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La "argentinización" de la economía mundial (página 13)




Enviado por Ricardo Lomoro



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Como ya había ocurrido anteriormente y seguiría
aconteciendo en el futuro, el nivel de expectativas de la
sociedad
estaba muy por encima de lo que la realidad cotidiana marcaba y
el gobierno era
crecientemente señalado como responsable por no encontrar
un camino de estabilidad y crecimiento.

Poco o ningún debate
existía acerca de las causas profundas del prolongado
estancamiento económico. Más aún, incluso en
una cuestión central como la deuda externa
-excepto en los círculos académicos- en el seno de
la opinión
pública y en los medios
políticos la discusión se había agotado con
señalar quién era el culpable del endeudamiento.
Poco importaba profundizar los desequilibrios que le
habían dado origen y que seguirían
alimentándola en el futuro.

El correlato de esta situación era la completa ausencia
de consensos, tanto entre los partidos
políticos como entre los sectores económicos y
sociales.

Mientras tanto, la Argentina
seguía su conflictiva trayectoria con el FMI y el resto de
los acreedores externos, quienes demandaban compromisos
difíciles de cumplir y políticas
que carecían de consenso interno. Como consecuencia, el
proceso de
renegociación pasó a tornarse casi
permanente.

Claro que, aunque la situación
Argentina tenía sus matices excepcionales, el problema de
la deuda también seguía un curso traumático
en buena parte de los países latinoamericanos. En
particular, las otras grandes economías de la
región, Brasil y México,
tampoco lograban estabilizar un arreglo.

A principios de
1987 el panorama de la economía lucía extremadamente
complicado. En el frente externo las exportaciones
agropecuarias -70% del total- seguían acusando el impacto
de los deprimidos precios
internacionales y la caída en la producción debido a factores
climáticos. El fenómeno inverso se daba del lado de
las importaciones.
Como la economía estaba en crecimiento, se
consumían más materias primas, bienes de
capital y de
consumo de
origen externo. El resultado era que el saldo comercial se
reducía abruptamente y, por lo tanto, las divisas
disponibles para el pago de las obligaciones
externas se tornaban exiguas.

No se requería demasiada imaginación para
advertir lo que ocurriría a continuación. En tales
condiciones arreciaban las presiones sobre el dólar, que a
su vez se trasladaba a los precios internos. Luego, la
economía dejaba de crecer, los ingresos fiscales
caían y el déficit aumentaba. Para financiar el
déficit era necesario apelar a la emisión monetaria
y con ello la hoguera inflacionaria volvía a alimentarse.
Era un ciclo que se repetía con frecuencia.

Procurando evitar este desenlace, el
gobierno firmó en enero un nuevo acuerdo con el FMI a fin
de obtener fondos frescos y, simultáneamente,
desplegó una nueva ronda con la banca privada. La
situación era tan extrema que, como las negociaciones con
los acreedores privados no progresaban a suficiente velocidad, en
febrero el gobierno apeló a un préstamo transitorio
(puente en la denominación técnica) de 500 millones
financiado por doce países.

La buena voluntad internacional no era
casual. Por esos días Brasil se declaró en
"default" en el pago de su deuda externa, de modo que la amenaza
de una crisis en gran
escala
introducía moderación en todos los actores.
Además, los resultados iniciales del Plan Austral
habían generado una importante dosis de credibilidad en
las autoridades económicas argentinas.

Finalmente, entre abril y mayo se pudo
llegar a un acuerdo con los acreedores que permitió
reestructurar la deuda y contar con nuevos
préstamos.

Para entonces la inflación había resurgido y el
equipo económico apeló a un nuevo congelamiento de
precios de escaso resultado.

A la debilidad en lo económico se sumó un nuevo
y grave amotinamiento castrense. El 15 de abril de 1987 el
coronel Aldo Rico ocupó el principal destacamento militar
-Campo de Mayo- reclamando el cese del enjuiciamiento a los
militares involucrados en la represión y el cambio de la
cúpula militar.

El motín no fue fácil de controlar. Todo
culminó en un episodio insólito, que revelaba la
precariedad institucional del país. El propio Presidente
se trasladó a la guarnición rebelde a negociar con
el militar sublevado. Pocos días después, sin
embargo, los altos mandos militares fueron sustituidos y el
gobierno envió al Congreso un proyecto de
Ley denominada
de Obediencia Debida, que ponía límites al
enjuiciamiento a los militares. La Ley fue aprobada en junio e
implicó un nuevo e irreparable costo
político para el gobierno.

Cuando unos días después de la
sublevación militar, el Presidente fue al Congreso a
pronunciar su habitual mensaje anual, entregó a los
legisladores un informe sobre la
situación económica que describía con
realismo los
problemas
existentes y procuraba abrir nuevos cauces en la política
económica.

El informe redactado por el Ministerio de Economía,
afirmaba:

En las condiciones presentes, con la memoria
todavía fresca de muchos años de inflación y
grandes fluctuaciones de precios relativos, el esfuerzo por
prevalecer en la puja distributiva lleva naturalmente a un
proceso de indexación generalizada. Por otro lado, una
economía demasiado cerrada al exterior como la nuestra
encierra en sí un alto riesgo
inflacionario. En ausencia de los mecanismos de regulación
que proporciona la oferta de
bienes del mercado externo,
los comportamientos colusorios de sindicatos y
empresas
suelen traducirse en aumentos de precios al consumidor.

Realmente, el efecto de los desequilibrios profundos de la
economía se potenciaba mediante el reiterado mecanismo de
aumentos salariales seguidos de incrementos de precios, que una y
otra vez concluían en una espiral ascendente de
inflación.

A partir de ese diagnóstico, el gobierno procuró
emprender un camino de apertura consensuada de la
economía. La cuestión no fue sencilla. Tras el
traumático final de las políticas aperturistas del
Proceso, buena parte del empresariado -y también del
sindicalismo
se resistía a una nueva exposición
a la competencia
externa

Las relaciones del gobierno con el sector agropecuario
también comenzaron a atravesar una etapa difícil.
Las organizaciones
agropecuarias se sentían marginadas de los distintos
procesos de
concertación y el deterioro de la situación
sectorial había elevado el tono de sus demandas.

La nueva política salarial (en
el marco de un sistema de
paritarias con "piso" y "techo") también estuvo
acompañada de la flexibilización de los controles
de precios. En el contexto de los desequilibrios reinantes, estas
señales
acentuaron la inflación y erosionaron aún
más la base de sustentación del gobierno.

La pérdida de popularidad se profundizó cuando
en julio se lanzó un nuevo conjunto de medidas
económicas, que introducía mecanismos mucho
más tradicionales de ajuste del lado de los gastos y los
ingresos fiscales.

Con esas decisiones en sus manos, el
gobierno volvió a renegociar el acuerdo con el FMI y
recibió algo de oxígeno
con la esperanza de pasar dignamente la prueba electoral de
septiembre de 1987.

Pese al esfuerzo, las elecciones arrojaron un crecimiento del
Partido Justicialista, que obtuvo el 41,5% de los sufragios y
trece gobernaciones, entre ellas la estratégica provincia
de Buenos Aires.
La Unión Cívica Radical recibió el 37,4% de
los votos, con lo cual en el Congreso Nacional la
oposición alcanzó la representación
mayoritaria y el gobierno quedó sumido en una profunda
debilidad.

Una vez que las elecciones quedaron atrás, el equipo
económico procuró poner en marcha una suerte de
quinta versión del Plan Austral que incluía el
tradicional congelamiento de precios y salarios,
aumentos de tarifas, un mayor grado de apertura de la
economía, liberación de las tasas de
interés y el abandono de un tipo de cambio
único.

Con estas medidas la inflación disminuyó y el
gobierno pudo concluir un nuevo año casi de pesadilla en
que la economía creció sólo un 2,2%,
sostenida en gran medida por la actividad de la construcción, a través de programas
oficiales de crédito
que costaron una importante emisión monetaria y
contribuyeron a la aceleración de los precios. El
déficit fiscal aumento
un 70% respecto del nivel del año previo y la mitad de ese
desequilibrio también se financió con
emisión. La inflación desanduvo el camino
descendente de 1986 y se empinó hasta el 175% a lo largo
del año. La economía había sido
transitoriamente salvada del colapso por el auxilio externo, pero
el fantasma de la hiperinflación rondaba nuevamente.

(1988) A comienzos de 1988 el gobierno no lograba
desanudar los renovados desequilibrios internos y externos de la
economía. Después de la derrota electoral de
septiembre de 1987 se había abierto una pequeña
ventana de diálogo
con el justicialismo que le permitió la sanción de
un nuevo paquete de impuestos a
cambio de una nueva Ley de Convenciones Colectivas de Trabajo y de
Asociaciones Profesionales, con lo que la negociación salarial fue devuelta al sector
privado.

El paquete impositivo incluía aumentos en el gravamen a
los combustibles, la tasa del impuesto al
cheque y el
retorno al denominado ahorro
forzoso. También formó parte del acuerdo una nueva
Ley de Coparticipación Federal de Impuestos en
sustitución de la que había dejado de herencia el
gobierno militar, poco antes de alejarse del poder en
1973.

