En tiempos remotísimos, la rivalidad de
Jehová y Satanás no eran tan enconada e insalvable
como ahora. Jehová había arrojado a las
profundidades del Infierno a su más querido y bello hijo
Luzbel, Convertido ahora en Satanás, porque no
podía tolerar que se produjesen desordenes en las regiones
celestiales. Allá como aquí, lo principal es
mantener el orden y la autoridad.
Pero en el fondo no dejaba Jehová de conservar un
sentimiento de afecto hacia el hijo rebelde, como padre
misericordioso y bueno que era. Tampoco dejaba de admirar la
rebeldía que él mismo le había transmitido
por herencia.
Más todo había que silenciarlo para no despertar
suspicacias, recelos y dudas entre las demás criaturas
celestiales que podía seguir el mal ejemplo. Los seres
rebeldes son los tipos más admirables de la
creación y el hombre
sumiso tiene mucho de animal domesticado, de oveja de
rebañó, de esclavo. El propio Jehová no
dejaba de mortificarse ante la eterna sumisión de los
seres celestiales y de los seres terrenos; pero era conveniente
conservarla, porque los seres rebeldes son también los
más peligrosos para mantener el orden. Los gobernantes
admiran la rebeldía en silencio, pero prefieren el reinado
de la sumisión.
Por lo dicho, estaba permitido en aquellos
antiquísimos tiempos que el Rey de los Infiernos visitase
al Rey de los Cielos, para platicar de cuando en cuando sobre los
problemas del
mundo y de los hombres, con la misma cordialidad con que
conservan los Ministros de Relaciones Exteriores de dos potencias
rivales. Así aparece en el Libro de Job,
del cual no se puede dudar porque la Biblia el sumun de las
verdades externas. Por eso todos tienen que acatarla en todos los
tiempos, so pena de caer en desgracia y sufrir en la tierra y
sufrir en la otra vida eternamente.
Cierto día, de sus tantos que transcurrieron
después de la creación dejando tantas huellas en el
Libro Sagrado, comparecían los ángeles
ante Jehová, como de costumbre. Bellos seres alados, de
tez blanco, ojos azules y cabellera rubia y ondulada, como si
todos pertenecieran a la raza aria, llegaron como una parvada de
palomas moviendo lentamente sus lindas cabecitas de uno a otro
lado y lanzando sus miradas inocentes hacia el infinito. Entre
ellos venia Satanás, como un lunar negro sobre una
piel blanca.
Batía sus enormes alas de murciélago, rozando de
cuando en cuando las delicadas plumas de los ángeles y
produciéndolas fuertes descargas escalofriantes. Sus
negras pupilas se movían en todas direcciones, como ojos
de espía que quisieran descubrir secretos militares en el
campo enemigo. Su largo y velludo rabo ondeado en el espacio como
la cola de una cometa gigantesca y sus pequeños cuernos
sobresalían sobre la monstruosa cabeza, como dos
pequeños pararrayos.
Jehová, que ocupase su trono celestial, mas
relumbrante que el propio sol, lucía una gran capa
finísima, tejida de oro y plata,
que reverberaba como un inmenso diamante, y contemplaba
embelesado a sus miles de ángeles, querubines, serafines,
arcángeles, santos y patriarcas, que giraban y giraban
incesantemente en torno suyo
cantando y rezando. De pronto quedó con la mirada fija en
un punto, en la dirección en la que llegaban los
ángeles. Casi maquinalmente cogió su larga y sedosa
barba en las dos manos, frunció el seño con
severidad y sintió que el corazón le
latía aceleradamente. Había visto a Satanás
entre sus rubias criaturas. Como Rey de los cielos sentía
repulsión por él; pero no podía olvidar que
era su hijo, el más bello ser de cuantos existieron,
convirtiendo ahora en su peor enemigo. En estas circunstancias
era necesario silenciar el corazón para que solo hablase
la autoridad. Estaban presentes sus innumerables súbditos
celestiales y era conveniente no expresar el menor signo de
debilidad o sentimiento.
Como nada puede permanecer oculto ante su escrutadora
mirada, ya podía darse cuenta de las ideas que empezaban a
surgir en las cabecitas rubias. En efecto, los bienaventurados
miraban a Satanás con un sentimiento de terror,
admiración y curiosidad. Sentían terror ante su
monstruosa figura; sus hazañas despertaban
admiración, y el hecho de ser Rey de los Infiernos azulaba
su curiosidad. Los hombres, aun convertidos en espíritus,
nunca se sentían satisfechos, no reconocen meta definitiva
y siempre desean algo nuevo o mejor. Se aburren de la dicha y el
placer con la misma facilidad con que se desesperan ante el
sufrimiento. Para vivir necesitan gozar y sufrir
alternativamente. Por esto, ahora que ya empezaban a sentir el
hastió de la felicidad eterna, que por ser eterna no
sabían si era felicidad, se preguntaban anteriormente si
el mundo infernal no sería mejor. Estas ideas y
sentimientos no podían seguir prosperando. Por eso, el
Dios de los Ejércitos frunció más el
ceño, endureció la mirada y bastó un simple
murmullo de sus labios para que su voz resonase como un sordo
trueno en las regiones celestiales. Los bienaventurados se
sobrecogieron y elevaron nerviosamente el tono de sus canciones y
alabanzas.
Satanás, para quien tampoco nada permanece
oculto, sonreía sarcásticamente al darse cuenta de
todo lo que sucedía. Al encontrarse frente a Jehová
le hizo una profunda reverencia cogiendo con la mano izquierda so
rala barba, la misma que fue contestada por el Rey de los Cielos
con una leve inclinación de cabeza. Luego Jehová le
pregunto casi a quemarropa:
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