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Análsis de "Cien años de Soledad" de Gabriel García Márquez (página 6)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9

"La amistad de Rebeca abrió a Pilar Ternera
las puertas de la casa, cerradas por Úrsula desde el
nacimiento de Arcadio. Llegaba a cualquier hora del día,
como un tropel de cabras, y descargaba su energía febril
en los oficios más pesados. A veces entraba al taller y
ayudaba a Arcadio a sensibilizar las láminas del
daguerrotipo con una eficacia y una ternura que terminaron par
confundirlo. Lo aturdía esa mujer. La resolana de su piel,
su alar a humo, el desorden de su risa en el cuarto oscuro,
perturbaban su atención y la hacían tropezar con
las cosas. En cierta ocasión Aureliano estaba allí,
trabajando en orfebrería, y Pilar Ternera se apoyó
en la mesa para admirar su paciente laboriosidad. De pronto
ocurrió. Aureliano comprobó que Arcadio estaba en
el cuarto oscuro, antes de levantar la vista y encontrarse can
los ojos de Pilar Ternera, cuyo pensamiento era perfectamente
visible, como expuesto a la luz del mediodía. -Bueno -dijo
Aureliano-. Dígame qué es. Pilar Ternera se
mordió los labios can una sonrisa triste. -Que eres bueno
para la guerra -dijo-. Donde pones el ojo pones el
plomo
".

"Pilar Ternera había perdido el rastro de
toda esperanza. Su risa había adquirido tonalidades de
órgano, sus senos habían sucumbido al tedio de las
caricias eventuales, su vientre y sus muslos habían sido
víctimas de su irrevocable destino de mujer repartida,
pero su corazón envejecía sin amargura. Gorda,
lenguaraz, con ínfulas de matrona en desgracia,
renunció a la ilusión estéril de las barajas
y encontró un remanso de consolación en los amores
ajenos. En la casa donde Aureliano José dormía la
siesta, las muchachas del vecindario recibían a sus
amantes casuales. «Me prestas el cuarto, Pilar», le
decían simplemente, cuando ya estaban dentro. «Por
supuesto», decía Pilar. Y si alguien estaba
presente, le explicaba: -Soy feliz sabiendo que la gente es feliz
en la cama. Nunca cobraba el servicio. Nunca negaba el favor,
como no se lo negó a los incontables hombres que la
buscaron hasta en el crepúsculo de su madurez, sin
proporcionarle dinero ni amor, y sólo algunas veces
placer. Sus cinco hijas, herederas de una semilla ardiente, se
perdieron por los vericuetos de la vida desde la adolescencia. De
los dos varones que alcanzó a pillar, uno murió
peleando en las huestes del coronel Aureliano Buendía y
otro fue herido y capturado a los catorce años, cuando
intentaba robarse un huacal de gallinas en un pueblo de la
ciénaga…"

"Pilar Ternera murió en el mecedor de bejuco,
una noche de fiesta, vigilando la entrada de su paraíso.
De acuerdo con su última voluntad, la enterraron sin
ataúd, sentada en el mecedor que ocho hombres bajaron con
cabuyas en un hueco enorme, excavado en el centro de la pista de
baile. Las mulatas vestidas de negro, pálidas de llanto,
improvisaban oficios de tinieblas mientras se quitaban los
aretes, los prendedores y las sortijas, y los iban echando en la
fosa, antes de que la sellaran con una lápida sin nombre
ni fechas y le pusieran encima un promontorio de camelias
amazónicas. Después de envenenar a los animales,
clausuraron puertas y ventanas con ladrillos y argamasa, y se
dispersaron por el mundo con sus baúles de madera,
tapizados por dentro con estampas de santos, cromos de revistas y
retratos de novios efímeros, remotos y fantásticos,
que cagaban diamantes, o se comían a los caníbales,
o eran coronados reyes de barajas en altamar. Era el final. En la
tumba de Pilar Ternera, entre salmos y abalorios de putas, se
pudrían los escombros del pasado…"