El régimen de coparticipación define la distribución de impuestos entre la Nación
y las provincias y, por tanto, es una pieza central para la
administración económica del país. En la
ley sancionada en enero de 1988 se preveía que su vigencia
fuera transitoria, concretamente hasta fines de 1989, aunque
prudentemente también se establecía su
renovación automática si a su vencimiento no
era sustituida por una nueva norma. En efecto, no sólo
esta ley fue renovada automáticamente año tras
año desde 1989 hasta la actualidad (mediados de 2006),
sino que desde entonces se han dictado alrededor de 70 normas que
convierten al sistema de impuestos en un laberinto que refleja el
predominio de las negociaciones y equilibrios políticos
circunstanciales.

La pequeña victoria legislativa de principios de 1988
alentaba en el gobierno la esperanza de introducir algunas
reformas estructurales, sin las cuales era impensable retomar el
control de la
economía y, menos aún, una relación estable
con la comunidad
financiera internacional.

Era difícil lograr ese objetivo y,
para colmo, la democracia
ingresó nuevamente en zona de peligro. El 18 de enero de
1988, el ex teniente coronel Aldo Rico, cabecilla del alzamiento
de Semana Santa,
abandonó el arresto domiciliario en que se encontraba y se
acuarteló en el Regimiento 4 de Infantería de Monte
Caseros, volviendo a conmocionar a la opinión
pública. El levantamiento militar fue sofocado por las
fuerzas leales al gobierno, sin que se derramara sangre, pero
deterioró aún más la situación
interna y la imagen externa
del país.

A partir de abril el país
entró en una virtual cesación de pagos con el
exterior y los organismos financieros internacionales
interrumpieron los desembolsos de los préstamos acordados.
En particular, el FMI canceló la vigencia del acuerdo de
asistencia renovado pocos meses antes.

En agosto, el equipo económico ideó un conjunto
de medidas pomposamente denominadas "Programa para la
Recuperación Económica y el Crecimiento Sostenido",
que popularmente fue rebautizado como Plan Primavera,
posiblemente porque no era fácil entender en qué
consistían los cambios centrales y su rasgo más
distintivo era la proximidad con el respectivo equinoccio.

El centro del programa era un mecanismo de desdoblamiento del
mercado cambiario, en virtud del cual existía un tipo de
cambio oficial al que los exportadores debían liquidar sus
operaciones en
el Banco Central,
mientras que las divisas necesarias para las importaciones y las
operaciones
financieras se debían adquirir en el mercado libre con
un tipo de cambio flotante. De esta manera, el gobierno
recibía dólares "baratos" de los exportadores y se
los vendía más caros a los importadores y el resto
de los demandantes. Tal asimetría tenía el
propósito de impulsar una situación más
equilibrada en las cuentas
externas.

El esquema se completó con un acuerdo de precios por
180 días con los sectores empresariales para, una vez
más, desalentar la inflación, y fue precedido por
el correspondiente aumento de tarifas para socorrer a las
finanzas
públicas.

La gobernabilidad se complicaba día a día. Cada
una de las medidas era fuertemente resistida por los sectores
afectados. La administración del Estado se
paralizaba por las huelgas de empleados públicos en
demanda de
aumentos salariales y la enseñanza sufría los efectos de un
mes de paro de los
docentes. Los
industriales resistían los intentos del gobierno de
profundizar la apertura de la economía a la competencia
externa, agitando el fantasma de los tiempos del Plan de
Martínez de Hoz. Si el tipo de cambio se "atrasaba", los
exportadores se enardecían; especialmente los del sector
agropecuario, que veían esfumarse sus ingresos al vender
sus dólares al gobierno a un precio
artificialmente bajo.

En ese contexto, el Plan Primavera logró detener
durante algunos meses las trayectorias crecientes de la
inflación y del tipo de cambio. Los precios al consumidor,
que habían crecido un 27% en agosto de 1988, descendieron
al 6% a fines del año y el dólar, que
duplicó su valor durante
los primeros seis meses del año, se mantuvo relativamente
estable en el segundo semestre. Pero se trataba de un equilibrio
extremadamente precario.

Las negociaciones con los organismos
internacionales y con el comité de acreedores,
virtualmente se interrumpieron. El gobierno pudo avanzar con
esfuerzo en algunos acuerdos bilaterales con algunos de los
gobiernos agrupados en el Club de París. Inesperadamente,
en septiembre, el Banco Mundial
brindó una bocanada de aire fresco,
otorgando un préstamo de 1.300 millones de
dólares.

La otra buena noticia del año provino del sector
exportador. La fuerte devaluación de la moneda nacional en los
primeros meses del año, una sequía en Estados Unidos
que hizo subir los precios internacionales y mejores condiciones
climáticas en el país, impulsaron fuertemente las
exportaciones agrícolas, en especial las de oleaginosas y
aceites. También las ventas
externas de productos
industriales crecieron fuertemente. El resultado fue un ingreso
adicional de divisas por estos conceptos de 2.774 millones de
dólares, 43% más que el año anterior.

La administración estadounidense seguía
con preocupación el agravamiento de la situación en
la Argentina, en especial después que a mediados de
año Carlos Menem triunfara
en las elecciones internas del justicialismo, derrotando al
sector renovador de dicho partido, encabezado por Antonio
Cafiero. Por entonces, Menem -convertido en futuro candidato
presidencial del justicialismo- era visto como un dirigente
imprevisible, dueño de un discurso
errático y poco coherente.

En el sombrío panorama argentino casi no faltaba
ningún ingrediente. El 1º de diciembre de 1988 la
pesadilla golpista volvió a escena con una tercera
sublevación militar, protagonizada por efectivos de la
Agrupación Albatros de la Prefectura Naval Argentina y del
Ejército, bajo la conducción del coronel Mohamed
Alí Seineldín. Los rebeldes se agruparon en la
guarnición de Villa Martelli, en la que resistieron
durante cuatro días. La ciudadanía se movilizó nuevamente en
defensa de la democracia y, finalmente, las fuerzas leales al
gobierno lograron la rendición de los rebeldes.

Acosado por la situación fiscal, unos pocos días
después el gobierno rompió de forma unilateral el
frágil acuerdo de precios y tarifas, aumentando los
precios de los servicios
públicos.

El saldo del año era dramático, la
economía cayó casi un 3% y los precios minoristas
aumentaron 388%. Como en otras ocasiones, el inicio de 1989 se
insinuaba ardiente en todos los frentes.

(1989) No se habían acallado los clamores del
alzamiento de diciembre, cuando un minúsculo grupo de
izquierda, el Movimiento
Todos por la Patria (MTP), tomó por asalto el Regimiento
III de Infantería en La Tablada. La recuperación
del destacamento fue extraordinariamente sangrienta, agregando
conmoción especial a una sociedad atónita y sumando
una cuota más de desprestigio internacional.

Con el verano la demanda de energía
eléctrica crece, de modo que el saturado sistema de
centrales termoeléctricas colapsó y los cortes se
tornaron cada vez más frecuentes e imprevisibles. El
paisaje de las principales ciudades del país se
pobló de infinidad de generadores, con los cuales bancos,
comercios, hoteles y
multitud de otras actividades procuraron mantener una
mínima normalidad, mientras la desazón y el mal
humor se apoderaban de la mayoría de la población.

En este clima, la
continuidad del desequilibrio en las cuentas públicas y el
fracaso en las negociaciones internacionales acentuaron la
pérdida de confianza y con ella aumentó la compra
de dólares.

El 6 de febrero de 1989, el BCRA, que venía vendiendo
un promedio de 450 millones de dólares semanales, ya no
podía mantener la regulación cambiaria por falta de
divisas y, por lo tanto, se retiró del mercado.

Virtualmente sin herramientas
para hacer frente a la situación, sólo quedó
en pie un frágil sistema de doble mercado de cambios y un
casi simbólico control de precios.

El dólar inició una carrera ascendente que
llevó su precio en el mercado libre de 17 australes por
unidad en enero a 535 en junio, es decir que en sólo seis
meses aumentó alrededor del 2.100% o, lo que es lo mismo,
se multiplicó por 30, con el consiguiente efecto sobre los
precios. Había estallado la hiperinflación.

El naufragio del gobierno -y del país- arrastraba
inconteniblemente al candidato presidencial del radicalismo, el
por entonces gobernador de Córdoba, Eduardo César
Angeloz. El postulante radical, asesorado por quien estaba
postulado como su futuro secretario de Hacienda, Ricardo
López Murphy, colocó la cuestión fiscal en
el centro de la campaña, con la emblemática
consigna del "lápiz rojo", que simbolizaba el recorte del
gasto
público.

La propuesta era difícil de entender y de creer, pero
Angeloz estaba convencido de esta línea de trabajo y, a
fines de marzo, embistió contra el exhausto equipo
económico, provocando la renuncia del ministro
Sourrouille.

Era casi imposible encontrar un sustituto en esas
circunstancias y Alfonsín apeló a un veterano y
respetado cuadro del radicalismo, Juan Carlos Pugliese, quien a
la sazón era presidente de la Cámara de Diputados y
había sido ministro de Economía durante la
presidencia de Arturo Illia. En el ambiente
político Pugliese era conocido como "el maestro", por su
vocación por la búsqueda de consensos y su
habilidad como negociador.

