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Job el creyente, Prometeo el rebelde (página 2)



Partes: 1, 2

–¿De dónde vendrás
tú?

–Vengo –dijo el rebelde- de dar una vuelta a
la Tierra y
estoy hastiando de ver la hipocresía de los hombres que te
cantan alabanzas y mascullan oraciones, mientras esconden la
bolsa de dinero bajo el
manto; se sacrifica al inocente sin piedad y el delincuente se
ufana de sus maldades impúberamente. Tus sacerdotes,
vestidos de oro y
púrpura disimulan su soberbia con la actitud del
humilde y esquilman a tu rebaño para saciar su avaricia;
te queman incienso y te ofrecen sacrificios para convertirse en
el fundamento de su propio poderío. Predican la paz sobre
la tierra y
bendicen las espadas fratricidas que sembrarán la muerte
entre los pueblos…

Satanás iba a continuar, pero Jehová le
interrumpió bruscamente preguntándole:

–¿Por qué censuras vicios y maldades que
tú mismo fomentas? ¿Acaso no me habéis
oído
clamar que no necesito de sacrificios, que el incienso es
abominación para mí y que estoy cansado de las
fiestas? ¿Acaso no me habéis oído decir:
Aprended el bien buscad lo justo, socorred al necesitado,
defended al débil, convertid las espadas en arados, las
lanzas de hoces y que ninguna nación
alce una espada contra la otra? ¿No he amenazado a los
sacerdotes con ir escuchar sus oraciones ni recibir sus
sacrificios ofrendas si
siguen con las manos manchadas?

Satanás, que desde hacia tiempo
quería discutir muchas cosas, aprovecho de esa oportunidad
para hacerlo, y con mucha calma empezó
diciendo:

–Mal haces en adjudicarme las debilidades de obra,
haciendo creer a los hombres que yo soy culpable de todo lo malo.
Así me conviertes en un instrumento tuyo sin pedir
siquiera mi consentimiento. Les dices que yo soy la fuente de los
males, como ya no puedes castigarme más, castigas a ellos
sin culpa con penas eternas. Para ello, has convertido mis
dominios en prisioneros, determinando una región para cada
pecado.
¿Tengo yo la culpa de que así soy?

–Aceptando tus mentiras como verdades, contesto
Jehová, olvidas que les concedí la libertad para
que eligiesen entre el bien y el mal, entre tú y entre el
Infierno y el Cielo. Si son poseedores este don inapreciable los
hombres tienen que ser irresponsables de su ejercicio. Por eso
los premio y los castigo. Si todo lo hubiese dispuesto
favorablemente, ¿qué merito tendrían sus
virtudes?

Satanás rió de buena gana,
agarrándose la cabeza con las dos manos y extendiendo
lentamente su largo rabo. Luego mirando hacia la Tierra
replicó:

–Tus razonamientos son divinos, pero carecen de
lógica.
Dices que concediste libertad a los hombres para que escogiesen
entre el bien y el mal y concluyes afirmando que yo soy el
causante de todos los males. Si tu conclusión es
verdadera, ¿por qué castigar a los hombres? I si
el hombre es
libre, ¿Por qué odias la rebeldía? Por otra
parte, hablas de libertad y dices que eres omnipotente. Si es
así, ¿no crees que la libertad del hombre limite
tu omnipotencia? Y ya que hablas del mal y de bien, quiero
preguntarte: ¿Qué es el mal y qué es el
bien? Lo que para ti es un mal para mi es bien y lo que para ti
es bien para mi es mal. ¿Cómo entendernos entonces?
¿Quién puede darnos la razón? ¿O es
que crees que el triunfo determina el bien y el mal? Tal vez esto
sea lo cierto. Si hubiese salido victorioso en la lucha que
sostuvimos, mi mansión seria el Cielo y tú reino
seria el Infierno; mis preceptos serian buenos y los tuyos
malignos. Entonces yo hubiese dicho que todos los males y los
vicios procedían de tí.

