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La "argentinización" de la economía mundial (página 16)




Enviado por Ricardo Lomoro



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La primera víctima de esta nueva situación
internacional fue la economía mexicana, que a lo largo del
año no logró financiamiento
para el gran desequilibrio en sus cuentas fiscales
y externas. En diciembre fue devaluado el peso mexicano y se
inició un proceso de
expansión de la crisis hacia
el resto de los mercados
emergentes conocido como el efecto "Tequila".

(2002) Cuando Eduardo Duhalde asumió la
presidencia, la Argentina tenía un régimen
cambiario y monetario indefinido. La convertibilidad no existía, pero nada lo
había sustituido.

Jorge Remes Lenicov, el nuevo ministro de Economía, era
el economista de confianza del nuevo presidente, había
ocupado esas mismas funciones cuando
Duhalde gobernaba la provincia de Buenos Aires y
desde 1997 era diputado nacional. También había
sido el jefe de equipo de economistas del justicialismo durante
la campaña electoral de 1999 y desde entonces
mantenía unido a un núcleo de profesionales que
seguían la coyuntura económica.

Desde mediados del 2001 empezó a estar cada vez
más claro en el ambiente
político argentino que era muy probable que el gobierno de
Fernando de la Rúa perdiera el control de la
situación.

Remes también tomó nota de esta circunstancia,
así que, de un modo sutil, fue orientando a su equipo a
transitar desde el cómodo rol de analistas al de
"hacedores de política". No era
fácil encarar formalmente la tarea de formular un plan alternativo.
Cualquier trascendido podía encender la mecha que
provocara el estallido final.

Con sigilo, fue encargando por separado a sus colaboradores y
a algunos otros economistas que analizaran el impacto de diversas
medidas. Se fue armando, de este modo, una suerte de agenda en la
que estaban las distintas alternativas de sistema cambiario
que podían sustituir a la convertibilidad, el posible
efecto de la devaluación sobre los precios, los
impactos sobre el sistema
financiero y la hipótesis -por entonces extrema- de la
pesificación de los contratos en
dólares.

La llegada de Rodríguez Saá a la Presidencia fue
recibida con alivio en el entorno de Remes. Cuanto más se
habían profundizado en el equipo las medidas que
deberían adoptarse frente al colapso, más se
había advertido el peligro de que la situación se
tornara inmanejable. En los análisis, la posibilidad de una hiperinflación pasó a tornarse el
fantasma más temido. En las condiciones políticas
y sociales de la Argentina no era difícil imaginar que, si
eso ocurría, el país se precipitaría a una
situación próxima a una guerra
civil.

El panorama era sombrío hasta en sus detalles menos
imaginados. El "default" de la deuda había sido declarado
a través del discurso
presidencial de toma de posesión de Rodríguez
Saá, pero no existía ningún decreto o
ley que lo
instrumentara. Como era natural, la deuda externa del
gobierno argentino no era sólo con tenedores privados de
bonos.
Había también, por ejemplo, deuda bilateral con
diferentes países agrupados en el Club de París,
que recién comenzaría a renegociarse cuatro
años más tarde. Como, por ese entonces, nadie
sabía a quién alcanzaba el "default", los
representantes de esas naciones acudían al Ministerio de
Economía en demanda de
información. Era una suerte de "cacerolazo"
paralelo al que poblaba las calles de las principales ciudades
del país. Los viejos funcionarios de carrera del
Ministerio pedían instrucciones. Quienes acababan de
asumir sus cargos agregaban temas a una agenda que tendía
a alargarse hasta el infinito.

Los bancos estaban
cerrados, sin capacidad de devolver los depósitos que
habían tomado del público ni de cobrar sus
préstamos. Además, una buena parte de esos
depósitos habían sido destinados a financiar al
Estado
mediante la compra de títulos públicos cuyo
valor
después del "default" se había desplomado.

Desde que, junto con el corralito, se habían impuesto
restricciones al comercio exterior
no se habían expedido autorizaciones para importar, de
modo que numerosos embarques que habían llegado al
país esperaban ser despachados al mercado y otros
se amontonaban en los puertos de origen. La situación era
compleja, porque, avizorando la devaluación, los
importadores habían acelerado sus compras. El
resultado es que estaban detenidos unos 5.000 millones de
dólares en mercaderías, entre las cuales estaban
productos
indispensables como drogas o
medicamentos.

Confiando en la convertibilidad, muchas
empresas
privadas, en especial las grandes, habían contraído
una importante deuda externa. Es que, para las que tenían
acceso al mercado internacional, las tasas de
interés eran notablemente más bajas que en el
mercado interno. Tras el colapso de la convertibilidad, estas
empresas hacían cola, demandando un tipo de cambio
especial para afrontar sus compromisos; un seguro de
cambio, como
los que tantas veces habían existido en la historia
argentina.

Los depositantes atrapados por el corralito estaban pendientes
del compromiso que Duhalde había establecido de
devolverles los ahorros en la moneda de origen. Las familias que
tenían sus casas hipotecadas se preguntaban cómo
pagarían sus créditos si el dólar se
descontrolaba. En las empresas endeudadas localmente, en gran
parte, pequeñas y medianas que había sobrevivido a
la apertura externa con tipo de cambio barato, surgían
sentimientos encontrados. Por un lado, la devaluación les
hacía percibir un escenario de mayor competitividad
para exportar sus productos o competir con las importaciones,
pero si la carga de su deuda se multiplicaba, la amenaza de una
quiebra era
inminente. ¿Era el principio de una nueva etapa, o era
definitivamente el abismo?

El Estado estaba auténticamente en quiebra y las
monedas provinciales, bajo la forma de bonos, representaban casi
dos tercios del dinero en
circulación. Para encontrar una anarquía
económica de semejante magnitud había que
remontarse a los años previos a la sanción de la
Constitución de 1853.

Los bancos tenían depósitos privados por 44.350
millones de dólares y 15.500 millones de pesos y
sólo 3.901 millones de pesos de depósitos del
Gobierno Nacional y las provincias. En cuanto a los
créditos, entre títulos de la deuda
pública y préstamos al Gobierno Nacional y a
las provincias se acumulaban acreencias por 26.150 millones de
dólares, que, desde luego, eran en ese momento
irrecuperables. Los préstamos a las empresas y familias
ascendían a 14.500 millones de pesos y 36.000 millones de
dólares.

Los retiros de depósitos habían llevado al
Banco Central
a prestarle a los bancos 10.000 millones de dólares y en
la caja de todas las entidades bancarias sólo quedaban
1.586 millones de pesos y 792 millones de dólares.

