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Análisis de Madame Bovary (página 3)



Partes: 1, 2, 3, 4

A pesar de que León había logrado olvidar
a Emma "bajo otras ilusiones y apetencias que se le vinieron
a superponer
", al volver a verla, después de tres
años de distancia, sintió resucitada su
pasión. Como "a base de frecuentar
compañías disipadas
" había venido
combatiendo su timidez, elaboró un plan para "intentar
hacerla suya
", y al rato se presentó en el hotel
donde se hospedaba Emma "con esa audacia de los
tímidos cuando deciden que nada se les ponga por
delante
". Divagaron filosóficamente, y "Emma
insistió mucho en la mezquindad de los afectos terrestres
y en eterno aislamiento que sepulta nuestros corazones
".
Ella no le dijo que había estado enamorada de Rodolfo ni
él manifestó que ya la había olvidado.
León le decía que la había recordado y que
en muchos lugares y rostros le parecía verla; que le
había escrito cartas, pero que las había roto. Emma
se lamentó que "lo más triste, de todas
maneras, es llevar una existencia tan inútil como la
mía, ¿no le parece? Si al menos nuestros
sufrimientos sirvieran de provecho para alguien, creo que eso nos
compensaría y el sacrificio habría valido la
pena
". León sintió que "él mismo
experimentaba una necesidad increíble de entrega que nunca
había podido satisfacer
". Emma reconoció que
le hubiera gustado mucho ser hermana de la caridad y trabajar en
un hospital. León anhelaba la paz de los sepulcros. Le
confesó a Emma que siempre había estado enamorado
de ella, y éste repuso que así lo había
imaginado siempre. Él le propuso recomenzar su
relación afectiva, pero se opuso arguyendo que ella ya
estaba vieja y él tenía mucho futuro por delante.
Olvídese de mí! Encontrará
tantas mujeres que le quieran y las que usted pueda
querer
…". Emma, además, le exigió que
fuera sensato, a la vez que le expresó las "razones
sobre las trabas que se oponían a su amor
". Como
León insistió, acordaron verse al día
siguiente en la catedral de Notra Dame.

Muy ansioso, León acudió temprano a la
cita con un ramo de violetas. Emma, que durante la noche
había escrito una carta a León en la cual
pondría fin a esa locura, trató de
entregársela al momento de encontrarse, pero no lo hizo.
Emma le advirtió que lo que iban hacer era una locura,
pero León le aclaró que en París se
hacía como la cosa más corriente. Abordaron un
coche y se fueron sin rumbo fijo por las calles de Ruán, y
dentro del carruaje se amaron… y al terminar Emma
arrojó los pedazos de la carta

A su regreso a Yonville, se enteró que su suegro
había fallecido de un ataque de apoplejía, en
Dorville, "en plena calle, a la puerta de un café,
cuando salía de un banquete patriótico con antiguos
colegas del ejército
", a sus 58 años.
Ilusionada como estaba con León, a Emma esta noticia no le
causó ningún efecto. Sin sentir ninguna
compasión por Calos, lo veía "como un ser
mezquino, débil, anulado, un pobre hombre, se le mirara
por donde se le mirara
". La presencia de su esposo y de su
suegra le estorbaban para el disfrute de su aventura. "Le
hubiera gustado no oír nada ni ver a nadie, para que no le
alteraran el saboreo recóndito de su amor, que iba
diluyéndose a su pesar, bajo el influjo de aquellas
sensaciones internas
".

Acosada por las deudas y la audacia de Lheureux, le
presentó a Carlos el borrador de una autorización a
su nombre para manejar y administrar sus bienes, hacer
empréstitos, firmar y endosar pagarés, abonar toda
clase de cuentas. "Pero a renglón seguido
añadió, con la mayor sangre fría del mundo,
que tampoco se fiaba demasiado, que los notarios no tienen buena
fama y que tal vez sería conveniente consultar a alguien
más
". Pero no sabía a quién acudir para
que revisara el documento. Carlos, sin conocer las verdaderas
intenciones de Emma, le propuso que se lo enviara a León.
Emma le pidió que le permitiera viajar a Ruán.
"-Te lo pido por favor. Déjame que vaya yo y me ocupe
–dijo con tono de fingido tesón.

-¡Qué buena eres! –dijo Carlos,
dándole un beso en la frente.

Al día siguiente, Emma tomaba La Golondrina,
camino a Ruán. Las consultas con León le llevaron
tres días.

Fueron tres días de plenitud,
espléndidos. Una auténtica luna de
miel

¡Sin embargo, hubo que separarse! Los adioses
fueron tristes.. Era a casa de madame Rolet adonde tenía
que enviar las cartas; y le hizo unas recomendaciones tan
precisas sobre el doble sobre, que León admiró
grandemente su astucia amorosa
".

León, que empezó a desatender su trabajo,
leía y contestaba las cartas de Emma. Ansioso,
decidió ir a visitarla a Yonville. Allí, en el
jardín, se amaron… Ella prometió inventar
una disculpa para ir a verlo a Ruán. Así que ella,
hábilmente, logró convencer a Carlos para recibir
clases de piano en Ruán. "Y así fue como se
arregló para arrancarle a su marido el permiso para ir a
la ciudad una vez a la semana a ver a su amante. Al cabo de un
mes, la gente incluso llegó a decir que había hecho
progresos considerables. Las visitas eran los
jueves
".

Cada vez que regresaba de los encuentros semanales con
León, Emma se mostraba tolerante con Carlos, su suegra y
Felicidad. Para justificarle a Carlos el pago de las supuestas
clases de piano en Ruán, Emma elaboró un recibo
falso a nombre de Feliza Lempereur, profesora de música.
"A partir de ese día, su vida se convirtió en
un amasijo de mentiras con el que envolvía su amor, para
mejor esconderlo, como dentro de un velo. Mentir llegó a
hacerse para ella una manía, algo necesario y hasta
placentero, hasta el punto de que si decía que el
día anterior había pasado por la acera derecha de
una calle, lo más verosímil es que hubiera pasado
por la izquierda
".

Un jueves en que estaba nevando, Carlos le envió
a Emma un abrigo a Ruán con el padre Bournisien. Cuando lo
fue a entregar en La Cruz Roja, le dijeron que Emma iba muy poco
por ese hotel. "Pero si el cura no había pedido
explicaciones, otros podrían después mostrarse
menos discretos. Por lo cual Emma creyó conveniente
alojarse siempre en La Cruz Roja, de modo que las buenas gentes
de su pueblo que la veían en la escalera no pudieran
sospechar nada
".

Un día, al salir del hotel Boulogne, en
Ruán, Lheureux encontró a Emma con León del
brazo. Emma sintió miedo. Pero el audaz comerciante no era
tan estulto como para ir a contarlo; mejor le sacaría
provecho de otra manera. Fue así que a los tres
días se presentó en la casa de Emma a cobrarle la
deuda, advirtiendo que con ella ya había tenido muchas
consideraciones. "En efecto, de los dos pagarés
firmados por Carlos, Emma, hasta entonces, sólo
había pagado uno. En cuanto al segundo, el comerciante, a
instancias de ella, había accedido a sustituirlo por otros
dos, que a su vez fueron renovados aplazando mucho la fecha de su
vencimiento. Después, sacó del bolsillo una lista
de artículos no pagados aún, a saber: las cortinas,
la alfombra , la tela para las butacas, varios vestidos y varios
artículos de tocador, cuyo valor ascendía a unos
dos mil francos
". Lheureux le propuso que vendiera la finca
(producto de la herencia de Carlos) que tenía en
Barneville. El comerciante se ofreció a buscarle
comprador. Consiguió a Langlois, "que andaba
detrás de la finquita hacía bastante
".
Ofreció mil francos. Emma recibió la mitad de esa
suma. Con eso le anticipó a Lheureux parte de la deuda.
Cuando recibió la otra cantidad, le siguió pagando
a éste; pero los oscuros cálculos de él le
hacían sentir que estaba echando el dinero en bolsillo
roto. Sólo le canceló las tres cuartas partes de la
deuda. Otro pagaré llegó a manos de Carlos, quien,
para pagarle a Lheureux, debió recurrir a éste. El
oportunista comerciante se comprometió a arreglara todo si
Carlos le firmaba dos pagarés más, uno de ellos por
valor de setecientos mil francos con plazo de tres meses. "Al
día siguiente, al amanecer, Emma corrió a casa del
señor Lheureux para pedirle que le hiciera otra cuenta que
no sobrepasara los mil francos, pues para enseñar la de
cuatro mil habría que decir que había pagado los
dos tercios, confesar, por consiguiente, la venta del inmueble,
negociación bien llevada por el comerciante y que no se
conoció hasta mucho después
". Como secuela de
todos los gastos inútiles que estaba haciendo Emma para la
casa, Carlos le retiró el poder a ésta, por
sugerencia de su madre. El poder ardió en el fuego. Emma
sonrió estruendosamente. "Le había dado un
ataque de nervios
". Carlos se preocupaba, pero su madre
decía que todo obedecía a una farsa de Emma.
"Pero Carlos, rebelándose por primera vez,
salió en defensa de su mujer, de modo que la señora
Bovary madre quiso marcharse. Al día siguiente se fue, y
en el umbral de la puerta, como él tratase de retenerla,
ella le replicó:

¡No, no! La quieres más que a
mí, y tienes razón, es como debe ser. Pero
¡peor para ti!, ¡ya lo verás!
¡Consérvate bien!…, pues no estoy dispuesta, como
tú dices, a venir a armar
escándalos.

No por eso Carlos dejó de quedar muy
avergonzado frente a Emma, pues ella no ocultaba el rencor que le
guardaba por su falta de confianza; él tuvo que rogarle
mucho para que accediera a tener otro poder, a incluso la
acompañó a casa del señor Guillaumin para
extendérselo por segunda vez, completamente igual al
primero.

