente de exportadores
evitaba de este modo ingresar las divisas a un tipo
de cambio oficial que era un tercio de la cotización real
en el mercado.

Pasado el "shock", el crecimiento -logrado con base en la
utilización de capacidad ociosa instalada- requería
de un aumento de la inversión. Alarmado por la situación
política, el sector privado disminuyó de manera
importante sus proyectos,
mientras el sector público, procurando evitar la
recesión, desplegaba un importante plan de obra
pública, orientado fundamentalmente a la construcción de viviendas.

El ministro de Economía también procuró
activar nuevos mercados externos y -con el viejo precepto de la
"Tercera Posición"- emprendió una importante
gestión en Cuba
-bloqueada comercialmente por los Estados Unidos
la Unión Soviética, Polonia, Hungría y
Checoslovaquia, países con los que se acordaron créditos y cooperación
científica y tecnológica. Indudablemente, esto
acentuó tanto la desconfianza del gobierno estadounidense
como la de una parte importante del empresariado local.

Por añadidura, la confrontación política
no cejaba. En el acto del 1º de mayo de 1974 Perón
virtualmente "echó" a las "formaciones especiales"
-eufemismo con el que había bautizado a las organizaciones
armadas- del multitudinario acto de la Plaza de Mayo. Unos
días más tarde, el 1º de julio,
fallecía.

La orfandad nacional que produjo su deceso en millones de
argentinos fue tan profunda como el caos político,
económico e institucional en el que se sumió la
Argentina. No sólo moría el líder venerado
por muchos durante tantos años, se iba con él la
posibilidad de evitar la licuación por
centrifugación del sistema
político nacional.

Todo el mundo era consciente de la incapacidad de María
Estela Martínez de Perón ("Isabel") para manejar la
situación, aunque no tanto de su fuerte adhesión a
un sector de ultraderecha llamado a desatar una situación
terminal en pocos meses.

En octubre de 1974 este sector logró el desplazamiento
de Gelbard y con él concluyó un ensayo, tal
vez un tanto utópico, de armonizar equidad
distributiva con crecimiento
económico. El país había perdido otra
oportunidad.

La cabeza visible de la ultraderecha en el gobierno era
José López Rega, un ex cabo de policía,
rodeado de un halo de esoterismo y devenido en secretario privado
de Perón, desde su exilio en Madrid.
Él constituyó su base de operaciones en el
Ministerio de Bienestar Social. Desde allí creó la
Triple A (Alianza Anticomunista Argentina), un grupo
paramilitar ultraderechista que sería el encargado de
liquidar a la "subversión", encuadrado en el viraje
autoritario del nuevo gobierno.

Como parte de la nueva etapa, el gobierno convocó a los
militares a que abandonaran su "profesionalismo" para
involucrarse en el apoyo político al nuevo gobierno.

En el área económica el giro completo a la
derecha era difícil, porque implicaba una
confrontación abierta con los sindicatos, cuya postura era
cada vez más distante del gobierno.

Para zanjar la situación, "Isabel" Perón
nombró como ministro de Economía a Alfredo
Gómez Morales, un veterano cuadro del peronismo que
había sido ministro de Finanzas entre
1949 y 1952, es decir en la etapa en que Perón
había intentado modificar el rumbo económico de su
gobierno. Gómez Morales adscribía a un enfoque
más ortodoxo que Gelbard, pero era esencialmente un
moderado que gozaba de respeto tanto
dentro como fuera del justicialismo. Se trataba de un hombre ideal
para calmar los ánimos y durante algunos meses lo
logró.

El nuevo ministro comenzó una gestión para
obtener del FMI un crédito internacional "stand by" que no
llegaría, mientras intentaba establecer nuevos acuerdos de
precios y salarios, con retoques moderados.

El sistema económico había acumulado tensiones
por obra del Pacto Social que -aunque roto en la práctica-
seguía vigente, junto con el sostenimiento de un tipo de
cambio fijo, que terminó revalorizando el peso frete al
dólar.

El "Pacto Social" entre la CGT y la CGE volvió a
reeditarse el 1º de noviembre de 1974. En el mismo se
acodaba un aumento salarial y beneficios sociales adicionales, lo
que aun así no alcanzaba para cubrir las expectativas del
sector sindical, que propuso a Isabel Perón la
"argentinización" de la economía. Esto
incluía la nacionalización de bancos que
habían sido adquiridos por capitales extranjeros durante
el onganiato; la anulación de contratos con ITT
y Siemens para proveer a la empresa
nacional de teléfonos (ENTEL) y la nacionalización
de estaciones de servicio de
Esso y Shell.

A estas alturas la confusión era mayúscula, pero
la economía todavía se sostenía en pie.
Impulsado por el consumo y un
nuevo aumento de las exportaciones, en 1974 el producto bruto
interno creció un inesperado 6%. Pero como
también las importaciones habían aumentado -en
parte alentadas por el atraso cambiario- el saldo comercial se
había deteriorado abruptamente y, junto con el proceso de
salida neta o fuga de capitales, empujaba hacia abajo las
reservas. Las presiones para que el gobierno devaluara la moneda
eran crecientes.

En medio de la turbulencia, los aumentos
salariales le habían ganado la carrera a los precios, que
ese año "sólo" se habían incrementado un
24%. Así, el salario real tuvo un alza del 25% y la
participación de los asalariados en el ingreso nacional
alcanzó al 47%, uno de los puntos más altos de la
historia, aunque poco habría de durar.

El déficit fiscal del Gobierno
Nacional superó ligeramente el elevado nivel del
año anterior y fue financiado en gran parte con
emisión monetaria. En medio del descontrol y las luchas
por el poder se incorporaron casi 102.000 nuevos agentes
públicos.

La desequilibrada situación
fiscal impulsó un crecimiento del 33% (1.132 millones de
dólares) en la deuda externa,
inaugurando un vertiginoso sendero ascendente.

La época arrojaba señales
contradictorias. Como si nada ocurriera, un nuevo fenómeno
de consumo tuvo inicios en estos tiempos turbulentos: los
viajes
turísticos de la clase media al exterior, incentivados por
un tipo de cambio artificialmente favorable. Entre agosto de 1974
y el primer trimestre de 1975, los argentinos gastaron alrededor
de 200 millones de dólares fronteras afuera, un 10% de las
reservas.

(1975) El año 1975 fue posiblemente uno de los
peores momentos de la historia
argentina, cuando se combinaron un enfrentamiento completo
entre diversos sectores políticos, un clima de violencia
creciente -con un saldo de centenares de muertos-, la ineptitud
instalada en el máximo nivel de gobierno y la
economía precipitándose al abismo.

El reajuste permanente de precios y
salarios se inició con un aumento de éstos
últimos del orden del 20% en el mes de marzo. En abril se
tornó impostergable devaluar la moneda y el gobierno
corrigió el tipo de cambio de $ 10 a $ 15 por
dólar. Entre enero y mayo los precios aumentaron un 33 por
ciento.

