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Análsis de "Cien años de Soledad" de Gabriel García Márquez (página 5)



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Después del nacimiento de Meme, "se
anunció el inesperado jubileo del coronel Aureliano
Buendía, ordenado por el gobierno para celebrar un nuevo
aniversario del tratado de Neerlandia. Fue una
determinación tan inconsecuente con la política
oficial, que el coronel se pronunció violentamente contra
ella y rechazó el homenaje. «Es la primera vez que
oigo la palabra jubileo -decía-. Pero cualquier cosa que
quiera decir, no puede ser sino una burla.» El estrecho
taller de orfebrería se llenó de emisarios.
Volvieron, mucho más viejos y mucho más solemnes,
los abogados de trajes oscuros que en otro tiempo revolotearon
como cuervos en torno al coronel. Cuando éste los vio
aparecer, como en otro tiempo llegaban a empantanar la guerra, no
pudo soportar el cinismo de sus panegíricos. Les
ordenó que lo dejaran en paz, insistió que
él no era un prócer de la nación como ellos
decían, sino un artesano sin recuerdos, cuyo único
sueño era morirse de cansancio en el olvido y la miseria
de sus pescaditos de oro. Lo que más le indignó fue
la noticia de que el propio presidente de la república
pensaba asistir a los actos de Macondo para imponerle la Orden
del Mérito. El coronel Aureliano Buendía le
mandó a decir, palabra por palabra, que esperaba con
verdadera ansiedad aquella tardía pero merecida
ocasión de darle un tiro no para cobrarle las
arbitrariedades y anacronismos de su régimen, sino por
faltarle el respeto a un viejo que no le hacía mal a
nadie. Fue tal la vehemencia con que pronunció la amenaza,
que el presidente de la república canceló el viaje
a última hora y le mandó la condecoración
con un representante personal. El coronel Gerineldo
Márquez, asediado por presiones de toda índole,
abandonó su lecho de paralítico para persuadir a su
antiguo compañero de armas. Cuando éste vio
aparecer el mecedor cargado por cuatro hombres y vio sentado en
él, entre grandes almohadas, al amigo que compartió
sus Victorias e infortunios desde la juventud, no dudó un
solo instante de que hacía aquel esfuerzo para expresarle
su solidaridad. Pero cuando conoció el verdadero
propósito de su visita, lo hizo sacar del taller.
-Demasiado tarde me convenzo -le dijo- que te habría hecho
un gran favor si te hubiera dejado fusilar. De modo que el
jubileo se llevó a cabo sin asistencia de ninguno de los
miembros de la familia. Fue una casualidad que coincidiera con la
semana de carnaval, pero nadie logró quitarle al coronel
Aureliano Buendía la empecinada idea de que también
aquella coincidencia había sido prevista por el gobierno
para recalcar la crueldad de la burla. Desde el taller solitario
oyó las músicas marciales, la artillería de
aparato, las campanas del Te Deum, y algunas frases de los
discursos pronunciados frente a la casa cuando bautizaron la
calle con su nombre. Los ojos se le humedecieron de
indignación, de rabiosa impotencia, y por primera vez
desde la derrota se dolió de no tener los arrestos de la
juventud para promover una guerra sangrienta que borrara hasta el
último vestigio del régimen conservador. No se
habían extinguido los ecos del homenaje, cuando
Úrsula llamó a la puerta del taller. -No me
molesten -dijo él-. Estoy ocupado. -Abre -insistió
Úrsula con voz cotidiana-. Esto no tiene nada que ver con
la fiesta.

Entonces el coronel Aureliano Buendía
quitó la tranca, y vio en la puerta diecisiete hombres de
los más variados aspectos, de todos los tipos y colores,
pero todos con un aire solitario que habría bastado para
identificarlos en cualquier lugar de la tierra. Eran sus hijos.
Sin ponerse de acuerdo, sin conocerse entre sí,
habían llegado desde los más apartados rincones del
litoral cautivados por el ruido del jubileo. Todos llevaban con
orgullo el nombre de Aureliano, y el apellido de su madre.
Durante los tres días que permanecieron en la casa, para
satisfacción de Úrsula y escándalo de
Fernanda, ocasionaron trastornos de guerra. Amaranta buscó
entre antiguos papeles la libreta de cuentas donde Úrsula
había apuntado los nombres y las fechas de nacimiento y
bautismo de todos, y agregó frente al espacio
correspondiente a cada uno el domicilio actual. Aquella lista
habría permitido hacer una recapitulación de veinte
años de guerra. Habrían podido reconstruirse con
ella los itinerarios nocturnos del coronel, desde la madrugada en
que salió de Macondo al frente de veintiún hombres
hacia una rebelión quimérica, hasta que
regresó por última vez envuelto en la manta
acartonada de sangre. Aureliano Segundo no desperdició la
ocasión de festejar a los primos con una estruendosa
parranda de champaña y acordeón, que se
interpretó como un atrasado ajuste de cuentas con el
carnaval malogrado por el jubileo. Hicieron añicos media
vajilla, destrozaron los rosales persiguiendo un toro para
mantearlo, mataron las gallinas a tiros, obligaron a bailar a
Amaranta los valses tristes de Pietro Crespi, consiguieron que
Remedios, la bella, se pusiera unos pantalones de hombre para
subirse a la cucaña, y soltaron en el comedor un cerdo
embadurnado de sebo que revolcó a Fernanda, pero nadie
lamentó los percances, porque la casa se estremeció
con un terremoto de buena salud. El coronel Aureliano
Buendía, que al principio los recibió con
desconfianza y hasta puso en duda la filiación de algunos,
se divirtió con sus locuras, y antes de que se fueran le
regaló a cada uno un pescadito de
oro…"

Desde que vio al señor Brown en el
primer automóvil que llegó a Macondo -un
convertible anaranjado con una corneta que espantaba a los perros
con sus ladridos-, el viejo guerrero se indignó con los
serviles aspavientos de la gente, y se dio cuenta de que algo
había cambiado en la índole de los hombres desde
los tiempos en que abandonaban mujeres e hijos y se echaban una
escopeta al hombro para irse a la guerra. Las autoridades
locales, después del armisticio de Neerlandia, eran
alcaldes sin iniciativa, jueces decorativos, escogidos entre los
pacíficos y cansados conservadores de Macondo. -Este es un
régimen de pobres diablos -comentaba el coronel Aureliano
Buendía cuando veía pasar a los policías
descalzos armados de bolillos de palo-. Hicimos tantas guerras, y
todo para que no nos pintaran la casa de azul. Cuando
llegó la compañía bananera, sin embargo, los
funcionarios locales fueron sustituidos por forasteros
autoritarios, que el señor Brown se llevó a vivir
en el gallinero electrificado, para que gozaran, según
explicó, de la dignidad que correspondía a su
investidura, y no padecieran el calor y los mosquitos y las
incontables incomodidades y privaciones del pueblo. Los antiguos
policías fueron reemplazados por sicarios de machetes.
Encerrado en el taller, el coronel Aureliano Buendía
pensaba en estos cambios, y por primera vez en sus callados
años de soledad lo atormentó la definida
certidumbre de que había sido un error no proseguir la
guerra hasta sus últimas consecuencias. Por esos
días, un hermano del olvidado coronel Magnífico
Visbal llevó su nieto de siete años a tomar un
refresco en los carritos de la plaza, y porque el niño
tropezó por accidente con un cabo de la policía y
le derramó el refresco en el uniforme, el bárbaro
lo hizo picadillo a machetazos y decapitó de un tajo al
abuelo que trató de impedirlo. Todo el pueblo vio pasar al
decapitado cuando un grupo de hombres lo llevaban a su casa, y la
cabeza arrastrada que una mujer llevaba cogida por el pelo, y el
talego ensangrentado donde habían metido los pedazos de
niño. Para el coronel Aureliano Buendía fue el
límite de la expiación. Se encontró de
pronto padeciendo la misma indignación que sintió
en la juventud, frente al cadáver de la mujer que fue
muerta a palos porque la mordió un perro con mal de rabia.
Miró a los grupos de curiosos que estaban frente a la casa
y con su antigua voz estentórea, restaurada por un hondo
desprecio contra sí mismo, les echó encima la carga
de odio que ya no podía soportar en el corazón.
-¡Un día de estos -gritó- voy a armar a mis
muchachos para que acaben con estos gringos de mierda! En el
curso de esa semana, por distintos lugares del litoral, sus
diecisiete hijos fueron cazados como conejos por criminales
invisibles que apuntaron al centro de sus cruces de
ceniza