Pietro Crespi

El joven italiano Pietro Crespi fue enviado por la casa
importadora de la pianola comprada por Úrsula, junto con
otros objetos, para la reinauguración de la casa
Buendía, con el propósito de que "armara y
afinara la pianola, instruyera a los compradores en su manejo y
los enseñara a bailar la música de moda impresa en
seis rollos de papel
…"

"…Pietro Crespi era joven y rubio, el hombre
más hermoso y mejor educado que se había visto en
Macondo, tan escrupuloso en el vestir que a pesar del calor
sofocante trabajaba con la almilla brocada y el grueso saca de
paño oscuro… Ese día el italiano
almorzó con ellos. Rebeca y Amaranta, sirviendo la mesa,
se intimidaron con la fluidez con que manejaba los cubiertos
aquel hombre angélico de manos pálidas y sin
anillos. En la sala de estar, contigua a la sala de visita,
Pietro Crespi las enseñó a bailar. Les indicaba los
pasos sin tocarlas, marcando el compás con un
metrónomo, bajo la amable vigilancia de Úrsula, que
no abandonó la sala un solo instante mientras sus hijas
recibían las lecciones
…"

Cuando regresó de Italia a reparar la pianola que
se había descompuesto, "Rebeca y Amaranta lo ayudaron
a ordenar las cuerdas y lo secundaron en sus risas por lo
enrevesado de los valses. Era en extremo afectuoso, y de
índole tan honrada, que Úrsula renunció a la
vigilancia. La víspera de su viaje se improvisó,
con la pianola restaurada, un baile para despedirlo, y él
hizo con Rebeca una demostración virtuosa de las danzas
modernas… Hacia la medianoche, Pietro Crespi se
despidió con un discursito sentimental y prometió
volver muy pronto…".

Como José Arcadio se casó con Rebeca,
Pietro se enamoró de Amaranta y los dos establecieron un
vínculo afectivo. "Todo hacía pensar que
Amaranta se orientaba hacia una felicidad sin tropiezos. Pero al
contrario de Rebeca, ella no revelaba la menor ansiedad. Con la
misma paciencia con que abigarraba manteles y tejía
primores de pasamanería y bordaba pavorreales en punto de
cruz, esperó a que Pietro Crespi no soportara más
las urgencias del corazón. Su hora llegó con las
lluvias aciagas de octubre. Pietro Crespi le quitó del
regazo la canastilla de bordar y le apretó la mano entre
las suyas. -No soporto más esta espera -le dijo-. Nos
casamos el mes entrante. Amaranta no tembló al contacto de
sus manos de hielo. Retiró la suya, como un animalito
escurridizo, y volvió a su labor. -No seas ingenuo, Crespi
-sonrió-, ni muerta me casaré contigo. Pietro
Crespi perdió el dominio de sí mismo. Lloró
sin pudor, casi rompiéndose los dedos de
desesperación, pero no logró quebrantarla. -No
pierdas el tiempo -fue todo cuanto dijo Amaranta-. Si en verdad
me quieres tanto, no vuelvas a pisar esta casa. Úrsula
creyó enloquecer de vergüenza. Pietro Crespi
agotó los recursos de la súplica. Llegó a
increíbles extremos de humillación. Lloró
toda una tarde en el regazo de Úrsula, que hubiera vendido
el alma por consolarlo. En noches de lluvia se le vio merodear
por la casa con un paraguas de seda, tratando de sorprender una
luz en el dormitorio de Amaranta. Nunca estuvo mejor vestido que
en esa época. Su augusta cabeza de emperador atormentado
adquirió un extraño aire de grandeza.
Importunó a las amigas de Amaranta, las que iban a bordar
en el corredor, para que trataran de persuadirla. Descuidó
los negocios. Pasaba el día en la trastienda, escribiendo
esquelas desatinadas, que hacía llegar a Amaranta con
membranas de pétalos y mariposas disecadas, y que ella
devolvía sin abrir. Se encerraba horas y horas a tocar la
cítara. Una noche cantó. Macondo despertó en
una especie de estupor, angelizado por una cítara que no
merecía ser de este mundo y una voz como no podía
concebirse que hubiera otra en la tierra con tanto amor. Pietro
Crespi vio entonces la luz en todas las ventanas del pueblo,
menos en la de Amaranta. El dos de noviembre, día de todos
los muertos, su hermano abrió el almacén y
encontró todas las lámparas encendidas y todas las
cajas musicales destapadas y todos los relojes trabados en una
hora interminable, y en medio de aquel concierto disparatado
encontró a Pietro Crespi en el escritorio de la
trastienda, con las muñecas cortadas a navaja y las dos
manos metidas en una palangana de benjuí. Úrsula
dispuso que se le velara en la casa. El padre Nicanor se
oponía a los oficios religiosos y a la sepultura en tierra
sagrada. Úrsula se le enfrentó. -De algún
modo que ni usted ni yo podemos entender, ese hombre era un santo
-dijo-. Así que lo voy a enterrar, contra su voluntad,
junto a la tumba de Melquíades. Lo hizo, con el respaldo
de todo el pueblo, en funerales
magníficos…"