Lo comprendo dijo el notario; un hombre de ciencia
no puede perder él tiempo en los detalles prácticos
de la vida.

Y Carlos se sintió aliviado por aquella
reflexión lisonjera que daba a su debilidad las
halagüeñas apariencias de una preocupación
superior
".

El jueves siguiente, dentro de la habitación
donde estaba con León, Emma rió, lloró,
cantó, bailó, mandó subir sorbetes, quiso
fumar cigarrillos. Esto le pareció extravagante a
León, pero adorable, soberbio. "León no
sabía qué reacción de todo su ser la
impulsaba más a precipitarse en los gozos de la vida. Se
volvía irritable, glotona, voluptuosa; y se paseaba con
él por las calles con la frente alta, sin miedo,
decía ella, de comprometerse. A veces, sin embargo, Emma
se estremecía ante la idea súbita de encontrarse
con Rodolfo; pues, aunque estuviesen separados para siempre, le
parecía que no estaba completamente liberada de su
dependencia
".

Un jueves en la noche cuando Emma no regresó a
Yonville, Carlos, desesperado y preocupado, fue a buscarla.
Después de indagar por varios lugares de Ruán, la
encontró en la calle cuando se dirigía en
dirección contraria. Emma le mintió; todo
quedó solucionado.

En la siguiente visita, León le contó que
su jefe estaba descontento por las reiteradas ausencias e
irregularidades en su trabajo. Emma no le dio importancia.
"León tenía que contarle cada vez todo lo que
había hecho desde la última cita. Pidió
versos, versos para ella, un poema de amor en honor suyo;
León nunca llegó a encontrar la rima del segundo
verso, y acabó por copiar un soneto de un
almanaque.

Lo hizo menos por vanidad que por complacerla. No
discutía sus ideas; aceptaba todos sus gustos; él
iba convirtiéndose en la verdadera querida de Emma
más de lo que ésta lo era de él. Emma
tenía para él palabras tiernas y unos besos que le
robaban el alma. ¿Dónde había aprendido
aquella corrupción casi inmaterial a fuerza de ser
profunda y disimulada
?"

Un jueves que tenían que encontrarse Emma y
León en el sitio acordado en Ruan, éste se
demoró en llegar por estar departiendo con Homais. Luego
de librarse de su empalagosa palabrería, corrió a
verse con Emma, "y encontró a su amante presa de gran
agitación
". Estaba furiosa y lo rechazaba.
León para calmarla se le arrodilló, "la
abrazó por la cintura en actitud lasciva y
suplicante
". En ese instante vino a buscarlo Homais. En
contra de sus deseos, León se fue con éste. Cuando
regresó, Emma ya no estaba. "Acababa de salir
desesperada. Ahora lo detestaba. Aquella falta a la cita le
parecía un ultraje y buscaba otras razones para despegarse
de él; era incapaz de heroísmo, débil,
trivial, más blando que una mujer, además de avaro
y pusilánime.

Luego, calmándose, acabó por descubrir
que tal vez lo había calumniado. Pero la
denigración de las personas a quienes amamos siempre nos
aleja de ellas un poco. No hay que tocar a los ídolos; su
dorado se nos queda en las manos.

Llegaron a hablar más frecuentemente de cosas
indiferentes a su amor; y en las cartas que Emma le enviaba
hablaba de flores, de versos, de la luna y de las estrellas,
recursos ingenuos de una pasión debilitada que intentaba
avivarse con todas las ayudas exteriores. Ella se prometía
continuamente, para su próximo viaje, una felicidad
profunda; después confesaba no sentir nada extraordinario.
Esta decepción se borraba rápidamente bajo una
esperanza nueva, y Emma volvía más entusiasmada,
más ávida. Se desvestía brutalmente
arrancando la cinta delgada de su corsé, que silbaba
alrededor de sus caderas como una culebra que se escurre. Iba de
puntillas, descalza a mirar otra vez si la puerta estaba cerrada,
después con un solo gesto dejaba caer juntos todos sus
vestidos; y pálida, sin hablar, seria, se dejaba caer
contra el pecho de su amante con un prolongado
estremecimiento.

Sin embargo, había en su frente cubierta de
gotas de sudor frío, en sus labios balbucientes, en sus
pupilas extraviadas, en sus abrazos, algo extremado, vago y
lúgubre, que a León le parecía deslizarse
entre los dos sutilmente, como para separarlos.

León no se atrevía a hacerle
preguntas, pero al verla tanexperimentada, pensaba que ella
había tenido que pasar todas las pruebas del sufrimiento y
del placer. Lo que antes le encantaba ahora le asustaba un poco.
Además, él se sublevaba contra la absorción,
cada vez mayor, de su personalidad. Estaba resentido contra Emma
por esta victoria permanente. Incluso se esforzaba por no
quererla; después, al oír el crujido de sus
botines, se sentía cobarde, como los borrachos a la vista
de los licores fuertes.

Ella no dejaba, es cierto, de prodigarle toda clase
de atenciones, desde los refinamientos de la mesa hasta las
coqueterías del traje y las languideces de la mirada.
Traía de Yonville rosas en su seno, y se las echaba a la
cara, se preocupaba por su salud, le daba consejos sobre su
conducta; y, a fin de retenerlo más, esperando que el
cielo tal vez le ayudaría, le puso al cuello una medalla
de la Virgen. Se informaba, como una madre virtuosa, acerca de
las compañías que frecuentaba. Le
decía:

No los veas, no salgas, no pienses más que en
nosotros; ¡ámame!

Ella habría querido poder vigilar su vida, y
se le ocurrió la idea de hacerle seguir por las calles.
Había siempre cerca del hotel una especie de vagabundo que
abordaba a los viajeros y que no rehusaría… Pero su
orgullo se rebeló.

¡Eh!, ¡qué le vamos a hacer!, que
me engañe, ¡qué me importa!, ¿es que
me interesa?

Un día que se habían separado temprano
y ella volvía sola por el bulevar vio los muros de su
convento; se sentó en un banco a la sombra de los olmos.
¡Qué calma la de aquellos tiempos!

¡Cómo añoraba los inefables
sentimientos de amor que trataba de imaginarse a través de
los libros!…

¡No importa!, no era feliz, no lo había
sido nunca. ¿De dónde venía aquella
insatisfacción de la vida, aquella instantánea
corrupción de las cosas en las que se apoyaba?… Pero si
había en alguna parte un ser fuerte y bello, una
naturaleza valerosa, llena a la vez de exaltación y de
refinamientos, un corazón de poeta bajo una forma de
ángel, lira con cuerdas de bronce, que tocara al cielo
epitalamios elegiacos, ¿por qué, por azar, no lo
encontraría ella?

¡Oh!, ¡qué dificultad! Por otra
parte, nada valía la pena de una búsqueda;
¡todo era mentira! Cada sonrisa ocultaba un bostezo de
aburrimiento, cada alegría una maldición, todo
placer su hastío, y los mejores besos no dejaban en los
labios más que un irrealizable deseo de una voluptuosidad
más alta.

Un estertor metálico se arrastró por
los aires y en la campana del convento se oyeron cuatro
campanadas. ¡Las cuatro! Le parecía que estaba
allí, en aquel banco, desde la eternidad. Pero un infinito
de pasiones puede concentrarse en un minuto, como una muchedumbre
en un pequeño espacio"

Obnubilada por sus pasiones, Emma no pensaba en las
deudas hasta que un enviado de monsieur Vinçart (que
estaba en contubernio con Lheureux) le entregó "un
pagaré de setecientos francos, firmado por ella, y que
Lheureux, a pesar de todas sus promesas, había endosado a
Vinçart… Pero al día siguiente, a
mediodía, Emma recibió un protesto; y a la vista
del papel timbrado, donde aparecía varias veces y en
grandes caracteres: LICENCIADO HARENG, UJIER EN BUCHY, se
asustó tanto, que fue corriendo a toda prisa a casa del
tendero
. Emma fue hablar con Lheureux y le pidió
espera. Emma le reclamó por incumplir la promesa de no
endosar los pagarés. "Entonces Emma se
enfureció, recordando la palabra que él le
había dado de no endosar aquellos pagarés;
él lo reconoció.

Pero yo mismo me he visto obligado, estaba con el
agua al cuello.

¿Y qué va a pasar ahora?
replicó ella.

¡Oh!, es muy sencillo, un juicio del tribunal,
y después el embargo…; ¡no hay nada que
hacer!

Emma se contenía para no pegarle. Le
preguntó suavemente si no había manera de calmar al
señor Vinçart.

¡Pues sí! Estamos listos, calmar a
Vinçart; se ve que usted no lo conoce; es más feroz
que un árabe.

Sin embargo, el señor Lheureux tenía
que intervenir.

¡Escuche!, me parece que hasta ahora he sido
bastante bueno con usted. Y abriendo uno de sus
registros:

¡Mire!

Después, recorriendo la página con su
dedo:

Vamos a ver…, vamos a ver… El 3 de agosto,
doscientos francos… El 17 de junio siguiente, ciento
cincuenta… 23 de marzo, cuarenta y seis… En
abril…

Se detuvo como temiendo hacer alguna
tontería.

Y no digo nada de los pagarés firmados por el
señor, uno de setecientos francos y otro de trescientos.
En cuanto a sus pequeños anticipos, a los intereses, es
para no acabar, uno se pierde, ¡ya no quiero saber
nada!

Emma lloraba, incluso le llamó "su buen
señor Lheureux". Pero él se escudaba siempre en
aquel bribón de Vinçart. Por otra parte, él
no tenía un céntimo, nadie le pagaba ahora, lo
explotaban, un pobre tendero como él no podía hacer
anticipos.

