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Análsis de "Cien años de Soledad" de Gabriel García Márquez (página 4)



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La muerte de los
pájaros

A Úrsula "la enterraron en una cajita que era
apenas más grande que la canastilla en que fue llevado
Aureliano, y muy poca gente asistió al entierro, en parte
porque no eran muchos quienes se acordaban de ella, y en parte
porque ese mediodía hubo tanto calor que los
pájaros desorientados se estrellaban como perdigones
contra las paredes y rompían las mallas metálicas
de las ventanas para morirse en los dormitorios. Al principio se
creyó que era una peste. Las amas de casa se agotaban de
tanto barrer pájaros muertos, sobre todo a la hora de la
siesta, y los hombres los echaban al río por carretadas.
El domingo de resurrección, el centenario padre Antonio
Isabel afirmó en el púlpito que la muerte de los
pájaros obedecía a la mala influencia del
Judío Errante, que él mismo había visto la
noche anterior. Lo describió como un híbrido de
macho cabrío cruzado con hembra hereje, una bestia
infernal cuyo aliento calcinaba el aire y cuya visita
determinaría la concepción de engendros por las
recién casadas. No fueron muchos quienes prestaron
atención a su plática apocalíptica, porque
el pueblo estaba convencido de que el párroco desvariaba a
causa de la edad, Pero una mujer despertó a todos al
amanecer del miércoles, porque encontró unas
huellas de bípedo de pezuña hendida. Eran tan
ciertas e inconfundibles, que quienes fueron a verlas no pusieron
en duda la existencia de una criatura espantosa semejante a la
descrita por el párroco, y se asociaron para montar
trampas en sus patios. Fue así como lograron la captura.
Dos semanas después de la muerte de Úrsula, Petra
Cotes y Aureliano Segundo despertaron sobresaltados por un llanto
de becerro descomunal que les llegaba del vecindario. Cuando se
levantaron, ya un grupo de hombres estaba desensartando al
monstruo de las afiladas varas que habían parado en el
fondo de una fosa cubierta con hojas secas, y había dejado
de berrear. Pesaba como un buey, a pesar de que su estatura no
era mayor que la de un adolescente, y de sus heridas manaba una
sangre verde y untuosa. Tenía el cuerpo cubierto de una
pelambre áspera, plagada de garrapatas menudas, y el
pellejo petrificado por una costra de rémora, pero al
contrario de la descripción del párroco, sus partes
humanas eran más de ángel valetudinario que de
hombre, porque las manos eran tersas y hábiles, los ojos
grandes y crepusculares, y tenía en los omoplatos los
muñones cicatrizados y callosos de unas alas potentes, que
debieron ser desbastadas con hachas de labrador. Lo colgaron por
los tobillos en un almendro de la plaza, para que nadie se
quedara sin verlo y cuando empezó a pudrirse lo
incineraron en una hoguera, porque no se pudo determinar si su
naturaleza bastarda era de animal para echar en el río o
de cristiano para sepultar. Nunca se estableció si en
realidad fue por él que se murieron los pájaros,
pero las recién casadas no concibieron los engendros
anunciados, ni disminuyó la intensidad del
calor".

OTROS TEMAS

El vacío de la guerra

El hastío de la guerra

La soledad

El maravilloso universo de
irrealidad

La brutalidad

El sinsentido de la vida

La embriaguez del poder

Personajes

El coronel Aureliano Buendía

Aureliano, el primer ser humano que nació en
Macondo, iba a cumplir seis años en marzo. Era silencioso
y retraído. "Había llorado en el vientre de su
madre y nació con los ojos abiertos. Mientras le cortaban
el ombligo movía la cabeza de un lado a otro reconociendo
las cosas del cuarto, y examinaba el rostro de la gente con una
curiosidad sin asombro. Luego, indiferente a quienes se acercaban
a conocerlo, mantuvo la atención concentrada en el techo
de palma, que parecía a punto de derrumbarse bajo la
tremenda presión de la lluvia. Úrsula no
volvió a acordarse de la intensidad de esa mirada hasta un
día en que el pequeño Aureliano, a la edad de tres
años, entró a la cocina en el momento en que ella
retiraba del fogón y ponía en la mesa una olla de
caldo hirviendo. El niño, perplejo en la puerta, dijo:
-¡Se va a caer! La olla estaba bien puesta en el centro de
la mesa, pero tan pronto como el niño hizo el anuncio,
inició un movimiento irrevocable hacia el borde, como
impulsada por un dinamismo interior, y se despedazó en el
suelo. Úrsula, alarmada, le contó el episodio a su
marido, pero éste lo interpretó como un
fenómeno natural…

Aureliano vivía horas interminables
en el laboratorio abandonado, aprendiendo por pura
investigación el arte de la platería. Se
había estirado tanto, que en poco tiempo dejó de
servirle la ropa abandonada por su hermano y empezó a usar
la de su padre, pero fue necesario que Visitación les
cosiera alforzas a las camisas y sisas a las pantalones, porque
Aureliano no había sacado la corpulencia de las otras. La
adolescencia le había quitado la dulzura de la voz y lo
había vuelto silencioso y definitivamente solitario, pero
en cambio le había restituido la expresión intensa
que tuvo en los ojos al nacer. Estaba tan concentrado en sus
experimentos de platería que apenas si abandonaba el
laboratorio para comer. Preocupada por su ensimismamiento,
José Arcadio Buendía le dio llaves de la casa y un
poco de dinero, pensando que tal vez le hiciera falta una mujer.
Pero Aureliano gastó el dinero en ácida
muriático para preparar agua regia y embelleció las
llaves con un baño de oro. Sus exageraciones eran apenas
comparables a las de Arcadio y Amaranta
…"

Durante la peste del insomnio, "fue Aureliano quien
concibió la fórmula que había de defenderlos
durante varias meses de las evasiones de la memoria. La
descubrió por casualidad. Insomne experto, por haber sido
uno de los primeros, había aprendido a la
perfección el arte de la platería. Un día
estaba buscando el pequeño yunque que utilizaba para
laminar los metales, y no recordó su nombre. Su padre se
lo dijo: «tas». Aureliano escribió el nombre
en un papel que pegó con goma en la base del yunquecito:
tas. Así estuvo seguro de no olvidarlo en el futuro. No se
le ocurrió que fuera aquella la primera
manifestación del olvido, porque el objeto tenía un
nombre difícil de recordar. Pero pocos días
después descubrió que tenía dificultades
para recordar casi todas las cosas del laboratorio. Entonces las
marcó con el nombre respectivo, de modo que le bastaba con
leer la inscripción para identificarlas. Cuando su padre
le comunicó su alarma por haber olvidado hasta los hechos
más impresionantes de su niñez, Aureliano le
explicó su método, y José Arcadio
Buendía lo puso en práctica en toda la casa y
más tarde la impuso a todo el
pueblo
…"

Antes de que sintiera la premonición de su
destino, Aureliano "era un orfebre experto, estimado en toda
la ciénaga por el preciosismo de su trabajo. En el taller
que compartía con el disparatado laboratorio de
Melquíades, apenas si se le oía respirar.
Parecía refugiado en otro tiempo, mientras su padre y el
gitano interpretaban a gritos las predicciones de Nostradamus,
entre un estrépito de frascos y cubetas, y el desastre de
los ácidos derramados y el bromuro de plata perdido por
los codazos y traspiés que daban a cada instante. Aquella
consagración al trabajo, el buen juicio can que
administraba sus intereses, le habían permitido a
Aureliano ganar en poco tiempo más dinero que
Úrsula con su deliciosa fauna de caramelo, pero todo el
mundo se extrañaba de que fuera ya un hambre hecho y
derecho y no se le hubiera conocido mujer. En realidad no la
había tenido
".

Una noche, después que Aureliano escuchara las
noticias cantadas de Francisco el hombre, una mujer le dijo que
entrara a un cuarto de la tienda de Catarino. "Aureliano
echó una moneda en la alcancía que la matrona
tenía en las piernas y entró en el cuarto sin saber
para qué. La mulata adolescente, con sus teticas de perra,
estaba desnuda en la cama. Antes de Aureliano, esa noche, sesenta
y tres hombres habían pasado por el cuarto. De tanto ser
usado, y amasado en sudores y suspiros, el aire de la
habitación empezaba a convertirse en lodo. La muchacha
quitó la sábana empapada y le pidió a
Aureliano que la tuviera de un lado. Pesaba como un lienzo. La
exprimieron, torciéndola por los extremos, hasta que
recobró su peso natural. Voltearan la estera, y el sudor
salía del otro lado. Aureliano ansiaba que aquella
operación no terminara nunca. Conocía la
mecánica teórica del amar, pero no podía
tenerse en pie a causa del desaliento de sus rodillas, y aunque
tenía la piel erizada y ardiente no podía resistir
a la urgencia de expulsar el peso de las tripas. Cuando la
muchacha acabó de arreglar la cama y le ordenó que
se desvistiera, él le hizo una explicación
atolondrada: «Me hicieron entrar. Me dijeron que echara
veinte centavos en la alcancía y que no me
demorara.» La muchacha comprendió su
ofuscación. «Si echas otros veinte centavos a la
salida, puedes demorarte un poco más», dijo
suavemente. Aureliano se desvistió, atormentado por el
pudor, sin poder quitarse la idea de que su desnudez no
resistía la comparación can su hermano. A pesar de
los esfuerzas de la muchacha, él se sintió cada vez
más indiferente, y terriblemente sola.
«Echaré otros veinte centavos», dijo con voz
de-solada. La muchacha se lo agradeció en silencio.
Tenía la espalda en carne viva. Tenía el pellejo
pegado a las costillas y la respiración alterada por un
agotamiento insondable. Dos años antes, muy lejos de
allí, se había quedado dormida sin apagar la vela y
había despertado cercada por el fuego. La casa donde
vivía can la abuela que la había criada
quedó reducida a cenizas. Desde entonces la abuela la
llevaba de pueblo en pueblo, acostándola por veinte
centavos, para pagarse el valor de la casa incendiada.
Según los cálculos de la muchacha, todavía
le faltaban unos diez años de setenta hombres por noche,
porque tenía que pagar además los gastos de viaje y
alimentación de ambas y el sueldo de los indios que
cargaban el mecedor. Cuando la matrona tocó la puerta por
segunda vez, Aureliano salió del cuarto sin haber hecho
nada, aturdido por el deseo de llorar. Esa noche no pudo dormir
pensando en la muchacha, con una mezcla de deseo y
conmiseración. Sentía una necesidad irresistible de
amarla y protegerla. Al amanecer, extenuado por el insomnio y la
fiebre, tomó la serena decisión de casarse con ella
para liberarla del despotismo de la abuela y disfrutar todas las
noches de la satisfacción que ella le daba a setenta
hombres. Pera a las diez de la mañana, cuando llegó
a la tienda de Catarino, la muchacha se había ido del
pueblo. El tiempo aplacó su propósito atolondrado,
pero agravó su sentimiento de frustración. Se
refugió en el trabajo. Se resignó a ser un hombre
sin mujer toda la vida para ocultar la vergüenza de su
inutilidad
…"

