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La ética de Kant: entre la genialidad y la superstición (página 3)




Enviado por Cornelio Cornejín



Partes: 1, 2, 3

Pero estos hechos pueden desbordar eventualmente la legalidad
física y
ampararse dentro de leyes
metafísicas de las que nada sabemos (aunque conjeturo que
son también de orden matemático). Pero ni la
causación metafísica
pura ni estos desbordamientos de la legalidad física son
milagrosos, porque "milagro es todo suceso que, al manifestarse,
anula dentro de sí y/o de su entorno una o varias leyes
naturales que, en condiciones normales, le hubiesen impedido
acaecer, y aquí las que dejan de intervenir, o por mejor
decir, las que, interviniendo como no pueden dejar de hacerlo,
son anuladas o contrarrestadas por leyes metafísicas, no
son las leyes naturales, sino las leyes físicas. Las leyes
naturales no pueden ser anuladas o contrarrestadas por hechos con
causación metafísica, pues estas leyes gobiernan
todo, tanto la causación física como la
metafísica". Por eso es que no existen los milagros:
existen los metasucesos, que son aquellos sucesos que
sólo pueden explicarse mediante leyes
metafísicas.

Existen dos tipos de metasucesos, los metasucesos
parasicológicos
y los metasucesos
intuitivos
. Los metasucesos parasicológicos poseen la
característica de poder quebrar
o contrarrestar el principio físico de la
conservación de la materia-energía, mientras que los
metasucesos intuitivos contrarrestan dos tipos de principios
psicológicos: el que afirma que todo conocimiento
no lógico ni matemático deriva de la experiencia, y
el que afirma que toda motivación está, conciente o
inconcientemente, condicionada a un objetivo. El
primer principio es contrarrestado por las intuiciones puras
o intelectuales
, el segundo por las intuiciones
prácticas o éticas
.

Estamos tocando el tema de la ética,
así que no me detendré a describir ni analizar los
metasucesos parasicológicos. Sólo diré que
tales sucesos no quiebran el determinismo general del universo tomado
en su sentido amplio, es decir, metafísico (ver a este
respecto el apéndice de mis Citas y notas).

Las intuiciones
puras o intelectuales
tampoco se relacionan con la ética, pero derivan de ella
en el sentido de que un comportamiento
apegado a lo que la ética sugiere posibilita la
concienciación de verdades de índole
metafísica (irrefutables a través de la
experiencia), que son las intuiciones puras una vez
transplantadas, a través de leyes desconocidas, a la mente
del hombre como
fenómeno espaciotemporal (o mejor dicho como correlato del
fenómeno espaciotemporal que representa el cerebro y sus
conexiones –no se olvide nunca el lector que yo adhiero al
paralelismo psicofísico). Cómo es que se opera la
causalidad comportamiento éticamente
deseable-captación de intuiciones intelectuales
no
puede saberse porque depende de alguna ley
metafísica que jamás
conoceremos[21]Es éste un principio
irrefutable (pues nunca sabemos si una idea metafísica es
verdadera, y aunque lo supiésemos no podríamos
asegurar que apareció en una mente gracias al buen
comportamiento ético, porque nada sabemos positivamente
acerca de un comportamiento tal), de orden metafísico. O
sea que, si es verdadero, proviene de una intuición
intelectual, independientemente de que no haya sido yo el primero
en reconocerlo y lo haya como vislumbrado en los escritos de otra
gente. Puede que yo lo haya tomado de un libro y por
ende de la experiencia, pero el primero que lo concibió lo
hizo necesariamente por intuición (repito: si es
verdadero). Yo mismo, incluso, por más que lo haya tomado
de otro lado, no estaría tan persuadido de su realidad de
no ser porque detrás hay una fuerza
metafísica que me lo susurra al oído; o si
no todo es mentira e
ilusión. Pero supongamos que hay verdad en esto de que
nuestras intuiciones puras mejoran en intensidad y cantidad
conforme a nuestras mejoras conductuales; ¿significa esto
que fue mi buen comportamiento el que posibilitó mi
adhesión a esta idea o mi
descubrimiento?[22] No necesariamente. Yo digo que
el buen comportamiento es un medio a través del
cual se captan intuiciones, pero no digo que sea el único.
Posiblemente haya otros medios que
desconozco y que sean los que utilicé para concienciar
esta idea. Pero es este método el
único que yo, personalmente, tengo como probable, de modo
que intentaré valerme de él para clarificar mis
intuiciones respecto de las tres cuestiones metafísicas
fundamentales: la existencia de Dios como separado del mundo de
los fenómenos, la vida después de la muerte
corporal y el libre albedrío. Hoy me contesto,
respectivamente, sí, sí, y no. Pero no doy por
cerrado ninguno de los tres asuntos.

