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La "argentinización" de la economía mundial (página 12)




Enviado por Ricardo Lomoro



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"Lo que el FMI necesita es
una buena crisis
económica", aseguraba Michael Mousa, hace años
jocosamente en un seminario sobre
el futuro de la institución, entonces presidida por
Rodrigo Rato. Mousa, ex economista jefe del Fondo, dio en la
clave.

De momento se ha pedido a esos empleados a punto de irse que
no lo hagan y podría reforzarse la plantilla de 2.370
personas.

Todo ello porque la cumbre del G-20 reunida la semana pasada
en Londres ha dado al FMI un papel principal a la hora de plantar
cara a la crisis. En su comunicado había constantes
referencias esta institución y se ha reforzado su mandato
triplicando su capacidad crediticia hasta 750.000 millones de
dólares (unos 565.000 millones de euros). Además,
de añadir 250.000 millones de SDR, la moneda virtual del
Fondo con la que se puede ampliar la ayuda por parte de los
miembros a terceros países.

Quienes siguen de cerca el FMI, como el ex economista jefe y
ahora profesor en
Harvard, Kenneth Rogoff, entienden que, sobre el papel, el peso
de la institución ha aumentado por la mayor la
financiación y el énfasis en su tarea de
monitorizar a países ricos. "Es el mayor ganador de la
cumbre", dice Rogoff, aunque tanto a él como a otros
economistas le quedan dudas. "Es bueno que se haya elevado su
papel pero el cómo y hasta qué punto es una
cuestión abierta".

Por el momento, el Fondo tiene que conseguir la
financiación prometida ya que ésta es aún un
compromiso a cumplir. Parte del dinero ya
existía. El FMI tenía 250.000 millones de
dólares y antes del G-20 Japón,
la UE, Canadá y Noruega habían prometido una
inyección de capital que
podría duplicar esa cantidad inicial. China y
algunos países del Golfo podrían seguir aumentando
esa suma y EEUU dice que aportará 100.000 millones de
dólares más. Es una suma que ha de ser aprobada por
el Congreso, un lugar hostil a nuevos desembolsos de fondos.

Su director gerente,
Dominique Strauss-Kahn, dice que con estos compromisos tiene
"munición" para enfrentarse a la crisis. Lo que queda en
el aire es
cómo todo eso se va a concretar en un nuevo FMI, si esta
crisis es modelo de su
papel futuro o cuánto poder le
quedará tras ella.

Préstamos flexibles

De momento, esta institución ha relajado muchas de sus
severas políticas
del pasado. Los préstamos que tradicionalmente concede se
harán con condiciones más flexibles y se pueden
recibir antes de que la crisis se materialice. Por otro lado, el
Fondo ha puesto en marcha una herramienta ad hoc para esta
crisis: el Flexible Credit Line (o línea de crédito
flexible). Es un tipo de préstamo para países a los
que la crisis del crédito les pase una fuerte factura pero
que no están en crisis o riesgo de
colapso. Hay quien lo ha rebautizado como "EZ Loan" (EZ suena
como easy, fácil en inglés), porque no tiene las condiciones
macroeconómicas severas que normalmente llevan aparejadas
los créditos de esta institución.
Según algunos economistas, es una forma encubierta, un
conducto, para rescatar u ofrecer ayudas a economías
emergentes como las del Este de Europa que han
despertado poca solidaridad
regional.

Para quienes llevan años viendo como el predicamento
del FMI se debilitaba el mayor cambio cara al
futuro de esta institución es la promesa de reformar la
gestión
y la representación en las instituciones
internacionales. El FMI ha sido tradicionalmente gestionado por
Europa mientras que el Banco Mundial
ha estado en
manos de EEUU. El G-20 ha adelantando la fecha en la que se
estudiará el aumento de cuotas a 2011 y abre la puerta
para que el amplio poder que tiene el director gerente pueda
quedar en manos de algún gestor no europeo. "La mejor
manera de ampliar la legitimidad del Fondo es dar a los
países de rentas medio-bajas mayor representación y
voto", decía Simon Johnson. Johnson, uno de los sucesores
de Rogoff, se ha quejado, como muchos de que el proceso ha
sido lento hasta ahora y que Europa está
sobrerrepresentada. Ambos ex economistas jefes consideran este es
el cambio de mayor calado del G-20. Sin saber qué le
quedará al FMI tras la crisis, lo que sí es
fundamental para su funcionamiento es que sea una
institución que reconozca la nueva geografía
económica mundial.

– Turquía recibirá un crédito del FMI de
hasta 45.000 millones de euros (El Confidencial –
10/4/09)

Turquía y el Fondo Monetario
Internacional (FMI) han cerrado los puntos básicos de
un acuerdo para que el país eurasiático reciba un
crédito que podría alcanzar los 45.000 millones de
dólares.

Así lo ha confirmado el secretario de Estado de
Economía, Mehmet Simsek, que indicó
que el Gobierno turco y
el presidente del FMI, Dominique Strauss-Kahn, están de
acuerdo en los puntos básicos del acuerdo y que las
negociaciones para precisar sus aspectos técnicos ya
están en marcha.

Según informaron hoy los medios turcos,
Simsek ha indicado que el préstamo que recibirá
Turquía equivale a las necesidades de crédito
extranjero de Ankara durante los tres años que se
prevé duré el acuerdo.

Los medios turcos también citaron hoy a Christian
Keller, miembro del equipo del FMI que negocia con
Turquía, quien aseguró que el acuerdo
consistiría en un crédito "stand by" por tres
años y una cantidad entre los 30.000 y los 40.000 millones
de dólares.

El propio Simsek había insistido en que su país
prefiere ese sistema de
crédito "stand by" o contingente antes que un
préstamo a un plazo corto de doce meses.

– Son las subprime de la UE – Europa del Este se enfrenta a
una crisis peor que la de Asia en los 90
(Libertad
Digital – 14/4/09)

Europa del Este se enfrenta al colapso. El Ludwig von Mises
Institute analiza la delicada situación que atraviesa esta
región. El riesgo de suspensión de pagos se
acrecienta. La región afronta una crisis mayor que la de
Asia en los 90. Pese a ello, rescatar a dichos países es
la "peor solución".

(Libertad Digital) Los países del Este de Europa se
enfrentan a una crisis económica que podría incluso
superar a la vivida por las economías emergentes de Asia
en los años 90, según advierte Bodgan C. Enache, en
una análisis publicado en el Ludwig von Mises
Institute y traducido por Libertad Digital.

El problema es que estas economías concentran el
crédito subprime de la UE, con lo que su colapso amenaza
con azotar al centro de la UE, debido a la elevada exposición
crediticia que mantienen los grandes bancos de Europa
occidental.

Así, "los bancos que proporcionaron buena parte del
crédito en el periodo de auge, tocados ya por la crisis de
liquidez tras los sucesos de EEUU y en sus propios países,
se enfrentan ahora a perspectivas de grandes pérdidas por
los préstamos concedidos a la mitad este del continente",
alerta Enache. "Europa del Este se ha convertido en el
prestatario subprime de Europa occidental".

Como consecuencia, "nueve de los bancos occidentales
más expuestos a la región, liderados por el
grupo
austriaco Raiffeisen, ya han pedido a la Comisión Europea
(CE) y al Banco Central
Europeo (BCE) que acudan al rescate" de estas economías
con el fin de evitar las "repercusiones que los impagos de
préstamos en la región tendrían en la
salud financiera
de las economías de Europa occidental. Las
economías más expuestas al colapso de Europa del
Este son Austria, Francia,
Italia,
Bélgica, Alemania y
Suecia", añade.

Expansión del crédito

Y es que la expansión crediticia que ha propiciado
durante los últimos años la laxa política
monetaria aplicada por la Reserva Federal de EEUU (Fed), el
BCE y otros bancos centrales ha generado grandes excesos. "En
Rumanía, por ejemplo, los bancos anunciaban que
simplemente teniendo el documento nacional de identidad
bastaba para conseguir un préstamo. Esto funcionó
bien mientras el crecimiento
económico era fuerte. Pero ahora las economías
de Europa del Este se están hundiendo, el desempleo
está subiendo, y la deuda acumulada en estos años
pasados podría no ser repagada".

La fiesta terminó y es el momento de pasar la factura.
En este sentido, es posible que algunos de estos países,
como por ejemplo Ucrania, terminen por suspender pagos -no
cumplir con sus compromisos de deuda-, indica Enache. Tan
sólo en 2009, las economías de Europa del Este
tienen que repagar una deuda por valor de
400.000 millones de dólares.

Quiebra de países

Pese a ello, el rescate de estos países no es la
solución. "Usar al BCE, al Fondo Monetario Internacional
(FMI) o al Banco Mundial para absorber las pérdidas de los
bancos insolventes con el propósito de suavizar los
desequilibrios temporales en el sistema de la balanza de pagos,
es la peor solución que se pueda pensar. Con tiempo, la
mayoría de los desequilibrios exteriores se
resolverán solos. De hecho, el retroceso económico
ya está encogiendo los déficit por cuenta corriente
de la región".