Tras el asesinato de sus hijos, "el coronel
Aureliano Buendía no logró recobrar la serenidad en
mucho tiempo. Abandonó la fabricación de
pescaditos, comía a duras penas, y andaba como un
sonámbulo por toda la casa, arrastrando la manta y
masticando una cólera sorda. Al cabo de tres meses
tenía el pelo ceniciento, el antiguo bigote de puntas
engomadas chorreando sobre los labios sin color, pero en cambio
sus ojos eran otra vez dos brasas que asustaron a quienes lo
vieron nacer y que en otro tiempo hacían rodar las sillas
con sólo mirarlas. En la furia de su tormento trataba
inútilmente de provocar los presagios que guiaron su
juventud por senderos de peligro hasta el desolado yermo de la
gloria. Estaba perdido, extraviado en una casa ajena donde ya
nada ni nadie le suscitaba el menor vestigio de afecto. Una vez
abrió el cuarto de Melquíades, buscando los rastros
de un pasado anterior a la guerra, y sólo encontró
los escombros, la basura, los montones de porquería
acumulados por tantos años de abandono. En las pastas de
los libros que nadie había vuelto a leer, en los viejos
pergaminos macerados por la humedad había prosperado una
flora lívida, y en el aire que había sido el
más puro y luminoso de la casa flotaba un insoportable
olor de recuerdos podridos. Una mañana encontró a
Úrsula llorando bajo el castaño, en las rodillas de
su esposo muerto. El coronel Aureliano Buendía era el
único habitante de la casa que no seguía viendo al
potente anciano agobiado por medio siglo de intemperie.
«Saluda a tu padre», le dijo Úrsula. Él
se detuvo un instante frente al castaño, y una vez
más comprobó que tampoco aquel espacio vacío
le suscitaba ningún afecto. -¿Qué dice?
-preguntó. -Está muy triste -contestó
Úrsula- porque cree que te vas a morir. -Dígale
-sonrió el coronel- que uno no se muere cuando debe, sino
cuando puede. El presagio del padre muerto removió el
último rescoldo de soberbia que le quedaba en el
corazón, pero él lo confundió con un
repentino soplo de fuerza. Fue por eso que asedió a
Úrsula para que le revelara en qué lugar del patio
estaban enterradas las monedas de oro que encontraron dentro del
San José de yeso. «Nunca lo sabrás -le dijo
ella, con una firmeza inspirada en un viejo escarmiento-. Un
día -agregó- ha de aparecer el dueño de esa
fortuna, y sólo él podrá
desenterraría.» Nadie sabía por qué un
hombre que siempre fue tan desprendido había empezado a
codiciar el dinero con semejante ansiedad, y no las modestas
cantidades que le habrían bastado para resolver una
emergencia, sino una fortuna de magnitudes desatinadas cuya sola
mención dejó sumido en un mar de asombro a
Aureliano Segundo. Los viejos copartidarios a quienes
acudió en demanda de ayuda, se escondieron para no
recibirlo. Fue por esa época que se le oyó decir:
«La única diferencia actual entre liberales y
conservadores, es que los liberales van a misa de cinco y los
conservadores van a misa de ocho.» Sin embargo,
insistió con tanto ahínco, suplicó de tal
modo, quebrantó a tal punto sus principios de dignidad,
que con un poco de aquí y otro poco de allá,
deslizándose por todas partes con una diligencia sigilosa
y una perseverancia despiadada, consiguió reunir en ocho
meses más dinero del que Úrsula tenía
enterrado. Entonces visitó al enfermo coronel Gerineldo
Márquez para que lo ayudara a promover la guerra total. En
un cierto momento, el coronel Gerineldo Márquez era en
verdad el único que habría podido mover, aun desde
su mecedor de paralítico, los enmohecidos hilos de la
rebelión. Después del armisticio de Neerlandia,
mientras el coronel Aureliano Buendía se refugiaba en el
exilio de sus pescaditos de oro, él se mantuvo en contacto
con los oficiales rebeldes que le fueron fieles hasta la derrota.
Hizo con ellos la guerra triste de la humillación
cotidiana, de las súplicas y los memoriales, del vuelva
mañana, del ya casi, del estamos estudiando su caso con la
debida atención; la guerra perdida sin remedio contra los
muy atentos y seguros servidores que debían asignar y no
asignaron nunca las pensiones vitalicias. La otra guerra, la
sangrienta de veinte años, no les causó tantos
estragos como la guerra corrosiva del eterno aplazamiento. El
propio coronel Gerineldo Márquez, que escapó a tres
atentados, sobrevivió a cinco heridas y salió ileso
de incontables batallas, sucumbió al asedio atroz de la
espera y se hundió en la derrota miserable de la vejez,
pensando en Amaranta entre los rombos de luz de una casa
prestada. Los últimos veteranos de quienes se tuvo noticia
aparecieron retratados en un periódico, con la cara
levantada de indignidad, junto a un anónimo presidente de
la república que les regaló unos botones con su
efigie para que los usaran en la solapa, y les restituyó
una bandera sucia de sangre y de pólvora para que la
pusieran sobre sus ataúdes. Los otros, los más
dignos, todavía esperaban una carta en la penumbra de la
caridad pública, muriéndose de hambre,
sobreviviendo de rabia, pudriéndose de viejos en la
exquisita mierda de la gloria. De modo que cuando el coronel
Aureliano Buendía lo invitó a promover una
conflagración mortal que arrasara con todo vestigio de un
régimen de corrupción y de escándalo
sostenido por el invasor extranjero, el coronel Gerineldo
Márquez no pudo reprimir un estremecimiento de
compasión. -Ay, Aureliano -suspiró-, ya
sabía que estabas viejo, pero ahora me doy cuenta que
estás mucho más viejo de lo que
pareces".

Úrsula "se dio cuenta de que el coronel
Aureliano Buendía no le había perdido el
cariño a la familia a causa del endurecimiento de la
guerra, como ella creía antes, sino que nunca había
querido a nadie, ni siquiera a su esposa Remedios o a las
incontables mujeres de una noche que pasaron por su vida, y mucho
menos a sus hijos. Vislumbró que no había hecho
tantas guerras por idealismo, como todo el mundo creía, ni
había renunciado por cansancio a la victoria inminente,
como todo el mundo creta, sino que había ganado y perdido
por el mismo motivo, por pura y pecaminosa soberbia. Llegó
a la conclusión de que aquel hijo por quien ella
habría dado la vida, era simplemente un hombre
incapacitado para el amor

…El coronel Aureliano Buendía era una
sombra. Desde la última vez que salió a la calle a
proponerle una guerra sin porvenir al coronel Gerineldo
Márquez, apenas si abandonaba el taller para orinar bajo
el castaño. No recibía más visitas que las
del peluquero cada tres semanas. Se alimentaba de cualquier cosa
que le llevaba Úrsula una vez al día, y aunque
seguía fabricando pescaditos de oro con la misma
pasión de antes, dejó de venderlos cuando se
enteró de que la gente no los compraba como joyas sino
como reliquias históricas. Había hecho en el patio
una hoguera con las muñecas de Remedios, que decoraban su
dormitorio desde el día de su matrimonio. La vigilante
Úrsula se dio cuenta de lo que estaba haciendo su hijo,
pero no pudo impedirlo. -Tienes un corazón de piedra -le
dijo. -Esto no es asunto del corazón -dijo él-. El
cuarto se está llenando de
polillas…