Los únicos metasucesos que se relacionan directamente
con la ética son las intuiciones de orden práctico.
Éstas funcionan a modo de impulso del más
allá, que nos indica lo que hacer cuando nuestra voluntad
en general, o algunas de nuestras subvoluntades (racional,
instintiva o memética), se pone a favor de un
comportamiento éticamente indeseable. El impulso
intuitivo, en tanto que tal, se sirve del deseo, porque nada se
puede hacer por voluntad propia si no se desea, pero no es un
deseo de algo sino de sí mismo, un deseo
de hacer lo que se desea sin la existencia de un por qué o
para qué anexados a él. La razón, sin duda,
puede imaginar que tal deseo obedece a una finalidad, pero
será sólo una invención que ni posibilita la
concreción del deseo intuitivo, ni la obstaculiza. Estos
deseos, según hasta donde se me alcanza ver, es probable
que trabajen sólo prohibiendo acciones
más que incentivándolas. Deseamos, con nuestra
voluntad racional, instintiva o memética, hacer algo malo,
y entonces aparece la intuición práctica que nos
impele a desechar ese acto. Esto se explicaría –si caben
en este ámbito las explicaciones– por el hecho de que los
resortes positivos de la bondad serían fácilmente
controlables por el aparato racional de las personas nobles, de
suerte que para esta gente comportarse bien es comportarse de
acuerdo a lo que la razón ordena, mientras que los
resortes negativos –los que impiden que hagamos maldades– no
suelen estar todo el tiempo en
concordancia con la razón ni aun en los individuos
esclarecidos. Es como si para ir hacia el bien no
necesitásemos más que la guía de nuestra
razón… y unas intuiciones prácticas que hagan de
anteojera toda vez que, hacia los costados del camino, aparezca
el mal de la mano del orgullo y del deleite o escondido tras
ellos.

La pregunta del millón es la que sigue: Estas
intuiciones, que vienen del más allá e interfieren
con el proceso
volitivo ordinario y fenomenológico de algunas personas,
¿posibilitan que tales personas se liberen de las cadenas
causales y decidan por sí mismas o por
intermediación de lo que se da en llamar libre
albedrío? Siempre no. La intuición práctica
es la voz de Dios hecha carne, y cuando actuamos o no actuamos
impulsados por esta intuición es Dios mismo quien, a
través de las leyes metafísicas por él
diseñadas, manipula la voluntad humana soslayando la
razón, incluso atropellándola si fuera el caso, o
atropellando a los demás resortes fenomenológicos.
Así, somos incluso mejores títeres de Dios cuando
actuamos (o no actuamos) por deber que cuando lo hacemos por
mundanas determinaciones. Las cuerdas, en el primer caso, ya no
son necesarias: mete Dios su mano misma dentro de nosotros y
desde allí nos maneja[23]

TEXTOS CITADOS

DESCARTES, René: Principios de filosofía (1647); Buenos Aires,
Losada, 1951.

GÓMEZ, José: El teísmo
moral en
Kant
; Madrid,
Cristiandad, 1983.

KANT, Immanuel: Metafísica de las costumbres
(1797); Buenos Aires, CSIC, 1993.

–Fundamentación de la metafísica de las
costumbres
(1785); Madrid, Espasa-Calpe, 1981 (7ª).

Crítica
de la razón pura
(1781); Buenos Aires, Alfaguara,
1998.

–Crítica de la razón práctica
(1788); Madrid, Espasa-Calpe, 1984 (3ª).

–Lecciones de ética (1775 a 1785); Barcelona,
Crítica, 2002.

–La religión dentro de
los límites de
la mera razón
(1793); Madrid, Alianza, 1969.

LORENZ, Konrad: Consideraciones sobre las conductas animal
y humana
(1941 a 1963); Barcelona, Planeta, 1985.

MERTON, Thomas: Nuevas semillas de
contemplación
; Santander, Sal Terrae, 1993.

ORTEGA Y GASSET, José: El espectador (1916);
Madrid, Espasa-Calpe, 1928 (3ª) (tomo I).

RUSSELL, Bertrand: El conocimiento
humano
(1948); Madrid, Revista de
Occidente, 1950.