Una devaluación es una respuesta a un desequilibrio de
la economía de un país con el resto del mundo. Si
el desequilibrio es profundo, la devaluación tiende a ser
grande y, por lo tanto, traumática. Si los gobiernos no
toman decisiones a tiempo, las
personas terminan abalanzándose sobre los bancos y el
mercado de cambios de un modo desordenado. Fue eso lo que
ocurrió en la Argentina.

En general estos fenómenos se gestan lentamente. Si el
país tiene un sistema de cambio libre sin mayor
intervención del Estado, el valor de la moneda se va
adaptando progresivamente a la nueva situación.

Cuando el sistema de tipo de cambio es regulado y en especial
cuando es fijo -como en el régimen de la convertibilidad-
para eliminar el desequilibrio los países acuden con
frecuencia a correcciones en su tipo de cambio mediante
devaluaciones que hacen más baratos los bienes y
servicios
producidos localmente y más caros los importados. Las
exportaciones
crecen, las importaciones disminuyen y el desequilibrio
desaparece o se torna manejable.

Otra respuesta al déficit en la balanza
comercial es promover el ingreso de capitales del exterior,
manteniendo altas tasas de interés
locales que hagan atractivo invertir en el país.

Entre 1992 y 1999 la Argentina acumuló un desequilibrio
comercial de 22.324 millones de dólares, que fue
compensado con ingreso de capitales con destino a las privatizaciones de empresas públicas,
financiamiento del déficit del Estado, inversiones
privadas y especulación financiera.

El alto endeudamiento del país, un cambio en las
condiciones internacionales y la desconfianza interna en el
sostenimiento de la situación fueron haciendo cada vez
más difícil sobrellevar ese desequilibrio externo.
En 2001 el flujo de capitales directamente se invirtió,
transformándose en "fuga", a punto tal que las reservas
internacionales del país se redujeron a casi la mitad. En
esas condiciones era imposible que el valor del peso frente al
resto de las monedas -simbolizado por el dólar- no
experimentara fuertes presiones.

En los amenazantes días finales del 2001, Remes y su
equipo examinaron varias alternativas para salir del atolladero
si eran convocados a tomar el timón de la economía.
La dolarización nunca había estado en
sus planes, menos aún con las escasas reservas
internacionales que quedaban, y la propuesta de una
devaluación seguida de una dolarización
también era un salto en el vacio porque, si después
de la devaluación, los precios se descontrolaban, se
volvía inmediatamente a una situación de atraso
cambiario con más rigidez aún que bajo el sistema
de la convertibilidad. Algunos economistas proponían una
devaluación seguida de una nueva convertibilidad. En
definitiva, nadie tenía una receta sólida para
evitar una devaluación convencional. Tampoco el FMI, que apenas
asumido el gobierno salió a pedir un plan, con el fin de
encubrir su propio fracaso y ausencia de nuevas ideas.

(2002) El 6 de enero de 2002 se sancionó una Ley
de Emergencia Económica que puso fin formalmente al
período de la convertibilidad y "pesificó" las
tarifas de los servicios
públicos y los préstamos hasta 100.000 pesos a
una tasa de uno a uno. Esa noche el ministro de Economía
anunció que habría un mercado oficial de cambios
con una equivalencia de un dólar a 1,40 pesos y otro
mercado libre

Era sólo un primer paso que fue recibido con cautela
por la población. Faltaban definiciones
importantes, entre ellas qué ocurriría con los
depósitos atrapados en el "corralito", aunque la promesa
presidencial de devolverlos en su moneda de origen había
llevado cierta transitoria tranquilidad a los ahorristas. Para
quienes tenían préstamos en dólares el
panorama lucía sombrío. El gobierno había
previsto un sistema de extensión de los plazos y rebaja de
las tasas de interés mediante el cual las cuotas quedaban
sin modificación; pero, naturalmente, eso dependía
de que el dólar no se disparase. Algo en lo que casi nadie
confiaba.

Las crisis bancarias son episodios muy conocidos en el mundo y
los congelamientos y reprogramaciones de depósitos han
sido mecanismos utilizados con mucha frecuencia para afrontarlos.
Pero el corralito tenía algunos rasgos singulares.

El sistema consistía en que a medida que los plazos
fijos vencían eran depositados en las cajas de ahorro o
cuentas corrientes de sus titulares y podían ser
transferidos a otras cuentas dentro del sistema. Como la mayor
parte de los depósitos a plazo fijo estaban en
colocaciones a treinta días, al cabo de poco más de
un mes de vigencia de este mecanismo, una gran masa de dinero se
encontraba en condiciones de ser transferido a otras cuentas.

Pronto los ahorristas descubrieron que si multiplicaban sus
cuentas a través de sus hijos, hermanos, tías,
abuelos o amigos podían acumular los retiros y huir del
corralito. Una multitud se agolpó entonces en los bancos
haciendo cola varis horas para acceder a una cuenta de caja de
ahorros y retirar los 250 pesos o dólares semanales
permitidos, convertidos en una suerte de salvoconducto para la
crisis. La ingeniosa reacción hacía que se siguiera
produciendo una salida de depósitos nuevamente creciente e
insostenible. Nadie había advertido previamente que esto
podía pasar. Por añadidura, una gran cantidad de
ahorristas lograba medidas judiciales de amparo que le
permitían retirar la totalidad o gran parte de sus
depósitos en dólares.

El resultado era un proceso circular, en que el Banco Central
emitía dinero para asistir a con redescuentos a los bancos
en dificultades. El dinero que
salía de los bancos iba directamente a la compra de
dólares, con lo que, en la práctica, podría
decirse que el gobierno emitía pesos para que los
particulares compraran dólares.

Intentando contener esta situación, el congelamiento de
depósitos fue profundizado a través de una
reprogramación completa de los mismos que dio en llamarse
el "corralón". Si bien, simultáneamente, se
amplió la cantidad de dinero que podía retirarse
mensualmente, el camino para el retiro hormiga de sus
depósitos que habían imaginado los ahorristas
parecía cerrarse.

Era sólo una ilusión, en los cuatro primeros
meses del año se dictaron una 34.000 medidas de amparo,
que sumadas a las aperturas parciales del corralón y los
retiros hormiga hicieron que en ese periodo los depósitos
cayeran 13.000 millones de pesos.

Cada día desde la llegada de Duhalde, las noticias que
la población recibía eran peores. El 10 de enero a
la noche en la Ciudad de Buenos Aires columnas provenientes de
todos los barrios convergieron a la Plaza de Mayo en una enorme
manifestación de protesta, un gran "cacerolazo", como ya
se había dado en llamar a esos repetidos eventos. En el
interior del país ocurrían episodios similares.