Tras la legada a Macondo de la impúber Remedios
Moscote, Aureliano se enamoró de ella. "El recuerdo de
la pequeña Remedios no había dejado de torturarlo,
pero no encontraba la ocasión de verla. Cuando paseaba por
el pueblo con sus amigos más próximos,
Magnífico Visbal y Gerineldo Márquez -hijos de los
fundadores de iguales nombres-, la buscaba con mirada ansiosa en
el taller de costura y sólo veía a las hermanas
mayores. La presencia de Amparo Moscote en la casa fue como una
premonición. «Tiene que venir con ella -se
decía Aureliano en voz baja-. Tiene que venir.»
Tantas veces se lo repitió, y con tanta convicción,
que una tarde en que armaba en el taller un pescadito de oro,
tuvo la certidumbre de que ella había respondido a su
llamado. Poco después, en efecto, oyó la vocecita
infantil, y al levantar la vista con el corazón helado de
pavor, vio a la niña en la puerta con vestido de
organdí rosado y botitas blancas. -Ahí no entres,
Remedios -dijo Amparo Moscote en el corredor-. Están
trabajando. Pero Aureliano no le dio tiempo de atender.
Levantó el pescadito dorado prendido de una cadenita que
le salía por la boca, y le dijo: -Entra. Remedios se
aproximó e hizo sobre el pescadito algunas preguntas, que
Aureliano no pudo contestar porque se lo impedía un asma
repentina. Quería quedarse para siempre, junto a ese cutis
de lirio, junto a esos ojos de esmeralda, muy cerca de esa voz
que a cada pregunta le decía señor con el mismo
respeto con que se lo decía a su padre. Melquíades
estaba en el rincón, sentado al escritorio, garabateando
signos indescifrables. Aureliano lo odió. No pudo hacer
nada, salvo decirle a Remedios que le iba a regalar el pescadito,
y la niña se asustó tanto con el ofrecimiento que
abandonó a toda prisa el taller. Aquella tarde
perdió Aureliano la recóndita paciencia con que
había esperado la ocasión de verla, Descuidó
el trabajo. La llamó muchas veces, en desesperados
esfuerzos de concentración, pero Remedios no
respondió. La buscó en el taller de sus hermanas,
en los visillos de su casa, en la oficina de su padre, pero
solamente la encontró en la imagen que saturaba su propia
y terrible soledad. Pasaba horas enteras con Rebeca en la sala de
visita escuchando los valses de la pianola. Ella los escuchaba
porque era la música con que Pietro Crespi la había
enseñado a bailar. Aureliano los escuchaba simplemente
porque todo, hasta la música, le recordaba a Remedios. La
casa se llenó de amor. Aureliano lo expresó en
versos que no tenían principio ni fin. Los escribía
en los ásperos pergaminos que le regalaba
Melquíades, en las paredes del baño, en la piel de
sus brazos, y en todos aparecía Remedios transfigurada:
Remedios en el aire soporífero de las dos de la tarde,
Remedios n la callada respiración de las rosas, Remedios
en la clepsidra secreta de las polillas, Remedios en el vapor del
pan al amanecer, Remedios en todas partes y Remedios para
siempre…"

Aureliano, extasiado y confundido por la pasión
que sentía por Remedios, acudió a donde Pilar
Ternera y le dijo que iba a dormir con ella. "Tenía la
ropa embadurnada de fango y de vómito. Pilar Ternera, que
entonces vivía solamente con sus dos hijos menores, no le
hizo ninguna pregunta. Lo llevó a la cama. Le
limpió la cara con un estropajo húmedo, le
quitó la ropa, y luego se desnudó por completo y
bajó el mosquitero para que no la vieran sus hijos si
despertaban. Se había cansado de esperar al hombre que se
quedó, a los hombres que se fueron, a los incontables
hombres que erraron el camino de su casa confundidos por la
incertidumbre de las barajas. En la espera se le había
agrietado la piel, se le habían vaciado los senos, se le
había apagado el rescoldo del corazón. Buscó
a Aureliano en la oscuridad, le puso la mano en el vientre y lo
besó en el cuello con una ternura maternal. -Mi pobre
niñito, murmuró. Aureliano se estremeció.
Con una destreza reposada, sin el menor tropiezo, dejó
atrás los acantilados del dolor y encontró a
Remedios convertida en un pantano sin horizontes, olorosa a
animal crudo y a ropa recién planchada. Cuando
salió a flote estaba llorando. Primero fueron unos
sollozos involuntarios y entrecortados. Después se
vació en un manantial desatado, sintiendo que algo
tumefacto y doloroso se había reventado en su interior.
Ella esperó, rascándole la cabeza con la yema de
los dedos, hasta que su cuerpo se desocupó de la materia
oscura que no lo dejaba vivir. Entonces Pilar Ternera le
preguntó: -¿Quién es? Y Aureliano se lo
dijo. Ella soltó la risa que en otro tiempo espantaba a
las palomas y que ahora ni siquiera despertaba a los
niños. «Tendrás que acabar de criarla»,
se burló. Pero debajo de la burla encontró
Aureliano un remanso de comprensión. Cuando
abandonó el cuarto, dejando allí no sólo la
incertidumbre de su virilidad sino también el peso amargo
que durante tantos meses soportó en el corazón,
Pilar Ternera le había hecho una promesa
espontánea. -Voy a hablar con la niña -le dijo-, y
vas a ver que te la sirvo en bandeja

De modo que cuando Pilar Ternera le dijo a
Aureliano que Remedios estaba decidida a casarse, él
comprendió que la noticia acabaría de atribular a
sus padres. Pero le hizo frente a la situación. Convocados
a la sala de visita para una entrevista formal, José
Arcadio Buendía y Úrsula escucharon
impávidos la declaración de su hijo. Al conocer el
nombre de la novia, sin embargo, José Arcadio
Buendía enrojeció de indignación. –El amor
es una peste -tronó-. Habiendo tantas muchachas bonitas y
decentes, lo único que se te ocurre es casarte con la hija
del enemigo. Pero Úrsula estuvo de acuerdo con la
elección. Confesó su afecto hacia las siete
hermanas Moscote, por su hermosura, su laboriosidad, su recato y
su buena educación, y celebró el acierto de su
hijo. Vencido por el entusiasmo de su mujer, José Arcadio
Buendía puso entonces una condición: Rebeca, que
era la correspondida, se casaría con Pietro
Crespi…

Aureliano Buendía se casó con Remedios
Moscote, quien "llegó a la pubertad antes de superar
los hábitos de la infancia
". Remedios, que
llevó "un soplo de alegría" a la casa
Buendía y "cataba desde el amanecer", y fue la
única que medió "en las disputas de Rebeca y
Amaranta
", y le llevaba los alimentos a José Arcadio
Buendía y lo asistía en sus necesidades ordinarias;
además, "lo lavaba con jabón y estropajo, le
mantenía limpio de piojos y liendres los cabellos y la
barba, conservaba en buen estado el cobertizo de palma y lo
reforzaba con lonas impermeables en tiempos de tormenta. En sus
últimos meses había logrado comunicarse con
él en frases de latín
rudimentario
".

Aureliano encontró en su esposa Remedios la
justificación que hacía falta para vivir.
"Trabajaba todo el día en el taller y Remedios le
llevaba a media mañana un tazón de café sin
azúcar. Ambos visitaban todas las noches a los Moscote.
Aureliano jugaba con el suegro interminables partidos de
dominó, mientras Remedios conversaba con sus hermanas o
trataba con su madre asuntos de gente mayor
".

