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La ética de Kant: entre la genialidad y la superstición (página 2)




Enviado por Cornelio Cornejín



Partes: 1, 2, 3

Una acción
realizada por deber tiene que excluir por completo el influjo de
la inclinación, y con ésta todo objeto de la
voluntad; no queda, pues, otra cosa que pueda determinar la
voluntad, si no es, objetivamente, la ley y,
subjetivamente, el respeto puro a esa ley
práctica, y, por tanto, la máxima de obedecer
siempre a esa ley, aun con perjuicio de todas mis inclinaciones
(p. 39).

Una acción realizada por deber excluye tanto el influjo
de las inclinaciones instintivas y meméticas como
así también el influjo de la razón.
Esto me diferencia de Kant. Él
creía que la razón pura era capaz de descubrir un
principio a priori –no basado en la experiencia– que diera
cuenta de una ley regidora de las acciones
morales, una ley perfectamente discernible para el intelecto
humano y que sugiere lo siguiente:

Yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda
querer que mi máxima deba convertirse en ley
universal
(p. 41).

Así de fácil es, según Kant, determinar
racionalmente cuándo una acción se realiza a favor
del deber y cuándo en contra (pero no es tan sencillo
determinar si una acción que se realiza a favor del deber
es consecuencia de una buena voluntad o de una inclinación
que circunstancialmente coincide con el deber). El ejemplo que da
clarifica el punto a más no poder:
"¿Me es lícito, cuando me hallo apurado, hacer una
promesa con el propósito de no cumplirla?" (p. 41). La
interrogación versa sobre "si es conforme al deber hacer
una falsa promesa". Guiándose por su inapelable hallazgo
racional, deduce Kant que de ningún modo es conforme al
deber, pues

¿me daría yo por satisfecho si mi máxima
–salir de apuros por medio de una promesa mentirosa– debiese
valer como ley universal tanto para mí como para los
demás? ¿Podría yo decirme a mí mismo:
cada cual puede hacer una promesa falsa cuando se halla en un
apuro del que no puede salir de otro modo? Y bien pronto me
convenzo de que, si bien puedo querer la mentira, no puedo
querer, empero, una ley universal del mentir (p. 42).

Pero ¿qué es una ley universal? Tomada en un
sentido jurídico –que es el que Kant utiliza–, es
un dictamen que impele a realizar o no realizar determinadas
acciones a todos los individuos a que concierna –en este caso, a
todos los seres racionales– en todo tiempo, lugar
y circunstancia
. O sea que, según Kant, es
absolutamente imposible que alguien haga o haya hecho alguna vez
alguna falsa promesa impulsado por el deber. Puede que así
sea, pero a mí me parece que existen situaciones en las
que hay que mentir por deber, y hasta matar o incluso torturar
por deber[1]Estos casos, de acuerdo a su principio
objetivo del
querer, no pueden tomarse como generados por una buena voluntad.
Yo no dudo de que, generalmente hablando, es nuestro
deber decir la verdad siempre y en todo lugar, pero decirle a
Hitler en
dónde se hallan escondidos unos judíos,
por muy verdad que sea, es un acto canallesco. Se me dirá
que la máxima a cumplimentar es la de no mentir y no la de
decir la verdad siempre; lo concedo. Pero el principio kantiano
siempre presentará problemas de
interpretación que aparecerán como
irresolubles excepto en aquellos casos en que la actitud
correcta salta a la vista, y entonces ¿para qué nos
sirve? Lo más prudente, cuando aparece un caso
conflictivo, es suspender el juicio y abandonarse a la
intuición –si es que somos lo bastante buenos como para
vivenciarla[2]

o o o

Miércoles 3 de octubre del 2007/4,33 p.m.

Dice Kant que

una teoría
de la moralidad que
esté mezclada y compuesta de resortes sacados de los
sentimientos y de las inclinaciones, y al mismo tiempo de
conceptos racionales, tiene que dejar el ánimo oscilante
entre causas determinantes diversas, irreductibles a un principio
y que pueden conducir al bien sólo por modo contingente y
a veces determinar el mal (Fundamentación de la
metafísica de las costumbres
, p.
57).

Esta crítica
me pega en pleno rostro, porque yo coincidía con Schopenhauer
en que la ética se
fundamenta en la compasión, no comprendiendo que el
sentimiento compasivo no es más que un presagio del deber,
de ningún modo es el causante de nuestro accionar
virtuoso. Asimismo, dije hace poco que de las cuatro virtudes
cardinales, la de mayor importancia era la bondad
inteligentemente activa, pero no en el sentido de que tal virtud
determine acciones partiendo de una emoción como la
compasión o la simpatía —emociones
características del hombre bueno–
sino de la bondad como entidad psicológica. Y lo mismo
para las otras virtudes: tanto la veracidad como el esteticismo
centrífugo y la humildad, son entidades
psicológicas que, cuando se manifiestan en forma pura,
determinan indefectiblemente acciones deseables en sentido
ético[3]Pero si estas entidades
psicológicas, cuando determinan acciones, apuntan hacia el
bien general y no hacia el bienestar individual, ¿no
están violando mi principio eudemónico fundamental,
el que dice que todos los actos motivados por la razón
conllevan la finalidad conciente o inconciente de beneficiar
sólo al individuo que
los ejecuta? Pareciera que sí; y es entonces que me veo en
la obligación de rejerarquizar a las entidades rectoras de
las virtudes cardinales: son entidades
metapsicológicas
. No son hijas de la razón
sino que hacen de nexo entre la razón y la
intuición, habiendo surgido de la última. Cuando
actuamos por deber, pues, podemos hacerlo empujados por la
intuición, que no depende en absoluto de ninguna
elaboración lógica,
o empujados por una metarrazón, que tampoco
depende de un proceso
lógico pero que se manifiesta en nuestra conciencia como
un desprendimiento de un principio perfectamente claro a nuestro
entendimiento. Así, cuando actuamos motivados por nuestra
bondad inteligentemente activa, sospechamos que somos
buenos
, sin importar las emociones que nos embargan al
realizar el acto, si que se presentan, y lo mismo sospechamos que
somos humildes cuando nos motiva la humildad o que somos artistas
cuando el esteticismo centrífugo se nos impone. Con la
veracidad, en cambio, no hay
sospecha sino total certidumbre: decimos la verdad y
sabemos que la decimos, porque no se trata de la verdad
objetiva sino de la subjetiva, de lo que nosotros creemos que es
verdadero. (Nótese que hay más virtud en ser veraz
que en decir verdades objetivas –y esto es porque la veracidad,
a la larga, atrae, de misterioso modo, las verdades objetivas
hacia nuestra conciencia.)

Según Kant, todos los conceptos que él llama
morales y yo llamo éticos "tienen su asiento y origen,
completamente a priori, en la razón", y "no
pueden ser abstraídos de ningún conocimiento
empírico" (p. 57). Para mí, los conceptos
éticos representados por mis cuatro virtudes cardinales
más la humildad aparecen a priori en nuestra mente, o sea
que no derivan de la empiria sino de la intuición
metafísica. Esto es prácticamente lo mismo que dice
Kant, pero él prefiere llamar "razón" a lo que yo
llamo intuición metafísica. Yo entiendo que la
razón trabaja de tres modos: a) en el terreno ético
y metafísico, partiendo de premisas obtenidas por
intuición, b) en el terreno lógico y
matemático, partiendo de premisas obtenidas de sí
misma, y c) en todos los demás órdenes, partiendo
de premisas obtenidas de la experiencia. Como Kant no cree en la
intuición metafísica tal y como yo la expongo,
tengo que concluir que supone que los conceptos éticos
aparecen en nuestra conciencia como aparecen los conceptos de la
lógica y la matemática. Esta idea, según estimo,
sin llegar a ser correcta se aproxima mucho más a la
verdad que aquella otra de los empiristas duros y de los
relativistas que afirman que la ética se deduce de lo que
se observa y se ha observado que hace la gente a través de
las diferentes culturas que van pasando por el mundo, es decir,
que lo que yo llamo ética se reduce a lo que yo llamo
moral. Si la
ética deriva de lo que observamos, y visto que se observan
comportamientos de lo más dispares entre razas y
civilizaciones aisladas en tiempo o espacio, entonces la supuesta
objetividad de sus leyes es ficticia
y no existen los comportamientos buenos o los comportamientos
malos propiamente dichos. Para evitar esto es menester derivar
los conceptos éticos de un único parámetro y
no de sentimientos, razonamientos hijos del sensorio y experimentos que
posibilitarán la confusión y el obnubilamiento.
Kant los deriva de la razón pura, yo de la
intuición, y por eso nos mantenemos a salvo.

o o o

Jueves 4 de octubre del 2007/6,49 p.m.

La voluntad humana puede tomar interés en
algo, sin por ello obrar por interés. Lo primero
significa el interés
práctico en la acción; lo segundo, el
interés patológico en el objeto de la
acción. Lo primero demuestra que depende la voluntad de
principios de
la razón en sí misma; lo segundo, de los principios
de la razón respecto de la inclinación, pues en
efecto, la razón no hace más que dar la regla
práctica de cómo podrá subvenirse a la
exigencia de la inclinación. En el primer caso me interesa
la acción; en el segundo el objeto de la acción (en
cuanto me es agradable)

Kant, op. cit., pp. 60-1.