En el gobierno nadie sabía hasta dónde
podía llegar la turbulencia social. Los informes de
los organismos de inteligencia
eran inquietantes a la vez que extremadamente poco
confiables.

Frente a los reclamos, en los días subsiguientes el
gobierno anunció que introduciría una mayor
flexibilización en el corralito. La realidad
política vencía los intentos de adoptar un sendero
estable de decisiones. Remes, convertido en el fiel de la
balanza, buscaba un equilibrio. Si
el corralito se mantenía rígido, la turbulencia
social podía desalojar al gobierno; si se abría
abruptamente el Banco Central, debería emitir tal cantidad
de dinero para asistir a los bancos que la hiperinflación
sobrevendía inmediatamente.

En febrero, el gobierno ideó un sistema mediante el
cual los certificados de depósitos a plazo fijo
podían utilizarse para la compra de inmuebles,
vehículos y algunos otros bienes. El resultado fue
inesperadamente positivo. Era una señal premonitoria del
potencial de los dos sectores que más adelante
liderarían el proceso de recuperación de la
economía.

Claro que las marchas y contramarchas no eran gratuitas. En
cada una de ellas el gobierno y su equipo económico se
debilitaban y los economistas del "establishment" y hasta los ex
funcionarios que habían generado la catástrofe se
daban el gusto de alzar sus voces
críticas con total desparpajo.

Parte de las vacilaciones provenían de la
indefinición sobre el mantenimiento
de los depósitos en dólares en su moneda de origen.
Hacía bastante tiempo que la pesificación completa
formaba parte de la agenda pendiente.

El Grupo
Productivo, un sostén vital para el Presidente,
venía defendiendo enfáticamente esta postura, con
la mira puesta en los préstamos en dólares. Las
razones eran simples: en la medida que el dólar se
disparara, las empresas endeudadas no podrían hacer frente
a sus compromisos. Como era evidente, tampoco las familias
estarían en condiciones de pagar sus créditos.

La otra realidad era que, aun entregándoles a los
bancos todas las reservas internacionales, que ascendían a
14.000 millones de dólares, sería imposible
devolverles a los ahorristas sus depósitos en esa moneda.
Era una ecuación que no cerraba y un pasaporte seguro al
caos.

En los meses previos a la crisis habían circulado
diversos enfoques de cómo abordar este momento. Uno de
ellos era que cada banco se hiciera cargo de sus clientes;
entregándoles un bono a cambio, que cada quien
podría negociar en el mercado, hasta que la crisis fuera
superada. Después de todo, los depositantes no
habían llevado su dinero a la Tesorería de la
Nación,
sino a las ventanillas bancarias.

El análisis de esta alternativa llegó hasta el
mismo despacho del presidente en la Casa Rosada y fue descartada.
El peligro era que los bonos emitidos por los bancos en
situación más crítica
y los de bancos de menor tamaño tuvieran una
cotización vil en el mercado y se cayera en una
situación mayor de agitación social.

Finalmente, el 19 de enero Duhalde se dirigió al
país anunciando que la pesificación sería
completa. De allí en adelante se abrió un inmenso
debate que
tuvo a los bancos y al sector productivo como principales
protagonistas. Al principio, los bancos se oponían a
cualquier modalidad de pesificación, pero su
posición fue virando en sentido positivo con la
condición de que los depósitos y los
préstamos se pesificaran a la misma tasa. Era
lógico, porque de lo contrario tendrían que
afrontar enormes pérdidas patrimoniales. Respecto a los
depositantes, era necesario, como mínimo, cumplir con la
segunda promesa de Duhalde de respetar el valor adquisitivo de
sus ahorros. Esta promesa fue tomando la forma de una
pesificación a un tipo de cambio de 1,40 pesos por
dólar -que era el que todavía regía
oficialmente- más una actualización por
inflación, dado que los depósitos seguirían
reprogramados.

Al FMI la idea de la pesificación le resultaba
aceptable siempre que no entrañara costo fiscal, es
decir que no hubiera diferencia en los coeficientes que se
aplicaran para préstamos y depósitos, de manera que
el Estado no
tuviera que pagar compensaciones. Proponían que la
pesificación de los préstamos fuera a 1,40 y que se
habilitara un "hospital de empresas" para asistir a aquellas que
enfrentaran una crisis de pagos. El ministro Remes
rápidamente desestimó esta última idea, cuya
aplicación había dado pésimos resultados en
México,
donde se convirtió en una importante fuente de corrupción que no había razón
para que no fuera imitada localmente.

El FMI y el Banco Mundial
enviaron una misión de
expertos para estudiar el asunto. Concluyeron que si no
pesificaban los préstamos, el grado de incobrabilidad
podía llegar al 70%. Este dictamen inclinó la
opinión de los bancos de una manera definitiva hacia la
pesificación. Finalmente, la amplia mayoría de los
representantes de los sectores de la producción y de la banca se
inclinaron por la "pesificación asimétrica", a
condición de que el Estado estableciera un sistema de
compensaciones.

A estas alturas, la opinión
pública estaba saturada por la incertidumbre, mientras
se hacía evidente que el tipo de cambio de 1,40 por
dólar no se sostendría y el equipo económico
se resistía a realizar grandes ventas de
reservas para atenuar el alza, por temor a que las reservas se
agotaran rápidamente y se cayera en un proceso
hiperinflacionario.

Para Remes era imprescindible estructurar y poder
comunicar un programa que
ordenara la multitud de medidas aisladas e infundiera la
perspectiva de algún horizonte.

Pero un suceso inesperado le cerró el camino a los
anuncios que pensaba realizar. El viernes 1º de febrero de
2002 la Corte Suprema de Justicia
falló a favor de un depositante cuyos ahorros,
provenientes de una indemnización laboral
habían quedado atrapados en el corralito en su
versión original. La decisión de la Corte era una
amenaza concreta al sistema de reprogramación de los
depósitos y, en caso de que se generalizara, significaba
una profundización de la crisis de proporciones
incalculables.

A pesar de este traspié, finalmente el gobierno pudo
exhibir un conjunto de medidas discutible pero coherente:
pesificación de las deudas uno por uno -con
excepción de los préstamos para operaciones de
comercio
exterior- con un coeficiente de actualización del capital (el
CER) y de los depósitos a 1,40 más el CER para su
devolución y también se pesificaban los contratos
privados. Además se liberaba el tipo de cambio, que
flotaría libremente y se flexibilizaba el corralito,
permitiendo la extracción completa de los sueldos,
jubilaciones, indemnizaciones y otros conceptos. También
quedo pesificada la deuda pública en moneda extranjera que
no estuviera sujeta a la jurisdicción de tribunales del
exterior, lo que produjo una reducción de la misma de casi
9.000 millones de dólares.