Las cosas y los seres se comportan según la
naturaleza que
tienen, y si el hombre procede mal, es porque el mal ya estuvo en
la naturaleza que le diste. Si es así,
¿dónde está tu suprema bondad y tu
perfección? Además, tú has determinado que
los hombres sufran o gocen eternamente en la otra vida por las
acciones que
realizan en la Tierra. Y esto resulta más eficaz para
consolidar tu dominio sobre
ellos, que para expresar tu bondad y sabiduría. Sin
embargo, me consideras la fuente de todos los males y los vicios
de tus criaturas. Por todo esto puedo decirte que los hombres te
adoran por el temor que les inspiras; te adoran y rezan por
conveniencia y no por amor. Rezan
los poderosos para conservar su poder y seguir
dominando a los hombres; rezan los ricos para conservar y
acrecentar sus riquezas; rezan los pobres para conseguir el pan
de cada día que los ricos y poderosos les niegan, y todos
piensan más en el Infierno que en el Cielo, más en
el castigo que en el premio. La única pureza que hay en la
Tierra está en los niños;
pero tú has permitido que se transmita hasta ellos el
pecado original sin culpa alguna, y las madres juntan sus manitos
implorando tu misericordia.

Jehová sonreía de cuando en cuando ante
los razonamientos de Satanás, como el padre ante las
ocurrencias del hijo, y como el superior no debe rebajarse a
discutir con el inferior, so pena de habilitar su autoridad, se
redujo a decirle:

–Largo e inútil seria discutir contigo sobre
estos problemas y
llegar a convencerte. El abogado pierde, pero no se convence; el
derrotado explica su fracaso, pero no se resigna y al que cree
estar en la verdad no le faltan argumentos para discutir. Pero a
ti, que tan decepcionado vienes de la hipocresía de los
hombres quiero hacerte esta pregunta:

–¿Has puesto tu atención en mi siervo Job, varón
inigualable, bondadoso, leal y fiel servidor
mío?

Satanás que conoce la naturaleza
humana mejor que Jehová, sonrió con sorna y
preguntó a su vez:

–¿Acaso Job te sirve de balde? ¿No lo
tienes cubierto de todo mal por todas partes, así a
él como a su familia, su casa
y toda su hacienda? ¿No has echado la bendición
sobre las obras de sus manos y has multiplicado tantos sus
bienes sobre
la tierra? Así cualquiera te adora y sirve. Más
extiende un poquito tu mano, toca sus bienes y verás como
reniega de tí.

Jehová se sintió mortificado con el reto.
Sabía que iba a sacrificar injustamente a Job, pero no
quería dejar a su rival con la mejor duda de que el hombre
es capaz de adorarlo sin ningún interés
material. Para el poderoso, poner a prueba las cualidades de un
súbdito es un premio. Por eso casi de inmediato le
dijo:

–Todo cuanto posee lo dejo a tu disposición,
solo te pido que no extiendas tu mano sobre su persona.

Una sonrisa de triunfo se dibujó en los labios
gruesos y voluptuosos de Satanás, al mismo tiempo que
escupía algunas cerdas que se le había introducido
en la boca. Había conseguido llevar a su enemigo al
terreno en que quería combatir, y esto ya significaba la
primera victoria. El sabía que donde está el
interés está el corazón;
él sabía que los hombres rezan más cuanto
más bienes desean y son más creyentes cuanto
más dinero tienen. Para los ricos, Dios es un protector de
sus riquezas, un aliado en sus luchas, un socio en los
beneficios. Le temen porque puede castigarlos, lo adoran porque
puede favorecerlos. Por esto, ni parco ni tonto, se
aprestó a partir. Batió sus tremendas alas negras
provocando un viento arremolinado y desapareció al
instante como un punto negro en el infinito. Los seres
celestiales lo siguieron con la mirada, hasta que un murmullo de
Jehová los hizo volver a la realidad y siguieron
revoloteando en torno al Padre
Celestial coreando canciones de alabanza.