…Con el pretexto de que el dormitorio nupcial
estaba a merced de las polillas a pesar de la destrucción
de las apetitosas muñecas de Remedios, colgó una
hamaca en el taller, y entonces lo abandonó solamente para
ir al patio a hacer sus necesidades. Úrsula no
conseguía hilvanar con él una conversación
trivial. Sabía que no miraba los platos de comida, sino
que los ponía en un extremo del mesón mientras
terminaba el pescadito, y no le importaba si la sopa se llenaba
de nata y se enfriaba la carne. Se endureció cada vez
más desde que el coronel Gerineldo Márquez se
negó a secundario en una guerra senil. Se encerró
con tranca dentro de sí mismo, y la familia terminó
por pensar en él como si hubiera muerto. No se le
volvió a ver una reacción humana, hasta un once de
octubre en que salió a la puerta de la calle para ver el
desfile de un circo. Aquella había sido para el coronel
Aureliano Buendía una jornada igual a todas las de sus
últimos años. A las cinco de la madrugada lo
despertó el alboroto de los sapos y los grillos en el
exterior del muro. La llovizna persistía desde el
sábado, y él no hubiera tenido necesidad de
oír su minucioso cuchicheo en las hojas del jardín,
porque de todos modos lo hubiera sentido en el frío de los
huesos. Estaba, como siempre, arropado con la manta de lana, y
con los largos calzoncillos de algodón crudo que
seguía usando por comodidad, aunque a causa de su
polvoriento anacronismo él mismo los llamaba
«calzoncillos de godo». Se puso los pantalones
estrechos, pero no se cerró las presillas ni se puso en el
cuello de la camisa el botón de oro que usaba siempre,
porque tenía el propósito de darse un baño.
Luego se puso la manta en la cabeza, como un capirote, se
peinó con los dedos el bigote chorreado, y fue a orinar en
el patio. Faltaba tanto para que saliera el sol que José
Arcadio Buendía dormitaba todavía bajo el cobertizo
de palmas podridas por la llovizna. Él no lo vio, como no
lo había visto nunca, ni oyó la frase
incomprensible que le dirigió el espectro de su padre
cuando despertó sobresaltado por el chorro de orín
caliente que le salpicaba los zapatos. Dejó el baño
para más tarde, no por el frío y la humedad, sino
por la niebla opresiva de octubre. De regreso al taller
percibió el olor de pabilo de los fogones que estaba
encendiendo Santa Sofía de la Piedad, y esperó en
la cocina a que hirviera el café para llevarse su
tazón sin azúcar. Santa Sofía de la Piedad
le preguntó, como todas las mañanas, en qué
día de la semana estaban, y él contestó que
era martes, once de octubre. Viendo a la impávida mujer
dorada por el resplandor del fuego, que ni en ese ni en
ningún otro instante de su vida parecía existir por
completo, recordó de pronto que un once de octubre, en
plena guerra, lo despertó la certidumbre brutal de que la
mujer con quien había dormido estaba muerta. Lo estaba, en
realidad, y no olvidaba la fecha porque también ella le
había preguntado una hora antes en qué día
estaban. A pesar de la evocación, tampoco esta vez tuvo
conciencia de hasta qué punto lo habían abandonado
los presagios, y mientras hervía el café
siguió pensando por pura curiosidad, pero sin el
más insignificante riesgo de nostalgia, en la mujer cuyo
nombre no conoció nunca, y cuyo rostro no vio con vida
porque había llegado hasta su hamaca tropezando en la
oscuridad. Sin embargo, en el vacío de tantas mujeres como
llegaron a su vida en igual forma, no recordó que fue ella
la que en el delirio del primer encuentro estaba a punto de
naufragar en sus propias lágrimas, y apenas una hora antes
de morir había jurado amarlo hasta la muerte. No
volvió a pensar en ella, ni en ninguna otra,
después de que entró al taller con la taza
humeante, y encendió la luz para contar los pescaditos de
oro que guardaba en un tarro de lata. Había diecisiete.
Desde que decidió no venderlos, seguía fabricando
dos pescaditos al día, y cuando completaba veinticinco
volvía a fundirlos en el crisol para empezar a hacerlos de
nuevo. Trabajó toda la mañana absorto, sin pensar
en nada, sin darse cuenta de que a las diez arreció la
lluvia y alguien pasó frente al taller gritando que
cerraran las puertas para que no se inundara la casa. y sin darse
cuenta ni siquiera de sí mismo hasta que Úrsula
entró con el almuerzo y apagó la luz.
-¡Qué lluvia! -dijo Úrsula. -Octubre -dijo
él. Al decirlo, no levantó la vista del primer
pescadito del día, porque estaba engastando los
rubíes de los ojos. Sólo cuando lo terminó y
lo puso con los otros en el tarro, empezó a tomar la sopa.
Luego se comió, muy despacio, el pedazo de carne guisada
con cebolla, el arroz blanco y las tajadas de plátano
fritas, todo junto en el mismo plato. Su apetito no se alteraba
ni en las mejores ni en las más duras circunstancias. Al
término del almuerzo experimentó la zozobra de la
ociosidad. Por una especie de superstición
científica, nunca trabajaba, ni leía, ni se
bañaba, ni hacía el amor antes de que
transcurrieran dos horas de digestión, y era una creencia
tan arraigada que varias veces retrasó operaciones de
guerra para no someter la tropa a los riesgos de una
congestión. De modo que se acostó en la hamaca,
sacándose la cera de los oídos con un cortaplumas,
y a los pocos minutos se quedó dormido. Soñó
que entraba en una casa vacía, de paredes blancas, y que
lo inquietaba la pesadumbre de ser el primer ser humano que
entraba en ella. En el sueño recordó que
había soñado lo mismo la noche anterior y en muchas
noches de los últimos años, y supo que la imagen se
habría borrado de su memoria al despertar, porque aquel
sueño recurrente tenía la virtud de no ser
recordado sino dentro del mismo sueño. Un momento
después, en efecto, cuando el peluquero llamó a la
puerta del taller, el coronel Aureliano Buendía
despertó con la impresión de que involuntariamente
se había quedado dormido por breves segundos, y que no
había tenido tiempo de soñar nada. -Hoy no -le dijo
al peluquero-. Nos vemos el viernes. Tenía una barba de
tres días, moteada de pelusas blancas, pero no
creía necesario afeitarse si el viernes se iba a cortar el
pelo y podía hacerlo todo al mismo tiempo. El sudor
pegajoso de la siesta indeseable revivió en sus axilas las
cicatrices de los golondrinos. Había escampado, pero
aún no salía el sol. El coronel Aureliano
Buendía emitió un eructo sonoro que le
devolvió al paladar la acidez de la sopa, y que fue como
una orden del organismo para que se echara la manta en los
hombros y fuera al excusado. Allí permaneció
más del tiempo necesario, acuclillado sobre la densa
fermentación que subía del cajón de madera,
hasta que la costumbre le indicó que era hora de reanudar
el trabajo. Durante el tiempo que duró la espera
volvió a recordar que era martes, y que José
Arcadio Segundo no había estado en el taller porque era
día de pago en las fincas de la compañía
bananera. Ese recuerdo, como todos los de los últimos
años, lo llevó sin que viniera a cuento a pensar en
la guerra. Recordó que el coronel Gerineldo Márquez
le había prometido alguna vez conseguirle un cabal lo con
una estrella blanca en la frente, y que nunca se había
vuelto a hablar de eso. Luego derivó hacia episodios
dispersos, pero los evocó sin calificarlos, porque a
fuerza de no poder pensar en otra cosa había aprendido a
pensar en frío, para que los recuerdos ineludibles no le
lastimaran ningún sentimiento. De regreso al taller,
viendo que el aire empezaba a secar, decidió que era un
buen momento para bañarse, pero Amaranta se le
había anticipado. Así que empezó el segundo
pescadito del día. Estaba engarzando la cola cuando el sol
salió con tanta fuerza que la claridad crujió como
un balandro. El aire lavado por la llovizna de tres días
se llenó de hormigas voladoras. Entonces cayó en la
cuenta de que tenía deseos de orinar, y los estaba
aplazando hasta que acabara de armar el pescadito. Iba para el
patio, a las cuatro y diez, cuando oyó los cobres lejanos,
los retumbos del bombo y el júbilo de los niños, y
por primera vez desde su juventud pisó conscientemente una
trampa de la nostalgia, y revivió la prodigiosa tarde de
gitanos en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Santa
Sofía de la Piedad abandonó lo que estaba haciendo
en la cocina y corrió hacia la puerta. -Es el circo
-gritó. En vez de ir al castaño, el coronel
Aureliano Buendía fue también a la puerta de la
calle y se mezcló con los curiosos que contemplaban el
desfile. Vio una mujer vestida de oro en el cogote de un
elefante. Vio un dromedario triste. Vio un oso vestido de
holandesa que marcaba el compás de la música con un
cucharón y una cacerola. Vio los payasos haciendo maromas
en la cola del desfile, y le vio otra vez la cara a su soledad
miserable cuando todo acabó de pasar, y no quedó
sino el luminoso espacio en la calle, y el aire lleno de hormigas
voladoras, y unos cuantos curiosos asomados al precipicio de la
incertidumbre. Entonces fue al castaño, pensando en el
circo, y mientras orinaba trató de seguir pensando en el
circo, pero ya no encontró el recuerdo. Metió la
cabeza entre los hombros, como un pollito, y se quedó
inmóvil con la frente apoyada en el tronco del
castaño. La familia no se enteró hasta el
día siguiente, a las once de la mañana, cuando
Santa Sofía de la Piedad fue a tirar la basura en el
traspatio y le llamó la atención que estuvieran
bajando los gallinazos".

Epílogo. "El coronel Aureliano Buendía
promovió treinta y dos levantamientos armados y los
perdió todos. Tuvo diecisiete hijos varones de diecisiete
mujeres distintas, que fueron exterminados uno tras otro en una
sola noche, antes de que el mayor cumpliera treinta y cinco
años. Escapó a catorce atentados, a setenta y tres
emboscadas y a un pelotón de fusilamiento.
Sobrevivió a una carga de estricnina en el café que
habría bastado para matar un caballo. Rechazó la
Orden del Mérito que le otorgó el presidente de la
república. Llegó a ser comandante general de las
fuerzas revolucionarias, con jurisdicción y mando de una
frontera a la otra, y el hombre más temido por el
gobierno, pero nunca permitió que le tomaran una
fotografía. Declinó la pensión vitalicia que
le ofrecieron después de la guerra y vivió hasta la
vejez de los pescaditos de oro que fabricaba en su taller de
Macondo. Aunque peleó siempre al frente de sus hombres, la
única herida que recibió se la produjo él
mismo después de firmar la capitulación de
Neerlandia que puso término a casi veinte años de
guerras civiles. Se disparó un tiro de pistola en el pecho
y el proyectil le salió por la espalda sin lastimar
ningún centro vital. Lo único que quedó de
todo eso fue una calle con su nombre en
Macondo…"

Úrsula Iguarán

Era una mujer fuerte, honrada y trabajadora. La
persiguió el temor de que sus hijos y los hijos de sus
descendientes nacieran con cola de puerto; como en efecto
ocurrió, pero ella ya estaba muerta.

Ella era quien llevaba las riendas de la casa y educaba
a sus hijos, a sus nietos y a sus bisnietos. Desde que
José Arcadio Buendía, su esposo, se sumergió
en sus quimeras, experimentos e inventos, a ella le tocó
llevar el peso de la responsabilidad de la casa, arreglarla,
cuidarla, reformarla, ampliarla y tratar de mantenerla aseada y
en pie, a pesar del paso del tiempo. Cultivaba con la ayuda de
sus hijos la legumbre y las verduras para comer y fabricaba
animalitos de caramelo para vender y sostener los gastos de la
casa.

Cuando su hijo José Arcadio se fue de Macondo,
ella lo buscó fuera de éste durante cinco meses,
pero no lo encontró. A su regreso, Úrsula trajo una
muchedumbre. "No eran gitanos. Eran hombres y mujeres como
ellos, de cabellos lacios y piel parda, que hablaban su misma
lengua y se lamentaban de los mismos dolores. Traían mulas
cargadas de cosas de comer, carretas de bueyes con muebles y
utensilios domésticos, puros y simples accesorios
terrestres puestos en venta sin aspavientos por los mercachifles
de la realidad cotidiana. Venían del otro lado de la
ciénaga, a sólo dos días de viaje, donde
había pueblos que recibían el correo todos los
meses y conocían las máquinas del bienestar.
Úrsula no había alcanzado a los gitanos, pero
encontró la ruta que su marido no pudo descubrir en su
frustrada búsqueda de los grandes
inventos
".

Era una persona religiosa y defensora de la moral
tradicional. Ejercía una considerable influencia sobre sus
descendientes y sobre sus esposas. Para ella, el tiempo no
pasaba, "sino que daba vueltas en redondo", y los gallos
de pelea, la guerra, las mujeres de mala vida y las empresas
delirantes propiciaron la decadencia de su estirpe.

A medida que envejecía iba perdiendo la
visión, tenía alucinaciones, lloraba por muertos de
antaño, hablaba con espectros y era objeto de juego de sus
bisnietos Amaranta Úrsula y Aureliano Babilonia (de quien
nunca supo su origen y parentesco). "Úrsula era su
juguete más entretenido. La tuvieron por una gran
muñeca decrépita que llevaban y traían por
los rincones, disfrazada con trapos de colores y la cara pintada
con hollín y achiote, y una vez estuvieron a punto de
destriparle los ojos como le hacían a los sapos con las
tijeras de podar. Nada les causaba tanto alborozo como sus
desvaríos
".