Según Enache, "un completo rescate de los bancos
responsables de conceder los malos préstamos sólo
exacerbará un sistema económico de beneficios
privados y pérdidas sociales. Un sistema "incompatible con
la economía de libre mercado".

– Polonia recurrirá a un crédito de 20.500
millones de dólares del FMI (El Confidencial –
14/4/09)

Polonia recurrirá a la nueva línea de
crédito flexible (FCL) del Fondo Monetario Internacional
(FMI) lo que permitirá al país incrementar sus
reservas en 20.500 millones de dólares (15.455 millones de
euros), según anunció el primer ministro polaco,
Donald Tusk.

Asimismo, el ministro de Economía polaco, Jacek
Rostowski, señaló en rueda de prensa que "el
Gobierno de Polonia presentará pronto una solicitud al FMI
para acceder a la línea de crédito flexible" y
aseguró que esta medida "incrementará en un tercio
las reservas bancarias nacionales".

De este modo, Polonia se convertirá, después de
México, en
el segundo país en recurrir a esta nueva línea de
crédito del FMI, y se suma a otras economías de la
región como Hungría, Letonia o Rumanía, que
precisaron créditos de la institución
internacional.

Por su parte, el director gerente del FMI, Dominique
Strauss-Kahn, dio la bienvenida al anuncio de Polonia, que
calificó de "respuesta positiva" a la invitación
del Fondo a las economías que tienen un comportamiento
sólido para que utilicen la nueva herramienta de
crédito de la institución.

"Polonia cuenta con un historial de sólidas
políticas económicas. Sus fundamentos
económicos y su marco político son fuertes, y las
autoridades polacas han demostrado su compromiso para mantener
estos logros", dijo Strauss-Kahn, quien mostró su voluntad
para que el consejo ejecutivo del FMI pueda aprobar con rapidez
la solicitud polaca.

El pasado 24 de marzo el consejo ejecutivo del Fondo Monetario
Internacional (FMI) aprobó una reforma del marco de
préstamos de la institución para incluir la
denominada "línea de crédito flexible" (FCL),
diseñada especialmente para asistir a los países
emergentes en dificultades por la crisis económica.

En particular, esta línea flexible de crédito
está destinada a la asistencia de países con "muy
fuertes" fundamentos, políticas e historial de puesta en
marcha de medidas económicas.

Asimismo, el FCL no fija un límite de acceso a los
fondos y establece un período de amortización de hasta 5 años, frente
a los 9 meses de la anterior Facilidad de Liquidez a Corto Plazo
a la que viene a sustituir.

"El acceso a esta línea de crédito será
particularmente útil en la prevención de crisis, y
su concesión será determinada caso por caso y no
estará condicionado a acuerdos políticos",
explicó la institución internacional.

Correlación histórica con el
"caso" argentino (Alarmantes coincidencias)

(1956) La conflictividad política del momento
fue agravada por las disputas económicas surgidas del
final de una experiencia y el intento de volver el reloj
atrás. El proceso de industrialización peronista
había generado una pujante clase media,
con pequeños y medianos propietarios que expresaban una
serie de intereses colisionantes con los de los tradicionales
sectores agroexportadores.

La idea que se había extendido de que una buena cosecha
"salvaba" al país seguía presente en la mente de
muchos argentinos, lo que encontraba sustento en que el sector
agroexportador constituía la principal fuente de divisas. Por su
parte, los industrialistas reclamaban del Estado que continuaran
las condiciones de estímulo y protección que
habían permitido su desarrollo.

Lejos de producirse una recomposición política y
social, a partir de 1955 se abrió una inmensa brecha entre
empresarios nacionales y sectores populares por un lado y una
parte del sector agropecuario y las empresas
extranjeras por el otro.

Las confrontaciones antagónicas entre grupos
empresariales y, en especial, la contradicción entre campo
e industria
nacional, se convirtió en la Argentina en el nudo gordiano
que obstaculizó el establecimiento de políticas
públicas estables.

Carente de plan
económico, el gobierno provisional convocó a
Raúl Prebisch como asesor en asuntos económicos.
Prebisch, de larga actuación en la década de 1930,
había rechazado una invitación previa de Perón para
asesorarlo y ya estaba en plena carrera internacional como
Secretario Ejecutivo de la Comisión Económica para
América
Latina de las Naciones Unidas
(CEPAL), pero aceptó el encargo del gobierno.

Prebisch trabajó intensamente y en poco tiempo -octubre
de 1955- produjo un "Informe
preliminar acerca de la situación económica", que
comenzaba afirmando:

La Argentina atraviesa por la crisis más aguda de su
desarrollo
económico; más que aquella que el presidente
Avellaneda hubo de conjurar ahorrando sobre el hambre y la sed y
más que la del 90 y que la de hace un cuarto de siglo, en
plena depresión
mundial.

Sin duda Prebisch exageraba la situación. En 1954 la
economía había crecido un 5% y en 1955 avanzaba a
un ritmo similar. Pero, como la crisis de 1952 había
puesto de manifiesto, existían fuertes desequilibrios
estructurales: sector agropecuario estancado, proceso de
industrialización vacilante, crisis energética y en
especial un déficit persistente en la balanza
comercial.

Prebisch avanzaba en este primer informe con algunas
propuestas de solución: devaluar la moneda para
restablecer el ingreso del sector agropecuario, apelar al
crédito externo para financiar las inversiones
públicas, desarmar el sistema de regulaciones
económicas y propiedad
estatal construido durante el gobierno peronista y afiliar al
país al Fondo Monetario Internacional y al Banco
Internacional de Reconstrucción y Fomento (luego Banco
Mundial), entre otras.

Según su visión había que seguir -en el
largo plazo- con el proceso de industrialización
sustitutiva de importaciones,
pero disminuyendo el grado de protección; atraer al
capital extranjero; aumentar las exportaciones de
productos
manufacturados; tecnificar el campo para aumentar la producción y su capacidad exportadora e
integrar con los países de la región mercados y
políticas comunes ante los países centrales.

En cierto sentido lo que se planteaba era que el esquema de
industrialización peronista había "arruinado" la
economía tradicional "exitosa", introduciendo una masa de
consumidores y actividades que demandaban divisas, sólo
para mantener ese consumo.

Los datos de la
realidad señalaban otra cosa. Las estadísticas muestran que, desde fines de
la década de 1930, la producción agropecuaria
decayó, con respecto al aporte industrial al PBI. Factores
como el deterioro de los términos del intercambio, es
decir, la creciente valorización de los productos
manufacturados frente a los de origen primario, el retorno de los
países europeos a un equilibrio con
sus sectores agropecuarios y la expansión en tecnología agraria de
competidores como Canadá y Australia son probablemente
razones de peso que explicaban en buena medida el problema del
retraso del sector agropecuario en esos años.

Durante 1955 Prebisch siguió trabajando
infatigablemente hasta que a principios de
1956 presentó su Plan de Restablecimiento
Económico.

Su plan también proponía un endeudamiento
externo de 2.000 millones de dólares y una convocatoria
amplia a la inversión
extranjera. El principal estímulo para el sector
agropecuario era la devaluación, acompañada de la
propuesta de programas
gubernamentales de estímulo a la tecnificación. El
sector industrial, en cambio, sólo mereció una vaga
lista de iniciativas, tales como el "establecimiento de la
industria siderúrgica", sin indicación de si se
trataba de tareas que debía emprender el gobierno o un
menú sugerido al sector privado.

Donde el plan no ofrecía dudas era con relación
al rol del Estado. Se proponía la liquidación de
las industrias en
manos del gobierno, incluyendo la privatización de Aerolíneas
Argentinas, una desregulación amplia del sistema
financiero y el levantamiento de los controles de precios.

Como en el gobierno y la sociedad el
debate sobre
el plan era intenso, se constituyó una Comisión
Asesora Honoraria de Economía y Finanzas
encargada de emitir un dictamen. La comisión, presidida
por Eustaquio Méndez Delfino y Adalbert Krieger Vasena, lo
aprobó sin mucho entusiasmo.

A los miembros de la comisión les parecía que
había "cierta contradicción entre los
propósitos de capitalización del país y las
proposiciones vinculadas a la materia
impositiva" (Prebisch había propuesto una
disminución en los impuestos a los
consumos esenciales, un aumento de la tasa progresiva del
impuesto sobre
los réditos y su elevación en las categorías
superiores y la creación de un impuesto a las ganancias
extraordinarias).

En cambio, abrazaron con fervor la cuestión de recurrir
al crédito externo:

Una política tendiente a la engañosa conquista de
la sensibilidad popular, procuró, durante el pasado tiempo
crear un clima hostil a la
contratación de empréstitos exteriores, asegurando
que comprometían la soberanía nacional. Afortunadamente, la
conciencia
pública se ha ido esclareciendo y comprende que el
crédito exterior es indispensable para un país en
desarrollo (.).

La lógica
era perfecta. Casi podría sintetizarse en una consigna:
impuestos no, deuda sí.

Finalmente, Prebisch partió de regreso a la CEPAL y el
gobierno se quedó con la tarea de Administrar el
país, introduciendo un giro en la orientación de la
política
económica, que en muchos casos fue más una
reacción frente a lo preexistente que el resultado de una
idea global alternativa respecto del rumbo del país.