Satanás fue pasando por los espacios
interplanetarios, contemplando de cerca y en lejanía
millones y millones de astros que resplandecían sin cesar,
o que permanecían sumidos en las tinieblas. Por fin se
destacó la Tierra, un diminuto punto esférico
iluminando en parte y en parte oscuro, que giraba alrededor del
Sol, aun cuando en la biblia, el libro de las
verdades se dice que es el Sol el que
gira alrededor de la Tierra. A medida que se acercaba iban
destacando sus perfiles, el verde azulado de sus océanos,
el pardo negruzco de sus montañas y el verde oscuro de sus
bosques. Sin vacilar un instante orientó su vuelo hacia la
Idumea oriental o Arabia desierta y paró en el país
de Hus, donde vivía Job rodeado de todas las comodidades y
de todos los afectos. De inmediato empezó a actuar.
Día tras día empezó Job a recibir noticias cada
vez más terribles: los sabeos habían robado todos
sus hermosos asnos; el fuego del Cielo había reducido a
cenizas sus miles de ovejas y sus centenares de pastores; los
caldeos se habían llevado sus numerosos camellos; un
huracán había dado muerte a todos
sus hijos.

Job escuchaba en silencio el anuncio de estas
calamidades y sofrenado el dolor que le producían, se
postró en tierra y adoró al Señor
diciendo:

–Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo
volveré a la tierra. El Señor me lo dio todo; el
Señor me lo ha quitado todo, bendito sea el nombre del
Señor.

Satanás rabiaba ante la despreciable mansedumbre
del hombre. Era indudable que el prolongado dominio de
Jehová había debilitado su natural rebeldía,
como sucede con los esclavos frente a los amos. El hábito
es más poderoso que el sentimiento o la idea. Pero la
rebeldía y el espíritu de libertad permanecen en la
conciencia humana
como la brasa en medio de la ceniza. Por esto se dio por vencido.
El conocía el corazón humano mejor que su
rival.

Otro día, de esos tantos que sólo dejaron
huellas en las páginas de la Biblia se presentó
nuevamente ante Jehová, junto con miles y miles de
ángeles
aparentemente felices y realmente aburridos de hacer siempre lo
mismo. Al verlo, brilló la mirada de Jehová y
aún hizo un intento para levantarse de su relumbrante
trono; pero su dignidad
imperial reprimió este impulso. Luego ya calmado, le dijo
sonriendo de satisfacción:

–Me has incitado contra Job, varón sencillo,
recto y fiel servidor mío; pero te has convencido de su
fidelidad hacia mí, no obstante que le has arrebatado todo
lo más preciado que tenía. Esto te está
demostrando que el hombre no me admira, adora y sirve por los
favores que le hago ni por el temor que le inspiro, sino por el
respeto,
veneración y amor que merece mi persona.

Satanás disimuló su disgusto ante la
pretendida victoria de su rival y por un momento
permaneció en silencio con la vista baja y las alas
caídas. Luego sacudiéndolas ligeramente como si
quisiera desentumecerlas, replicó sin levantar la
mirada:

–El hombre dará siempre la piel de otro
por conservar la suya propia y abandonará de buena gana
cuanto posee para salvar su vida. Tú sabes bien que las
riquezas perdidas se pueden recuperar si se conserva la vida y la
salud. Si esto no
te convence, extiende tu mano y toca sus huesos y su carne
y verás cómo reniega de tí.

Jehová se sintió nuevamente mortificado.
¿Cómo seguir martizando a Job, su siervo más
fiel y justo ¿Pero las palabras de Satanás le
habían despertado algunas dudas. Además, ¿en
qué condición quedaría sino aceptaba el
nuevo reto? ¿Qué concepto se
formarían de él sus demás criaturas? Entre
sacrificar a Job o menoscabar su autoridad no había
proporción alguna.

Rápidamente pasaron estas ideas y cálculos
por su mente ante la fija mirada de mochuelo que le
dirigía su contrincante. Había que decidir de
inmediato, y su respuesta no se dejó esperar cuando
observó que miles y miles de miradas angelicales se
posaban en él.

