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Análisis de la novela El Moro (página 2)



Partes: 1, 2

A sus tres años de edad, don Cesáreo
contrató los servicios de Geroncio, un reputado amansador,
que maltrató brutalmente durante ese proceso al Moro, y de
manera violenta e irresponsable cumplió esa cruel faena
fuera de Hatonuevo. "Geroncio pasaba, no sólo por
amansador, sino también por picador (vulgo,
chalán), y don Cesáreo dejó a Geroncio el
cuidado de arreglarme. En menguada hora tomó tal
determinación, pues a ella se debió la desgracia
que más ha acibarado mi existencia y que no
permitió que don Cesáreo sacara de ser dueño
mío las ventajas que se había prometido. El sistema
de Geroncio para acabar de domar un caballo nuevo, para
arrendarlo, para arreglarle el paso y para sacarle brío,
como él decía, consistía únicamente
en el empleo de medios violentos y bárbaros. A mí
me hacía trabajar sin medida y sin miramiento;
hacía sobre mis lomos jornadas largas; me dejaba sin
descanso hasta una semana entera; y, lo que era peor, se
desmontaba al anochecer a la puerta de la venta de que era
parroquiano, me dejaba atado a una de las columnas de la ramada
(cobertizo anexo a la casa), y pasaba tres o cuatro horas
bebiendo, jugando, conversando y, no raras veces,
riñendo
". El desafortunado proceso de amansamiento
sirvió para que el Moro adquiriera resabios, por culpa de
la estultez y de la brusquedad de Geroncio. El resabio de hacerse
"coleador" lo obtuvo de Geroncio.

Después del tosco y malogrado proceso de
domesticación, el Moro fue llevado a un potrero de
Hatonuevo, donde habían varios bueyes. Allí, como
no se podía comunicar con éstos en el lenguaje de
los caballos, se entregó a las cavilaciones, luego de
haber caído en una negra melancolía. "Di en
repasar los sucesos de mi vida, de esta vida tan corta
todavía y ya acibarada con tantos padecimientos. Meditaba
sobre la crueldad e injusticia del trato que me habían
dado los hombres; se me representaban al vivo las escenas en que
yo había tenido parte, siempre como víctima, y
otras en que había visto maltratar inicuamente a seres de
mi especie; ponderaba la insensibilidad de que hizo prueba mi
primitivo dueño cuando me entregó a un
extraño sin dar muestra alguna de sentimiento, sin hacerme
una caricia y sin dirigirme una palabra de cariño;
recordaba al odioso Geroncio, que, antes de saber si yo
merecería castigo, me aplicaba el más riguroso; me
llenaba de indignación contemplando que los buenos hombres
que habían sido testigos de mis quebrantos sólo en
un caso habían acudido a auxiliarme, y en un caso
sólo había habido quien manifestase
compasión al verme sufrir. Lejos de mostrarse
compadecidos, por lo común habían convertido mis
cuitas en materia de chacota y de grosero
entretenimiento.

Discurría también que si nuestros
tiranos nos procuran el alimento y otras conveniencias, no lo
hacen generosamente, por benevolencia ni por afecto, sino porque
les interesa conservarnos y mantenernos en un estado en que
podamos servirles. Pensaba, finalmente, que las plantas que
produce la tierra para sus tentarnos son tan nuestras como el
aire y como la luz del sol, y que el hombre, lejos de hacernos
favor cuando las destina a nuestro servicio, comete una iniquidad
cuando pone límites y cortapisas al uso que de ellas
podemos hacer
". Entonces tomó la decisión de
huir de Hatonuevo y de la crueldad de los humanos; pero un
caballo llamado Morgante, que pastaba en ese potrero, lo
disuadió de su intención. "Hízome ver en
primer lugar que cualquiera que fuese el camino por donde huyera,
mi dueño no tardaría en descubrir mi paradero, y en
hacerme coger, ya por medio de sus propios agentes, ya por el de
las autoridades. Añadió que si, por rara
casualidad, lograba burlarme de las pesquisas de don
Cesáreo, en ninguna parte había de faltar quien se
apoderara de mí como de cosa sin dueño. Me
demostró que los caballos no podemos vivir independientes
y que el único arbitrio que está en mano de un
individuo de nuestra especie, no ya para ser feliz, pues en la
tierra (y esto lo dijo suspirando) no se puede encontrar la
felicidad, sino para procurarse algún bienestar, es
someterse de buena voluntad al dueño o al jinete a quien
le toque obedecer, y hacerse digno de su estimación
ejercitando en su servicio las habilidades y exhibiendo las dotes
que más aprecian y apetecen los hombres en un individuo de
nuestra raza. Un caballo manso, exento de resabios, vivo y de
suave movimiento, va por lo común, si no esta enfermo y si
no es monstruosamente feo, a manos de un amo que, ya que no por
cariño, por miedo de perderlo o de perder parte de su
valor, tiene cuidado de él y se abstiene de abusar de sus
fuerzas. Y no es raro que un hombre se apasione por un caballo
que le sirva bien: he visto varias veces al dueño de una
bestia de poco valor rehusar una cantidad exorbitante que le
ofrecen por ella, únicamente porque le ha cobrado
cariño y se lo han cobrado su mujer y sus hijos. He visto
también, y tú verás tal vez en las
haciendas, caballos viejos e inutilizados a quienes jubilan y
mantienen desinteresadamente en atención a sus antiguos
servicios. Por último, si se hubiera realizado tu
sueño, habrías ido a pasar en algún desierto
trabajos más crueles que los que has pasado en manos de
Geroncio
". Con Morgante pastaba allí otro caballo (El
Merengue), quien les narró parte de las aventuras y
peripecias de su vida hasta convertirse en un "caballito de un
niño" en la hacienda del abogado de don Cesáreo, el
doctor Barrantes. Tiempo después, el Moro habría de
reconocer la gran amistad que llegó a tener con estos dos
caballos. "El vínculo que a mí me ligaba con
Morgante y con Merengue no era simplemente la instintiva
simpatía que nace de la convivencia; era aquel sentimiento
que los hombres llaman amistad, y que, entre ellos, al decir de
ellos mismos, es tan raras veces pura y
duradera
".

Con el ánimo de erradicarle al Moro el resabio
del "coleo", don Cesáreo acudió a los servicios de
don Antero, picador (domador y adiestrador de caballos),
aparentemente un jinete experto. Por ello éste se lo
llevó de Hatonuevo durante algunos días. Estuvo en
Bogotá, donde le pusieron el nombre de "El Moro". A pesar
de las habilidades de don Antero como jinete, el Moro
siguió con su resabio de "coleador".