El nuevo gobierno repuso el dominio de los
sectores tradicionales sobre las finanzas, el comercio y la
exportación de productos primarios, al
tiempo que el sector industrial comenzaba a sufrir la falta de
apoyo del crédito público y la merma del poder de
compra del mercado interno, golpeado en 1956 por una
sucesión de devaluaciones del orden del 94%, en el
tipo de cambio
controlado utilizado para el comercio
exterior. En el mercado libre del dólar el aumento era
del 156 por ciento.

Los precios internos -ya liberados- acusaron el impacto de la
devaluación. El año 1955 arrojó un 12,3% de
inflación anual, en 1956 se registró un valor
similar y en 1957 se duplicó.

A la liberación de los precios, le siguió una
escalada de reclamos exitosos de aumentos salariales, por lo
cual, finalmente, se optó por el congelamiento de ambos,
medida que seguía el cuestionado diseño
del gobierno derrocado. Curiosamente, el decreto que fijaba el
congelamiento de precios fue suscripto por uno de los
líderes del libre mercado, Álvaro Alsogaray, por
entonces ministro de Industria.

En la misma línea, se flexibilizó
considerablemente el sistema de control de
cambios y se eliminaron los permisos previos a la importación, aunque tiempo después
la escasez de
divisas obligó a reimplantarlos parcialmente.

En el sistema financiero se dio marcha atrás con la
nacionalización de los depósitos, devolviendo a los
bancos el funcionamiento previo a 1946. El menú se
completó con una actitud de
apertura a las inversiones extranjeras y la incorporación
de la Argentina al FMI.

El retiro de la intervención del Estado en la
economía también fue un híbrido. Se
liquidó el IAPI -que se encontraba virtualmente en
quiebra– y
comenzó el desmantelamiento del complejo industrial
agrupado en la Dirección de Industrias del Estado (DINIE).
Pero se mantuvieron la Junta Nacional de Carnes y la Junta
Nacional de Granos, en tanto que la CAP (Corporación
Argentina de Productores de Carne) fue entregada a los
productores. Además, el gobierno de Aramburu creó
la empresa
Ferrocarriles del Estado para aglutinar a todas las líneas
ferroviarias del país y le otorgó autonomía
a YPF. Era un equilibrio delicado entre liberales y
nacionalistas.

Siguiendo uno de los consejos de Prebisch, en 1956 se
creó el Instituto Nacional de Tecnología
Agropecuaria (INTA). Una decisión acertada, sin dudas, que
llegaba siete años después que en Australia se
estableciera una institución similar.

Otra buena iniciativa fue la negociación con once naciones europeas de
un sistema multilateral de pagos que permitía cancelar las
deudas en monedas de cualquiera de los países. Así
nació la Unión
Europea de Pagos, llamada "Club de París".

La apertura al capital extranjero continuó como
elemento de controversia en el gobierno. El ala nacionalista,
compuesta por militares comprometidos -hasta hacía poco-
con el industrialismo peronista, se resistía a esta medida
de neto corte liberal. La cancelación de los contratos que
Perón había negociado con la Standard Oil de
California señaló el límite para los
liberales y causó el recelo de los capitales extranjeros a
invertir en un país de conducta tan
errática e imprevisible.

En el esquema desequilibrado de desarrollo del país,
los combustibles -el 25% de las importaciones- eran una gran
fuente de consumo de divisas. En 1995 las compras externas
de este insumo vital demandaron 200 millones de dólares y
tan sólo dos años después la cuenta se
elevó a 320 millones. Aún así el gobierno
debió imponer un plan de racionalización de
electricidad y
combustibles que afectó los consumos domiciliarios.

(1958) El líder
de la Unión Cívica Radical Intransigente (UCRI),
Arturo Frondizi, entendió con claridad que la llave del
éxito
era -además de negociar con Perón- mostrarse como
un político racional frente a tanta sinrazón que
animaba al antagonismo peronismo-antiperonismo.

La campaña electoral fue una rara alquimia, que
combinó su retórica antiimperialista con su
adhesión a las posturas de la Iglesia y una
negociación con Perón, para que volcara su caudal
de votos a su favor. La poción fue exitosa; en febrero de
1958, con Alejandro Gómez como candidato a vicepresidente,
ganó las elecciones nacionales con 4.050.000 votos, contra
2.416.000 de Balbín (UCRP) y unos 700.000 votos en blanco,
básicamente de aquellos justicialistas que no
habían aceptado el acuerdo para votar a Frondizi.

El gobierno de la "Revolución
Libertadora" cerraba así su ciclo sin demasiado que
festejar. El peronismo seguía vivo. La economía
había crecido a buen ritmo considerando las
circunstancias, pero de un modo errático, sin un proyecto
definido. A pesar de la retórica antiestatista se
habían incorporado 60.000 nuevos empleados
públicos; el poder adquisitivo del salario
había permanecido estancado y las reservas internacionales
seguían siendo bajas.

Tanto Frondizi como Rogelio Frigerio (un ministro sin cartera
que siempre estaría a su lado asesorándolo en
materia económica) habían desarrollado una profunda
crítica
del modelo económico agroexportador y de algunos rasgos
del industrialismo peronista. En su visión, el primero era
inviable por los desequilibrios externos resultantes de la
insuficiencia crónica de los recursos
provenientes de las exportaciones agropecuarias y el segundo
estaba atado a un permanente estímulo de la demanda
interna y al subsidio estatal, promoviendo un desarrollo de la
industria liviana que tampoco era capaz de producir suficientes
saldos exportables.

Esta estructura
productiva mantenía al país en un estado de
subdesarrollo
concepto clave
de los debates de la época- que se agravaba con el
transcurso del tiempo.

Aunque la estrategia
electoral del líder de la UCRI fue exitosa, a la hora de
gobernar todo el ecléctico entramado político
utilizado para escalar hasta la cima del poder comenzó a
crujir, reclamando del presidente acciones
antagónicas entre sí e inconsistentes con una
dirección unívoca de su proyecto y, en especial,
con los pasos tácticos -muchas veces zigzagueantes- que el
Primer Mandatario emprendía.

El gabinete de Frondizi reflejaba el ascenso de una nueva
elite de clase media. El pensamiento
desarrollista, surgido de un ambiente
académico que debatía las políticas
keynesianas, las del llamado socialismo real y
el estructuralismo latinoamericano, estaba a favor de
la sustitución de importaciones que había encarado
el segundo gobierno de Perón, pero las consideraba
incompletas.

Al igual que Perón, el nuevo presidente creía
que el Estado
tenía un rol central en la programación estratégica del
desarrollo económico. La diferencia radicaba en los
límites
que el desarrollismo le trazaba a esa intervención
estatal.

Para el desarrollismo, las medidas necesarias para cambiar la
estructura económica que impedía el crecimiento del
país eran: fomentar y orientar el ahorro
interno; estimular el ingreso de capital internacional
público y privado; establecer un régimen de
prioridades de las inversiones, a fin de canalizarlas hacia la
industria pesada e infraestructura económica; sustituir
importaciones y diversificar y fomentar las exportaciones;
explorar la posibilidad de abrir nuevos mercados externos y
negociar por la eliminación de las discriminaciones
comerciales que los países desarrollados imponían a
los periféricos.

La estrategia desarrollista era crítica de la
tradicional división internacional del trabajo a la
que las viejas elites seguían adhiriendo. No podía
ser de otro modo porque:

(.) una sociedad que se desarrolla principalmente a
través del crecimiento de la industria, reduce
continuamente la importancia y el poder social de la
oligarquía terrateniente y, en cambio, produce un aumento
correlativo de la significación de los nuevos grupos de
poder ligados a la industria.

En este punto era previsible la reacción del
pequeño pero poderoso núcleo social que ya
había presionado para que Aramburu desconociera las
elecciones de 1958.

Otro punto álgido era que la agricultura
estaba en gran medida ausente en la agenda económica de
corto plazo del desarrollismo.

Además, la lógica internacional indicaba que la
tendencia proteccionista de los mercados importadores -como el
naciente Mercado Común Europeo- no otorgaba perspectivas
favorables, en el corto plazo, para colocar la producción
agropecuaria.

Por lo tanto -como señalan Escudé y Cisneros-,
la propuesta desarrollista consistía en generar un
complejo industrial integrado, dando especial impulso a sectores
tales como la siderurgia, química, celulosa y
papel, maquinarias, equipos y otros similares. En síntesis,
debía seguirse una política de explotación
plena de los recursos
naturales, en donde era absolutamente prioritario incrementar
la producción doméstica de petróleo y gas natural,
indispensable para reducir la dependencia de las importaciones de
esos recursos y direccionar las escasas inversiones hacia la
industria petroquímica y química. Junto con
ello, el plan estipulaba que debían expandirse elementos
clave de la infraestructura económica, tales como la
red de transporte
vial y los aeropuertos.

El objetivo final
era crear las condiciones para que la industria contara con un
mercado suficientemente grande y unificado a nivel nacional. Por
eso era primordial una expansión armoniosa de todas las
regiones del país, que permitiera el desarrollo y la
integración de la economía
nacional.