–Ve –le dijo- toca sus huesos y su carne, pero
consérvale la vida, y verás que Job
permanecerá leal a su Señor.

Satanás volvió a partir a la Tierra,
perdiéndose como un punto negro en el finito, al tiempo
que los bienaventurados seguían absortos sin poder
comprender ni adivinar el por qué de estos
ajetreos.

Con tanta prisa como el que tiene seguro el
triunfo, el rey de los infiernos empezó a actuar.
Atacó a Job con una ulcera que se le propagó desde
los pies hasta la coronilla, de modo que sentado en un
estercolero se raía la podredumbre con un casco de teja.
Al verlo en este estado se
fueron apartando de él sus criado, amigos y familiares,
mirándolo de lejos con temor y repugnancia. Todavía
su vieja mujer
continúo acompañándole durante algunos
días, hasta que también termino por abandonarlo.
Fue ella la primera en protestar ante la dolorosa
situación en que se encontraba y ver que Jehová no
hacía nada para aliviar sus males. Por eso, no pudiendo ya
contenerse por más tiempo, reprocho a su esposo
diciéndole:

–¿todavía permaneces en la
estúpida credulidad? Sí, bendice a Dios y
muérete.

–si recibimos los bienes de las manos de Dios,
¿Por qué no recibimos también los males?,
replicó Job, pero su mujer lo volteo las espaldas sin
responder.

Día a día los sufrimientos eran mayores.
La soledad lo obligó a volverse sobre sí mismo y la
conciencia del dolor aumentaba. La soledad es refugio placentero
cuando se huye del bullicio de la mala compañía con
la libertad de volver a sentir la mano amiga; pero resulta
tormentosa cuando se prolonga y son los demás los que
huyen de uno. El hombre abandonado es un ser triste, el hombre
abandonado es un ser doliente.

En esta situación, la fortaleza y mansedumbre del
creyente fueron llegando a su límite, y el hombre
empezó a sentir el aguijón de la protesta y la
tortura de la duda. Job no podía comprender como siendo
tan bueno y tan justo podía ser víctima de tantos
males sin que Jehová hiciese nada por remediarlos. Y
así, dando rienda suelta a su desesperación,
exclamo:

–¡Mal haya el día en que nací y la
noche en que me engendraron! ¿Por qué no
morí yo en las entrañas de mi madre, o saliendo a
la luz no
parecí luego? Ahora estaría durmiendo en el
silencio de la muerte y en este sueño lograría
eterno reposo. ¿Por qué fue concedida la vida a un
hombre como yo, que no vé el camino por donde anda,
habiéndole Dios cercado todo de tinieblas? ¿Acaso
no ofrecí mis mejores corderos en los sacrificios y las
bellas flores en las ofrendas? ¿Acaso no oré de
rodillas cuando rayaba la aurora, o cuando la noche
extendía su negro manto sobre la tierra? Y sin embargo, la
indignación de Dios se ha desencadenado sobre
mí.

Satanás que hasta entonces había
permanecido mortificado ante la perseverancia de Job,
sonrió alegremente. El dolor y la resignación
tienen sus límites, y
cuando el dolor es injustificado se pierde la resignación,
y cuando el dolor persiste se busca la causa.

En esto llegaron tres príncipes, amigos de Job
que al tener noticias de las desgracias que los afligían
se habían puesto en marcha para visitarlo. Al verlo, los
tres quedaron más sorprendidos de las impresiones del
creyente, que de las dolencias del amigo. Cada cual se
creyó con derecho a razonar sobre sus males, reprocharlo y
culparlo de pecados que jamás había cometido.
Pretendieron ser más abogados de la divinidad, que amigos
del hombre doliente. Y así Eliphas de Theman le
dijo:

–tú eras antes el que amaestraba a muchos,
tú dabas vigor a los agobiados, tus palabras eran al
sostén de los vacilantes y tú fortificabas las
trémulas rodillas de lo débiles.
¿Dónde está ahora aquel temor de Dios que te
servía de fundamento para todas tus acciones?
¿Dónde tu fortaleza, tu paciencia y la
perfección de tu antigua conducta?
Verdaderamente que al necio lo mata la cólera
y al apocado le quita vida la envidia. Dichoso el hombre a quien
el mismo Dios corrige. No despreciéis pues, la
corrección del señor, porque él mismo hace
la llaga y la sana; hiere y cura con sus manos. Reflexiona y
medita en todo lo que te digo y en todo lo que dices y
haces.