Los bancos necesitaron varios días para adaptar sus
sistemas, de
manera que permanecieron cerrados nuevamente hasta el 11 de
febrero. Cuando la operatoria cambiaria se restableció, el
dólar ya cotizaba a 2,10 pesos.

El nuevo esquema dejó contentos a muy pocos. Los 36.000
millones de dólares en préstamos se
distribuían entre poco más de tres millones de
deudores de préstamos personales y en tarjeas de crédito, casi ochocientos mil deudores
hipotecarios y prendarios y medio millón de deudores
comerciales.

Supuestamente los deudores era el sector más
beneficiado, pero la sensación térmica era otra. A
pesar de la pesificación uno a uno, las familias
endeudadas temían que con la actualización por el
CER, sus deudas se hicieran impagables, de modo que se
inició un movimiento que
finalmente logró reemplazar ese indicador por otro
vinculado a los aumentos de salarios, para
las deudas hipotecarias, prendarias y personales. Así, en
mayo de 2002 nació el "coeficiente de variación
salarial" (CVS), cuya vida fue relativamente corta, porque al
año siguiente, cuando los salarios ya habían
comenzado a incrementarse, surgió la demanda de que estos
ajustes no eran iguales en todos los sectores, mientras que las
cuotas aumentaban de modo similar para todos los deudores.

El prolongado y zigzagueante camino recorrido para resolver el
endeudamiento de las familias es bastante revelador de la
imposibilidad de haber mantenido tales deudas en los
dólares originales en que fueron pactadas y, a pesar de
las marchas y contramarchas, la solución fue bastante
más saludable que el remate de un millón y medio de
viviendas que tuvo lugar en Estados Unidos en
la Gran Depresión
de 1930.

Al mismo tiempo, como parte del siempre contradictorio
escenario de salida de una crisis, muchos deudores hipotecarios
que habían puesto oportunamente a salvo sus ahorros en
dólares o tenían dinero en el corralito se
apresuraron a cancelar sus deudas. Temían que los reclamos
de los depositantes en contra de la pesificación
eventualmente también pudieran hacer volver a su moneda
original los préstamos. Este singular proceso hizo que los
préstamos hipotecarios cayeran un 30% entre 2002 y
2003.

Como era lógico y a la vez inevitable, la mayor
reacción contra la pesificación se produjo del lado
de los depositantes, cuyo núcleo duro eran los 822.684
tenedores de certificados de plazos fijos. Sus acreencias sumaban
15.710 millones de dólares, algo más que las
reservas internacionales del país. Sólo unos 16.000
tenían certificados mayores a 100.000. El atractivo de las
tasas altas, aquella engañosa ley de intangibilidad de los
depósitos y las seguridades que día a día
les reiteraban el presidente De la Rúa y su ministro
Cavallo los habían llevado a dejar sus ahorros en
dólares en los bancos mientras todo se desplomaba y los
inversores de mayor tamaño ponían a resguardo sus
fondos.

Por añadidura, el sistema de garantía de los
depósitos, que en teoría
cubría los montos hasta 30.000 pesos o dólares,
también era un engaño. En ese fondo sólo
había unos cientos de millones de dólares,
insuficientes por completo para afrontar semejante crisis.

Una vez más, el país quedó dividido entre
los que habían quedado atrapados por la crisis y los que
"zafaron".

El colapso de la convertibilidad trajo consigo una crisis
profunda en los ingresos
fiscales, a la vez que acentuó la necesidad de fortalecer
los programas
sociales. Al mismo tiempo, la magnitud de la devaluación
había generado una corriente de ingresos extraordinarios
hacia los sectores exportadores y amenazaba con tener gran
impacto en los precios de los alimentos, dado
que, como es sabido, son los principales productos de exportación del país.

Rápidamente ganaron lugar en la agenda económica
los impuestos a la
exportación, conocidos más usualmente como
"retenciones", que tienen una larga y traumática historia en la Argentina, en
especial con relación al sector agropecuario.

Como en la década de 1990 las retenciones habían
sido totalmente eliminadas, su reimplantación
generó un gran debate. El Presidente no quería
fisuras en el apoyo de los sectores productivos y sólo se
convenció de su aplicación cuando pudo vincular
claramente los ingresos fiscales que se obtendrían con el
lanzamiento de un extenso programa social denominado Plan Jefes y
Jefas del Hogar.

El nuevo esquema de retenciones comenzó con los
combustibles e hidrocarburos,
a los cuales se les fijó un impuesto de exportación
del 20% en febrero de 2002; un mes después se
extendió el sistema a los productos agropecuarios e
industriales. El sistema se fue ajustando a lo largo del tiempo
según los movimientos del tipo de cambio y la dinámica de precios de la economía
y, a lo largo de los años, se incorporó de un modo
cada vez más amplio en la política
económica.

El que los ingresos por impuestos a la exportación
equivalieran casi cuatro años después -en 2005- a
un 62% del superávit fiscal, es un llamado de atención sobre la necesidad de una reforma
fiscal que a medida que la crisis va quedando atrás logre
reemplazar este tipo de tributos por
otros de carácter más estable y menos
conflictivo.

La tesis inicial
del equipo de Remes era que, si el tipo de cambio se
mantenía dentro de límites
razonables, la pesificación a $ 1,40 más la
actualización por inflación que aseguraba el CER
sería un esquema aceptable para los ahorristas frente a la
magnitud de la crisis.

Pero el ascenso imparable del dólar y la cuantiosa
salida de depósitos que se seguía produciendo a
través de los amparos dio por tierra en
corto plazo con esta idea. Además, la pesificación
asimétrica generó la necesidad de compensar a los
bancos por las pérdidas que se producían al cobrar
sus préstamos en dólares a una tasa de uno por uno
y pagar los depósitos a 1,40.

La compensación se convirtió, por otra parte, en
un elemento clave para la aceptación legal de la
pesificación. La Corte Suprema de Justicia le había
hecho saber al gobierno que la pesificación sólo
era viable si los ahorristas eran compensados por sus
pérdidas con un bono establecido de manera obligatoria,
como había ocurrido con el Plan Bonex en la crisis de
1989-1990. Pero el sector político del gobierno no
tenía la voluntad política de recorrer ese camino,
de modo que se diseñó un canje voluntario de
depósitos por bonos que comprendía un menú
de opciones en dólares y pesos a distintos plazos que tuvo
escasa aceptación.