 

 

 

 

Autor:

Cornelio Cornejín

[1] Por ejemplo, es un deber amputar una
pierna gangrenada por más que no dispongamos anestesia.
En cambio,
mentir por deber no creo que sea posible. Acá
cometí un error, que será reparado en la
siguiente nota a pie de página.

[2] Esta opción le causaba espanto a
Kant; no
podía entender la ética sino a través de
máximas explícitas que no aceptaran excepciones.
"Si se pudieran justificar el robo, el asesinato y la mentira
por mor de la necesidad, el caso de necesidad vendría a
sustituir a toda la moralidad, y
quedaría a juicio de cada cual qué haya de
considerarse como un caso de necesidad y, al no existir un
criterio preciso para determinar eso, se tornan inseguras las
reglas morales" (Lecciones de ética, p. 274). Y sin
embargo, inexplicablemente considerando la inflexible
consecuencia lógica con que suele manejarse, en ese
mismo párrafo pone reversa justo contra su
ejemplo predilecto de máxima moral: "El único
caso en que está justificado mentir por necesidad se
produce cuando me veo coaccionado a declarar y estoy asimismo
convencido de que mi interlocutor quiere hacer un uso impropio
de mi declaración". Y da un ejemplo: si alguien te
pregunta por la calle si traes dinero con
la clara intención de quitártelo, es
éticamente lícito mentirle diciéndole que
no. La metida de pata no podía ser más precisa, y
es que justo eligió Kant al principio de veracidad para
relativizarlo cuando en realidad es este principio ético
el único que ostenta un carácter absoluto por provenir
directamente de una virtud cardinal. Todos los demás
principios éticos o morales admiten excepciones, pero
éste no: nunca, absolutamente nunca es bueno mentir. En
el ejemplo kantiano, si no miento me asaltan; ¿y
qué? ¿Desde cuándo hay que modificar el
concepto del
deber para evitar perder la billetera? Nunca sabremos si
actuamos motivados por pura bondad inteligente, o por pura
humildad, o por puro esteticismo centrífugo y por eso
sólo podemos sospechar que en tal o cual caso actuamos
bien… excepto cuando somos veraces. Ahí sí que
tenemos la certeza de haber actuado bien, porque ser veraz es
actuar conforme a una virtud cardinal; y, por contraste, mentir
es malo en cualquier circunstancia, por más que la
billetera de Kant esté de por medio. (En el caso de los
judíos escondidos, ante la pregunta de
Hitler debemos
responder lo siguiente si no queremos faltar a la ética:
"Sí señor, yo sé dónde se ocultan,
pero no se lo voy a decir".)

[3] No menciono a la inteligencia
trascendente porque la misma es una virtud puramente
contemplativa, incapaz de determinar acciones por sí
misma (ver anotaciones del 16/8/7).

[4] Ya sobre el final del tratado (pp. 132-3)
admite Kant que "para querer aquello sobre lo cual la
razón prescribe el deber al ser racional afectado por
los sentidos,
hace falta, sin duda, una facultad de la razón que
inspire un sentimiento de placer o de satisfacción al
cumplimiento del deber". Si esta es su definitiva
opinión, me disculpo por la crítica y pasó
coincidir con él en este punto, sin interesar que en el
mundillo filosófico se dé por sentado que
según Kant hacer el bien por deber es desagradable.

[5] Seguramente pensaba Kant en Rousseau
mientras escribía esto.

[6] "Para impedir que caigamos de las alturas
de nuestras ideas del deber […], nada como la
convicción clara de que no importa que no haya habido
nunca acciones emanadas de esa pura fuente, que no se trata
aquí de si sucede esto o aquello, sino de que la
razón, por sí misma e independientemente de todo
fenómeno, ordena lo que debe suceder y que algunas
acciones, de las que el mundo quizá no ha dado
todavía ningún ejemplo y hasta de cuya
realizabilidad puede dudar muy mucho quien todo lo funde en la
experiencia, son ineludiblemente mandadas por la razón"
(op. cit., p. 51).

[7] "Para mí, ser santo significa ser
yo mismo. Por lo tanto, el problema de la santidad y de la
salvación es, en verdad, el problema de saber
quién soy yo y de descubrir mi verdadero ser" (Thomas
Merton, Nuevas semillas de contemplación).