Coincido plenamente hasta el final de la segunda
oración. Se puede tomar interés en algo sin por eso
estar obrando por interés. Tomamos interés en un
acto por el hecho mismo de practicarlo cuando decimos nuestras
verdades impulsados por la virtud de la veracidad, cuando
auxiliamos a un ser que sufre impulsados por la virtud de la
bondad o cuando creamos una obra de arte impulsados
por la virtud esteticista (se puede decir la verdad, ayudar a un
doliente o crear arte impulsados por motivos ajenos a las
virtudes cardinales, pero en estos casos ya estamos obrando por
interés). Pero estas desinteresadas tomas de
interés no surgen en mi opinión de principios de la
razón en sí sino, como ya se dijo, de principios
intuitivos, metapsicológicos. La razón en sí
misma, sin ayuda de la intuición, no puede dejar de obrar
por interés. Si se libra de las inclinaciones instintivas
y meméticas, obrará por interés propio; si
es interceptada por un instinto que la eclipsa, obrará por
interés de la especie o grupo
específico; si es coloreada por la fuerza de los
memes, obrará por interés cultural, por dejar algo
no genético a las generaciones que la sucedan. Y este
tomar interés característico de las acciones
realizadas por deber no conlleva nunca, ni en las voluntades
santas ni en las no santas, un resabio de desagrado, por
más que en las últimas choque contra las propias
inclinaciones.

El conflicto, en
las voluntades imperfectas, se presenta, pero la sensación
de desagrado se produce si contrariamos la toma de interés
en beneficio de las bajas inclinaciones y no al revés como
Kant suponía (esto ya lo hablé hace poco, en mis
anotaciones del 8/6/7). "Una voluntad perfectamente buena
hallaríase –aclara en la p. 61– igualmente bajo leyes
objetivas (del bien); pero no podría representarse como
constreñida por ellas a las acciones conformes a la ley,
porque por sí misma, conforme su constitución subjetiva, podría ser
determinada por la sola representación del bien. De
aquí que para la voluntad divina y, en general,
para una voluntad santa no valgan los imperativos: el
«debe ser» no tiene aquí lugar adecuado,
porque el querer ya de suyo coincide necesariamente con
la ley". Esto es acertadísimo en el sentido de que los
santos hacen el bien sin deliberación, sin conflicto de
intereses: todas sus inclinaciones, tanto las intuitivas como las
racionales, instintivas y meméticas, apuntan en la misma
dirección y sentido, o se declaran
inexistentes, sin peso específico en lo que hace a una
determinada situación (esto puede suceder con sus
instintos y/o con sus memes, y en contados casos con sus razones;
las intuiciones
nunca desaparecen en una voluntad santa en tanto que tal).

El constreñimiento ético en las voluntades
imperfectas existe, no lo niego, pero la sensación de
desagrado que acompaña el pensamiento de
estar a punto de actuar en contra del interés
psicológico se prolonga solamente hasta que la
deliberación finaliza y el acto se consuma. Si se consuma
en favor del deber, hay una sensación de desahogo
completamente agradable que contrasta notablemente con la
primera, independientemente de que por causas inherentes al acto
ejecutado se produzcan otro tipo de sensaciones desagradables
(fisiológicas o psicológicas). Y si el deber no se
cumple por haber sido eclipsado por algún tipo de
interés, el constreñimiento también
desaparece, pero no transformado en desahogo sino en
remordimiento, y más remordimientos cuanto más
pareja haya sido la disputa, esto es, cuanto mejor se haya
vivenciado la intuición derrotada.

Es Kant de la opinión que una voluntad imperfecta que
cumple con su deber es infeliz antes de cumplirlo y en el momento
de hacerlo. Yo entiendo que sólo es infeliz mientras
se decide
a obrar moral o inmoralmente, y que el
cumplimiento del deber es, en sí mismo, harto
satisfactorio[4]

0 0 0

Viernes 5 de octubre del 2007/3,56 pm

Si la razón por sí sola
determina la conducta, ha de
hacerlo necesariamente a priori.

Kant, op. cit., p.81

Yo digo que no, que la razón por sí sola
sólo puede trabajar a priori en el campo de la
matemática y la lógica –de la lógica pura,
no aplicada–, y que si quiere determinar deberes debe
subordinarse a las entidades metapsicológicas nacidas por
intuición (virtudes cardinales). "Fácilmente puede
cualquiera, por medio del más mínimo ensayo de su
razón […] convencerse de cuánto obscurece la
moralidad todo lo que aparece a las inclinaciones como excitante"
(p. 80). Lo que no acepta Kant es el hecho de que la misma
razón inclina y excita, y no siempre para el lado
correcto. Hay un fin, dice desde las pp. 63-4,

que puede presuponerse real en todos los seres racionales
[…]; hay un propósito que no sólo pueden
tener, sino que puede presuponerse con seguridad que
todos tienen, por una necesidad natural, y este es el
propósito de la felicidad. El imperativo
hipotético que representa la necesidad práctica de
la acción como medio para fomentar la felicidad es
asertórico. No es lícito presentarlo como
necesario sólo para un propósito incierto y
meramente posible, sino para un propósito que podemos
suponer de seguro y a
priori
en todo hombre, porque pertenece a su esencia. […]
el imperativo que se refiere a la elección de los medios para la
propia felicidad, […] es hipotético; la
acción no es mandada en absoluto, sino como simple medio
para otro propósito.

Esto es lo que sucede siempre cuando la razón
opera por sí misma, sin coacciones intuitivas, instintivas
o meméticas: busca la felicidad (yo diría mejor:
busca el bienestar o la evitación del malestar) del
individuo que la utiliza. Continúa Kant a párrafo
seguido:

Por último, hay un imperativo que, sin poner como
condición ningún propósito a obtener por
cierta conducta, manda esa conducta inmediatamente. El imperativo
es categórico. No se refiere a la materia de la
acción y a lo que de ésta ha de suceder, sino a la
forma y al principio de donde eso sucede, y lo esencialmente
bueno de la acción consiste en el ánimo que a ella
se lleva, sea el éxito
el que fuere. Este imperativo puede llamarse el de la
moralidad.

Yo lo llamaría mejor el imperativo de la ética
(pues la moral para
mí es relativa), y lo situaría fuera de la
razón precisamente porque la razón, cuando se aboca
a determinar la propia conducta, es en esencia y a priori
eudemónica o hedónica y egoísta, y el deber
nada tiene que ver, en principio, con el hedonismo y el
eudemonismo individuales.

5,45 p. m.

Pero la felicidad, al fin y al cabo, siempre termina
emparentándose con la ética.

En realidad, dice Kant en las pp. 30-1,

encontramos que cuanto más se preocupa una razón
cultivada del propósito de gozar la vida y alcanzar la
felicidad, tanto más el hombre se
aleja de la verdadera satisfacción; por lo cual muchos, y
precisamente los más experimentados en el uso de la
razón, acaban por sentir […] cierto grado de
misología u odio a la razón, porque,
computando todas las ventajas que sacan, no digo ya de la
invención de las artes todas del lujo vulgar, sino incluso
de las ciencias –que
al fin y al cabo aparécenles como un lujo del
entendimiento–, encuentran, sin embargo, que se han echado
encima más penas y dolores que felicidad hayan podido
ganar, y más bien envidian que desprecian al hombre
vulgar, que está más propicio a la dirección
del mero instinto natural y no consiente a su razón que
ejerza gran influencia en su hacer u omitir.

Yo no creo que el hombre vulgar sea más dichoso que el
hombre ilustrado, pues el ilustrado posee la ventaja de buscar,
por medio de la razón, su propio bienestar –aunque a
veces lo busque por donde no le conviene–, mientras que el
hombre vulgar se deja guiar por sus instintos, y los instintos
buscan el bienestar de la especie y no el del individuo. La
razón de que muchos hombres ilustrados añoren
el estado de
salvajismo radica en que los hombres semicivilizados, al ser
menos concientes de su entorno y de sí mismos, sufren
menos que los civilizados. Pero hay que tener en cuenta que
también gozan menos, así que no creo que sea
positivo retrotraernos a las cavernas. La razón humana,
dentro de sus limitaciones, ha hecho bastante por acercar la
felicidad al mundo, sólo que Kant no quiere admitirlo
porque, según él, la razón está para
cosas mayores:

Hay que confesar que el juicio de los que rebajan mucho y
hasta declaran inferiores a cero los rimbombantes encomios de los
grandes provechos que la razón nos ha de proporcionar para
el negocio de la felicidad y satisfacción en la vida, no
es un juicio de hombres entristecidos o desagradecidos a las
bondades del gobierno del
universo[5]que en esos tales juicios está
implícita la idea de otro y mucho más digno
propósito y fin de la existencia, para el cual, no para la
felicidad, está destinada propiamente la razón; y
ante ese fin, como suprema condición, deben inclinarse
casi todos los peculiares fines del hombre (p. 31).

Ese fin

tiene que ser el de producir una voluntad buena, no
en tal o cual respecto, como medio, sino buena en
sí misma
, cosa para lo cual era la razón
necesaria absolutamente, si es así que la naturaleza en
su distribución de las disposiciones ha
procedido por doquiera con un sentido de finalidad (p. 32).

No tiene por qué haber necesariamente involucrada una
razón para que haya teleología; o mejor sí,
pero la teleología implícita en los imperativos
categóricos es de origen divino: es de la razón de
Dios de donde surgen. Y estos razonamientos divinos, a la postre,
terminan abonando el objetivo que en un principio parecían
desdeñar:

La razón, que reconoce su destino práctico
supremo en la fundación de una voluntad buena, no puede
sentir en el cumplimiento de tal propósito más que
una satisfacción de especie peculiar, a saber, la que nace
de la realización de un fin que sólo la
razón determina, aunque eso tenga que ir unido a
algún quebranto para los fines de la inclinación
(p. 32).