A él le tocó iniciar el tránsito por la
hoguera hiperinflacionaria y conducir la economía hasta
las elecciones presidenciales convocadas para el 14 de mayo de
ese año.

La hiperinflación es el mayor desequilibrio que puede
enfrentar una economía. La definición que dan los
textos de la profesión al respecto es simple y en cierto
modo imprecisa: se trata de un aumento extremadamente
rápido en el nivel general de precios de los bienes y
servicios. No
hay una medida exacta de cuánto crecimiento de los precios
caracterizan a una situación hiperinflacionaria.
Convencionalmente se acepta que un número indicativo
podría ser un 50% mensual, aunque lo característico
de una hiperinflación es básicamente la
situación de descontrol.

No existe demasiada discusión acerca de cómo se
desata una hiperinflación. Más allá del
complejo sendero que conduce a una situación tan extrema,
el episodio final es siempre una emisión extraordinaria de
moneda por parte del gobierno, para financiar un creciente gasto
público que no logra contener, ni recaudar lo suficiente
por la vía de los impuestos o el endeudamiento.

La hiperinflación es fundamentalmente un
fenómeno de honda raíz política y con
frecuencia está asociada a la presencia de gobiernos
débiles y profundos conflictos
sociales e institucionales, que impiden adoptar las medidas
necesarias para que la emisión descontrolada de moneda
cese y los precios se estabilicen.

Hasta el siglo pasado los episodios hiperinflacionarios eran
poco frecuentes. La aparición de una serie de casos de
hiperinflación en períodos contemporáneos se
asocia, en buena medida, al desorden económico producto de
las guerras y sus
proyecciones en las respectivas posguerras. También se
vincula a la creciente importancia del dinero
fiduciario (aquel cuyo valor está determinado por la
confianza del público) en lugar del convertible (cuyo
valor está definido por el metal que lo respalda). En un
régimen de dinero fiduciario -como el que hoy predomina
absolutamente a nivel mundial- la magnitud de la emisión
depende de reglas autoimpuestas, que en una situación
extrema pueden ser vulneradas por el propio gobierno.

Después de la Primera Guerra
Mundial varios países europeos, como Austria,
Hungría, Alemania,
Polonia y Rusia
experimentaron procesos hiperinflacionarios. Hungría
volvió padecer esta situación en 1945-1946.

El caso de Alemania (1922-1923) es posiblemente el más
conocido, es algo así como el Titanic de la
economía.

La invasión (de las tropas francesas y belgas, en enero
de 1923, a la importante zona industrial del Ruhr) aceleró
el mecanismo de imprimir moneda para afrontar los compromisos de
pago, con el consiguiente impacto sobre los precios, a punto tal
que durante uno de los meses, en 1923, la inflación
llegó a 3,25 millones por ciento, una cifra difícil
de imaginar. En esos tiempos los obreros cobraban los sueldos
tres veces al día y sus esposas los esperaban en cada
ocasión en las puertas de las fábricas, para tomar
el dinero y
correr a comprar alimentos.

En la segunda hiperinflación que afrontó
Hungría, entre agosto de 1945 y julio de 1946, los precios
subieron un promedio de 19.800% por mes y en ocasiones llegaron a
triplicarse en un día.

En la década de 1980-1990 varios países
latinoamericanos, no sólo Argentina, experimentaron el
flagelo hiperinflacionario. En 1984-1985 Bolivia fue el
primero, con 23.447 de aumento en los precios durante los peores
doce meses.

Casi simultáneamente con la Argentina le tocó el
turno a Brasil, donde el Plan Verano, pensado por el presidente
Sarney para llegar a las elecciones, también se
derrumbó y la hiperinflación estalló a fines
de 1989, llegando a acumular un aumento de precios de 6.821%. El
siguiente en la lista fue Perú, que colapsó en
medio de una tasa del 12.378% anual de inflación.

Al igual que en todas las demás situaciones, la
hiperinflación tuvo en nuestro país un largo
período de gestación, que se remonta por lo menos
hasta los inicios de la década de 1970. A través de
más de quince años, los desequilibrios de la
economía estuvieron bordeando el descontrol, hasta que,
finalmente, en ese agitado mes de mayo de 1989 los precios al
consumidor aumentaron un 78,5%, marcando el inicio formal de uno
de los peores momentos de la historia económica
del país.

En el trasfondo del desarrollo del
proceso, uno de los impulsos principales provenía de la
inmanejable puja distributiva presente en la sociedad.

Frente a tamaña situación, el ministro Pugliese
y su equipo sólo disponían de un puñado de
medidas de escasa eficacia. El
tiempo de las
reformas estructurales había quedado atrás. El
gasto público aumentaba vertiginosamente, empujado por los
vencimientos cada vez más frecuentes de la deuda interna
contraída en períodos anteriores. Los bancos
demandaban cada vez más efectivo para hacer frente a las
astronómicas tasas de interés de
los depósitos a plazo fijo.

El Plan Pugliese contemplaba un mercado único y libre
de cambios, aumentos de tarifas y retenciones a las exportaciones
para mejorar los ingresos fiscales y el regreso a un sistema de
precios "administrados", que suponía autorización
de aumentos a medida que se iban produciendo los mayores costos.

Para la población, los aumentos de precios se
convirtieron rápidamente en una obsesión y el
principal y casi excluyente tema de conversación. Pero el
gobierno estaba lejos de poder detener una hiperinflación
que avanzaba de modo meteórico. Eso recién
ocurriría de una manera efectiva casi dos años
después, con otro gobierno y tras cinco ministros de
Economía derrotados en el intento.

Antonio Tróccoli, un viejo dirigente radical, que
había sido ministro del Interior de Alfonsín,
encontró un modo singular de caracterizar el momento:
"sólo queda rezar".

Virtualmente así era, pero tanto los dirigentes
políticos como la población esperaban algo
más y lo único a la mano eran los controles de
precios, que, aunque acumulaban una larga lista de fracasos,
acreditaban el éxito
inicial del Plan austral.

De modo que el gobierno fue pasando raudamente por listas de
precios máximos de efímera duración, un
congelamiento de precios previo a las elecciones que casi no
existió y un sistema de precios "concertados" con ajustes
semanales, con el que llegó hasta el final del mandato.
Como era obvio, ninguna de estas medidas podía ordenar
semejante caos, pero al menos permitía mantener cierto
activismo público e inducir un mínimo punto de
referencia en los mercados.

El desequilibrio en los precios pronto comenzó a
manifestarse en situaciones de desabastecimiento, que no
hacían más que agravar el panorama, dado que la
población procuraba hacerse de "stocks" de los productos
no perecederos y, con ello, aumentaba artificialmente la
demanda.

En esta etapa la carne y los productos frutihortícolas
no fueron sometidos a mecanismos de control, de modo que -como
además estos últimos son productos perecederos- en
general el desabastecimiento no los alcanzó, lo que
probablemente evitó escenas de pánico,
como las que se vivieron en otras hiperinflaciones.

Una de las situaciones más conflictivas se
presentó en el sector de los productos medicinales, donde
el desabastecimiento alcanzó grandes proporciones, hasta
que el gobierno autorizó aumentos que entre marzo y junio
estuvieron en el orden del 300 por ciento.

Finalmente, el día de las elecciones llegó y el
binomio Menem-Duhalde se impuso sobre la fórmula radical
de Angeloz-Casella por 52% contra 40 por ciento.

En los días previos, el gobierno había convocado
al justicialismo para intentar algún tipo de acuerdo en el
terreno económico que permitiera administrar la
situación, pero las negociaciones avanzaron poco. Tras los
comicios, el Ministerio de Economía formalizó la
iniciativa, proponiendo una suerte de programa económico
para el período de transición, que contemplaba
esencialmente medidas de ajuste del gasto y mejora de los
ingresos.

Los equipos técnicos del gobierno y del justicialismo
mantuvieron extensas reuniones y en un momento pareció que
algún consenso podía alcanzarse. Incluso Menem y
Alfonsín se reunieron, pero finalmente no se llegó
a ningún acuerdo. El fracaso de las negociaciones
precipitó la renuncia del ministro Pugliese, que fue
sustituido por el economista y por entonces diputado nacional
Jesús Rodríguez.

El 28 de mayo el nuevo ministro lanzó un paquete de
medidas que incluía centralmente un regreso al tipo de
cambio controlado, diversas modificaciones que requerían
la aprobación del Congreso, un compromiso de no
emisión para financiar al Tesoro a partir de julio y
aumentos en las jubilaciones y pensiones. El esquema
también ratificaba el calendario de pagos de los bonos de la deuda
externa e interna.

La situación era tan crítica
que el gobierno había decretado un feriado bancario desde
el 22 al 29 de mayo, en espera de que las medidas adoptadas
contuvieran los crecientes retiros de depósitos del
sistema
financiero.

Cuando llegó el momento de reabrir los bancos, el
equipo económico se enfrentó a banqueros exaltados
que temían la quiebra masiva
del sistema. Es que desde hacía largo tiempo la forma de
retener a los ahorristas eran no sólo elevadas tasas de
interés -que en mayo de 1989 alcanzaron el 135% mensual-
sino una amplia gama de depósitos ajustables por indicadores
tales como el valor del dólar, índices de precios
al consumidor y la evolución de las cotizaciones
bursátiles y de títulos.