[8] Kant no niega que haya querer, esto es,
deseo, en una voluntad que obra por deber, pero dice que
allí se desea por principios derivados de la ley moral y
no por inclinaciones. Yo estimo que al obrar por deber el deseo
parte de una virtud cardinal y no de la sensorialidad, pero no
puedo dejar de llamar inclinación a ese deseo, porque lo
siento así, siento que me inclina hacia una determinada
resolución, y es irrelevante si me inclina por causas
fisiológicas, psicológicas, espirituales,
lúbricas, etc.

[9] Así lo explica Thoreau: "Cuando
vivía en la laguna, a veces deseaba añadir
pescado a mi dieta a fin de variarla. En realidad, pescaba por
la misma necesidad que movió a los pescadores primitivos
a hacerlo. Cualquier benevolencia que contra ello pudiera yo
evocar sería totalmente ficticia, y tendría que
ver más con mi filosofía que con mis
sentimientos. […] No compadecía ni a los peces ni a
los gusanos; simplemente era cuestión de costumbre"
(Walden, o la vida en los bosques, cap. XI).

[10] Seguramente tomó Kant esta idea
de Descartes,
quien afirma en sus Principios de filosofía, primera
parte, artículo XXIX, que a Dios le repugna
engañarnos.

[11] (Nota añadida el 28/5/8.) Es
mentira Kant no acepte la existencia de la causalidad
extrafenoménica. Bien claro afirma que "nada impide que
atribuyamos al objeto trascendental [la cosa en sí],
además de la propiedad a
través de la cual se manifiesta, una causalidad que no
sea fenómeno, aunque su efecto aparezca en un
fenómeno" (Crítica de la razón pura, A 539
y B 567 de la nomenclatura
erudita). Y esta causalidad no desemboca en Kant en un
determinismo metafísico porque, según él,
la "causalidad inteligible" produce sucesos por sí
misma, desligada tanto de lo externo (físico) como de lo
interno (psíquico). Si esto de suponer que una
decisión racional no depende, por ejemplo, de la
constitución del cerebro y de sus
interconexiones, es algo creíble o increíble, no
viene al caso ahora; sólo interesa saber que Kant
entendía que la razón práctica es en
esencia metafísica y que tiene poder sobre los
fenómenos físicos, y que por eso no queda
encerrado en ningún callejón lógico como
yo, con gran irresponsabilidad intelectual, así
suponía. Si un tipo viene y me dice que es capaz de
doblar una barra de acero macizo
de 10 cm de diámetro con sus propias manos, yo lo acuso
de ilógico (o de mentiroso) por entender que no existe
hombre ninguno que pueda realizar esa proeza. Pero si luego me
retruca que no estoy en presencia de un hombre común
sino de Superman, ahí ya no puedo afirmar que sea
ilógica su creencia de que puede doblar la barra. Pues
bien: según Kant, todos los seres dotados de raciocinio
son incluso más poderosos que Superman, son dioses,
capaces de iniciar por su propia cuenta y riesgo cientos
de cadenas causales diariamente, produciendo sucesos que no
dependen más que de ellos mismos para su
aparición en el espaciotiempo. Esto, según mi
punto de vista, es una locura, pero las consecuencias que Kant
extrae de dicha locura son perfectamente lógicas.

[12] (Nota añadida el 24/3/8.) Pero no
es suficiente un tipo así de teleología para
decir que hay aquí autonomía. La voluntad
continúa siendo heterónoma, sólo ha
cambiado la modalidad de la tiranía (en lugar de un
tirano instintivo, cultural o psicológico, somos presa
de un tirano divino).

[13] En cambio, según Kant "la
ética es una filosofía de las intenciones"
(Lecciones de ética, p.113). El contraste no
podría ser mayor. Y sin embargo admite que no
necesariamente las buenas intenciones concientes señalan
que se ha obrado pura y exclusivamente por deber: "Solemos
preciarnos mucho de algún fundamento determinante, lleno
de nobleza, pero que nos atribuimos falsamente; mas, en
realidad, no podemos nunca, aun ejercitando el examen
más riguroso, llegar por completo a los más
recónditos motores; porque
cuando se trata de valor moral
no importan las acciones, que se ven, sino aquellos
íntimos principios de las mismas, que no se ven"
(Fundamentación de la metafísica de las
costumbres, p.50). La ética, pues, no es para Kant,
desde luego, una filosofía de las acciones, pero tampoco
una filosofía de las intenciones: es una
filosofía de los principios.