Amaranta Buendía

A la llegada de Pietro Crespi a Macondo, Amaranta, al
igual que Rebeca, se enamoró de éste, pero
aquél sólo correspondía al amor de Rebeca.
Entonces, Amaranta empezó a odiar a Rebeca. La rivalidad
comenzó un día en que Amparo Moscote le
entregó subrepticiamente una carta de Pietro Crespi a
Rebeca, procurando inútilmente que Amaranta no se
percatara. "Al descubrir la pasión de Rebeca, que no
fue posible mantener en secreto a causa de sus gritos, Amaranta
sufrió un acceso de calenturas. También ella
padecía la espina de un amor solitario. Encerrada en el
baño se desahogaba del tormento de una pasión sin
esperanzas escribiendo cartas febriles que se conformaba con
esconder en el fondo del baúl. Úrsula apenas si se
dio abasto para atender a las dos enfermas. No consiguió
en prolongados e insidiosos interrogatorios averiguar las causas
de la postración de Amaranta. Por último, en otro
instante de inspiración, forzó la cerradura del
baúl y encontró las cartas atadas con cintas de
color de rosa, hinchadas de azucenas frescas y todavía
húmedas de lágrimas, dirigidas y nunca enviadas a
Pietro Crespi. Llorando de furia maldijo la hora en que se le
ocurrió comprar la pianola, prohibió las clases de
bordado y decretó una especie de luto sin muerto que
había de prolongarse hasta que las hijas desistieron de
sus esperanzas. Fue inútil la intervención de
José Arcadio Buendía, que había rectificado
su primera impresión sobre Pietro Crespi, y admiraba su
habilidad para el manejo de las máquinas
musicales
…"

Tras la decisión de José Arcadio
Buendía de casar a Rebeca con Pietro Crespi, se
acordó que Úrsula se llevara a Amaranta a un viaje
a la capital de la provincia para que se aliviara de la
desilusión, "Amaranta fingió aceptar la
decisión y poco a poco se restableció de las
calenturas, pero se prometió a sí misma que Rebeca
se casaría solamente pasando por encima de su
cadáver
…"