Es más probable, dice Kant, que seamos más
felices haciendo el bien y pasando hambre y frío, que
buscando nuestro propio provecho siempre, alimentados y vestidos
como reyes. El santo es el individuo más feliz porque,
haciendo el bien, ni se entera de que existe algo como el hambre
y el frío, pero el individuo imperfecto que hace el bien
por deber también accede a la felicidad, una felicidad
matizada por el dolor de la sensibilidad y el orgullo
contrariados pero más meritoria aún que la del
santo si hemos de creerle a Kant:

Ser benéfico en cuanto se puede es un deber; pero,
además, hay muchas almas tan llenas de
conmiseración, que encuentran un placer íntimo en
distribuir la alegría en torno suyo, sin
que ha ello les impulse ningún movimiento de
vanidad o de provecho propio, y que pueden regocijarse del
provecho de los demás, en cuanto que es su obra. Pero yo
sostengo que, en tal caso, semejantes actos, por muy conformes
que sean al deber, por muy dignos de amor que sean,
no tienen, sin embargo, un valor moral
verdadero.

Pero supongamos que el ánimo de ese filántropo
está envuelto en las nubes de un propio dolor, que apaga
en él toda conmiseración por la suerte del
prójimo; […] si entonces, cuando ninguna
inclinación le empuja a ello, sabe desasirse de esa mortal
insensibilidad y realiza la acción benéfica sin
inclinación alguna, sólo por deber, entonces, y
sólo entonces, posee esta acción su verdadero valor
moral. Pero hay más aún: un hombre a quien la
naturaleza haya puesto en el corazón
poca simpatía; un hombre que […] fuese de temperamento
frío e indiferente a los dolores ajenos, acaso porque
él mismo acepta los suyos con el don peculiar de la
paciencia y fuerza de resistencia, y
supone estas mismas cualidades, o hasta las exige, igualmente en
los demás; un hombre como éste […], ¿no
encontraría, sin embargo, en sí mismo cierto germen
capaz de darle un valor mucho más alto que el que pueda
derivarse de un temperamento bueno? ¡Es claro que
sí! Precisamente en ello estriba el valor del carácter moral, del carácter que,
sin comparación, es el supremo: en hacer el bien, no por
inclinación, sino por deber" (pp. 34 a 36).

No puedo evitar ver aquí el autorretrato de quien, por
deber y no por gusto, se apartó del mundo para dedicarse
con todas sus fuerzas a pensar y a escribir la buena nueva que
iluminaría el espíritu de los hombres. ¿Y
has sido feliz, Emanuel, así, encerrado en tu propio mundo
intelectual, dialogando sólo con conceptos, acariciando
sólo máximas y preceptos sin nadie que te acaricie?
Ojalá que sí. Yo voy por parecido camino y la
felicidad no se me aparece, sin duda porque aún mis
inclinaciones no me permiten cumplir acabadamente con mi
deber.

o o o

Sábado 6 de octubre del 2007/11,55 a.m.

El deber, según Kant, no está en absoluto
relacionado con el temperamento de cada individuo. Es éste
uno de los aspectos más controvertidos de la ética
kantiana, y Ortega y Gasset hizo muy bien en levantar su voz de
protesta en este sentido:

No, no; el deber no es único y genérico. Cada
cual traemos el nuestro inalienable y exclusivo. Para regir mi
conducta Kant me ofrece un criterio: que quiera siempre lo que
cualquier otro puede querer. Pero esto vacía el ideal, lo
convierte en un mascarón jurídico y en una careta
de facciones mostrencas. Yo no puedo querer plenamente sino lo
que en mí brota como apetencia de toda mi individual
persona. […]
No midamos, pues, a cada cual sino consigo mismo: lo que es como
realidad con lo que es como proyecto.
«Llega a ser el que eres». He ahí el justo
imperativo ("Estética en el tranvía", 1916,
ensayo que figura en El espectador, tomo I, pp.
67-8).

Decía Kant que no interesa demasiado el hecho de que el
imperativo categórico se haya o no puesto en
práctica en este mundo alguna vez[6]pero
¿cómo no va a interesar? ¿De qué
sirve que haya un deber que cumplir si nadie lo cumple? Lo que
pasa es que Kant situaba el imperativo categórico en un
escalafón tan alto, que lo hacía parecer
utópico, y eso era porque al negar dignidad moral
a lo que hacemos por inclinación, en realidad no queda
nada por hacer, pues hasta las mismas intuiciones generan un
impulso, un deseo de llevarlas a la práctica que es lo que
en definitiva posibilita que las realicemos, pues la voluntad
humana, lo mismo que cualquier otra voluntad, sólo se
mueve a través del combustible del deseo. Este deseo
intuitivo no es, desde luego, emotivo, porque las emociones no
determinan comportamientos (aunque suelen aparecer anexadas al
deseo y como incentivándolo), pero tampoco es racional
como era la opinión del alemán. Es un deseo y nada
más. No puede deducirse de máximas o
principios.

Tampoco –y en esto acierta Kant– puede deducirse de la
experiencia, pero esto no invalida la idea de que cada ser
humano, de acuerdo a su particular inclinación
temperamental, prepara inconcientemente sus propios deberes, muy
distintos de los deberes de su vecino pero igual de valiosos,
porque sería inútil encarpetar deberes que nunca se
plasmarán, y la ética es, por mucho que Kant
reniegue, utilidad. Ya se cumplen por estos días
diez años de la redacción de mi estudio sobre la
perfección temperamental; es ahí en donde
aboné la opinión de que hay personas que nacieron
para la santidad, para brindar amor, pero que hay otras que
nacieron para la sabiduría y otras para la revolución, y no hay menos provecho para el
mundo en el hecho de ser revolucionario (según mi propio
concepto, no
el general) que en el de llegar a la santidad o a la
sabiduría.

El verdadero error consistiría en querer ser santo sin
tener "pasta" para ello, o en querer modificar las estructuras
del mundo en que uno se mueve siendo uno una persona netamente
introvertida. Esos errores aparecen cuando se deducen los deberes
de razones a priori, uniformizándose como si todos
tuviésemos el mismo rol que cumplir para que todo funcione
como corresponde. ¡No, no –grito con Ortega–; el deber no
es único y genérico! No argumentemos para saber
qué es lo que tenemos que hacer. Empecemos por llevar
adelante, a gruesos trazos, el proyecto de hombre que todos
nosotros llevamos dentro[7]que después, ya
bien encaminados, los impulsos intuitivos aparecerán por
sorpresa y nos dirán al oído lo
que al mundo, y no a nosotros, le conviene que hagamos.
Será, de seguro, algo que vaya para el mismo lado que
nuestras inclinaciones temperamentales, aunque también de
seguro irá en contra de otras inclinaciones que tengamos,
más rastreras, carnales quizá, orgullosas tal vez.
Lo concreto es
que somos más parecidos a la torre de Pisa que al
Obelisco: podemos mantenernos de pie, sin caer jamás, pero
siempre nos verán inclinados[8]

0 0 0

Domingo 7 de octubre del 2007/11,37 a.m.

… Así hay que entender, sin duda alguna, los pasajes
de la Escritura en
donde se ordena que amemos al prójimo, incluso al enemigo.
En efecto, el amor, como
inclinación, no puede ser mandado; pero hacer el bien por
deber, aun cuando ninguna inclinación empuje a ello y
hasta se oponga una aversión natural e invencible, es amor
práctico y no patológico, amor
que tiene su asiento en la voluntad y no en una tendencia de la
sensación, que se funda en principios de la acción
y no en tierna compasión, y éste es el único
que puede ser ordenado.

Kant, op. cit., p.37

Es verdad que el deber no es único y genérico y
que el criterio moral que Kant centraliza en su famoso apotegma
del obrar conforme a una ley universal no es tan universal como
él creía, pero esto no significa en absoluto que
haya que desechar los principios racionales a la hora de tomar
una resolución ética. Decía Thoreau que no
podía sentir compasión por los peces, y al
serle imposible el compadecerlos, se los comía sin
ningún cargo de conciencia[9]Aquí
vemos claramente cómo la moral rigorista y desapasionada
de Kant es, sin ser perfecta, mucho más clarividente que
la ética que se fundamenta en sentimientos. Si vamos a
poner todo nuestro empeño en obrar conforme a la
ética, no podemos esperar, para ello, que la
compasión nos asalte y nos indique los caminos, porque la
compasión, si bien es un indicio bastante fiable y una
señal que no conviene soslayar, no siempre se presenta en
tiempo y forma, y a ciertos individuos de temperamento poco
amable no se les presenta casi nunca –como era el caso,
seguramente, del propio Immanuel Kant. Y nada mejor que este
pasaje del sermón de la montaña que Kant trae a
colación para clarificar el asunto. Nadie que no sea un
santo, es decir, que no posea un temperamento de tendencia
viscerotónica muy equilibrado, puede ser capaz de sentir
simpatía por sus enemigos. Podrá sentir, en
determinados casos, compasión por ellos, pero nunca
simpatía. ¿Significa esto que la regla cristiana
que más de lleno se opone a la moral hebrea es
impracticable, como es la opinión de un sinnúmero
de moralistas (moralistas en el sentido de personas que
estudian la moral)? En absoluto. Como dice Kant, es
ilógico que una regla o un ser humano, o un dios, nos
ordene amar, porque nuestra conciencia no gobierna nuestros
sentimientos. Lo que sí se nos puede ordenar es que
utilicemos nuestra bondad inteligentemente activa –la bondad no
es un sentimiento, como el amor, ni es una emoción como la
compasión o la simpatía, sino una entidad
metapsicológica–, que la utilicemos en provecho de
nuestros enemigos de acuerdo a la propia inclinación
temperamental. Así, los que tiendan a la santidad
sentirán amor por ellos y procurarán contagiarles
ese sentimiento, mientras que los que tiendan al heroísmo
revolucionario, sin sentirse en infracción por no poder
amarlos, volcarán todas sus energías en
auxiliarlos, y los que tiendan a la sabiduría
procurarán persuadirlos con palabras de que hacer el bien
de vez en cuando no es tan displacentero como suponen. Y no es
que haya equivocado aquí los términos para
dirigirme al hombre malo y no al enemigo: aquellos que rozan la
sabiduría –lo mismo que quienes rozan la santidad o el
heroísmo– tienen por enemigos únicamente a los
hombres malos.