Seplar de Naamath arguyó por su parte:

–No basta al hombre ser gran parlador para justificarse
ni haber vivido en la virtud y al servicio de
Dios para creer tener derecho a que el mal no le llegue.
¿Acaso puedes comprender tú los secretos profundos
de su sabiduría y las manifestaciones de su
voluntad?

El conocer la vanidad y la inquietud de los hombres, y
viendo sus maldades, ¿ha de pasarlas por alto sin
castigarlas? El hombre necio se engríe y se cree nacido
para no tener freno. Yo veo que tú has endurecido tu
corazón y levantas, osado, hacia el señor tus manos
y tu voz. Le cantabas alabanzas cuando todo te lo
concedía, y ahora que te somete a prueba te encolerizas
como el niño que se le quita el pecho antes de que haya
saciado su hambre.

Balda de Suhá terminó
diciéndole:

–¿cuándo acabaras, Job, de hablar
vaciedades? Tú que te quitas la vida con tu furor y te
ciegas con la vanidad, ¿piensas que por tí
quedará abandonada la tierra y serán los
peñascos trasladados de tu sitio? ¿Crees que por
tus dolores va a cambiar el Señor sus altos designios? Si
sufres es porque así lo quiere el señor y lo
sensato es que te sometes a su voluntad. ¿Cómo se
puede justificar el hombre comparado con Dios, o aparecer limpio
el nacido de mujer?

Job escuchaba en silencio estos fríos
razonamientos, mientras rascaba con un pedazo de teja sus
purulentas heridas, disimulando el dolor que se quería
dibujar en su demacrado rostro. No podía tolerar los
reproches de sus amigos, cuyas palabras los herían como
espinas en carne viva, porque además de ser injustas eran
hipócritas. El tenía conciencia de ser un hombre
bueno y justo, y no podía admitir la expiación por
faltas que no
había cometido; él era un creyente convencido y no
podía comprender que la divinidad hubiese desencadenado
tantos males sobre su débil cuerpo sin causa.
¿Qué necesidad tenia Jehová; para someterlo
a esta prueba, si él leía ¿dónde
estabas tú cuando yo echaba los cimientos del mundo?
¿Quién eras antes de ser? ¿Quién te
dió el alimento que te sustentaba, la mujer que pare
tus hijos las flores que te deleitan, las luminarias que alumbran
el mundo, el aire que
respiras, el agua que
calma tu sed o el espíritu que te hace pensar?
¡Pobre gusano de la tierra que te arrastras sin comprender
el por qué de todas las cosas, sin poder explicar siquiera
para qué vives, incapaz de producir la más
mínima partícula de materia!
¿De qué enorgulleces? ¿De qué te
lamentas? ¿Quién eres tú para pedirme
explicaciones? ¿Qué te debo?

Job permaneció aterrado de espanto con la mirada
fija en el cielo, como si una fuerza
extraña hubiese paralizado todo su cuerpo. Ni una idea ni
un juicio acudían a su mente y sus labios no podían
articular una sola palabra. Aquello le pareció siglos y
apenas habían transcurrido instantes. ¿Era verdad
que veía algo o escuchaba las terribles amonestaciones de
Jehová, o era su propia desesperación y temor los
que le producían esta ilusión? Sea como fuese, el
creyente empezó a reaccionar como quien despierta de un
sueño pesado, como quien se libera de alguien quien le
cierra la boca, como quien surge de un desvanecimiento, y
masculló estas palabras disculpándose
humildemente:

–Señor, yo se que todo lo puedes y que no se te
puede ocultar ningún pensamiento.
Me atormentó el dolor, me desesperó la duda, me
mortifico la justicia; pero
ahora yo me acuso a mí mismo y hago pertinencia envuelto
en polvo y ceniza. Yo te conocía de oídas; pero
ahora creo que te veo con mis propios ojos.