Un instrumento clave para esta tarea fue la creación
del Consejo Nacional de Desarrollo (CONADE).

Casi en una soledad "rivadaviana", Frondizi encaró
semejante empresa en medio
de la difícil coyuntura político-económica
en que se hallaban inmersos el país y la propia
gestión gubernamental.

Las acusaciones de la existencia de un acuerdo secreto entre
Perón y Frondizi eran constantes y el ejército
pronto hizo saber al Presidente que Frigerio era mal visto por
sus tendencias izquierdistas y su nula trayectoria partidaria, ya
que no estaba atado a compromiso alguno. Acusando recibo, el
Presidente desalojó al secretario, sólo para
reubicarlo en su círculo más íntimo, aunque
sin cargo alguno.

El aumento salarial alimentó una política
fiscal expansiva. En ese primer año de administración los gastos del
Gobierno Nacional aumentaron un 121% y la mitad de ellos quedaron
sin financiamiento
a través de los ingresos
corrientes, llevando el déficit del sector
público a un alarmante 9% del PIB. El
desequilibrio en el presupuesto se
financió con una fuerte emisión monetaria y
endeudamiento interno y externo. La inflación se
empinó alcanzando un 32% en el año. La persistencia
de un saldo comercial negativo entre importaciones y
exportaciones y alguna salida de capitales provocaron un descenso
de las reservas internacionales al crítico nivel de 133
millones de dólares. A pesar de estos remezones, la
economía creció un modesto 3%, una importante
desaceleración respecto del 5% que se había
expandido en 1957.

Acosado tanto en el frente político como en el
económico, el gobierno estaba en una encrucijada,
así que decidió dar el paso trascendental de pedir
ayuda al Fondo Monetario Internacional. Las negociaciones se
desarrollaron en secreto y en diciembre de 1958 se envió
la primera parte del programa
económico a cambio de un préstamo de 75 millones de
dólares. El acuerdo también se mantuvo fuera del
conocimiento
del público por casi seis meses.

En su inagotable astucia, Frondizi presentó en sociedad
la nueva política como un Plan de Estabilización y
Desarrollo, pero fue sincero en anunciar que se venían
tiempos duros por delante.

El plan contemplaba diversas medidas de contención del
gasto
público, un aumento del 150% en las tarifas
ferroviarias y del resto del transporte público,
racionalización de esos servicios,
eliminación de operaciones
antieconómicas, aumento de tarifas eléctricas,
liberación y unificación del mercado de cambios,
derechos
aduaneros sobre las exportaciones (retenciones) y aumento de
derechos de importación para productos suntuarios.

La unificación y liberación del tipo de cambio
se tradujo en una fuerte devaluación -del orden del 50%-
favorecedora del sector tradicional agroexportador, sobre el cual
se aplicaron retenciones del 10% al 20%; se subieron los aranceles de
importación, que iban del 20% al 300% según los
rubros; se incrementaron los impuestos internos; se lanzó
un plan para combatir la evasión fiscal y se
liberaron los precios, que sólo se mantuvieron fijos para
algunos artículos básicos de la canasta
familiar.

(1959) Hasta mediados de 1959 la situación
económica seguía bastante fuera de control,
así que el presidente decidió dar otro gran golpe
de timón y nombró a Álvaro Alsogaray como
ministro de Economía. Alsogaray había sido
candidato presidencial en las elecciones del año anterior
en representación de la Unión Cívica
Independiente, un partido de orientación liberal que
había recibido escaso caudal de votos.

Como es de imaginar, la incorporación de Alsogaray
generó otra gran decepción más en las filas
desarrollistas. El nuevo ministro permaneció 22 meses en
el cargo, hasta que un buen día Frondizi le pidió
la renuncia. Años después, cuando en una entrevista le
preguntaron sobre las causas del despido del ministro, el ex
presidente dijo: "Alsogaray todavía se está
preguntando por qué lo saqué, por qué le
pedí la renuncia. Es muy fácil explicar por
qué lo saqué. Lo que me resulta muy difícil
es explicar por qué lo nombré".

Alsogaray fue en realidad el encargado
de aplicar el programa acordado con el FMI. En esa época
acuñó con gesto adusto la famosa frase de "hay que
pasar el invierno". Posiblemente nunca imaginó cuanta
vigencia tendría a lo largo de los años.

El gobierno calculaba que en dos años
comenzarían a verse los primeros resultados del sacrificio
que le estaba imponiendo a la población.

En diciembre de 1958 se sancionaron las leyes 14.780 de
Radicación de Capitales -que permitía remitir
ganancias al exterior y equiparaba en el trato al capital local y
al extranjero- y 14.781 de Promoción Industrial. Esto, junto con el
crédito por 75 millones de dólares del FMI y las
reformas a las que estaba condicionado, encendieron la alarma de
los nacionalistas.

La combinación entre pérdida del poder
adquisitivo del salario en 1959 y las acusaciones de
"entreguismo" de los grupos nacionalistas y de izquierda que
rechazaban la intervención del capital extranjero -sobre
todo en el área petrolera- generaron un cortocircuito que
Frondizi enfrentó endureciendo su postura con los sindicatos y
manteniendo su política de apertura.

Luego de una corta luna de miel, la resistencia
peronista se acentuó cuando el gobierno congeló por
un año los convenios colectivos ya pactados. Las huelgas
estallaron.

Enfrentado con los sindicatos, Frondizi utilizó la
fuerza
pública para terminar con la ocupación del
frigorífico estatal Lisandro de la Torre. El Presidente
rompía, de este modo, el acuerdo básico con el
peronismo al recostarse sobre el Ejército para la tarea
represora y en las grandes empresas para obtener oxígeno
para su proyecto.

Pese a los lineamientos del plan, por primera vez en el siglo
la Argentina mostró en 1959 una inflación de tres
dígitos, 114% -índice al que la carne aportó
un 225% de aumento- y la economía se contrajo un 6,1 por
ciento.

Los "planteos" militares -cerca de 40 hasta el golpe final- se
sucedían sin solución de continuidad mientras los
sindicatos paralizaban prolongadamente actividades centrales,
como el caso de la huelga
bancaria, que duró más de dos meses.

(1974) El congelamiento de precios y salarios
comenzó a trastabillar. Aparecieron el desabastecimiento y
el mercado negro, lo que encareció la canasta familiar y
dio pie a presiones sindicales por demandas salariales, activando
el juego perverso
de la inflación. Así, en marzo de 1974 -varios
meses antes de lo pactado- se acordó un aumento del 30% en
los salarios mínimos y del 13% en el resto de las remuneraciones.

En junio de 1974 el gobierno logró la sanción de
la denominada Ley de
Abastecimiento, que le otorgaba atribuciones en materia de
fijación de precios, control de prácticas
monopólicas y otras regulaciones sobre el mercado de
bienes y
servicios. Con el correr de los años esta
legislación habría de ser utilizada en numerosas
oportunidades.

El control de cambios también se resquebrajó,
dando lugar a un intenso mercado negro o paralelo y a
exportaciones no registradas que probablemente llegaron a
representar alrededor de la quinta parte de las ventas
externas totales. Un número creciente de exportadores
evitaba de este modo ingresar las divisas a un tipo de cambio
oficial que era un tercio de la cotización real en el
mercado.

Pasado el "shock", el crecimiento -logrado con base en la
utilización de capacidad ociosa instalada- requería
de un aumento de la inversión. Alarmado por la situación
política, el sector privado disminuyó de manera
importante sus proyectos,
mientras el sector público, procurando evitar la
recesión, desplegaba un importante plan de obra
pública, orientado fundamentalmente a la construcción de viviendas.

El ministro de Economía también procuró
activar nuevos mercados externos y -con el viejo precepto de la
"Tercera Posición"- emprendió una importante
gestión en Cuba
-bloqueada comercialmente por los Estados Unidos
la Unión Soviética, Polonia, Hungría y
Checoslovaquia, países con los que se acordaron
créditos y cooperación científica y
tecnológica. Indudablemente, esto acentuó tanto la
desconfianza del gobierno estadounidense como la de una parte
importante del empresariado local.

Por añadidura, la confrontación política
no cejaba. En el acto del 1º de mayo de 1974 Perón
virtualmente "echó" a las "formaciones especiales"
-eufemismo con el que había bautizado a las organizaciones
armadas- del multitudinario acto de la Plaza de Mayo. Unos
días más tarde, el 1º de julio,
fallecía.

La orfandad nacional que produjo su deceso en millones de
argentinos fue tan profunda como el caos político,
económico e institucional en el que se sumió la
Argentina. No sólo moría el líder venerado
por muchos durante tantos años, se iba con él la
posibilidad de evitar la licuación por
centrifugación del sistema
político nacional.

Todo el mundo era consciente de la incapacidad de María
Estela Martínez de Perón ("Isabel") para manejar la
situación, aunque no tanto de su fuerte adhesión a
un sector de ultraderecha llamado a desatar una situación
terminal en pocos meses.

En octubre de 1974 este sector logró el desplazamiento
de Gelbard y con él concluyó un ensayo, tal
vez un tanto utópico, de armonizar equidad
distributiva con crecimiento económico. El país
había perdido otra oportunidad.