Como consecuencia, los depósitos crecían
exponencialmente y los retiros demandaban una fuerte asistencia
del Banco Central, que tenía a la Casa de Moneda
trabajando a tres turnos y al borde de sus existencias de papel y
tinta para imprimir semejante cantidad de dinero. Este problema
operativo era tan importante que se autorizó la
circulación de billetes de 50.000 australes, equivalentes
a uno 200 dólares, cuando tan sólo cuatro
años antes cada uno de esos billetes se hubiera podido
cambiar por 62.500 dólares.

A fines de mayo el complejo panorama se completó con
una serie de saqueos, que tuvieron como epicentro importantes
supermercados en el Gran Buenos Aires, Rosario y
Córdoba.

La situación de reservas era tan angustiante que en la
agenda del ministro de economía Rodríguez se
instaló de manera relevante la cuestión de la
venta del
edificio de la Embajada Argentina en Japón.
La Argentina lo había comprado en 1977 por siete millones
de dólares y a mediados de 1989 se logró venderlo
en nos 470 millones, de los cuales ingresaron 270 en efectivo,
con el consiguiente júbilo ministerial.

Rodríguez adoptó diversas medidas para contener
la emisión monetaria, pero el efecto acumulativo de los
aumentos de precios sobre la población era devastador.

A fines de junio, la inflación alcanzaba el 20% por
semana. Entre abril y junio el precio de una botella de aceite
había pasado de 69 a 282 australes, un litro de cerveza de 12 a
55, un kilo de azúcar
de 34 a 139 y un detergente de 19 a 215.

El mandato presidencial culminaba el 10 de diciembre, pero la
situación no admitía un período de
transición de semejante extensión. De algún
modo, el Presidente era víctima de su propia estrategia.
Conociendo el peligro de que la crisis se precipitara,
había adelantado todo lo posible el calendario electoral.
Si el radicalismo triunfaba, había tiempo y condiciones
para tomar medidas más estructurales para afrontar la
situación.

Pero transcurrió de un modo diferente. La crisis se
había precipitado en febrero, las elecciones se
habían perdido y ahora quedaba un extenso y solitario
tránsito hacia la transmisión del mando. Una larga
reflexión y multitud de consultas al interior de su
partido. llevaron a Alfonsín a presentar su renuncia ante
el Congreso el 30 de junio. Una semana después Carlos
Menem asumía la presidencia, luego de protagonizar la
transición más corta de la historia
argentina.

El período 1980-1990 es conocido como la "década
perdida" para América
Latina, lo que alude a una condición de estancamiento
generalizado en la región. Sin embargo, el deterioro de la
economía
argentina fue largamente superior al promedio y
acumuló sus efectos sobre el negativo desempeño y las periódicas crisis de
la década de 1970.

Entre 1983 y 1989 el producto bruto cayó algo
más del 3% y el ingreso por habitante disminuyó
alrededor del 10%. En el mejor momento -a principios de 1986- la
inversión apenas rozó el nivel
necesario para reponer el equipo de capital que se tornaba
obsoleto.

A pesar de los múltiples intentos por controlar la
situación fiscal en 1989 el déficit fue equivalente
al 7% del producto bruto y a lo largo de los cinco años y
medio de gobierno la deuda externa pública pasó de
31.076 a 58.800 millones de dólares.

Durante un tiempo el poder adquisitivo del salario se
remontó casi un 30% por encima del nivel de 1983, pero la
hiperinflación volvió a empujarlo un 35% por debajo
del punto de arranque del gobierno. Es que entre enero y julio de
1989 los precios al consumidor aumentaron un 2.015 por
ciento.

En esos años el desempleo
creció del 4% al 7%, lo que para la época fue un
impacto negativo importante, aunque nadie suponía que se
trataba sólo del principio de un fenómeno doloroso
y duradero.

El período de gobierno del presidente Alfonsín
tuvo una impronta netamente defensiva. No faltó conciencia acerca
de que la Argentina no era un país rico, pero tampoco hubo
la convicción necesaria para buscar un camino de salida a
la crisis que, aunque no llegara a recorrerse por completo,
permitiera dejar en la memoria de los
argentinos una nítida asociación entre
restauración de la democracia y el crecimiento
económico.

Reflexionado sobre su gobierno, cuando Alfonsín
inauguró por última vez el período ordinario
de sesiones del Congreso de la Nación,
el 1º de mayo de 1989, dijo: "Hay cosas que no supimos
hacer; hay cosas que no quisimos hacer; hay cosas que no pudimos
hacer".

En materia
económica esta trilogía es fatal. Así
pareció verlo en un reportaje de la misma época
Adolfo Canitrot, que hasta poco antes había sido
viceministro de Economía de Sourrouille, quien frente a
una pregunta del periodista Julio Nudler necesitó un par
de párrafos de sabor náutico y circense para
describir lo que había ocurrido:

La gestión
de Sourrouille fue una gestión de acróbatas (.)
Sourrouille era un extraordinario capitán para manejar el
barco entre los arrecifes, pero siempre al final hay una roca
contra la que se choca. Nunca pudimos salir a alta mar. Con pura
acrobacia no se puede. Un día no llega el trapecio y uno
se cae. El problema era muchísimo mayor de lo que nosotros
podíamos resolver. Era un problema de poder (.)

"Argentina, levántate y anda". Con esta mística
invocación inició Carlos Saúl Menem su
discurso inaugural ante la Asamblea Legislativa el 8 de julio de
1989.

En la campaña presidencial, Menem se presentó
con una imagen que recordaba a Facundo Quiroga, el mítico
caudillo de las luchas entre unitarios y federales en el siglo
XIX. A su proyección nacionalista no le faltó la
liturgia "antiyanqui" cuando pidió la ruptura de
relaciones diplomáticas con los Estados Unidos frente al
bombardeo de la residencia privada del presidente de Libia,
Muhamar Khadafi. En su recorrido electoral también
prometió recuperar las Islas Malvinas
"por el medio que sea". a la vez que prometía el
"salariazo" a una clase obrera
empobrecida y la "revolución
productiva" al conjunto de la sociedad.

Su larga cabellera y sus pobladas patillas, más un
infaltable poncho completaban una presencia que infundía
desconfianza en el "establishment" local y en más de una
Embajada, convencidas de que de su mano la Argentina se
encaminaba hacia otro ensayo
populista.

Sin embargo, su breve discurso al asumir la presidencia
pareció ir en otra dirección. Después de describir con
crudeza la situación económica imperante
prometía terminar con la corrupción y la cultura de la
especulación y volver a poner en marcha la
economía, pero advertía que "los resultados no
serán todo lo urgente y rápido que nosotros
deseamos".

También planteaba un proyecto de gestión que
integrara al país a la comunidad internacional y el
respeto a los
compromisos contraídos en materia de deuda externa.

En los días previos al cambio de gobierno, el futuro
plan económico se había tornado en un bullicioso
campo de batalla. Distintos sectores del justicialismo se
disputaban el liderazgo, de
modo que el presidente electo decidió adelantar los
nombramientos en el equipo económico, como forma de
dirimir la disputa. El recurso no sirvió de mucho, pues el
locuaz futuro secretario de Coordinación Económica Guido Di
Tella, preanunciaba una política de dólar
"recontraalto" que aceleraba aún más el proceso
hiperinflacionario, mientras que, por otro lado, se hablaba de un
acuerdo voluntario de precios y la derogación de la
mítica Ley 20.680, que había sido la base legal de
los controles de precios de la década de 1980. Miguel
Roig, el ministro de Economía designado, guardaba silencio
frente a un estilo que le resultaba bastante ajeno a la reserva
que rodeaba las decisiones en los legendarios despachos de Bunge
& Born (principal grupo empresarial argentino, con
diversificados intereses en sectores agropecuarios e industriales
a nivel nacional e internacional, del que provenía el
ministro Roig).

En medio de ese clima fue abriéndose paso el denominado
Plan B&B (por Bunge & Born). El Presidente había
advertido que las primeras medidas serían duras y
así ocurrió. El paquete inicial consistió en
un meteórico ajuste del tipo de cambio, que pasó de
210 a 650 australes por dólar, y de aumentos entre 200% y
600% en los combustibles líquidos, el gas, la electricidad,
el agua y los
teléfonos, con el compromiso de mantener fijos los nuevos
valores. De
este modo se procuraba estabilizar las finanzas
públicas y moderar la incontrolada emisión de
moneda. El esquema incluía también como piezas
centrales un acuerdo de precios y pautas para futuros aumentos de
salarios.

Sólo un gobierno con alta legitimidad podía
adoptar decisiones tan inquietantes para la vida cotidiana de los
ciudadanos. En ese clima, el país, que oscilaba entre la
parálisis, el temor y la esperanza, recibió
desconcertado la noticia del repentino fallecimiento del ministro
de Economía a pocos días de iniciada la
gestión. El timón de la economía pasó
entonces a manos de Néstor Rapanelli, también alto
ejecutivo del grupo Bunge & Born.