Emma se callaba, y el señor Lheureux, que
mordisqueaba las barbas de una pluma, se sintió, sin duda,
preocupado por aquel silencio, pues dijo:

Si al menos uno de estos días tuviera algunos
ingresos… yo podría…

Además dijo ella, en cuanto cobre lo de
Barueville… ¿Cómo?…

Y al enterarse de que Langlois no había
pagado todavía, pareció muy sorprendido.
Después, con una voz melosa:

Y usted y yo podemos convenir, ¿dice
usted?

¡Oh, lo que usted quiera!

Entonces él cerró los ojos para
reflexionar, escribió algunas cifras, y declarando que se
perjudicaría mucho, que el asunto era escabroso, y que se
"sacrificaba", dictó cuatro pagarés de doscientos
cincuenta francos cada uno, espaciados los unos de los otros en
un mes de vencimiento.

¡Ojalá Vinçart se digne
escucharme! De todos modos, esto está decidido, yo no
pierdo el tiempo, soy claro como el agua.

Después le enseñó con
indiferencia varias mercancías nuevas, ninguna de las
cuales, según su parecer, era digna de
madame.

¡Cuando pienso que tengo aquí un
vestido a siete sueldos el metro, y buen tinte garantizado!
¡Sin embargo, hay quien se traga el anzuelo!, a la gente no
se le cuenta la verdad, puede usted creerme queriendo por esta
confesión de pillería para con los otros
convencerla por completo de su probidad.

Después la llamó otra vez para
enseñarle tres varas de guipur que había encontrado
recientemente.

¡Es bonito!, decía Lheureux; se lleva
mucho ahora para cabeceras de sillones, es la
moda.

Y más pronto que un escamoteador
envolvió la tela de guipur en un papel azul y la puso en
manos de Emma.

Al menos, que yo sepa…

¡Ah!, después replicó él,
dándole la espalda.

Aquella misma noche Emma instó a Bovary para
que escribiera a su madre a fin de que le enviase enseguida todo
lo que le quedaba de su herencia. La suegra contestó que
ya no tenía nada; la liquidación se había
cerrado, y les quedaba, además de Barneville, seiscientas
libras de renta, que ella les mandaría
puntualmente.

Entonces Madame extendió facturas a dos o
tres clientes, y pronto utilizó ampliamente este
procedimiento, que le daba buen resultado. Tenía siempre
cuidado de añadir una postdata:

"No diga nada a mi marido, ya sabe que es
orgulloso… Dispénseme… Su servidora…" Hubo algunas
reclamaciones; pero ella las interceptó.

Para sacar dinero, empezó a vender sus
guantes y sus sombreros viejos, la vieja chatarra; y regateaba
con sagacidad, pues su sangre campesina la empujaba a la
ganancia. Después, en sus viajes a la ciudad,
compraría de ocasión baratijas, que el señor
Lheureux, a falta de otras, le tomaría sin duda.
Compró plumas de avestruz, porcelana china y arcones;
pedía prestado a Felicidad, a la señora
Lefrançois, a la hotelera de La Cruz Roja, a todo el
mundo, en cualquier lugar. Con el dinero que por fin
recibió de Barneville saldó dos pagarés; los
otros mil quinientos francos se fueron. Se volvió a
empeñar de nuevo, y ¡siempre igual!

Es cierto que a veces trataba de hacer
cálculos; pero le salían unas cosas tan
exorbitantes que no podía creerlo. Entonces volvía
a empezar, se embarullaba enseguida, dejaba todo y ya no pensaba
más en ello.

La casa estaba muy triste ahora. Se veía
salir de ella a los proveedores con unas caras furiosas.
Había pañuelos tirados sobre los hornillos; y la
pequeña Berta, con gran escándalo de la
señora Homais, llevaba las medias rotas. Si Carlos,
tímidamente, se atrevía a hacer una
observación, ella le respondía bruscamente que no
tenía la culpa".

La madre de León, enterada del romance de su
hijo, le dijo "que había perdido la cabeza por una
mujer casada
". Le advirtió que un "lío
como aquel podía se un grave obstáculo para su
porvenir
". Lo instó a terminar esa relación.
"León había jurado, por fin, no volver a ver a
Emma; y se reprochaba no haber mantenido su palabra, considerando
todo lo que aquella mujer podría todavía acarrearle
de líos y habladurías sin contar las bromas de sus
compañeros que se despachaban a gusto por la mañana
alrededor de la estufa. Además, él iba a ascender a
primer pasante de notaría: era el momento de ser serio.
Por eso renunciaba a la flauta, a los sentimientos exaltados, a
la imaginación, pues todo burgués, en el
acaloramiento de la juventud, aunque sólo fuese un
día, un minuto, se creía capaz de inmensas
pasiones, de altas empresas. El más mediocre libertino
soñó con sultanas; cada notario lleva en sí
los restos de un poeta.

Ahora se aburría cuando Emma, de repente, se
ponía a sollozar sobre su pecho; y su corazón, como
la gente que no puede soportar más que una cierta dosis de
música, se adormecía de indiferencia en el
estrépito de un amor cuyas delicadezas ya no
distinguía.

Se conocían demasiado para gozar de aquellos
embelesos de la posesión que centuplican su gozo. Ella
estaba tan hastiada de él como él cansado de ella.
Emma volvía a encontrar en el adulterio todas las
soserías del matrimonio.

Pero ¿cómo poder desprenderse de
él? Por otra parte, por más que se sintiese
humillada por la bajeza de tal felicidad, se agarraba a ella por
costumbre o por corrupción; y cada día se enviciaba
más, agotando toda felicidad a fuerza de quererla
demasiado grande. Acusaba a León de sus esperanzas
decepcionadas, como si la hubiese traicionado; y hasta deseaba
una catástrofe que le obligase a la separación,
puesto que no tenía el valor de decidirse a
romper.

No dejaba de escribirle cartas de amor, en virtud de
esa idea de que una mujer debe seguir escribiendo a su
amante.

Pero al escribir veía a otro hombre, a un
fantasma hecho de sus más ardientes recuerdos, de sus
más bellas lecturas, de sus más ardientes deseos;
y, por fin, se le hacía tan verdadero y accesible que
palpitaba maravillada, sin poder, sin embargo, imaginarlo
claramente, hasta tal punto se perdía como un dios bajo la
abundancia de sus atributos. Aquel fantasma habitaba el
país azulado donde las escaleras de seda se mecen en
balcones, bajo el soplo de las flores, al claro de luna. Ella lo
sentía a su lado, iba a venir y la raptaría toda
entera en un beso. Después volvía a desplomarse,
rota, pues aquellos impulsos de amor imaginario la agotaban
más que las grandes orgías.

Ahora sentía un cansancio incesante y total.
A menudo incluso recibía citaciones judiciales, papel
timbrado que apenas miraba. Hubiera querido no seguir viviendo o
dormir ininterrumpidamente".

En nombre del Rey, de la Ley y la Justicia, convocaron a
Emma para que pagara ochocientos mil francos, a cambio de no
embargarle todos sus muebles y efectos. "¿Qué
hacer?… Tenía un plazo de veinticuatro horas:
¡mañana! Lheureux, pensó, quería sin
duda darle otro susto; pues ella adivinó de pronto todas
sus maniobras, el objetivo que buscaba con sus complacencias. Lo
que la tranquilizaba era la exageración misma de la
cantidad.

Sin embargo, a fuerza de comprar, de no pagar, de
pedir prestado, de firmar pagarés, de renovar aquellos
pagarés, que se inflaban a cada nuevo vencimiento, Emma
había terminado proporcionando a Lheureux un capital, que
él esperaba impacientemente para sus
especulaciones.

Se presentó en casa del tendero con aire
desenvuelto.

¿Sabe lo que me pasa? ¡Seguramente que
es una broma!

No.

¿Cómo es eso?…

¿Pensaba usted, señora mía, que
yo iba, hasta la consumación de los siglos, a ser su
proveedor y banquero? ¡Por el amor de Dios! Tengo que
recuperar lo que he desembolsado, ¡seamos
justos!…

¡Ah!, ¡qué le vamos a hacer!,
¡el tribunal lo ha reconocido!, ¡hay una sentencia!,
¡se la han notificado! Además, no soy yo, es
Vinçart.

¿Es que usted no
podría…?

¡Oh, nada en absoluto!

Pero…, sin embargo…,
razonemos…

¿De quién es la culpa? dijo Lheureux,
saludándola irónicamente-. Mientras que yo estoy
trabajando como un negro, usted se divierte de lo
lindo.

¡Ah!, ¡nada de sermones!

Eso nunca hace daño, le replicó
él.

Ella estuvo cobarde, le suplicó; e incluso
apoyó su linda mano blanca y larga sobre las rodillas del
comerciante.

¡Déjeme ya! ¡Parece que quiere
seducirme!

¡Es usted un miserable!,-exclamó
ella.

¡Oh!, ¡oh!, ¡qué maneras!,
replicó riendo.

Ya haré saber quién es usted. Se lo
diré a mi marido.

Bien, yo le enseñaré algo a su
marido…

Y Lheureux sacó de su caja fuerte el recibo
de mil ochocientos francos que ella le había dado en
ocasión del descuento de Vinçart.

¿Cree usted que no se va a dar cuenta de sus
pequeños robos ese pobre hombre?

Emma se desplomó más abatida que si
hubiese recibido un mazazo…

No es divertido, lo sé; después de
todo nadie se ha muerto por esto, y como es el único medio
que le queda de devolverme mi dinero…

¿Pero dónde encontrarlo?, -dijo Emma
retorciéndose los brazos.

¡Ah, bah!, ¡cuando, como usted, se
tienen amigos!…

Se lo prometo dijo ella,
firmaré…

¡Ya estoy harto de sus firmas!