A pesar de todas las medidas adoptadas, la sangría de
depósitos continuaba y con ella la asistencia del Banco
Central a los bancos para evitar el colapso; tal asistencia
sumó en abril 2.000 millones de pesos adicionales que iban
a parar directamente al mercado cambiario, donde el dólar
casi había llegado a los tres pesos por unidad, al tiempo
que la inflación alcanzaba el 10% en el mes.

Las dificultades para poner bajo control la situación
se hacían mayores por el cada vez menor apoyo
político que recibía el equipo económico.
Como es sabido, los políticos son reacios a asumir
costos.

El Presidente también recibía cotidianamente un
torbellino de opiniones sobre cuál era el mejor rumbo a
seguir, que le acrecentaban todo tipo de dudas, entre ellas la
conveniencia o no de llegar a un acuerdo con el FMI y la
alternativa de intentar volver a un tipo de cambio fijo.

Hacia fin de abril, el ministro de Economía
realizó un viaje a Washington con la esperanza de avanzar
en las empantanadas negociaciones con el FMI. Como ya se
había convertido en un hecho usual, en cada reunión
la lista de reclamos del organismo aumentaba y cualquier tipo de
asistencia se distanciaba en el tiempo.

Aunque el diálogo
entre las autoridades argentinas, el FMI y los funcionarios del
gobierno estadounidense fue cordial, el viaje no arrojó
ningún resultado concreto. Por
ese entonces, además, parecía evidente que para
detener el aluvión de retiro de depósitos se
requería un instrumento más contundente que los
empleados hasta ese momento, de modo que el ministro Remes
presentó al Presidente un proyecto de ley
que establecía un bono de restitución a los
ahorristas de carácter obligatorio, que la Corte Suprema
de Justicia se había comprometido a reconocer como
legítimo y que, por lo tanto, frenaría los
amparos.

Los bancos nuevamente estaban cerrados para evitar los retiros
de depósitos; en ese marco, fue presentada la propuesta al
Congreso. Pero los miembros del equipo económico
rápidamente advirtieron que el proyecto carecía de
aval político suficiente. Algo sobre lo que habían
recibido seguridades en privado una pocas horas antes.

Fue una deslealtad innecesaria, pero también una
señal definitoria de la falta de apoyo a la gestión
de Remes al interior del gobierno. En síntesis,
era una típica situación de falta de sustento
político en medio de una crisis, de modo que Remes
presentó su renuncia.

Sin embargo, pese a lo crítico de la situación,
en marzo la producción industrial mostraba una leve
mejoría. Era difícil de percibir que se trataba del
inicio de un cambio de tendencia, pero en los meses posteriores
se confirmó que era exactamente eso.

¿Por qué habría de iniciarse tan
rápidamente el proceso de recuperación?… La
denostada pesificación había evitado esa crisis
financiera de los deudores privados y estaba empezando a
convertir en expansión la hasta entonces imparable
caída de la economía. Como señala el
economista Ricardo Hausmann, de la Universidad de
Harvard: "Los desagradables efectos colaterales de una
devaluación, en un contexto de una gran deuda en
dólares, obliga a adoptar la pesificación de todas
las deudas, internas y externas, junto con la flotación de
la moneda".

El "default" de la deuda externa, aunque declarado de un modo
tumultuoso, también empezaba a hacer sentir sus efectos
positivos sobre las finanzas
públicas, que de otro modo se hubieran hecho
inmanejables.

Más aún, cuando a fines de 2003 el gobierno
argentino presentó la primera propuesta de
reestructuración de la deuda externa, de algún modo
siguió el mismo criterio de la pesificación. La
propuesta inicial de una quita del 75% del capital
equivalía a reconocer el restante 25%, es decir algo
así como la pesificación a una tasa de 2,50 pesos
por dólar.

En cuanto a las empresas privadas, altamente endeudadas en el
exterior y que por lo tanto no estaban alcanzadas por la
pesificación, con el tiempo todas ellas reestructuraron
sus deudas utilizando en algunos casos quitas parecidas.

La renuncia de Remes puso sobre la mesa, de una manera
pública, la definición del rumbo económico.
Duhalde apeló nuevamente a los gobernadores, que, reunidos
en un insólito estado de asamblea, tras dos días de
deliberaciones, llegaron a un Acuerdo de 14 puntos, en el que
básicamente ratificaban la voluntad de integrar a la
Argentina al resto del mundo, dar cumplimiento al pacto fiscal
con la Nación
y acceder a diversas demandas del FMI. El documento sólo
se refería de una manera vaga a la salida del corralito y
eludía toda mención directa a la
pesificación.

Atrás habían quedado las insinuaciones de una
ruptura con el mundo financiero internacional, que casi
cotidianamente interferían con la gestión
económica.

El acuerdo le agregaba una dosis de legitimidad a un
Presidente extraordinariamente debilitado, que tras algunas
desgastantes idas y venidas logró postular a Roberto
Lavagna como nuevo ministro de Economía.

(2003) Uno de los primeros desafíos de Lavagna
fue despejar el camino de las definiciones acerca de cómo
manejar el tipo de cambio, que el acuerdo de los gobernadores
había dejado en un terreno ambiguo. Un tanto
obsesivamente, la opinión predominante entre ellos era
establecer un sistema de cambio fijo, porque como
políticos, pensaban que esa sola voluntad
alcanzaría para detener la escalada alcista. A los pocos
días, el nuevo ministro ratificó la
flotación cambiaria, con lo que puso fin a una
discusión que alentaba la incertidumbre sobre una
definición clave para la conducción de la
economía.

Los primeros tres meses de la gestión de Lavagna fueron
extraordinariamente complejos.

Como fruto del acuerdo del 24 de abril, el Congreso
aceptó sancionar un proyecto de ley denominada
"antigoteo", que intentaba detener la salida de depósitos
a través de los amparos.

Es que el principal problema para estabilizar la
situación seguía siendo la fragilidad del sistema
financiero. Las protestas de los depositantes y las necesidades
de equilibrio político habían hecho que una
cantidad cada vez mayor de depósitos fueran desprogramados
o "descongelados" y, por lo tanto, retirados del sistema y en su
mayoría convertidos en dólares. A eso se sumaba el
creciente número de amparos, que entre enero y mayo de
2002 superaban los 37.000 casos.

Las necesidades de liquidez de los bancos eran atendidas a
través de la emisión monetaria, en un ejemplo de
equilibrio en que el presiente del Banco Central Mario Blejer,
tenía un estrecho sendero para moverse. Si retaceaba los
redescuentos a los bancos, corría el riesgo de agravar
la crisis, si no atendía con venta de reservas
la demanda de dólares, el tipo de cambio podía
llegar al infinito y si vendía demasiadas reservas
podía perderse por completo el control de la
situación.