El saldo de la balanza
comercial se deterioraba rápidamente. Las
exportaciones caían por el efecto combinado de las ventas
externas no registradas y el deterioro de los precios de los
"commodities". Las importaciones aumentaban por el tipo de cambio
artificialmente bajo y el aumento del precio del
petróleo.

Para agravar el panorama, el año 1975 presentaba muchos
vencimientos de los compromisos externos. El 25 de marzo, el
presidente del Banco Central, Ricardo Cairoli, advirtió
sobre una peligrosa reducción de las reservas
internacionales del país. Estas habían caído
a la mitad de su nivel de comienzos de año.

Gómez Morales -en viaje a los Estados Unidos-
declaró:

Argentina necesita nuevos créditos para ir compensando
parcialmente el esfuerzo de pagar con toda puntualidad los
servicios de amortización e intereses de la deuda
externa, sobre todo en los próximos tres años. Los
préstamos tenderán a facilitar un mejor
escalonamiento de la deuda, cuyo principal defecto no es su
magnitud, sino la distribución en los cuatro años que
vendrán.

Pese a presentar su "Plan de Coyuntura", la suerte de
Gómez Morales estaba echada. Las exhortaciones del propio
Partido Justicialista y de sus dirigentes no eran escuchadas. El
mercado negro alcanzaba el 40% de las operaciones
comerciales.

La devaluación de marzo se había licuado por el
aumento de precios. Para contener el descontento popular se
abrieron negociaciones colectivas de salarios que
rápidamente se empantanaron.

Finalmente, Gómez Morales
renunció el 2 de junio. Lo sucedió Celestino
Rodrigo, entonces funcionario de López Rega en el
Ministerio de Bienestar Social. Con él la ultraderecha se
apoderó de la situación y produjo uno de los
episodios más traumáticos de la vida
económica y social del país: el
"rodrigazo".

Decidido a "sincerar" las variables,
Rodrigo impulsó una devaluación del 100% que fue
acompañada de un aumento de las naftas del orden del 175%,
de la energía
eléctrica del 76% y del transporte entre un 80% y
120%. La tasa de
interés se elevó un 50 por ciento.

En un primer momento el gobierno intentó suspender las
paritarias y desconocer los acuerdos alcanzados en algunas de
ellas. Pero rápidamente debió desistir de su
propósito frente a una ola de protesta que encontró
unidos en la calle a los sindicatos y las agrupaciones de
izquierda.

La dirigencia cegetista convocó, por primera vez en
toda la historia una huelga general de 48 horas -con
movilización a la Plaza de Mayo- en contra de un gobierno
justicialista. Sin embargo, la CGT declaró que el llamado
a la protesta tenía como objetivo "apoyar a la
presidenta", en contra de López Rega y Rodrigo,
delimitando la pugna interna del débil gobierno.

A raíz de la protesta popular que invadió el
propio Ministerio de Economía y casi lincha a Rodrigo,
comenzó a gestarse un clima de golpismo.

La presión sobre el gobierno precipitó la
renuncia de todo el gabinete y se comenzó a generar un
vacío de poder que iría en aumento. Para disminuir
la tensión, López Rega literalmente huyó del
país bajo la figura de "embajador itinerante".

La gestión de Rodrigo duró
50 días, pero más efímera fue la de su
sucesor, Pedro Bonanni, que en los 23 días que estuvo
apenas llegó a ocupar su despacho.

En julio, los precios aumentaron 35% y
en los doce meses siguientes escalaron una magnitud
hiperinflacionaria: 476 por ciento.

Atemorizados frente al caos, la Presidenta y sus allegados
nombraron en el Ministerio de Economía a Antonio Cafiero,
que contaba con la confianza de las 62 Organizaciones (poderoso
agrupamiento sindical). Lo secundaba Guido Di Tella, como una
señal para que el empresariado no se alarmara más
de lo que estaba. A su gestión se sumó como
ministro de Trabajo otro abogado de las 62, Carlos Ruckauf.

El nuevo equipo económico enfrentaba una
situación crítica en materia fiscal, en el sector
externo y en el terreno de la inflación. Pero,
además, la economía había dejado de crecer y
se precipitaba a una recesión.

Cafiero aumentó considerablemente las asignaciones
familiares y suscribió un "Acta de Compromiso Social
Dinámico" entre empresarios y sindicalistas.

A diferencia de la política de "shock" seguida por su
antecesor, el nuevo ministro optó por un enfoque
gradualista. Una pieza esencial de este esquema fue la
indexación de la economía, un mecanismo que
contemplaba el reajuste por inflación de los precios,
tarifas y otras variables, evitando los escalones bruscos que
habían sido tan traumáticos. Salvo cortos
períodos, la indexación formó parte de la
cultura
económica de los argentinos durante los veinte años
siguientes.

En el campo empresarial, la Unión Industrial Argentina,
la Cámara de
Comercio y la Sociedad Rural Argentina formaron la Asamblea
Permanente de los Grupos Empresariales (APEGE) para hacer frente
a lo que quedaba de la CGE, al sindicalismo
peronista y a la impotencia estatal.

Absolutamente desbordada, Isabel Perón solicitó
licencia en septiembre de 1975 y se mantuvo dos meses alejada del
gobierno. El Poder
Ejecutivo quedó en manos de Ítalo Argentino
Luder, presidente del Senado y un hombre muy respetado dentro del
justicialismo.

Durante este período el gobierno emitió tres
decretos ordenando a las Fuerzas Armadas que intervinieran en la
lucha contra los grupos armados. En ese contexto, el
Ejército concretó en Tucumán el "Operativo
Independencia", un amplio despliegue militar que produjo grandes
bajas en las organizaciones guerrilleras.

A partir del 23 de octubre, un paro ganadero
puso a prueba los reflejos del gobierno. En diciembre de 1975 la
APEGE decidió enfrentarse con los sindicatos,
negándose a cumplir con los aumentos de salarios y las
cargas adicionales. Las amenazas de "paro patronal" (lock out) se
reiteraron e incluso la más oficialista CGE sufrió
la desafiliación de nueve federaciones provinciales, que
veían con malos ojos el avance del sindicalismo.

Casi milagrosamente, Cafiero logró obtener apoyo
externo por parte del FMI que le otorgó un préstamo
de 250 millones de dólares. Pero, naturalmente, no pudo
evitar que la economía cayera un 0,7%, el salario real
descendiera 6% y el déficit del sector público
alcanzara un 13% del PIB, desequilibrio hasta entonces sin
precedentes en la historia argentina.

En un intento desesperado por contener el golpe, el 18 de
diciembre de 1975 el gobierno anunció que el 17 de octubre
del año siguiente tendrían lugar las elecciones
para renovar autoridades nacionales. El anuncio fue recibido con
frialdad y no modificó la conducta de
ninguno de los actores sociales.

(1976) A poco de iniciado 1976, los empresarios de la
APEGE impulsaron con agresividad nunca vista, el "lock out" con
el que venían amenazando. El 2 de febrero la CGE no se
quedó atrás y sus adherentes decidieron la
resistencia al pago de los impuestos y planearon apagones y
cierre de negocios.