Tiempo después, don Cesáreo en contra de
su voluntad, debió vender al Moro a un sujeto de la peor
laya conocido como el "Tuerto Garmendia", cuyo nombre era Lucio
Garmendia, hijo de un rico y acaudalado comerciante de la
región. Como el Tuerto era un reconocido criminal,
asesino, truhán, rufián y trasgresor de todo tipo
de normas legales, logró convencer a don Cesáreo, y
éste por temor a sus bravuconadas y fechorías,
resolvió, muy a su pesar, venderle en quinientos pesos al
Moro, dinero que el malhechor nunca pagó.

En poder del Tuerto, el Moro sufrió muchas
penalidades, hambre, sed y malos tratos. En esas circunstancias,
el Moro aprovechó una ocasión para huir de su
malvado amo. Luego de vagar sin rumbo fijo, cuando estaba a punto
de regresar a Hatonuevo, cayó de nuevo en poder del
Tuerto, cuya afición era maltratar a los animales hasta el
extremo de prenderles fuego y quemarlos vivos. Así el Moro
siguió al servicio del Tuerto, quien se dedicó a la
comisión de múltiples tropelías. Tras la
confusión suscitada luego de la comisión de un
asesinato por parte del Tuerto y sus secuaces, el Moro
aprovechó la ocasión y huyó. En su
incómoda huida, debido a que estaba enredado con sus
riendas, cayó "en un hoyo que habían abierto a
fin de sacar barro para un tejar
", de donde fue sacado por
mujeres campesinas que eran muy "compasivas con los
animales
". Luego fue a dar a un pueblo, donde el Alcalde lo
entregó a un vecino en calidad de depositario, y
éste lo colocó en un rastrojo en que no faltaban
relieves. Al otro día don Cesáreo fue a la
Alcaldía y lo reclamó como suyo. "El Alcalde
oyó con benignidad las reclamaciones de don Cesáreo
y dispuso que yo le fuese entregado, con lo que el paje me
asió del cabestro y tomó conmigo el camino de
Hatonuevo… Don Cesáreo llegó poco
después que mi conductor; estuvo contemplándome y
ponderando los estragos que en mí había causado el
haber servido al Tuerto Garmendia, y dispuso lo que había
de hacerse para curarme de las dolamas de que debía estar
lleno y para hacer desaparecer las infinitas lacras que me
afeaban todo el encanijado cuerpo…"

En Hatonuevo el Moro se reencontró con Morgante,
el Merengue y otros caballos. Dialogaron sobre su vida caballuna,
sus trabajos y su condición equina. Un caballo conocido
como Mohíno hizo una extensa descripción de la
región (un páramo) en donde queda la hacienda en
que nació, de los rodeos o faenas para contar, marcar,
señalar y vacunar el ganado y "apartar también
los toretes y las vacas viejas que habían de quedarse en
los potreros bajos para ser vendidos
", y de las otras
funciones que había realizado. Morgante le advirtió
al Moro que podría ser declarado elemento de guerra, como
estaban expuestos a serlo todos los caballos paisanos suyos,
hasta los que pertenecen a ministros y diplomáticos;
advertencia que lo llenó de temor. "Desde aquel
día me dominó un horror por la milicia y por la
guerra, comparable únicamente con el que me
infundía la idea de volver a caer en las garras del Tuerto
Garmendia, horror que, dicho sea de paso, nunca dejaba de
asaltarme y constituía para mí una verdadera
obsesión
".

Como secuela de haber perdido un pleito legal, don
Cesáreo se vio expuesto a una precaria situación
económica que motivó la venta de el Moro al
señor Ávila, quien se lo llevó a una
pesebrera en Bogotá. "Me halagaba verme en
situación tan nueva para mí, situación que
me parecía más elevada y honrosa que la de un
caballo de hacienda. Yo era aún joven, y en la juventud
siempre seduce la novedad. Me venía además una idea
vaga de que, en la ciudad y bajo el dominio de un sujeto
acaudalado y respetable, estaba yo más asegurado contra
cualquier tentativa del Tuerto Garmendia
.

Pero, por otra parte, al verme encerrado entre
paredes y pisando empedrados, yo que estaba habituado a
enseñorearme con la vista de todo el horizonte; a reputar
mío un espacio amplio y abierto alrededor del sitio que
ocupara; a respirar el aire libre, puro y embalsamado de las
praderas; y a recrearme en compañía de amigos o de
semejantes míos, suspiraba por la vida que, tal vez para
siempre, había dejado.

No podía perdonarle a don Cesáreo el
que, dando muestras de insensibilidad, me hubiera, por decirlo
así, echado de su casa, por conseguir en cambio unas
monedas. Entonces, más que nunca, me sentí
maravillado de que los hombres estimen tanto el dinero, cuya
utilidad no podemos comprender los animales; y entonces,
más que nunca, ponderé la ventaja que les llevamos
a los hombres no viéndonos agitados, atormentados y
divididos por el anhelo de las riquezas.

Sin embargo de esto, yo gemía en mi interior
acordándome de mi antiguo amo, y mucho más de la
señora doña Macana, que había llorado a
lágrima viva al verme salir de Hatonuevo. A Emidio y a
otras personas de la hacienda, así como a varios de mis
compañeros, les consagré también muchos
suspiros".

En Bogotá, el Moro empezó a prestar
servicios al señor Ávila, quien debía dar
paseos a caballo según prescripción médica.
En sus múltiples excursiones, el Moro fue con su amo hasta
el Salto del Tequendama y a otros lugares de la Sabana de
Bogotá.

Estando todavía al servicio del señor
Ávila, el Moro se encontró nuevamente con Morgante,
quien le contó que su amo lo había vendido y estaba
al servicio de un obispo, e igual suerte había corrido
Merengue que había pasado a manos de otro amo. Morgante le
relató cómo es la vida en los llanos de Casanare
("el infierno de los caballos"): faenas de
ganadería, trabajo duro para los caballos, maltrato y
esforzada exigencia a las bestias para galopar por tan
inhóspitos y agrestes paisajes, y la molesta
picazón de zancudos que no dejan tranquilos a los
caballos.