El manejo de estas decisiones generó un enfrentamiento
entre Lavagna y Blejer. El ministro era partidario de limitar los
redescuentos a los bancos y que éstos se hicieran cargo de
la situación de liquidez. Para el presidente del Banco
Central esto pondría en riesgo al sistema financiero y
profundizaría la recesión y, por lo tanto, se
debía retomar la fallida opción de un bono
obligatorio.

A mediados de mayo el dólar tocó fugazmente los
cuatro pesos, los amparos y retiros de depósitos se
multiplicaban y las reservas disminuían, mientras los
bancos ofrecían desesperadas tasas del 70% anual para
retener por un mes un depósito en pesos. En la sociedad de
carne y hueso, los números eran aún más
impactantes: más del 43% de los hogares estaban bajo la
línea de la pobreza.

En medio de este clima, el
presidente Duhalde inició un viaje a Europa que
tenía como destino principal asistir a la II Cumbre de
Jefes de Estado de América
Latina y la Unión
Europea y el Mercosur que
tendría lugar en España.
Las reuniones con los principales dirigentes del mundo le
ratificaron lo que ya había escuchado en un viaje previo a
México: su gobierno debía llegar a un acuerdo con
el FMI.

Finalmente, la polémica sobre el camino a seguir para
intentar frenar la salida de depósitos se saldó a
favor del ministro Lavagna, quien a fines de mayo lanzó un
plan de bonos voluntarios -por lo que los ahorristas
podrían optar en lugar del mecanismo de
reprogramación- y un sistema de compensación a los
bancos por la pesificación asimétrica. Unos
días después anunció que no habría
más redescuentos para los bancos. Como era previsible,
Mario Blejer renunció a la presidencia del Banco Central y
fue sustituido por Aldo Pignanelli.

Los bonos fueron recibidos con frialdad por el público
y los bancos, pero el ministro Lavagna estaba dispuesto a
perseverar en el intento, así que de la mano de su
secretario de Finanzas
Guillermo Nielsen, prorrogó una y otra vez el vencimiento e
introdujo progresivamente condiciones que los hicieron más
atractivos. Los bancos finalmente se convencieron de que no
habría otra salida y se decidieron a colaborar con el
sistema y los ahorristas hicieron sus cuentas y en su
mayoría llegaron a la conclusión de que, ante la
magnitud de la crisis, las pérdidas que deberían
soportar eran inevitables. Claro que todo ese camino no fue
instantáneo, pues demandó dos largos
años.

En el corto plazo, la agitación social y la
conflictividad política se combinaban con un deterioro
creciente de la situación financiera, lo que seguía
manteniendo en un segundo plano los signos cada
vez más firmes de que en materia
productiva ya se había tocado un piso y la
recuperación estaba en marcha.

Incluso amenazaba con emerger la tan temida caída de
bancos. En mayo, el Banco de la Nación Argentina tuvo que
hacerse cargo de tres bancos regionales -Del Suquía, Bisel
y Bersa- que eran propiedad del
banco francés Crédit Agricole, que decidió
no aportar nuevo capital para sostener su operación.

En el Poder Judicial, a
su vez, las decisiones sobre la pesificación y el
corralito eran anárquicas y la Corte Suprema de Justicia
vivía su propia crisis frente al dictamen acusador contra
la totalidad de sus miembros que había formulado la
Comisión de Juicio Político de la Cámara de
Diputados.

El 26 de junio la policía bonaerense reprimió
una concentración de un sector del movimiento "piquetero",
con el trágico saldo de dos manifestantes muertos. La
tensión política que el episodio generó
llevó al Presidente a anticipar su salida del gobierno
mediante la convocatoria a elecciones generales anticipadas, que
finalmente se celebrarían el 24 de abril de 2003.

Las medidas adoptadas y la resolución de la
incertidumbre política le pusieron un piso a la crisis.
Ocurrió el 24 de julio, cuando las reservas
internacionales alcanzaron escasísimos 8.932 millones de
dólares, alrededor de 6.000 millones menos que siete meses
antes.

En ese momento, como en la cabina de un avión a punto
de estrellarse, todas las alarmas rojas del sistema financiero
sonaban ruidosamente. Pero la catástrofe no
ocurrió. Las medidas que se venían adoptando dieron
sus frutos y el "goteo" de depósitos se detuvo.

Comenzó entonces a hacerse evidente la
recuperación de la actividad económica. Liberada
del chaleco de fuerza de la
convertibilidad y del atraso cambiario, la pesificación
había significado un alivio enorme. Los precios de los
productos agropecuarios estaban en alza y la devaluación
había multiplicado los ingresos por tres de manera
instantánea. Las retenciones llevaban parte de esa renta a
las arcas del Estado, pero aún así la prosperidad
repentina era fantástica.

Pese a que las exportaciones tardarían un tiempo en
despegar, la fuerte caída de las importaciones, posterior
a la devaluación, hizo que el saldo comercial externo de
la Argentina se tornara fuertemente positivo, lo que finalmente
derramó sobre la economía una cifra sin precedentes
de más de 16.000 millones de dólares.

Así, en pocos meses, la tensión sobre el
dólar se alivió y a fines de 2002 se comenzaba a
debatir cómo sostener el tipo de cambio, que por entonces
parecía estabilizado en $ 3,30 por dólar. Las
diferencias de criterio sobre cómo manejar la
cuestión monetaria y bancaria llevaron a una nueva crisis
en el Banco Central, cuyo presidente, Aldo Pignanelli,
renunció a fines de año.

El proceso de reversión del colapso de la
convertibilidad había sido mucho más rápido
de lo esperado, aunque los números de la economía
daban cuenta de la fuerza del huracán. En 2002 el producto bruto
cayó casi un 11% y en mayo de ese año la desocupación llegó al 21%.
También el poder adquisitivo del salario
descendió un 19%, frente a una inflación del
40%.

El conocimiento
de la realidad de la pobreza de los
sectores urbanos marginados, por parte de Eduardo Duhalde y su
esposa, fueron también un factor importante en la
contención de la crisis. Desde los primeros meses de 2002
se comenzó a montar un extenso programa de subsidios, el
Programa Jefes del Hogar, que en mayo de 2003 llegó a
cubrir a casi dos millones de personas.