Pero guarda el hilo, porque si bien considero a esta
máxima cristiana como desprendida de una intuición
intelectual y por lo tanto esencialmente correcta, ya se ha dicho
que las intuiciones, por sí mismas, no son racionalizables
en el sentido de que puedan traducirse a un principio rector o
ley sin perder en esta transmutación parte de su
absolutez. Lo que quiero decir es que tal principio no debe ser
aplicado mecánicamente ante cada situación que lo
amerite; el detonante de nuestro accionar ético, como
siempre, ha de ser el impulso intuitivo, ese deseo sui
generis
que nos coacciona (o, con más probabilidad,
nos coerciona, pues me sigue pareciendo más
verosímil esta modalidad utilizada por el demonio
socrático, la disuasión ética, que su
acompañante la persuasión, aunque no descarto
tajantemente a esta última) como sabiendo más de lo
que la razón conoce. Vemos así que los partidarios
del sentimiento ético tampoco estaban errados del todo:
éticamente se actúa, en última instancia,
siempre gatillados por un sentimiento, o mejor dicho por un
pre-sentimiento que nos indica qué resolución
adoptar en cada caso particular. Pero este presentimiento, en
primer lugar, no se manifiesta como una emoción primaria,
la cual puede aparecer, sin duda, conjuntamente con él,
pero seguir la emoción sin haberse presentado el impulso
intuitivo es errar el camino. Y en segundo lugar, no crea el
lector que ante cada resolución que se nos presenta en
nuestra cotidianeidad ha de aparecer este impulso intuitivo. Se
presenta en las decisiones críticas, fundamentales de
nuestra vida y sólo cuando nuestra voluntad está
como desconcertada y sin saber de dónde agarrarse. En los
otros casos, es decir en el 99% de nuestras diarias decisiones,
conviene hacer sencillamente lo que nos viene en gana.
¿Libertinaje? Nada de eso. Las intuiciones, como los
impulsos, podrán aparecer muy de vez en cuando, pero
permanecen todo el tiempo en nuestra conciencia sosteniendo
aquellos principios rectores que, merced a ese sostén
metafísicamente frío, marcan el rumbo general de la
conducta diaria de aquellos hombres que ansían elevarse.
Estos principios racionales pero de base intuitiva son como el
piloto automático de la ética: en situaciones
normales, es bueno relajarse y dejar todo en manos de la computadora
de a bordo, pero ningún aeronavegante cuerdo, ante un
aterrizaje de emergencia, dejaría de guiar la nave con sus
propias manos.

o o o

Miércoles 10 de octubre del 2007/7,22 p. m.

Todos los hombres se piensan libres en cuanto a la voluntad.
Por eso los juicios recaen sobre las acciones consideradas como
hubieran debido ocurrir, aun cuando no hayan
ocurrido
. Sin embargo, esta libertad no es
un concepto de experiencia […]. Por otra parte, es igualmente
necesario que todo cuanto ocurre esté determinado
indefectiblemente por leyes naturales, y esta necesidad natural
no es tampoco un concepto de experiencia, justamente porque en
ella reside el concepto de necesidad y, por tanto, de un
conocimiento a priori. Pero este concepto de naturaleza
es confirmado por la experiencia y debe ser inevitablemente
supuesto, si ha de ser posible la experiencia, esto es, el
conocimiento de los objetos de los sentidos,
compuesto según leyes universales.

Kant, op. cit., p.125

Estamos por asistir al segundo gran intento de
conciliación –el primero fue el de Leibniz– entre los
conceptos de necesidad y libre albedrío. Leibniz
intentó conciliar la libertad de la voluntad con el
principio de razón suficiente, principio éste que
Kant troca por el de causalidad, pero nada cambia, pues el
primero es el armazón lógico, teórico, del
segundo. Comienza Kant admitiendo que la necesidad natural es
confirmada por la experiencia, mientras que la libertad "es
sólo una idea de la razón, cuya realidad
objetiva es en sí misma dudosa" (p.125). Entiende Kant por
"idea de la razón" un concepto que no es deducido o
inducido a través de la experiencia. También la
causalidad es una idea de la razón, pero confirmada por la
experiencia, lo que no sucede con la libertad. (Las ideas que se
toman de la experiencia son para él conceptos del
entendimiento
y nada tienen que ver con la razón.)
Pero los hombres, dice Kant, se piensan libres (yo diría
mejor que se sienten libres, pues todos sentimos eso,
incluso los que no creemos en el libre albedrío), y
entonces nace

una dialéctica de la razón, porque, con respecto
a la voluntad, la libertad que se le atribuye parece estar en
contradicción con la necesidad natural; y en tal
encrucijada, la razón, desde el punto de vista
especulativo
, halla el camino de la necesidad natural mucho
más llano y practicable que el de la libertad; pero
desde el punto de vista práctico es el sendero de
la libertad el único por el cual es posible hacer uso de
la razón en nuestras acciones y omisiones [es decir, tomar
decisiones prescindiendo de toda experiencia particular, cultural
o genética];
por lo cual ni la filosofía más sutil ni la
razón común del hombre pueden nunca excluir la
libertad. Hay, pues, que suponer que entre la libertad y
necesidad natural de unas y las mismas acciones humanas no existe
verdadera contradicción; porque no cabe suprimir ni el
concepto de naturaleza ni el concepto de libertad (pp.
125-6).

No alcanzo a discernir por qué "ni la filosofía
más sutil" puede nunca excluir el concepto de libertad.
Basta con negar, al mismo tiempo, que la razón tenga la
capacidad de trabajar a priori, esto es, sin valerse de la
experiencia como primer escalón, y que la intuición
metafísica exista. Negando estos dos postulados, no existe
impedimento lógico alguno que impida negar la existencia
del libre albedrío. Muchos empiristas del siglo XIX
procedieron así. ¡Y no me digan que la
filosofía de esta gente tiene algo de sutil!

Pero Kant se da cuenta muy rápidamente de que
cometió un exabrupto y retrotrae a la categoría de
cuerdos a los deterministas:

Es imposible evitar esa contradicción si el sujeto que
se figura libre se piensa en el mismo sentido o en la misma
relación cuando se siente libre que cuando se sabe
sometido a la ley natural, con respecto a una y la misma
acción (p.126).

El hombre que actúa motivado por el deber, según
Kant, no se mueve debido a causas antecedentes, sino que lo hace
merced a principios de conducta que la razón extrae a
priori de sí misma, y entonces estos movimientos quedan
excluidos de las leyes del mundo físico en el sentido de
que no son originados por ellas, aunque debo suponer que los
efectos de ese supuesto accionar libre sí hay que tomarlos
como pertenecientes al mundo físico y obedientes de sus
leyes en el sentido de que, a partir de ellos, se inician nuevas
cadenas causales completamente deterministas. Todo acto libre
inicia una espontánea serie causal; todos tenemos, en
potencia, la
capacidad de crear algo de la nada –de la nada sensitiva. Kant
es partidario del politeísmo; aún más: del
hiperteísmo.

Después pretende argumentar en favor de la existencia
del libre albedrío en base a que no tiene sentido que
nuestra razón nos tome por idiotas: dice que la libertad y
la causalidad

no sólo pueden muy bien compadecerse, sino que
deben pensarse también como necesariamente unidas
en el mismo sujeto; porque, si no, no podría indicarse
fundamento alguno de por qué íbamos a cargar la
razón con una idea que, si bien se une sin
contradicción
a otra suficientemente establecida, sin
embargo, nos enreda en un asunto por el cual la razón se
ve reducida a grande estrechez en su uso teórico (pp.
126-7).

A mí me parece que el libre albedrío, antes que
un concepto, es una sensación que todos los seres
racionales vivenciamos. Después algunos –casi todos–
deducen de tal sensación el concepto, o sea que lo deducen
a posteriori, valiéndose de la experiencia; pero
la razón, según Kant, no puede trabajar así:
las deducciones a posteriori son cosa del entendimiento, la
razón se mueve a priori. Luego el libre
albedrío no es, en el esquema kantiano, una idea de la
razón. Pero supongamos que no, que el libre
albedrío es antes que nada una idea que la razón
extrae de sí misma, sin auxilio de la experiencia, igual
que la causalidad. La razón, entonces, estaría
provocando un enredo de conceptos que no estaría
justificado a menos que ambos conceptos sean verdaderos.
Pero este principio que sostiene Kant de que a la razón no
le gusta enredarnos[10]¿es él mismo
verdadero? Antes bien me parece ser verdadero su contrario, pues
el propio Kant admite que los conceptos más trascendentes
que la razón elabora son los morales, y ¿no vivimos
en un perpetuo enmarañamiento en lo relacionado con
nuestra conducta? Me dirá Kant que no, que él tiene
muy en claro que la máxima a respetar es la del imperativo
categórico y la que hay que subordinar a ésta es la
de la felicidad personal, pero no
se trata de él sino del común de la gente, que no
termina de decidirse nunca entre cuál principio subordinar
a cuál y transita por la vida zigzagueando entre ambos, si
no es que cae de lleno en el principio de placer.