[14] Cuando hablo de "leyes físicas"
incluyo en ese término a todas las leyes que la ciencia
pueda contemplar, incluidas las psicológicas,
sociológicas y morales –pero no las éticas.

[15] Ambos mundos, el fenoménico y el
nouménico, se rigen por leyes
matemáticas, pero la matemática de las leyes nouménicas
es incomprensible para la razón humana. Y las leyes
metafísicas no trabajan en paralelo con las
físicas, sino que las absorben, desbordan y
rectifican.

[16] Si Kant apoyaba la hipótesis del paralelismo
psicofísico esto se complica.

[17] "Es, en realidad, absolutamente
imposible determinar por experiencia y con absoluta certeza un
solo caso en que la máxima de una acción, conforme por lo demás con
el deber, haya tenido su asiento exclusivamente en fundamentos
morales y en la representación del deber. Pues es el
caso, a veces, que, a pesar del más penetrante examen,
no encontramos nada que haya podido ser bastante poderoso,
independientemente del fundamento moral del deber, para mover a
tal o cual buena acción o a este grande sacrificio; pero
no podemos concluir de ello con seguridad
que la verdadera causa determinante de la voluntad no haya sido
en realidad algún impulso secreto del egoísmo,
oculto tras el mero espejismo de aquella idea" (op. cit.,
p.50). O "quizá nunca un hombre haya cumplido con su
deber –que reconoce y venera" (Lecciones de ética, pp.
83-4).

[18] Esto vale para quien observa desde
fuera. El propio interesado sí percibe la influencia del
instinto desde antes de su puesta en práctica, pero lo
mismo percibe sus pensamientos antes de que lleguen a su
voluntad. Es verdad que los instintos, así percibidos,
afectan de un modo más carnal y sensible que los
pensamientos, pero no hace falta tanta sensorialidad para
justificar la inclusión de un suceso dentro del
espaciotiempo, con que sea percibido de algún modo ya es
suficiente. (Hay que notar, además, que lo que se
percibe cuando somos presa de un instinto tiene muchas veces
más relación con ciertas emociones
anexadas al proceso que con el instinto en sí mismo,
mientras que los pensamientos se perciben claramente aun en
ausencia de emociones.)

[19] Los preceptos morales los elabora cada
quien en su raciocinio, pero la sociedad
involucrada contribuye no poco con este personal
proceso.

[20] Hay una excepción: el precepto de
decir siempre la verdad subjetiva. Es una intuición
metafísica conceptual de orden práctico, porque
depende directamente de una virtud cardinal. El caso del
precepto "sé bueno" no puede contemplarse como
válido porque uno no sabe a ciencia
cierta qué hay que hacer para cumplimentarlo, cosa que
no sucede con la veracidad.

[21] No interesa, a los efectos de mi
postulado, que el comportamiento éticamente deseable sea
motivado por objetivos
egoístas o instintivos, o por sí mismo
–intuitivamente–. Sólo interesa que las buenas
acciones se realicen con regularidad. Esto último es lo
único que hace decididamente improbable que un animal o
una piedra tengan intuiciones (y no les servirían de
nada, porque carecen de una mente capaz de representarse la
verdad metafísica que en la intuición
subyace).

[22] Si uno descubre una idea por sí
mismo, tiene derecho a llamarse descubridor por más que
la idea sea vieja. ¿Quién descubrió la
teoría de la evolución, Darwin o
Wallace? Los dos, porque ninguno sabía de la existencia
del otro. El orden cronológico no interesa.