El 3 de febrero de 1976, Antonio Cafiero se alejó del
gobierno. A su partida también contribuyó una
campaña de hostigamiento del entorno de Isabel
Perón.

Veinticuatro horas después, el sillón
ministerial fue ocupado por Emilio Mondelli, quien lideraba el
Directorio del Banco Central desde la gestión de Bonanni.
Al llegar, se encontró con que los ingresos eran muy
inferiores a las erogaciones y declaró: "Sin que yo diga
que los argentinos somos los que tenemos la culpa de lo que pasa,
sin buscar culpas ni hacer imputaciones, reconozcamos que no
viene todo de una actitud del
exterior. Estos hechos argentinos han destruido el
crédito".

Mondelli procuró poner en marcha un "Programa de
Emergencia" que incluía un menú clásico:
aumento de salarios, devaluación, aumento de tarifas.
Nadie lo tomó seriamente.

La inflación se realimentaba y
convalidaba con una emisión monetaria imparable,
única manera de hacer frente a las obligaciones
internas de un Estado impotente, vacío de poder e incapaz
de aplicar una política
económica que tuviera mínima coherencia y cuya
deuda externa seguía creciendo.

El golpe se venía planeando desde comienzos de 1975.
Martínez de Hoz en persona
reconocería más tarde que su programa de
económico fue elaborado por miembros de la APEGE desde ese
momento.

Seguramente Isabel Perón no se asombró cuando en
la noche de marzo de 1976, le informaron que había dejado
de ser presidenta. Para la sociedad éste era un final
previsto, que nuevamente fue recibido con extraordinaria
indiferencia.

Una gran parte de los argentinos aceptó y saludó
el golpe militar de 1976. Esta vez sus actores no se
habían apresurado, por el contrario, esperaron hasta que
la situación de desgobierno, violencia y crisis
económica fuera de tal magnitud que su llegada se
recibiera casi con alivio.

Para comandar esta etapa los líderes militares
eligieron al general Jorge Rafael Videla, ex Comandante en Jefe
del Ejército, que gozaba de gran predicamento entre sus
pares. Lo acompañaban en la Junta Militar el almirante
Emilio Massera y el brigadier Orlando Agosti.

El plan que puso en marcha Martínez de Hoz había
sido elaborado por la APEGE y fue expuesto a la población
a través de un extenso discurso de
dos horas y media de duración, que atravesó la
medianoche del 2 de abril de 1976.

Las medidas inmediatas incluían básicamente:
liberación de precios, aumento de tarifas de servicios
públicos y combustibles, reforma impositiva y la
anulación de las negociaciones salariales,
reemplazándolas por un sistema de fijación de
remuneraciones por decisión del gobierno. También
se disponía una importante devaluación -que
llevó al doble el tipo de cambio- y un proceso de
unificación del mercado cambiario.

En el corto plazo, la principal
preocupación seguía siendo la inflación; que
en el mes de marzo había llegado al 38% y su principal
causa era el enorme déficit fiscal, financiado
básicamente con emisión monetaria. El alza de
precios resultante inducía aumentos salariales, generando
una incontrolable espiral ascendente.

La elevada inflación impulsaba
también una fuente adicional de desequilibrio fiscal, dado
que los ingresos percibidos por el Estado no se actualizaban
instantáneamente, en su totalidad, debido a la tasa de
inflación y, en cambio, se debía hacer frente a
gastos que eran mucho más sensibles a los ajustes de
precios y salarios. Además, los contribuyentes
tendían a atrasarse en el cumplimiento de sus obligaciones
fiscales, dado que el régimen de castigos era débil
y encontraban aplicaciones financieras sumamente rentables a
corto plazo para tales recursos.

Frente a esta situación, el gobierno puso en marcha de
manera inmediata una reforma tributaria que gravó la
transferencia de activos financieros (acciones, etc.), los
créditos bancarios, el patrimonio y
la propiedad
inmobiliaria. También se aumentó del 13% al 16% la
tasa del impuesto al valor
agregado y se establecieron ajustes periódicos de las
tarifas de los servicios públicos.

Unos meses después, en agosto de 1976, se
sancionó una nueva Ley de Inversiones Extranjeras, de
dirección opuesta a la establecida en 1973, que facilitaba
y promovía el ingreso de capital externo. Una vez
más, en el corto plazo de tres años, el país
daba un giro completo en un tema crucial.

Paulatinamente, las medidas impulsaron
un descenso de la inflación. En abril los precios se
incrementaron un 33% y en los meses siguientes hasta fin de
año el promedio de aumento fue del 8% mensual. Pero el
año cerró con un 444% de inflación, un nivel
hasta entonces nunca registrado en la historia argentina. La
variable de ajuste de este proceso fue el salario, que en
sólo doce meses perdió el 40% de su capacidad
adquisitiva. Es difícil encontrar asidero teórico a
un esquema de política económica que propugnaba la
libertad de
mercado y liberaba los precios, pero mantenía congelados
los salarios. No sería la única
inconsistencia.

No obstante, en junio de 1976 los esfuerzos de ordenamiento
recibieron el apoyo del FMI, que otorgó un financiamiento
de 300 millones de dólares, la mayor suma asignada hasta
ese momento a un país latinoamericano. A eso se sumaron
1.000 millones adicionales aportados por bancos privados.

A pesar de los logros iniciales, la inflación
seguía mostrándose indómita. El gobierno
tenía la tesis de que
una amplia conexión comercial y financiera de la Argentina
con el mundo daría como resultado una "convergencia" de la
inflación interna con la internacional y progresivamente
fue dando pasos en esa dirección.

Así, a fines de 1976 se anunció una primera
regla de devaluación, que consistía en que la misma
tendía un ritmo igual a la tasa de inflación
interna menos la tasa de inflación internacional.

Más allá de que se basaba en supuestos
incorrectos, como habría de quedar demostrado por la
realidad, el mecanismo, de carácter gradualista, no perecía muy
propio de un gobierno autoritario. Sin embargo, el tremendo
ajuste inflacionario de medidos de 1975 había dejado una
lección de prudencia en este terreno. Además,
concentradas en la represión, las autoridades
pretendían el acompañamiento de un frente
económico calmo.

Simultáneamente, el gobierno se decidió a poner
en práctica lo que sería luego la primera etapa de
apertura de la economía: una rebaja generalizada de los
aranceles de importación del 94% al 53%. La medida fue
acompañada también de la liberación de otras
restricciones cambiarias y financieras sobre las compras en el
exterior.

Muy sutilmente se produjo un cambio conceptual de importancia
en el uso de los aranceles del comercio
exterior, que son naturalmente una herramienta para el
desarrollo económico. Esto es lo más relevante.

Como se recordará, hasta bien entrado el siglo XX, las
tarifas aduaneras tenían como propósito principal
proveer de ingresos al gobierno y poco atendían a la
cuestión de la protección a la producción
nacional. Ése fue el tema primordial en los alegatos de
Carlos Pellegrini a favor de la industria.