La cabeza visible de la ultraderecha en el gobierno era
José López Rega, un ex cabo de policía,
rodeado de un halo de esoterismo y devenido en secretario privado
de Perón, desde su exilio en Madrid.
Él constituyó su base de operaciones en el
Ministerio de Bienestar Social. Desde allí creó la
Triple A (Alianza Anticomunista Argentina), un grupo paramilitar
ultraderechista que sería el encargado de liquidar a la
"subversión", encuadrado en el viraje autoritario del
nuevo gobierno.

Como parte de la nueva etapa, el gobierno convocó a los
militares a que abandonaran su "profesionalismo" para
involucrarse en el apoyo político al nuevo gobierno.

En el área económica el giro completo a la
derecha era difícil, porque implicaba una
confrontación abierta con los sindicatos, cuya postura era
cada vez más distante del gobierno.

Para zanjar la situación, "Isabel" Perón
nombró como ministro de Economía a Alfredo
Gómez Morales, un veterano cuadro del peronismo que
había sido ministro de Finanzas entre 1949 y 1952, es
decir en la etapa en que Perón había intentado
modificar el rumbo económico de su gobierno. Gómez
Morales adscribía a un enfoque más ortodoxo que
Gelbard, pero era esencialmente un moderado que gozaba de
respeto tanto
dentro como fuera del justicialismo. Se trataba de un hombre ideal
para calmar los ánimos y durante algunos meses lo
logró.

El nuevo ministro comenzó una
gestión para obtener del FMI un crédito
internacional "stand by" que no llegaría, mientras
intentaba establecer nuevos acuerdos de precios y salarios, con
retoques moderados.

El sistema económico había acumulado tensiones
por obra del Pacto Social que -aunque roto en la práctica-
seguía vigente, junto con el sostenimiento de un tipo de
cambio fijo, que terminó revalorizando el peso frete al
dólar.

El "Pacto Social" entre la CGT y la CGE volvió a
reeditarse el 1º de noviembre de 1974. En el mismo se
acodaba un aumento salarial y beneficios sociales adicionales, lo
que aun así no alcanzaba para cubrir las expectativas del
sector sindical, que propuso a Isabel Perón la
"argentinización" de la economía. Esto
incluía la nacionalización de bancos que
habían sido adquiridos por capitales extranjeros durante
el onganiato; la anulación de contratos con ITT y Siemens
para proveer a la empresa nacional de teléfonos (ENTEL) y
la nacionalización de estaciones de servicio de
Esso y Shell.

A estas alturas la confusión era mayúscula, pero
la economía todavía se sostenía en pie.
Impulsado por el consumo y un nuevo aumento de las exportaciones,
en 1974 el producto bruto
interno creció un inesperado 6%. Pero como
también las importaciones habían aumentado -en
parte alentadas por el atraso cambiario- el saldo comercial se
había deteriorado abruptamente y, junto con el proceso de
salida neta o fuga de capitales, empujaba hacia abajo las
reservas. Las presiones para que el gobierno devaluara la moneda
eran crecientes.

En medio de la turbulencia, los aumentos salariales le
habían ganado la carrera a los precios, que ese año
"sólo" se habían incrementado un 24%. Así,
el salario real tuvo un alza del 25% y la participación de
los asalariados en el ingreso nacional alcanzó al 47%, uno
de los puntos más altos de la historia, aunque poco
habría de durar.

El déficit fiscal del Gobierno Nacional superó
ligeramente el elevado nivel del año anterior y fue
financiado en gran parte con emisión monetaria. En medio
del descontrol y las luchas por el poder se incorporaron casi
102.000 nuevos agentes públicos.

La desequilibrada situación fiscal impulsó un
crecimiento del 33% (1.132 millones de dólares) en la
deuda externa,
inaugurando un vertiginoso sendero ascendente.

La época arrojaba señales
contradictorias. Como si nada ocurriera, un nuevo fenómeno
de consumo tuvo inicios en estos tiempos turbulentos: los
viajes
turísticos de la clase media al exterior, incentivados por
un tipo de cambio artificialmente favorable. Entre agosto de 1974
y el primer trimestre de 1975, los argentinos gastaron alrededor
de 200 millones de dólares fronteras afuera, un 10% de las
reservas.

(1975) El año 1975 fue posiblemente uno de los
peores momentos de la historia
argentina, cuando se combinaron un enfrentamiento completo
entre diversos sectores políticos, un clima de violencia
creciente -con un saldo de centenares de muertos-, la ineptitud
instalada en el máximo nivel de gobierno y la
economía precipitándose al abismo.

El reajuste permanente de precios y salarios se inició
con un aumento de éstos últimos del orden del 20%
en el mes de marzo. En abril se tornó impostergable
devaluar la moneda y el gobierno corrigió el tipo de
cambio de $ 10 a $ 15 por dólar. Entre enero y mayo los
precios aumentaron un 33 por ciento.

El saldo de la balanza comercial se deterioraba
rápidamente. Las exportaciones caían por el efecto
combinado de las ventas externas no registradas y el deterioro de
los precios de los "commodities". Las importaciones aumentaban
por el tipo de cambio artificialmente bajo y el aumento del
precio del
petróleo.

Para agravar el panorama, el año 1975 presentaba muchos
vencimientos de los compromisos externos. El 25 de marzo, el
presidente del Banco Central, Ricardo Cairoli, advirtió
sobre una peligrosa reducción de las reservas
internacionales del país. Estas habían caído
a la mitad de su nivel de comienzos de año.

Gómez Morales -en viaje a los Estados Unidos-
declaró:

Argentina necesita nuevos créditos para ir compensando
parcialmente el esfuerzo de pagar con toda puntualidad los
servicios de amortización e intereses de la deuda externa,
sobre todo en los próximos tres años. Los
préstamos tenderán a facilitar un mejor
escalonamiento de la deuda, cuyo principal defecto no es su
magnitud, sino la distribución en los cuatro años que
vendrán.

Pese a presentar su "Plan de Coyuntura", la suerte de
Gómez Morales estaba echada. Las exhortaciones del propio
Partido Justicialista y de sus dirigentes no eran escuchadas. El
mercado negro alcanzaba el 40% de las operaciones
comerciales.

La devaluación de marzo se había licuado por el
aumento de precios. Para contener el descontento popular se
abrieron negociaciones colectivas de salarios que
rápidamente se empantanaron.

Finalmente, Gómez Morales renunció el 2 de
junio. Lo sucedió Celestino Rodrigo, entonces funcionario
de López Rega en el Ministerio de Bienestar Social. Con
él la ultraderecha se apoderó de la
situación y produjo uno de los episodios más
traumáticos de la vida económica y social del
país: el "rodrigazo".

Decidido a "sincerar" las variables,
Rodrigo impulsó una devaluación del 100% que fue
acompañada de un aumento de las naftas del orden del 175%,
de la energía
eléctrica del 76% y del transporte entre un 80% y
120%. La tasa de
interés se elevó un 50 por ciento.

En un primer momento el gobierno intentó suspender las
paritarias y desconocer los acuerdos alcanzados en algunas de
ellas. Pero rápidamente debió desistir de su
propósito frente a una ola de protesta que encontró
unidos en la calle a los sindicatos y las agrupaciones de
izquierda.

La dirigencia cegetista convocó, por primera vez en
toda la historia una huelga general de 48 horas -con
movilización a la Plaza de Mayo- en contra de un gobierno
justicialista. Sin embargo, la CGT declaró que el llamado
a la protesta tenía como objetivo "apoyar a la
presidenta", en contra de López Rega y Rodrigo,
delimitando la pugna interna del débil gobierno.

A raíz de la protesta popular que invadió el
propio Ministerio de Economía y casi lincha a Rodrigo,
comenzó a gestarse un clima de golpismo.

La presión
sobre el gobierno precipitó la renuncia de todo el
gabinete y se comenzó a generar un vacío de poder
que iría en aumento. Para disminuir la tensión,
López Rega literalmente huyó del país bajo
la figura de "embajador itinerante".

La gestión de Rodrigo duró 50 días, pero
más efímera fue la de su sucesor, Pedro Bonanni,
que en los 23 días que estuvo apenas llegó a ocupar
su despacho.

En julio, los precios aumentaron 35% y en los doce meses
siguientes escalaron una magnitud hiperinflacionaria: 476 por
ciento.

Atemorizados frente al caos, la Presidenta y sus allegados
nombraron en el Ministerio de Economía a Antonio Cafiero,
que contaba con la confianza de las 62 Organizaciones (poderoso
agrupamiento sindical). Lo secundaba Guido Di Tella, como una
señal para que el empresariado no se alarmara más
de lo que estaba. A su gestión se sumó como
ministro de Trabajo otro abogado de las 62, Carlos Ruckauf.

El nuevo equipo económico enfrentaba una
situación crítica en materia fiscal, en el sector
externo y en el terreno de la inflación. Pero,
además, la economía había dejado de crecer y
se precipitaba a una recesión.

Cafiero aumentó considerablemente las asignaciones
familiares y suscribió un "Acta de Compromiso Social
Dinámico" entre empresarios y sindicalistas.