La cantidad y gravedad de los acontecimientos y decisiones
gubernamentales que tuvieron lugar entre los últimos meses
de 2001 y fines de 2002 no reconoce precedentes en la historia
argentina contemporánea. El país fue puesto a
prueba en casi todos los aspectos de la vida social: la
continuidad de las instituciones;
el ingreso y el patrimonio de
los ciudadanos y hasta su posibilidad de subsistencia; la
viabilidad de las actividades económicas y el
relacionamiento mismo de la Nación con el mundo.

La prueba y el costo que se pagó fueron innecesario;
pudieron haberse evitado. Sin embargo, la contención de la
crisis y el inicio de su superación revelan que existen en
la sociedad y aun en sus dirigentes un cúmulo de
energías que pueden converger virtuosamente en una
determinada circunstancia histórica. El gran misterio que
parece subsistir es cómo hacer que esos instantes se
prolonguen en manifestaciones más estructurales de
equilibrio político y social.

El 25 de mayo de 2003 la Presidencia de la
República pasó a manos de Néstor
Kirchner, tras un proceso complejo en que el justicialismo
concurrió dividido a la contienda electoral.

En cualquier circunstancia, pero más aún con un
país en crisis, un sustento electoral como el que
respaldaba a Kirchner al llegar a la presidencia es débil
(22% de los votos en la primera vuelta electoral, con una
concurrencia a las elecciones del 80%). En consecuencia, para la
mayoría de los analistas políticos del país
y del exterior el pronóstico sobre el futuro gobierno era
pesimista.

Sin embargo, a lo largo de sus tres primeros años de
gobierno el Presidente logró un cambio radical en la
relación de fuerzas, tanto al interior de su partido como
en el escenario político nacional.

El discurso inaugural de Néstor Kirchner el 25 de mayo
de 2003 estuvo a considerable distancia de las ideas
económicas que el país se había acostumbrado
a escuchar en la década de 1990. Los nuevos
desafíos que el Presidente planteó eran reconstruir
un capitalismo
nacional, con participación activa del Estado y fuerte
orientación hacia el equilibrio social.

El gabinete inicial que conformó tenía como
rasgo poco frecuente la continuidad de miembros destacados del
elenco de su antecesor. Kirchner no irrumpió en el
gobierno. Se deslizó hábilmente, eligiendo con
cuidado sus adversarios y procurando con éxito
que cada combate le sumara más adhesiones que las que
eventualmente perdía.

La menor de las sorpresas fue la continuidad de Roberto
Lavagna al frente del Ministerio de Economía. En lo
económico, durante el gobierno de Kirchner se
avanzó sustancialmente en la agenda de resolución
de la crisis de la convertibilidad.

Uno de los hitos sustantivos de ese proceso fue la
reestructuración de la deuda externa el "default". En
septiembre de 2003 Lavagna y su equipo presentaron oficialmente
un programa global de reestructuración de la deuda. El
escenario elegido fue la ciudad de Dubái, durante la
Asamblea del Banco Mundial y del Fondo Monetario
Internacional, donde, a pesar de lo suntuoso del ambiente y
las múltiples atracciones del lugar, el espectáculo
más esperado era la presentación del equipo
económico argentino.

La propuesta consistió en aplicar una quita del 75%
sobre un total de 94.302 millones de dólares
correspondientes a la porción de la deuda total cuyos
pagos se habían suspendido, más los respectivos
intereses. De acuerdo con las prácticas habituales en
estos procesos, el
mecanismo era ofrecer en canje a los acreedores sus bonos
originarios por otros representativos del nuevo monto reconocido.
En el nuevo esquema las tasas de interés que se
pagarían eran del 0,5% al 5%, es decir sustancialmente
menores a las de los títulos originarios, y los plazos de
pago iban de los 8 a los 42 años.

En el mundo financiero internacional y los tenedores de bonos,
entre los cuales se contaban miles de argentinos, italianos,
alemanes y japoneses, la protesta fue generalizada. Era
lógico; la pérdida patrimonial era enorme. Pero al
mismo tiempo era una expresión realista de la capacidad de
pago de la Argentina.

(2004) En los meses siguientes se desarrolló un
intenso proceso, cuando el gobierno enfrentó fuertes
presiones internacionales para mejorar la oferta.
Finalmente, el 1º de junio de 2004 se presentó la
propuesta definitiva que, en un cuidadoso equilibrio,
mantenía en pie las cuestiones clave originarias e
introducía mejoras importantes para que el camino fuera
exitoso, éstas ponían de manifiesto un grado de
receptividad del gobierno frente a los reclamos de los acreedores
y los organismos financieros internacionales.

(2005) El canje de la deuda se lanzó el 14 de
enero de 2005 y finalizó el 25 de febrero de ese
año. La operación era extraordinariamente compleja.
Se trataba de canjear 152 tipos de bonos emitidos en seis monedas
y regidos por ocho legislaciones nacionales por tres nuevos
bonos. En el nuevo esquema la Argentina comenzará a pagar
el capital de la deuda reestructurada en 2024 y terminará
entre 2038 y 2045. Entre tanto se pagarán aproximadamente
3.200 millones de dólares de intereses anuales, una suma
equivalente a la tercera parte de los compromisos previos.

El proceso de canje estuvo acompañado de un intenso
debate acerca de cuál sería el grado de
aceptación que merecería la oferta entre los
acreedores. Aunque en el mundo financiero las opiniones eran
predominantemente negativas, el gobierno mantuvo su firmeza y
finalmente más del 76% de los tenedores de bonos aceptaron
las condiciones, entre ellos un 20% de inversores institucionales
argentinos encabezados por las Administraciones de Fondos de
Jubilaciones y Pensiones, que tenían títulos por
14.000 millones de dólares.

Este proceso de reestructuración de la deuda externa,
el ahorro generado por la pesificación de parte de la
deuda pública y la nueva deuda emitida para compensar a
los ahorristas y bancos ha hecho que se pasara de una deuda total
de 144.453 millones de dólares en diciembre de 2001 a
126.567 millones en marzo de 2005. El peso de la deuda sobre el
conjunto de la economía -aunque todavía elevado-
disminuyó sustantivamente y los servicios de
interés pasaron a representar el 10% de los ingresos del
gobierno, cuando previamente eran el 22%. En la nueva estructura de
la deuda, más de la tercera parte de la misma quedó
denominada en moneda nacional.

El proceso de normalización de la economía
incluyó también retirar de la circulación
alrededor de 8.000 millones de pesos en bonos provinciales que
circulaban como moneda, con lo que el país quedó
reunificado monetariamente.