La opción del placer es "falsa": nos aleja de la
bienaventuranza terrenal y celestial (según Kant, esta
elección nos manda derechamente al castigo eterno;
según yo, simplemente aminora la calidad de los
goces terrenos y escatológicos). Y sin embargo, siendo la
opción incorrecta, ¿por qué la razón
una y otra vez la recomienda? Pues porque a la razón le
fascina enredarnos. Y así como nos enreda en problemas
morales, también nos tiende trampas metafísicas
para ver cómo las solucionamos. Y así como a casi
todo el mundo le parece obvio que si quiere ser feliz debe
dedicarse a gozar de los placeres de la vida y no a comportarse
buenamente –lo que es falso tanto para Kant como para
mí–, así también casi todos los hombres
persisten a través de los tiempos en creer que la
causalidad del mundo (físico y metafísico)
está subordinada a las decisiones de la razón,
siendo que es la causalidad (física y
metafísica) la que gobierna y la razón la que
obedece. Pero la razón gusta de engañarse a
sí misma, sobre todo cuando lo que está en juego es el
placer (y es que el motor de la
razón práctica, diga Kant lo que quiera, es la
búsqueda del personal bienestar) o un instinto ligado
desde siempre a la conservación del ser (que es el que
despierta en nuestra conciencia la necesidad del derecho penal,
que a su vez necesita del concepto de libre albedrío para
legitimarse). Subordinar el propio beneficio al beneficio
universal: he ahí la opción éticamente
correcta. Subordinar las decisiones racionales a los designios
divinos: he ahí la opción lógicamente
correcta. Quien quiera seguir enredándose, enrédese
bajo su propia cuenta y cargo.

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Jueves 11 de octubre del 2007/5, 30 p.m.

No hay la menor contradicción en que una cosa en el
fenómeno
(perteneciente al mundo sensible)
esté sometida a ciertas leyes, y que esa misma cosa,
como cosa o ser en sí misma, sea independiente de
las tales leyes.

Kant, op. cit., p.128

No voy a ser yo quien despotrique contra la cosa en sí,
porque me parece un descubrimiento platónico-kantiano
formidable y verdadero en esencia, pero una cosa es la cosa en
sí y otra muy distinta es el fenómeno
espaciotemporal que percibimos merced a ella. Es evidente que mi
esencia, en sí misma, no depende de ninguna cadena causal
de orden físico o fisicoquímico, porque estas
cualidades operan en el espaciotiempo y mi esencia no pertenece a
esa esfera. Pero por ese mismo hecho, por no pertenecer al
espaciotiempo, mi esencia está impedida de mover nada
excepto a través de mi ser espaciotemporal, es decir, de
mi cuerpo en general y de mi cerebro en
particular. Aceptando que mi cerebro pertenece al mundo
fenoménico lo mismo que una piedra o un ascensor, y
aceptando que las mismas piedras y los mismos ascensores derivan
cada uno de una piedra en sí o de un ascensor en
sí, que corresponden al substrato metafísico, no
perceptible, del objeto percibido, y sospechando como sospechan
todos que tales objetos carecen de libre albedrío, tenemos
que concluir una de tres cosas:(a) que cualquier
movimiento de mi cuerpo está necesariamente determinado
por las leyes del mundo físico, o (b) que al
menos algunos movimientos de mi cuerpo (y de todos los cuerpos
autoconcientes) están determinados o pueden en potencia
determinarse a través de leyes que no pertenecen al mundo
físico, o (c) que tienen la capacidad de acaecer
espontáneamente, es decir, sin obedecer a ningún
tipo de ley física o metafísica. La hipótesis de la espontaneidad absoluta es
descartada por Kant, lo mismo que la del determinismo
físico. Queda el determinismo metafísico, el cual
se acomodaría muy a gusto dentro del sistema kantiano
si no fuera porque su autor no se cansa de repetir que la
causalidad es una "categoría a priori del entendimiento" y
que por ello no puede operar fuera del mundo de los
fenómenos. No existiendo la causalidad metafísica,
los motivos que la razón extrae de sí misma cuando
nos impele a obrar por deber tienen que provenir de la empiria o
no existir. Como Kant no acepta ninguna de estas dos
alternativas, queda encerrado en un callejón sin
salida[11]

o o o

Viernes 12 de octubre del 2007/3,58 p.m.

La razón práctica no traspasa sus límites
por pensarse en un mundo inteligible; los traspasa
cuando quiere […] sentirse en ese mundo. […] El
concepto de un mundo inteligible es sólo un punto de
vista
que la razón se ve obligada a tomar fuera de
los fenómenos, para pensarse a sí misma como
práctica
; ese punto de vista […] es necesario, si
no ha de quitársele al hombre la conciencia de su yo como
inteligencia
y, por tanto, como causa racional y activa por razón, esto
es, libremente eficiente. Este pensamiento produce, sin duda, la
idea de otro orden y legislación que el del mecanismo
natural referido al mundo sensible, y hace necesario el concepto
de un mundo inteligible (esto es, el conjunto de los seres
racionales como cosas en sí mismas); pero sin la menor
pretensión de pensarlo más que en su
condición formal, esto es, según la
universalidad de la máxima de la voluntad, como ley, y,
por tanto, según la autonomía de la voluntad […];
en cambio, todas las leyes que se determinan sobre un objeto dan
por resultado heteronomía, la cual no puede encontrarse
más que en las leyes naturales y se refiere sólo al
mundo sensible.

Kant, op. cit., pp.129-30

Toda la confusión deriva de suponer Kant que la
conciencia racional es la cosa en sí, cuando en realidad
esta conciencia trabaja muy dentro del mundo de los
fenómenos y obedece ciegamente a las leyes
fisicoquímicas que le son pertinentes; y es, en el lenguaje de
Kant, heterónoma: se determina sobre un objeto, no sobre
sí misma, y ese objeto es el bienestar personal. Por eso
Kant, cuando afirma que las máximas morales derivadas del
deber son descubiertas por la razón a priori,
dice algo que no se corresponde con la realidad, porque si son
descubiertas por la razón, necesariamente fueron tomadas
de la experiencia o elaboradas a partir de ella, y entonces
podrán ser, sí, máximas morales
(restringidas en un determinado espaciotiempo), pero nunca
máximas éticas (invariables para todo tiempo y
lugar); y si son descubiertas a priori, entonces no lo son por la
razón sino por intuición metafísica, y no
pueden ostentar el carácter de máximas inapelables
porque, al ser interceptadas por la conciencia y traducidas a un
lenguaje
comprensible para ella, pierden en el proceso de traducción parte de la pureza que las
hacía 100% verdaderas para todo tiempo y lugar y en
cualquier circunstancia. Pero no pierden su autonomía:
cuando se actúa influenciado por ellas, la
teleología es inconciente y responde al bienestar
universal antes que al personal, cultural o
específico[12]La razón pura, sin
auxilio de la intuición metafísica o intelectual,
puede perfectamente determinar principios de acción no
egoístas, es decir, principios morales (pero no
éticos); pero la razón puesta al servicio de la
voluntad, esto es, la razón práctica, sin auxilio
de la intuición, nunca podrá determinar un comportamiento
moral –no digamos ya ético– por más que tenga
presente la máxima moral que la razón pura
descubriera, a no ser que el comportamiento que dicha
máxima sugiere coincida con los intereses particulares del
individuo que razona, porque un individuo puede ser todo lo
altruista que se quiera razones adentro, pero a la hora de
actuar, si sigue razonando y la intuición no aparece, se
comportará de manera egoísta, sépalo
él o no lo sepa y pudiendo suceder –y les sucede muy
frecuentemente a los individuos esclarecidos– que su
comportamiento egoísta sea beneficioso para la sociedad en
que vive o incluso para el universo
espaciotemporal. Pero estará, en este último caso,
obrando bien de casualidad o mejor dicho de rebote, pues la
intención que tenía (quizá inconciente) era
la de beneficiarse él mismo (material o espiritualmente)
con ese acto. Si: intención inconciente. Si uno
actúa motivado por la razón, podrá suponer
lo que quiera, pero sus resortes motivacionales internos
estarán buscando la propia satisfacción y
secundariamente la del prójimo. Dice Kant que "de toda
acción conforme a la ley, que, sin embargo, no ha de
ocurrir por la ley, puede decirse que es moralmente buena
sólo según la letra, pero no según
el espíritu (la intención)"
(Crítica de la razón práctica,
p.108). Para él, la intención lo era todo: quien
actuaba con intenciones altruistas era altruista por más
que el acto resultase fallido. Yo creo que podemos actuar por
deber (impulsados por una intuición práctica o por
un principio racional derivado de una intuición
teórica) suponiendo que actuamos por propio
interés, y si actuando así logramos nuestro
cometido, algo bueno hicimos y algo bueno somos, pues somos lo
que hacemos: lo único que importa en la ética es el
acto[13]Si es deseable que una persona tenga
buenas intenciones, lo es más que tenga buenas
intuiciones, y todo esto es deseable sólo en función de
los actos que tales personas acostumbran realizar.

o o o

Sábado 13 de octubre del 2007/1,39 p.m.

