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Antes que amanezca



Partes: 1, 2

    Mientras haya sinvergüenzas

    que quieran vivir de los trabajos de
    otros,

    los pueblos, por más que
    quieran,

    no pueden estar en paz.

    Manuel Lozada

    Una historia de amor

    Cuando los sintió llegar, disimulados entre la neblina
    del alba,
    Simón Mariles supo que iba a morir. Los sintió
    solamente, porque no pudo verlos hasta que estuvieron encima de
    él, con el helado metal de los rifles enfriándole
    las entrañas.

    El lunes por la mañana, Simón había
    recibido en Tepic la orden de buscar al muchacho y partió
    con catorce hombres hacia el pueblo de San Luis; esos catorce que
    ahora dormían cerca de él, acurrucados contra la
    penumbra, con el sueño ligero y las armas siempre al
    alcance de la mano. Esos hombres rudos, oscuros, que formaban
    parte de la temible Acordada. Hombres sin pasado ni
    futuro, sólo con un presente que los envolvía como
    una cobija enorme: una gigantesca frazada –hecha de
    ausencia, olvido y desesperanza- que les permitía
    confundirse con las cosas que los rodeaban hasta volverlos casi
    invisibles.

    Todos ellos poseían un raro mimetismo que los
    convertía en árboles
    cuando estaban en el bosque; en piedras en las laderas de los
    volcanes; y en el
    manglar se transformaban en musgo, en lama, en mera humedad.

    Eran muy parecidos entre sí, como procedentes de una
    matriz
    única: todos hijos de la misma madre. Tenían el
    hedor del sudor añejo; estaban impregnados de las esencias
    de la tierra: lo
    mismo traían la podredumbre de las marismas que el frescor
    de las altas montañas, pero siempre con un resabio de
    pólvora quemada. Hombres entrenados para soportar fatigas;
    acostumbrados a las privaciones y los rigores de la sierra;
    listos siempre para obedecer órdenes y matar sin
    consideraciones.

    Pero esta vez de nada les sirvió el severo adiestramiento:
    la presa, de tanto serlo, había aprendido las
    artimañas del cazador y los papeles se trastocaban.
    Además, el cansancio acumulado por las duras jornadas y la
    modorra producida por el frío de la madrugada fueron
    aliados de aquellos seis hombres, que brotando de la noche los
    tomaron prisioneros.

    Esta no era la primera ocasión que Mariles iba tras el
    mozalbete: unos años antes, cuando trabajaba en la
    hacienda de Cerro Blanco, propiedad de
    Ricarda Torres, viuda de Pantaleón González, Manuel
    Lozada –apellido que había tomado el muchacho de su
    tío, medio hermano del padre, quien lo crió desde
    que quedó huérfano a los cinco años de edad-
    sintió un día que su sangre
    descubría nuevos caminos por donde transitar y se le
    desparramaba inundando lugares secretos que, hasta ese momento,
    habían permanecido dormidos. Entonces, con el corazón
    ansioso y los testículos repletos, encontró en
    María Dolores, la hija de la patrona, el objeto de sus
    ansias.

    Como la creciente silenciosa del río que inunda las
    poblaciones a su vera, Manuel fue poco a poco anegando el
    ánimo de la chiquilla con sus reclamos, hasta que la
    contagió de sus apremios y, desbordando los diques de la
    cordura, la convenció para que huyeran hacia el
    paraíso que les prometía su apresurada
    inconciencia.

    Antes que apareciera en el horizonte el resplandor que precede
    al primer rayo del sol, Manuel y María Dolores salieron
    sigilosamente de la hacienda, siguiendo la senda que les marcaba
    el lucero del alba, conduciendo hacia el oriente su virginidad
    desesperada. Ninguno de los dos pensaba entonces en el
    montón de convencionalismos que estaban atropellando,
    mucho menos en las consecuencias que tendrían. Solamente
    siguieron el llamado de una piel hacia la
    otra y, el peoncillo y la patrona, se volvieron iguales al
    confundirse en un espasmo que conmocionó hasta las piedras
    y los matorrales en las estribaciones de la sierra de
    Álica.

    En la hacienda desayunaron la ausencia de los jóvenes y
    Ricarda, con más carácter que el que tuviera su difunto
    esposo, encaró con serena indignación el ultraje y
    acudió al dueño de la hacienda de Mojarras, don
    Joaquín Vega, en busca de apoyo, tratando de no llamar
    demasiado la atención e incrementar la ignominia, que ya
    de por sí la aplastaba. Dada su condición de
    patrona, la solicitud de Ricarda fue atendida con diligencia y a
    la mañana siguiente partió una avanzada al mando de
    Mariles, entonces trabajador de la hacienda, a buscar a los
    enamorados.

    Los encontraron a los dos días, dormidos a la sombra de
    un amapa, muertos de hambre pero rebosantes de amor.
    Después de esa breve y azarosa Luna de Miel los
    jóvenes fueron puestos: una a disposición de su
    madre y el otro, de las displicentes autoridades, representadas
    por un juez joven y de buen humor, que consideró el rapto
    como una travesura divertida de los jóvenes. Como Ricarda
    Torres quería a toda costa evitar el escándalo y
    preservar la supuesta virginidad de su hija para subastarla
    posteriormente a un mejor postor, repartió algunas monedas
    y no presentó cargo formal contra el muchacho;
    éste, después de algunos regaños y tal vez
    uno que otro azote, a los dos meses fue puesto en libertad.

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