Como secuela de sus desvaríos "poco a poco
fue perdiendo el sentido de la realidad, y confundía el
tiempo actual con épocas remotas de su vida, hasta el
punto de que en una ocasión pasó tres días
llorando sin consuelo por la muerte de Petronila Iguarán,
su bisabuela, enterrada desde hacía más de un
siglo. Se hundió en un estado de confusión tan
disparatado, que creía que el pequeño Aureliano era
su hijo el coronel por los tiempos en que lo llevaron a conocer
el hielo, y que el José Arcadio que estaba entonces en el
seminario era el primogénito que se fue con los gitanos.
Tanto habló de la familia, que los niños
aprendieron a organizarle visitas imaginarias con seres que no
sólo habían muerto desde hacía mucho tiempo,
sino que habían existido en épocas distintas.
Sentada en la cama con el pelo cubierto de ceniza y la cara
tapada con un pañuelo rojo, Úrsula era feliz en
medio de la parentela irreal que los niños
describían sin omisión de detalles, como si de
verdad la hubieran conocido. Úrsula conversaba con sus
antepasados sobre acontecimientos anteriores a su propia
existencia, gozaba con las noticias que le daban y lloraba con
ellos por muertos mucho más recientes que los mismos
contertulios. Los niños no tardaron en advertir que en el
curso de esas visitas fantasmales Úrsula planteaba siempre
una pregunta destinada a establecer quién era el que
había llevado a la casa durante la guerra un San
José de yeso de tamaño natural para que lo
guardaran mientras pasaba la lluvia
Las
ráfagas de lucidez que eran tan escasas durante la lluvia,
se hicieron más frecuentes a partir de agosto, cuando
empezó a soplar el viento árido que sofocaba los
rosales y petrificaba los pantanos, y que acabé por
esparcir sobre Macondo el polvo abrasante que cubrió para
siempre los oxidados techos de cinc y los almendros centenarios.
Úrsula lloró de lástima al descubrir que por
más de tres años había quedado para juguete
de los niños. Se lavó la cara pintorreteada, se
quité de encima las tiras de colorines, las lagartijas y
los sapos resecos y las camándulas y antiguos collares de
árabes que le habían colgado por todo el cuerpo, y
por primera vez desde la muerte de Amaranta abandonó la
cama sin auxilio de nadie para incorporarse de nuevo a la vida
familiar. El ánimo de su corazón invencible la
orientaba en las tinieblas. Quienes repararon en sus
trastabilleos y tropezaron con su brazo arcangélico
siempre alzado a la altura de la cabeza, pensaron que a duras
penas podía con su cuerpo, pero todavía no creyeron
que estaba ciega. Ella no necesitaba ver para darse cuenta de que
los canteros de flores, cultivados con tanto esmero desde la
primera reconstrucción, habían sido destruidos por
la lluvia y arrasados por las excavaciones de Aureliano Segundo,
y que las paredes y el cemento de los pisos estaban cuarteados,
los muebles flojos y descoloridos, las puertas desquiciadas, y la
familia amenazada por un espíritu de resignación y
pesadumbre que no hubiera sido concebible en sus tiempos.
Moviéndose a tientas por los dormitorios vacíos
percibía el trueno continuo del comején taladrando
las maderas, y el tijereteo de la polilla en los roperos, y el
estrépito devastador de las enormes hormigas coloradas que
habían prosperado en el diluvio y estaban socavando los
cimientos de la casa. Un día abrió el baúl
de los santos, y tuvo que pedir auxilio a Santa Sofía de
la Piedad para quitarse de encima las cucarachas que saltaron del
interior, y que ya habían pulverizado la ropa. -No es
posible vivir en esta negligencia -decía-. A este paso
terminaremos devorados por las bestias. Desde entonces no tuvo un
instante de reposo. Levantada desde antes del amanecer,
recurría a quien estuviera disponible, inclusive a los
niños. Puso al sol las escasas ropas que todavía
estaban en condiciones de ser usadas, ahuyentó las
cucarachas con sorpresivos asaltos de insecticida, raspó
las venas del comején en puertas y ventanas y
asfixió con cal viva a las hormigas en sus madrigueras. La
fiebre de restauración acabó por llevarla a los
cuartos olvidados. Hizo desembarazar de escombros y
telarañas la habitación donde a José Arcadio
Buendía se le secó la mollera buscando la piedra
filosofal, puso en orden el taller de platería que
había sido revuelto por los soldados, y por último
pidió las llaves del cuarto de Melquíades para ver
en qué estado se encontraba. Fiel a la voluntad de
José Arcadio Segundo, que había prohibido toda
intromisión mientras no hubiera un indicio real de que
había muerto, Santa Sofía de la Piedad
recurrió a toda clase de subterfugios para desorientar a
Úrsula. Pero era tan inflexible su determinación de
no abandonar a los insectos ni el más recóndito e
inservible rincón de la casa, que desbarató cuanto
obstáculo le atravesaron, y al cabo de tres días de
insistencia consiguió que le abrieran el cuarto. Tuvo que
agarrarse del quicio para que no la derribara la pestilencia,
pero no le hicieron falta más de dos segundos para
recordar que ahí estaban guardadas las setenta y dos
bacinillas de las colegialas, y que en una de las primeras noches
de lluvia una patrulla de soldados había registrado la
casa buscando a José Arcadio Segundo y no habían
podido encontrarlo. -¡Bendito sea Dios! -exclamó,
como si lo hubiera visto todo-. Tanto tratar de inculcarte las
buenas costumbres, para que terminaras viviendo como un puerco.
José Arcadio Segundo seguía releyendo los
pergaminos. Lo único visible en la intrincada
maraña de pelos, eran los dientes rayados de lama verde y
los ojos inmóviles. Al reconocer la voz de la bisabuela,
movió la cabeza hacia la puerta, trató de
sonreír, y sin saberlo repitió una antigua frase de
Úrsula. -Qué quería -murmuro-, el tiempo
pasa. -Así es -dijo Úrsula-, pero no tanto…
Sólo entonces comprendió Úrsula que
él estaba en un mundo de tinieblas más impenetrable
que el suyo, tan infranqueable y solitario como el del bisabuelo.
Lo dejó en el cuarto, pero consiguió que no
volvieran a poner el candado, que hicieran la limpieza todos los
días, que tiraran las bacinillas a la basura y sólo
dejaran una, y que mantuvieran a José Arcadio Segundo tan
limpio y presentable como estuvo el bisabuelo en su largo
cautiverio bajo el castaño. Al principio, Fernanda
interpretaba aquel ajetreo como un acceso de locura senil, y a
duras penas reprimía la
exasperación
…"

El estilo de vida que llevaba era tan abrumador que
deseaba la muerte porque su espíritu ya no resistía
más. Por eso "se preguntaba si no era preferible
acostarse de una vez en la sepultura y que le echaran la tierra
encima, y le preguntaba a Dios, sin miedo, si de verdad
creía que la gente estaba hecha de fierro para soportar
tantas penas y mortificaciones; y preguntando y preguntando iba
atizando su propia ofuscación, y sentía unos
irreprimibles deseos de soltarse a despotricar como un forastero,
y de permitirse por fin un instante rebeldía, el instante
tantas veces anhelado y tantas veces aplazado de meterse la
resignación por el fundamento, y cagarse de una vez en
todo, y sacarse del corazón los infinitos montones de
malas palabras que había tenido que atragantarse en todo
un siglo de conformidad. -¡Carajo!
-gritó."

Ya en sus últimos días se sumía
más y más sus desvaríos. "Cuando entraba
al dormitorio, encontraba allí a Petronila Iguarán,
con el estorboso miriñaque y el saquito de mostacilla que
se ponía para las visitas de compromiso, y encontraba a
Tranquilina María Miniata Alacoque Buendía, su
abuela, abanicándose con una pluma de pavo real en su
mecedor de tullida, y a su bisabuelo Aureliano Arcadio
Buendía con su falso dormán de las guardias
virreinales, y a Aureliano Iguarán, su padre, que
había inventado una oración para que se
achicharraran y se cayeran los gusanos de las vacas, y a la
timorata de su madre, y al primo con la cola de cerdo, y a
José Arcadio Buendía y a sus hijos muertos, todos
sentados en sillas que habían sido recostadas contra la
pared como si no estuvieran en una visita, sino en un velorio.
Ella hilvanaba una cháchara colorida, comentando asuntos
de lugares apartados y tiempos sin coincidencia, de modo que
cuando Amaranta Úrsula regresaba de la escuela y Aureliano
se cansaba de la enciclopedia, la encontraban sentada en la cama,
hablando sola, y perdida en un laberinto de muertos.
-¡Fuego!, gritó una vez aterrorizada, y por un
instante sembró el pánico en la casa, pero lo que
estaba anunciando era el incendio de una caballeriza que
había presenciado a los cuatro años. Llegó a
revolver de tal modo el pasado con la actualidad, que en las dos
o tres ráfagas de lucidez que tuvo antes de morir, nadie
supo a ciencia cierta si hablaba de lo que sentía o de lo
que recordaba. Poco a poco se fue reduciendo, fetizándose,
momificándose en vida, hasta el punto de que en sus
últimos meses era una ciruela pasa perdida dentro del
camisón, y el brazo siempre alzado terminó por
parecer la pata de una marimonda. Se quedaba inmóvil
varios días, y Santa Sofía de la Piedad
tenía que sacudirla para convencerse de que estaba viva, y
se la sentaba en las piernas para alimentarla con cucharaditas de
agua de azúcar. Parecía una anciana recién
nacida. Amaranta Úrsula y Aureliano la llevaban y la
traían por el dormitorio, la acostaban en el altar para
ver que era apenas más grande que el Niño Dios, y
una tarde la escondieron en un armario del granero donde hubieran
podido comérsela las ratas. Un domingo de ramos entraron
al dormitorio mientras Fernanda estaba en misa, y cargaron a
Úrsula por la nuca y los tobillos. -Pobre la tatarabuelita
-dijo Amaranta Úrsula-, se nos murió de vieja.
Úrsula se sobresaltó. -¡Estoy viva! -dijo.
-Ya vez -dijo Amaranta Úrsula, reprimiendo la risa-, ni
siquiera respira. -¡Estoy hablando! -gritó
Úrsula. -Ni siquiera habla -dijo Aureliano-. Se
murió como un grillito. Entonces Úrsula se
rindió a la evidencia. -Dios mío -exclamó en
voz baja-. De modo que esto es la muerte. Inició una
oración interminable, atropellada, profunda, que se
prolongó por más de dos días, y que el
martes había degenerado en un revoltijo de súplica
a Dios y de consejos prácticos para que las hormigas
coloradas no tumbaran la casa, para que nunca dejaran apagar la
lámpara frente al daguerrotipo de Remedios, y para que
cuidaran de que ningún Buendía fuera a casarse con
alguien de su misma sangre, porque nacían los hijos con
cola de puerco. Aureliano Segundo trató de aprovechar el
delirio para que le confesara dónde estaba el oro
enterrado, pero otra vez fueron inútiles las
súplicas. -Cuando aparezca el dueño -dijo
Úrsula- Dios ha de iluminarlo para que lo encuentre. Santa
Sofía de la Piedad tuvo la certeza de que la
encontraría muerta de un momento a otro, porque observaba
por esos días un cierto aturdimiento de la naturaleza: que
las rosas olían a quenopodio que se le cayó una
totuma de garbanzos y los granos quedaron en el suelo en un orden
geométrico perfecto y en forma de estrella de mar, y que
una noche vio pasar por el cielo una fila de luminosos discos
anaranjados. Amaneció muerta el jueves santo. La
última vez que la habían ayudado a sacar la cuenta
de su edad, por los tiempos de la compañía
bananera, la había calculado entre los ciento quince y los
ciento veintidós años. La enterraron en una cajita
que era apenas más grande que la canastilla en que fue
llevado Aureliano, y muy poca gente asistió al entierro,
en parte porque no eran muchos quienes se acordaban de ella, y en
parte porque ese mediodía hubo tanto calor que los
pájaros desorientados se estrellaban como perdigones
contra las paredes y rompían las mallas metálicas
de las ventanas para morirse en los dormitorios
".

