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La culpa inhibe la ternura




Enviado por Ricardo Peter



Partes: 1, 2

    "Debemos comprender que el
    amor

    no nos hace daño ni
    nos anula"

    (Hugh Prather).

    Hay un pasaje del Evangelio que de entrada parece
    particularmente perturbador. Me refiero a la parábola del
    Hijo pródigo. Un pasaje que nunca deja que afiancemos
    nuestros esquemas mentales y reforcemos nuestra punitiva
    visión de la vida. Cuando hemos logrado alzar y edificar
    nuestras creencias correctivas y enmendadoras, éste pasaje
    las desmonta y las vuelve pedazos. Así una y mil veces. Es
    un pasaje sobre el cual hay que estar alertas.

    A este propósito alguien pudiera objetar:
    ¿de qué tendríamos que estar alertas si, en
    realidad, el pasaje en cuestión se encuentra envuelto en
    una forma literaria francamente campechana, escueta, humilde, que
    no deberíamos tomar en serio y que, por lo mismo, tampoco
    debería alterarnos? Es cierto que el pasaje
    evangélico al que nos enlazamos, no cuenta, en efecto, con
    la credibilidad de un texto
    filosófico como puede ser una obra de Aristóteles ni con la seguridad de un
    documento científico. A todas luces el Hijo pródigo
    es una ficción literaria.

    Una parábola que, por consiguiente,
    debería resultarnos inofensiva. Amenazadora es la lectura del
    Marqués de Sade o Así Habló
    Zarathustra
    de Nietzsche;
    arriesgada es la lectura de
    El porvenir de una Ilusión de Freud; bravucona
    y temida es la novela
    Trópico de Cáncer de Henry Miller, contra
    quien se celebraron más de sesenta juicios por indecente y
    conflictivo. La parábola del Hijo pródigo, en
    cambio, es una
    narración cándida, con una trama bonachona,
    bastante avispada por cierto, a lo sumo piadosa, con un final
    feliz, pero definitivamente no puede calificarse como
    peligrosa.

    La verdad, sin embargo, es otra. Y aunque la
    parábola del Hijo pródigo como forma literaria
    narra algo en términos alegóricos, de manera
    atractiva y sugestiva, aparentemente distante de la realidad, en
    el fondo, la parábola propone un punto de vista
    inquietante: cuando el corazón
    está cerrado, la razón no sólo no sirve de
    nada, sino que se vuelve peligrosa.

    No podemos desconocer o ignorar la parábola del
    Hijo pródigo como si nunca hubiera sido relatada. Fue
    contada, y no importa hace cuanto tiempo y ni
    siquiera si tenemos alguna noticia de ella. Su valor y su
    impacto en la historia no depende de que
    nosotros hayamos leído el capítulo 15 del Evangelio
    de Lucas, así como la importancia de Sócrates
    no depende de que conozcamos su pensamiento.
    Lo que cuenta es que se comunicó en algún lugar de
    Galilea y desde ahí y desde entonces, irrumpe denunciando
    con fuerza
    nuestras infinitas formas de odiarnos a nosotros mismos y las
    muchas maneras que conoce el ser humano para ser deshumano, su
    inagotable afán de amonestar, enderezar y controlar a los
    otros.

    Pero lo inhumano no es básicamente la
    órbita de la parábola. El núcleo alrededor
    de cual se construye y se teje toda su trama es lo humano. La
    parábola del Hijo pródigo no sólo manifiesta
    lo inhumano que es el hombre
    consigo mismo y con los demás, no sólo dice en
    qué consiste esa inhumanidad, sino que ilumina lo humano a
    fondo como nadie lo hecho. Si alguien quiere darse a la tarea de
    detectar dónde despunta lo humano y dónde se
    extingue, necesita salir de la propia comodidad mental y revisar
    esta parábola. De aquí que ésta
    aparentemente inocua y mansa parábola amenace nuestro
    sosiego. La Terapia de la imperfección tiene la
    parábola del Hijo pródigo como una pieza
    fundamental de su construcción teórica, por esta
    razón quiero volver a ocuparme de ella. ¿Qué
    es lo que realmente advierte la parábola del Hijo
    pródigo que la vuelve tan valiosa?

    La parábola comunica una cosa que nos conmueve y
    alborota, pero que a la vez nos desconcierta y nos turba, que nos
    inquieta y tal vez nos disgusta. La cuestión de fondo de
    la parábola del Hijo pródigo es la dificultad para
    amar a un ser humano como nosotros.

    La capacidad de amar es una cualidad
    específicamente humana. Amando es como el hombre da el
    salto hacia lo humano, que es donde radica la grandeza del
    hombre. Pero quien no es capaz de amarse a sí mismo, no es
    capaz de amar a nadie. E incluso puede decirse también que
    quien sólo es capaz de amar a los demás (el famoso
    "candil de la calle"), no es capaz de amarse a sí
    mismo.

    Quien no es capaz de probar compasión por
    sí mismo no es capaz de amar a nadie en absoluto y quien
    no es capaz de amarse es un peligro. Es una amenaza para
    sí mismo, un riesgo para la
    vida de los demás y, en términos generales, es una
    desgracia para la vida misma. Por esto decía que la
    parábola del Hijo pródigo tiene un aspecto que
    perturba.

    A la pregunta: ¿por qué es tan
    difícil amarnos? La parábola del Hijo
    pródigo permite formular la siguiente respuesta: cuando
    hay falta de amor a
    sí mismo, se deja de sentir y cuando se deja de sentir
    entonces se duplica el razonar y, como el amor no es
    resultado de un razonamiento, cuando se deja de sentir, se
    acrecienta el razonamiento, que es de donde procede el asunto del
    desprecio, del rechazo y de la condena cuando se incurre en la
    falta.

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