Cuando Aureliano, tras enterarse de que Pietro Crespi y
Amaranta se casarían, dijo que "éstas no eran horas
para andar pensando en matrimonios", Úrsula, tiempo
después, comprendió que esa opinión "era
la única sincera que podía expresar Aureliano en
ese momento, no sólo con respecto al matrimonio, sino a
cualquier asunto que no fuera la guerra. Él mismo, frente
al pelotón de fusilamiento, no había de entender
muy bien cómo se fue encadenando la serie de sutiles pero
irrevocables casualidades que lo llevaron hasta ese punto. La
muerte de Remedios no le produjo la conmoción que
temía. Fue más bien un sordo sentimiento de rabia
que paulatinamente se disolvió en una frustración
solitaria y pasiva, semejante a la que experimentó en los
tiempos en que estaba resignado a vivir sin mujer. Volvió
a hundirse en el trabajo, pero conservó la costumbre de
jugar dominó con su suegro. En una casa amordazada por el
luto, las conversaciones nocturnas consolidaron la amistad de los
dos hombres. «Vuelve a casarte, Aurelito -le decía
el suegro-. Tengo seis hijas para escoger.» En cierta
ocasión, en vísperas de las elecciones, don
Apolinar Moscote regresó de uno de sus frecuentes viajes,
preocupado por la situación política del
país. Los liberales estaban decididos a lanzarse a la
guerra. Como Aureliano tenía en esa época nociones
muy confusas sobre las diferencias entre conservadores y
liberales, su suegro le daba lecciones esquemáticas. Los
liberales, le decía, eran masones; gente de mala
índole, partidaria de ahorcar a los curas, de implantar el
matrimonio civil y el divorcio, de reconocer iguales derechos a
los hijos naturales que a los legítimos, y de despedazar
al país en un sistema federal que despojara de poderes a
la autoridad suprema. Los conservadores, en cambio, que
habían recibido el poder directamente de Dios, propugnaban
por la estabilidad del orden público y la moral familiar;
eran los defensores de la fe de Cristo, del principio de
autoridad, y no estaban dispuestos a permitir que el país
fuera descuartizado en entidades autónomas. Por
sentimientos humanitarios, Aureliano simpatizaba con la actitud
liberal respecto de los derechos de los hijos naturales, pero de
todos modos no entendía cómo se llegaba al extremo
de hacer una guerra por cosas que no podían tocarse con
las manos

En las elecciones resultaron ganadores los
conservadores. El fraude no molestó a los habitantes de
Macondo, un pueblo "sin pasiones políticas", sino
el hecho de que los soldados de Macondo no hubieran devuelto los
cuchillos que habían decomisado antes de las elecciones.
"Lo que en realidad causó indignación en el
pueblo no fue el resultado de las elecciones, sino el hecho de
que los soldados no hubieran devuelto las armas. Un grupo de
mujeres habló con Aureliano para que consiguiera con su
suegro la restitución de los cuchillos de cocina. Don
Apolinar Moscote le explicó, en estricta reserva, que los
soldados se habían llevado las armas decomisadas como
prueba de que los liberales se estaban preparando para la guerra.
Lo alarmó el cinismo de la declaración. No hizo
ningún comentario, pero cierta noche en que Gerineldo
Márquez y Magnífico Visbal hablaban con otros
amigos del incidente de los cuchillos, le preguntaron si era
liberal o conservador. Aureliano no vaciló: -Si hay que
ser algo, seria liberal -dijo-, porque los conservadores son unos
tramposos

La mayoría de los amigos de Aureliano
andaban entusiasmados con la idea de liquidar el orden
conservador, pero nadie se había atrevido a incluirlo en
los planes, no sólo por sus vínculos con el
corregidor, sino por su carácter solitario y evasivo. Se
sabía, además, que había votado azul por
indicación del suegro. Así que fue una simple
casualidad que revelara sus sentimientos políticos, y fue
un puro golpe de curiosidad el que lo metió en la
ventolera de visitar al médico para tratarse un dolor que
no tenía. En el cuchitril oloroso a telaraña
alcanforada se encontró con una especie de iguana
polvorienta cuyos pulmones silbaban al respirar. Antes de hacerle
ninguna pregunta el doctor lo llevó a la ventana y le
examinó por dentro el párpado inferior. «No
es ahí», dijo Aureliano, según le
habían indicado. Se hundió el hígado con la
punta de los dedos, y agregó: «Es aquí donde
tengo el dolor que no me deja dormir.» Entonces el doctor
Noguera cerró la ventana con el pretexto de que
había mucho sol, y le explicó en términos
simples por qué era un deber patriótico asesinar a
los conservadores… Fue por esos días que
Úrsula consultó su opinión sobre el
matrimonio de Pietro Crespi y Amaranta, y él
contestó que los tiempos no estaban para pensar en eso.
Desde hacía una semana llevaba bajo la camisa una pistola
arcaica. Vigilaba a sus amigos. Iba par las tardes a tomar el
café con José Arcadio y Rebeca, que empezaban a
ordenar su casa, y desde las siete jugaba dominó con el
suegro. A la hora del almuerzo conversaba con Arcadio, que era ya
un adolescente monumental, y lo encontraba cada vez más
exaltado can la inminencia de la guerra. En la escuela, donde
Arcadio tenía alumnos mayores que él revueltos con
niños que apenas empezaban a hablar, había prendido
la fiebre liberal. Se hablaba de fusilar al padre Nicanor, de
convertir el templo en escuela, de implantar el amor libre.
Aureliano procuró atemperar sus ímpetus. Le
recomendó discreción y prudencia. Sordo a su
razonamiento sereno, a su sentido de la realidad, Arcadio le
reprochó en público su debilidad de
carácter, Aureliano esperó. Par fin, a principios
de diciembre, Úrsula irrumpió trastornada en el
taller. -¡Estalló la guerra!

…Un domingo, dos semanas después de la
ocupación, Aureliano entró en la casa de Gerineldo
Márquez y con su parsimonia habitual pidió un
tazón de café sin azúcar. Cuando los dos
quedaron solos en la cocina, Aureliano imprimió a su voz
una autoridad que nunca se le había conocido.
«Prepara los muchachos -dijo-. Nos vamos a la
guerra.» Gerineldo Márquez no lo creyó.
-¿Con qué armas? -preguntó. -Con las de
ellos -contestó Aureliano. El martes a medianoche, en una
operación descabellada, veintiún hombres menores de
treinta años al mando de Aureliano Buendía, armados
con cuchillos de mesa y hierros afilados, tomaron por sorpresa la
guarnición, se apoderaron de las armas y fusilaron en el
patio al capitán y los cuatro soldados que habían
asesinado a la mujer. Esa misma noche, mientras se escuchaban las
descargas del pelotón de fusilamiento, Arcadio fue
nombrado jefe civil y militar de la plaza. Los rebeldes casados
apenas tuvieron tiempo de despedirse de sus esposas, a quienes
abandonaron a sus propios recursos. Se fueron al amanecer,
aclamados por la población liberada del terror, para
unirse a las fuerzas del general revolucionario Victorio Medina,
que según las últimas noticias andaba por el rumbo
de Manaure. Antes de irse, Aureliano sacó a don Apolinar
Moscote de un armario. «Usted se queda tranquilo, suegro
-le dijo-. El nuevo gobierno garantiza, bajo palabra de honor, su
seguridad personal y la de su familia.» Don Apolinar
Moscote tuvo dificultades para identificar aquel conspirador de
botas altas y fusil terciado a la espalda con quien había
jugado dominó hasta las nueve de la noche. -Esto es un
disparate, Aurelito -exclamó.

-Ningún disparate -dijo Aureliano-. Es la
guerra. Y no me vuelva a decir Aurelito, que ya soy el coronel
Aureliano Buendía
".

"En mayo terminó la guerra. Dos
semanas antes de que el gobierno hiciera el anuncio oficial, en
una proclama altisonante que prometía un despiadado
castigo para los promotores de la rebelión, el coronel
Aureliano Buendía cayó prisionero cuando estaba a
punto de alcanzar la frontera occidental disfrazado de hechicero
indígena. De los veintiún hombres que lo siguieron
en la guerra, catorce murieron en combate, seis estaban heridos,
y sólo uno lo acompañaba en el momento de la
derrota final: el coronel Gerineldo
Márquez…

…El coronel Aureliano Buendía
había sido condenado a muerte, y la sentencia sería
ejecutada en Macondo, para escarmiento de la
población… Parecía un pordiosero.
Tenía la ropa desgarrada, el cabello y la barba
enmarañados, y estaba descalzo. Caminaba sin sentir el
polvo abrasante, con las manos amarradas a la espalda con una
soga que sostenía en la cabeza de su montura un oficial de
a caballo. Junto a él, también astroso y derrotado,
llevaban al coronel Gerineldo Márquez. No estaban tristes.
Parecían más bien turbados por la muchedumbre que
gritaba a la tropa toda clase de improperios…
Encontró al coronel Aureliano Buendía en el cuarto
del cepo, tendido en un catre y con los brazos abiertos, porque
tenía las axilas empedradas de golondrinos. Le
habían permitido afeitarse. El bigote denso de puntas
retorcidas acentuaba la angulosidad de sus pómulos. A
Úrsula le pareció que estaba más
pálido que cuando se fue, un poco más alto y
más solitario que nunca. Estaba enterado de los pormenores
de la casa: el suicidio de Pietro Crespi, las arbitrariedades y
el fusilamiento de Arcadio, la impavidez de José Arcadio
Buendía bajo el castaño. Sabía que Amaranta
había consagrado su viudez de virgen a la crianza de
Aureliano José, y que éste empezaba a dar muestras
de muy buen juicio y leía y escribía al mismo
tiempo que aprendía a hablar…