¡Volveré a vender…!

¡Vamos! dijo él encogiéndose de
hombros, ya no le queda nada.

…Emma comprendió, y preguntó
cuánto dinero necesitaría para detener todas las
diligencias.

¡Es demasiado tarde!

¿Pero si trajera algunos miles de francos, la
cuarta parte del total, la tercera, casi todo?

Pues no, ¡es inútil!

Le conjuro, señor Lheureux, ¡unos
días más!…

Vaya, bueno, ¡lagrimitas!

¡Usted me desespera!

¡Me trae sin cuidado, dijo él volviendo
a cerrar la puerta".

El licenciado Hareng procedió al embargo; Carlos
no se enteró. Emma fue a Ruán a sacarles prestado
dinero a los banqueros; ninguno le prestó; unos hasta se
rieron de ella. Acudió a León por ocho mil francos.
Éste le manifestó que haría todo lo posible
por conseguirlos. "Prueba a ver, no sabes cómo te voy
a querer si lo haces
", insistió Emma. Los esfuerzos
de León fueron inútiles. Emma, con astucia, le
insinuó que se apoderara de ese dinero en su sitio de
trabajo. León tuvo miedo al percatarse que "bajo el
mudo imperio de aquella mujer
" lo estaba empujando a
delinquir. León prometió que intentaría
conseguir prestado el dinero con Morel, amigo suyo, hijo de un
comerciante, pero sus intenciones no eran sinceras…
León se marchó con la excusa de ir a cumplir con
sus obligaciones. "Le estrechó la mano, pero se la
notó totalmente inerte. A Emma se le agotaron las fuerzas
pero no experimentaba sentimiento alguno
". Como León
no regresó a la hora que había prometido, Emma se
marchó a Yonville, pero al salir de allí, muy
aturdida, le pareció ver al vizconde que pasaba raudo en
un tílburi. "Luego pensó haberse equivocado.
Pero daba igual. Todo, lo mismo en su interior que fuera de ella,
la abandonaba. Se sentía extraviada, rodando al azar por
abismos indefinibles
".

Como los bienes embargados fueron puestos en subasta
pública, Emma acudió al notario, que estaba
amangualado con Lheuraux para sus tratos logreros. El notario, en
lugar de prestarle mil francos, trató de acosarla
sexualmente; ella, muy airada, se marchó
aclarándole que no estaba en venta, a pesar de sus apuros
económicos. "¡Qué miserable!,
¡qué grosero!, ¡qué infame!, se
decía ella, huyendo con paso nervioso bajo los
álamos de la carretera. La decepción del fracaso
reforzaba la indignación de su pudor ultrajado; le
parecía que la Providencia se obstinaba en perseguirla, y
realzando su amor propio, nunca había tenido tanta estima
por sí misma ni canto desprecio por los demás. Un
algo belicoso la ponía fuera de sí. Habría
querido pegar a los hombres, escupirles en la cara, triturarlos a
todos; y continuaba caminando rápidamente hacia adelante,
pálida, temblorosa, furiosa, escudriñando con los
ojos en lágrimas el horizonte vacío, y como
deleitándose en el odio que la ahogaba
".

Emma pensaba que cuando Carlos se enterara del embargo,
la perdonaría, pero ella si no lo haría.
"Sí murmuraba rechinando los dientes, me
perdonará, él, que con un millón que me
ofreciera, no tendría bastante para que yo le perdonara el
haberme conocido… ¡jamás!,
¡jamás!

Esta idea de la superioridad de Bovary sobre ella la
exasperaba. Además, confesara o no inmediatamente, luego,
mañana, él no dejaría de enterarse de la
catástrofe; así que había que esperar esta
horrible escena y soportar el peso de su magnanimidad. Le dieron
ganas de volver a casa de Lheureux: ¿para qué?; de
escribir a su padre, era demasiado tarde; y tal vez se
arrepentía ahora de no haber cedido al otro, cuando
oyó el trote de un caballo por la alameda. Era él,
abría la barrera, estaba más pálido que el
yeso de la pared. Bajando a saltos la escalera, Emma se
escapó rápidamente por la plaza; y la mujer del
alcalde, que estaba hablando delante de la iglesia con
Lestiboudis, la vio entrar en casa del
recaudador
".

Desesperada, acudió a Binet, jefe de Bomberos y
recaudador, pero tampoco obtuvo dinero. Esperó en vano a
ver si León se aparecía con el dinero prometido,
sin que éste cumpliera. Entonces, como última
opción acudió en búsqueda de Rodolfo. Lo
encontró en su hacienda. Cuando se vieron, los dos se
sorprendieron. Él le dijo que estaba encantadora. Con
ironía Emma repuso amargamente: "Sí, pobres
encantos los míos, que sólo sirvieron para que los
despreciaras
". Rodolfo pretendió dar explicaciones,
"pero se perdía en vaguedades, incapaz de inventar una
disculpa valedera". Emma fingió creerle el pretexto con
que justificó su ruptura: "era un secreto del que
dependían el honor a incluso la vida de una tercera
persona.

¡No importa! dijo ella mirándolo
tristemente, ¡he sufrido mucho!

Él respondió en un aire
filosófico:

¡La vida es así!

¿Ha sido, por lo menos replicó Emma,
buena para usted después de nuestra
separación.

¡Oh!, ni buena… ni mala.

Quizás habría sido mejor no habernos
dejado nunca.

¡Sí…, quizás!

¿Tú crees? dijo ella
acercándose…

¡Oh, Rodolfo!, ¡si supieras!…
¡te he querido mucho!…

¿Cómo querías que viviese sin
ti? ¡No es posible desacostumbrarse de la felicidad!
¡Estaba desesperada!, ¡creí morir! Te
contaré todo esto, ya verás. ¡Y tú…
has huido de mí!…

Pues, desde hacía tres años, él
había evitado cuidadosamente encontrarse con ella por esa
cobardía natural que caracteriza al sexo fuerte; y Emma
continuaba con graciosos gestos de cabeza, más mimosa que
una gata en celo:

Tú quieres a otras, confiésalo.
¡Oh! ¡Lo comprendo, vamos!, las disculpo; las
habrás seducido, como me sedujiste a mí.
¡Tú eres un hombre!, tienes todo lo que hace falta
para hacerte querer. Pero nosotros reanudaremos, ¿verdad?,
¡nos amaremos! ¡Fíjate, me río, soy
feliz! ¡Pero habla!"

Rodolfo, pensando que Emma lloraba por él,
intentó consolarla, diciéndole que la amaba y no la
dejaría jamás. "¡Pero tú has
llorado!, le dijo. ¿Por qué?

Ella rompió en sollozos, Rodolfo creyó
que era la explosión de su amor; como ella se callaba,
él interpretó este silencio como un último
pudor y entonces exclamó:

¡Ah!, ¡perdóname!, tú eres
la única que me gusta. ¡He sido un imbécil y
un malvado! ¡Te quiero, te querré siempre!
¿Qué tienes? ¡dímelo! Y se
arrodilló
". Emma le confesó que estaba en la
ruina y le solicitó un préstamo, tratando de
justificarlo con mentiras. Entonces Rodolfo comprendió que
ése era el motivo real de la visita. Con parsimonia,
fríamente, le dijo: "Pues lo siento, querida, pero no
los tengo
". En verdad, él no tenía dinero y
estaba en apuros económicos. Emma, acudiendo al chantaje
emocional, arguyó que su negativa era prueba deque nunca
la había querido. "¡No los tienes! No los
tienes… Debería haberme ahorrado esta última
vergüenza. ¡Nunca me has querido! ¡Eres como los
otros!

Emma se traicionaba, se
perdía.

Rodolfo la interrumpió, afirmando que
él mismo se encontraba apurado de dinero.

¡Ah!, ¡te compadezco! dijo Emma.
¡Sí, muchísimo!…

Pero yo te lo habría dado todo, habría
vendido todo, habría trabajado con mis manos,
habría mendigado por las carreteras, por una sonrisa, por
una mirada, por oírte decir: "¡Gracias!" ¿Y
tú te quedas ahí tranquilamente en tu
sillón, como si no me hubieras hecho ya sufrir bastante?
¡Sin ti, entérate bien, habría podido vivir
feliz! ¿Quién te obligaba? ¿Era una apuesta?
Sin embargo, me querías, lo decías… Y
todavía, hace un momento… ¡Ah!, ¡hubieras
hecho mejor despidiéndome! Tengo las manos calientes de
tus besos, y ahí está sobre la alfombra el sitio
donde me jurabas de rodillas un amor eterno. Me lo hiciste creer:
¡durante dos años me has arrastrado en el
sueño más magnífico y más dulce!… Y
mientras, proyectos de viaje, ¿te acuerdas? ¡Oh!,
¡tu carta, tu carta, me desgarró el
corazón!… ¡Y después, cuando vuelvo a
él, a él, que es rico, feliz, libre, para implorar
una ayuda que prestaría el primero que llegara,
suplicándole y ofreciéndole toda mi ternura, me
rechaza, porque le costaría tres mil
francos!

¡No los tengo!, respondió Rodolfo con
esa calma perfecta con que se protegen como si fuera un escudo
las cóleras resignadas
".

Confundida y consciente de que en ese instante
sólo sufría por amor y no por deudas, fue a la
farmacia de Homais. Allí, luego de engañar a
Justín, logró obtener arsénico, con la
disculpa que era para matar ratones. Tomó el recipiente,
metió la mano y sacó un polvo blanco, "se puso
a comérselo allí, en la palma misma de la
mano
".