Las medidas coyunturales de ajuste, aunque profundas, no
denotaban ningún cambio de rumbo definido; más bien
parecían más de lo mismo. Pero pronto en algunos
medios esta sensación comenzó a modificarse. Con la
paciencia de un pastor, el Presidente recorrió los
más importantes ámbitos empresariales, llevando un
mensaje que parecía hecho a la medida de cada sector.

Más allá de las palabras, el Congreso
aprobó en tiempo récord dos leyes
fundamentales para el rumbo del gobierno: la Ley de Emergencia
Económica, que suspendió multitud de subsidios al
sector privado que drenaban las arcas fiscales y la de Reforma
del Estado, que habilitó los mecanismos para la privatización de las empresas
públicas. Al gobierno le costó un poco más
ponerse de acuerdo internamente en materia tributaria, pero
finalmente impulsó y obtuvo legislación que, entre
otras cuestiones, le permitió extender el impuesto al valor
agregado a diversos bienes y servicios hasta entonces
exceptuados.

Con este arsenal en la mano, en
noviembre de 1989 se logró un nuevo acuerdo con el FMI por
1.500 millones de dólares. Los requisitos para los
desembolsos terminaban de dar forma a un verdadero plan de
gobierno: apertura comercial, libre movimiento de capitales,
liberalización del sistema bancario, privatizaciones, desregulación de la
economía, reducción del déficit fiscal,
desregulación del mercado petrolero y compromiso de
recortar la operatoria del Banco
Hipotecario Nacional y del Banco Nacional de Desarrollo
(BANADE) eran los puntos principales de la nueva agenda
económica de la Argentina.

En sólo seis meses el gobierno había introducido
un cambio copernicano en la orientación del país,
sumiendo en la confusión a todo el espectro
político. El Partido Justicialista no lograba asociar el
rumbo del gobierno con los ejes más profundos de su
doctrina y marchaba detrás de los acontecimientos,
arrastrado por un fenómeno nuevo, el "menemismo". La
conmoción interna se hizo sentir con fuerza en el
sector sindical, culminando con la fractura de la CGT.

En el radicalismo las opiniones también estaban
divididas; finalmente buena parte de las reformas parecían
extraídas del programa de gobierno de su derrotado
candidato, Eduardo Angeloz. Los liberales, por su parte,
vacilaban en darle un apoyo definido al gobierno, con
excepción de Álvaro Alsogaray, que desde un primer
momento tuvo claro el horizonte.

En el corto plazo, sin embargo, las medidas adoptadas no
lograban estabilizar la economía. Existía un abismo
entre el programa de reformas estratégicas y la
administración cotidiana. No se habían logrado
ordenar las finanzas públicas, las demandas salariales
iban en ascenso y la inflación comenzó a
acelerarse. Pronto resultó evidente que el tipo de cambio
no podría sostenerse y la compra de dólares
aumentó, elevándose abruptamente su
cotización en el mercado paralelo, mientras el gobierno
intentaba retener a los tenedores de pesos tentándolos con
astronómicas tasas de interés en los bancos.

Desbordado por la situación, el equipo económico
intentó un nuevo programa de ajuste -el BB II- consistente
en una devaluación del 54%, alzas de tarifas y de
retenciones a las exportaciones, modificaciones en los salarios
públicos y privados y una reprogramación de los
vencimientos de la deuda interna.

Lejos de contener la situación, las nuevas medidas
acentuaron la desconfianza, los ahorristas retiraron masivamente
los depósitos de los bancos, las tasas de interés
llegaron al 50% mensual y el dólar comenzó a trepar
a un ritmo de más del 10% diario.

Inevitablemente la situación condujo a la renuncia del
ministro Rapanelli en medio de fuertes discusiones sobre el rumbo
de la economía al interior del gobierno y del Partido
Justicialista. Sin muchos recursos a la
mano y con el consabido período de feriados bancarios y
cambiarios, el Presidente apeló a Erman González,
un contador público muy cercano, que había sido
ministro de Economía de La Rioja cuando Menem gobernaba
esa provincia.

En un improvisado paquete de medidas, el nuevo ministro
liberó el mercado de cambios, dejando flotar libremente el
dólar, volvió atrás con el aumento de las
retenciones, para incentivar la liquidación de divisas por
parte de los exportadores agropecuarios y mantuvo el aumento de
tarifas dispuesto por su antecesor.

Diciembre cerró con una
inflación del 40%, acumulando casi un 5.000% en el
año, una caída del poder de compra del salario del
33% y una contracción de la economía del 4,8%. Ese
mes, el valor del dólar, que había sido fijado en
650 australes por unidad al inicio del gobierno, alcanzó
un promedio de 1.137 australes. La hiperinflación se
había instalado nuevamente.

El plan de reformas también
tambaleaba. Pasado el impacto inicial, la resistencia a las
privatizaciones estaba en ascenso, en especial por parte del
sector sindical.

El acuerdo con el FMI, aprobado tan
sólo algunos días atrás, parecía una
delirante abstracción de la realidad. Sólo
llegó a desembolsarse un primer pago, antes de quedar en
suspenso.

(1995) En la Argentina, primero los grandes inversores
y luego hasta los pequeños ahorristas comenzaron a
percibir el riesgo de una crisis y entre diciembre de 1994 y mayo
de 1995 llegaron a retirar casi la quinta parte de los
depósitos en el sistema bancario. La preocupación
de los depositantes era justificada. Las reservas internacionales
incluían un 20% de títulos de la deuda
pública argentina, que obviamente tenían poca
utilidad
frente a una corrida bancaria. Como consecuencia de este hecho y
del mecanismo de multiplicación del dinero al interior de
los bancos, en realidad sólo el 60% de los
depósitos estaba respaldado por reservas internacionales
en oro y moneda
extranjera. Todos los analistas económicos y los grandes
operadores conocían esta limitación estructural del
sistema, que haría eclosión si la situación
se agravaba. Pero este hecho permanecía oculto para la
mayor parte de los desinformados pequeños ahorristas.

La crisis en el sistema financiero pronto se convirtió
en masiva fuga de capitales, aumento de la tasa de
interés, caída de los préstamos
bancarios, descenso del consumo y parálisis de la
inversión.

El gobierno reaccionó con reflejos rápidos
frente a la situación. Con pragmatismo,
incrementó "transitoriamente" la tasa del impuesto al
valor agregado del 18% al 21%, interrumpió las rebajas en
las contribuciones patronales al sistema de la Seguridad
social, flexibilizó las normas de asistencia a los
bancos por parte del Banco Central y convocó con
éxito a la comunidad de negocios -en
especial bancos y las AFJP- para que financiaran al gobierno
mediante la compra de títulos públicos.

Pero el gran auxilio provino de los
organismos financieros internacionales. El ministro de
Economía, que un año antes había desairado
al FMI interrumpiendo un acuerdo vigente, rápidamente
volvió sobre sus pasos y obtuvo un paquete de ayuda de
2.400 millones de dólares, a los que se sumaron los
aportes del BID y el Banco Mundial, formando una masa total de
4.200 millones de dólares. Esos recursos y unos 1.000
millones provenientes de las privatizaciones tuvieron un rol
central para compensar los casi 9.000 millones de dólares
de fuga de capitales. Los argentinos, que en grandes contingentes
se habían acostumbrado a viajar al exterior,
también hicieron su aporte: el miedo los hizo gastar unos
700 millones menos que el año anterior.

Hacia abril la crisis parecía en curso de estar
contenida. La convertibilidad había resistido y el
gobierno parecía más comprometido que nunca con el
sostenimiento de la paridad del peso. Los miles de familias y
empresas que habían contraído deudas en
dólares suspiraron aliviados. En los bancos, los
préstamos en dólares ascendían a 27.000
millones y en los otros circuitos
crediticios, como comercios, escribanías, cooperativas y
financieras también se acumulaban cuantiosas
obligaciones.

La otra cara de la moneda era el mercado de trabajo. En mayo
de 1995 el desempleo alcanzó el 18,4% y el subempleo el
11,3%. Más de cuatro millones de personas tenían
problemas laborales y el poder adquisitivo del salario se
había deteriorado. De un modo todavía incipiente
comenzaba a aparecer en el sur del país el fenómeno
"piquetero", impulsado por un número creciente de
desocupados provenientes de la privatización de la
industria
petrolera y la finalización de grandes obras
públicas. El 21 de junio de 1996 la ruta 22 fue cortada
por una semana por los piqueteros de Cutal-Co y Plaza Huincul,
marcando simbólicamente el inicio de un movimiento que
alcanzaría grandes dimensiones nacionales.

La Argentina estaba dividida entre quienes se beneficiaban con
la convertibilidad, quienes dependían de que se sostuviera
y quienes sufrían sus efectos, cuestionaban el rumbo o
repudiaban los escándalos de corrupción
que teñían la acción
del gobierno.

El 14 de mayo de 1995 este balance fue puesto a prueba en las
elecciones presidenciales, en las que se estrenaba la posibilidad
de reelección consagrada en la reforma constitucional del
año anterior. El presidente Menem renovó
holgadamente su liderazgo con el 51% de los votos.