…El coronel Aureliano Buendía
permaneció de pie, pensativo, hasta que se cerró la
puerta. Entonces volvió a acostarse con los brazos
abiertos. Desde el principio de la adolescencia, cuando
empezó a ser consciente de sus presagios, pensó que
la muerte había de anunciarse con una señal
definida, inequívoca, irrevocable, pero le faltaban pocas
horas para morir, y la señal no llegaba… Eran
inútiles sus esfuerzos por sistematizar los presagios. Se
presentaban d pronto, en una ráfaga de lucidez
sobrenatural, como una convicción absoluta y
momentánea, pero inasible. En ocasione eran tan naturales,
que no los identificaba como presagios sino cuando se
cumplían. Otras veces eran terminantes y no se
cumplían. Con frecuencia no eran más que golpes
vulgares de superstición. Pero cuando lo condenaron a
muerte y le pidieron expresar su última voluntad, no tuvo
la menor dificultad par identificar el presagio que le
inspiró la respuesta: -Pido que la sentencia se cumpla en
Macondo -dijo. El presidente del tribunal se disgustó. -No
sea vivo, Buendía -le dijo-. Es una estratagema par ganar
tiempo. -Si no la cumplen, allá ustedes -dijo el coronel-,
pero esa es mi última voluntad… Todavía el
viernes no lo habían fusilado. En realidad, no se
atrevían a ejecutar la sentencia. La rebeldía del
pueblo hizo pensar a los militares que el fusilamiento del
coronel Aureliano Buendía tendría graves
consecuencias políticas no sólo en Macondo sino en
todo el ámbito de la ciénaga, así que
consultaron a las autoridades de la capital provincial. La noche
del sábado, mientras esperaban la respuesta, el
capitán Roque Carnicero fue con otros oficiales a la
tienda de Catarino. Sólo una mujer, casi presionada con
amenazas, se atrevió a llevarlo al cuarto. «No se
quieren acostar con un hombre que saben que se va a morir -le
confesó ella-. Nadie sabe cómo será, pero
todo el mundo anda diciendo que el oficial que fusile al coronel
Aureliano Buendía, y todos los soldados del
pelotón, uno por uno, serán asesinados sin remedio,
tarde o temprano, así se escondan en el fin del
mundo.» El capitán Roque Carnicero lo comentó
con los otros oficiales, y éstos lo comentaron con sus
superiores. El domingo, aunque nadie lo había revelado con
franqueza, aunque ningún acto militar había turbado
la calma tensa de aquellos días, todo el pueblo
sabía que los oficiales estaban dispuestos a eludir con
toda clase de pretextos la responsabilidad de la
ejecución. En el correo del lunes llegó la orden
oficial: la ejecución debía cumplirse en el
término de veinticuatro horas. Esa noche los oficiales
metieron en una gorra siete papeletas con sus nombres, y el
inclemente destino del capitán Roque Carnicero lo
señaló con la papeleta premiada. «La mala
suerte no tiene resquicios -dijo él con profunda
amargura-. Nací hijo de puta y muero hijo de puta.»
A las cinco de la mañana eligió el pelotón
por sorteo, lo formó en el patio, y despertó al
condenado con una frase premonitoria: -Vamos Buendía -le
dijo-. Nos llegó la hora. -Así que era esto
-replicó el coronel-. Estaba soñando que se me
habían reventado los golondrinos…

…Estaba ya de espaldas al muro y tenía
las manos apoyadas en la cintura porque los nudos ardientes de
las axilas le impedían bajar los brazos «Tanto
joderse uno -murmuraba el coronel Aureliano Buendía-.
Tanto joderse para que lo maten a uno seis maricas si poder hacer
nada,» Lo repetía con tanta rabia, que casi parece
fervor, y el capitán Roque Carnicero se conmovió
porque creyó que estaba rezando. Cuando el pelotón
lo apuntó, la rabia se había materializado en una
sustancia viscosa y amarga que le adormeció la lengua y lo
obligó a cerrar los ojos. Entonces desapareció el
resplandor de aluminio del amanecer, y volvió verse a
sí mismo, muy niño, con pantalones cortos y un lazo
en el cuello, y vio a su padre en una tarde espléndida
conduciéndolo al interior de la carpa, y vio el hielo.
Cuando oyó el grito, creyó que era orden final al
pelotón. Abrió los ojos con una curiosidad de
escalofrío, esperando encontrarse con la trayectoria
incandescente de los proyectiles, pero sólo
encontró capitán Roque Carnicero con los brazos en
alto, y a José Arcadio atravesando la calle con su
escopeta pavorosa lista para disparar. -No haga fuego -le dijo el
capitán a José Arcadio. Usted viene mandado por la
Divina Providencia. Allí empezó otra guerra. El
capitán Roque Carnicero y sus seis hombres se fueron con
el coronel Aureliano Buendía a liberar al general
revolucionario Victorio Medina, condenado a muerte en
Riohacha…

…Los hombres del coronel Aureliano
Buendía lo proclamaron jefe de las fuerzas revolucionarias
del litoral del Caribe, con el grado de general. Él
asumió el cargo, pero rechazó el ascenso, y se puso
a sí mismo la condición de no aceptarlo mientras no
derribaran el régimen conservador. Al cabo de tres meses
habían logrado armar a más de mil hombres, pero
fueron exterminados. Los sobrevivientes alcanzaron la frontera
oriental. La próxima vez que se supo de ellos
habían desembarcado en el Cabo de la Vela, procedentes del
archipiélago de las Antillas, y un parte del gobierno
divulgado por telégrafo y publicado en bandos jubilosos
por todo el país, anunció la muerte del coronel
Aureliano Buendía. Pero dos días después, un
telegrama múltiple que casi le dio alcance al anterior,
anunciaba otra rebelión en los llanos del sur. Así
empezó la leyenda de la ubicuidad del coronel Aureliano
Buendía. Informaciones simultáneas y
contradictorias lo declaraban victorioso en Villanueva, derrotado
en Guacamayal, demorado por los indios Motilones, muerto en una
aldea de la ciénaga y otra vez sublevado en Urumita. Los
dirigentes liberales que en aquel momento estaban negociando una
participación en el parlamento, lo señalaron como
un aventurero sin representación de partido. El gobierno
nacional lo asimiló a la categoría de bandolero y
puso a su cabeza un precio de cinco mil pesos. Al cabo de
dieciséis derrotas, el coronel Aureliano Buendía
salió de la Guajira con dos mil indígenas bien
armados, y la guarnición sorprendida durante el
sueño abandonó Riohacha. Allí
estableció su cuartel general, y proclamó la guerra
total contra el régimen… Tres meses después,
cuando entró victorioso a Macondo, el primer abrazo que
recibió en el camino de la ciénaga fue el del
coronel Gerineldo Márquez…

Cuando regresó el coronel Aureliano
Buendía, entre estampidos de cohetes y repiques de
campanas, un coro infantil le dio la bienvenida en la casa.
Aureliano José, largo como su abuelo, vestido de oficial
revolucionario, le rindió honores
militares…

A pesar de su regreso triunfal, el coronel Aureliano
Buendía no se entusiasmaba con las apariencias. Las tropas
del gobierno abandonaban las plazas sin resistencia, y eso
suscitaba en la población liberal una ilusión de
victoria que no convenía defraudar, pero los
revolucionarios conocían la verdad, y más que nadie
el coronel Aureliano Buendía. Aunque en ese momento
mantenía más de cinco mil hombres bajo su mando y
dominaba dos estados del litoral, tenía conciencia de
estar acorralado contra el mar, y metido en una situación
política tan confusa que cuando ordenó restaurar la
torre de la iglesia desbaratada por un cañonazo del
ejército, el padre Nicanor comentó en su lecho de
enfermo: «Esto es un disparate: los defensores de la fe de
Cristo destruyen el templo y los masones lo mandan
componer.» Buscando una tronera de escape pasaba horas y
horas en la oficina telegráfica, conferenciando con los
jefes de otras plazas, y cada vez salía con la
impresión más definida de que la guerra estaba
estancada. Cuando se recibían noticias de nuevos triunfos
liberales se proclamaban con bandos de júbilo, pero
él medía en los mapas su verdadero alcance, y
comprendía que sus huestes estaban penetrando en la selva,
defendiéndose de la malaria y los mosquitos, avanzando en
sentido contrario al de la realidad. «Estamos perdiendo el
tiempo -se quejaba ante sus oficiales-. Estaremos perdiendo el
tiempo mientras los carbones del partido estén mendigando
un asiento en el congreso.» En noches de vigilia, tendido
boca arriba en la hamaca que colgaba en el mismo cuarto en que
estuvo condenado a muerte, evocaba la imagen de los abogados
vestidos de negro que abandonaban el palacio presidencial en el
hielo de la madrugada con el cuello de los abrigos levantado
hasta las orejas, frotándose las manos, cuchicheando,
refugiándose en los cafetines lúgubres del
amanecer, para especular sobre lo que quiso decir el presidente
cuando dijo que sí, o lo que quiso decir cuando dijo que
no, y para suponer inclusive lo que el presidente estaba pensando
cuando dijo una cosa enteramente distinta, mientras él
espantaba mosquitos a treinta y cinco grados de temperatura,
sintiendo aproximarse al alba temible en que tendría que
dar a sus hombres la orden de tirarse al mar. Una noche de
incertidumbre en que Pilar Ternera cantaba en el patio con la
tropa, él pidió que le leyera el porvenir en las
barajas. «Cuídate la boca -fue todo lo que
sacó en claro Pilar Ternera después de extender y
recoger los naipes tres veces-. No sé lo que quiere decir,
pero la señal es muy clara: cuídate la boca.»
Dos días después alguien le dio a una ordenanza un
tazón de café sin azúcar, y el ordenanza se
lo pasó a otro, y éste a otro, hasta que
llegó de mano en mano al despacho del coronel Aureliano
Buendía. No había pedido café, pero ya que
estaba ahí, el coronel se lo tomó. Tenía una
carga de nuez vómica suficiente para matar un caballo.
Cuando lo llevaron a su casa estaba tieso y arqueado y
tenía la lengua partida entre los dientes. Úrsula
se lo disputó a la muerte. Después de limpiarle el
estómago con vomitivos, lo envolvió en frazadas
calientes y le dio claras de huevos durante dos días,
hasta que el cuerpo estragado recobró la temperatura
normal. Al cuarto día estaba fuera de peligro. Contra su
voluntad, presionado por Úrsula y los oficiales,
permaneció en la cama una semana más. Sólo
entonces supo que no habían quemado sus versos. «No
me quise precipitar -le explicó Úrsula-. Aquella
noche, cuando iba a prender el horno, me dije que era mejor
esperar que trajeran el cadáver.» En la neblina de
la convalecencia, rodeado de las polvorientas muñecas de
Remedios, el coronel Aureliano Buendía evocó en la
lectura de sus versos los instantes decisivos de su existencia.
Volvió a escribir. Durante muchas horas, al margen de los
sobresaltos de una guerra sin futuro, resolvió en versos
rimados sus experiencias a la orilla de la muerte. Entonces sus
pensamientos se hicieron tan claros, que pudo examinarlos al
derecho y al revés. Una noche le preguntó al
coronel Gerineldo Márquez: -Dime una cosa, compadre:
¿por qué estás peleando? -Por qué ha
de ser, compadre contestó el coronel Genireldo
Márquez-: por el gran partido liberal.