Ahora, nuevamente, el nivel de los aranceles pasaba a estar
vinculado a consideraciones ajenas al desarrollo productivo y se
definía exclusivamente por el objetivo de abatir la
inflación.

Al terminar 1976, algunas de las variables de la
economía mostraban una inflexión positiva respecto
de los resultados de 1975. El producto bruto
interno cayó un 0,4% -menos que el año anterior- en
lo que influyó el deterioro de la industria, mientras que
el sector agropecuario protagonizaba una recuperación. La
caída de la industria era producto de la
contracción del 12% en el consumo privado que el
congelamiento de salarios había producido, pero, a cambio,
la inversión privada comenzaba a recuperarse de la mano de
la confianza que el programa económico inspiraba en el
sector empresarial.

La reducción del consumo también influyó
en la caída del 23% en las importaciones. Las
exportaciones, en cambio aumentaron un 44%. Buenas condiciones
climáticas y un mejor ánimo de los productores
agropecuarios habían generado en 1976-1977 una cosecha de
cereales 40% superior al promedio de los siete años
anteriores. El "milagro argentino" había vuelto a
producirse y el saldo de la balanza comercial fue positivo en 883
millones de dólares. Con ese impulso y los
préstamos externos recibidos, las reservas internacionales
del país se fortalecieron sustantivamente. En materia
fiscal, en cambio, el déficit fue de casi el 14% del
PBI.

Desde un primer momento, el gobierno recibió un
creciente cuestionamiento internacional por sus prácticas
represivas. Se diseñó así una estrategia en
dos tiempos, que consistía en acelerar lo más
posible la "lucha antisubversiva" para luego entonces proceder a
una profundización del programa económico.

La reciente aparición de documentos
reservados del Departamento de Estado de los Estados Unidos
refleja bien ese proceso. A principios de
octubre de 1976 el canciller Guzzetti se entrevistó con el
secretario de Estado Henry Kissinger que literalmente le
dijo:

Nuestra actitud básica es que queremos que tengan
éxito (.) Lo que no se entiende en los Estados Unidos es
que Uds. tienen una guerra civil.
Leemos acerca de los problemas de
derechos
humanos, pero no sobre el contexto. Cuanto más
rápido Uds. triunfen será mejor (.) El problema de
los derechos humanos está creciendo. Si pueden terminar
antes que el Congreso regrese de vacaciones, mejor. Si pueden
restablecer algunas libertades eso también
ayudaría.

Cuando estalló la Guerra de las Malvinas (2 de
abril de 1982), Roberto Alemann se encontraba negociando la
refinanciación de parte de la deuda externa y el equipo
económico apenas si llegó a tiempo para trasladar
las reservas internacionales del país al Banco de Pagos
Internacionales, en Suiza.

En los dos meses que duró la guerra, Alemann, al igual
que le ocurriría a uno de sus sucesores unos años
más tarde, descubrió la diferencia que los
argentinos establecen entre el corazón y
el bolsillo. A pesar del apoyo público a la contienda, los
depósitos en los bancos disminuían sin cesar y el
dólar pasaba de $ 10 a $ 24 por unidad entre enero y
junio.

En esos días, en un discurso, el ministro hizo una
interesante radiografía del sistema
financiero "modelo" ideado cinco años
atrás:

El sistema de garantía oficial induce operaciones
bancarias de signo inverso al normal (.) La experiencia recogida
durante las últimas semanas ha sido aleccionadora. El
Banco Central repuso la liquidez que faltaba por extracciones de
depósitos inducidas por el terror y las tasas de
interés no bajaron sustancialmente porque siempre hubo
entidades financieras dispuestas a pagar altas tasas con la
garantía oficial (.) La garantía oficial facilita
negocios espurios, porque ciertos financistas sin
escrúpulos pueden distraer los fondos de los depositantes
para negocios particulares o incluso estafar a la entidad y fugar
(.) El Banco Central ha sufrido por este concepto pérdidas
billonarias por cuenta de la Tesorería Nacional y el
país ha pagado esas pérdidas con inflación y
empobrecimiento general (.) La salud económica y
moral de la
Nación
reclama que este sistema cese hasta extinguirse.

La derrota en la guerra implicó una
descomposición inmediata del Proceso, que también
hizo eclosión por las cuentas
pendientes del propio desempeño de las tres fuerzas en las
Malvinas. La Marina y la Fuerza Aérea, con fuertes
reproches, abandonaron el gobierno y el Ejército, en
soledad, designó al general Reynaldo Bignone como
presidente encargado de negociar la transición hacia la
democracia.

Con Bignone volvió al Ministerio de Economía
José María Dagnino Pastore, que había
ocupado el cargo con la "Revolución Argentina". En el
Banco Central asumió Domingo Cavallo.

El nuevo equipo económico ensayó un giro en
medio de la tempestad y preparó un plan económico
propio, con cierto corte nacionalista que hallaba eco en sectores
militares afines, pero que finalmente no podría imponer en
los escasos 52 días en la función.

Dagnino Pastores enfrentó un importante recrudecimiento
de la inflación al que no pudo dominar. Al mismo tiempo,
en el plano externo, además de los atrasos que se
acumulaban en los pagos, existía la particularidad de que
una parte importante de la deuda externa estaba contraída
con la banca británica, lo que daba a la
negociación un notable tinte político.

En el Banco Central, fiel a su estilo, Cavallo trabajó
febrilmente y adoptó multitud de disposiciones, entre
ellas un seguro de cambio
para la deuda de las empresas privadas a un valor de $
15,75 por dólar y, nuevamente, el desdoblamiento del
mercado cambiario.

Este seguro de cambio fue ampliado por su sucesor -Lucio
González del Solar- a través de una norma que
permitió la licuación definitiva de los pasivos de
las empresas endeudadas, sistema que operó hasta 1985.

A fines de agosto de 1982 Jorge Wehbe reemplazó a
Pastore y llegó, por tercera vez, al Ministerio de
Economía.

Las medidas se tornaron eminentemente coyunturales, en un
contexto en que la crisis financiera regional se agravaba. Pocos
días antes de asumir Wehbe, el 20 de agosto de 1982,
México
había anunciado la moratoria de su deuda externa desatando
un efecto contagio a escala
mundial.

Los países del Tercer Mundo y de Europa Oriental
estaban comprometidos con deudas externas por 626.000 millones de
dólares, cifra más de tres veces superior a la de
seis años atrás. En los meses que siguieron, quince
países -entre ellos el nuestro- procuraron renegociar
vencimientos por más de 90.000 millones de dólares
con la banca comercial.

Debido al estallido de la crisis de la deuda, el
crédito internacional desapareció y los mayores
acreedores -la banca internacional- formaron un "club" para hacer
frente al problema. El FMI socorrió a los países
endeudados para salvar, a su vez, el sistema financiero
internacional. Esta decisión, adoptada durante la asamblea
del FMI y el Banco Mundial
en Toronto, en septiembre de 1982, implicó la posibilidad
de que los países en crisis accedieran al salvataje bajo
condiciones que determinarían el curso de futuras
políticas económicas.