Como el señor Ávila ya no necesitaba de el
Moro, y debido a que los gastos de manutención de
éste eran cuantiosos, resolvió venderlo. Fue
así como un tal Pachito lo "probó",
llevándoselo para una excursión a tierra caliente,
en alguna región aledaña al río Magdalena.
En ese periplo, además del susto que vivió una
noche, tras haber escuchado la voz del Tuerto Garmendia que
pasó por ese sitio huyendo de la justicia, se
bañó en las cálidas aguas del Magdalena y se
enteró cómo era la vida de los caballos en tierra
caliente. "En aquella excursión iba yo haciendo
estudios sobre la condición y la suerte de los caballos en
la tierra caliente. Cuando hube visto muchos de los nacidos o
aclimatados en ella formé el concepto de que esos climas
no son propios para que los individuos de nuestra especie se
desarrollen y prosperen, ni menos para que una buena raza se
perfeccione o siquiera se conserve sin degenerar. La piel del
caballo calentano da muestras de lo que acabo de afirmar. En la
región inferior de la cabeza, y a veces en toda ella,
igual que en otras partes del cuerpo, el pelo es ralo y demasiado
corto, de manera que deja a descubierto la epidermis. Así,
la piel del caballo vivo se asemeja mucho a la de la bestia o el
toro difuntos, piel que, convertida en zurrón o en forro
de una vasija, y maltratada por el uso y el frote, se ve como
curtida y marchita… Y cualquiera que sea el trabajo del
caballo en tierra caliente, es más duro y pesado que en la
Sabana, pues allá hay que batallar con la flaqueza, la
lasitud y la flojedad que hacen experimentar el clima y la falta
de jugosidad de los pastos. ¡Dichosos los caballos y
dichosos todos los vivientes a quienes ha tocado habitar en la
Sabana de Bogotá!"

Cuando el Moro regresó a Bogotá, el
señor Ávila lo entregó a un vecino para que
lo vendiera, ya que Pachito no lo compró. Como
había "estallado" la guerra, su amo decidió enviar
al Moro, junto con otro caballo (Gulliver) que había
servido a un médico, a una finca en un Páramo,
donde había poco alimento, con el ánimo de evitar
que se los llevaran para la guerra. Allí en una carbonera
murió Gulliver luego de haber comido plantas que
contenían tembladores (insectos venenosos). Ante el
estupor de tan funesto evento reflexionó sobre la muerte.
"¡Misterio impenetrable! Envidio a los hombres, que,
según creo, comprenden el misterio de la muerte. Los
animales no comprendemos la muerte; pero los caballos
manifestamos el horror que nos inspira, retirándonos
sobrecogidos de los cadáveres y de las osamentas de
nuestros congéneres
".

Unos días después, tras la captura del
dueño de esa finca, un enemigo suyo denunció que
allí habían caballos, y fueron los militares y se
lo llevaron para la guerra. "Todo estaba perdido. Hice mis
primeras armas bajo la silla del oficial que me había
aprehendido
La continua desazón, la pena
y el miedo que me torturaban llegaron a su colmo cuando me vi
destinado a servir en un escuadrón que salía
formalmente en busca del enemigo
". Se llenó de
pánico cuando escuchó nombrar a un comandante
Garmendia. "En uno de los campamentos que ocupamos en esos
días, me sentí de golpe todo espeluznado y
tembloroso: había oído que se mandaba comunicar una
orden al Comandante Garmendia. ¡Al Comandante Garmedia!
¿Pero no podrá ser otro individuo a quien haya
tocado llevar ese apellido siniestro? No. En todo aquel
día se le sigue mentando mucho, y pocas veces se profiere
el fatídico nombre sin acompañarlo con
epítetos que no dejan lugar a duda. ¡Conque yo
estaba en inminente riesgo de ser descubierto por el infame, y
esto en circunstancias en que le sobraban medios y autoridad para
apoderarse de mí! Como los gallinazos huyen cuando el
águila cae sobre el cadáver que están
devorando, huyeron los temores y las zozobras que me conturbaban
cuando no me representaba delante otro enemigo que el que
podía de un golpe quitarme la vida. ¡Conque
Garmendia impune, conque Garmendia empingorotado y con un grado
militar, conque Garmendia en todas partes
!

Al término de muchas batallas y de haber
derrotado al enemigo, se resintió una pata. Luego de su
recuperación fue puesto al servicio de Camilo, el hijo de
un general. "El General conocía mis buenas partes y yo
fui es cogido para el servicio de Camilo
". Tras la gloria de
Camilo, quien fue reconocido con honores y ascensos militares,
tuvo que cambiar de amo. "Las vicisitudes de la guerra me
separaron de mi incomparable alférez, de quien no
volví a tener noticia, y me llevaron a un cuerpo de
caballo diferente de aquel a que primero había
pertenecido".
Luego de un fallido combate, los caballos
huyeron, y con ellos el Moro. "Los caballos huimos a la
desbandada y yo vine a hallarme solo en una vereda, en cuyas
orillas trataba de pacer, no obstante el estorbo del freno. Si
nosotros éramos vencedores o vencidos, no lo sabía,
ni lo supe nunca, ni me importaba saberlo
". En su rauda
huida fue tomado como suyo por un señor de nombre
Bernabé, quien lo llevó a su hacienda. Allí
no fue bien recibido por su esposa. "La señá
Pioquinta no miró con buenos ojos mi instalación en
su casa. Echó de ver que sus marranos habían de
tener que compartir conmigo las lavazas, los hollejos y otras
vituallas de que solían gozar con pleno derecho. Sus
marranos eran objeto de su predilección y su solicitud,
pues ellos constituían todas las granjerías que la
habilitaban para vestirse y para vestir a la familia. Empero,
aquella inquina le duró poco y, días andando, ella
y yo vinimos a ser los mejores amigos
".

Cuando más feliz se encontraba en poder de don
Bernardo, el Moro fue robado por dos cuatreros que se lo llevaron
para el oriente de Cundinamarca, llegando hasta el Llano. Los
ladrones cayeron en poder de la autoridad, y el Moro quedó
a disposición del Alcalde de un pueblo, y fue entregado a
un depositario, quien abusó de éste
haciéndolo trabajar en lamentables condiciones. De
allí huyó, tras un accidente de su depositario, y
fue a dar a una labranza donde causó graves daños,
por lo cual fue llevado al coso del pueblo. "El coso es un
establecimiento público en que los animales vulgares
purgan el delito de haber metido el diente en mies ajena
".
Del coso fue rescatado y llevado otra vez a la finca de don
Bernabé. Éste a cambio de unos pesos lo
alquiló para unas fiestas a un joven de nombre Pepe.
"Resultó ser de aquellos jinetes presumidos, miedosos,
pero amigos de bizarrear y lustrearse, que se regodean montando
un caballo al que, con cierto modo de manejar la rienda y con
algunos talonazos disimulados, se le pueda hacer tomar la
apariencia de potro díscolo y zahareño; pero que
puede calmarse y convertirse en la caballería más
reposada y segura, con sólo que el jinete lo apetezca.
Pronto descubrió el mío que yo era de esos
caballos, y durante todo el día se aprovechó a
satisfacción de su descubrimiento
". Durante las
fiestas, Pepe lo descuidó, trató mal y se
emborachó, causándole algunos contratiempos al
Moro, circunstancia por la cual don Bernabé fue por
él y lo llevó para su finca, luego de haber
reconvenido enérgicamente a Pepe. "Al fin, la inercia
y el entontecimiento del borracho pudieron más que los
coléricos ímpetus de mi amo y partimos para nuestra
casa. Yo había estado matado; pero lo había estado
en la campaña, y mis mataduras podían
sobrellevarse, porque ¿qué eran sino gloriosas
heridas recibidas por la patria o por no sé qué
cosa muy decantada y estupenda? Pero estar matado por haberle
servido a un botarate, fue cosa con que, en mucho tiempo, no pude
conformarme
".