A diferencia de la política de "shock" seguida por su
antecesor, el nuevo ministro optó por un enfoque
gradualista. Una pieza esencial de este esquema fue la
indexación de la economía, un mecanismo que
contemplaba el reajuste por inflación de los precios,
tarifas y otras variables, evitando los escalones bruscos que
habían sido tan traumáticos. Salvo cortos
períodos, la indexación formó parte de la
cultura
económica de los argentinos durante los veinte años
siguientes.

En el campo empresarial, la Unión Industrial Argentina,
la Cámara de
Comercio y la Sociedad Rural Argentina formaron la Asamblea
Permanente de los Grupos Empresariales (APEGE) para hacer frente
a lo que quedaba de la CGE, al sindicalismo
peronista y a la impotencia estatal.

Absolutamente desbordada, Isabel Perón solicitó
licencia en septiembre de 1975 y se mantuvo dos meses alejada del
gobierno. El Poder
Ejecutivo quedó en manos de Ítalo Argentino
Luder, presidente del Senado y un hombre muy respetado dentro del
justicialismo.

Durante este período el gobierno emitió tres
decretos ordenando a las Fuerzas Armadas que intervinieran en la
lucha contra los grupos armados. En ese contexto, el
Ejército concretó en Tucumán el "Operativo
Independencia", un amplio despliegue militar que
produjo grandes bajas en las organizaciones guerrilleras.

A partir del 23 de octubre, un paro ganadero
puso a prueba los reflejos del gobierno. En diciembre de 1975 la
APEGE decidió enfrentarse con los sindicatos,
negándose a cumplir con los aumentos de salarios y las
cargas adicionales. Las amenazas de "paro patronal" (lock out) se
reiteraron e incluso la más oficialista CGE sufrió
la desafiliación de nueve federaciones provinciales, que
veían con malos ojos el avance del sindicalismo.

Casi milagrosamente, Cafiero
logró obtener apoyo externo por parte del FMI que le
otorgó un préstamo de 250 millones de
dólares. Pero, naturalmente, no pudo evitar que la
economía cayera un 0,7%, el salario real descendiera 6% y
el déficit del sector público alcanzara un 13% del
PIB, desequilibrio hasta entonces sin precedentes en la historia
argentina.

En un intento desesperado por contener el golpe, el 18 de
diciembre de 1975 el gobierno anunció que el 17 de octubre
del año siguiente tendrían lugar las elecciones
para renovar autoridades nacionales. El anuncio fue recibido con
frialdad y no modificó la conducta de ninguno de los
actores sociales.

(1976) A poco de iniciado 1976, los empresarios de la
APEGE impulsaron con agresividad nunca vista, el "lock out" con
el que venían amenazando. El 2 de febrero la CGE no se
quedó atrás y sus adherentes decidieron la
resistencia al pago de los impuestos y planearon apagones y
cierre de negocios.

El 3 de febrero de 1976, Antonio Cafiero se alejó del
gobierno. A su partida también contribuyó una
campaña de hostigamiento del entorno de Isabel
Perón.

Veinticuatro horas después, el sillón
ministerial fue ocupado por Emilio Mondelli, quien lideraba el
Directorio del Banco Central desde la gestión de Bonanni.
Al llegar, se encontró con que los ingresos eran muy
inferiores a las erogaciones y declaró: "Sin que yo diga
que los argentinos somos los que tenemos la culpa de lo que pasa,
sin buscar culpas ni hacer imputaciones, reconozcamos que no
viene todo de una actitud del exterior. Estos hechos argentinos
han destruido el crédito".

Mondelli procuró poner en marcha un "Programa de
Emergencia" que incluía un menú clásico:
aumento de salarios, devaluación, aumento de tarifas.
Nadie lo tomó seriamente.

La inflación se realimentaba y convalidaba con una
emisión monetaria imparable, única manera de hacer
frente a las obligaciones
internas de un Estado impotente, vacío de poder e incapaz
de aplicar una política económica que tuviera
mínima coherencia y cuya deuda externa seguía
creciendo.

El golpe se venía planeando desde comienzos de 1975.
Martínez de Hoz en persona
reconocería más tarde que su programa de
económico fue elaborado por miembros de la APEGE desde ese
momento.

Seguramente Isabel Perón no se asombró cuando en
la noche de marzo de 1976, le informaron que había dejado
de ser presidenta. Para la sociedad éste era un final
previsto, que nuevamente fue recibido con extraordinaria
indiferencia.

Una gran parte de los argentinos aceptó y saludó
el golpe militar de 1976. Esta vez sus actores no se
habían apresurado, por el contrario, esperaron hasta que
la situación de desgobierno, violencia y crisis
económica fuera de tal magnitud que su llegada se
recibiera casi con alivio.

Para comandar esta etapa los líderes militares
eligieron al general Jorge Rafael Videla, ex Comandante en Jefe
del Ejército, que gozaba de gran predicamento entre sus
pares. Lo acompañaban en la Junta Militar el almirante
Emilio Massera y el brigadier Orlando Agosti.

Con la dinámica acostumbrada, el gobierno
disolvió el Congreso Nacional e intervino las empresas del
Estado, provincias, universidades, gremios y organizaciones
empresariales. Numerosos dirigentes políticos y sindicales
fueron encarcelados y sus bienes confiscados.

En 1976 la represión se cobró 4.000 vidas y un
número hasta entonces desconocido de "desaparecidos". Una
gran cantidad de argentinos marchó también al
exilio.

Sobre ese escenario de disciplinamiento de la sociedad, el
ministro de Economía, José Alfredo Martínez
de Hoz, abogado especializado en Derecho Agrario,
desarrolló el Programa de Recuperación, Saneamiento
y Expansión de la Economía.

Las Fuerzas Armadas se habían identificado
tradicionalmente con una orientación económica
nacionalista y estatista. Pero esta vez las cosas serían
diferentes, el programa que se ponía en marcha se asentaba
sobre dos ejes rectores: la acción
subsidiaria del Estado y la apertura de la economía.

Varios de los integrantes del equipo de Martínez de Hoz
adherían a una corriente económica conocida como
Escuela de
Chicago, por tener su base en la universidad del
mismo nombre. Esta escuela data de la década de 1930 y
-sintéticamente- se basa en tres pilares: confía en
la teoría
neoclásica de los precios para explicar las conductas
económicas; cree en la eficacia del
mercado libre para asignar recursos y distribuir el ingreso, y
propugna minimizar el rol del Estado en la actividad
económica.

En su profundo antiperonismo, los sectores hegemónicos
de las Fuerzas Armadas echaban por la borda viejas convicciones y
las sustituían por un nuevo credo de destino
incierto.

Frente al descalabro económico del gobierno de Isabel
Martínez de Perón, no era difícil elaborar
un diagnóstico económico con consenso.
La ocasión fue aprovechada para introducir un discurso
teñido de un profundo ideologismo que, con gran
simplicidad, propugnaba que si el Estado dejaba de interferir con
la actividad privada y la economía era sometida a una
"sana" competencia
externa, la Argentina tenía por delante un destino de
grandeza. Debían mediar, además, naturalmente,
criterios elementales de equilibrada administración fiscal que -dicho sea de
paso- jamás habrían de imponerse.

Una vez más, se trataba sencillamente de descorrer el
velo que impedía disfrutar de un país rico.

El plan que puso en marcha Martínez de Hoz había
sido elaborado por la APEGE y fue expuesto a la población
a través de un extenso discurso de dos horas y media de
duración, que atravesó la medianoche del 2 de abril
de 1976.

Las medidas inmediatas incluían básicamente:
liberación de precios, aumento de tarifas de servicios
públicos y combustibles, reforma impositiva y la
anulación de las negociaciones salariales,
reemplazándolas por un sistema de fijación de
remuneraciones por decisión del gobierno. También
se disponía una importante devaluación -que
llevó al doble el tipo de cambio- y un proceso de
unificación del mercado cambiario.

En el corto plazo, la principal preocupación
seguía siendo la inflación; que en el mes de marzo
había llegado al 38% y su principal causa era el enorme
déficit fiscal, financiado básicamente con
emisión monetaria. El alza de precios resultante
inducía aumentos salariales, generando una incontrolable
espiral ascendente.

La elevada inflación impulsaba también una
fuente adicional de desequilibrio fiscal, dado que los ingresos
percibidos por el Estado no se actualizaban
instantáneamente, en su totalidad, debido a la tasa de
inflación y, en cambio, se debía hacer frente a
gastos que eran mucho más sensibles a los ajustes de
precios y salarios. Además, los contribuyentes
tendían a atrasarse en el cumplimiento de sus obligaciones
fiscales, dado que el régimen de castigos era débil
y encontraban aplicaciones financieras sumamente rentables a
corto plazo para tales recursos.

Frente a esta situación, el gobierno puso en marcha de
manera inmediata una reforma tributaria que gravó la
transferencia de activos
financieros (acciones, etc.), los créditos bancarios, el
patrimonio y
la propiedad inmobiliaria. También se aumentó del
13% al 16% la tasa del impuesto al valor
agregado y se establecieron ajustes periódicos de las
tarifas de los servicios públicos.