Como siempre, la Argentina requería un nuevo acuerdo
con el FMI, pero el organismo ponía como requisito (al
igual que veinte años más tarde) que antes la
Argentina llegara a un arreglo con el resto de sus acreedores
externos. Conforme al funcionamiento del sistema financiero
internacional en esos años, las deudas habían sido
contraídas fundamentalmente con bancos privados, que como
actuaban de manera sindicada, formaban una gran red de alrededor
de 600 entidades.

En medio de gran tensión, la negociación con los
acreedores se cerró sobre fin del año y ello
abrió las puertas para que en enero de 1983 se
restableciera un acuerdo "stand-by" con el FMI.

Durante 1982 el desempeño de la
economía fue catastrófico. El PBI se contrajo casi
un 6%, la inflación alcanzó el 165% y el poder
adquisitivo del salario cayó 20%. Las importaciones
disminuyeron bruscamente, lo que facilitó un fuerte saldo
comercial positivo, que junto a un endeudamiento externo
adicional de 6.000 millones de dólares y la virtual
cesación de pagos, permitieron mantener relativamente
estables las reservas. Pero a lo largo del año el
dólar pasó de $ 10 a $ 68 por unidad y en junio de
1983 nació el peso argentino, con cuatro ceros menos que
su anterior y dos años de vida por delante. La aventura
había costado cara.

Cuando concluyó la etapa del Proceso la economía
había crecido un 0,8% sobre los niveles de 1975. La
expansión inicial duró hasta 1980, con un acumulado
del 10% que se perdió en los dos años posteriores.
En el mismo lapso, la población creció casi 14%, de
modo que el ingreso por habitante disminuyó en la misma
proporción y, como la distribución del ingreso
empeoró notablemente, para una gran parte de la
población el descenso fue mucho mayor. Mientras el 1974 el
5% de la población más rica percibía el
17,2% del ingreso total, en 1982 concentraba el 22,2 por
ciento.

Durante esos años el poder adquisitivo del salario
estuvo -en promedio- 25% por debajo del trienio 1973-1975 y, como
consecuencia, la participación de los asalariados en el
PBI cayó desde un 47% en 1974-1975 hasta 36% en 1982.

Ese último año, el desempleo alcanzó un
6%, una cifra elevada para la época, aunque
paradisíaca para la Argentina de comienzos del siglo XXI.
Sin embargo, un fenómeno nuevo estaba en ascenso: el trabajo por
cuenta propia. A mediados de 1970 en esa categoría
ocupacional se registraba alrededor del 16% de los ocupados, en
1982 las cifras llegaban al 29% en el interior de la provincia de
Buenos Aires,
el 20% en el suburbano y el 18% en la ciudad de Buenos Aires.
Junto con la pérdida en los empleos clásicos con
relación de dependencia, se inició también
una precarización importante de las condiciones
laborales.

En buena medida eso obedeció al deterioro del sector
industrial, cuya producción osciló en esos
años alrededor de los mismos valores de
1975, para desplomarse luego un 20% al fin del
período.

Un estudioso de estos temas, Bernardo Kosacoff, señala
que "entre 1976 y 1982, la producción de textiles, ropa y
calzado disminuyó 35%, la de madera y
muebles 40% y la de productos metálicos, maquinarias
eléctricas y material de transporte 30%.

Una observación del mismo autor es la ausencia
de ingreso al mercado de nuevas firmas extranjeras y la reducida
significación de las inversiones de las ya radicadas.
Más aún, se registra la salida de un conjunto de
importantes filiales, entre ellas cuatro pertenecientes al sector
automotriz.

Nuevamente, estos resultados traen al análisis el abismo que suele mediar entre
las formulaciones de política teñidas de
ideologismo y la realidad del mundo de los negocios.

Paradójicamente, la propia apertura, finalmente
abrupta, desordenada y agravada por el atraso cambiario,
desalentaba la permanencia en el país de quienes
tenían al mercado mundial como referencia. Para qué
producir en un pequeño mercado de elevados costos si era
posible enviarle productos de cualquier parte del mundo con bajos
aranceles.

Reseñando su gestión es este campo,
Martínez de Hoz expone un análisis sumamente
interesante, que testimonia bien su pensamiento económico
y cuán lejos se ubicaba de la realidad internacional:

La política de apertura en materia de comercio y de
industria se llevó a cabo en una época durante la
cual apareció en escena lo que se ha dado en llamar el
neoproteccionismo internacional. Las naciones industriales, que
en el pasado protegían a sus producciones agropecuarias
(.) adoptaban la postura que las exportaciones de manufacturas de
países en desarrollo tendrían acceso a su mercado,
con lo cual se compensaría gradualmente la
reducción de la importación de productos
agropecuarios. Pero cuando tales exportaciones alcanzaron un
determinado nivel de eficiencia y
competitividad, se encontraron con limitaciones,
prohibiciones, cuotas obligatorias o supuestamente voluntarias,
impuestas por las naciones industrializadas (.)

En el curso de nuestra gestión luchamos permanentemente
contra estas prácticas, en todos los ámbitos y
foros internacionales, donde tuvimos una activa presencia.
Proclamamos allí que estas restricciones eran
absolutamente nocivas para la economía
mundial (.) Consideramos que hubiera sido un grave error que
por el hecho de que algunos países adoptaran
prácticas inconvenientes, los imitásemos poniendo
en vigencia políticas igualmente equivocadas (.) La
apertura económica (.) es un instrumento de
modernización interna, independientemente de lo que hagan
otras naciones.

Como es conocido, una de las herencias más negativas
del Proceso fue el crecimiento de la deuda externa. En 1975 el
endeudamiento total del país (público y privado)
era de 7.875 millones de dólares, en 1983 llegaba a los
44.781 millones de dólares. En el caso de la deuda
pública, en ese lapso se pasó de 4.021 a 32.196
millones de dólares. En los años posteriores,
merced a los seguros de cambio
y las propias reestructuraciones empresarias, la deuda privada se
contrajo sustantivamente. Pero no ocurrió lo mismo con el
sector público.

La cuestión del endeudamiento público tuvo,
algunos rasgos peculiares. Entre 1976 y 1981 las empresas del
Estado incrementaron su deuda en 21.548 millones de
dólares. Las "naves insignia" de ese fenómeno
fueron YPF, que tomó impagables 7.763 millones de
dólares de nueva deuda, y Agua y
Energía con 3.814 millones de dólares.

En el dispendio sin límites, entre 1976 y 1983 el
Estado emitió 306 avales o garantías para
operaciones de crédito por 6.670 millones de
dólares. El 43% de este monto, unos 119 avales, tuvieron
como destinatario al sector privado. Seguramente se trató
de un olvido del principio de subsidiariedad del Estado.

Es difícil pensar en otro país en el mundo donde
la voluntad de un grupo de personas profundamente equivocadas sea
capaz de imponerse mesiánicamente por sobre las evidencias de
la realidad, transformarse en acción de gobierno y
producir un proceso de destrucción económica tan
grave…

Finalmente, el gran día llegó y el 30 de octubre
de 1983 el radicalismo recibió casi el 52% de los votos
contra el 40% del justicialismo. La victoria se extendió a
ocho gobernaciones provinciales, pero fue menos rotunda a nivel
legislativo. En la Cámara de Diputados la UCR obtuvo una
ajustada mayoría de 129 diputados sobre 254 y en el Senado
18 de las 46 bancas.