Continuando al servicio de don Bernabé, el Moro
fue de excursión a Chiquinquirá, en
peregrinación religiosa. En su recorrido se
encontró con su hermano, el mulo, pero su indiferencia con
éste no cambió al igual que su antipatía por
el "bastardo orejudo". Sus temores por el fantasma del Tuerto
Garmendia también lo acompañaron durante el viaje,
pues la paranoia de considerarse perseguido por éste lo
atormentaban profundamente. "En tal momento sentí lo
que debe sentir el que ve asegurada la felicidad de toda su vida;
pero al mismo tiempo renegué, impaciente, de la vergonzosa
debilidad que me hacía vivir atormentado por el temor de
un peligro tal vez imaginario. En lo sucesivo debía yo
experimentar si mis recelos carecían o no de
fundamento".

Tiempo después, don Bernabé vendió
al Moro a don Borja para arrastrar carruajes de corte por las
calles de la ciudad. Así dejó de ser caballo de
silla para convertirse en caballo de tiro. En su nueva vida y
trabajo sufrió amargas penalidades, chambonadas y malos
tratos de los zopencos cocheros. "Cómo se enlazan a
veces los sucesos, viniendo unos a ser causa de otros con que no
parecen tener ni la más remota conexión! La
chambonada de la señora aquella que se montó en el
coche sin cochero fue causa de que a mí me hicieran correr
desaforadamente; las desaforadas carreras lo fueron de que yo
enfermara; mi enfermedad me puso enteco; y mi extenuación
fue motivo de que don Borja me vendiera y de que me vendiera por
un precio de los que le acomodaban al señor
Maravillas
".

Don Borja lo vendió a don Alipio, apodado don
Maravillas o el señor Maravillas, quien con "alas de
cucaracha" había establecido su agencia de
carruajes
con desvencijados y destartalados coches
"cuyas piezas, lo mismo que los arneses correspondientes, se
veían siempre remendadas o aseguradas provisionalmente con
pedazos de rejo y con cordezuelas
Héteme,
pues, en poder de este empresario, y revuelto, como lo
había estado allá en la flor de mis años, en
el hospital que sostenía don Cesáreo, con una
manada de bestias inválidas o caducas. Todas ellas estaban
desmedradas y macilentas y todas matadas en el pecho por obra de
los collares demasiado grandes que se les hacía llevar,
gracias a la impericia de don Alipio y de los mozos a quienes
habilitaba de cocheros".

Un día, cuando cumplía sus cotidianas
actividades al servicio de don Alipio, divisó a Merengue
cargando agua y a cuestas sus últimos años de
enferma y lamentable vida. "El Merengue, aquel Merengue al
que vi pasar largo días de holganza, mimado por sus amos,
exento de inquietudes y gordo como un cebón, pasaba por
dicha plaza cargado con dos barriles de agua. Como yo nunca lo
había visto amarrido y demacrado, me habría sido
imposible conocerlo si las manchitas blancas que le agraciaban la
cara no lo distinguieran tan notablemente. A él lo iban
arriando con un zurriago, y yo no podía detenerme; lo
saludé con un relincho, él me correspondió,
pero creo que no pudo conocerme. ¡Qué no
habría yo dado por conversar con él!
¡Qué gratas ausencias no habríamos hecho de
aquel amigo que temo no volver a ver
!".

Debido al excesivo y duro trabajo, al maltrato recibido
por parte de los cocheros y a la haraganería de sus
compañeros de desdicha tirando los carruajes, al Moro
empezó a deteriorársele su salud, y como secuela de
un fuetazo de su malvado cochero, irónicamente
perdió un ojo, quedando tuerto.

La empresa de don Alipio empezó a decaer:
decayeron los vetustos coches "que no les cabía
remiendo ni composición",
los caballos "que
amén de estar decrépitos y quebrantados,
comíamos demasiado poco",
y el mismo don Alipio,
"que ya no lograba que el público acudiera a su agencia
sino en casos de extrema necesidad
". Fue así como
fundó "El Progreso, Empresa Colombiana de
Transportes para dentro de la ciudad
".

Don Alipio, con los despojos de aquellos que
antaño fueron ómnibus y coches hizo construir
carros, y destinó los caballos a acarrear por las calles,
en esos vehículos, tejas, ladrillos, madera, fardos,
muebles y todo lo acarreable. "De cada carro de los de El
Progreso tira una sola bestia. Como todas las de don Alipio,
somos ya reputadas por de desecho; como ninguna tiene qué
perder, como los conductores son zafios gañanes admitidos
al servicio de Maravillas sin más condición ni
requisito que no ganar salario crecido; como el trabajo en que se
nos ocupa excede a nuestro aliento; y como, para masticar con las
ya deterioradas dentaduras los secos, malos y escasos alimentos
de que se nos provee, no podemos disponer de otras horas que de
las de la noche, siento que todo esto va a acabar pronto, y
será lo mejor
". El Moro, en tan deprimente estilo de
vida, arrastraba maderos con su cabeza abajo y con sus caderas
magulladas. "La fatiga y la flaqueza, así como las
escabrosidades de las calles, me han hecho ese trabajo
excesivamente penoso
." El duro trabajo, los denuestos, las
blasfemas, los azotes, las palizas y otros vejámenes de su
conductor ocasionaron que en repetidas ocasiones sintiera
"las agonías de la muerte…".

Personajes

El personaje principal es El Moro. Su "propia pintura"
la encontramos en su autodescripción física y
psicológica que realiza en el capítulo VII. Se
trata de un caballo noble, trabajador, leal y valiente. Su
azarosa y aciaga existencia estuvo saturada de malos tratos y
duro trabajo, además de haber estado agobiado por el
trauma de haberse hecho "coleador" y de la obsesión por la
presunta persecución del Tuerto Garmendia.

Como personajes secundarios se destacan Morgante y
Merengue, en su noble condición de caballos, y don
Cesáreo, Geroncio, el Tuerto Garmendia, el señor
Ávila, don Bernabé, Pepe y don Alipio, en su ruin
dimensión humana. Éstos representan diferentes
símbolos: Morgante y Merengue: la mansedumbre; don
Cesáreo: la estafa; Geroncio: la bellaquería; el
Tuerto Garmendia: el crimen; el señor Ávila: la
ingratitud; el mancebo Pepe: la estultez; don Borja: la
indolencia, y don Alipio: la decadencia.