Después de una caída de casi el 11% en 2002, la
economía ha crecido un 28% en los tres posteriores y el
desempleo -que
llegó al 23,6% en 2002- descendió al 14,6% a fines
de 2005. La pobreza llegó a afectar al 53% de la
población y en el primer semestre de 2005
retrocedió hasta el nivel previo al estallido de la
crisis.

Autopsia

Después de este largo recorrido, deseo agradecer, muy
especialmente, a los "resistentes" lectores que han llegado hasta
aquí. Espero no haber defraudado (aunque tal vez,
redundado). Algunas cosas vale la pena leerlas más de una
vez, para que no se olviden.

En tanto Bernanke (y otros) estudian la crisis del 30 para
buscar causas y efectos asemejables, mi humilde propuesta ha sido
analizar la historia económica argentina para imaginar la
pesadilla del futuro. Enviar algunas advertencias para evitar el
riesgo de una globalización del Tercer mundo. Un intento
desesperado por bloquear la "enzima Lox", que envía
señales
para preparar una nueva área del cuerpo para que el cáncer
pueda establecer un nuevo cultivo.

Ante la mayor crisis económica desde 1930 -que es
también política, social y de valores-,
Súper Obama continúa dando "flip-flopping" (palos
de ciego) y los miembros del G-¡Je!-20 (¿los
cortesanos del POTUS?) siguen haciendo de "exageradores" de las
tendencias iniciadas. Un ejercicio de irresponsabilidad
difícilmente entendible.

"Vale todo". ¿Se trata de salvar al sistema o a quienes
causaron los males? ¿Es posible restablecer la confianza
cuando. los estafadores se sientan en el sillón del
regulador y actúan en "beneficio" del pueblo americano (o
europeo o argentino)? Orgías de deuda y emisión
descontrolada (pura "argentinización"). Entre la anestesia
y la amnesia.

Ante la gran depresión de 2009, la inverosímil
"globalización" del único modelo
económico que empobreció a un país rico, no
deja de ser un sarcasmo. El conflicto
económico mundial que estamos atravesando tiene un gran
componente moral que debe
hacernos meditar.

Sólo el ser humano provoca las crisis. En la naturaleza no
hay crisis. Pueden ocurrir catástrofes o cataclismos. En
cambio, las crisis son productos de la acción
humana y provocan múltiples trastornos en la vida de las
personas, de las empresas y los países.

Como dice James McGill Buchanan, premio Nobel de
Economía 1986: "En la vida social y económica
necesitamos reglas morales porque sin ellas la vida sería
salvaje, solitaria, miserable y muy corta. Estas reglas definen
los espacios privados dentro de los cuales cada uno de nosotros
puede llevar a cabo sus actividades con seguridad y sin
temores".

No importa que las reglas sean impuestas por el Estado o el
resultado de la auto-regulación de los propios
interesados. Lo importante es que las reglas sean adecuadas,
conformes a un orden moral, efectivas, tomadas a tiempo y
sancionado su incumplimiento.

Lo mismo sucede hoy en el campo financiero mundial. Las
medidas de salvataje del gobierno americano y de los
países de la Unión Europea no consiguen despertar
confianza en sus poblaciones, eufemísticamente designadas
como "los mercados" y sin esa confianza es imposible retornar a
la normalidad.

La percepción
universal de los inversores y ahorristas es que se ha producido
una gigantesca estafa a escala planetaria
y que las políticas adoptadas no van encaminadas a impedir
su repetición, sino que tratan de salvar a los banqueros
responsables de la crisis e incluso a garantizarles un
"paracaídas dorado" como premio por su delictuosa
gestión. La frivolidad de esos individuos y su falta de
arrepentimiento por la gravedad de los hechos cometidos, unida a
la insensibilidad de no pedir humildemente perdón,
indisponen a los mercados en contra de las medidas que los
gobiernos pródigos toman con dinero ajeno.

La indignada visión que millones de personas tienen
sobre esos acontecimientos, explica las expectativas pesimistas
instaladas en el mundo y que nadie tenga confianza sobre la
solución del problema.

Y, mientras tanto, ¿qué? ¿Saldrán
los ciudadanos masivamente a la calle a asaltar la Bastilla?
¿Empezarán los asaltos a tiendas y supermercados
cuando a la gente se le acaben las ayudas para el desempleo?
¿Se copiará en otros países el modelo
francés de secuestrar a los empresarios para forzarles a
pagar salarios atrasados o a no firmar EREs? ¿Hasta
qué punto Gobiernos como el español
pueden confiar en el apoyo de las familias y los amigos como
sucursales alternativas y/o complementarias de las Oficinas de
Empleo? El
potencial de violencia, de
frustración y de desesperanza ciega existe, y se ha visto,
por ejemplo, en Berlín el pasado 1 de mayo con las peores
y más brutales manifestaciones a las que ha tenido que
hacer frente una policía habituada año tras
año a este tipo de altercados. ¿"Qué se
vayan todos"? (otra "argentinización" de la crisis).

Puede que este extenso "relatorio" sólo interese a los
"arqueólogos" (para rastrear la "genética"
de un país incurable) o, tal vez, a los
"futurólogos" -mejor sería- (para diagnosticar que
estamos más cerca del abismo "global", de lo que
pensamos).

Me daría por conforme, con haber contribuido a no
olvidar lo inolvidable (no sólo se ha perdido la disciplina,
sino también la vergüenza), aunque haya algunos que
sólo intentan que algo cambie para que todo siga
igual.

Réquiem (3
de mayo de 2009)

Si ustedes me permiten (como millonario en fracasos),
finalizaré esta larga marcha con un "réquiem
personal", en
un anhelo angustioso de conjurar el Día de la Marmota, con
algunas letras de ciertos tangos, que sintetizan mi actual
desengaño. Dicen así.

"Si arrastré por este mundo la vergüenza de haber
sido y el dolor de ya no ser.

Ahora, cuesta abajo en la rodada, las ilusiones pasadas ya no
las puedo arrancar".

(Tango: Cuesta
abajo – Letra de Alfredo Lepera y música de Carlos
Gardel)

"Lo que más bronca me da es haber sido tan gil
(*)".

(Tango: Chorra – Letra y música de Enrique Santos
Discépolo)

"Vamos, total, al fin, nada es cierto y estás, hermano,
despierto".

(Tango: A Homero – Letra de
Cátulo Castillo y música de Aníbal
Troilo)

(*) Gil: tonto, cándido, ingenuo, probable
víctima de estafa (Diccionario
Etimológico del Lunfardo – Oscar Conde – Taurus, 2004)

Sic transit gloria mundi o. ¿Requiestat in
Pace?

 

 

 

 

Autor:

Ricardo Lomoro

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16
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