En su discurso inaugural -el 10 de diciembre de 1983- el
presidente Alfonsín hizo una cruda descripción de la situación
económica: "El estado en que las autoridades
constitucionales reciben el país es deplorable y, en
algunos casos, catastrófico, con la economía
desarticulada y deformada, con vastos sectores de la
población acosados por las más duras
manifestaciones de empobrecimiento"

Los temas clave eran el combate a la inflación a
través de la disciplina
fiscal y el problema de la deuda externa. Los registros de la
deuda heredados del gobierno militar eran caóticos y las
motivaciones de muchos préstamos más que dudosas,
de modo que el gobierno adoptó el enfoque de identificar
la porción "legítima" de la misma y honrar los
compromisos sin afectar el crecimiento de la economía.

(1984) Los primeros pasos del gobierno se encaminaron
frontalmente hacia la delicada y trágica cuestión
de los derechos humanos, un inevitable punto de
confrontación con las Fuerzas Armadas, que consumió
muchas de sus energías y fue fuente de inestabilidad
virtualmente durante todo su mandato.

Apenas asumió, el gobierno derogó la ley de
"autoamnistía" promulgada por el gobierno militar poco
antes de dejar el poder y decretó la detención de
la anterior cúpula militar y de un grupo de jefes de las
organizaciones guerrilleras.

Superado el primer momento de euforia, con el retorno de la
democracia y las primeras medidas de gobierno en el terreno
político, la dura realidad económica comenzó
a acosar a la flamante administración en un contexto en que el
ingreso por habitante era igual al de 15 años atrás
y el volumen de la
producción industrial similar al de 1972.

La gestión cotidiana de la economía pronto se
reveló más compleja que la retórica
electoral. Ni dentro ni fuera del gobierno abundaban las ideas de
cómo enfrentar la situación.

Pocos días antes del inicio del mandato de
Alfonsín, el economista y ex ministro Aldo Ferrer
publicó un ensayo donde
describía con crudeza los problemas que enfrentaba la
economía. En su visión, existían tres
opciones: el ajuste estabilizador, es decir la receta
clásica del FMI, que en el corto plazo necesariamente
implicaba una contracción de la economía; el ajuste
inflacionario, que consistía en apelar a la emisión
para eludir el ajuste fiscal y obtener así los recursos
para el pago de la deuda -cuyas consecuencias, según
advertía el autor, serían tan devastadoras como en
la Alemania de la
década de 1920- y una solución nacional
independiente.

Esta última consistía en un ajuste fiscal, que
incluía como pieza central una refinanciación de
los intereses de la deuda, el racionamiento de las divisas
provenientes del comercio exterior y un redimensionamiento del
sistema financiero para disminuir sus costos. En la
concepción de Ferrer, la refinanciación de la deuda
debería ser negociada, pero si ello no se lograba
"había que prepararse para lo peor", es decir, vivir al
contado en materia de pagos externos: "vivir con lo nuestro",
como rezaba el título del libro. Es
bastante probable que el ministro Grispun haya leído un
poco superficialmente la tesis de Ferrer, porque en los meses
siguientes intentó casi simultáneamente los tres
caminos, naturalmente incompatibles entre sí. El ministro
de economía adoptó el peor de los rumbos:
amenazó con la rebeldía, pero se mantuvo dentro de
los cánones convencionales.

Apoyado en el enfoque de cuestionar el origen espurio de la
deuda, el gobierno se involucró en iniciativas
políticas, incluso a nivel internacional, tendientes a
logar aprobación para una moratoria internacional.

Simultáneamente, Grispun dispuso la suspensión
del pago de los intereses de la deuda hasta el 30 de junio de
1984, con el objetivo de evaluar su monto y legitimidad, dejando
en claro que el gobierno argentino no emplearía sus
reservas para cancelar intereses atrasados.

Naturalmente, esto introdujo enorme tensión en las
negociaciones internacionales, en especial porque se bordeaba una
virtual declaración de "default" frente a los vencimientos
que tenían lugar a principios de 1984. Esta circunstancia
pudo ser superada mediante un "crédito puente" de 500
millones de dólares que efectuaron en conjunto los
gobiernos de Venezuela,
Colombia,
Brasil,
México, Estados Unidos y, en menor medida, algunos
acreedores. Como prueba de buena voluntad, el propio gobierno
argentino se "autoprestó" 100 millones de ese total
apelando a sus menguadas reservas.

La posición del gobierno era obtener que los pagos no
superaran el 15% del valor de las exportaciones y conseguir la
formación de un "Club de Deudores", para enfrentar en
conjunto el problema de la deuda.

En especial, las negociaciones con el FMI se desarrollaron en
medio de extremas dificultades y dieron lugar a que, a mediados
de año, el Ministerio de Economía enviara una
carta de
intención unilateral, es decir no consensuada previamente,
que no mereció consideración por el organismo.

El gobierno realizó algunos intentos para crear un
marco de apoyo regional para el tratamiento heterodoxo de la
deuda, como la reunión de varios países
latinoamericanos en lo que se denominó el Consenso de
Cartagena, a mediados de 1984. Pero los apoyos que recibió
fueron tibios. Nadie quería una confrontación
abierta con los acreedores y, finalmente, Alfonsín
optó por encauzar las negociaciones por los carriles
convencionales y -previo el cumplimiento de un conjunto de
condiciones- en diciembre de 1984 el FMI aprobó un nuevo
acuerdo.

Mientras estas escaramuzas agitaban el frente externo, a nivel
nacional el equipo económico adoptó un enfoque
gradualista para atacar la crisis; consistía
básicamente en ajustar, de manera supuestamente
decreciente respecto de la inflación, las demás
variables de la economía. A ello debían contribuir
cuestiones tales como los controles de precios, que pronto se
convirtieron en una suerte de carrera de obstáculos sin
mayor efectividad.

Desde marzo de 1984, el gobierno inició un proceso de
concertación con los sectores empresarial y sindical, que
probablemente tenía como imagen el
hispánico Pacto de la Moncloa, aunque -muy lejos de
éste- el émulo doméstico se vio sumido en el
fracaso.

Después de una leve respuesta positiva inicial, el alza
de precios adquirió nuevo impulso, en medio de una
situación económica que se revelaba fuera de
control. La reacción sindical no se hizo esperar. En
septiembre la CGT realizó el primero de los 14 paros
generales de protesta que acosaron al gobierno de
Alfonsín.