¿Qué otra cosa podía decir el
creyente Job, que todo lo sabía por la tradición y
nada podía explicar por sí mismo?
¿Qué respuesta podía dar a las terribles
preguntas que le había formulado Jehová y a tantas
otras que lo habían torturado siempre?

A él le habían dicho que Jehová
creó la tierra, el cielo, los astros, la luz, los animales, las
plantas y todo
cuanto existe. Y él creía.

Le habían dicho que la bondad de Jehová
hacía germinar la semilla. Crecer la planta y producir
bellas flores y los sabrosos frutos; que él había
establecido las estaciones y había marcado el recorrido de
los astros, y que todo cuanto existe lo había hecho en
beneficio del hombre. Y él creía.

Le habían dicho que Jehová premiaba a los
buenos con la felicidad eterna en los cielos, y que atormentaba a
los malos en los infiernos. Y él creía.

Le habían dicho que la humildad y la mansedumbre
eran virtudes y que el poder y la sabiduría emanaban del
Rey de los Cielos. Y él creía.

Es verdad que le asaltaban terribles dudas, pero no
quería expresarlas porque dudar es pecar. El hubiese
querido preguntar: ¿Para qué creó
Jehová el mundo? ¿Para qué creó al
hombre con tantas debilidades y formó a la mujer que iba a
producir su perdición? ¿Puede ser el hombre libre
frente a la omnipotencia divina? ¿Por qué se
desencadenan tantos males sobres justos y pecadores? ¿Por
qué permite Jehová que Satanás le dispute
las almas de sus queridas criaturas, cuando su omnipotencia
podría aniquilarlo al instante y hacer que todos los
hombres sean felices eternamente? ¿Por qué necesita
de sacerdotes que se le parecen tanto como el tigre al cordero?
¿Por qué se impone Satanás al
espíritu y hasta llega a dominarlo y perderlo? ¿Es
justo que por un instante de vida sufra o goce el hombre
eternamente? ¿No podrá el hombre rebelarse alguna
vez contra la divinidad, como se revelaron los propios
espíritus celestiales? ¿Es bueno o malo creer al
margen de la razón y la experiencia? ¿Son eternos
los dioses? ¿Permanecerá siempre el hombre
encadenado a sus propias creencias? .

Cuantas otras interrogaciones le hubiesen asaltado de
seguir pensando libremente. Pero él era un fiel creyente y
sabía que dudar es pecar y prefirió apartarse de
estos malos pensamientos.

Jehová que lee el pensamiento de sus siervos como
en un libro quiso evitar que siguiese razonando en tantas
tonterías y decidió intervenir nuevamente. Ya
estaba satisfecho con la humildad y el arrepentimiento demostrado
por Job ante sus recriminaciones. Ahora era necesario premiarlo.
Comenzó increpando a los príncipes por haber
tratado con dureza a su mejor siervo, y luego ordenó que
se le diese más riquezas que antes y que se le dotase de
salud y larga vida para que pudiese disfrutarlas.

Satanás rechinaba los dientes y se mordía
los labios hasta sangrarlos; sus ojos de mochuelo
despedían fulgores rojos como carbones encendidos en la
noche y movía su larga cola de un lado a otro a manera de
latigazos. Aquellos eran insoportables. Jehová
había faltado a su compromiso al acudir en auxilio de Job,
precisamente en el momento en que el dolor, la
desesperación y la injusticia lo conducían a
revelarse contra su divino amo. Precipitadamente batió sus
tremendas alas de murciélago y se dirigió al Cielo
para protestar y exigir explicaciones a Jehová. Pero al
llegar a las puertas doradas del Imperio Celestial, las
golpeó inútilmente durante largo tiempo. El
antecesor de San Pedro había recibido la orden terminante
de no dejarlo entrar.