-Dichoso tú que lo sabes contestó
él-. Yo, por mi parte, apenas ahora me doy cuenta que
estoy peleando por orgullo. -Eso es malo -dijo el coronel
Gerineldo Márquez. Al coronel Aureliano Buendía le
divirtió su alarma. «Naturalmente -dijo-. Pero en
todo caso, es mejor eso, que no saber por qué se
pelea.» Lo miró a los ojos, y agregó
sonriendo: -O que pelear como tú por algo que no significa
nada para nadie. Su orgullo le había impedido hacer
contactos con los grupos armados del interior del país,
mientras los dirigentes del partido no rectificaran en
público su declaración de que era un bandolero.
Sabía, sin embargo, que tan pronto como pusiera de lado
esos escrúpulos rompería el círculo vicioso
de la guerra. La convalecencia le permitió reflexionar.
Entonces consiguió que Úrsula le diera el resto de
la herencia enterrada y sus cuantiosos ahorros; nombró al
coronel Gerineldo Márquez jefe civil y militar de Macondo,
y se fue a establecer contacto con los grupos rebeldes del
interior.

Diez días después de que un comunicado
conjunto del gobierno y la oposición anunció el
término de la guerra, se tuvieron noticias del primer
levantamiento armado del coronel Aureliano Buendía en la
frontera occidental. Sus fuerzas escasas y mal armadas fueron
dispersadas en menos de una semana. Pero en el curso de ese
año, mientras liberales y conservadores trataban de que el
país creyera en la reconciliación, intentó
otros siete alzamientos. Una noche cañoneó a
Riohacha desde una goleta, y la guarnición sacó de
sus camas y fusiló en represalia a los catorce liberales
más conocidos de la población. Ocupó por
más de quince días una aduana fronteriza, y desde
allí dirigió a la nación un llamado a la
guerra general. Otra de sus expediciones se perdió tres
meses en la selva, en una disparatada tentativa de atravesar
más de mil quinientos kilómetros de territorios
vírgenes para proclamar la guerra en los suburbios de la
capital. En cierta ocasión estuvo a menos de veinte
kilómetros de Macondo, y fue obligado por las patrullas
del gobierno a internarse en las montañas muy cerca de la
región encantada donde su padre encontró muchos
años antes el fósil de un galeón
español

De pronto, cuando ya Úrsula y Amaranta
habían superpuesto un nuevo luto a los anteriores,
llegó una noticia insólita. El coronel Aureliano
Buendía estaba vivo, pero aparentemente había
desistido de hostigar al gobierno de su país, y se
había sumado al federalismo triunfante en otras
repúblicas del Caribe. Aparecía con nombres
distintos cada vez más lejos de su tierra. Después
había de saberse que la idea que entonces lo animaba era
la unificación de las fuerzas federalistas de la
América Central, para barrer con los regímenes
conservadores desde Alaska hasta la Patagonia. La primera noticia
directa que Úrsula recibió de él, varios
años después de haberse ido, fue una carta arrugada
y borrosa que le llegó de mano en mano desde Santiago de
Cuba.

En realidad, el coronel Aureliano Buendía
estaba en el país desde hacía más de un mes.
Precedido de rumores contradictorios, supuesto al mismo tiempo en
los lugares más apartados, el propio general Moncada no
creyó en su regreso sino cuando se anunció
oficialmente que se había apoderado de dos estados del
litoral. «La felicito, comadre -le dijo a Úrsula,
mostrándole el telegrama-. Muy pronto lo tendrá
aquí.» Úrsula se preocupó entonces por
primera vez. «¿Y usted qué hará,
compadre?», preguntó. El general Moncada se
había hecho esa pregunta muchas veces. -Lo mismo que
él, comadre -contestó-: cumplir con mi deber. El
primero de octubre, al amanecer, el coronel Aureliano
Buendía con mil hombres bien armados atacó a
Macondo y la guarnición recibió la orden de
resistir hasta el final. A mediodía, mientras el general
Moncada almorzaba con Úrsula, un cañonazo rebelde
que retumbó en todo el pueblo pulverizó la fachada
de la tesorería municipal. «Están tan bien
armados como nosotros -suspiró el general Moncada-, pero
además pelean con más ganas.» A las dos de la
tarde, mientras la tierra temblaba con los cañonazos de
ambos lados, se despidió de Úrsula con la
certidumbre de que estaba librando una batalla
perdida…

…Hasta ese momento, desde su regreso, el
coronel Aureliano Buendía no se había concedido la
oportunidad de verlo con el corazón. Se asombró de
cuánto había envejecido, del temblor de sus manos,
de la conformidad un poco rutinaria con que esperaba la muerte, y
entonces experimentó un hondo desprecio por sí
mismo que confundió con un principio de misericordia.
-Sabes mejor que yo -dijo- que todo consejo de guerra es una
farsa, y que en verdad tienes que pagar los crímenes de
otros, porque esta vez vamos a ganar la guerra a cualquier
precio. Tú, en mi lugar, ¿no hubieras hecho lo
mismo? El general Moncada se incorporó para limpiar los
gruesos anteojos de carey con el faldón de la camisa.
«Probablemente -dijo-. Pero lo que me preocupa no es que me
fusiles, porque al fin y al cabo, para la gente como nosotros
esto es la muerte natural.» Puso los lentes en la cama y se
quitó el reloj de leontina. «Lo que me preocupa
-agregó- es que de tanto odiar a los militares, de tanto
combatirlos, de tanto pensar en ellos, has terminado por ser
igual a ellos. Y no hay un ideal en la vida que merezca tanta
abyección.» Se quitó el anillo matrimonial y
la medalla de la Virgen de los Remedios y los puso juntos con los
lentes y el reloj. -A este paso -concluyó- no sólo
serás el dictador más despótico y
sanguinario de nuestra historia, sino que fusilarás a mi
comadre Úrsula tratando de apaciguar tu
conciencia.

Cuando el coronel Aureliano Buendía
regresó a Macondo "llegó sin ruido, sin
escolta, envuelto en una manta a pesar del calor, y con tres
amantes que instaló en una misma casa, donde pasaba la
mayor parte del tiempo tendido en una hamaca
Era
tal vez el momento más crítico de la guerra. Los
terratenientes liberales, que al principio apoyaban la
revolución, habían suscrito alianzas secretas con
los terratenientes conservadores para impedir la revisión
de los títulos de propiedad. Los políticos que
capitalizaban la guerra desde el exilio habían repudiado
públicamente las determinaciones drásticas del
coronel Aureliano Buendía, pero hasta esa
desautorización parecía tenerlo sin cuidado. No
había vuelto a leer sus versos, que ocupaban más de
cinco tomos, y que permanecían olvidados en el fondo del
baúl. De noche, o a la hora de la siesta, llamaba a la
hamaca a una de sus mujeres y obtenía de ella una
satisfacción rudimentaria, y luego dormía con un
sueño de piedra que no era perturbado por el más
ligero indicio de preocupación. Sólo él
sabía entonces que su aturdido corazón estaba
condenado para siempre a la incertidumbre. Al principio,
embriagado por la gloria del regreso, por las victorias
inverosímiles, se había asomado al abismo de la
grandeza. Se complacía en mantener a la diestra al duque
de Marlborough, su gran maestro en las artes de la guerra, cuyo
atuendo de pieles y uñas de tigre suscitaban el respeto de
los adultos y el asombro de los niños. Fue entonces cuando
decidió que ningún ser humano, ni siquiera
Úrsula, se le aproximara a menos de tres metros. En el
centro del círculo de tiza que sus edecanes trazaban
dondequiera que él llegara, y en el cual sólo
él podía entrar, decidía con órdenes
breves e inapelables el destino del mundo. La primera vez que
estuvo en Manaure después del fusilamiento del general
Moncada se apresuró a cumplir la última voluntad de
su víctima, y la viuda recibió los lentes, la
medalla, el reloj y el anillo, pero no le permitió pasar
de la puerta. -No entre, coronel -le dijo-. Usted mandará
en su guerra, pero yo mando en mi casa. El coronel Aureliano
Buendía no dio ninguna muestra de rencor, pero su
espíritu sólo encontró el sosiego cuando su
guardia personal saqueó y redujo a cenizas la casa de la
viuda. «Cuídate el corazón, Aureliano -le
decía entonces el coronel Gerineldo Márquez-. Te
estás pudriendo vivo.» Por esa época
convocó una segunda asamblea de los principales
comandantes rebeldes. Encontró de todo: idealistas,
ambiciosos, aventureros, resentidos sociales y hasta delincuentes
comunes. Había, inclusive, un antiguo funcionario
conservador refugiado en la revuelta para escapar a un juicio por
malversación de fondos.