Una noche, durante el novenario del Melquíades,
"Amaranta encontró una ocasión de confesarle su
amor a Pietro Crespi, que pocas semanas antes había
formalizado su compromiso con Rebeca y estaba instalando un
almacén de instrumentos músicos y juguetes de
cuerda, en el mismo sector donde vegetaban los árabes que
en otro tiempo cambiaban baratijas por guacamayas, y que la gente
conocía coma la calle de los Turcos. El italiano, cuya
cabeza cubierta de rizos charoladas suscitaba en las mujeres una
irreprimible necesidad de suspirar, trató a Amaranta como
una chiquilla caprichosa a quien no valía la pena tomar
demasiado en cuenta. Tengo un hermano menor -le dijo-. Va a venir
a ayudarme en la tienda. Amaranta se sintió humillada y le
dijo a Pietro Crespi con un rencor virulenta, que estaba
dispuesta a impedir la boda de su hermana aunque tuviera que
atravesar en la puerta su propio cadáver. Se
impresionó tanto el italiano con el dramatismo de la
amenaza, que no resistió la tentación de comentarla
con Rebeca. Fue así como el viaje de Amaranta, siempre
aplazado par las ocupaciones de Úrsula, se arregló
en menos de una semana. Amaranta no opuso resistencia, pero
cuando le dio a Rebeca el beso de despedida, le susurró al
oído: -No te hagas ilusiones. Aunque me lleven al fin del
mundo encontraré la manera de impedir que te cases,
así tenga que matarte
…"

Tras la muerte de Remedios Moscote, Amaranta
sufrió una crisis de conciencia. "Había
suplicado a Dios con tanto fervor que algo pavoroso ocurriera
para no tener que envenenar a Rebeca, que se sintió
culpable por la muerte de Remedios
…"

Cuando fue llevado Aureliano José a la casa
Buendía, Amaranta se hizo cargo de él. "Lo
adoptó como un hijo que había de compartir su
soledad, y aliviarla del láudano involuntario que echaron
sus súplicas desatinadas en el café de
Remedios
."

"Amaranta, en cambio, no logró superar
jamás su rencor contra Rebeca, aunque la vida le
ofreció una satisfacción con que no había
soñado: por iniciativa de Úrsula, que no
sabía cómo reparar la vergüenza, Pietro Crespi
siguió almorzando los martes en la casa, sobrepuesto al
fracaso con una serena dignidad. Conservó la cinta negra
en el sombrero como una muestra de aprecio por la familia, y se
complacía en demostrar su afecto a Úrsula
llevándole regalos exóticos: sardinas portuguesas,
mermelada de rosas turcas y, en cierta ocasión, un
primoroso mande Manila. Amaranta lo atendía con una
cariñosa diligencia. Adivinaba sus gustos, le arrancaba
los hilos descosidos en los puños de la camisa, y
bordó una docena de pañuelos con sus iniciales para
el día de su cumpleaños. Los martes, después
del almuerzo, mientras ella bordaba en el corredor, él le
hacía una alegre compañía. Para Pietro
Crespi, aquella mujer que siempre consideró y trató
como una niña, fue una revelación. Aunque su tipo
carecía de gracia, tenía una rara sensibilidad para
apreciar las cosas del mundo, y una ternura secreta. Un martes,
cuando nadie dudaba de que tarde o temprano tenía que
ocurrir, Pietro Crespi le pidió que se casara con
él. Ella no interrumpió su labor. Esperó a
que pasara el caliente rubor de sus orejas e imprimió a su
voz un sereno énfasis de madurez. -Por supuesto, Crespi
-dijo-, pero cuando uno se conozca mejor. Nunca es bueno
precipitar las cosas. Úrsula se ofuscó. A pesar del
aprecio que le tenía a Pietro Crespi, no lograba
establecer si su decisión era buena o mala desde el punto
de vista moral, después del prolongado y ruidoso noviazgo
con Rebeca. Pero terminó por aceptarlo como un hecho sin
calificación, porque nadie compartió sus dudas.
Aureliano, que era el hombre de la casa, la confundió
más con su enigmática y terminante opinión:
-Éstas no son horas de andar pensando en
matrimonios
".