Cuando Carlos se enteró del embargo,
"gritó, lloró, se fue de cabeza" esperando
a Emma. "Y en los intervalos de su angustia veía
arruinado su prestigio, perdida su fortuna, hecho añicos
el porvenir de Berta
". Al llegar Emma, le preguntó la
razón de lo ocurrido; ella empezó a escribir una
carta, pidiéndole que la leyera al día siguiente,
sin hacer más preguntas. Emma pensó que la muerte
era algo tan insignificante; "me voy a morir, y se
acabó
". Luego de la agonía de Emma, Carlos
abrió la carta y la leyó: "Que no se culpe a
nadie…"
Entonces entendió que se había
envenenado. Carlos, desesperado y confundido, le preguntó
por qué había tomado esa determinación.
"Era preciso, querido.

-¿No eras feliz? ¿Es culpa mía?
Sin embargo, ¡he hecho todo lo que he
podido!

Sí…, es verdad…, ¡tú
sí que eres bueno!…

Ella pensaba que había terminado con todas
las traiciones, las bajezas y los innumerables apetitos que la
torturaban. Ahora no odiaba a nadie, un crepúsculo confuso
se abatía en su pensamiento, y de todos los ruidos de la
tierra no oía más que la intermitente
lamentación de aquel pobre corazón, suave e
indistinta, como el último eco de una sinfonía que
se aleja
".

En los estertores de la muerte, Emma besó un
crucifijo, con "el beso de amor más largo que nunca
hubiera dado".
El cura le hizo unciones. "El sacerdote
se levantó para tomar el crucifijo, entonces ella
alargó el cuello como alguien que tiene sed, y, pegando
sus labios sobre el cuerpo del HombreDios, depositó en
él con toda su fuerza de moribunda el más grande
beso de amor que jamás hubiese dado. Después el
sacerdote recitó el Mirereatur, y el Indulgentiam,
mojó su pulgar derecho en el óleo y comenzó
las unciones, primeramente en los ojos que tanto habían
codiciado todas las pompas terrestres; después en las
ventanas de la nariz, ansiosas de tibias brisas y de olores
amorosos; después en la boca, que se había abierto
para la mentira, que había gemido de orgullo y gritado de
lujuria; después en las manos, que se deleitaban en los
contactos suaves y, finalmente en la planta de los pies, tan
rápidos en otro tiempo cuando corría a saciar sus
deseos, y que ahora ya no caminarían más
".
Escuchando una canción de un ciego limosnero, que cantaba
en la calle, Emma murió después de "una
carcajada feroz, frenética, desesperada
". El
sacerdote le dijo a Carlos que había que aceptar los
designios de Dios, pero éste repuso que abominada a su
Dios.

Durante los días siguientes todos los acreedores
(reales y fingidos) de Emma empezaron a cobrarle a Carlos.
Felicidad se escapó con el guardarropa de Emma, raptada
por Teodoro, el criado del notario. Carlos recibió una
tarjeta de invitación para la boda de León,
flamante notario de Ivetot, con mademoiselle Leocadia Leboeut;
Carlos, ingenuo como siempre, pensó que esta noticia
hubiera alegrado a Emma. Tiempo después encontró
parte de una carta de Rodolfo. Carlos que "no le gustaba
legar al fondo de los asuntos
", pensó que era un amor
platónico. "Cerro los ojos a las pruebas y sus celos
inconcretos se vinieron a desleír en la inmensidad de su
pena
. Han debido de adorarla, pensó. Todos los
hombres, sin duda alguna, la desearon. Le pareció por esto
más hermosa; y concibió un deseo permanente,
furioso, que inflamaba su desesperación y que no
tenía límites, porque ahora era
irrealizable.

Para agradarle, como si siguiese viviendo,
adoptó sus predicciones, sus ideas; se compró unas
botas de charol, empezó a ponerse corbatas blancas.
Ponía cosmético en sus bigotes, firmó como
ella pagarés. Emma lo corrompía desde el otro lado
de la tumba.

Tuvo que vender la cubertería de plata pieza
a pieza, después vendió los muebles del
salón
".

Con el tiempo empezó a olvidarla. "Una cosa
extraña es que Bovary, sin dejar de pensar en Emma
continuamente, la olvidaba; y se desesperaba al sentir que esta
imagen se le escapaba de la memoria en medio de los esfuerzos que
hacía para retenerla. Cada noche, sin embargo,
soñaba con ella; era siempre el mismo sueño: se
acercaba a ella, pero cuando iba a abrazarla, se le caía
deshecha en podredumbre entre sus brazos…

A pesar de la estrechez en que vivía Bovary,
estaba lejos de poder amortizar sus antiguas deudas. Lheureux se
negó a renovar ningún pagaré. El embargo se
hizo inminente. Entonces recurrió a su madre, que
consintió en dejarle hipotecar sus bienes, pero haciendo
muchos reproches a Emma, y le pidió, en correspondencia a
su sacrificio, un chal salvado de las devastaciones de Felicidad.
Carlos se lo negó. Se enfadaron
".

Cuando Carlos estaba vendiendo su último recurso
(un caballo) se encontró con Rodolfo. Carlos se
lamentó por no ser como él. "-Yo no lo odio a
usted
", le dijo sin rencor, y agregó: "-La culpa
la tuvo la fatalidad
".

Carlos llegó a la casa y se sentó en el
banco del cenador. Berta, queriendo jugar con él, se le
acercó y de dio un leve empujoncito, y su padre
cayó al suelo. Estaba muerto.

Análisis

El narrador es un compañero de clases de la
época en Carlos inició sus estudios primarios (el
narrador tenía entonces siete años y Carlos
quince). Durante las primeras páginas narra la historia
como testigo, pero de ahí en adelante desaparece como
narrador testigo para convertirse en narrador omnisciente. "El
tono adoptado es el del relato subjetivo, en primera persona del
plural… El relato discurre de esta forma seudosubjetiva
durante unas tres páginas, y luego pasa a la forma de
narración objetiva…" (NABOKOV, Vladimir. Curso
de literatura europea
).

Los acontecimientos narrados en novela ocurren entre el
cuarto y quinto decenio del siglo XIX, bajo el reinado de Luis
Felipe (1830-1848). La narración comienza en el invierno
de 1827 y termina en 1846.

La obra está dividida en tres partes con 35
capítulos (la primera consta de 9, la segunda de 15 y la
tercera de 11). Para una mejor comprensión he asignado
nombre literal y poético a cada uno de los
capítulos (La novela no los trae).

Primera parte

Capítulo I

Nacimiento, infancia, estudio y matrimonio de Carlos
Bovary

El comienzo

Capítulo II

Carlos conoce a Emma Rouault y muere su
esposa

Nace el amor infeliz

Capítulo III

Propuesta de matrimonio de Carlos a Emma

Propuesta matrimonial

Capítulo IV

Pomposidad de la boda de Carlos y Emma

Una boda pomposa

Capítulo V

La casa del matrimonio Bovary

El hogar de los recién
casados

Capítulo VI

Añoranzas del pasado conventual

Añoranza conventual

Capítulo VII

La monótona vida rutinaria del matrimonio
Bovary

Un matrimonio rutinario

Capítulo VIII

Visita de Carlos y Emma al castillo de La
Vaubyessard

Fiesta en el castillo de La
Vaubyssard

Capítulo IX

Quimeras y desvaríos de Emma

Quimeras y desvaríos

Segunda parte

Capítulo I

Yonville, el nuevo lugar de residencia de los
Bovary

Conociendo a Yonville

Capítulo II

Llegada a Yonville, cena y plática en El
León de Oro

Cena y plática en El León de
Oro

Capítulo III

Nacimiento de Berta e inicio de la amistad de Emma y
León

Nacimiento de una vida y de una
amistad

Capítulo IV

Emma "amiga del alma" de León

Comienza un amor platónico

Capítulo V

Las penas de Emma y León por amarse en
silencio

Alegrías y penas de amar en
silencio

Capítulo VI

La melancolía de Emma y el viaje de León
para París

Un adiós inesperado

Capítulo VII

Emma sufre por la partida de León y conoce a
Rodolfo

El dolor de la partida

Capítulo VIII

La feria agrícola e inicio de la amistad de Emma
y Rodolfo

La feria agrícola

Capítulo IX

El romance de Emma y Rodolfo

Muere una pena y nace otra
ilusión

Capítulo X

Los encuentros furtivos y apasionados de Emma y
Rodolfo

Encuentros furtivos

Capítulo XI

Carlos fracasa en la operación de un pie
deforme

Incapacidad profesional

Capítulo XII

Los desvaríos y la obsesión de Emma por
Rodolfo

Desvaríos y obsesión

Capítulo XIII

La partida de Rodolfo y el abatimiento de
Emma

Abatimiento por un engaño

Capítulo XIV

Los repentinos cambios emocionales de Emma

Variedad emocional

Capítulo XV

Los Bovary asisten a ópera en Ruán y se
encuentra con León

Un espectáculo y un
reencuentro

Tercera parte

Capítulo I

Reencuentro y romance de Emma y León en
Ruán

Del amor platónico al amor
carnal

Capítulo II

La muerte del padre de Carlos

Un adiós eterno

Capítulo III

"La luna de miel" de Emma y León

"Luna de miel"