[23] (Nota añadida el 5/8/9.) Figura
Kant entre los grandes profetas gnoseológicos que ha
tenido la humanidad, pero no figura por lo expresado en su
Fundamentación de la metafísica de las costumbres
o en su Crítica de la razón práctica, sino
por los revolucionarios aportes epistemológicos que
aparecen en su Crítica de la razón pura.
Él mismo tuvo conciencia
de esto, y comentó en el prólogo de la segunda
edición de este tratado que confiaba en
que su método sería para las ciencias en
general lo que el sistema de
Copérnico fue para la astronomía en particular. "Kant
habló de sí mismo –comenta Bertrand Russell–
como autor de una revolución copernicana, pero hubiera sido
más exacto si hubiera hablado de
contrarrevolución ptolomeica, dado que puso de nuevo al
hombre en el centro del que Copérnico lo había
destronado" (El
conocimiento humano, introducción). Esto es correcto en
alusión al idealismo
subjetivo que Kant propone al considerar al tiempo y al espacio
como meras formas de nuestra sensorialidad, sin existencia
propia fuera de ella, pero en lo que respecta a la idea
principal y rectora de la Crítica de la razón
pura, la de que la cosa en sí es de todo punto
incognoscible para la mente humana, ahí sí
estamos ante una verdadera revolución copernicana,
porque como dice José Gómez (El teísmo
moral en Kant, p. 27), este límite infranqueable para el
conocimiento humano, conocimiento que se suponía, hasta
Kant, que podría llegar hasta las verdades
últimas, produce en el hombre un
"descentramiento más radical" que el hombre-sujeto que
Kant propugna y que no ha sido aceptado, como idea
epistemológica, de modo tan abarcativo por los
pensadores que lo sucedieron como sí fue aceptada en
general su idea del impedimento intrínseco que posee
nuestra facultad de conocer. Habiendo dejado en claro el
auténtico motivo por el cual puede considerarse a Kant
como uno de los grandes revolucionarios del pensamiento
moderno, confeccionemos una lista humillacionista: la de
aquellos hombres que, con sus ideas, descubrimientos,
esclarecimientos o divulgaciones, han humillado a la siempre
cogoteante dignidad
humana y le han restringido de un modo u otro sus fueros. El
primero, por supuesto, fue Copérnico, que
presentó al mundo, con su De revolutionibus, la idea de
que nuestro planeta no es el centro del universo. Esto fue en
el siglo XVI; en el XVII, Galileo tomó esta idea para
sí, esclareciéndola y masificándola como
no se animó a hacerlo Copérnico en vida. Lo
silenciaron, ciertamente, pero su mascullamiento final, ese
¡eppur si muove! que lo acompañó como grito
de guerra hasta
la sepultura, hace que figure, junto con Copérnico,
dentro de esta exclusivísima y selecta lista, lista que
continúa en el siglo XVIII con el ya mencionado Kant y
su inconocible cosa en sí y en el siglo XIX con mi amigo
Darwin y su teoría de la evolución, que
dejó patas arriba el deseo supersticioso de los hombres
de ser en esencia diferentes de cualquier otra criatura.
¡Grandiosa humillación, grandiosa y edificante
humillación la de ser primos de un ignorante mono!
Sólo dos jalones me quedan por nombrar, correspondientes
a los dos últimos siglos que nos ha tocado vivir. En el
siglo XX fue, sin dudas, ese jalón Sigmund Freud y
su teoría de que la conciencia humana es sólo la
punta del áisberg en comparación con el peso y el
volumen de
nuestros deseos subyacentes, esos que anidan por debajo de la
línea de flotación del propio discernimiento.
Esta idea, humillosa como pocas para el orgullo de quien se
jacta de pensar detenidamente y actuar en consecuencia, no fue
"descubierta" por Freud; Schopenhauer
y Eduard von Hartmann, e incluso otros pensadores más
remotos, ya habían reparado en ella. Pero tocó a
Freud esclarecerla, divulgarla y sistematizarla como nadie lo
había hecho hasta entonces, y por eso tiene Sigmundo
todo el derecho de pertenecer al club de los revolucionarios
copernicanos. (Lo mismo vale decir, respecto a Darwin, de
Anaximandro,
que ya en el siglo VI a. C. decía que los hombres
proceden de los peces.) Me falta mencionar al último
miembro, a la frutilla del postre. Pues ese… soy yo.
Habiendo ya quedado establecido que no vivimos en el centro del
universo, que nada se mueve en derredor de nosotros sino que
somos nosotros quienes nos movemos, que nuestro pensamiento
sólo puede detenerse en detalles menores y nunca penetra
en la esencia de las cosas, que nuestro árbol
genealógico no se remonta hasta los dioses sino hasta
los gusanos y que nuestras grandes decisiones no las toma
nuestra conciencia sino una fuerza interna oscura e
inmanejable, establecido todo esto faltaba decir, simplemente,
que aquello que llamamos libre albedrío no es más
que un espejismo proyectado por el orgullo. Cientos lo han
dicho antes que yo, miles quizá, empezando por los
estoicos y haciendo centro, ya en los tiempos modernos, en
Spinoza; pero ¿qué han logrado estos pensadores?
¿Han podido convencer a un buen número de gente
de que el determinismo estricto gobierna sus vidas? Negativo:
todos, o casi todos, siguen creyéndose libres. A partir
de este milenio esta historia cambiará,
y cambiará gracias a mí y a todos los que me
sucedan.

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