"Amaranta y Pietro Crespi, en efecto, habían
profundizado en la amistad, amparados por la confianza de
Úrsula, que esta vez no creyó necesario vigilar las
visitas. Era un noviazgo crepus-cular. El italiano llegaba al
atardecer, con una gardenia en el ojal, y le traducía a
Amaranta sonetos de Petrarca. Permanecían en el corredor
sofocado por el orégano y las rosas, él leyendo y
ella tejiendo encaje de bolillo, indiferentes a los sobresaltos y
las malas noticias de la guerra, hasta que los mosquitos los
obligaban a refugiarse en la sala. La sensibilidad de Amaranta,
su discreta pero envolvente ternura habían ido urdiendo en
torno al novio una telaraña invisible, que él
tenía que apartar materialmente con sus dedos
pálidos y sin anillos para abandonar la casa a las ocho.
Habían hecho un precioso álbum con las tarjetas
postales que Pietro Crespi recibía de Italia. Eran
imágenes de enamorados en parques solitarios, con
viñetas de corazones flechados y cintas doradas sostenidas
por palomas. «Yo conozco este parque en Florencia
-decía Pietro Crespi repasando las postales-. Uno extiende
la mano y los pájaros bajan a comer.» A veces, ante
una acuarela de Venecia, la nostalgia transformaba en tibios
aromas de flores el olor de fango y mariscos podridos de los
canales. Amaranta suspiraba, reía, soñaba con una
segunda patria de hombres y mujeres hermosos que hablaban una
lengua de niños, con ciudades antiguas de cuya pasada
grandeza sólo quedaban los gatos entre los escombros.
Después de atravesar el océano en su
búsqueda, después de haberlo confundido con la
pasión en los manoseos vehementes de Rebeca, Pietro Crespi
había encontrado el amor
Todo
hacía pensar que Amaranta se orientaba hacia una felicidad
sin tropiezos. Pero al contrario de Rebeca, ella no revelaba la
menor ansiedad. Con la misma paciencia con que abigarraba
manteles y tejía primores de pasamanería y bordaba
pavorreales en punto de cruz, esperó a que Pietro Crespi
no soportara más las urgencias del corazón. Su hora
llegó con las lluvias aciagas de octubre. Pietro Crespi le
quitó del regazo la canastilla de bordar y le
apretó la mano entre las suyas. «No soporto
más esta espera -le dijo-. Nos casamos el mes
entrante.» Amaranta no tembló al contacto de sus
manos de hielo. Retiró la suya, como un animalito
escurridizo, y volvió a su labor. -No seas ingenuo, Crespi
-sonrió-, ni muerta me casaré contigo. Pietro
Crespi perdió el dominio de sí mismo. Lloró
sin pudor, casi rompiéndose los dedos de
desesperación, pero no logró quebrantarla.
«No pierdas el tiempo -fue todo cuanto dijo Amaranta-. Si
en verdad me quieres tanto, no vuelvas a pisar esta casa.»
Úrsula creyó enloquecer de vergüenza. Pietro
Crespi agotó los recursos de la súplica.
Llegó a increíbles extremos de humillación.
Lloró toda una tarde en el regazo de Úrsula, que
hubiera vendido el alma por consolarlo… Oyó desde
su cama el llanto de Úrsula, los pasos y murmullos de la
multitud que invadió la casa, los aullidos de las
plañideras, y luego un hondo silencio oloroso a flores
pisoteadas. Durante mucho tiempo siguió sintiendo el
hálito de lavanda de Pietro Crespi al atardecer, pero tuvo
fuerzas para no sucumbir al delirio. Úrsula la
abandonó. Ni siquiera levantó los ojos para
apiadarse de ella, la tarde en que Amaranta entró en la
cocina y puso la mano en las brasas del fogón, hasta que
le dolió tanto que no sintió más dolor, sino
la pestilencia de su propia carne chamuscada. Fue una cura de
burro para el remordimiento. Durante varios días anduvo
por la casa con la mano metida en un tazón con claras de
huevo, y cuando sanaron las quema duras pareció como si
las claras de huevo hubieran cicatrizado también las
úlceras de su corazón. La única huella
ex-terna que le dejó la tragedia fue la venda de gasa
negra que se puso en la mano quemada, y que había de
llevar hasta la muerte".