Autoperfil físico y psicológico de "El
Moro".

"Procedo de estirpe generosa: mi padre
descendía del Guainás, orgullo de las
márgenes del Cauca; y mi madre, del Tundama, gloria del
valle que riega el Sogamoso.

Ya he dicho que nací moro, por lo cual en mi
infancia parecía negro: raros eran los pelos blancos que
anunciaban que a mí me había de suceder lo que a
los individuos de la especie humana, esto es, que con los
años, el pelo que me cubría había de irse
emblanqueciendo. Mi alzada es la de aquellos caballos que, siendo
grandes, no vienen a ser incómodos para el jinete por una
excesiva altura; y lo largo de mi cuerpo guarda perfecta
proporción con la altura. Soy cenceño y todas mis
formas son ligeras. La cruz muy hacia atrás, la cabeza
descarnada y pequeña, llenas las cuencas, los ojos vivos,
las orejas pequeñas, empinadas e inquietas, la crin escasa
y sedosa, el casco acopado. Dos son los defectos de mi
configuración: soy un poco anquiderribado (vulgo,
caído de ancas), y otro poco propenso a llevar la cabeza
levantada, sin enarcar bastante el cuello. Mis brazos estriban en
el suelo con firmeza, camino garbosamente, quieta la cabeza, sin
levantar las manos con afectación y moviendo las piernas
con soltura. Andando en manada con otras bestias, voy casi
siempre delante de todas.

Nunca he sabido lo que es echar paso de dos y dos.
Mi paso más natural es el gateado, en el cual parece que,
de una vez, no se mueve sino una de las cuatro patas; para
descansar o para hacer descansar al jinete, cuando éste
merece atenciones, suelo tomar el trochado, paso en que se mueven
simultáneamente el brazo y la pata opuestos, pero sin
librar bruscamente el peso del cuerpo sobre los pies, como se
hace cuando se trota, sino sosteniendo ligeramente el cuerpo
sobre un brazo y una pata, mientras se pisa con los
otros.

A veces tomo otro paso, que es el que debe tomar un
caballo bien criado cuando lleva a una señora, y que
aparentemente se asemeja al de dos y dos, pero en el cual no
asentamos pesadamente y produciendo sacudimiento la mano y la
pata de un mismo lado. Sé galopar corto, asentado y
parejo, pero los jinetes entendidos cuidan de que no ejercite
esta habilidad, por que el hábito de galopar es
incompatible con la conservación del buen paso. Mi carrera
es tan veloz como puede serlo en un caballo no adiestrado en un
circo, y sé saltar con agilidad y
suavemente.

De mi brío no hablaré sin exponer
primero lo que es el brío, tal como yo lo comprendo y lo
siento. El brío no es, como acaso lo imagina el vulgo de
los hombres, ni un temor constante del castigo ni una muestra de
impaciencia o de enojo contra el jinete.

El hombre y aquellos brutos que nacen para llevar
vida activa, sienten en los primeros años de su edad un
irresistible impulso interior e instintivo que los incita al
movimiento y al ejercicio de las facultades que les son
peculiares. De ahí vienen la inquietud y la travesura de
los niños y muchas de las locuras de los jóvenes;
de ahí vienen los retozos y los correteos sin objeto de
los becerros, de los potros, de los cachorros, de otros muchos
animales y hasta de los pollinos.

Como creo que ninguno de mis lectores habrá
dejado de sentir ese impulso natural, creo también que ni
uno solo dejará de entenderme si le digo que el
brío no es otra cosa que ese mismo impulso, impulso que no
deja de animar a un caballo de calidad en todo el tiempo de su
vida.

Nada tiene de singular el que en la
constitución del caballo entre la necesidad del
movimiento: esta necesidad le es común con otros brutos,
pues bien sabemos que el león enjaulado gira
incesantemente en el reducido espacio de que puede disponer, y
que lo mismo se observa en otros muchos animales
montaraces.

En cuanto a dejarme dominar más o menos por
ese impulso, o lo que es lo mismo, en cuanto a sacar a lucir mi
brío o moderarlo, yo procedo según el juicio que
formo del jinete. Con un buen jinete, ágil y gallardo, me
complazco en mostrarme fogoso y en hacer alarde de todas mis
buenas cualidades. La pasión que siente el hombre por el
caballo y el placer con que lo monta, no proceden
únicamente del odio a la distancia y de la necesidad de la
expansión, ni de la fascinación que ejerce el
movimiento rápido: el caballo, considerado sólo
como vehículo, no tendría más atractivo que
un coche o que otro inanimado aparato de los que facilitan la
locomoción. El principal hechizo que tiene el caballo para
el hombre, consiste en que éste, cuando va montado, se
ufana y se envanece, sintiéndose a la par más
vigoroso y más gallardo, y se figura su persona
embellecida con lo que embellece a su cabalgadura; goza tanto
ostentando los atractivos de que cree adornada su propia persona
como ostentando los ajenos que temporalmente hace suyos. Y es de
notarse que el caballo que antes de ser montado le parecía
a su jinete desprovisto de perfecciones, suele parecerle
más o menos elegante cuando va sobre
él.

El caballo, a su vez, siente la propia
elación que posee a su jinete; y puede decirse que, en
ciertos momentos, el espíritu que anima al jinete y el que
anima al caballo no son sino un solo y mismo espíritu. El
jinete y el caballo se compenetran.

Cuando conozco que mi jinete es torpe y desgarbado;
cuando echo de ver que se trata de jornada larga y laboriosa, me
contengo dentro de ciertos límites, si bien me suelo
complacer en asustar al jinete a quien cobro señalada
antipatía; cuando me monta una mujer procuro convertirme
en una máquina, pero en máquina inteligente y
obsequiosa que sabe servir al pensamiento.

Cuando considero cuál es el ascendiente que
ejerce la mujer sobre el caballo; cuando recuerdo que he visto
caminar con sosiego y con aire pacífico, con tal que
lleven a una mujer sobre sus lomos, a varios caballos que
sólo los jinetes consumados podían montar sin
peligro, me convenzo de que no hay exageración en nada de
lo que dicen los hombres, cuando encarecen el poder y el
prestigio que, en cada uno de ellos y en su sociedad, ejerce lo
que ellos llaman la hermosa mitad del linaje
humano.