Con el aval del electorado al gobierno, la crisis fue quedando
rápidamente atrás. El año cerró con
una caída del producto bruto
interno del 2,8%. El traspié pudo ser mayor, pero el
extraordinario desempeño de las exportaciones y un
descenso en las importaciones tuvieron un importante efecto de
amortiguación.

Un conjunto de factores se combinaron para que las
exportaciones crecieran un sideral 32% (5.000 millones de
dólares) respecto del año anterior, entre ellos un
aumento de los precios internacionales de los productos primarios
y una fuerte demanda de Brasil, a cuyo mercado los productos
argentinos podían acceder sin restricciones desde
principios de 1995.

(1996-1999) El período posterior a la crisis
generada por el efecto "tequila" tuvo características
singulares. La recuperación fue rápida y vigorosa,
pero, a continuación, las debilidades del modelo se
impusieron definitivamente y se inició un irresistible
proceso de declinación.

En 1996 la economía creció un 5,5%, al
año siguiente la expansión fue del 8,1% y a
continuación se ingresó en un proceso recesivo que
bajó el ritmo al 3,9% en 1998 y se tornó en franca
depresión en 1999, con una
contracción del 3,4 por ciento.

El tipo de cambio estaba ostensiblemente "atrasado" y los
viejos problemas de la economía argentina volvían
como un fantasma. A medida que la actividad económica
crecía, el país se inundaba de bienes importados a
una velocidad mucho mayor que el crecimiento de las ventas al
exterior. Pero el fuerte ingreso de capitales, que en esos
años sumó 46.000 millones de dólares,
cubría con creces esa brecha.

El gobierno emitía bonos a razón de unos 11.000
millones de dólares anuales para sufragar el
déficit fiscal y refinanciar vencimientos de la deuda. Las
inversiones
directas sumaban unos 4.000 millones por año y
tenían por destino, fundamentalmente, compras de
empresas productivas existentes o entidades financieras y las
grandes empresas del sector privado tomaban deuda en el exterior
para financiar sus proyectos, en
mejores condiciones que en el mercado local.

En los tres años "postequila" la deuda pública
externa aumentó en 15.400 millones de dólares y la
privada en 25.300 millones. A fines de 1998 la deuda externa del
país sumaba 139.000 millones de dólares y tan
sólo el pago de intereses demandaba 10.000 millones
anuales.

La burbuja financiera impulsaba nuevamente el crédito y
con ello la construcción y el consumo de bienes durables.
La producción de hierro y
cemento se
expandía y las terminales automotrices rozaban el montaje
de medio millón de unidades. En el campo, la
modernización de los años previos y mejores precios
internacionales daban frutos: la cosecha 1997-1998 rindió
65 millones de toneladas, 44% más que tres años
atrás.

A pesar de estos resultados en el sector productivo, en
esencia -como se demostró más adelante- la
situación era frágil. El déficit fiscal se
había instalado nuevamente en la agenda y con ello
crecía la dependencia del mercado internacional de
capitales, a la par que las condiciones externas empeoraban.

El segundo mandato del presidente Menem fue un período
turbulento. A lo largo de 1996 se conocieron varios
escándalos que conmocionaron a la opinión
pública, como la venta irregular de armas a Ecuador y
Croacia, las comisiones pagadas por la contratación de
servicios informáticos entre la empresa IBM,
el Banco Nación y la Dirección General Impositiva y
el pago de reintegros de impuestos a supuestas exportaciones de
oro que no eran tales.

A su vez la situación social seguía sin mejorar,
con una tasa de desocupación del 17,1% en mayo de 1996.
Pocos días después que se diera a conocer esta
cifra se celebraron elecciones para elegir por primera vez Jefe
de Gobierno en la Ciudad de Buenos Aires (antes de la reforma
constitucional se elegía un Alcalde) y el candidato
radical Fernando de la Rúa triunfó con casi el 40%
de los votos, mientras el justicialismo protagonizaba su peor
derrota desde 1983.

La crisis de 1995 y la persistencia de los desequilibrios
externos también habían puesto en tela de juicio la
vigencia de la convertibilidad. La nueva tesis del
equipo económico y de los economistas afines se basaba en
que para mejorar la competitividad
de la economía debía lograrse una deflación
de precios y salarios, es decir una rebaja lisa y llana de los
mismos. Era una suerte de camino indirecto para modificar el tipo
de cambio, que no tenía aval serio en la teoría
económica y que nunca había sido un camino exitoso
de recuperación de ninguna economía. El gobierno se
embarcó en ese absurdo empeño y el ministro de
Economía impulsó gravar impositivamente los pagos
complementarios de los salarios que se realizaban mediante los
denominados "tickets canasta", a lo que se sumó una rebaja
de las asignaciones familiares para los salarios por encima de
mil pesos.

La medida generó una fuerte reacción negativa en
toda la sociedad y abrió una brecha en la relación
del gobierno con la dirigencia sindical, que a su vez enfrentaba
fuertes cuestionamientos internos por su inacción frente
al deterioro de la situación social. La respuesta de la
CGT fue la convocatoria a un paro general.

Este episodio colocó en un sendero sin retorno a la
conflictiva relación que el Presidente y su ministro de
Economía mantenían desde largo tiempo. A fines de
julio, Menem despidió a Cavallo. Era una prueba de fuego
sobre la que había corrido ríos de tinta, pero en
lo inmediato el gobierno la superó sin demasiados
problemas.

El presidente convocó como nuevo ministro a Roque
Fernández hasta entonces al frente del Banco Central. La
presencia de un nuevo ministro no logró detener la
realización del paro general que tuvo lugar con alto
acatamiento el 8 de agosto de 1996.

En medio del escepticismo de la mayor
parte de la dirigencia política y empresarial,
Fernández lanzó un paquete de medidas para
enderezar la situación fiscal. Se trataba de un
clásico plan de ajuste de esos que se suponía que
los cambios estructurales habían dejado atrás para
siempre: aumento de los precios de los combustibles,
extensión del impuesto al valor agregado a rubros no
cubiertos, modificación del impuesto a las ganancias y
rebaja de la devolución de impuestos a las
exportaciones.

El paquete enfrentó fuetes
resistencias
en todos los sectores, pero, con algunas mutilaciones, fue
finalmente aprobado por el Congreso, que también
convalidó nueva emisión de deuda para financiar el
déficit, sin precedentes durante la convertibilidad, de
más de 5.000 millones de dólares. La
aprobación del paquete también permitió
recomponer las relaciones con el FMI.

Parado sobre el "rebote" de la economía luego de la
crisis mexicana y un cuantioso ingreso de capitales, el gobierno
pudo afrontar en apariencia sin demasiados costos una seguidilla
de crisis en el Sudeste Asiático, que afectó a
distintas economías con sistemas de tipo
de cambio fijo frente al dólar.

Fue como un gran "tsunami financiero", que comenzó en
enero de 1997 con un ataque especulativo sobre el bath, la moneda
de Tailandia. Al principio la crisis fue sofocada, pero en mayo
recrudeció y en los meses siguientes se extendió a
Filipinas, donde las autoridades dejaron flotar el peso, a
Malasia -que también siguió un camino similar con
el ringgit- y a Indonesia, cuya rupiah se desplomó en
agosto. La ola también abarcó a Singapur,
Taiwán y Corea. Sólo Hong Kong superó con
éxito el desafío.

Se trataba, sin dudas, de una nueva señal de alerta,
que nuevamente fue ignorada, mientras ese año el
déficit fiscal sumaba otros 4.000 millones de
dólares.

En su informe sobre la economía
mundial de mayo de 1998, el FMI presentó un análisis detallado de las causas de la
crisis en Asia y las
enseñanzas para otros países, uno de sus
párrafos más interesantes planteaba:

En algunos casos debe considerarse la
posibilidad de modificar el régimen de tipo de cambio. Los
tipos de cambio fijos, las uniones monetarias y las cajas de
conversión han sido muy útiles en muchos
países (.) pero se han tornado difíciles de
mantener (.) Para algunas economías el balance entre
costos y beneficios puede estar cambiando a favor de mayor
flexibilidad en el manejo del tipo de cambio (.) La salida
debería ocurrir en un período de relativa calma
(.)

Lamentablemente el FMI no fue demasiado
consecuente con sus propios análisis en relación
con la Argentina.

En agosto de 1998, la crisis sumó
una nueva víctima, Rusia, y la preocupación por la
estabilidad financiera internacional pasó al primer plano
de la agenda mundial. Para ese entonces los mercados
financieros internacionales estaban cerrados para la
Argentina y el ministro Fernández buscaba desesperadamente
cómo financiar la brecha fiscal.

Eludiendo cualquier cambio de fondo, el
gobierno optó otra vez por redoblar la apuesta y procurar
convencer al mundo de que la Argentina era un caso diferente. La
estrategia de la diferenciación tuvo su punto culminante
cuando el Presidente logró un espacio inusitado en la
asamblea anual conjunta del FMI y el Banco Mundial. Hablando en
la sesión inaugural -el 6 de octubre de 1998- frente a un
auditorio colmado que acababa de escuchar al presidente Clinton,
Menem destacó los logros de su gobierno e invitó al
resto del mundo a seguir el camino de la Argentina para superar
la crisis internacional. Más aún, como prueba de
fortaleza aumentó en mil millones de dólares la
cuota del país ante el FMI. Fue ovacionado.