"Gerineldo Márquez esperó. En cierta
ocasión le envió a Amaranta un papelito desde la
cárcel, pidiéndole el favor de bordar una docena de
pañuelos de batista con las iniciales de su padre. Le
mandó el dinero. Al cabo de una semana, Amaranta le
llevó a la cárcel la docena de pañuelos
bordados, junto con el dinero, y se quedaron varias horas
hablando del pasado. «Cuando salga de aquí me
casaré contigo», le dijo Gerineldo Márquez al
despedirse. Amaranta se rió, pero siguió pensando
en él mientras enseñaba a leer a los niños,
y deseé revivir para él su pasión juvenil
por Pietro Crespi. Los sábados, día de visita a los
presos, pasaba por casa de los padres de Gerineldo Márquez
y los acompañaba a la cárcel. Uno de esos
sábados, Úrsula se sorprendió al verla en la
cocina, esperando a que salieran los bizcochos del horno para
escoger los mejores y envolverlos en una servilleta que
había bordado para la ocasión. -Cásate con
él -le dijo-. Difícilmente encontrarás otro
hombre como ese. Amaranta fingió una reacción de
disgusto. -No necesito andar cazando hombres -replicó-. Le
llevo estos bizcochos a Gerineldo porque me da lástima que
tarde o temprano lo van a fusilar. Lo dijo sin pensarlo, pero fue
por esa época que el gobierno hizo pública la
amenaza de fusilar al coronel Gerineldo Márquez si las
fuerzas rebeldes no entregaban a Riohacha. Las visitas se
suspendieron. Amaranta se encerró a llorar, agobiada por
un sentimiento de culpa semejante al que la atormenté
cuando murió Remedios, como si otra vez hubieran sido sus
palabras irreflexivas las responsables de una muerte. Su madre la
consoló. Le aseguré que el coronel Aureliano
Buendía haría algo por impedir el fusilamiento, y
prometió que ella misma se encargaría de atraer a
Gerineldo Márquez, cuando terminara la guerra.
Cumplió la promesa antes del término previsto.
Cuando Gerineldo Márquez volvió a la casa investido
de su nueva dignidad de jefe civil y militar, lo recibió
como a un hijo, concibió exquisitos halagos para
retenerlo, y rogó con todo el ánimo de su
corazón que recordara su propósito de casarse con
Amaranta. Sus súplicas parecían certeras. Los
días en que iba a almorzar a la casa, el coronel Gerineldo
Márquez se quedaba la tarde en el corredor de las begonias
jugando damas chinas con Amaranta. Úrsula les llevaba
café con leche y bizcochos y se hacía cargo de los
niños para que no los molestaran. Amaranta, en realidad,
se esforzaba por encender en su corazón las cenizas
olvidadas de su pasión juvenil. Con una ansiedad que
llegó a ser intolerable esperé los días de
almuerzos, las tardes de damas chinas, y el tiempo se le iba
volando en compañía de aquel guerrero de nombre
nostálgico cuyos dedos temblaban imperceptiblemente al
mover las fichas. Pero el día en que el coronel Gerineldo
Márquez le reiteré su voluntad de casarse, ella lo
rechazó.

-No me casaré con nadie -le dijo-, pero menos
contigo. Quieres tanto a Aureliano que te vas a casar conmigo
porque no puedes casarte con él. El coronel Gerineldo
Márquez era un hombre paciente. «Volveré a
insistir -dijo-. Tarde o temprano te convenceré.»
Siguió visitando la casa. Encerrada en el dormitorio,
mordiendo un llanto secreto, Amaranta se metía los dedos
en los oídos para no escuchar la voz del pretendiente que
le contaba a Úrsula las últimas noticias de la
guerra, y a pesar de que se moría por verlo, tuvo fuerzas
para no salir a su encuentro".