Capítulo IV

Las artimañas de Emma para encontrarse con
León en Ruán

Mentiras para amar

Capítulo V

Los encuentros furtivos de Emma y León y las
deudas de Emma

Encuentros furtivos

Capítulo VI

La infelicidad de Emma y el acoso de sus
acreedores

La felicidad no llega y las deudas
acosan

Capítulo VII

Esfuerzo infructuoso de Emma para conseguir dinero
prestado

Nadie presta dinero

Capítulo VIII

El suicidio de Emma

Fatalidad

Capítulo IX

El dolor de Carlos por la muerte de Emma

El dolor que deja la muerte

Capítulo X

Entierro de Emma

El último adiós

Capítulo XI

Muerte de Carlos agobiado por la tristeza

Por fin el fin

Personajes

A. PRINCIPAL

EMMA BOBARY

Siendo aún niña su padre la internó
en el convento de las Ursulinas, donde recibió una
educación esmerada y aprendió danza,
geografía, dibujo, bordado y a tocar el piano.
Allí, sin que se aburriera durante los primeros meses, "se
encontró a gusto en compañía de las buenas
hermanas, que, para entretenerla, la llevaban a la
capilla…" Jugaba muy poco y entendía bien el
catecismo, "contestando siempre al señor vicario en las
preguntas difíciles". En el claustro "se fue adormeciendo
en la languidez mística que se desprende del incienso, de
la frescura de las pilas de agua bendita y del resplandor de las
velas". Se divertía más con las ilustraciones del
misal que con la misa. "Intentó, para mortificarse,
permanecer un día entero sin comer. Buscaba en su
imaginación algún voto que cumplir. Cuando iba a
confesarse, se inventaba pecaditos a fin de quedarse allí
más tiempo, de rodillas en la sombra, con la cara pegada a
la rejilla bajo el cuchicheo del sacerdote. Las comparaciones de
novio, de esposo, de amante celestial y de matrimonio eterno que
se repiten en los sermones suscitaban en el fondo de su alma
dulzuras inesperadas". Pensaba que si su infancia hubiera
transcurrido en la trastienda de un barrio comercial,
quizás se habría abierto entonces a las invasiones
líricas de la naturaleza que, ordinariamente, no nos
llegan más que por la traducción de los
escritores… Acostumbraba a los ambientes tranquilos, se
inclinaba, por el contrario, a los agitados. No le gustaba el mar
sino por sus tempestades y el verdor sólo cuando
aparecía salpicado entre ruinas. Necesitaba sacar de las
cosas una especie de provecho personal; y rechazaba como
inútil todo lo que no contribuía al consuelo
inmediato de su corazón, pues, siendo de temperamento
más sentimental que artístico, buscaba emociones y
no paisajes".

Apasionada por la lectura, aprovechaba los libros que
ingresaba al convento una dama que iba todos los meses a "repasar
la ropa". Ella les "contaba cuentos, traía noticias,
hacía los recados en la ciudad, y prestaba a las mayores,
a escondidas, alguna novela que llevaba siempre en los bolsillos
de su delantal, y de la cual la buena señorita devoraba
largos capítulos en los descansos de su tarea. Sólo
se trataba de amores, de galanes, amadas, damas perseguidas que
se desmayaban en pabellones solitarios, mensajeros a quienes
matan en todos los relevos, caballos reventados en todas las
páginas, bosques sombríos, vuelcos de
corazón, juramentos, sollozos, lágrimas y besos,
barquillas a la luz de la luna, ruiseñores en los
bosquecillos, señores bravos como leones, suaves como
corderos, virtuosos como no hay, siempre de punta en blanco y que
lloran como urnas funerarias".

A sus quince años, ya se había sumido en
el apasionante universo de la lectura. Leyendo a Walter Scott se
aficionó por los temas históricos y
"soñó con arcones, salas de guardias y
trovadores".En ese tiempo "rindió culto a María
Estuardo y veneración entusiasta a las mujeres ilustres o
desgraciadas: Juana de Arco, Eloísa, Inés Sorel, la
bella Ferronniere, y Clemencia Isaura para ella se destacaban
como cometas sobre la tenebrosa inmensidad de la historia, donde
surgían de nuevo por todas partes, pero más
difuminados y sin ninguna relación entre sí, San
Luis con su encina, Bayardo moribundo, algunas ferocidades de
Luis XI, un poco de San Bartolomé, el penacho del
Bearnés, y siempre el recuerdo de los platos pintados
donde se ensalzaba a Luis XIV".

Estando en el convento murió su madre, dos
años antes de conocerse con Carlos; "lloró mucho
los primeros días". Con los cabellos de su madre,
mandó hacer un cuado fúnebre y pedió "que
cuando muriese la enterrasen en la misma sepultura". Preocupado
por la salud física y mental de Emma, su padre la
visitó. "Emma se sintió satisfecha de haber llegado
al primer intento a ese raro ideal de las existencias
pálidas, a donde jamás llegan los corazones
mediocres. Se dejó, pues, llevar por los meandros
lamartinianos, escuchó las arpas sobre los lagos, todos
los cantos de cisnes moribundos, todas las caídas de las
hojas, las vírgenes puras que suben al cielo y la voz del
Padre Eterno resonando en los valles. Se cansó de ello y,
no queriendo reconocerlo, continuó por hábito,
después por vanidad, y finalmente se vio sorprendida de
sentirse sosegada y sin más tristeza en el corazón
que arrugas en su frente".

Las religiosas, "que tanto habían profetizado su
vocación, se dieron cuenta con gran asombro" que iba
perdiendo su vocación y se tornaba difícil de
controlar. "En efecto, ellas le habían prodigado tanto los
oficios, los retiros, las novenas y los sermones, predicado tan
bien el respeto que se debe a los santos y a los mártires,
y dado tantos buenos consejos para la modestia del cuerpo y la
salvación de su alma, que ella hizo como los caballos a
los que tiran de la brida: se paró en seco y el bocado se
le salió de los dientes. Aquella alma positiva, en medio
de sus entusiasmos, que había amado la iglesia por sus
flores, la música por la letra de las romanzas y la
literatura por sus excitaciones pasionales, se sublevaba ante los
misterios de la fe, lo mismo que se irritaba más contra la
disciplina, que era algo que iba en contra de su
constitución". Entonces su padre la retiró del
internado. Las monjas no sintieron pena por su partida. "La
superiora encontraba incluso que se había vuelto, en los
últimos tiempos, poco respetuosa con la comunidad". De
regreso en Les Bertaux intentó mandar a los trabajadores,
pero se aburrió de la vida campesina y
extrañó su vida conventual.

Pocos años después de abandonar el
convento conoció a Carlos, con quien se casó
después. Como su padre se mostró en desacuerdo, no
pudo casarse como a ella le hubiera gustado: a media noche, a la
luz de la luna. En esa época "se sentía como muy
desilusionada, como quien no tiene ya nada que aprender, ni le
queda nada por experimentar. Pero la ansiedad de un nuevo estado,
o tal vez la irritación causada por la presencia de aquel
hombre, había bastado para hacerle creer que por fin
poseía aquella pasión maravillosa que hasta
entonces se había mantenido como un gran pájaro de
plumaje rosa planeando en el esplendor de los cielos
poéticos, y no podía imaginarse ahora que aquella
calma en que vivía fuera la felicidad que había
soñado".

Instalados en su casa de Tostes, Emma cavilaba sobre su
pasado, su presente y su futuro. Se persuadió de que a
pesar de que Carlos la amaba, no se sentía feliz con
él. Antes de casarse creyó estar enamorada, "pero
como la felicidad que esperaba de aquel amor no había
aparecido, pensó que se había equivocado". Entonces
se interrogó sobre qué significaban las palabras
"dicha, pasión y ebriedad" que le maravillaban en sus
lecturas.

A pesar de que su situación de "tranquilidad" no
coincidía con la ilusión de que con Carlos
viviría una pasión maravillosa, la pasión
soñada, pensaba que esos días eran los más
hermosos de su vida, "la luna de miel". Aunque no era feliz, "le
parecía que en algún sitio de la tierra se
tenía que darse la felicidad, como una planta oriunda de
aquel suelo y que en cualquier otra parte prosperaba
mal".

Como en Carlos no encontraba los ideales del hombre
soñado, su desapego de él era evidente a medida que
sus vidas íntimas se estrechaban. Emma no se emocionaba
con las conversaciones de Carlos, que "eran muy planas".
Éste no poseía las características de su
hombre ideal. Era todo lo contrario. No sabía nada,
esgrima ni manejar armas; no sobresalía en otras
actividades ni sabía iniciar a una mujer en las pasiones
ardientes, en los refinamientos de la vida o en todos los
misterios. "Pero éste no enseñaba nada, no
sabía nada, no deseaba nada. La creía feliz y ella
le reprochaba aquella calma tan impasible, aquella pachorra
apacible, hasta la felicidad que ella le
proporcionaba".

Las relaciones con su suegra eran distantes y poco
armoniosas. Ésta le encontraba "demasiados humos para su
posición". Pensaba que no tenía sentido que su hijo
la quisiera tanto, de manera tan exclusiva. Carlos, tratando de
generar armonía entre las dos, procuraba pedirle a Emma
que atendiera los consejos de su madre, pero Emma,
despectivamente, le decía que se ocupara de sus
pacientes.

Emma buscando "querer" a Carlos, se esmeraba por
desempeñar el papel de esposa "enamorada" y le recitaba
versos a la luz de la luna y le cantaba canciones. Carlos no se
mostraba ni más enamorado ni menos apasionado.
"Después de haber intentado de este modo sacarle chispas a
su corazón sin conseguir ninguna reacción de su
marido, quien, por lo demás, no podía comprender lo
que ella no sentía, y sólo creía en lo que
se manifestaba por medio de formas convencionales, se
convenció sin dificultad de que la pasión de Carlos
no tenía nada de exorbitante. Sus expansiones se
habían hecho regulares; la besaba a ciertas horas, era un
hábito entre otros, y como un postre previsto
anticipadamente, después de la monotonía de la
cena".

Salía a pasear al bosque con su perrita
Djali, ante quien se lamentaba por haberse casado y le
pedía besos ya que ella no tenía penas. Se
preguntaba si por algún capricho de la suerte hubiera
encontrado otro esposo distinto. "Podía haber encontrado a
uno guapo, distinguido, ingenioso, atractivo…". Su vida
era fría, y el aburrimiento era una araña
silenciosa que "tejía su tela en la sombra en todos los
rincones de su corazón".