Desde entonces, Satanás no volvió nunca a
visitar a Jehová. Prefirió seguir la lucha en la
tierra disputándole las almas de los pobres hombres, que
vivían sufriendo y gozando inocentemente, ignorando los
designios de Jehová y de Satanás.

Desde entonces también empezaron a llegar
más almas a los dominios infernales, tantas como las hojas
que caen en otoño. Mientras que el Cielo ascendían
tan pocas, que Jehová pudo exclamar: Muchos son los
llamados y pocos los escogidos. Y el hombre siguió
creyendo mientras su ignorancia no le permitía explicar
tantas cosas; pero su propia razón y su propia
sabiduría empezaron a mirar su creencia y cada vez se
sintió más libre y más poderoso. La creencia
en el corazón y su corazón era bueno? ¿Puede
el padre castigar inútilmente al hijo? Por todo esto ya no
pudo contener por más tiempo la calma y las palabras
fluyeron airadas:

–Dios no tiene necesidad de vuestras mentiras, de
vuestra hipocresía ni de vuestras palabras de alabanza
para defender su causa. Queréis prestar un favor a la
divinidad y os esforzáis en patrocinar sus decisiones
creyendo con esto alcanzar su favor. Pero en realidad más
os interesa vuestro propio egoísmo que la divinidad o las
llagas que cubren mi cuerpo. ¿Agradará esto a Dios?
¿Agradará al prójimo?

Job tenía razón. La verdad no necesita de
abogados ni la justicia soporta razonamientos. El dolor no
soporta más palabras que las que emergen del
corazón. Lo que ahora quiere Job es que se le haga
justicia, que se llame a juicio para defenderse. Por esto
implora:

–Si viviendo como he vivido, soy tratado como un
impío, ¿Para qué habré trabajado en
balde toda mi vida? ¿Por qué, oh Dios, me
juzgáis de este modo? Por ventura, ¿Son tus ojos de
carne? Tú me formaste con tus manos y ahora quieres
despeñarme. Quisiera que mis pecados, por los cuales eh
merecido tu ira, se pesaran en una balanza con las calamidades
que padezco, y verías que mis males pesan tanto o
más que las arenas del mar. Por ésto mis palabras
están llenas de dolor y protesta. Por ventura,
¿rebuzna el asno montés teniendo yerba? ¿O
brama el buey teniendo delante un pesebre bien provisto?
¿Cuáles son mis fuerzas para poder sobrellevar
tantos males? Pusiste la debilidad en mis carnes, y ahora me
sometes a una prueba que ya no puedo soportar.
¿Cuándo tendrá fin mi padecer para
prometerme perseverar en la paciencia? Mi firmeza no es como la
de las peñas, ni es de bronce mi carne. ¿Qué
es el hombre para que tanto te interese? Tú lo formaste a
tu antojo, tú le diste el título de Rey de la
Creación y tú mismo lo abates como a la más
miserable criatura; lo haces nacer y morir sin que él sepa
por qué ni para qué; le brindas una flor y escondes
la espina que debe punzarlo.

Así razonaba el hombre silenciando al creyente.
Pero luego se dió cuenta que había ido muy lejos y
surgió nuevamente la mansedumbre y el
arrepentimiento.

–¿Quién soy yo.-se decía-para
poder hablar con él boca a boca? ¿Qué
tribunal juzgará mi queja? ¿Quién, fuera de
él, podrá decir si es bueno o malo lo que hago y lo
que pienso?

No. En lugar de protestar o alegar ante la omnipotencia
divina, preferible era implorar clemencia, rogar, suplicar,
llorar. Los poderosos no admiten la protesta sino la
súplica. ¿Cómo no humillarse entonces?
¿Quién era él? Y para consolarse y
engañarse a sí mismo, Job piensa que la divinidad
consume con trabajos al inocente y al impío sin que se
pueda saber la causa. ¿Cómo penetrar en los altos
designios de Jehová? Y para que lo dicho no parezca
blasfemia; arguye resignado:

–Ya que me zota, preferible es que me quite la vida y
no dirán que las penas son de los inocentes. Si yo soy la
victima que hace falta, que se cumpla el mandato.