No podemos explicar nada sino reduciéndolo a leyes,
cuyo objeto pueda darse en alguna experiencia posible. Mas la
libertad es una mera idea, cuya realidad objetiva no puede
exponerse de ninguna manera por leyes naturales, por tanto, en
ninguna experiencia posible; por consiguiente, […] no cabe
concebirla ni aun sólo conocerla. Vale sólo como
necesaria suposición de la razón en un ser que crea
tener conciencia de una voluntad, esto es, de una facultad
diferente de la mera facultad de desear (la facultad de
determinarse a obrar como inteligencia, según leyes de la
razón, pues, independientemente de los instintos
naturales). Mas dondequiera que cesa la determinación por
leyes naturales, allí también cesa toda
explicación y sólo resta la
defensa, esto es, rechazar los argumentos de quienes,
pretendiendo haber intuido la esencia de las cosas, declaran sin
ambages que la libertad es imposible. Sólo cabe mostrarles
que la contradicción que suponen haber descubierto
aquí no consiste más sino en que ellos, para dar
validez a la ley natural con respecto a las acciones humanas,
tuvieron que considerar al hombre, necesariamente, como
fenómeno, y ahora, cuando se exige de ellos que lo piensen
como inteligencia, también como cosa en sí, siguen,
sin embargo, considerándolo como fenómeno, en cuya
consideración resulta, sin duda, contradictorio separar su
causalidad (esto es, la de su voluntad) de todas las leyes
naturales del mundo sensible, en uno y el mismo sujeto; pero esa
contradicción desaparece si reflexionan y, como es justo,
quieren confesar que tras los fenómenos tienen que estar
las cosas en sí mismas (aunque ocultas), a cuyas leyes no
podemos pedirles que sean idénticas a las leyes a que sus
fenómenos están sometidos.

Kant, Fundamentación de la
metafísica de las costumbres,
pp. 131-2

Kant no duda en calificar a los engranajes instintivos de los
animales y de
los propios seres humanos como pertenecientes al mundo de los
fenómenos, al mundo sensible, y por ende sujetos a las
leyes deterministas del mundo físico, pero cuando habla de
los engranajes racionales afirma, en primer lugar, que los
animales no humanos están desprovistos de tal mecanismo
(algo que a estas alturas, después de tanta investigación etológica, aparece
como decididamente falso), y en segundo lugar dice que la
razón no pertenece al mundo de los fenómenos ni se
rige por sus leyes. Yo digo que las leyes que gobiernan la parte
racional de la mente son tan fenoménicas como las que
gobiernan su parte instintiva, pero no estoy negando con esto la
existencia de otro tipo de leyes además de las
físicas[14]Yo digo, con Kant, que el mundo
de las cosas en sí existe y se rige por medio de otro tipo
de leyes[15]pero niego que este mundo sea un mundo
inteligible, racional, y que la causalidad no tenga en él
jurisdicción. Habla Kant a veces de cierta "causalidad de
la razón", lo que resulta incomprensible dentro de su
sistema… a menos que se refiera a una determinación no
causal, a cierto resorte que activa el movimiento de la voluntad
sin ser él mismo un movimiento. Esto sería parecido
a lo que yo pienso respecto del proceso intuitivo, sólo
que yo sostengo que aquí sigue habiendo causalidad, porque
para mí la causalidad no es una categoría del
entendimiento y por lo tanto puede continuar trabajando fuera del
espaciotiempo, sin echar mano de ningún movimiento para
producir efectos. Suponiendo entonces que Kant admite la
posibilidad de "determinarse" a realizar un acto voluntario por
medio de la razón, se sigue de esto que no puede ser el
cerebro el que dé la orden, porque la neurobiología
ya dejó bien claro que las conexiones sinápticas,
junto con los neurotransmisores, se mueven y mucho cada vez que
tomamos una decisión, y ningún movimiento,
según Kant, puede formar parte del mundo de las cosas en
sí mismas y mucho menos determinar un acto
libre[16]

Si Kant viviera hoy día y no quisiera rectificarse,
tendría que argumentar que cuando los neurobiólogos
ven moverse algo en el cerebro que decide, es un cerebro que
está tomando una decisión instintiva, un cerebro
gobernado por las "inclinaciones" y no por la voluntad. Y si los
neurobiólogos le retrucasen que toda vez que
observan el cerebro de un hombre a punto de actuar, ven en su
interior algo que se mueve, y que han visto ya incontables
cerebros en ese trance, diráles Kant muy suelto de cuerpo
que eso es perfectamente previsible, pues es probable que
ningún ser humano haya obrado nunca por deber en
ningún momento[17]o tal vez todas esas
personas cerebrizadas actuaban por deber liso y llano, pero sus
movimientos neurales no eran la causa ni el correlato paralelo
del accionar libre sino que obedecían a otras variables que
se manifestaban simultáneamente. Llegada la
discusión a ese punto, los neurobiólogos, como
hombres de ciencia que
son, poco afectos a este tipo de disputas que se salen de madre,
tirarán la toalla y se alejarán de su oponente
mirándolo de reojo. ¡Y todo por querer sostener que
la razón no está relacionada, ni directamente ni en
paralelo, con los procesos
cerebrales! Yo soy el primero en reconocer las bondades del sano
raciocinio, pero divinizarlo ¡jamás! Si hay algo que
nos aleja de Dios es la razón, porque nunca comprenderemos
las razones divinas por medio de la razón humana, y la
metafísica y la ética, libradas a los postulados de
la pura razón, jamás cobran altura, incluso
jamás nacen. Los pueblos que idolatran la razón
–los franceses en la época de la
ilustración, los ingleses desde siempre– carecen de
metafísica y su ética no es ética sino moral
mal digerida. Por suerte los continuadores de Kant en Alemania
–Schopenhauer sobre todo– pusieron a la razón en su
lugar, lo mismo que los que sucedieron a los positivistas
franceses –Bergson sobre todo. La libertad de la voluntad
podrá ser una idea verdadera o falsa, pero si es verdadera
no creo que se active por medio de decisiones racionales.
Sería como pretender que una mina personal sea detonada
por el paso de una hormiga.

o o o

Lunes 15 de octubre del 2007/12,50 p.m.

Acepto la protesta de Kant en relación a la
razón animal: diría él que ciertos animales
poseen un pequeño entendimiento, pero que ninguno se
guía por preceptos y máximas, médula
ésta de una voluntad enteramente racional.

3,11 p.m.

Para querer aquello sobre lo cual la razón prescribe el
deber al ser racional afectado por los sentidos, hace falta, sin
duda, una facultad de la razón que inspire un
sentimiento de placer o de satisfacción al cumplimiento
del deber, y, por consiguiente, hace falta una causalidad de la
razón que determine la sensibilidad conforme a sus
principios. Pero es imposible por completo conocer, esto es,
hacer concebible a priori, cómo un mero
pensamiento, que no contiene en sí nada sensible, produzca
una sensación de placer o de dolor; pues es ésa una
especie particular de causalidad, de la cual, como de toda
causalidad, nada podemos determinar a priori, sino que
sobre ello tenemos que interrogar a la experiencia. Mas como
ésta no nos presenta nunca una relación de causa a
efecto que no sea entre dos objetos de la experiencia, y
aquí la razón pura, por medio de meras ideas (que
no pueden dar objeto alguno para la experiencia), debe ser la
causa de un efecto, que reside, sin duda, en la experiencia,
resulta completamente imposible para nosotros, hombres, la
experiencia de cómo y por qué nos interesa la
universalidad de la máxima como ley,
y, por tanto, la
moralidad.