La situación era bastante
surrealista, porque el día anterior el ministro de
Economía había anunciado en Washington que las
necesidades financieras de 5.700 millones de dólares para
los próximos seis meses serían cubiertas con
desembolsos del BID y del Banco Mundial, colocaciones de
títulos en las AFJP y un aporte simbólico de
algunos bancos internacionales.

La rutilante actuación internacional del gobierno no
dejó de lado ese año otros destinos
estratégicos como Francia y el
tan ansiado viaje oficial a Gran Bretaña.

Pero la realidad cotidiana de la economía iba en
dirección opuesta a los discursos del
Presidente y su ministro de Economía. El gobierno
insistía en un proyecto de flexibilización del
mercado de trabajo y en concluir el proceso de privatizaciones,
mientras en el último trimestre del año la
economía se precipitaba en una franca depresión,
acuciada por un menor ingreso de capitales, el aumento de la tasa
de interés y el enorme desequilibrio externo.

En el sistema financiero también habían sonado
señales de alarma. El Banco Central, encabezado por Pedro
Pou desde que Roque Fernández se hiciera cargo del
Ministerio de Economía, había adoptado una
política de supuesto fortalecimiento de la solvencia de
los bancos y de control de sus operaciones. Su tesis central era
que el sistema sería más sólido si estaba
conformado por un número menor de entidades y con mayor
presencia de capitales internacionales.

La solidez del sistema era en realidad incierta para el
público. Entre 1996 y 1998 se cerraron once bancos, lo que
indujo a los depositantes a concentrar sus depósitos en
las entidades que aparecían como las más solventes
y por ende -como una profecía autocumplida- a debilitar a
los bancos más pequeños.

Algunos cierres de bancos revelaron deficiencias en los
controles del Banco Central, arbitrariedad, escasa transparencia
en los procedimientos y
débil capacidad para prevenir crisis.

El gobierno había ingresado definitivamente en una
etapa sombría. Los logros de la convertibilidad se
desvanecían, los costos sociales del modelo se
profundizaban y los escándalos se multiplicaban.

A fines de 1998 la gestión de Menem merecía un
64% de rechazo en la opinión pública y sólo
el 8% de los encuestados consideraba que se debía mantener
el rumbo económico.

Casi simultáneamente con el estallido de la crisis en
Rusia, la economía argentina ingresó en agosto de
1998 en una recesión de la que sólo
comenzaría a emerger cuatro años después,
tras el colapso de la convertibilidad. La inercia de crecimiento
de la primera mitad del año permitió que el
producto bruto aumentara todavía un 3,9% durante 1998.

El 13 de enero de 1999 Brasil decidió devaluar su
moneda. El Real se precipitó en caída y unos pocos
días después el gobierno brasileño
resignó toda pretensión de control y dejó
flotar el tipo de cambio.

Fue un cimbronazo fuerte para la convertibilidad. La
discusión acerca del futuro del sistema se
generalizó en todos los círculos, tanto en el
país como en el exterior.

En un primer momento el gobierno vaciló. La posibilidad
de que la convertibilidad iniciara un camino crítico
irreversible era cierta. Finalmente el presidente Menem
optó por huir hacia adelante proponiendo la dolarización no sólo de la
Argentina, sino de todo el Mercosur.

Para el gobierno brasileño, que se debatía en el
peor momento de la crisis, la imprudente intromisión
argentina no podía ser más inoportuna. Al interior
del país, la propuesta desató una polémica
que reconocía varios ángulos, pero, como de
costumbre, ningún debate profundo. Es que adoptar una
moneda extranjera constituye un hecho excepcional en materia
económica y significa que el país se sujeta
necesariamente a la política
monetaria del país cuya moneda adopta. Es decir que
si, por ejemplo, Estados Unidos decidiera una política de
dólar alto, ésta se aplicaría para la
Argentina, aun cuando pudiera desalentar las exportaciones y
favorecer las importaciones del país.

En la opinión pública, estas complejidades
técnicas eran una cuestión remota y
las posiciones se dirimían alrededor de otros ejes. Una
parte de la sociedad veía como la "entrega final" dejar de
tener una moneda propia. A otros les importaba menos este costado
simbólico y les seducía cobrar sus salarios en
dólares, lo que les aseguraba poder seguir pagando con
normalidad sus préstamos en la misma moneda…

A poco de producirse el anuncio de Menem, el presidente del
Banco Central, Pedro Pou formalizó una propuesta de
dolarización más estructurada, que involucraba un
Tratado de Asociación Monetaria con Estados Unidos. El
tratado debía tener jerarquía constitucional, es
decir ser aprobado por los dos Congresos. Sorpresivamente, en la
presentación de la propuesta, Pou expresó como
fundamento de la iniciativa que en los años transcurridos
"no se logró una total credibilidad en la convertibilidad
(.) no hay contratos en
pesos a más de tres años". La afirmación
reflejaba verazmente la realidad. A algunos miembros del gobierno
no les gustó.

Por esos mismos días se realizaba en la ciudad suiza de
Davos la reunión anual del foro de la Economía
Mundial. Allí, un periodista del diario "La Nación"
le preguntó al subsecretario del Tesoro de Estados Unidos,
Larry Summers sobre esta iniciativa. Su respuesta fue: "La
dolarización es sexy. Es una idea que tiene la ventaja de
ser original, atractiva y fácilmente comprensible para
todo el mundo". Pero invitado a pronunciarse más
seriamente sobre su factibilidad
respondió diplomáticamente: "Tengo mis dudas".

La iniciativa de la dolarización mereció incluso
atención en el Congreso de los Estados
Unidos. En un informe del Comité de Asuntos
Económicos se afirmaba:

De los 13 países oficialmente que son independientes,
Panamá
es varias veces más grande en población y
economía que todos los demás combinados. Para 1997,
Panamá
tenía 2,7 millones de habitantes y un producto bruto
interno de 8.700 millones de dólares. Los países
independientes dolarizados usan ya sea la moneda de un
país grande o, en el caso de las islas del Océano
Pacífico, las monedas de la ex metrópoli. La
dolarización oficial es rara hoy en día, excepto
entre países muy pequeños, por el simbolismo
político que representa la moneda nacional y por factores
económicos tales como los costos que se supone acarrea la
dolarización. Argentina tiene 33 millones de habitantes y
un producto bruto interno de cerca de 300.000 millones, de manera
que la dolarización oficial sería un salto de
gigante comparado con los países donde existe
actualmente.

Finalmente, el gobierno desechó la idea y se dispuso a
transitar los últimos meses de gestión por canales
más convencionales.

El enfoque continuó abaratando costos laborales
mediante la disminución de aportes patronales y la
flexibilización de las condiciones de trabajo.

Cuando en diciembre de 1999 el
presidente Menem entregó el mandato a su sucesor, Fernando
de la Rúa, la economía se encontraba en una crisis
profunda.

El año cerraba con una
caída del producto interno
bruto del 3%, el déficit fiscal alcanzaba siderales
11.788 millones de dólares, la desocupación era
casi del 14% y los índices de pobreza llegaban
al 36%.

Los vencimientos de la deuda eran
impagables y el mercado internacional de capitales continuaba
inaccesible para la Argentina. A esas alturas era evidente que la
convertibilidad difícilmente podía
mantenerse.

La campaña presidencial de 1999 estuvo teñida
por dos cuestiones fundamentales: la habilitación para que
el presidente fuese reelecto por tercera vez y la
definición del rumbo de la convertibilidad por parte de
los candidatos.

Finalmente la Cámara Nacional Electoral resolvió
que, aun cuando Menem ganara las elecciones internas de su
partido, no podría ser candidato a la presidencia.

Con aire distraído, el Presidente manifestó que
estaba "autoexcluido" de la contienda. La superación del
intento de tercera reelección trajo al primer lugar en la
agenda la cuestión económica. Desde el inicio de la
campaña la preservación de la convertibilidad se
había constituido en una suerte de acto de fe de los
candidatos. Las plataformas electorales de los principales
partidos mostraban un compromiso firme con el sostenimiento de la
paridad uno a uno, aunque en círculos especializados del
país y del exterior hacía tiempo que el tema era
objeto de un debate, que de tanto en tanto trascendía a la
prensa por
períodos cortos.

Mientras esto ocurría a nivel
público, en los equipos económicos de los
principales candidatos se vivía una situación
singular. Poco a poco se fue instalando un largo peregrinaje de
representantes de los bancos de inversión internacionales
que proponían, con extraordinaria homogeneidad, el camino
que debía seguir el futuro gobierno.

El eje conductor del razonamiento era
que la deuda externa argentina era impagable sin una amplia
reestructuración que alargara los plazos
considerablemente. Abundante material distribuido en reserva
mostraba de un modo contundente estos hechos.

La solución que se
proponía no era -desde luego- el "default" de la deuda,
sino un proceso de reestructuración voluntaria; es decir
que el país canjeara en el mercado los títulos de
vencimiento a corto plazo por otros con un horizonte más
compatible con las posibilidades de pago del
país.