José Arcadio Buendía

José Arcadio Buendía, patriarca de
Macondo, antes de conocer al gitano Melquíades, era una
persona emprendedora, trabajadora e inteligente. Gracias a su
espíritu aventurero y decidido, junto con otras familias,
logró atravesar la sierra para fundar a
Macondo.

Este singular personaje, antes de la enorme influencia
que ejercieran en él los gitanos y en especial
Melquíades, era un hombre trabajador, muy emprendedor ("el
hombre más emprendedor que se vería jamás en
la aldea"), "una especie de patriarca juvenil, que daba
instrucciones para la siembra y consejos para la crianza de
niños y animales, y colaboraba con todos, aun en el
trabajo físico, para la buena marcha de la
comunidad
". Aquel hombre corpulento, imaginativo ("su
desaforada imaginación iba siempre más lejos que el
ingenio de la naturaleza, y aun más allá del
milagro y la magia
"), quimérico, soñador,
impasible, inteligente, fuerte ("su fuerza descomunal…
le permitía derribar un caballo agarrándolo por las
orejas
"), fantasioso y obstinado perdió su
espíritu de iniciativa, "arrastrado por la fiebre de
los imanes, los cálculos astronómicos, los
sueños de transmutación y las ansias de conocer las
maravillas del mundo
". Diseñó sabia y
estratégicamente el pueblo y elaboró trampas para
cazar pájaros hasta el punto que hubo muchos en el pueblo,
y éstos sirvieron como guía de orientación
para que los gitanos encontraran por primera vez a
Macondo.

Sus empresas delirantes de "desentrañar el oro de
la tierra" con los imanes ("los fierros mágicos de
Melquíades", que el mismo José Arcadio
Buendía consideró como una "invención
inútil"), de "demostrar el acierto de sus conjeturas", de
utilizar la lupa "como arma de guerra", de experimentar "aun a
riesgo de su propia vida", de "componer un manual de una
asombrosa claridad didáctica y un poder de
convicción irresistible" para calcular "las posibilidades
estratégicas de su arma novedosa" (la lupa), de convertir
los metales en oro (alquimia) y de "abrir una trocha que pusiera
a Macondo en contacto con los grandes inventos", hicieron que
abandonara por completo sus obligaciones domésticas.
"De emprendedor y limpio, José Arcadio Buendía
se convirtió en un hombre de aspecto holgazán,
descuidado en el vestir, con una barba salvaje que Úrsula
lograba cuadrar a duras penas con un cuchillo de cocina. No
faltó quien lo considerara víctima de algún
extraño sortilegio. Pero hasta los más convencidos
de su locura abandonaron trabajo y familias para seguirlo, cuando
se echó al hombro sus herramientas de desmontar, y
pidió el concurso de todos para abrir una trocha que
pusiera a Macondo en contacto con los grandes
inventos
".

A pesar de que Úrsula y algunos residentes de
Macondo afirmaban que estaba loco, Melquíades
"exaltó en público la inteligencia de aquel
hombre que por pura especulación astronómica
había construido una teoría ya comprobada en la
práctica, aunque desconocida hasta entonces en Macondo, y
como una prueba de su admiración le hizo un regalo que
había de ejercer una influencia terminante en el futuro de
la aldea: un laboratorio de alquimia
". Era tal la
persistencia de José Arcadio Buendía que así
fallara en su intento de sacar provecho útil de cada
invento llevado por los gitanos, intentaba con otros sin darse
por vencido, y si no logró conquistar sus desmesurados
sueños, sí se convenció, entre otras cosas,
de que "las cosas tienen vida propia, todo es cuestión
de despertarles el ánima
", de intentar demostrarle al
Gobierno la efectividad de su arma (la lupa) "en las
complicadas artes de la guerra solar
", de llegar a la
conclusión de que la tierra era redonda, y de hacerse
"experto en el uso y manejo de sus instrumentos" para
tener la "noción del espacio que le permitió
navegar por mares incógnitos, visitar territorios
deshabitados y trabar relación con seres
espléndidos, sin necesidad de abandonar su gabinete
".
Ensimismado en su alucinante y quimérico mundo, se
desentendió de sus hijos, "en parte porque consideraba
la infancia como un período de insuficiencia mental, y en
parte porque siempre estaba demasiado absorto en sus propias
especulaciones quiméricas".

Abatido por el fracaso de sus experimentos y de sus
empresas delirantes y de percatarse de que en el mundo estaban
"ocurriendo cosas increíbles" y de que Macondo estaba
rodeado de agua por todas partes, "concibió el proyecto de
trasladar a Macondo a un lugar más propicio", para poder
disfrutar de "toda clase de aparatos mágicos" que
existían al otro lado del río y no seguir "viviendo
como los burros", pero Úrsula, que siempre cedía
"ante la inquebrantable obstinación de su marido", no lo
secundó en este nuevo intento quijotesco y se las
ingenió para evitar que las demás personas de
Macondo lo apoyaran.

Resignado a sus fracasos, a su suerte y a su destino,
atendió a los reclamos de Úrsula (con quien estaba
ligado "por el remordimiento de conciencia", un
vínculo más sólido que el amor, ya que eran
primos) para que se interesara más por sus hijos y se
dejara de sus "alocadas novelerías". Decidió
entonces iniciarlos en el asombroso mundo de la alquimia y
contarles historias fantásticas que quedarían
profundamente arraigadas en la memoria de José Arcadio y
Aureliano. "En el cuartito apartado, cuyas paredes se fueron
llenando poco a poco de mapas inverosímiles y
gráficos fabulosos, les enseñó a leer y
escribir y a sacar cuentas, y les habló de las maravillas
del mundo no sólo hasta donde le alcanzaban sus
conocimientos, sino forzando a extremos increíbles los
límites de su imaginación. Fue así como los
niños terminaron por aprender que en el extremo meridional
del África había hombres tan inteligentes y
pacíficos que su único entretenimiento era sentarse
a pensar, y que era posible atravesar a pie el mar Egeo saltando
de isla en isla hasta el puerto de Salónica
". Sin
embargo, posteriormente se dejó embriagar, de manera
temporal, por el prodigio del hielo, al que consideró como
"el gran invento de nuestro tiempo".