Kant, op. cit., pp. 132-3

El anterior pasaje revela la incoherencia kantiana que surge
cuando admite que los instintos pertenecen al mundo
fenomenológico y la razón que motiva voluntades a
través de preceptos elaborados por sí misma no. "Es
imposible –dice– conocer cómo un mero pensamiento, que
no contiene en sí nada sensible, produzca una
sensación de placer o de dolor". Reemplácese la
palabra "pensamiento" por "instinto" y se verá que la
oración continúa teniendo sentido y siendo
verdadera. Los instintos no son sensibles, no pueden percibirse
sino a través de sus efectos en la conducta, lo mismo que
los pensamientos[18]y quien está controlado
por un determinado instinto siente la necesidad de actuar
conforme a él, o sea que el instinto le inspira un
sentimiento de placer o de satisfacción cuando es llevado
a la práctica. "La experiencia –continúa Kant– no
nos presenta nunca una relación de causa a efecto que no
sea entre dos objetos de la experiencia". ¿Cómo
debemos interpretar esta frase si deseamos explicar el
comportamiento instintivo? Los instintos, en sí mismos, no
son objeto de la experiencia, pero son hijos de la experiencia en
el sentido de que han sido desarrollados a través de las
experiencias que cada especie vivenció durante su
filogenia. Es, pues, la experiencia de la especie la que
determina, instintos mediante, el comportamiento no racional de
los animales. Y algo similar ocurre con las ideas provenientes de
la razón (sin auxilio de la intuición
metafísica): no contienen en sí nada sensible, pero
fueron desarrolladas a partir de observaciones, experimentos,
lecturas, etc., o sea que provienen de la experiencia y es ella
la que, a través de conceptos racionales, posibilita la
conducta moral. No hay nada misterioso, ni queda en suspenso
ninguna ley del mundo físico, cuando entran en juego los
instintos o cuando entra en juego la razón. Kant niega,
desde luego, que la razón obtenga sus conclusiones a
partir de la experiencia; de ahí que postule una
"causalidad de la razón" que no trabaja de igual modo que
la causalidad ordinaria. Ahí nos vamos, sí, del
mundo de los fenómenos y entramos en el mundo de la
intuición metafísica, pero no podemos entrar en
este nuevo y desconocido ámbito cargando con el aparato de
la razón ni con ninguno de sus componentes, por puro que
sea. "Resulta completamente imposible para nosotros, hombres, la
experiencia de cómo y por qué nos interesa la
universalidad de la máxima como ley
y, por tanto, la
moralidad [eticidad]". Esta experiencia nos resulta completamente
imposible por la sencilla razón de que no existe. Nadie
conoce ninguna máxima de la ética que sea
universal, es decir, no hay ni puede haber preceptos
éticos absolutamente verdaderos en ninguna mente finita
(como tampoco pueden existir en una mente finita enunciados
correspondientes a leyes del mundo físico que sean
absolutamente verdaderos); y no pudiendo nadie conocer los
preceptos del puro deber, nadie puede obrar por deber
impulsado por un precepto que concientemente conoce o por una
máxima derivada de aquel precepto
. Si le
preguntásemos a una polilla por qué se dirige al
fuego y ella pudiese contestarnos, nos diría "porque
sí, porque siento la necesidad de ir hacia allí".
No hay preceptos ni máximas que determinen al instinto:
son sólo impulsos que se sienten. Y de parecida forma
trabajan las intuiciones prácticas que posibilitan que
cumplamos con nuestro deber: nos impulsan a ello por sí
mismas, sin que sean necesarias las ideas (que a veces aparecen
junto con el cumplimiento del deber o antes de cumplirlo, pero
son un fenómeno accesorio que no lo determina). El deber,
al igual que el instinto, se cumple irracionalmente –en ausencia
de razones–, pero se diferencian en que nacen, el uno, fuera del
mundo físico, y el otro muy dentro de él. La
razón trabaja en base a experiencias individuales –y por
eso es fenoménica–, el instinto en base a experiencias
específicas –adquiridas por la especie a lo largo de su
evolución— y la intuición en base a
experiencias divinas –y por eso es nouménica. Cualquier
precepto que determine por sí mismo nuestro accionar lo
estará determinando en vistas a procurarnos algún
bienestar personal o a evitarnos algún malestar personal,
es decir, no estaremos obrando por deber, por más que
supongamos que así lo hacemos y por más que los
efectos de nuestro accionar concuerden con los efectos que se
habrían producido de haber sido nosotros, verdaderamente,
impulsados por el deber. Voy entonces a rectificarme y a decir
que no existen las intuiciones metafísicas
conceptuales en el plano de la ética
. Yo ya dije que
no existen los preceptos éticos ciento por ciento
verdaderos; ahora profundizo este punto de vista con el simple
recurso de abreviar el aserto: no existen los preceptos
éticos
. Los que hasta el momento suponía como
tales, y que derivaban, pensaba yo, de una intuición
conceptual, no son más que preceptos morales,
válidos solamente para un determinado sector del universo
espaciotemporal, y derivan de la experiencia, al igual que
cualquier otro enunciado científico (la moral es una
ciencia). Pongamos por caso el siguiente precepto: "Mientras
tengas a tu alcance otro tipo de alimentos, no
mates animales para devorarlos". Yo pensaba que derivaba de una
intuición conceptual y que por ende tenía rango
ético; ahora digo que sólo es un precepto moral.
Posiblemente sea un precepto moral ampliamente abarcativo, esto
es, que no sólo a mi sociedad, sino a casi todas las
sociedades
existentes hoy en el planeta, y quizá también a las
que vendrán con los siglos, les conviene y les
convendrá comer vegetales. Pero esto no alcanza para decir
que tal precepto es ético.

Ajustar la conducta de acuerdo a este tipo de normativas es en
general saludable para el espíritu y lo más
probable es que tal conducta sea en verdad correcta desde el
punto de vista ético, pero no siempre, y en rigor casi
nunca (en esto coincido con Kant) lo que se hace a favor de la
ética se hace por causa de la ética, por más
que los efectos, que son lo que realmente interesa (en esto
discrepo con Kant) sean iguales en ambos casos. Sólo
actuamos por deber cuando somos impulsados por una
intuición metafísica práctica, y ésta
sólo aparece cuando la tentación de ir contra la
ética es grande, la decisión a tomar es importante,
y el precepto moral, por sí mismo, carece de la fuerza
suficiente para impulsarnos o va en contra del designio
ético, lo que sucede con mayor frecuencia cuanto
más corrompida esté la sociedad en que
habitamos[19]

Las únicas intuiciones metafísicas conceptuales
aparecen en el plano teórico, en las cuestiones
metafísicas propiamente dichas[20]La
existencia de un Dios separado del mundo, la vida después
de la muerte, el
libre albedrío…; eso se dilucida por medio de
intuiciones conceptuales. Atendiendo a todo esto, tengo que
concluir que cuando nos comportamos (bien o mal) motivados por
preceptos, la raíz de tal motivación es en todos los casos
egoísta: buscamos en el bien ajeno (o en el mal ajeno)
nuestra propia satisfacción; por caritativo que sea
nuestro acto, lo realizamos porque sospechamos que así nos
sentiremos mejor que si no lo hiciéramos. Esto no tiene
nada que ver con el hecho de que los preceptos aplicados sean
verdaderos o falsos (o sea, que contribuyan o no al bienestar de
la sociedad en que se aplican). Sea el precepto moral verdadero,
sea falso, nadie puede aplicarlo sin atención a su propio beneficio. Si damos
dinero a un
pobre no por impulso intuitivo sino por un precepto moral que nos
lo recomienda, lo hacemos porque suponemos (tal vez
inconcientemente) que nos sentiremos mejor luego de aquello, o
que si no lo hiciéramos nos sentiríamos peor.
Todo precepto moral (o inmoral) se aplica por interés
personal y por tanto queda fuera de la esfera del deber
. Si
hay quien tome tal afirmación como una denigración
hacia la parte racional de nuestro ser, puede que acierte, pero
no se olvide de que lo que a mí me interesa, y creo que a
la ética también, son los hechos y no las
motivaciones, y fundamentalmente téngase presente la
siguiente afirmación: los santos actúan, la mayor
parte del tiempo, motivados por preceptos morales y por eso son,
la mayor parte del tiempo, egoístas. Actúan con
bondad y con humildad, pero como esas entidades
metapsicológicas van, por lo general, a favor de los actos
que aconseja la moral, y los instintos y los memes están
en ellos como dormidos, resulta que no se sienten
constreñidos al comportarse conforme a la ética, y
si no hay constricción no hay deber (nueva concordancia
con mi maestro).

Esta idea que me acaba de amanecer en la cabeza, esto de la
inexistencia de las intuiciones éticas conceptuales,
¿de dónde ha salido, de una intuición o de
la experiencia? Si es falsa salió de la experiencia o de
un presentimiento trucho, pero si es verdadera salió de
una intuición, porque tal idea, si bien se relaciona con
la ética, no es preceptual, no sugiere ni prohíbe
ningún comportamiento, y es metafísica precisamente
porque se relaciona con la ética y ésta no es
refutable por vía experimental.

El mundo de las intuiciones ha quedado reducido a sólo
dos casos posibles: las intuiciones metafísicas, que son
conceptuales, y las intuiciones éticas o prácticas,
que son impulsivas. Lo que acabo de descubrir hace unas horas, si
es verdadero, pertenece al primer caso.

o o o

Martes 16 de octubre del 2007/3,44 p.m.

Antes de seguir con Kant debo corregir, a la luz de mi nueva
doctrina de las intuiciones, algunos pasajes escritos en estos
días que ya no pueden tomarse como válidos dentro
de mi sistema. (De más está decir que
tendría que comenzar las correcciones desde una fecha muy
anterior, pero sería engorroso para todos y de poco
provecho, pues estaría machacando una y otra vez sobre lo
mismo.)

Este 3 de octubre afirmé que las virtudes cardinales y
la humildad se apoderan de nuestro espíritu (como
impulsos, no como conceptos) debido a un proceso intuitivo. Me
parece ahora que no, que lo que posibilita la percepción
y el crecimiento de los impulsos virtuosos es nuestro buen
comportamiento, nuestras acciones acorde con –aunque no
necesariamente motivadas por– el deber. Son estas acciones las
que posibilitan el ingreso a nuestra conciencia de las
intuiciones, tanto de las prácticas como de las
metafísicas, y las primeras, a su vez, se valen de alguna
o de varias virtudes cardinales para impulsar nuestra conducta
hacia el lado correcto, formándose así un
círculo virtuoso del que ya no se puede salir,
característico de los hombres que van directo hacia la
santidad, la sabiduría o el heroísmo. Dije
también ese día que la razón trabaja, "en el
terreno ético y metafísico, partiendo de premisas
obtenidas por intuición". Ahora discrepo: en el terreno
ético, la razón no trabaja en absoluto.

Cuatro días después, el 7 de octubre,
insinué que no es correcto "desechar los principios
racionales a la hora de tomar una resolución
ética". Acá no me rectifico, pero al tomar esa
decisión hay que ser concientes de que aquellos principios
racionales, si bien pueden ser la causa de la ejecución de
buenas acciones en sentido ético, no pertenecen ellos
mismos al ámbito de la ética sino a la moral, con
todo el relativismo que implica esa condición. Y
terminando ya la entrada correspondiente a esa fecha, dije lo
siguiente: "Las intuiciones, como impulsos, podrán
aparecer muy de vez en cuando, pero permanecen todo el tiempo en
nuestra conciencia sosteniendo aquellos principios rectores que,
merced a ese sostén metafísicamente frío,
marcan el rumbo general de la conducta diaria de aquellos hombres
que ansían elevarse". Queda claro que ya no creo en la
existencia de un sostén así. Estamos mucho
más librados a lo que nuestra mera razón nos
indique que lo que yo, esperanzado, suponía. (Pero
¿es que hace falta poseer un conocimiento tan avanzado en
cuestiones de comportamiento? ¿Para qué, si ni
siquiera somos capaces de cumplir con las normativas morales
más elementales?)