Percatándose que su sobrino Aureliano José
ya empezaba a afeitarse, Amaranta le dijo que ya era un hombre, y
ella se dio cuenta que "había empezado a
envejecer
". Él era un hombre "desde hacía
mucho tiempo, desde el día ya lejano en que Amaranta
creyó que aún era un niño y siguió
desnudándose en el baño delante de él, como
lo había hecho siempre, como se acostumbró a
hacerlo desde que Pilar Ternera se lo entregó para que
acabara de criarlo. La primera vez que él la vio, lo
único que le llamó la atención fue la
profunda depresión entre los senos. Era entonces tan
inocente que preguntó qué le había pasado, y
Amaranta fingió excavarse el pecho con la punta de los
dedos y contesté: «Me sacaron tajadas y tajadas y
tajadas.» Tiempo después, cuando ella se
restableció del suicidio de Pietro Crespi y volvió
a bañarse con Aureliano José, éste ya no se
fijé en la depresión, sino que experimenté
un estremecimiento desconocido ante la visión de los senos
espléndidos de pezones morados. Siguió
examinándola, descubriendo palmo a palmo el milagro de su
intimidad, y sintió que su piel se erizaba en la
contemplación, como se erizaba la piel de ella al contacto
del agua. Desde muy niño tenía la costumbre de
abandonar la hamaca para amanecer en la cama de Amaranta, cuyo
contacto tenía la virtud de disipar el miedo a la
oscuridad. Pero desde el día en que tuvo conciencia de su
desnudez, no era el miedo a la oscuridad lo que lo impulsaba a
meterse en su mosquitero, sino el anhelo de sentir la
respiración tibia de Amaranta al amanecer. Una madrugada,
por la época en que ella rechazó al coronel
Gerineldo Márquez, Aureliano José despertó
con la sensación de que le faltaba el aire. Sintió
los dedos de Amaranta como unos gusanitos calientes y ansiosos
que buscaban su vientre. Fingiendo dormir cambió de
posición para eliminar toda dificultad, y entonces
sintió la mano sin la venda negra buceando como un molusco
ciego entre las algas de su ansiedad. Aunque aparentaron ignorar
lo que ambos sabían, y lo que cada uno sabía que el
otro sabía, desde aquella noche quedaron mancornados por
una complicidad inviolable. Aureliano José no podía
conciliar el sueño mientras no escuchaba el valse de las
doce en el reloj de la sala, y la madura doncella cuya piel
empezaba a entristecer no tenía un instante de sosiego
mientras no sentía deslizarse en el mosquitero aquel
sonámbulo que ella había criado, sin pensar que
sería un paliativo para su soledad. Entonces no
sólo durmieron juntos, desnudos, intercambiando caricias
agotadoras, sino que se perseguían por los rincones de la
casa y se encerraban en los dormitorios a cualquier hora, en un
permanente estado de exaltación sin alivio. Estuvieron a
punto de ser sorprendidos por Úrsula, una tarde en que
entró al granero cuando ellos empezaban a besarse.
«¿Quieres mucho a tu tía?», le
preguntó ella de un modo inocente a Aureliano José.
Él contestó que sí. «Haces
bien», concluyó Úrsula, y acabó de
medir la harina para el pan y regresó a la cocina. Aquel
episodio sacó a Amaranta del delirio. Se dio cuenta de que
había llegado demasiado lejos, de que ya no estaba jugando
a los besitos con un niño, sino chapaleando en una
pasión otoñal, peligrosa y sin porvenir, y la
cortó de un tajo…"