Muchos no sabían ni siquiera por qué
peleaban… Sus órdenes se cumplían antes de
ser impartidas, aun antes de que él las concibiera, y
siempre llegaban mucho más lejos de donde él se
hubiera atrevido a hacerlas llegar. Extraviado en la soledad de
su inmenso poder, empezó a perder el rumbo. Le molestaba
la gente que lo aclamaba en los pueblos vencidos, y que le
parecía la misma que aclamaba al enemigo. Por todas partes
encontraba adolescentes que lo miraban con sus propios ojos, que
hablaban con su propia voz, que lo saludaban con la misma
desconfianza con que él los saludaba a ellos, y que
decían ser sus hijos. Se sintió disperso, repetido,
y más solitario que nunca. Tuvo la convicción de
que sus propios oficiales le mentían. Se peleó con
el duque de Marlborough. «El mejor amigo -solía
decir entonces- es el que acaba de morir.» Se cansó
de la incertidumbre, del círculo vicioso de aquella guerra
eterna que siempre lo encontraba a él en el mismo lugar,
sólo que cada vez más viejo, más acabado,
más sin saber por qué, ni cómo, ni hasta
cuándo. Siempre había alguien fuera del
círculo de tiza. Alguien a quien le hacía falta
dinero, que tenía un hijo con tos ferina o que
quería irse a dormir para siempre porque ya no
podía soportar en la boca el sabor a mierda de la guerra y
que, sin embargo, se cuadraba con sus últimas reservas de
energía para informar: «Todo normal, mi
coronel.» Y la normalidad era precisamente lo más
espantoso de aquella guerra infinita: que no pasaba nada. Solo,
abandonado por los presagios, huyendo del frío que
había de acompañarlo hasta la muerte, buscó
un último refugio en Macondo, al calor de sus recuerdos
más antiguos. Era tan grave su desidia que cuando le
anunciaron la llegada de una comisión de su partido
autorizada para discutir la encrucijada de la guerra, él
se dio vuelta en la hamaca sin despertar por completo.
-Llévenlos donde las putas -dijo. Eran seis abogados de
levita y chistera que soportaban con un duro estoicismo el bravo
sol de noviembre. Úrsula los hospedó en la
casa… «No los molesten -ordenaba el coronel
Aureliano Buendía-. Al fin y al cabo, yo sé lo que
quieren…

En la calurosa sala de visitas, junto al espectro de
la pianola amortajada con una sábana blanca, el coronel
Aureliano Buendía no se sentó esta vez dentro del
círculo de tiza que trazaron sus edecanes. Ocupó
una silla entre sus asesores políticos, y envuelto en la
manta de lana escuchó en silencio las breves propuestas de
los emisarios. Pedían, en primer término, renunciar
a la revisión de los títulos de propiedad de la
tierra para recuperar el apoyo de los terratenientes liberales.
Pedían, en segundo término, renunciar a la lucha
contra la influencia clerical para obtener el respaldo del pueblo
católico. Pedían, por último, renunciar a
las aspiraciones de igualdad de derechos entre los hijos
naturales y los legítimos para preservar la integridad de
los hogares. -Quiere decir -sonrió el coronel Aureliano
Buendía cuando terminó la lectura– que sólo
estamos luchando por el poder. -Son reformas tácticas
-replicó uno de los delegados-. Por ahora, lo esencial es
ensanchar la base popular de la guerra. Después veremos.
Uno de los asesores políticos del coronel Aureliano
Buendía se apresuró a intervenir. -Es un
contrasentido -dijo-. Si estas reformas son buenas, quiere decir
que es bueno el régimen conservador. Si con ellas logramos
ensanchar la base popular de la guerra, como dicen ustedes,
quiere decir que el régimen tiene una amplia base popular.
Quiere decir, en síntesis, que durante casi veinte
años hemos estado luchando contra los sentimientos de la
nación. Iba a seguir, pero el coronel Aureliano
Buendía lo interrumpió con una señal.
«No pierda el tiempo, doctor -dijo-. Lo importante es que
desde este momento sólo luchamos por el poder.» Sin
dejar de sonreír, tomó los pliegos que le
entregaron los delegados y se dispuso a firmar. -Puesto que es
así -concluyó-, no tenemos ningún
inconveniente en aceptar. Sus hombres se miraron consternados.
-Me perdona, coronel -dijo suavemente el coronel Genireldo
Márquez-, pero esto es una traición. El coronel
Aureliano Buendía detuvo en el aire la pluma entintada, y
descargó sobre él todo el peso de su autoridad.
-Entrégueme sus armas -ordenó. El coronel Gerineldo
Márquez se levantó y puso las armas en la mesa.
-Preséntese en el cuartel -le ordenó el coronel
Aureliano Buendía-. Queda usted a disposición de
los tribunales revolucionarios. Luego firmó la
declaración y entregó las pliegas a las emisarias,
diciéndoles: -Señores, ahí tienen sus
papeles. Que les aprovechen. Dos días después, el
coronel Gerineldo Márquez, acusado de alta
traición, fue condenado a muerte. Derrumbado en su hamaca,
el coronel Aureliano Buendía fue insensible a las
súplicas de clemencia. La víspera de la
ejecución, desobedeciendo la arden de no molestarlo,
Úrsula lo visitó en el dormitorio. Cerrada de
negro, investida de una rara solemnidad, permaneció de pie
los tres minutos de la entrevista. «Sé que
fusilarás a Gerineldo -dijo serenamente-, y no puedo hacer
nada por impedirlo. Pero una cosa te advierto: tan pronto como
vea el cadáver, te lo juro por los huesos de mi padre y mi
madre, por la Memoria de José Arcadio Buendía, te
lo juro ante Dios, que te he de sacar de donde te metas y te
mataré con mis propias manos.» Antes de abandonar el
cuarto, sin esperar ninguna réplica, concluyó: -Es
lo mismo que habría hecho si hubieras nacido con cola de
puerco. Aquella noche interminable, mientras el coronel Gerineldo
Márquez evocaba sus tardes muertas en el costurero de
Amaranta, el coronel Aureliano Buendía
rasguñó durante muchas horas, tratando de romperla,
la dura cáscara de su soledad. Sus únicos instantes
felices, desde la tarde remota en que su padre lo llevó a
conocer el hielo, habían transcurrido en el taller de
platería, donde se le iba el tiempo armando pescaditos de
oro. Había tenido que promover guerras, y había
tenido que violar todos sus pactos con la muerte y revolcarse
como un cerdo en el muladar de la gloria, para descubrir con casi
cuarenta años de retraso los privilegios de la
simplicidad. Al amanecer, estragado por la tormentosa vigilia,
apareció en el cuarto del cepo una hora antes de la
ejecución. «Terminó la farsa, compadre -le
dijo al coronel Gerineldo Márquez-. ¡Vámonos
de aquí, antes de que acaben de fusilarte los
mosquitos!» El coronel Gerineldo Márquez no pudo
reprimir el desprecio que le inspiraba aquella actitud. -No,
Aureliano -replicó-. Vale más estar muerto que
verte convertido en un chafarote. -No me verás -dijo el
coronel Aureliano Buendía-. Ponto los zapatos y
ayúdame a terminar con esta guerra de mierda. Al decirlo,
no imaginaba que era más fácil empezar una guerra
que terminarla. Necesitó casi un año de rigor
sanguinario para forzar al gobierno a proponer condiciones de paz
favorables a los rebeldes, y otro año para persuadir a sus
partidarios de la conveniencia de aceptarlas. Llegó a
inconcebibles extremos de crueldad para sofocar las rebeliones de
sus propios ofíciales, que se resistían a feriar la
victoria y terminó apoyándose en fuerzas enemigas
para acabar de someterlos. Nunca fue mejor guerrero que entonces.
La certidumbre de que por fin peleaba por su propia
liberación, y no por ideales abstractos, por consignas que
los políticos podían voltear al derecho y al
revés según las circunstancias, le infundió
un entusiasmo enardecido. El coronel Gerineldo Márquez,
que luchó por el fracaso con tanta convicción y
tanta lealtad como antes había luchado por el triunfo, le
reprochaba su temeridad inútil. «No te preocupes
-sonreía él-. Morirse es mucho más
difícil de lo que uno cree.» En su caso era verdad.
La seguridad de que su día estaba señalado lo
invistió de una inmunidad misteriosa, una inmortalidad a
término fijo que lo hizo invulnerable a los riesgos de la
guerra, y le permitió finalmente conquistar una derrota
que era mucho más difícil, mucho más
sangrienta y costosa que la victoria. En casi veinte años
de guerra, el coronel Aureliano Buendía había
estado muchas veces en la casa, pero el estado de urgencia en que
llegaba siempre, el aparato militar que lo acompañaba a
todas partes, el aura de leyenda que doraba su presencia y a la
cual no fue insensible ni la propia Úrsula, terminaron por
convertirlo en un extraño. La última vez que estuvo
en Macondo, y tomó una casa para sus tres concubinas, no
se le vio en la suya sino dos o tres veces, cuando tuvo tiempo de
aceptar invitaciones a comer. Remedios, la bella, y los gemelos
nacidos en plena guerra, apenas si lo conocían. Amaranta
no lograba conciliar la imagen del hermano que pasó la
adolescencia fabricando pescaditos de oro, con la del guerrero
mítico que había interpuesto entre él y el
resto de la humanidad una distancia de tres metros. Pero cuando
se conoció la proximidad del armisticio y se pensó
que él regresaba otra vez convertido en un ser humano,
rescatado por fin para el corazón de los suyos, los
afectos familiares aletargados por tanto tiempo renacieron con
más fuerza que nunca. -Al fin -dijo Úrsula-
tendremos otra vez un hombre en la casa…