Unos meses después, en agosto de 1976, se
sancionó una nueva Ley de Inversiones Extranjeras, de
dirección opuesta a la establecida en 1973, que facilitaba
y promovía el ingreso de capital externo. Una vez
más, en el corto plazo de tres años, el país
daba un giro completo en un tema crucial.

Paulatinamente, las medidas impulsaron un descenso de la
inflación. En abril los precios se incrementaron un 33% y
en los meses siguientes hasta fin de año el promedio de
aumento fue del 8% mensual. Pero el año cerró con
un 444% de inflación, un nivel hasta entonces nunca
registrado en la historia argentina. La variable de ajuste de
este proceso fue el salario, que en sólo doce meses
perdió el 40% de su capacidad adquisitiva. Es
difícil encontrar asidero teórico a un esquema de
política económica que propugnaba la libertad de
mercado y liberaba los precios, pero mantenía congelados
los salarios. No sería la única inconsistencia.

No obstante, en junio de 1976 los
esfuerzos de ordenamiento recibieron el apoyo del FMI, que
otorgó un financiamiento de 300 millones de
dólares, la mayor suma asignada hasta ese momento a un
país latinoamericano. A eso se sumaron 1.000 millones
adicionales aportados por bancos privados.

A pesar de los logros iniciales, la inflación
seguía mostrándose indómita. El gobierno
tenía la tesis de que
una amplia conexión comercial y financiera de la Argentina
con el mundo daría como resultado una "convergencia" de la
inflación interna con la internacional y progresivamente
fue dando pasos en esa dirección.

Así, a fines de 1976 se anunció una primera
regla de devaluación, que consistía en que la misma
tendía un ritmo igual a la tasa de inflación
interna menos la tasa de inflación internacional.

Más allá de que se basaba en supuestos
incorrectos, como habría de quedar demostrado por la
realidad, el mecanismo, de carácter gradualista, no perecía muy
propio de un gobierno autoritario. Sin embargo, el tremendo
ajuste inflacionario de medidos de 1975 había dejado una
lección de prudencia en este terreno. Además,
concentradas en la represión, las autoridades
pretendían el acompañamiento de un frente
económico calmo.

Simultáneamente, el gobierno se decidió a poner
en práctica lo que sería luego la primera etapa de
apertura de la economía: una rebaja generalizada de los
aranceles de importación del 94% al 53%. La medida fue
acompañada también de la liberación de otras
restricciones cambiarias y financieras sobre las compras en el
exterior.

Muy sutilmente se produjo un cambio conceptual de importancia
en el uso de los aranceles del comercio exterior, que son
naturalmente una herramienta para el desarrollo económico.
Esto es lo más relevante.

Como se recordará, hasta bien entrado el siglo XX, las
tarifas aduaneras tenían como propósito principal
proveer de ingresos al gobierno y poco atendían a la
cuestión de la protección a la producción
nacional. Ése fue el tema primordial en los alegatos de
Carlos Pellegrini a favor de la industria.

Ahora, nuevamente, el nivel de los aranceles pasaba a estar
vinculado a consideraciones ajenas al desarrollo productivo y se
definía exclusivamente por el objetivo de abatir la
inflación.

Al terminar 1976, algunas de las variables de la
economía mostraban una inflexión positiva respecto
de los resultados de 1975. El producto bruto
interno cayó un 0,4% -menos que el año anterior- en
lo que influyó el deterioro de la industria, mientras que
el sector agropecuario protagonizaba una recuperación. La
caída de la industria era producto de la
contracción del 12% en el consumo privado que el
congelamiento de salarios había producido, pero, a cambio,
la inversión privada comenzaba a recuperarse de la mano de
la confianza que el programa económico inspiraba en el
sector empresarial.

La reducción del consumo también influyó
en la caída del 23% en las importaciones. Las
exportaciones, en cambio aumentaron un 44%. Buenas condiciones
climáticas y un mejor ánimo de los productores
agropecuarios habían generado en 1976-1977 una cosecha de
cereales 40% superior al promedio de los siete años
anteriores. El "milagro argentino" había vuelto a
producirse y el saldo de la balanza comercial fue positivo en 883
millones de dólares. Con ese impulso y los
préstamos externos recibidos, las reservas internacionales
del país se fortalecieron sustantivamente. En materia
fiscal, en cambio, el déficit fue de casi el 14% del
PBI.

Desde un primer momento, el gobierno recibió un
creciente cuestionamiento internacional por sus prácticas
represivas. Se diseñó así una estrategia en
dos tiempos, que consistía en acelerar lo más
posible la "lucha antisubversiva" para luego entonces proceder a
una profundización del programa económico.

La reciente aparición de documentos
reservados del Departamento de Estado de los Estados Unidos
refleja bien ese proceso. A principios de octubre de 1976 el
canciller Guzzetti se entrevistó con el secretario de
Estado Henry Kissinger que literalmente le dijo:

Nuestra actitud básica es que queremos que tengan
éxito (.) Lo que no se entiende en los Estados Unidos es
que Uds. tienen una guerra civil.
Leemos acerca de los problemas de
derechos
humanos, pero no sobre el contexto. Cuanto más
rápido Uds. triunfen será mejor (.) El problema de
los derechos humanos está creciendo. Si pueden terminar
antes que el Congreso regrese de vacaciones, mejor. Si pueden
restablecer algunas libertades eso también
ayudaría.

(1983) Las elecciones convocadas para octubre de 1983
volvieron a tener como principales protagonistas a los dos
grandes partidos de la Argentina contemporánea. En la
Unión Cívica Radical se había dado un cambio
importante. Después de la muerte del
ancestral caudillo Ricardo Balbín, en 1981, se produjo un
proceso de renovación interna que consagró el
liderazgo de
Raúl Alfonsín.

A la cabeza de la fórmula justicialista fue encumbrado
Ítalo A. Luder, un abogado de larga trayectoria
partidaria, que en la tumultuosa gestión de principios de
1976 había sido presidente del Senado y sustituyó a
Isabel Perón al frente de la presidencia durante sus
ausencias temporarias.

Con sus discursos
encendidos y su enorme carisma, Alfonsín logró
captar la voluntad mayoritaria de los millones de argentinos que
se conmovían cada vez que sus intervenciones
concluían con la cita del Preámbulo de la Constitución Argentina.

Finalmente, el gran día llegó y el 30 de octubre
de 1983 el radicalismo recibió casi el 52% de los votos
contra el 40% del justicialismo. La victoria se extendió a
ocho gobernaciones provinciales, pero fue menos rotunda a nivel
legislativo. En la Cámara de Diputados la UCR obtuvo una
ajustada mayoría de 129 diputados sobre 254 y en el Senado
18 de las 46 bancas.

En su discurso inaugural -el 10 de diciembre de 1983- el
presidente Alfonsín hizo una cruda descripción de la situación
económica: "El estado en que las autoridades
constitucionales reciben el país es deplorable y, en
algunos casos, catastrófico, con la economía
desarticulada y deformada, con vastos sectores de la
población acosados por las más duras
manifestaciones de empobrecimiento"

Los temas clave eran el combate a la inflación a
través de la disciplina
fiscal y el problema de la deuda externa. Los registros de la
deuda heredados del gobierno militar eran caóticos y las
motivaciones de muchos préstamos más que dudosas,
de modo que el gobierno adoptó el enfoque de identificar
la porción "legítima" de la misma y honrar los
compromisos sin afectar el crecimiento de la economía.

El programa esbozado por el Presidente también
ponía en alto un objetivo de equidad y de
recuperación productiva. En este último plano los
planteos eran, en general, poco precisos. La defensa de la
producción nacional a través de la
protección arancelaria y una profundización de la
sustitución de importaciones eran los mensajes más
concretos en materia industrial, mientras que para el agro se
propiciaba la modernización tecnológica con el
apoyo del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria
(INTA).

El mensaje del Presidente se detenía poco en la vital
cuestión de la inserción internacional del
país. Fronteras afuera, la
globalización avanzaba implacablemente sin que la
Argentina tuviera un proyecto frente a ese mundo cambiante.

Así como en el plano político institucional el
nuevo mandatario se mostraba convencido y desafiante, en lo
económico el tono era predominantemente defensivo.

Para acompañarlo en su gestión, Alfonsín
eligió un gabinete que combinaba figuras tradicionales del
radicalismo con algunos nuevos cuadros. Bernardo Grispun, un
hombre de larga militancia partidaria, fue designado al frente
del Ministerio de Economía.

(1984) Los primeros pasos del gobierno se encaminaron
frontalmente hacia la delicada y trágica cuestión
de los derechos humanos, un inevitable punto de
confrontación con las Fuerzas Armadas, que consumió
muchas de sus energías y fue fuente de inestabilidad
virtualmente durante todo su mandato.

Apenas asumió, el gobierno derogó la ley de
"autoamnistía" promulgada por el gobierno militar poco
antes de dejar el poder y decretó la detención de
la anterior cúpula militar y de un grupo de jefes de las
organizaciones guerrilleras.