Fuera del brío genuino, hay otro, falso y
artificial, que es el de los caballos inertes y apáticos
por naturaleza, a los cuales han enseñado los picadores a
temer la espuela, el azote y los ruidos y movimientos
súbitos capaces de asustarlos. Las bestias que tienen ese
brío se animan cuando se las aguija, dan un repelón
y en seguida van acortando gradualmente el paso y
entregándose a su flojedad nativa, hasta que, estimuladas
de nuevo, se agitan aturdidamente con desordenados movimientos,
para volver poco después a reclamar el castigo. Tales
bestias afectan creer que su jinete tiene asuntos que tratar con
cuantas personas encuentra, pues siempre que ven venir alguna,
aflojan el paso, y al fin se paran si no han sentido los efectos
del enojo que su torpeza excita siempre en el
jinete.

Graciosos lances ocurren cuando en un camino se
encuentran dos individuos que cabalguen en bestias de las que
creen que en todo encuentro es de rigor pararse y dar lugar a un
coloquio. Cada uno piensa que el otro tiene algo que decirle; se
saludan con tibieza; se preguntan mutuamente con los ojos
qué se ofrece; entre atufados y corridos no hallan
qué decirse, y al cabo siguen de mal talante su camino,
sospechando cada cual que el otro ha querido bromear con
él.

Protesto que no ha sido la vanidad quien me ha
dictado este mi autobosquejo. Para formarlo no he tenido que
hacer otra casa que repetir lo que acerca de mis cualidades he
oído infinitas veces a los conocedores que han tenido
ocasión de considerarlas. Veo que al alabar algunas me he
quedado corto si comparto lo que he dicho con lo que las han
decantado mis dueños cuando han tratado de
venderme.

Sé que no estoy, como los hombres, moralmente
obligado a guardar modestia; pero sé también que el
mundo, gran patrono de vicios y de desórdenes morales,
confundiendo por única vez sus máximas con las que
emanan de los principios más elevados, condena a los
vanidosos y los castiga con el azote más duro que tienen
en sus manos, que es la burla. Contemplando estas cosas, yo no me
habría atrevido a dejar de ser modesto".

Análisis y
comentario

La novela consta de 25 capítulos, cada uno con su
respectivo título y sumario o resumen de los principales
acontecimientos de la trama al estilo de la novela del Siglo de
Oro. Los aconteceres relatados por "El Moro" suceden en la Sabana
de Bogotá, en Bogotá, en la región del Salto
del Tequendama, en la vía a "tierra caliente" y en la
romería a Chiquinquirá, entre otros lugares.
"El Moro forma parte de los cuadros de costumbres de la
sabana bogotana con su singular paisaje".1 Aunque en la obra no
hay alusión al tiempo, se infiere que se trata de una
época a finales del siglo XIX. La obra está narrada
en primera persona, el personaje principal (El Moro) es el
encargado de efectuar la narración, permitiendo
sólo en pocas ocasiones que otros caballos narren
brevemente episodios y experiencias cotidianas, y que algunos
humanos efectúen cortos diálogos. Desde el punto de
vista del narrador se va descubriendo el universo de las
haciendas donde él vivió y trabajó, "sus
personajes y clases sociales, la madeja de las relaciones y
conflictos de los seres humanos visto con los ojos de la
sorpresa".2

El diáfano lenguaje en que está escrita la
novela es correcto y expresivo, como atañe al lenguaje del
Costumbrismo, lo cual "favorece el registro del habla que
corresponde al uso coloquial, los modismos, regionalismos e
idiotismos, y la reproducción fiel de formas
fonéticas deformadas del habla popular".3 En su original
estilo, el autor nos presenta una obra con una "textura sencilla,
antirretórica, precisada sobre una personalidad social y
caballar".4

De la relativa paz y tranquilidad de que disfrutaba el
caballo en los primeros capítulos, su existencia se va
colmando de dificultades y complicaciones a medida que transcurre
el relato, para terminar en amargos y melancólicos
estados. "El caballo, envejecido, se ve sometido a trabajos
infamantes y a cargas pesadas que difícilmente puede
soportar… Hermoso y amargo final de una novela que recrea
el ciclo de vida desde el nacimiento a la muerte, y desde los
colores vivos y las pinturas amables, a los tonos sombríos
y los trazos duros que culminan con ese triste doblar de
rodillas, preludio del desenlace final que el personaje comienza
a sentir y el autor no detalla…".5

La narración que nos hace el Moro, de tipo
autobiográfico, comienza desde sus primeras alegres horas
de nacimiento hasta los albores tristes de su muerte, luego de
haber viajado por una sociedad de clases. "Esta comunidad ve
vivir al caballo y le otorga su despotismo, su injusticia, su
inhumanidad y su miseria moral… Ante el Moro, esta
sociedad se hace bestia y el caballo animal humanizado. El autor
consigue instalarse en su perspectiva y se hace un moro que
piensa, que realiza su dramática y su épica, sin
traicionar el típico comportamiento del caballo".6 El Moro
es la historia de un caballo en los que se involucran elementos
socio-moralistas.

El Moro explora el universo social y psíquico de
los caballos y de los humanos. Entre éstos y
aquéllos ha existido la dialéctica hegeliana del
amo y del esclavo. El caballo necesita del hombre y el hombre del
caballo. Mientras el caballo le presta un servicio al hombre,
éste le brinda alimento y medicina veterinaria y, sobre
todo, lo domestica. "El caballo ha sido hecho para vivir con el
hombre y para servirle; así lo prueban la facilidad con
que se doma y el hecho de que mientras los individuos de las
castas o familias caballares que caen bajo la mano del hombre van
adquiriendo perfecciones y desarrollo que jamás
alcanzarían permaneciendo en su prístina salvajez,
las razas que no salen de ésta van en decadencia
progresiva. El natural crecimiento de los cascos y de las crines
balda y degrada en pocos años al caballo que vive
independiente del hombre".7 Pero en esa mutua sociedad
caballo-hombre y hombre-caballo, el caballo está en
inferiores condiciones, en evidente e irrefutable inequidad:
mientras el caballo sirve fiel y lealmente, el hombre lo
maltrata, abusa de su trabajo, lo ignora, no le brinda
cariño, lo alimenta de manera inadecuada y lo somete a
toda suerte de vejámenes. "Lo que me confundía era
ver hombres montados en seres de mi especie; pues no
entendía cómo, siendo aquéllos enemigos de
los caballos, podían unirse con estos de una manera tan
íntima; ni cómo los caballos consentían en
dejarse montar".8 El caballo, lo mismo que el hombre, es un ser
sociable, y los dos se necesitan. "Los hombres ignoran acaso,
pero deberían haber observado, que el caballo necesita la
sociedad, lo mismo que ellos".9 La noble condición equina
y la ruin condición humana "marchan al unísono,
aunque a veces se golpean la una con la otra y se observan, sobre
todo desde el ángulo de la mirada de asombro de los
caballos a los hombres, en forma de crítica social y de
repudio a la crueldad, a la maldad y a la injusticia".10 El autor
explora la soledad humana, viajando por sus contradicciones y su
autodesprecio, para ascender hasta el hombre desde un tierno
caballo. "En realidad, caballo-hombre desposeído forman la
fábula. Los de abajo y los de arriba están viciados
por la misma deformación de las relaciones sociales. Sin
embargo, los de abajo son criaturas fraternales, que nacen entre
la soledad y la pobreza".11