Como a lo largo de casi todo su
gobierno, Alfonsín procuró un complejo equilibrio
entre la desafiante situación política y la
indómita economía. A fines de 1984 los precios
mostraban un meteórico 688% de aumento respecto de doce
meses atrás y a lo largo del año el dólar
había pasado de 23 a 179 pesos argentinos por unidad. Esto
ya no era toda herencia y la
población comenzó a computarlo en el pasivo del
gobierno. La economía exhibía un desempeño
frágil, con señales preocupantes en varios frentes.
En 1984 hubo un ligero crecimiento del 2,5% sostenido por el
consumo y por el buen desempeño del sector
agrícola, pero la inversión -signo
inequívoco del clima de negocios- se contrajo fuertemente
frente a la mirada impávida del gobierno, cuya precaria
situación fiscal no pudo impedir que la propia obra
pública cayera un 36 por ciento.

El mantenimiento
de un buen saldo de comercio exterior, bastante similar al del
año previo, y la asistencia financiera externa permitieron
cerrar las cuentas sin llegar a un colapso.

El acuerdo con el FMI introdujo conflictos en
la mesa de concertación. Los sindicalistas se sintieron el
"pato de la boda" y señalaron los efectos recesivos de los
compromisos contraídos por el gobierno. En una
posición también crítica, aunque no
rupturista se manifestaron las organizaciones representativas del
campo, la el comercio y la industria. Un extraño efecto
tuvo lugar entonces: los sindicalistas y varias asociaciones
empresariales aparecieron formando una suerte de frente
común.

A continuación del Acuerdo con el FMI, el gobierno pudo
cerrar las negociaciones por la deuda externa con los bancos
privados, que eran los principales acreedores. El acuerdo
incluía préstamos por 7.900 millones de
dólares e involucraba virtualmente a toda la comunidad
financiera internacional (bancos, Club de París,
organismos financieros internacionales y el propio FMI).

(1985) Como era de esperar, a poco de andar las metas
con el FMI se revelaron incumplibles. La inflación
continuó en ascenso, marcando un 25% en enero de 1985,
mientras el gobierno procuraba contener la emisión de
moneda y las tasas de interés se elevaban.

La situación del ministro de Economía se
tornó insostenible y el 19 de febrero fue reemplazado por
Juan V. Sourrouille, quien hasta entonces se desempeñaba
como secretario de Planificación.

A fines de abril Alfonsín convocó a la
población a la Plaza de Mayo y pronunció una arenga
de predominante contenido económico, en la que
anunció "un ajuste que va a ser duro y que va a demandar
esfuerzos de todos"; en sus palabras, se trataba de una
"economía de guerra".

El país se asustó, pero sirvió, como era
su propósito, para que el equipo económico adoptara
un conjunto de medidas impopulares, como aumentos de tarifas y
recortes del gasto público, con la finalidad de armar un
"colchón" que sirviera de base al programa
económico en preparación, cuya presentación
se demoraba merced al carácter casi obsesivo de
Sourrouille, que quería tener listos hasta los
últimos detalles y estiraba al límite la paciencia
de Alfonsín.

El 14 de junio el Plan Austral -como pasó a
denominárselo- vio la luz, precedido
por un anticipo periodístico que dio por tierra con el
secreto más guardado -el congelamiento de precios- y
obligó apresuradamente a ultimar detalles.

El plan combinaba de manera inteligente diversas medidas de
política económica, la mayoría de las cuales
habían sido ensayadas sin éxito de manera aislada
en ocasiones anteriores.

El gobierno se comprometía a no emitir más
dinero para
financiar el gasto público; se congelaban los precios de
los bienes y servicios privados, las tarifas públicas y el
tipo de cambio; se reducía un conjunto de gastos
públicos y se aumentaban los impuestos al comercio
exterior.

También nació una nueva moneda, el "Austral", en
reemplazo del peso argentino, con un valor de 1.000 unidades de
la "vieja" moneda y acompañada de una devaluación
del 18%, con lo que el tipo de cambio se ubicó en 0,80
centavos de austral por dólar.

Junto con el cambio de signo monetario se puso en marcha un
mecanismo de desindexación de los contratos ("el desagio")
que obligaba a las partes a efectuar un descuento sobre los valores a
futuro pactados en las transacciones. Fue una medida inteligente,
porque ayudó a detener la inercia inflacionaria, aunque su
aplicación implicó renegociar infinitos
contratos.

Una importante reforma tributaria procuraba, en un plano
más estructural, asegurar las condiciones de equilibrio
fiscal que se prometían y, para promover las
exportaciones, se incorporaron diferentes incentivos
fiscales.

(1988) A comienzos de 1988 el gobierno no lograba
desanudar los renovados desequilibrios internos y externos de la
economía. Después de la derrota electoral de
septiembre de 1987 se había abierto una pequeña
ventana de diálogo
con el justicialismo que le permitió la sanción de
un nuevo paquete de impuestos a cambio de una nueva Ley de
Convenciones Colectivas de Trabajo y de Asociaciones
Profesionales, con lo que la negociación salarial fue
devuelta al sector privado.

El paquete impositivo incluía aumentos en el gravamen a
los combustibles, la tasa del impuesto al
cheque y el
retorno al denominado ahorro forzoso. También formó
parte del acuerdo una nueva Ley de Coparticipación Federal
de Impuestos en sustitución de la que había dejado
de herencia el gobierno militar, poco antes de alejarse del poder
en 1973.

A partir de abril el país entró en una virtual
cesación de pagos con el exterior y los organismos
financieros internacionales interrumpieron los desembolsos de los
préstamos acordados. En particular, el FMI canceló
la vigencia del acuerdo de asistencia renovado pocos meses
antes.

En agosto, el equipo económico ideó un conjunto
de medidas pomposamente denominadas "Programa para la
Recuperación Económica y el Crecimiento Sostenido",
que popularmente fue rebautizado como Plan Primavera,
posiblemente porque no era fácil entender en qué
consistían los cambios centrales y su rasgo más
distintivo era la proximidad con el respectivo equinoccio.

El centro del programa era un mecanismo de desdoblamiento del
mercado cambiario, en virtud del cual existía un tipo de
cambio oficial al que los exportadores debían liquidar sus
operaciones en el Banco Central, mientras que las divisas
necesarias para las importaciones y las operaciones
financieras se debían adquirir en el mercado libre con
un tipo de cambio flotante. De esta manera, el gobierno
recibía dólares "baratos" de los exportadores y se
los vendía más caros a los importadores y el resto
de los demandantes. Tal asimetría tenía el
propósito de impulsar una situación más
equilibrada en las cuentas externas.

El esquema se completó con un acuerdo de precios por
180 días con los sectores empresariales para, una vez
más, desalentar la inflación, y fue precedido por
el correspondiente aumento de tarifas para socorrer a las
finanzas
públicas.

La gobernabilidad se complicaba día a día. Cada
una de las medidas era fuertemente resistida por los sectores
afectados. La
administración del Estado se paralizaba por las
huelgas de empleados públicos en demanda de aumentos
salariales y la enseñanza sufría los efectos de un
mes de paro de los docentes. Los
industriales resistían los intentos del gobierno de
profundizar la apertura de la economía a la competencia
externa, agitando el fantasma de los tiempos del Plan de
Martínez de Hoz. Si el tipo de cambio se "atrasaba", los
exportadores se enardecían; especialmente los del sector
agropecuario, que veían esfumarse sus ingresos al vender
sus dólares al gobierno a un precio artificialmente
bajo.