La cuestión era que, para que
este proceso voluntario tuviera lugar, se requería que el
país recorriera previamente un sendero que lo mostrara
confiable ante el mundo financiero. En lenguaje
técnico, era necesario que los bonos argentinos fueran
declarados como "investment grade" (o grado de inversión),
lo que significaba que fueran aptos para ser incluidos en las
carteras internacionales de inversión.

Para ello, el futuro gobierno
debía realizar un profundo ajuste fiscal que demostrara su
voluntad de erradicar el déficit crónico en las
cuentas públicas y asegurara capacidad de repago de los
compromisos externos.

Si estas condiciones se daban, los
bancos de inversión ofrecían ocuparse de este
proceso de canje, que, desde luego, supondría importantes
comisiones por sus servicios profesionales.

Probablemente el
conocimiento sobre la existencia de estos planes y la
necesidad de repuntar en las encuestas
jugaron un rol importante en la decisión del candidato
justicialista Eduardo Duhalde de poner sobre la mesa,
abiertamente, la discusión sobre el pago de la deuda
externa.

Hacía tiempo que Duhalde
había comenzado a plantear que el modelo menemista de la
década del 1990 "estaba agotado", aunque pocas precisiones
había hecho acerca de los cambios que, en su
opinión, se requerían. Pero en mayo, en una
conferencia de
prensa. planteó la necesidad de una renegociación
de la deuda a nivel regional (es decir, de manera conjunta en el
Mercosur) y desató una serie de críticas sobre el
FMI.

En lo inmediato, estas declaraciones
generaron considerable agitación en el mundo
político y en los mercados. El panorama se agravó
cuando, pocos días después, el célebre
financista internacional George Soros declaró a la prensa
que el peso argentino estaba sobrevaluado.

Aunque -por convicción o cautela-
la mayoría de los economistas se manifestaban contrarios a
una devaluación, algunos de los más prestigiosos a
nivel internacional se animaron a plantear con bastante claridad
lo crítico de la situación.

Uno de ellos, Paul Krugman, un famoso
académico., también coincidió en que el peso
estaba sobrevaluado. Cuando el periodista que lo entrevistaba le
preguntó: "¿La convertibilidad puede durar 4
ó 5 años más?", contestó sin dudar:
"Yo estaría muy sorprendido si persistiera en el
tiempo".

Jeffrey Sachs, otra estrella de la
economía mundial., que también fue convocado a
comentar las afirmaciones de Soros, dijo:

Probablemente está expresando una
opinión muy generalizada entre los inversores sobre
Argentina (.) Por muchos años mi visión ha sido que
el peso estaba sobrevaluado. Esto significa que Argentina es un
país muy caro en dólares, comparado con otros
países de similares niveles de tecnología y productividad (.)
Si Argentina no estuviera atada a la convertibilidad, el peso se
devaluaría entre un 20 y un 25 por ciento.

La polémica desatada se introdujo de lleno en la
Convención de la Unión Cívica Radical, que
también ratificó el compromiso con la
convertibilidad.

En el mundo empresarial, la alarma se transformó en una
amplia iniciativa en defensa de uno a uno. A principios de junio
la Asociación de Bancos de la Argentina (ADEBA)
organizó, bastante de apuro, un seminario en el
que participaron los principales exponentes del mundo financiero,
incluyendo los candidatos a ministros de Economía de los
principales partidos. Desde distintos ángulos, la defensa
de la convertibilidad tiño de homogeneidad los
discursos.

El punto culminante de esta "batalla por la convertibilidad"
tuvo lugar en un seminario organizado por el banco de
inversión Goldman Sachs a fines de julio en Nueva York.
Allí, nuevamente, los expositores -incluyendo los
principales referentes económicos de los partidos-
cerraron filas alrededor del tipo de cambio fijo y se mostraron
proclives a que, después de las elecciones, las distintas
fuerzas políticas establecieran acuerdos firmes sobre los
principales lineamientos económicos.

El mundo de los analistas financieros internacionales tiene
reglas muy especiales. El periodista estadounidense Paul Blustein
refleja muy bien esta peculiaridad a través de una suerte
de "confesión" de uno de ellos:

Hay mucho de autocensura (.) Es así, si uno tiene algo
bueno para decir debe hacerlo, pero si lo que hay que decir es
malo, simplemente se debe mantener la boca cerrada. Con las
comisiones de por medio, los bancos de inversión te
matarían. Si el ministro de Economía de un
país enloquece con uno, eso podría significar
perder muchos negocios e, incluso aunque tu comentario no fuera
la causa, la gente de tu firma podría culparte por no
haber obtenido esos negocios. Uno no quiere estar en esa
posición, especialmente cuando llega el momento de cobrar
el bono anual.

Así que la situación a mediados de 1999 era uno
de esos momentos en que la verdad cede paso a la conveniencia en
las manifestaciones públicas, mientras que en los pasillos
de los eventos y en las
reuniones privadas que siempre los acompañan, el clima que
se vivía era diferente. La devaluación en Brasil
era una evidencia demasiado fuerte como para ser ignorada. En voz
baja, además, muchos banqueros elogiaban la
valentía del presidente Cardoso y, en especial, la
posibilidad que le había dado a gran parte de los
inversores de retirar sus fondos intactos antes de formalizar la
devaluación.

Así, en medio de ambigüedades y dobles discursos,
la campaña fue encauzándose hacia el día de
la elección. El ganador tendría por delante la
tarea de enfrentarse a una realidad ineludible, que una suerte de
conspiración colectiva había negado: la
convertibilidad estaba herida de muerte.

(2000) La reforma tributaria -conocida como el
impuestazo- fue un duro golpe, en especial para la clase media,
ya que estableció que el impuesto a las ganancias
alcanzaría a niveles salariales hasta entonces exentos.
Además, se extendió el impuesto al valor agregado a
rubros como el transporte y
la medicina
prepaga y se aumentaron los impuestos internos sobre los
cigarrillos, el agua mineral y
bebidas gaseosas y alcohólicas. Fue un comienzo duro.

Después de una breve tregua inicial, los industriales
volvieron a ponerse en primera fila de los reclamos por la falta
de competitividad frente a Brasil. Todavía en el sector
productivo se evitaba hablar abiertamente de devaluación.
La Unión Industrial Argentina elaboró un documento
en el que afirmaba que a lo largo de 1999 unas cien empresas
habían emigrado a Brasil. Los gobernadores de Santa Fe,
Córdoba, Buenos Aires y otros distritos con presencia
industrial se reunieron con el Presidente para tratar la
situación. El gobernador de la Provincia de Buenos Aires,
Carlos Ruckauff, dio un paso más y propuso que se fijara
un dólar especial para exportar a Brasil. Con su calma
habitual, el primer mandatario les aseguró que "ni una
fábrica más abandonará el país".

A principios de febrero el gobierno
recibió una bocanada de oxígeno bajo la forma de un
nuevo acuerdo con el FMI por 7.200 millones de dólares,
que el organismo calificó como de carácter "precautorio". Este tipo de
préstamos tiene la característica de que no son
efectivamente desembolsados, sino que se mantienen a
disposición del país como una suerte de seguro frente a
una emergencia.

Pero la economía seguía estancada y a los pocos
meses -en mayo- tuvo lugar otro ajuste fiscal que incluía
una reducción entre 12% y 15% en los sueldos del sector
público mayores a 1.000 pesos y un nuevo impulso al
proceso de desregulación de las obras sociales.

Tras cuatro meses de debate, el Congreso también
aprobó una ley de reforma laboral que,
entre otras cuestiones, introducía cambios en la
negociación salarial y extendía la duración
del período de prueba.

Como reacción al nuevo ajuste, el 9 de junio tuvo lugar
un paro general que alcanzó gran adhesión en todos
los sectores. Todavía el gobierno conservaba un grado
importante de apoyo política, a la vez que era
crecientemente cuestionado por la falta de reacción de la
economía frente a las medidas que ponía en
marcha.

En el exterior, especialmente en el FMI,
la situación era seguida con atención. En su
discurso público los funcionarios del FMI aparentaban
calma. En el mundo financiero internacional, sin embargo, desde
hacía algún tiempo se desarrollaba una intensa
discusión sobre las operaciones de salvataje encabezadas
por el FMI. Varios destacados economistas planteaban que los
acreedores externos no debían ser eximidos de sus
pérdidas en caso de crisis.

En febrero de 1998, Charles Calomiris,
un conocido académico de la Universidad de
Columbia, realizó una larga exposición sobre el
tema ante el Comité Económico Conjunto del Congreso
de los Estados Unidos. Decía Calomiris:

En primer lugar los que toman las
decisiones deberían conocer que los salvatajes
("bailouts") del FMI, como los de México y Asia son
contraproducentes. El FMI puede contribuir mejor a la estabilidad
financiera internacional comprometiéndose a no aislar de
las pérdidas a los acreedores internos y externos. Cuanto
más se fuerce a los países en desarrollo a hacerse
cargo de sus propias insolvencias fiscales, y cuanto más
se obligue a los inversores extranjeros a cargar con los costos
de sus decisiones de inversión, más se
sentirán atraídos los países en desarrollo
por los beneficios de una economía libre.

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