El destino de el Moro, fue un destino amargo y aciago.
Desde el mismo instante de su nacimiento ya se encontró
con grandes dificultades. La dicha de tener un hermano se le
transformó en una desdicha: quería un caballo y no
un mulo. Deambuló de amo en amo, y ninguno de
éstos, al igual que sus ocasionales jinetes, recompensaron
con buen trato y cariño su esforzado trabajo, excepto
Emidio, Camilo, Néstor y la señá Pioquinta,
quienes al menos le brindaron un poco de cariño;
éstos fueron "de los poquísimos que, al
desenjaquimarme, han procedido como debe un inteligente mozo de
caballos".12 Sus ocasionales amos y usuarios cosificaron su vida.
"Yo, en mi calidad de cosa, había pasado ya por casi todas
las situaciones. Había sido adquirido por accesión,
comprado, robado, recobrado, dado a prueba, prestado, expropiado,
ocupado como botín de guerra, hurtado y
depositado…".13

Además de los vejámenes de que fue objeto
durante su azarosa vida, que afectaron profundamente su
integridad física y moral, su obsesión por el
fantasma de la supuesta persecución del Tuerto Garmendia
lo atormentaron profundamente hasta el punto de convertirlo en un
caballo paranoico. Irónicamente, terminó tuerto,
como su hipotético persecutor. "Habría preferido
(los lectores saben muy bien por qué) quedarme ciego,
sordo, desorejado, cojo, manco, muerto. ¡Sí!
¡Hasta muerto y devorado por los gallinazos y los
perros!".14

El vicio de "coleador" le generó otro de sus
incómodos traumas, pues poseer este resabio implicaba
incapacitarse para lucir las prendas más recomendables, no
poder ser usado ni comprado por algún hombre rico y
aficionado inteligente que supiera cuidar y manejar los caballos,
y verse condenado por toda la vida a ser objeto de zumbas y
dicharachos. Éstos y otros avatares le hicieron comprender
que los caballos (tal como nos sucede a los hombres) no
encuentran la felicidad en esta tierra.

El autor, no sé por qué motivo, no
exploró la dimensión afectiva, sentimental y
emocional del Moro. Éste no estableció
vínculos sentimentales con potrancas o yeguas. Su afecto
familiar se limitó al poco que compartió con su
madre; por su "bastardo" hermano no sintió más que
desprecio y antipatía. No obstante, en él se
destacó el valor de la amistad. Con quienes
estableció este vínculo lo conservó sin
ruptura. Sus mejores amigos fueron Morgante y Merengue. Mantuvo
diálogos armónicos con sus amigos y demás
caballos, en los cuales escuchó, valoró,
aceptó y respetó la palabra de sus ocasionales
interlocutores.

Atribuyó sus resabios, inadecuada productividad y
deterioro de su salud a sus ocasionales jinetes, quienes, por
carecer de talento, amabilidad, pericia e idoneidad, propiciaron
una actitud distinta a la de su auténtica naturaleza
caballuna. Por ello el Moro tenía su concepción del
buen jinete, al que consideraba como "aquel que, mientras va
cabalgando, no se olvida de que tiene que gobernar a un animal en
cuyas acciones no puede dejar de tomar parte…Un
hábito que fácilmente adquiere un hombre bien
dispuesto, hace que éste, cuando va a caballo, tenga la
mente fija en la rienda y en los movimientos de la cabalgadura,
sin dejar por eso de pensar y de hablar libremente todo lo que
pensaría y hablaría si estuviera arrellanado en una
poltrona de su cuarto…Estoy muy lejos de querer decir que
el jinete deba no dar paz a la espuela y a la rienda: puede
acaecer que en toda una larga jornada no sea necesario mover la
una ni la otra; pero el jinete diestro con no hacer nada suele
hacer mucho. El que no lo es y se precia de picador, hostiga
inútilmente al caballo y muy a menudo lo despoja de alguna
de sus buenas cualidades o le hace adquirir resabios".15
Según él, la embriaguez era otro de los factores
que contribuían a la inadecuada educación de los
caballos, reconociendo que "de todos los percances que pueden
sobrevenirle a una bestia, ninguno puede compararse con el de
tener que cargar con un borracho. A un ebrio le queda de hombre
todo lo que de ridículo, tozudo y aborrecible puede caber
en la criatura humana. En la embriaguez se pone en juego todo lo
avieso, ruin y miserable que puede afrentar y envilecer. El
jinete más diestro, si está bebido, se pone
inútil y torpe para manejar su cabalgadura, y la maltrata
ociosamente"16

El autor reflexiona sobe la analogía entre las
bestias de carga y el proletariado: mientras el caballo de carga
no apetece el trabajo, el proletario necesita de éste para
subsistir.

El Moro no entendía ni le preocupaban aspectos
que sí inquietan al hombre: la muerte, la gloria, el
dinero y las victorias militares. La muerte era un misterio
impenetrable que le hacía envidar "que, según creo,
comprenden el misterio de la muerte. Los animales no comprendemos
la muerte; pero los caballos manifestamos el horror que nos
inspira, retirándonos sobrecogidos de los cadáveres
y de las osamentas de nuestros congéneres".17 Con respecto
a la gloria se preguntaba dónde estaba. "En alguna parte
debe estar; pero de seguro no está en donde intervengan
las pasiones de los hombres".18 A pesar de sentirse maravillado
de que los hombres estimaran tanto el dinero, no
comprendía su utilidad, circunstancia que le hizo ponderar
"la ventaja que les llevamos a los hombres no viéndonos
agitados, atormentados y divididos por el anhelo de las
riquezas".19 Vencer o perder en la guerra le era indiferente. "Si
nosotros éramos vencedores o vencidos, no lo sabía,
ni lo supe nunca, ni me importaba saberlo".20

El ser humano, respecto a la relación
hombre-caballo, no sale bien librado de la pluma del escritor.
Nos lo muestra como un ser aquejado de múltiples vicios y
ruindades: indolente, mezquino, ambicioso, bellaco, bestial,
brutal, materialista, utilitario, insensible, violento,
aprovechado, facineroso, asesino, tramposo, avasallador,
dominante, inescrupuloso, borracho, oportunista, inhumano e
inauténtico. En Próspero Quiñones, don
Cesáreo, Geroncio, don Antero, Lucio Garmendia, el
señor Ávila, Pepe, don Pachito, don Bernabé,
el señor Borja y don Alipio encontramos (en cada uno a su
manera) algunas de estas bellaquerías y tropelías
humanas.