"El ejército regular tuvo que proteger la
casa. Llegó vejado, escupido, acusado de haber recrudecido
la guerra sólo para venderla más cara. Temblaba de
fiebre y de frío y tenía otra vez las axilas
empedradas de golondrinos. Seis meses antes, cuando oyó
hablar del armisticio, Úrsula había abierto y
barrido la alcoba nupcial, y había quemado mirra en los
rincones, pensando que él regresaría dispuesto a
envejecer despacio entre las enmohecidas muñecas de
Remedios. Pero en realidad, en los dos últimos años
él le había pagado sus cuotas finales a la vida,
inclusive la del envejecimiento. Al pasar frente al taller de
platería, que Úrsula había preparado con
especial diligencia, ni siquiera advirtió que las llaves
estaban puestas en el candado. No percibió los
minúsculos y desgarradores destrozos que el tiempo
había hecho en la casa, y que después de una
ausencia tan prolongada habrían parecido un desastre a
cualquier hombre que conservara vivos sus recuerdos. No le
dolieron las peladuras de cal en las paredes, ni los sucios
algodones de telaraña en los rincones, ni el polvo de las
begonias, ni las nervaduras del comején en las vigas, ni
el musgo de los quicios, ni ninguna de las trampas insidiosas que
le tendía la nostalgia. Se sentó en el corredor,
envuelto en la manta y sin quitarse las botas, como esperando
apenas que escampara, y permaneció toda la tarde viendo
llover sobre las begonias. Úrsula comprendió
entonces que no lo tendría en la casa por mucho tiempo.
«Si no es la guerra -pensó- sólo puede ser la
muerte.» Fue una suposición tan nítida, tan
convincente, que la identificó como un
presagio…"

Parecía tan ajeno a todo que ni siquiera se
fijó en Remedios, la bella, que pasó desnuda hacia
el dormitorio. Úrsula fue la única que se
atrevió a perturbar su abstracción. -Si has de irte
otra vez -le dijo a mitad de la cena-, por lo menos trata de
recordar cómo éramos esta noche. Entonces el
coronel Aureliano Buendía se dio cuenta, sin asombro, que
Úrsula era el único ser humano que había
logrado desentrañar su miseria, y por primera vez en
muchos anos se atrevió a mirarla a la
cara…

La propia Remedios, su esposa, era en aquel momento
la imagen borrosa de alguien que pudo haber sido su hija. Las
incontables mujeres que conoció en el desierto del amor, y
que dispersaron su simiente en todo el litoral, no habían
dejado rastro alguno en sus sentimientos. La mayoría de
ellas entraban en el cuarto en la oscuridad y se iban antes del
alba, y al día siguiente eran apenas un poco de tedio en
la Memoria corporal. El único afecto que prevalecía
contra el tiempo y la guerra, fue el que sintió por su
hermano José Arcadio, cuando ambos eran niños, y no
estaba fundado en el amor, sino en la complicidad. -Perdone -se
excusó ante la petición de Úrsula-. Es que
esta guerra ha acabado con todo. En los días siguientes se
ocupó de destruir todo rastro de su paso por el mundo.
Simplificó el taller de platería hasta sólo
dejar los objetos impersonales, regaló sus ropas a los
ordenanzas y enterró sus armas en el patio con el mismo
sentido de penitencia con que su padre enterró la lanza
que dio muerte a Prudencio Aguilar. Sólo conservó
una pistola, y con una sola bala. Úrsula no intervino. La
única vez que lo disuadió fue cuando él
estaba a punto de destruir el daguerrotipo de Remedios que se
conservaba en la sala, alumbrado por una lámpara eterna.
«Ese retrato dejó de pertenecerte hace mucho tiempo
-le dijo-. Es una reliquia de familia.» La víspera
del armisticio, cuando ya no quedaba en la casa un solo objeto
que permitiera recordarlo, llevó a la panadería el
baúl con los versos en el momento en que Santa
Sofía de la Piedad se preparaba para encender el horno.
-Préndalo con esto -le dijo él, entregándole
el primer rollo de papeles amarillento-. Arde mejor, porque son
cosas muy viejas. Santa Sofía de la Piedad, la silenciosa,
la condescendiente, la que nunca contrarió ni a sus
propios hijos, tuvo la impresión de que aquel era un acto
prohibido. -Son papeles importantes -dijo. -Nada de eso -dijo el
coronel-. Son cosas que se escriben para uno mismo. -Entonces
-dijo ella- quémelos usted mismo, coronel. No sólo
lo hizo, sino que despedazó el baúl con una
hachuela y echó las astillas al fuego. Horas antes, Pilar
Ternera había estado a visitarlo. Después de tantos
años de no verla, el coronel Aureliano Buendía se
asombró de cuánto había envejecido y
engordado, y de cuánto había perdido el esplendor
de su risa, pero se asombró también de la
profundidad que había logrado en la lectura de las
barajas. «Cuídate la boca», le dijo ella, y
él se preguntó si la otra vez que se lo dijo, en el
apogeo de la gloria, no había sido una visión
sorprendentemente anticipada de su destino. Poco después,
cuando su médico personal acabó de extirparle los
golondrinos, él le preguntó sin demostrar un
interés particular cuál era el sitio exacto del
corazón. El médico lo auscultó y le
pintó luego un círculo en el pecho con un
algodón sucio de yodo. El martes del armisticio
amaneció tibio y lluvioso. El coronel Aureliano
Buendía apareció en la cocina antes de las cinco y
tomó su habitual café sin azúcar. «Un
día como este viniste al mundo -le dijo Úrsula-.
Todos se asustaron con tus ojos abiertos.» Él no le
puso atención, porque estaba pendiente de los aprestos de
tropa, los toques de corneta y las voces de mando que estropeaban
el alba. Aunque después de tantos años de guerra
debían parecerle familiares, esta vez experimentó
el mismo desaliento en las rodillas, y el mismo cabrilleo de la
piel que había experimentado en su juventud en presencia
de una mujer desnuda. Pensó confusamente, al fin capturado
en una trampa de la nostalgia, que tal vez si se hubiera casado
con ella hubiera sido un hombre sin guerra y sin gloria, un
artesano sin nombre, un animal feliz. Ese estremecimiento
tardío, que no figuraba en sus previsiones, le
amargó el desayuno. A las siete de la mañana,
cuando el coronel Gerineldo Márquez fue a buscarlo en
compañía de un grupo de oficiales rebeldes, lo
encontró más taciturno que nunca, más
pensativo y solitario. Úrsula trató de echarle
sobre los hombros una manta nueva. «Qué va a pensar
el gobierno -le dijo-. Se imaginarán que te has rendido
porque ya no tenias ni con qué comprar una manta.»
Pero él no la aceptó. Ya en la puerta, viendo que
seguía la lluvia, se dejó poner un viejo sombrero
de fieltro de José Arcadio Buendía. -Aureliano -le
dijo entonces Úrsula-, prométeme que si te
encuentras por ahí con la mala hora, pensarás en tu
madre.Él le hizo una sonrisa distante, levantó la
mano con todos los dedos extendidos, y sin decir una palabra
abandonó la casa y se enfrentó a los gritos,
vituperios y blasfemias que habían de perseguirlo hasta la
salida del pueblo. Úrsula pasó la tranca en la
puerta decidida a no quitarla en el resto de su vida. «Nos
pudriremos aquí dentro -pensó-. Nos volveremos
ceniza en esta casa sin hombres, pero no le daremos a este pueblo
miserable el gusto de vernos llorar.» Estuvo toda la
mañana buscando un recuerdo de su hijo en los más
secretos rincones, y no pudo encontrarlo.