Pero el dolor continúa y la injusticia permanece
inexplicable y nuevamente aparase el hombre que duda y
reprocha.

–La tierra –dice- es comúnmente entregada
en manos del impío, el cual con las riquezas venda los
ojos de los jueces que la gobiernan. Y si no es el señor
quien así lo dispone, decidme: ¿Quién
es?

Mientras tanto, los tres príncipes habían
permanecido en silencio escuchando los razonamientos de Job sin
atreverse a interrumpirlos. Ahora dirigiéndose a ellos les
dice:

–Es muy fácil hablar como habláis; es muy
fácil compadecer con palabras o criticar desde un
cómodo asiento. Yo también podría hablar
como vosotros. Mas, si sufriérais como yo sufro,
inclinaría la cabeza silenciosamente hacia Uds., os
alentaría con mis palabras y no expresarían mis
labios compasión ni reproche. Lo contrario es insulso.
Vuestras palabras no mitigarán mi dolor. Habláis
como consuelo y defensa para vosotros mismos. Y yo sufro sin que
la iniquidad haya manchado mis manos sin que la rectitud de mi
vida se haya torcido. Entonces, ¿hasta cuándo
habéis de afligir mi alma y
molestarme con discursos.
¿Por qué me perseguís vosotros como si
estuviéseis en lugar de Dios y os cebáis con mis
carnes doloridas? ¿No es suficiente verme sufrir? Os
proponéis ahondar mi pena queriendo remediarla. Todo esto
no puede complacer a Jehová ni arrancar mi
gratitud.

Los tres príncipes comprendieron la falsedad de
su actitud y haciendo una venia se retiraron arrastrando sus
ricos mantos.

Mientras tanto, Satanás se relamía de
satisfacción. La creencia y la sumisión tienen sus
límites. Es fácil conservarla y alimentarla cuando
los bienes son propicios, cuando se quiere estar mejor o cuando
se cree uno culpable; pero es difícil seguir creyendo
cuando el castigo no corresponde a la falta y se ignora su causa.
La razón puede justificar la creencia cuando simplemente
se razona; pero si la verdad y la injusticia tocan nuestras
puertas, la propia razón se encarga se refutarla.
¿El caso de Job no era una demostración? Se
avecinaba, pues, el triunfo; el creyente empezaba a ceder su
puesto al hombre libre. Pero el ojo de Jehová contemplaba
todo aquello desde alto y no podía permitir que triunfara
su eterno enemigo. Había que intervenir antes que la
desesperación condujese a Job a renegar de él.
Podía hacerlo con sólo pronunciar una orden.
¿Acaso no había realizado el portento de crear el
Mundo de la nada con sólo desearlo y ordenarlo? Pero era
preferible que el hombre reconociese su autoridad
haciéndole ver su propia insignificancia. Por esto, desde
un torbellino de nubes dejó escuchar su voz de trueno,
dirigiéndose a Job de esta manera:

–Quién es ése que envuelve y obscurece
preciosas sentencias con palabras de ignorante? .si eres
tú, Job, ciñe tus lomos y prepárate como
varón que entra a pelear. Yo te interrogaré y
tú me responderás. Dime, baja del cielo como las
nubes; la rebeldía asciende de la tierra como el humo.
Cuanto más libre y poderoso es el hombre, más
débiles se tornan los dioses hasta que el humo disipe las
nubes.

"DIOS TARDA PERO NUNCA OLVIDA"

 

 

 

 

 

 

Autor:

Russel Milton Ruiz Jara

Wilder Iván Hurcaya
Medina

Fredy Estrada Rojas

Cesar Guardia Moyorga

LIMA PERU

Partes: 1, 2
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