Superado el primer momento de euforia, con el retorno de la
democracia y
las primeras medidas de gobierno en el terreno político,
la dura realidad económica comenzó a acosar a la
flamante administración en un contexto en que el ingreso
por habitante era igual al de 15 años atrás y el
volumen de la
producción industrial similar al de 1972.

La gestión cotidiana de la economía pronto se
reveló más compleja que la retórica
electoral. Ni dentro ni fuera del gobierno abundaban las ideas de
cómo enfrentar la situación.

Pocos días antes del inicio del
mandato de Alfonsín, el economista y ex ministro Aldo
Ferrer publicó un ensayo donde
describía con crudeza los problemas que enfrentaba la
economía. En su visión, existían tres
opciones: el ajuste estabilizador, es decir la receta
clásica del FMI, que en el corto plazo necesariamente
implicaba una contracción de la economía; el ajuste
inflacionario, que consistía en apelar a la emisión
para eludir el ajuste fiscal y obtener así los recursos
para el pago de la deuda -cuyas consecuencias, según
advertía el autor, serían tan devastadoras como en
la Alemania de la década de 1920- y una solución
nacional independiente.

Esta última consistía en un ajuste fiscal, que
incluía como pieza central una refinanciación de
los intereses de la deuda, el racionamiento de las divisas
provenientes del comercio exterior y un redimensionamiento del
sistema financiero para disminuir sus costos. En la
concepción de Ferrer, la refinanciación de la deuda
debería ser negociada, pero si ello no se lograba
"había que prepararse para lo peor", es decir, vivir al
contado en materia de pagos externos: "vivir con lo nuestro",
como rezaba el título del libro. Es
bastante probable que el ministro Grispun haya leído un
poco superficialmente la tesis de Ferrer, porque en los meses
siguientes intentó casi simultáneamente los tres
caminos, naturalmente incompatibles entre sí. El ministro
de economía adoptó el peor de los rumbos:
amenazó con la rebeldía, pero se mantuvo dentro de
los cánones convencionales.

Apoyado en el enfoque de cuestionar el origen espurio de la
deuda, el gobierno se involucró en iniciativas
políticas, incluso a nivel internacional, tendientes a
logar aprobación para una moratoria internacional.

Simultáneamente, Grispun dispuso
la suspensión del pago de los intereses de la deuda hasta
el 30 de junio de 1984, con el objetivo de evaluar su monto y
legitimidad, dejando en claro que el gobierno argentino no
emplearía sus reservas para cancelar intereses
atrasados.

Naturalmente, esto introdujo enorme
tensión en las negociaciones internacionales, en especial
porque se bordeaba una virtual declaración de "default"
frente a los vencimientos que tenían lugar a principios de
1984. Esta circunstancia pudo ser superada mediante un
"crédito puente" de 500 millones de dólares que
efectuaron en conjunto los gobiernos de Venezuela,
Colombia,
Brasil,
México, Estados Unidos y, en menor medida, algunos
acreedores. Como prueba de buena voluntad, el propio gobierno
argentino se "autoprestó" 100 millones de ese total
apelando a sus menguadas reservas.

La posición del gobierno era
obtener que los pagos no superaran el 15% del valor de las
exportaciones y conseguir la formación de un "Club de
Deudores", para enfrentar en conjunto el problema de la
deuda.

En especial, las negociaciones con el
FMI se desarrollaron en medio de extremas dificultades y dieron
lugar a que, a mediados de año, el Ministerio de
Economía enviara una carta de
intención unilateral, es decir no consensuada previamente,
que no mereció consideración por el
organismo.

El gobierno realizó algunos intentos para crear un
marco de apoyo regional para el tratamiento heterodoxo de la
deuda, como la reunión de varios países
latinoamericanos en lo que se denominó el Consenso de
Cartagena, a mediados de 1984. Pero los apoyos que recibió
fueron tibios. Nadie quería una confrontación
abierta con los acreedores y, finalmente, Alfonsín
optó por encauzar las negociaciones por los carriles
convencionales y -previo el cumplimiento de un conjunto de
condiciones- en diciembre de 1984 el FMI aprobó un nuevo
acuerdo.

Mientras estas escaramuzas agitaban el frente externo, a nivel
nacional el equipo económico adoptó un enfoque
gradualista para atacar la crisis; consistía
básicamente en ajustar, de manera supuestamente
decreciente respecto de la inflación, las demás
variables de la economía. A ello debían contribuir
cuestiones tales como los controles de precios, que pronto se
convirtieron en una suerte de carrera de obstáculos sin
mayor efectividad.

Desde marzo de 1984, el gobierno inició un proceso de
concertación con los sectores empresarial y sindical, que
probablemente tenía como imagen el
hispánico Pacto de la Moncloa, aunque -muy lejos de
éste- el émulo doméstico se vio sumido en el
fracaso.

Después de una leve respuesta positiva inicial, el alza
de precios adquirió nuevo impulso, en medio de una
situación económica que se revelaba fuera de
control. La reacción sindical no se hizo esperar. En
septiembre la CGT realizó el primero de los 14 paros
generales de protesta que acosaron al gobierno de
Alfonsín.

Como a lo largo de casi todo su gobierno, Alfonsín
procuró un complejo equilibrio entre la desafiante
situación política y la indómita
economía. A fines de 1984 los precios mostraban un
meteórico 688% de aumento respecto de doce meses
atrás y a lo largo del año el dólar
había pasado de 23 a 179 pesos argentinos por unidad. Esto
ya no era toda herencia y la
población comenzó a computarlo en el pasivo del
gobierno. La economía exhibía un desempeño frágil, con señales
preocupantes en varios frentes. En 1984 hubo un ligero
crecimiento del 2,5% sostenido por el consumo y por el buen
desempeño del sector agrícola, pero la
inversión -signo inequívoco del clima de negocios-
se contrajo fuertemente frente a la mirada impávida del
gobierno, cuya precaria situación fiscal no pudo impedir
que la propia obra pública cayera un 36 por ciento.

El mantenimiento
de un buen saldo de comercio exterior, bastante similar al del
año previo, y la asistencia financiera externa permitieron
cerrar las cuentas sin
llegar a un colapso.

Una parte importante del incremento de las exportaciones
provino del sector agrícola, más precisamente de
los cultivos de los oleaginosos, un firmamento donde la soja comenzaba a
brillar. Las exportaciones de ese producto aumentaron un 65% y la
producción alcanzó los siete millones de toneladas
sobre un total de 31 millones para todos los cultivos.

Socialmente, el gobierno podía exhibir que, pese a la
situación, el desempleo había disminuido de un 4,2%
a un 3,8% y el salario real había aumentado casi 9%.
También había comenzado a cumplir una de las
promesas de la campaña y el Plan Alimentario Nacional se
instalaba como paliativo de la deteriorada situación
social que había generado el proceso de
desindustrialización de los años previos.

El acuerdo con el FMI introdujo conflictos en
la mesa de concertación. Los sindicalistas se sintieron el
"pato de la boda" y señalaron los efectos recesivos de los
compromisos contraídos por el gobierno. En una
posición también crítica, aunque no
rupturista se manifestaron las organizaciones representativas del
campo, la el comercio y la industria. Un extraño efecto
tuvo lugar entonces: los sindicalistas y varias asociaciones
empresariales aparecieron formando una suerte de frente
común.

A continuación del Acuerdo con el
FMI, el gobierno pudo cerrar las negociaciones por la deuda
externa con los bancos privados, que eran los principales
acreedores. El acuerdo incluía préstamos por 7.900
millones de dólares e involucraba virtualmente a toda la
comunidad
financiera internacional (bancos, Club de París,
organismos financieros internacionales y el propio
FMI).

(1987) Pero la fragilidad de la situación era
enorme. Era difícil conciliar el crecimiento de la
economía con la estabilidad de precios y el equilibrio en
las cuentas externas. Las exportaciones languidecían
afectadas por una caída del 20% en los precios
internacionales de los productos agropecuarios y un descenso de
la producción, como resultado de importantes inundaciones
en la provincia de Buenos Aires. Por
su lado, las importaciones aumentaban porque se requerían
más insumos para alimentar la mayor actividad
económica, al tiempo que el dólar que comenzaba a
estar barato favorecía el ingreso de bienes de consumo del
exterior. A su vez, la disminución del saldo comercial
dejaba menos divisas para afrontar el programa de pagos
externos.

Procurando no perder la iniciativa, el gobierno
instrumentó programas especiales de fomento a las
exportaciones y a la inversión, líneas de
crédito a tasas reguladas y un importante programa de
obras públicas.

Aunque la situación fiscal había mejorado,
resultaba claro que se requerían reformas estructurales en
el sector público. A ello apuntó la creación
de un Directorio de Empresas Públicas, bajo el cual se
colocarían las entidades en manos del Estado para avanzar
con el proceso de privatización total o parcial de
empresas como la telefónica (ENTEL), la siderúrgica
(SOMISA) y la línea aérea (Aerolíneas
Argentinas).

Uno de los frentes históricos de conflicto, la
explotación petrolera, adquirió un nuevo giro pro
mercado a través del denominado Plan Houston, que
equiparaba el precio del crudo local con el internacional y
permitía ampliar el cupo de las inversiones externas en
hidrocarburos.

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