Por último, corregiré lo dicho este 12 de
octubre: las máximas que responden al ideal ético
no existen. Existen máximas morales, y su puesta en
práctica es egoísta en todos los casos
(egoísmo inconciente a veces). El único caso en
donde la teleología (inconciente en el momento de actuar)
responde al bienestar universal se da cuando nos impulsa una
intuición práctica.

5,22 p. m.

El interés lógico de la razón [por
aumentar sus conocimientos] no es nunca inmediato, sino que
supone siempre propósitos de su uso.

Kant, op. cit., p. 132

Nueva discrepancia. Está claro que la mayor parte de la
gente estudia y piensa en función de algún objetivo
(recibirse de ingeniero, ser aplaudido en una conferencia,
etc.), pero no todos los estudiosos caen en esa descripción. Hay quienes aumentan sus
conocimientos porque les resulta placentera esa maniobra; sin
embargo, éstos tampoco estudian por deber, pues lo hacen
con un claro propósito: gozar con el estudio. Sólo
se actúa por deber cuando somos impulsados por una virtud
cardinal y no por la teleología; en este caso, la virtud
impulsora es la veracidad. En un sentido estricto, la veracidad
es la entidad metapsicológica que nos impulsa a
decir la verdad, pero esta es la fase final,
catabólica, de un proceso que requiere materia prima
para iniciarse. Ser veraz es un gran logro de por sí, pero
esto se potencia si las verdades que se manifiestan son
originales, trascendentes o incómodas (tanto para el que
las dice como para el que las recibe). La incomodidad va por otro
lado, pero la originalidad y la trascendencia dependen mucho de
los conocimientos adquiridos. De ahí que la veracidad
trabaje a dos bocas: escupiendo verdades por un lado y
chupándolas por el otro. El virtuoso que dice la verdad
por deber no piensa en ese momento si eso lo beneficiará o
le traerá desventajas: necesita decirla como quien
necesita ir al baño. Y a los conocimientos los adquiere
como quien adquiere una pizza luego de tres días de no
probar bocado.

o o o

Miércoles 17 de octubre del 2007/10,37 a.m.

Regreso al tema específico del libre
albedrío.

Leyendo la Fundamentación de la metafísica
de las costumbres
uno se queda con la duda de si el libre
albedrío no era para Kant asimétrico. A mí,
personalmente, me parecía que, según él,
somos libres solamente cuando actuamos por deber, y que siempre
que no actuamos por deber lo hacemos por "inclinación" y
entonces la libertad desaparece. Esto no es verdaderamente lo que
Kant conjeturaba, pero tuve que abandonar su
Fundamentación e ingresar a otra obra suya para
comprender de qué modo justificaba el castigo (terrenal o
eterno) de los hombres malos. Me refiero a La religión dentro de
los límites de la mera razón
. Allí, en
la página 210, se lee lo siguiente:

El primer bien verdadero que el hombre puede hacer es salir
del mal, el cual no ha de buscarse en las inclinaciones, sino en
la máxima pervertida […]. Las inclinaciones son
sólo adversarios de los principios en general (sean buenos
o malos).

Actuar por deber es actuar conforme a una normativa que
antepone los mandatos de Dios al amor a sí mismo
(egoísmo), pero también somos libres cuando
elegimos anteponer el egoísmo a los mandamientos, y en esa
trastocación de valores reside
la raíz del mal moral. Toda vez que actuamos conforme a
una motivación
egoísta derivada de una máxima pervertida somos
libremente malos y nos hacemos merecedores de castigo, sin
importar que las consecuencias de nuestro accionar sean
beneficiosas para otros o para el mundo en general. Los animales
no son malos porque se guían por impulsos de la
sensibilidad y no por máximas, y

el fundamento del mal no puede residir en ningún objeto
que determine el albedrío mediante una
inclinación, en ningún impulso natural, sino
sólo en una regla que el albedrío se hace él
mismo para el uso de su libertad, esto es: en una máxima.
[…] si este fundamento no fuese él mismo finalmente una
máxima, sino un mero impulso natural, el uso de la
libertad podría ser reducido totalmente a determinaciones
mediante causas naturales, lo cual contradice la libertad
(ibíd., p. 31).

Aclarado este asunto, se plantea una nueva duda. La
escolástica bifurca el mal moral en: (a) pecados
de orgullo, y (b) pecados de concupiscencia. Los pecados
de orgullo, tanto para la teología católica como
para Kant, son, lejos, los más perniciosos. Pareciera
incluso que Kant debería negar a la concupiscencia, a los
pecados de la carne, la categoría misma de pecados
teniendo en cuenta que muchas veces (si no todas) son las
"inclinaciones naturales" las que incitan al hombre a este tipo
de perversión. Pero no: hay pecado. Las
inclinaciones, libradas a sus propias fuerzas, no pueden
degenerar y se mantienen como en los animales. Sólo
degeneran en vicios cuando son puestas al servicio de una
máxima pervertida, que subordina el deber al amor a
sí mismo. Sobre tal disposición –dice Kant
refiriéndose al instinto animal—

pueden injertarse vicios de la barbarie de la
naturaleza y son denominados en su más alta
desviación del fin natural vicios bestiales: los
vicios de la gula, de la lujuria y de la
salvaje ausencia de ley (en relación a otros
hombres) (ibíd., p. 35).

Quien, por ejemplo, somete sexualmente a una mujer contra su
voluntad, es, de acuerdo a lo que sostiene Kant, totalmente
punible, porque lo que motivó la violación no fue
una inclinación natural sino un vicio de la barbarie, que
depende de la elección de una máxima contraria al
deber. No sé qué opinaría Kant de las
violaciones que algunos machos de ciertas especies animales
ejecutan, de vez en cuando, sobre sus hembras… A mí me
parece que si existe algo como el libre albedrío, no puede
tener jurisdicción sobre la conducta concupiscente y tiene
que circunscribirse al terreno del deber y del orgullo. Y si me
apuran, digo que sólo es factible cuando hablamos del
deber cumplido, pues adoptar máximas que subordinen el
deber al propio interés es lo característico de la
razón práctica, y ésta nos inclina de un
modo tan natural y fenomenológico como los instintos.
Somos libres, pues, únicamente cuando hacemos el bien por
deber… o no lo somos nunca en absoluto. Y de estas dos
posibilidades, la segunda me sigue pareciendo la más
verosímil.

o o o

Jueves 18 de octubre del 2007/12,33 p. m.

Si aceptamos que Dios deja de cuando en cuando y en casos
especiales que la naturaleza se aparte de sus leyes propias,
entonces no tenemos el menor concepto ni podemos jamás
esperar obtener alguno de la ley según la cual Dios
procede en la realización de un suceso tal […].
Aquí la Razón resulta, pues, como paralizada por
cuanto es detenida en los negocios que
realiza según leyes conocidas sin ser, sin embargo,
instruida mediante ninguna ley nueva ni poder esperar que sea
jamás instruida en el mundo acerca de tal ley.

Kant, La religión dentro de los
límites de la mera razón
, p. 89

Todo determinista que se precie de tal niega la existencia de
los milagros o los considera de todo punto increíbles. Yo
no soy la excepción, pero sí afirmo, en contra de
los deterministas ortodoxos, que las leyes del mundo
físico pueden ser contrariadas y quedar en suspenso ante
determinados hechos fenomenológicos. ¿Me
contradigo? "De ningún modo –digo yo mismo,
autocitándome–. Para mí, todo lo que sucede sucede
naturalmente, pero las causas de los sucesos naturales pueden
ser, o bien físicas, o bien metafísicas. La
metafísica es como una dimensión paralela en cuyo
seno descansa la física y que les sirve de atajo a los
sucesos cuando éstos desean liberarse de las trabas
espaciales y temporales" (Citas y notas,
apéndice). Lo único que hoy corregiría en
este párrafo es el excesivo antropomorfismo: no son los
sucesos quienes desean liberarse, sino las mentes que los
manipulan. "No veo por qué deban llamarse naturales los
sucesos cuya causación es puramente física y
sobrenaturales los de causación metafísica, siendo
que tanto los unos como los otros se manifiestan en este nuestro
mundo de naturaleza física. Los (mal llamados) milagros
que no pueden ser explicados mediante resortes puramente
físicos […] se explican metafísicamente, pero no
dejan por esto de ser sucesos de lo más naturales, como
que cualquiera puede percibirlos mediante sus órganos
sensitivos, órganos que nadie afirmaría que
trabajan metafísicamente o que son capaces de vislumbrar
mundos no espaciales ni temporales". En un sentido estricto y no
problemático, todo lo que sucede y todo
lo que se percibe, acontece y aparece ante nuestros sentidos
debido a una causa metafísica: la cosa en sí. Pero
una vez transformada en fenómenos, la cosa en sí se
vuelve temporal y espacial y se somete a las leyes que gobiernan
este universo… excepto en ciertos casos límite cuya
naturaleza escapa al molde fenoménico y se dirige hacia la
dimensión metafísica. La única
causación metafísica pura es, entonces, la de la
cosa en sí sobre los hechos del mundo físico.

Partes: 1, 2, 3
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