José Arcadio Buendía fascinado por el
progreso de Macondo, luego de que Úrsula trajera
más personas al pueblo, perdió el interés
por el laboratorio de alquimia y "volvió a ser el
hombre emprendedor de los primeros tiempos que decidía el
trazado de las calles y la posición de las nuevas casas,
de manera que nadie disfrutara de privilegios que no tuvieran
todos. Adquirió tanta autoridad entre los recién
llegados que no se echaron cimientos ni se pararon cercas sin
consultárselo, y se determinó que fuera él
quien dirigiera la repartición de la tierra…
Emancipado al menos por el momento de las torturas de la
fantasía, José Arcadio Buendía impuso en
poco tiempo un estado de orden y trabajo, dentro del cual
sólo se permitió una licencia: la liberación
de los pájaros que desde la época de la
fundación alegraban el tiempo con sus flautas, y la
instalación en su lugar de relojes musicales en todas las
casas… Fue también José Arcadio
Buendía quien decidió por esos años que en
las calles del pueblo se sembraran almendros en vez de acacias, y
quien descubrió sin revelarlos nunca las métodos
para hacerlos eternos. Muchos años después, cuando
Macondo fue un campamento de casas de madera y techos de cinc,
todavía perduraban en las calles más antiguas los
almendros rotos y polvorientos, aunque nadie sabía
entonces quién los había
sembrado
…"

A José Arcadio Buendía no le
inquietó la peste del insomnio. –"Sino volvemos
a dormir, mejor
", decía de bueno humor, y agregaba
que así rendiría más la vida. "Cuando
José Arcadio Buendía se dio cuenta de que la peste
había invadida el pueblo, reunió a los jefes de
familia para explicarles lo que sabía sobre la enfermedad
del insomnio, y se acordaron medidas para impedir que el flagelo
se propagara a otras poblaciones de la
ciénaga…"

José Arcadio Buendía, durante la peste del
insomnio, "con un hisopo entintado marcó cada cosa con
su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola. Fue
al corral y marcó los animales y las plantas: vaca, chivo,
puerco, gallina, yuca, malanga, guineo. Poco a poco, estudiando
las infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de que
podía llegar un día en que se reconocieran las
cosas por sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad.
Entonces fue más explícito. El letrero que
colgó en la cerviz de la vaca era una muestra ejemplar de
la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestas a
luchar contra el olvido: Ésta es la vaca, hay que
ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche
y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y
hacer café con leche. Así continuaron viviendo en
una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por
las palabras, pero que había de fugarse sin remedio cuando
olvidaran los valores de la letra escrita… Derrotado por
aquellas prácticas de consolación, José
Arcadio Buendía decidió entonces construir la
máquina de la memoria que una vez había deseado
para acordarse de los maravillosos inventos de los gitanos. El
artefacto se fundaba en la posibilidad de repasar todas las
mañanas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad
de los conocimientos adquiridos en la vida. Lo imaginaba como un
diccionario giratorio que un individuo situada en el eje pudiera
operar mediante una manivela, de modo que en pocas horas pasaran
frente a sus ojos las naciones más necesarias para
vivir
…"

Con el daguerrotipo que le regaló
Melquíades, José Arcadio Buendía
retornó a sus quimeras y fantasías. Aunque nunca
había oído hablar de ese aparato, cuando se vio a
sí mismo y a toda su familia como en una fotografía
se quedó estupefacto. "De esa época databa el
oxidado daguerrotipo en el que apareció José
Arcadio Buendía con el pelo erizado y ceniciento, el
acartonado cuello de la camisa prendido con un botón de
cobre, y una expresión de solemnidad asombrada, y que
Úrsula describía muerta de risa como un general
asustado. En verdad, José Arcadio Buendía estaba
asustado la diáfana mañana de diciembre en que le
hicieron el daguerrotipo, porque pensaba que la gente se iba
gastando poco a poco a medida que su imagen pasaba a las placas
metálicas…"

José Arcadio Buendía resolvió
utilizar el daguerrotipo para obtener evidencia científica
sobre la existencia de Dios. "Mediante un complicado proceso
de exposiciones superpuestas tomadas en distintos lugares de la
casa, estaba seguro de hacer tarde o temprano el daguerrotipo de
Dios, si existía, o poner término de una vez por
todas a la suposición de su existencia".

Cuando se enteró que el corregidor de Macondo
Apolinar Moscote ordenó pintar las casas de azul y no de
blanco, José Arcadio Buendía se indignó y le
reclamó airadamente al funcionario, diciéndole que
ese pueblo no se gobernaba con papeles y que su presencia no era
necesaria en ese lugar porque allí no había
qué corregir. "-De modo que si usted se quiere quedar
aquí, como otro ciudadano común y corriente, sea
muy bienvenido -concluyó José Arcadio
Buendía-. Pero si viene a implantar el desorden obligando
a la gente que pinte su casa de azul, puede agarrar sus corotos y
largarse por donde vino. Porque mi casa ha de ser blanca como una
paloma. Don Apolinar Moscote se puso pálido. Dio un paso
atrás y apretó las mandíbulas para decir con
una cierta aflicción: -Quiero advertirle que estoy armado.
José Arcadio Buendía no supo en qué momento
se le subió a las manos la fuerza juvenil con que
derribaba un caballo. Agarró a don Apolinar Moscote por la
solapa y lo levantó a la altura de sus ojos. -Esto lo hago
-le dijo- porque prefiero cargarlo vivo y no tener que seguir
cargándolo muerto por el resto de mi vida. Así lo
llevó por la mitad de la calle, suspendido por las
solapas, hasta que lo puso sobre sus dos pies en el camino de la
ciénaga. Una semana después estaba de regreso con
seis soldados descalzos y harapientos, armados con escopetas, y
una carreta de bueyes donde viajaban su mujer y sus siete hijas.
Más tarde llegaran otras das carretas con los muebles, los
baúles y los utensilios domésticos. Instaló
la familia en el Hotel de Jacob, mientras conseguía una
casa, y volvió a abrir el despacho protegido por los
soldados. Los fundadores de Macondo, resueltos a expulsar a los
invasores, fueron con sus hijas mayores a ponerse a
disposición de José Arcadio Buendía. Pero
él se opuso, según explicó, porque don
Apolinar Moscote había vuelto con su mujer y sus hijas, y
no era cosa de hombres abochornar a otros delante de su familia.
Así que decidió arreglar la situación por
las buenas…. -Muy bien, amigo -dijo José Arcadio
Buendía-, usted se queda aquí, pero no porque tenga
en la puerta esos bandoleros de trabuco, sino por
consideración a su señora esposa y a sus hijas. Don
Apolinar Moscote se desconcertó, pero José Arcadio
Buendía no le dio tiempo de replicar. -Sólo le
ponemos dos condiciones -agregó-. La primera: que cada
quien pinta su casa del color que le dé la gana. La
segunda: que los soldados se van en seguida. Nosotros le
garantizamos el orden. El corregidor levantó la mano
derecha con todos los dedos extendidos. -¿Palabra de
honor? -Palabra de enemigo -dijo José Arcadio
Buendía. Y añadió en un tono amargo-: Porque
una cosa le quiero decir: usted y yo seguimos siendo
enemigos
…"

Cuando Pietro Crespi instaló e hizo funcionar la
pianola que había comprado Úrsula, José
Arcadio Buendía se sintió "fulminado" por
su teclado autónomo, mas no por la belleza de su
melodía, "e instaló en la sala la cámara
del Melquíades con la esperanza de obtener el daguerrotipo
del ejecutante invisible
". Embelezado con la pianola y la
presencia de Pietro Crespi, de quien decía que era
"marica" por la forma en que se vestía para las
clases de baile, "José Arcadio Buendía
renunció a la persecución de la imagen de Dios,
convencido de su inexistencia, y destripó la pianola para
descifrar su magia secreta. Dos días antes de la fiesta,
empantanado en un reguero de clavijas y martinetes sobrantes,
chapuceando entre un enredijo de cuerdas que desenrollaba por un
extremo y se volvían a enrollar por el otro,
consiguió malcomponer el instrumento… Al fin
José Arcadio Buendía logró mover por
equivocación un dispositivo atascado, y la música
salió primero a borbotones, y luego en un manantial de
notas enrevesadas. Golpeando contra las cuerdas puestas sin orden
ni concierto y templadas con temeridad, los martinetes se
desquiciaron
.

"José Arcadio Buendía consiguió
por fin lo que buscaba: conectó a una bailarina de cuerda
el mecanismo del reloj, y el juguete bailó sin
interrupción al compás de su propia música
durante tres días. Aquel hallazgo lo excitó mucho
más que cualquiera de sus empresas descabelladas. No
volvió a comer. No volvió a dormir. Sin la
vigilancia y los cuidados de Úrsula se dejó
arrastrar por su imaginación hacia un estado de delirio
perpetuo del cual no se volvería a recuperar. Pasaba las
noches dando vueltas en el cuarto, pensando en voz alta, buscando
la manera de aplicar los principios del péndulo a las
carretas de bueyes, a las rejas del arado, a toda lo que fuera
útil puesto en movimiento. Lo fatigó tanto la
fiebre del insomnio, que una madrugada no pudo reconocer al
anciano de cabeza blanca y ademanes inciertos que entró en
su dormitorio. Era Prudencio Aguilar. Cuando por fin lo
identificó, asombrado de que también envejecieran
los muertos, José Arcadio Buendía se sintió
sacudido por la nostalgia. «Prudencio -exclamó-,
¡cómo has venido a parar tan lejos!»
Después de muchos años de muerte, era tan intensa
la añoranza de las vivos, tan apremiante la necesidad de
compañía, tan aterradora la proximidad de la otra
muerte que existía dentro de la muerte, que Prudencio
Aguilar había terminado por querer al peor de sus
enemigos. Tenía mucho tiempo de estar buscándolo.
Les preguntaba por él a los muertos de Riohacha, a los
muertos que llegaban del Valle de Upar, a los que llegaban de la
ciénaga, y nadie le daba razón, porque Macondo fue
un pueblo desconocido para los muertos hasta que llegó
Melquíades y lo señaló con un puntito negro
en las abigarrados mapas de la muerte. José Arcadio
Buendía conversó con Prudencio Aguilar hasta el
amanecer. Pocas horas después, estragado par la vigilia,
entró al taller de Aureliano y le preguntó:
"¿Qué día es hoy?» Aureliano le
contestó que era martes. «Eso mismo pensaba ya -dijo
José Arcadio Buendía-. Pera de pronto me he dado
cuenta de que sigue siendo lunes, como ayer. Mira el cielo, mira
las paredes, mira las begonias. También hoy es lunes.
» Acostumbrada a sus manías, Aureliano no le hizo
caso. Al día siguiente, miércoles, José
Arcadio Buendía volvió al taller. «Esta es un
desastre -dijo-. Mira el aire, oye el zumbido del sol, igual que
ayer y antier. También hoy es lunes.» Esa noche,
Pietro Crespi lo encontró en el corredor, llorando con el
llantito sin gracia de los viejos, llorando par Prudencio
Aguilar, por Melquíades, por los padres de Rebeca, por su
papá y su mamá, por todos los que podía
recordar y que entonces estaban solos en la muerte. Le
regaló un aso de cuerda que caminaba en das patas por un
alambre, pero no consiguió distraerla de su
obsesión. Le preguntó qué había
pasado con el proyecto que le expuso días antes, sobre la
posibilidad de construir una máquina de péndulo que
le sirviera al hombre para volar, y él contestó que
era imposible porque el péndulo podía levantar
cualquier cosa en el aire pero no podía levantarse a
sí mismo. El jueves volvió a aparecer en el taller
con un doloroso aspecto de tierra arrasada. «¡La
máquina del tiempo se ha descompuesto -casi
sollozó- y Úrsula y Amaranta tan lejos!»
Aureliano lo reprendió coma a un niño y él
adaptó un aire sumiso. Pasó seis horas examinando
las cosas, tratando de encontrar una diferencia con el aspecto
que tuvieron el día anterior, pendiente de descubrir en
ellas algún cambio que revelara el transcurso del tiempo.
Estuvo toda la noche en la cama con los ojos abiertos, llamando a
Prudencio Aguilar, a Melquíades, a todos los muertos, para
que fueran a compartir su desazón. Pero nadie
acudió. El viernes, antes de que se levantara nadie,
volvió a vigilar la apariencia de la naturaleza, hasta que
no tuvo la menor duda de que seguía siendo lunes. Entonces
agarró la tranca de una puerta y con la violencia salvaje
de su fuerza descomunal destrozó hasta convertirlos en
polvo los aparatos de alquimia, el gabinete de daguerrotipia, el
taller de orfebrería, gritando como un endemoniado en un
idioma altisonante y fluido pero completamente incomprensible. Se
disponía a terminar con el resto de la casa cuando
Aureliano pidió ayuda a los vecinos. Se necesitaron diez
hombres para tumbaría, catorce para amarraría,
veinte para arrastrarlo hasta el castaño del patio, donde
la dejaron atado, ladrando en lengua extraña y echando
espumarajos verdes por la baca. Cuando llegaron Úrsula y
Amaranta todavía estaba atado de pies y manos al tronco
del castaño, empapada de lluvia y en un estado de
inocencia total. Le hablaran, y él las miró sin
reconocerlas y les dijo alga incomprensible. Úrsula le
soltó las muñecas y los tobillos, ulceradas por la
presión de las sagas, y lo dejó amarrado solamente
por la cintura. Más tarde le construyeron un cobertizo de
palma para protegerlo del sol y la lluvia
".