En ese contexto, el Plan Primavera
logró detener durante algunos meses las trayectorias
crecientes de la inflación y del tipo de cambio. Los
precios al consumidor, que
habían crecido un 27% en agosto de 1988, descendieron al
6% a fines del año y el dólar, que duplicó
su valor durante los primeros seis meses del año, se
mantuvo relativamente estable en el segundo semestre. Pero se
trataba de un equilibrio extremadamente precario.

Acosado por la situación fiscal,
unos pocos días después el gobierno rompió
de forma unilateral el frágil acuerdo de precios y
tarifas, aumentando los precios de los servicios
públicos.

El saldo del año era
dramático, la economía cayó casi un 3% y los
precios minoristas aumentaron 388%. Como en otras ocasiones, el
inicio de 1989 se insinuaba ardiente en todos los
frentes.

(1989) El 6 de febrero de 1989, el BCRA, que
venía vendiendo un promedio de 450 millones de
dólares semanales, ya no podía mantener la
regulación cambiaria por falta de divisas y, por lo tanto,
se retiró del mercado.

Virtualmente sin herramientas
para hacer frente a la situación, sólo quedó
en pie un frágil sistema de doble mercado de cambios y un
casi simbólico control de precios.

El dólar inició una
carrera ascendente que llevó su precio en el mercado libre
de 17 australes por unidad en enero a 535 en junio, es decir que
en sólo seis meses aumentó alrededor del 2.100% o,
lo que es lo mismo, se multiplicó por 30, con el
consiguiente efecto sobre los precios. Había estallado la
hiperinflación.

El naufragio del gobierno -y del país- arrastraba
inconteniblemente al candidato presidencial del radicalismo, el
por entonces gobernador de Córdoba, Eduardo César
Angeloz. El postulante radical, asesorado por quien estaba
postulado como su futuro secretario de Hacienda, Ricardo
López Murphy, colocó la cuestión fiscal en
el centro de la campaña, con la emblemática
consigna del "lápiz rojo", que simbolizaba el recorte del
gasto público.

La propuesta era difícil de entender y de creer, pero
Angeloz estaba convencido de esta línea de trabajo y, a
fines de marzo, embistió contra el exhausto equipo
económico, provocando la renuncia del ministro
Sourrouille.

Era casi imposible encontrar un
sustituto en esas circunstancias y Alfonsín apeló a
un veterano y respetado cuadro del radicalismo, Juan Carlos
Pugliese, quien a la sazón era presidente de la
Cámara de Diputados y había sido ministro de
Economía durante la presidencia de Arturo Illia. En el
ambiente político Pugliese era conocido como "el maestro",
por su vocación por la búsqueda de consensos y su
habilidad como negociador.

A él le tocó iniciar el
tránsito por la hoguera hiperinflacionaria y conducir la
economía hasta las elecciones presidenciales convocadas
para el 14 de mayo de ese año.

La hiperinflación es el mayor
desequilibrio que puede enfrentar una economía. La
definición que dan los textos de la profesión al
respecto es simple y en cierto modo imprecisa: se trata de un
aumento extremadamente rápido en el nivel general de
precios de los bienes y servicios. No hay una medida exacta de
cuánto crecimiento de los precios caracterizan a una
situación hiperinflacionaria. Convencionalmente se acepta
que un número indicativo podría ser un 50% mensual,
aunque lo característico de una hiperinflación es
básicamente la situación de descontrol.

No existe demasiada discusión
acerca de cómo se desata una hiperinflación.
Más allá del complejo sendero que conduce a una
situación tan extrema, el episodio final es siempre una
emisión extraordinaria de moneda por parte del gobierno,
para financiar un creciente gasto público que no logra
contener, ni recaudar lo suficiente por la vía de los
impuestos o el endeudamiento.

La hiperinflación es
fundamentalmente un fenómeno de honda raíz
política y con frecuencia está asociada a la
presencia de gobiernos débiles y profundos conflictos
sociales e institucionales, que impiden adoptar las medidas
necesarias para que la emisión descontrolada de moneda
cese y los precios se estabilicen.

Hasta el siglo pasado los episodios
hiperinflacionarios eran poco frecuentes. La aparición de
una serie de casos de hiperinflación en períodos
contemporáneos se asocia, en buena medida, al desorden
económico producto de las guerras y sus
proyecciones en las respectivas posguerras. También se
vincula a la creciente importancia del dinero fiduciario (aquel
cuyo valor está determinado por la confianza del
público) en lugar del convertible (cuyo valor está
definido por el metal que lo respalda). En un régimen de
dinero fiduciario -como el que hoy predomina absolutamente a
nivel mundial- la magnitud de la emisión depende de reglas
autoimpuestas, que en una situación extrema pueden ser
vulneradas por el propio gobierno.

Después de la Primera Guerra
Mundial varios países europeos, como Austria,
Hungría, Alemania, Polonia y Rusia
experimentaron procesos
hiperinflacionarios. Hungría volvió padecer esta
situación en 1945-1946.

El caso de Alemania (1922-1923) es
posiblemente el más conocido, es algo así como el
Titanic de la economía.

La invasión (de las tropas
francesas y belgas, en enero de 1923, a la importante zona
industrial del Ruhr) aceleró el mecanismo de imprimir
moneda para afrontar los compromisos de pago, con el consiguiente
impacto sobre los precios, a punto tal que durante uno de los
meses, en 1923, la inflación llegó a 3,25 millones
por ciento, una cifra difícil de imaginar. En esos tiempos
los obreros cobraban los sueldos tres veces al día y sus
esposas los esperaban en cada ocasión en las puertas de
las fábricas, para tomar el dinero y
correr a comprar alimentos.

En la segunda hiperinflación que
afrontó Hungría, entre agosto de 1945 y julio de
1946, los precios subieron un promedio de 19.800% por mes y en
ocasiones llegaron a triplicarse en un día.

En la década de 1980-1990 varios
países latinoamericanos, no sólo Argentina,
experimentaron el flagelo hiperinflacionario. En 1984-1985
Bolivia fue el
primero, con 23.447 de aumento en los precios durante los peores
doce meses.

Casi simultáneamente con la
Argentina le tocó el turno a Brasil, donde el Plan Verano,
pensado por el presidente Sarney para llegar a las elecciones,
también se derrumbó y la hiperinflación
estalló a fines de 1989, llegando a acumular un aumento de
precios de 6.821%. El siguiente en la lista fue Perú, que
colapsó en medio de una tasa del 12.378% anual de
inflación.

Al igual que en todas las demás
situaciones, la hiperinflación tuvo en nuestro país
un largo período de gestación, que se remonta por
lo menos hasta los inicios de la década de 1970. A
través de más de quince años, los
desequilibrios de la economía estuvieron bordeando el
descontrol, hasta que, finalmente, en ese agitado mes de mayo de
1989 los precios al consumidor aumentaron un 78,5%, marcando el
inicio formal de uno de los peores momentos de la historia
económica del país.

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