Se sintió muy bien durante la visita al castillo
del marqués de Andervilliers. Allí se
deslumbró con el lujo y el refinamiento. Todo le
deleitó: la comida, el baile, los invitados, el vizconde.
Le hubiera gustado permanecer despierta "para saborear por
más tiempo la ilusión de aquella vida
lujosa…" Ésa, precisamente, era la vida que ella
añoraba vivir.

Quedó tan impactada y embrujada de esa visita,
que durante mucho tiempo estuvo anhelando volver al castillo. "Su
viaje a la Vaubyessard había abierto una brecha en su vida
como esas grandes grietas que una tormenta en una sola noche
excava a veces en las montañas. El recuerdo de aquel baile
fue una ocupación para Emma. Cada miércoles se
decía al despertar: Ah, hace ocho días… hace
quince días…, hace tres semanas, yo estaba allí!
Y poco a poco, las fisonomías se fueron confundiendo en su
memoria, olvidó el aire de las contradanzas, no vio con
tanta claridad las libreas y los salones; algunos detalles se le
borraron, pero le quedó la añoranza". Quedó
tan prendada del vizconde con quien bailó hasta el punto
de imaginar (y dar por sentado) que una petaca de seda verde,
encontrada en el camino de regreso a Tostes, se le había
caído al vizconde cuando regresaba a Paris. "La miraba, la
abría, a incluso aspiraba el aroma de su forro, mezcla de
verbena y de tabaco. ¿De quién era? Del vizconde.
Era quizás un regalo de su amante. Habrían bordado
aquello sobre algún bastidor de palisandro, mueble
gracioso que se ocultaba a todas las miradas, delante del cual
habían pasado muchas horas y sobre el que se
habrían inclinado los suaves rizos de la bordadora
pensativa. Un hálito de amor había pasado entre las
mallas del cañamazo; cada puntada de aguja habría
fijado allí una esperanza y un recuerdo, y todos estos
hilos de seda entrelazados no eran más que la continuidad
de la misma pasión silenciosa. Y después, el
vizconde se la habría llevado consigo una mañana.
¿De qué habrían hablado cuando la cigarrera
se quedaba en las chimeneas de ancha campana entre los jarrones
de flores y los relojes Pompadour? Ella estaba en Tostes.
¡El estaba ahora en París, tan lejos!"

Se preguntaba cómo sería París, en
donde tanto anhelaba vivir. "¡Qué nombre
extraordinario! Ella se lo repetía a media voz,
saboreándolo; sonaba a sus oídos como la campana de
una catedral y resplandecía a sus ojos hasta en la
etiqueta de sus tarros de cosméticos". Por eso se
compró un plano de París, "y con la punta de su
dedo sobre el mapa, hacía recorridos por la capital…"
Compraba revistas para estar enterada de los espectáculos
culturales de París. Leía escritores parisinos
"buscando satisfacciones imaginarias para sus más
íntimos anhelos".

En su mundo de quimeras, sueños,
ensoñaciones y fantasías, Emma apartaba el
pensamiento de las cosas entre más cerca estaba de ellas.
"Todo lo que la rodeaba inmediatamente, ambiente rural aburrido,
pequeños burgueses imbéciles, mediocridad de la
existencia, le parecía una excepción en el mundo,
un azar particular en que se encontraba presa; mientras que
más allá se extendía hasta perderse de vista
el inmenso país de las felicidades y de las pasiones. En
su deseo confundía las sensualidades del lujo con las
alegrías del corazón, la elegancia de las
costumbres, con las delicadezas del sentimiento. ¿No
necesitaba el amor como las plantas tropicales unos terrenos
preparados, una temperatura particular?… Sentía ansias
de correr el mundo o de volverse a vivir al convento. Anhelaba al
mismo tiempo morirse y vivir en París".

Emma al ver a su esposo se lamentaba por qué no
se había casado con otro hombre, "con uno de esos hombres
de entusiasmos callados que trabajaban por la noche con los
libros y, por fin, a los sesenta años, cuando llega la
edad de los reumatismos, lucen una sarta de condecoraciones sobre
su traje negro mal hecho? Ella hubiera querido que este nombre de
Bovary, que era el suyo, fuese ilustre, verlo exhibido en los
escaparates de las librerías, repetido en los
periódicos, conocido en toda Francia. ¡Pero Carlos
no tenía ambición! Para Emma, Carlos no era
más que un pobre desgraciado. Cada vez se exasperaba
más de él hasta el extremo de volvérsele
intolerantes sus modales grotescos. A veces se ocupaba del
arreglo personal de Carlos, pero no por cariño hacia
él sino por desahogar su egoísmo. "En el fondo de
su alma, sin embargo, esperaba un acontecimiento. Como los
náufragos, paseaba sobre la soledad de su vida sus ojos
desesperados, buscando a lo lejos alguna vela blanca en las
brumas del horizonte. No sabía cuál sería su
suerte, el viento que la llevaría hasta ella, hacia
qué orilla la conduciría, si sería chalupa o
buque de tres puentes, cargado de angustias o lleno de
felicidades hasta los topes. Pero cada mañana, al
despertar, lo esperaba para aquel día, y escuchaba todos
los ruidos, se levantaba sobresaltada, se extrañaba que no
viniera; después, al ponerse el sol, más triste
cada vez, deseaba estar ya en el día
siguiente…".

Su vida continuaba con sus días rutinarios,
monótonos, aburridos. Su vida era vacua y monótona.
Los días eran iguales y su corazón estaba cada vez
más vacío. Seguirían así y ninguno
traería nada nuevo. En las vidas de los demás
habría acontecimientos; en los de ella, ninguno. "Una
aventura ocasionaba a veces peripecias hasta el infinito y
cambiaba el decorado. Pero para ella nada ocurría.
¡Dios lo había querido! El porvenir era un corredor
todo negro, y que tenía en el fondo su puerta bien
cerrada". Entonces abandonó la música. ¿Para
qué y quién tocar? Dejó de dibujar y de
coser. "La costura la ponía nerviosa". En su vida
sólo había amargura.

Descuidó sus quehaceres y su salud empezó
a decaer. Cambió notoriamente. Su suegra se percató
de ello. Al decirle que había que cuidar de la
religión de sus criados, Emma se indignó. Se
tornó difícil y caprichosa. "Se encargaba platos
para ella que luego no probaba, un día no bebía
más que leche pura, y, al día siguiente, tazas de
té por docenas. A menudo se empeñaba en no salir,
después se sofocaba, abría las ventanas, se
ponía un vestido ligero. Reñía duro a su
criada, luego le hacía regalos o la mandaba a visitar a
las vecinas, lo mismo que echaba a veces a los pobres todas las
monedas de plata de su bolso, aunque no era tierna, ni
fácilmente accesible a la emoción del
prójimo, como la mayor parte de la gente descendiente de
campesinos, que conservan siempre en el alma algo de la
callosidad de las manos paternas". Sentía desdén
por todo y por todos, "y a veces se ponía a expresar
opiniones singulares, censurando lo que aprobaban, y aprobando
cosas perversas o inmorales, lo cual hacía abrir ojos de
asombro a su marido". Se preguntaba si esa mezquindad iba a durar
toda la vida y no podría salir de ella. "Abominaba de la
injusticia de Dios; apoyaba la cabeza en las paredes para llorar;
envidiaba la vida agitada, los bailes de disfraces, los placeres
con todos los arrebatos que desconocía y que debían
de dar". Palidecía y tenía palpitaciones". Como le
diagnosticaron una enfermedad nerviosa, hubo necedad de cambiar
de "aires" y se fueron a vivir a Yonville. Antes de irse, Emma
quemó su ramo de novia.

En Yonville, Emma, que amaba la lectura y el ocaso a la
orilla del mar, "porque sentía que su alma se desplazaba
con mayor libertad surcando la extensión sin
límites", conoció a León. Compartían
gustos análogos. Entre ellos surgió un
vínculo platónico que ninguno fue capaz de
confesarlo. Mientras tanto nació Berta, a pesar de que
Emma anhelaba un niño que hubiera llamado Jorge. "…
la idea de tener un hijo varón era como la revancha
esperaba de todas sus impotencias pasadas. Un hombre, al menos,
es libre; puede recorrer las pasiones y los países,
atravesar los obstáculos, gustar los placeres más
lejanos. Pero a una mujer esto le está continuamente
vedado. Fuerte y flexible a la vez, tiene en contra de sí
las molicies de la carne con las dependencias de la ley. Su
voluntad, como el velo de su sombrero sujeto por un
cordón, palpita a todos los vientos; siempre hay
algún deseo que arrastra, pero alguna conveniencia social
que retiene". De inmediato la entregó a una nodriza y ella
prosiguió con su vida de ensoñaciones y
fantasías.

Emma, perdida es su mundo fantástico,
soñaba con el amor que llegaría "entre destellos y
fulgores, a modo de huracán de los cielos que cae sobre la
vida, la transforma, arrasa la voluntad como hoja al viento y
arrastra el corazón hasta hundirlo en los abismos".
Ilusamente, pensaba que León sería aquel amor que
le traería la felicidad anhelada. Entre más
enamorada se sentía de León, más
reprimía su amor para que éste no lo notara y lo
ahogara. "Lo que más la refrenaba, sin duda, era la
inercia y el miedo, pero el pudor también". Sus apetitos
de carne, la codicia por el dinero y la melancolía de la
pasión se fundieron en un solo pensamiento.