El día de la boda de Aureliano Buendía y
Remedios Moscote, ésta le llevó un pedazo de pastel
a José Arcadio Buendía, quien seguía
amarrado al castaño, "encogido en un banquito de
madera bajo el cobertizo de palma
". José Arcadio
Buendía, "el enorme anciano descolorido por el sol y
la lluvia
", con "una vaga sonrisa de gratitud" a
Remedios "se comió el pastel con los dedos masticando
un salmo ininteligible
".

José Arcadio Buendía, que atado al
castaño hablaba una "endiablada jerga"
(latín), fue visitado por el padre Nicanor Reyna "para
tratar de infundir la fe en su cerebro trastornado. "El padre
Nicanor aprovechó la circunstancia de ser la única
persona que había podido comunicarse con él, para
tratar de infundir la fe en su cerebro trastornado. Todas las
tardes se sentaba junto al castaño, predicando en
latín, pero José Arcadio Buendía se
empecinó en no admitir vericuetos retóricos ni
transmutaciones de chocolate, y exigió como única
prueba el daguerrotipo de Dios. El padre Nicanor le llevó
entonces medallas y estampitas y hasta una reproducción
del paño de la Verónica, pero José Arcadio
Buendía los rechazó por ser objetos artesanales sin
fundamento científico. Era tan terco, que el padre Nicanor
renunció a sus propósitos de evangelización
y siguió visitándolo por sentimientos humanitarios.
Pero entonces fue José Arcadio Buendía quien
tomó la iniciativa y trató de quebrantar la fe del
cura con martingalas racionalistas. En cierta ocasión en
que el padre Nicanor llevó al castaño un tablero y
una caja de fichas para invitarlo a jugar a las damas,
José Arcadio Buendía no aceptó, según
dijo, porque nunca pudo entender el sentido de una contienda
entre dos adversarios que estaban de acuerdo en los principios.
El padre Nicanor, que jamás había visto de ese modo
el juego de damas, no pudo volverlo a jugar. Cada vez más
asombrado de la lucidez de José Arcadio Buendía, le
preguntó cómo era posible que lo tuvieran amarrado
de un árbol. -Hoc est simplicisimun -contestó
él-: porque estoy loco
".

Luego de que el coronel Aureliano Buendía se
fuera a la guerra y que Arcadio tomara el mando civil y militar
en Macondo, destronando al corregidor Apolinar Moscote,
Úrsula se sentó junto a José Arcadio
Buendía bajo el castaño para lamentarse de su
soledad y del estado en que encontraba su familia y Macondo.
"José Arcadio Buendía, hundido en un abismo de
inconsciencia, era sordo a sus lamentos. Al comienzo de su locura
anunciaba con latinajos apremiantes sus urgencias cotidianas. En
fugaces escampadas de lucidez, cuando Amaranta le llevaba la
comida, él le comunicaba sus pesares más molestos y
se prestaba con docilidad a sus ventosas y sinapismos. Pero en la
época en que Úrsula fue a lamentarse a su lado
había perdido todo contacto con la realidad. Ella lo
bañaba por partes sentado en el banquito, mientras le daba
noticias de la familia. «Aureliano se ha ido a la guerra,
hace ya más de cuatro meses, y no hemos vuelto a saber de
él -le decía, restregándole la espalda con
un estropajo enjabonado. José Arcadio volvió, hecho
un hombrazo más alto que tú y todo bordado en punto
de cruz, pero sólo vino a traer la vergüenza a
nuestra casa.» Creyó observar, sin embargo, que su
marido entristecía con las malas noticias. Entonces
optó por mentirle. «No me creas lo que te digo
-decía, mientras echaba cenizas sobre sus excrementos para
recogerlos con la pala-. Dios quiso que José Arcadio y
Rebeca se casaran, y ahora son muy felices.» Llegó a
ser tan sincera en el engaño que ella misma acabó
consolándose con sus propias mentiras. «Arcadio ya
es un hombre serio -decía-, y muy valiente, y muy buen
mozo con su uniforme y su sable.» Era como hablarle a un
muerto, porque José Arcadio Buendía estaba ya fuera
del alcance de toda preocupación. Pero ella
insistió. Lo veía tan manso, tan indiferente a
todo, que decidió soltarlo. Él ni siquiera se
movió del banquito. Siguió expuesto al sol y la
lluvia, como si las sogas fueran innecesarias, porque un dominio
superior a cualquier atadura visible lo mantenía amarrado
al tronco del castaño. Hacia el mes de agosto, cuando el
invierno empezaba a eternizarse, Úrsula pudo por fin darle
una noticia que parecía verdad. -Fíjate que nos
sigue atosigando la buena suerte -le dijo-. Amaranta y el
italiano de la pianola se van a casar
".

El coronel Aureliano Buendía, desde el lugar en
que se encontraba en la guerra, le envió una carta a
Úrsula en la que pedía cuidado para su padre porque
se iba a morir. "Úrsula se alarmó: «Si
Aureliano lo dice, Aureliano lo sabe
», dijo. Y
pidió ayuda para llevar a José Arcadio
Buendía a su dormitorio. No sólo era tan pesado
como siempre, sino que en prolongada estancia bajo el
castaño había desarrollado la facultad de aumentar
de peso voluntariamente, hasta el punto de que siete hombres no
pudieron con él y tuvieron que llevarlo a rastras a la
cama. Un tufo de hongos tiernos, de flor de palo, de antigua y
reconcentrada intemperie impregnó el aire del dormitorio
cuando empezó a respirarlo el viejo colosal macerado por
el sol y la lluvia. Al día siguiente no amaneció en
la cama. Después de buscarlo por todos los cuartos,
Úrsula lo encontré otra vez bajo el castaño.
Entonces lo amarraron a la cama. A pesar de su fuerza intacta,
José Arcadio Buendía no estaba en condiciones de
luchar. Todo le daba lo mismo. Si volvió al castaño
no fue por su voluntad sino por una costumbre del cuerpo.
Úrsula lo atendía, le daba de comer, le llevaba
noticias de Aureliano. Pero en realidad, la única persona
con quien él podía tener contacto desde
hacía mucho tiempo, era Prudencio Aguilar. Ya casi
pulverizado por la profunda decrepitud de la muerte, Prudencio
Aguilar iba dos veces al día a conversar con él.
Hablaban de gallos. Se prometían establecer un criadero de
animales magníficos, no tanto por disfrutar de unas
victorias que entonces no les harían falta, sino por tener
algo con qué distraerse en los tediosos domingos de la
muerte. Era Prudencio Aguilar quien lo limpiaba, le daba de comer
y le llevaba noticias espléndidas de un desconocido que se
llamaba Aureliano y que era coronel en la guerra. Cuando estaba
solo, José Arcadio Buendía se consolaba con el
sueño de los cuartos infinitos. Soñaba que se
levantaba de la cama, abría la puerta y pasaba a otro
cuarto igual, con la misma cama de cabecera de hierro forjado, el
mismo sillón de mimbre y el mismo cuadrito de la Virgen de
los Remedios en la pared del fondo. De ese cuarto pasaba a otro
exactamente igual, cuya puerta abría para pasar a otro
exactamente igual, y luego a otro exactamente igual, hasta el
infinito. Le gustaba irse de cuarto en cuarto, como en una
galería de espejos paralelos, hasta que Prudencio Aguilar
le tocaba el hombro. Entonces regresaba de cuarto en cuarto,
despertando hacia atrás, recorriendo el camino inverso, y
encontraba a Prudencio Aguilar en el cuarto de la realidad. Pero
una noche, dos semanas después de que lo llevaron a la
cama, Prudencio Aguilar le tocó el hombro en un cuarto
intermedio, y él se quedó allí para siempre,
creyendo que era el cuarto real. A la mañana siguiente
Úrsula le llevaba el desayuno cuando vio acercarse un
hombre por el corredor. Era pequeño y macizo, con un traje
de paño negro y un sombrero también negro, enorme,
hundido hasta los ojos taciturnos. «Dios mío
-pensó Úrsula-. Hubiera jurado que era
Melquíades.» Era Cataure, el hermano de
Visitación, que había abandonado la casa huyendo de
la peste del insomnio, y de quien nunca se volvió a tener
noticia. Visitación le preguntó por qué
había vuelto, y él le contestó en su lengua
solemne: -He venido al sepelio del rey. Entonces entraron al
cuarto de José Arcadio Buendía, lo sacudieron con
todas sus fuerzas, le gritaron al oído, le pusieron un
espejo frente a las fosas nasales, pero no pudieron despertarlo.
Poco después, cuando el carpintero le tomaba las medidas
para el ataúd, vieron a través de la ventana que
estaba cayendo una llovizna de minúsculas flores
amarillas. Cayeron toda la noche sobre el pueblo en una tormenta
silenciosa, y cubrieron los techos y atascaron las puertas, y
sofocaron a los animales que durmieron a la intemperie. Tantas
flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron tapizadas de
una colcha compacta, y tuvieron que despejarías con palas
y rastrillos para que pudiera pasar el entierro".

