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Job el creyente, Prometeo el rebelde



Partes: 1, 2

    En tiempos remotísimos, la rivalidad de
    Jehová y Satanás no eran tan enconada e insalvable
    como ahora. Jehová había arrojado a las
    profundidades del Infierno a su más querido y bello hijo
    Luzbel, Convertido ahora en Satanás, porque no
    podía tolerar que se produjesen desordenes en las regiones
    celestiales. Allá como aquí, lo principal es
    mantener el orden y la autoridad.
    Pero en el fondo no dejaba Jehová de conservar un
    sentimiento de afecto hacia el hijo rebelde, como padre
    misericordioso y bueno que era. Tampoco dejaba de admirar la
    rebeldía que él mismo le había transmitido
    por herencia.
    Más todo había que silenciarlo para no despertar
    suspicacias, recelos y dudas entre las demás criaturas
    celestiales que podía seguir el mal ejemplo. Los seres
    rebeldes son los tipos más admirables de la
    creación y el hombre
    sumiso tiene mucho de animal domesticado, de oveja de
    rebañó, de esclavo. El propio Jehová no
    dejaba de mortificarse ante la eterna sumisión de los
    seres celestiales y de los seres terrenos; pero era conveniente
    conservarla, porque los seres rebeldes son también los
    más peligrosos para mantener el orden. Los gobernantes
    admiran la rebeldía en silencio, pero prefieren el reinado
    de la sumisión.

    Por lo dicho, estaba permitido en aquellos
    antiquísimos tiempos que el Rey de los Infiernos visitase
    al Rey de los Cielos, para platicar de cuando en cuando sobre los
    problemas del
    mundo y de los hombres, con la misma cordialidad con que
    conservan los Ministros de Relaciones Exteriores de dos potencias
    rivales. Así aparece en el Libro de Job,
    del cual no se puede dudar porque la Biblia el sumun de las
    verdades externas. Por eso todos tienen que acatarla en todos los
    tiempos, so pena de caer en desgracia y sufrir en la tierra y
    sufrir en la otra vida eternamente.

    Cierto día, de sus tantos que transcurrieron
    después de la creación dejando tantas huellas en el
    Libro Sagrado, comparecían los ángeles
    ante Jehová, como de costumbre. Bellos seres alados, de
    tez blanco, ojos azules y cabellera rubia y ondulada, como si
    todos pertenecieran a la raza aria, llegaron como una parvada de
    palomas moviendo lentamente sus lindas cabecitas de uno a otro
    lado y lanzando sus miradas inocentes hacia el infinito. Entre
    ellos venia Satanás, como un lunar negro sobre una
    piel blanca.
    Batía sus enormes alas de murciélago, rozando de
    cuando en cuando las delicadas plumas de los ángeles y
    produciéndolas fuertes descargas escalofriantes. Sus
    negras pupilas se movían en todas direcciones, como ojos
    de espía que quisieran descubrir secretos militares en el
    campo enemigo. Su largo y velludo rabo ondeado en el espacio como
    la cola de una cometa gigantesca y sus pequeños cuernos
    sobresalían sobre la monstruosa cabeza, como dos
    pequeños pararrayos.

    Jehová, que ocupase su trono celestial, mas
    relumbrante que el propio sol, lucía una gran capa
    finísima, tejida de oro y plata,
    que reverberaba como un inmenso diamante, y contemplaba
    embelesado a sus miles de ángeles, querubines, serafines,
    arcángeles, santos y patriarcas, que giraban y giraban
    incesantemente en torno suyo
    cantando y rezando. De pronto quedó con la mirada fija en
    un punto, en la dirección en la que llegaban los
    ángeles. Casi maquinalmente cogió su larga y sedosa
    barba en las dos manos, frunció el seño con
    severidad y sintió que el corazón le
    latía aceleradamente. Había visto a Satanás
    entre sus rubias criaturas. Como Rey de los cielos sentía
    repulsión por él; pero no podía olvidar que
    era su hijo, el más bello ser de cuantos existieron,
    convirtiendo ahora en su peor enemigo. En estas circunstancias
    era necesario silenciar el corazón para que solo hablase
    la autoridad. Estaban presentes sus innumerables súbditos
    celestiales y era conveniente no expresar el menor signo de
    debilidad o sentimiento.

    Como nada puede permanecer oculto ante su escrutadora
    mirada, ya podía darse cuenta de las ideas que empezaban a
    surgir en las cabecitas rubias. En efecto, los bienaventurados
    miraban a Satanás con un sentimiento de terror,
    admiración y curiosidad. Sentían terror ante su
    monstruosa figura; sus hazañas despertaban
    admiración, y el hecho de ser Rey de los Infiernos azulaba
    su curiosidad. Los hombres, aun convertidos en espíritus,
    nunca se sentían satisfechos, no reconocen meta definitiva
    y siempre desean algo nuevo o mejor. Se aburren de la dicha y el
    placer con la misma facilidad con que se desesperan ante el
    sufrimiento. Para vivir necesitan gozar y sufrir
    alternativamente. Por esto, ahora que ya empezaban a sentir el
    hastió de la felicidad eterna, que por ser eterna no
    sabían si era felicidad, se preguntaban anteriormente si
    el mundo infernal no sería mejor. Estas ideas y
    sentimientos no podían seguir prosperando. Por eso, el
    Dios de los Ejércitos frunció más el
    ceño, endureció la mirada y bastó un simple
    murmullo de sus labios para que su voz resonase como un sordo
    trueno en las regiones celestiales. Los bienaventurados se
    sobrecogieron y elevaron nerviosamente el tono de sus canciones y
    alabanzas.

    Satanás, para quien tampoco nada permanece
    oculto, sonreía sarcásticamente al darse cuenta de
    todo lo que sucedía. Al encontrarse frente a Jehová
    le hizo una profunda reverencia cogiendo con la mano izquierda so
    rala barba, la misma que fue contestada por el Rey de los Cielos
    con una leve inclinación de cabeza. Luego Jehová le
    pregunto casi a quemarropa:

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