Como Carlos no sospechaba de su suplicio, Emma se
exasperaba. Él pensaba que la hacía feliz, y para
Emma esto era un insulto. "¿No era él la traba para
su felicidad, el causante de su desgracia y como la afilada
hebilla de aquella complicada correa que la ataba por todas
partes?" Su odio hacia Carlos crecía cada vez más,
y a pesar de sus esfuerzos por apaciguarlo, éste se
incrementaba. "La mezquindad de la vida doméstica la
disparaba hacia delirios de grandeza, la armonía
matrimonial sueños de adulterio". Si Carlos hubiera tenido
el valor de maltratarla, ella hubiera tenido motivos para odiarlo
más. Tenía pensamientos atroces. "¿Y
tendría que seguir sonriendo perfectamente, oír
cómo todos decían lo feliz que era, fingir que lo
era, dejarles creer que lo era?" Esa hipocresía le
incomodaba y deseaba huir con León muy lejos "para iniciar
una vida nueva".

Cuando León se marchó a París, Emma
cayó en un profundo abatimiento. Todo lo veía
envuelto en una atmósfera negra y la tristeza se
adueñaba de su ser. Era víctima de
melancolía y desesperanza. Lo recordaba y, aunque
estuviera lejos, lo sentía cerca. "Se había ido
para siempre, ay, se había quedado sin el único
aliciente de su vida, sin la última esperanza posible de
felicidad". Se maldecía por haberse prohibido amarlo y
deseaba su boca. "Ganas le entraban de echar a correr a buscarlo,
de arrojarse en sus brazos y decirle: ¡Aquí me
tienes, tuya soy!" El recuerdo de León se convertía
en su malestar. "En el abatimiento de su conciencia llegó
a confundir la aversión al marido con la tendencia hacia
el amante, las quemaduras del odio por el calor del
cariño". En sus repentinos cambios "se le metió en
la cabeza aprender italiano". Ensayó leer cosas más
serias, historia y filosofía. Pronto desistió de
este empeño. Se le ocurrían disparates y cuando se
encontró una cana empezó a hablar de
vejez.

Superficialmente superada la pena ocasionada con la
partida de León, estableció un nuevo vínculo
con Rodolfo, quien, con su mente abierta y sus calculadas
intenciones, le decía que la dicha era posible
algún día; que debemos sentir lo grande, gozar de
lo bello y "rechazar todos los convencionalismos ignominiosos que
nos impone la sociedad"; que no se puede ir en contra de las
pasiones porque éstas son lo único hermoso que
existe. Así mismo, le aclaraba que no es aconsejable la
moral mezquina, convencional, la establecida por los hombres,
sino adoptar la moral inmutable que "está por encima y nos
rodea por todas partes…" Rodolfo, un hombre sibarita y
mundano, no tardó en comprender el estado de ánimo
de la joven señora. "En sus brazos madame Bovary
aprendió que algunas de las locas pretensiones eran en
realidad posibles, y que los hombres eran capaces, como en el
caso del débil seductor, de entregarse plenamente a la
sensualidad y al deleite sin que su corazón tenga que
verse en nada comprometido".

Gracias a la grandilocuencia, al torrente de elocuencia
y a la convincente y seductora retórica de Rodolfo,
terminó profundamente enamorada de éste hasta el
extremo de consumar el adulterio. "Era la primera vez que Emma
oía decir estas cosas; y su orgullo, como alguien que se
solaza en un baño caliente, se satisfacía
suavemente y por completo al calor de aquel lenguaje". Ese
vínculo la transformó de una manera tan importante
como "si hubieran cambiado de sitio todas las
montañas… Algo muy sutil bañaba y
transfiguraba toda su persona… -¡Tengo un amante!,
tengo un amante, se repetía, deleitándose en esta
idea, como si sintiese renacer en ella otra pubertad. Iba, pues,
a poseer por fin esos goces del amor, esa fiebre de felicidad que
tanto había ansiado. Penetraba en algo maravilloso donde
todo sería pasión, éxtasis, delirio; una
azul inmensidad la envolvía, las cumbres del sentimiento
resplandecían bajo su imaginación, y la existencia
ordinaria no aparecía sino a lo lejos, muy abajo, en la
sombra, entre los intervalos de aquellas alturas. Entonces
recordó a las heroínas de los libros que
había leído y la legión lírica de
esas mujeres adúlteras empezó a cantar en su
memoria con voces de hermanas que la fascinaban. Ella
venía a ser como una parte verdadera de aquellas
imaginaciones y realizaba el largo sueño de su juventud,
contemplándose en ese tipo de enamorada que tanto
había deseado. Además, Emma experimentaba una
satisfacción de venganza. ¡Bastante había
sufrido! Pero ahora triunfaba, y el amor, tanto tiempo contenido,
brotaba todo entero a gozosos borbotones. Lo saboreaba sin
remordimiento, sin preocupación, sin turbación
alguna".

Sus excesos pasionales y sus cursilerías
generaron indiferencia en Rodolfo. No sabía si
arrepentirse por habérsele entregado o amarlo más.
Estaba fascinada y era víctima de su
seducción.

A pesar de su aparente dicha, se preguntaba quién
la había hecho tan desgraciada y dónde estaba la
catástrofe que había arruinado su vida. Se
sentía más inconforme con su esposo. El fracaso de
la operación de Hipólito incrementó su
desprecio hacia Carlos. Lo veía vulgar, mediocre,
fracasado, incapaz de hacerla feliz… Cómo se
había "imaginado que un hombre semejante pudiese valer
algo, como si veinte veces no se hubiese ya dado cuenta de su
mediocridad". Se recriminado por haber pensado ingenuamente que
Carlos saldría airoso de la operación y
conseguiría dinero, prestigio, éxito y
reconocimiento. "¿Cómo era posible que ella, tan
inteligente, se hubiera equivocado una vez más? Por lo
demás, ¿por qué deplorable manía
había destrozado su existencia en continuos sacrificios?
Recordó todos sus instintos de lujo, todas las privaciones
de su alma, las bajezas del matrimonio, del gobierno de la casa,
sus sueños caídos en el barro, como golondrinas
heridas, todo lo que había deseado, todas las privaciones
pasadas, todo lo que hubiera podido tener, y ¿por
qué?, ¿por qué?".

Todo le irritaba de Carlos, no lo soportaba, lo
aborrecía… El recuerdo de su amante la fascinaba.
Toda su alma la tendía hacia él. Carlos estaba al
margen de su vida. Mientras su amor por Rodolfo crecía,
por Carlos disminuía. "Cuanto más se entregaba a
uno, más abominable le parecía el otro". Su esposo
era insoportable y no lo aguantaba más. Entonces le
propuso a Rodolfo que huyeran. Éste, al principio, se
opuso pero ella terminó convenciéndolo.

La víspera de la huida, Rodolfo le envió
una carta enterándola de las razones por las cuales no se
fugaba con ella. Esta nueva decepción le trajo otro
lamentable abatimiento, acompañado de una enfermedad
nerviosa. Como paliativo para tratar de superar su inmensa pena,
entró en un período místico, el cual no le
prodigó el sosiego buscado. Como ningún deleite le
"llovía del cielo" tuvo la "vaga sensación de estar
siendo víctima de un inmenso fraude". En su misticismo no
pudo hallar alivio a sus fatigas. Enterró el recuerdo de
Rodolfo en lo más profundo de su corazón, pero no
lo olvidó… En su insoportable levedad se
entregó a las obras de caridad y en su vida se operaron
significativos cambios.

El reencuentro con León le trajo nuevos
entusiasmos a su aciaga existencia. Rendida ante la insistencia y
el atractivo de León, se arrojó nuevamente a los
brazos del adulterio. Una febril pasión (ya no
platónica sino carnal) se estableció entre los dos;
y para encontrarse y vivir intensamente su furtivo romance,
empezó a mentirle a Carlos. "A partir de este momento, su
existencia no fue más que una sarta de mentiras en las que
envolvía su amor como en velos para ocultarlo. Era una
necesidad, una manía, un placer, hasta tal punto que, si
decía que ayer había pasado por el lado derecho de
una calle, había que creer que había sido por el
lado izquierdo". Con León disfrutó a plenitud,
espléndidamente y vivió una auténtica luna
de miel. "Emma saboreaba su amor de forma reconcentrada y
absorta, lo alimentaba mediante todos los ardides de ternura
imaginables y la idea de llegar a perderlo algún
día le estremecía de miedo". El apasionado romance
con León le hizo olvidarse de sus deberes como madre y
esposa, y contribuyó a que se endeudara.

Así estuviera viviendo una vida en apariencia
placentera y dichosa, no era feliz, no lo había sido
nunca. "¿De dónde venía aquella
insatisfacción de la vida, aquella instantánea
corrupción de las cosas en las que se apoyaba?… Pero si
había en alguna parte un ser fuerte y bello, una
naturaleza valerosa, llena a la vez de exaltación y de
refinamientos, un corazón de poeta bajo una forma de
ángel, lira con cuerdas de bronce, que tocara al cielo
epitalamios elegiacos, ¿por qué, por azar, no lo
encontraría ella? ¡Oh!, ¡qué
dificultad! Por otra parte, nada valía la pena de una
búsqueda; ¡todo era mentira! Cada sonrisa ocultaba
un bostezo de aburrimiento, cada alegría una
maldición, todo placer su hastío, y los mejores
besos no dejaban en los labios más que un irrealizable
deseo de una voluptuosidad más alta". Su relación
con León empezó a enfriarse, debido a que
éste se sentía anulado y sometido por el imperio de
Emma. Todo lo que antes lo entusiasmaba empezaba a intimidarlo.
Su estadía en París le había enseñado
a alejarse de la desmesura de las mujeres posesivas y poco a poco
se alejó de ella. Además, su madre, sus
compañeros de trabajo y su jefe le recomendaron terminar
con esa tormentosa relación que le podía hacer
daño y ser un obstáculo para su futuro como
notario.

Partes: 1, 2, 3, 4
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