El acto se celebró a veinte kilómetros
de Macondo, a la sombra de una ceiba gigantesca en torno a la
cual había de fundarse más tarde el pueblo de
Neerlandia. Los delegados del gobierno y los partidos, y la
comisión rebelde que entregó las armas, fueron
servidos por un bullicioso grupo de novicias de hábitos
blancos, que parecían un revuelo de palomas asustadas por
la lluvia. El coronel Aureliano Buendía llegó en
una mula embarrada. Estaba sin afeitar, más atormentado
por el dolor de los golondrinos que por el inmenso fracaso de sus
sueños, pues había llegado al término de
toda esperanza, más allá de la gloria y de la
nostalgia de la gloria. De acuerdo con lo dispuesto por él
mismo, no hubo música, ni cohetes, ni campanas de
júbilo, ni vítores, ni ninguna otra
manifestación que pudiera alterar el carácter
luctuoso del armisticio. Un fotógrafo ambulante que
tomó el único retrato suyo que hubiera podido
conservarse, fue obligado a destruir las placas sin revelarlas.
El acto duró apenas el tiempo indispensable para que se
estamparan las firmas. En torno de la rústica mesa
colocada en el centro de una remendada carpa de circo, donde se
sentaron los delegados, estaban los últimos oficiales que
permanecieron fieles al coronel Aureliano Buendía. Antes
de tomar las firmas, el delegado personal del presidente de la
república trató de leer en voz alta el acta de la
rendición, pero el coronel Aureliano Buendía se
opuso. «No perdamos el tiempo en formalismos», dijo,
y se dispuso a firmar los pliegos sin leerlos. Uno de sus
oficiales rompió entonces el silencio soporífero de
la carpa. -Coronel -dijo-, háganos el favor de no ser el
primero en firmar. El coronel Aureliano Buendía
accedió. Cuando el documento dio la vuelta completa a la
mesa, en medio de un silencio tan nítido que
habrían podido descifrarse las firmas por el garrapateo de
la pluma en el papel, el primer lugar estaba todavía en
blanco. El coronel Aureliano Buendía se dispuso a
ocuparlo. -Coronel -dijo entonces otro de sus oficiales-,
todavía tiene tiempo de quedar bien. Sin inmutarse, el
coronel Aureliano Buendía firmó la primera copia.
No había acabado de firmar la última cuando
apareció en la puerta de la carpa un coronel rebelde
llevando del cabestro una mula cargada con dos baúles. A
pesar de su extremada juventud, tenía un aspecto
árido y una expresión paciente. Era el tesorero de
la revolución en la circunscripción de Macondo.
Había hecho un penoso viaje de seis días,
arrastrando la mula muerta de hambre, para llegar a tiempo al
armisticio. Con una parsimonia exasperante descargó los
baúles, los abrió, y fue poniendo en la mesa, uno
por uno, setenta y dos ladrillos de oro. Nadie recordaba la
existencia de aquella fortuna. En el desorden del último
año, cuando el mando central saltó en pedazos y la
revolución degeneró en una sangrienta rivalidad de
caudillos, era imposible determinar ninguna responsabilidad. El
oro de la rebelión, fundido en bloques que luego fueron
recubiertos de barro cocido, quedó fuera de todo control.
El coronel Aureliano Buendía hizo incluir los setenta y
dos ladrillos de oro en el inventario de la rendición, y
clausuró el acto sin permitir discursos. El
escuálido adolescente permaneció frente a
él, mirándolo a los ojos con sus serenos ojos color
de almíbar. -¿Algo más? -le preguntó
el coronel Aureliano Buendía. El joven coronel
apretó los dientes. -El recibo -dijo. El coronel Aureliano
Buendía se lo extendió de su puño y letra.
Luego tomó un vaso de limonada y un pedazo de bizcocho que
repartieron las novicias, y se retiró a una tienda de
campaña que le habían preparado por si
quería descansar. Allí se quitó la camisa,
se sentó en el borde del catre, y a las tres y cuarto de
la tarde se disparó un tiro de pistola en el
círculo de yodo que su médico personal le
había pintado en el pecho. A esa hora, en Macondo,
Úrsula destapó la olla de la leche en el
fogón, extrañada de que se demorara tanto para
hervir, y la encontró llena de gusanos -¡Han matado
a Aureliano! -exclamó. Miró hacia el patio,
obedeciendo a una costumbre de su soledad, y entonces vio a
José Arcadio Buendía, empapado, triste de lluvia y
mucho más viejo que cuando murió. «Lo han
matado a traición -precisó Úrsula- y nadie
le hizo la caridad de cerrarle los ojos.» Al anochecer vio
a través de las lágrimas los raudos y luminosos
discos anaranjados que cruzaron el cielo como una
exhalación, y pensó que era una señal de la
muerte. Estaba todavía bajo el castaño, sollozando
en las rodillas de su esposo, cuando llevaron al coronel
Aureliano Buendía envuelto en la manta acartonada de
sangre seca y con los ojos abiertos de rabia. Estaba fuera de
peligro. El proyectil siguió una trayectoria tan limpia
que el médico le metió por el pecho y le
sacó por la espalda un cordón empapado de yodo.
«Esta es mi obra maestra -le dijo satisfecho-. Era el
único punto por donde podía pasar una bala sin
lastimar ningún centro vital.» El coronel Aureliano
Buendía se vio rodeado de novicias misericordiosas que
entonaban salmos desesperados por el eterno descanso de su alma,
y entonces se arrepintió de no haberse dado el tiro en el
paladar como lo tenía previsto, sólo por burlar el
pronóstico de Pilar Ternera. -Si todavía me quedara
autoridad -le dijo al doctor-, lo haría fusilar sin
fórmula de juicio. No por salvarme la vida, sino por
hacerme quedar en ridículo. El fracaso de la muerte le
devolvió en pocas horas el prestigio perdido. Los mismos
que inventaron la patraña de que había vendido la
guerra por un aposento cuyas paredes estaban construidas con
ladrillos de oro, definieron la tentativa de suicidio como un
acto de honor, y lo proclamaron mártir. Luego, cuando
rechazó la Orden del Mérito que le otorgó el
presidente de la república, hasta sus más
encarnizados rivales desfilaron por su cuarto pidiéndole
que desconociera los términos del armisticio y promoviera
una nueva guerra. La casa se llenó de regalos de
desagravio. Tardíamente impresionado por el respaldo
masivo de sus antiguos compañeros de armas, el coronel
Aureliano Buendía no descartó la posibilidad de
complacerlos. Al contrario, en cierto momento pareció tan
entusiasmado con la idea de una nueva guerra que el coronel
Gerineldo Márquez pensó que sólo esperaba un
pretexto para proclamarla. El pretexto se le ofreció,
efectivamente, cuando el presidente de la república se
negó a asignar las pensiones de guerra a los antiguos
combatientes, liberales o conservadores, mientras cada expediente
no fuera revisado por una comisión especial, y la ley de
asignaciones aprobada por el congreso. «Esto es un
atropello -tronó el coronel Aureliano Buendía-. Se
morirán de viejos esperando el correo.»
Abandonó por primera vez el mecedor que Úrsula le
compró para la convalecencia, y dando vueltas en la alcoba
dictó un mensaje terminante para el presidente de la
república. En ese telegrama, que nunca fue publicado,
denunciaba la primera violación del tratado de Neerlandia
y amenazaba con proclamar la guerra a muerte si la
asignación de las pensiones no era resuelta en el
término de quince días. Era tan justa su actitud,
que permitía esperar, inclusive, la adhesión de los
antiguos combatientes conservadores. Pero la única
respuesta del gobierno fue el refuerzo de la guardia militar que
se había puesto en la puerta de la casa, con el pretexto
de protegerla, y la prohibición de toda clase de visitas.
Medidas similares se adoptaron en todo el país con otros
caudillos de cuidado. Fue una operación tan oportuna,
drástica y eficaz, que dos meses después del
armisticio, cuando el coronel Aureliano Buendía fue dado
de alta, sus instigadores más decididos estaban muertos o
expatriados, o habían sido asimilados para siempre por la
administración pública. El coronel Aureliano
Buendía abandonó el cuarto en diciembre, y le
bastó con echar una mirada al corredor para no volver a
pensar en la guerra…

"…Si alguien resultaba inofensivo en aquel
tiempo, era el envejecido y desencantado coronel Aureliano
Buendía, que poco a poco había ido perdiendo todo
contacto con la realidad de la nación. Encerrado en su
taller, su única relación con el resto del mundo
era el comercio de pescaditos de oro. Uno de los antiguos
soldados que vigilaron su casa en los primeros días de la
paz, iba a venderlos a las poblaciones de la ciénaga, y
regresaba cargado de monedas y de noticias. Que el gobierno
conservador, decía, con el apoyo de los liberales, estaba
reformando el calendario para que cada presidente estuviera cien
años en el poder. Que por fin se había firmado el
concordato con la Santa Sede, y que había venido desde
Roma un cardenal con una corona de diamantes y en un trono de oro
macizo, y que los ministros liberales se habían hecho
retratar de rodillas en el acto de besarle el anillo. Que la
corista principal de una compañía española,
de paso por la capital, había sido secuestrada en su
camerino por un grupo de enmascarados, y el domingo siguiente
había bailado desnuda en la casa de verano del presidente
de la república. «No me hables de política
-le decía el coronel-. Nuestro asunto es vender
pescaditos.» El rumor público de que no
quería saber nada de la situación del país
porque se estaba enriqueciendo con su taller, provocó las
risas de Úrsula cuando llegó a sus oídos.
Con su terrible sentido práctico, ella no podía
entender el negocio del coronel, que cambiaba los pescaditos por
monedas de oro, y luego convertía las monedas de oro en
pescaditos, y así sucesivamente, de modo que tenía
que trabajar cada vez más a medida que más
vendía, para satisfacer un círculo vicioso
exasperante. En verdad, lo que le interesaba a él no era
el negocio sino el trabajo. Le hacía falta tanta
concentración para engarzar escamas, incrustar
minúsculos rubíes en los ojos, laminar agallas y
montar timones, que no le quedaba un solo vacío para
llenarlo con la desilusión de la guerra. Tan absorbente
era la atención que le exigía el preciosismo de su
artesanía, que en poco tiempo envejeció más
que en todos los años de guerra, y la posición le
torció la espina dorsal y la milimetría le
desgastó la vista, pero la concentración implacable
lo premió con la paz del espíritu. La última
vez que se le vio atender algún asunto relacionado con la
guerra, fue cuando un grupo de veteranos de ambos partidos
solicitó su apoyo para la aprobación de las
pensiones vitalicias, siempre prometidas y siempre en el punto de
partida. «Olvídense de eso -les dijo él-. Ya
ven que yo rechacé mi pensión para quitarme la
tortura de estarla esperando hasta la muerte.» Al
principio, el coronel Gerineldo Márquez lo visitaba al
atardecer, y ambos se sentaban en la puerta de la calle a evocar
el pasado. Pero Amaranta no pudo soportar los recuerdos que le
suscitaba aquel hombre cansado cuya calvicie lo precipitaba al
abismo de una ancianidad prematura, y lo atormentó con
desaires injustos, hasta que no volvió sino en ocasiones
especiales, y desapareció finalmente anulado por la
parálisis. Taciturno, silencioso, insensible al nuevo
soplo de vitalidad que estremecía la casa, el coronel
Aureliano Buendía apenas si comprendió que el
secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado
con la soledad. Se levantaba a las cinco después de un
sueño superficial, tomaba en la cocina su eterno
tazón de café amargo, se encerraba todo el
día en el taller, y a las cuatro de la tarde pasaba por el
corredor arrastrando un taburete, sin fijarse siquiera en el
incendio de los rosales, ni en el brillo de la hora, ni en la
impavidez de Amaranta, cuya melancolía hacia un ruido de
marmita perfectamente perceptible al atardecer, y se sentaba en
la puerta de la calle hasta que se lo permitían los
mosquitos. Alguien se atrevió alguna vez a perturbar su
soledad. -¿Cómo está, coronel? -le dijo al
pasar. -Aquí -contestó él-. Esperando que
pase mi entierro".

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9
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