Melquíades

Este "gitano corpulento, de barba montaraz y manos
de gorrión
" era un hombre honrado, un "ser
prodigioso que decía poseer las claves de
Nostradamus…, un hombre lúgubre, envuelto en un
aura triste, con una mirada asiática que parecía
conocer el otro lado de las cosas… A pesar de su inmensa
sabiduría y de su ámbito misterioso, tenía
un peso humano, una condición terrestre que lo
mantenía enredado en los minúsculos problemas de la
vida cotidiana
." Llegó a Macondo encabezando un grupo
de gitanos; estableció un vínculo estrecho de
amistad con José Arcadio Buendía y le regaló
un laboratorio de alquimia. "Según él mismo le
contó a José Arcadio Buendía mientras lo
ayudaba a montar el laboratorio, la muerte lo seguía a
todas partes, husmeándole los pantalones, pero sin
decidirse a darle el zarpazo final…Era un fugitivo de
cuantas plagas y catástrofes habían flagelado al
género humano. Sobrevivió a la pelagra en Persia,
al escorbuto en el archipiélago de Malasia, a la lepra en
Alejandría, al beriberi en el Japón, a la peste
bubónica en Madagascar, al terremoto de Sicilia y a un
naufragio multitudinario en el estrecho de Magallanes. Aquel ser
prodigioso que decía poseer las claves de Nostradamus, era
un hombre lúgubre, envuelto en un aura triste, con una
mirada asiática que parecía conocer el otro lado de
las cosas. Usaba un sombrero grande y negro, como las alas
extendidas de un cuervo, y un chaleco de terciopelo patinado por
el verdín de los siglos. Pero a pesar de su inmensa
sabiduría y de su ámbito misterioso, tenía
un peso humano, una condición terrestre que lo
mantenía enredado en los minúsculos problemas de la
vida cotidiana. Se quejaba de dolencias de viejo, sufría
por los más insignificantes percances económicos y
había dejado de reír desde hacía mucho
tiempo, porque el escorbuto le había arrancado los
dientes…"

Luego se marchó y se decía que
había muerto… Sin embargo, tiempo después
regresó a Macondo, pero era un hombre decrépito.
"Aunque su voz estaba también cuarteada por la
incertidumbre y sus manas parecían dudar de la existencia
de las cosas, era evidente que venían del mundo donde
todavía los hombres podían dormir y recordar.
José Arcadio Buendía lo encontró sentado en
la sala, abanicándose con un remendado sombrero negro,
mientras leía con atención compasiva los letreros
pegados en las paredes. Lo saludó con amplias muestras de
afecto, temiendo haberla conocido en otro tiempo y ahora no
recordarlo. Pero el visitante advirtió su falsedad. Se
sintió olvidado, no con el olvido remediable del
corazón, sino con otro olvido más cruel e
irrevocable que él conocía muy bien, porque era el
olvido de la muerte. Entonces comprendió… Mientras
Macondo celebraba la reconquista de los recuerdos, José
Arcadio Buendía y Melquíades le sacudieron el polvo
a su vieja amistad. El gitano iba dispuesto a quedarse en el
pueblo. Había estado en la muerte, en efecto, pero
había regresada porque no pudo soportar la soledad.
Repudiada par su tribu, desprovisto de toda facultad sobrenatural
como castigo por su fidelidad a la vida, decidió
refugiarse en aquel rincón del mundo todavía no
descubierto por la muerte, dedicada a la explotación de un
laboratorio de daguerrotipia
…"

"Cuando Úrsula dispuso la ampliación
de la casa, le hizo construir un cuarto especial contiguo al
taller de Aureliano, lejos de los ruidos y el trajín
domésticos, con una ventana inundada de luz y un estante
donde ella misma ordenó los libros casi deshechos por el
polvo y las polillas, los quebradizos papeles apretados de signos
indescifrables y el vaso con la dentadura postiza donde
habían prendido unas plantitas acuáticas de
minúsculas flores amarillas. El nuevo lugar pareció
agradar a Melquíades, porque no volvió a
vérsele ni siquiera en el comedor. Sólo iba al
taller de Aureliano, donde pasaba horas y horas garabateando su
literatura enigmática en los pergaminos que llevó
consigo y que parecían fabricados en una materia
árida que se resquebrajaba como hojaldres. Allí
tomaba los alimentos que Visitación le llevaba dos veces
al día, aunque en los últimos tiempos perdió
el apetito y sólo se alimentaba de legumbres. Pronto
adquirió el aspecto de desamparo propio de los
vegetarianos. La piel se le cubrió de un musgo tierno,
semejante al que prosperaba en el chaleco anacrónico que
no se quitó jamás, y su respiración
exhaló un tufo de animal dormido. Aureliano terminó
por olvidarse de él, absorto en la redacción de sus
versos, pero en cierta ocasión creyó entender algo
de lo que decía en sus bordoneantes monólogos, y le
prestó atención… Melquíades
correspondió a aquel esfuerzo de comunicación
soltando a veces frases en castellano que tenían muy poco
que ver con la realidad. Una tarde, sin embargo, pareció
iluminado por una emoción repentina. Años
después, frente al pelotón de fusilamiento, Arcadio
había de acordarse del temblor con que Melquíades
le hizo escuchar varias páginas de su escritura
impenetrable, que por supuesto no entendió, pero que al
ser leídas en voz alta parecían encíclicas
cantadas. Luego sonrió por primera vez en mucho tiempo y
dijo en castellano: -Cuando me muera, quemen mercurio durante
tres días en mi cuarto. Arcadio se lo contó a
José Arcadio Buendía, y éste trató de
obtener una información más explícita, pero
sólo consiguió una respuesta: -He alcanzado la
inmortalidad. Cuando la respiración de Melquíades
empezó a oler, Arcadio lo llevó a bañarse al
río los jueves en la mañana. Pareció
mejorar. Se desnudaba y se metía en el agua junto con los
muchachos, y su misterioso sentido de orientación le
permitía eludir los sitios profundos y peligrosos. -Somos
del agua, dijo en cierta ocasión. Así pasó
mucho tiempo sin que nadie lo viera en la casa, salvo la noche en
que hizo un conmovedor esfuerzo por componer la pianola, y cuando
iba al río con Arcadio llevando bajo el brazo la totuma y
la bola de jabón de corozo envueltas en una toalla. Un
jueves, antes de que lo llamaran para ir al río, Aureliano
le oyó decir: -He muerto de fiebre en los médanos
de Singapur. Ese día se metió en el agua por un mal
camino y no lo encontraron hasta la mañana siguiente,
varios kilómetros más abajo, varado en un recodo
luminoso y con un gallinazo solitario parado en el vientre.
Contra las escandalizadas protestas de Úrsula, que lo
lloró con más dolor que a su propio padre,
José Arcadio Buendía se opuso a que lo enterraran.
-Es inmortal -dijo- y él mismo reveló la
fórmula de la resurrección. Revivió el
olvidado atanor y puso a hervir un caldero de mercurio junto al
cadáver que poco a poco se iba llenando de burbujas
azules. Don Apolinar Moscote se atrevió a recordarle que
un ahogado insepulto era un peligro para la salud pública.
-Nada de eso, puesto que está vivo-, fue la réplica
de José Arcadio Buendía, que completó las
setenta y dos horas de sahumerios mercuriales cuando ya el
cadáver empezaba a reventarse en una floración
lívida, cuyos silbidos tenues impregnaron la casa de un
vapor pestilente. Sólo entonces permitió que lo
enterraran, pero no de cualquier modo, sino con los honores
reservados al más grande benefactor de Macondo. Fue el
primer entierro y el más concurrido que se vio en el
pueblo, superado apenas un siglo después por el carnaval
funerario de la Mamá Grande. Lo sepultaron en una tumba
erigida en el centro del terreno que destinaron para el
cementerio, con una lápida donde quedó escrito lo
único que se supo de él: MESQUÍADES.
Le hicieron sus nueve noches de velorio
".

Pilar Ternera

Pilar Ternera, una mujer alegre, lenguaraz y pitonisa,
llegó a Macondo con los primeros pobladores. Venía
huyendo de la pena que le dejó la violación de un
hombre casado. Estableció amistad con Úrsula, y con
el tiempo fue amante circunstancial de José Arcadio
Buendía (hijo) y de este vínculo nació
Arcadio. En una ocasión "se peleó a mordiscos y
tirones de pelo con una mujer que se atrevió a comentar
que Arcadio tenía nalgas de mujer
". Luego tuvo dos
hijos más de otros hombres.

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