Por sí solo, el imperativo categórico no es
nunca el motivo ni el desencadenante de la acción
desinteresada, en ninguna actuación que el individuo
lleve a cabo regularmente y que sea importante para la suerte de
la comunidad.
Antes bien, en la mayor parte de los casos, el primer impulso
activo parte de la reacción de esquemas innatos y
propensiones heredadas.
Konrad Lorenz, Consideraciones sobre las
conductas animal y humana, ensayo II,
cap. IV, sec. 5
Martes 2 de octubre del 2007/4,25 p.m.
Este año he prestado particular atención a ciertas obras clásicas de
varios de los representantes más ilustres de la denominada
"filosofía
moderna". Empecé descascarando la Teodicea de
Leibniz, continúe con el Discurso sobre la
desigualdad de Rousseau, hace
unos días critiqué algunos conceptos vertidos por
Spinoza en La reforma del entendimiento y ahora me
ocuparé de Immanuel Kant y su
Fundamentación de la metafísica
de las costumbres, libro que
posee la virtud –rara en los trabajos kantianos– de poder ser
asimilado sin necesidad de romperse uno la cabeza tratando de
comprender qué era lo que el autor pensaba mientras lo
escribía. El estudio de la ética
–que también absorbió buena parte de mi tiempo este
año– nunca estaría completo sin un repaso y un
comentario de lo que Kant sostenía en este sentido.
El tratado de Kant comienza con las siguientes palabras:
Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es
posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin
restricción, a no ser tan sólo una buena
voluntad. El entendimiento, el gracejo, el juicio, o como
quieran llamarse los talentos del espíritu; el
valor, la
decisión, la perseverancia en los propósitos, como
cualidades del temperamento, son, sin duda, en muchos
respectos, buenos y deseables; pero también pueden llegar
a ser extraordinariamente malos y dañinos si la voluntad
que ha de hacer uso de estos dones de la naturaleza, y
cuya peculiar constitución se llama por eso
carácter, no es buena.
En esto coincido con Kant, sólo que yo llamo
virtudes cardinales a los valores a
través de los cuales una buena voluntad se manifiesta, y
mis virtudes relativas o temperamentales equivalen a sus
talentos del espíritu y a sus cualidades del temperamento
(ver anotaciones del 16/8/7). Continúo el párrafo
en donde lo dejé:
Lo mismo sucede con los dones de la fortuna. El poder, la
riqueza, la honra, la salud misma y la completa
satisfacción y el contento del propio estado, bajo
el nombre de felicidad, dan valor, y tras él, a
veces arrogancia, si no existe una buena voluntad que rectifique
y acomode a un fin universal el influjo de esa felicidad y con
él el principio todo de la acción.
Este pasaje no es tan claro como el anterior, pero viene a
significar que por muchos dones de la fortuna que poseamos, si no
disponemos de una buena voluntad no podremos nunca ser dignos de
la felicidad que disfrutamos, y, a la vez, si no somos dignos de
ser felices, no podremos aspirar a la verdadera felicidad, a la
felicidad beatífica.
Ahora comienzan las desavenencias. La buena voluntad, afirma
el pensador de Königsberg en las páginas 28 y 29,
no es buena por lo que efectúe o realice […]; es
buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí
misma. Considerada por sí misma, es, sin
comparación, muchísimo más valiosa que todo
lo que por medio de ella pudiéramos verificar en provecho
o gracia de alguna inclinación y, si se quiere, de la suma
de todas las inclinaciones. Aun cuando […] le faltase por
completo a esa voluntad la facultad de sacar adelante su
propósito; si, a pesar de sus mayores esfuerzos, no
pudiera llevar a cabo nada y sólo quedase la buena
voluntad –no desde luego como un mero deseo, sino como el acopio
de todos los medios que
están en nuestro poder–, sería esa buena voluntad
como una joya brillante por sí misma, como algo que en
sí mismo posee su pleno valor. La utilidad o la
esterilidad no pueden ni añadir ni quitar nada a ese
valor.
Comparto plenamente la metáfora kantiana de la joya que
brilla por sí misma: quien intenta rescatar a un
náufrago y no lo logra, no por eso dejará de ser
una buena persona. Pero a
Kant le interesa mucho más la buena voluntad del
rescatista que el rescate propiamente dicho y a mí al
revés: si es deseable que haya hombres de buena voluntad,
lo es en función de
la capacidad que presentan para influir en el mundo y mejorarlo,
por más que en algún caso puntual no logren
hacerlo.
La buena voluntad está, según Kant, por encima
de los hechos, pero por debajo del factor que la posibilita:
Una acción hecha por deber tiene su valor moral, no
en el propósito que por medio de ella se quiera
alcanzar, sino en la máxima por la cual ha sido resuelta
(p. 37).
Actuar por deber es, para mí, actuar intuitivamente,
sin estar acicateada la voluntad ni por los instintos, ni por los
memes, ni por la razón. Aclarado esto, yo digo que el
valor ético de una acción hecha por deber
está, fundamentalmente, en la acción misma y en los
efectos que producirá, y normativamente en lo que Dios se
propuso al realizarla, no en el propósito del agente que
la realiza, que puede presentarse ambiguo en su conciencia o
incluso inexistente. No existen máximas regidoras del
deber tal como Kant suponía, o si existen, existen en la
mente de Dios y no pueden traducirse a ninguno a nuestros idiomas
concientes. "El deber es la necesidad de una acción por
respeto la
ley" (p. 38).
Pero a una ley divina de la que nosotros no tenemos noticias y que
parece cambiar de acuerdo a determinadas circunstancias
involucradas en el hecho.
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