Esta historia equina es una historia muy "humana", en la
que encontramos contrastes y paradojas: "el mundo sensiblemente
humano de las bestias y la sociedad bestial de los hombres".21 A
través de la obra asistimos al escenario donde aparecen
representados personajes tan "humanos" como los caballos y tan
salvajes como los hombres: el manso caballo, el bellaco, el
tunante, el estafador, el criminal, el verdugo… Los
diversos episodios y acontecimientos de que somos testigos, como
lectores atentos, nos "dejan entrever la historia humana que se
va trenzando en segundo plano, con elementos picarescos y
costumbristas".22

Es evidente que el autor conocía en detalle la
naturaleza y el quehacer equino. El haber crecido o vivido
temporalmente en haciendas donde habían caballos y se
utilizaban para diversas actividades, facilitaron la
redacción de su novela, la cual es todo un "tratado" de
etología del caballo y de terminología o jerga
relacionada con el quehacer de los caballos y del uso que el
hombre da éstos; además de explorar profundamente
la psicología humana y reflexionar hondamente sobre el ser
y el hacer del binomio caballo-amo.

El Moro, que es una estupenda alegoría de
exaltación al invaluable servicio y a la irrefutable
lealtad de los caballos, a pesar de ser una obra costumbrista, y
por tanto, regional, se inserta dentro de un ámbito
universal. "La odisea de este caballito moro por las ocupaciones,
los sentimientos humanos, las experiencias vitales, los espacios
urbano-rurales, trasciende por momentos el regionalismo y alcanza
universalidad".23 Si bien es cierto que su contexto se inscribe
en una época en que el caballo le era más
útil al hombre y éste dependía
considerablemente de sus servicios, debido a que no
existían en Colombia carros ni aviones, "El Moro" es una
novela atemporal que trata de una problemática universal:
las relaciones de sometimiento hombre-caballo. El ser humano,
además de utilizar y maltratar al caballo, lo somete al
imperio de su dominio, ya sea de carga, de tiro o de silla; no
importa, para éste el caballo no es más que un
animal, una cosa, que presta un servicio temporal y
circunstancial. La vida del caballo sólo le interesa en
cuanto le es útil; después de viejo y enfermo poco
importa a sus pragmáticos intereses. Por eso lo abandona o
se deshace de él. "El Moro es la parábola de un
caballo consentido que va desde el esplendor de su vida hasta su
miseria… El Moro, como semblanza del animal que ha viajado
por la historia del hombre, por sus humillaciones, por sus
maltratos y por sus palos implacables… Detrás de la
parábola de El Moro descubrimos que los animales
también son inefables, sueñan, se ríen de
sí mismos, son portadores del progreso, son amigos en la
soledad y en el amor".24

Con cierta dosis humorística, elemento
característico del Costumbrismo (que prefiere el humor a
la solemnidad y la mordacidad), el autor, además de tan
fluida, amena y graciosa narración, nos maravilla con
algunos pasajes que nos arrancan sonrisas ante situaciones un
poco jocosas e irónicas en que se ve envuelto el Moro.
Así mismo, el escritor también logra que suframos
con el personaje principal, debido a los sinsabores y avatares
que debe afrontar estoicamente, en los cuales se evidencian
elementos objetivos y concretos de la realidad, toda vez que "la
literatura costumbrista es una de las primeras miradas objetivas
sobre la realidad nacional –si se quiere, bastante ingenua
y superficial con frecuencia- y representa un intento por
comprenderla, representarla y diferenciarla de otras culturas".25
Igualmente, el autor, acudiendo a otro rasgo peculiar del
Costumbrismo, nos representa tipos humanos y sociales: el
hacendado, el inescrupuloso, el maleante, el domador, el jinete,
las faenas de vaquería, las fiestas populares y la
descripción del paisaje, entre otros.

La novela "El Moro", que es una simpática mezcla
de ironía, fábula, parábola, alegoría
y prosopopeya, es una patética y evidente prueba del
determinismo implícito en la existencia equina, el cual
sojuzga su fatídica existencia: el caballo no puede ser
libre, tiene que ser domado y tener un amo, tendrá que
servir a sus poseedores, no encontrará la felicidad y es
objeto de malos tratos; mientras sirva, se le brindarán
comida y cuidados, y cuando esté viejo y enfermo,
será olvidado a su suerte…

Figuras
literarias

Metáforas:

1. Al mediodía, las negras y asquerosas aves que
siguen a la muerte por dondequiera para hartarse con sus
despojos, caen sobre el cuerpo inanimado y lo mutilan y lo
destrozan, alegrando su festín con graznidos, saltando y
aleteando en torno del cadáver, en una danza grotescamente
fúnebre.

2. Como era natural su situación
empeoro en breve, y los gallinazos, con su acierto nunca
desmentido, hicieron el diagnóstico funesto.

3. En sus ojillos negros y vivos se pintan
la angustia y la sorpresa…

4. Yo me alejé ciego y loco de
espanto y de furor…

Hipérboles:

1. Sentíame muy quebrantado y
molido…

2. Por lo demás, no había
mandamiento del Decálogo ni artículo del
Código Penal que él no hubiese violado.

Notas

1 AYALA POVEDA, Fernando. Manual de Literatura
Colombiana.

2 REYES, Carlos José. El Costumbrismo en
Colombia,
en Manual de Literatura Colombiana.

3 CRISTINA, María Teresa. Costumbrismo.
Gran Enciclopedia de Colombia, Círculo de
Lectores.

4 AYALA POVEDA, Fernando. Ob. cit.

5 REYES, Carlos José. Ob. cit.

6 AYALA POVEDA, Fernando. Ob. cit.

7 MARROQUIN, José Manuel. El
Moro.

8 Ibídem.

9 Ibídem.

10 REYES, Carlos José. Ob. cit.

11 AYALA POVEDA, Fernando. Ob. cit.

12 MARROQUIN, José Manuel. El
Moro.

13 Ibídem.

14 Ibídem.

15 Ibídem.

16 Ibídem.

17 Ibídem.

18 Ibídem.

19 Ibídem.

20 Ibídem.

21 REYES, Carlos José. Ob. cit.

22 Ibídem.

23 AYALA POVEDA, Fernando. Ob. cit.

24 Ibídem.

25 CRISTINA, María Teresa. Ob. cit.

 

 

Autor:

Luis Ángel Ríos
Perea

2010

Partes: 1, 2
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