Luego de que Aureliano Segundo regresara de la guerra,
tras desertar del Ejército de Nicaragua, "Amaranta le
huía. Se prevenía contra los encuentros casuales.
Procuraba no se-pararse de Remedios, la bella. Le indignó
el rubor que doró sus mejillas el día en que el
sobrino le preguntó hasta cuándo pensaba llevar la
venda negra en la mano, porque interpretó la pregunta como
una alusión a su virginidad. Cuando él
llegó, ella pasó la aldaba en su dormitorio, pero
durante tantas noches percibió sus ronquidos
pacíficos en el cuarto contiguo, que descuidó esa
precaución. Una madrugada, casi dos meses después
del regreso lo sintió entrar en el dormitorio. Entonces,
en vez de huir, en vez de gritar como lo había previsto,
se dejó saturar por una suave sensación de
descanso. Lo sintió deslizarse en el mosquitero, como lo
había hecho cuando era niño, como lo había
hecho desde siempre, y no pudo reprimir el sudor helado y el
crotaloteo de los dientes cuando se dio cuenta de que él
estaba completamente desnudo. «Vete -murmuró,
ahogándose de curiosidad-. Vete o me pongo a
gritar.» Pero Aureliano José había entonces
lo que tenía que hacer, porque ya no era un niño
asustado por la oscuridad sino un animal de campamento. Desde
aquella noche se reiniciaron las sordas batallas sin
consecuencias que se prolongaban hasta el amanecer. «Soy tu
tía -murmuraba Amaranta, agotada-. Es casi como si fuera
tu madre, no sólo por la edad, sino porque lo único
que me faltó fue darte de mamar.» Aureliano escapaba
al alba y regresaba a la madrugada siguiente, cada vez más
excitado por la comprobación de que ella no pasaba la
aldaba. No había dejado de desearla un solo instante. La
encontraba en los oscuros dormitorios de los pueblos vencidos,
sobre todo en los más abyectos, y la materializaba en el
tufo de la sangre seca en las vendas de los heridos, en el pavor
instantáneo del peligro de muerte, a toda hora y en todas
partes. Había huido de ella tratando de aniquilar su
recuerdo no sólo con la distancia, sino con un
encarnizamiento aturdido que sus compañeros de armas
calificaban de temeridad, pero mientras más revolcaba su
imagen en el muladar de la guerra, más la guerra se
parecía a Amaranta. Así padeció el exilio,
buscando la manera de matarla con su propia muerte, hasta que le
oyó contar a alguien el viejo cuento del hombre que se
casó con una tía que además era su prima y
cuyo hijo terminó siendo abuelo de sí mismo.
-¿Es que uno se puede casar con una tía?
-preguntó él, asombrado. -No sólo se puede
-le contestó un soldado- sino que estamos haciendo esta
guerra contra los curas para que uno se pueda casar con su propia
madre. Quince días después desertó.
Encontró a Amaranta más ajada que en el recuerdo,
más melancólica y pudibunda, y ya doblando en
realidad el último cabo de la madurez, pero más
febril que nunca en las tinieblas del dormitorio y más
desafiante que nunca en la agresividad de su resistencia.
«Eres un bruto -le decía Amaranta, acosada por sus
perros de presa-. No es cierto que se le pueda hacer esto a una
pobre tía, como no sea con dispensa especial del
Papa.» Aureliano José prometía ir a Roma,
prometía recorrer a Europa de rodillas, y besar las
sandalias del Sumo Pontífice sólo para que ella
bajara sus puentes levadizos. -No es sólo
eso-rebatía Amaranta-. Es que nacen los hijos con cola de
puerco. Aureliano José era sordo a todo argumento…
Amaranta se sintió liberada de un lastre, y ella misma no
comprendió por qué volvió a pensar entonces
en el coronel Gerineldo Márquez, por qué evocaba
con tanta nostalgia las tardes de damas chinas, y por qué
llegó inclusive a desearlo como hombre de
dormitorio
".

El coronel Gerineldo Márquez, un hombre
perseverante, leal y sumiso, le reiteró su amor a Amaranta
durante cuatro años, "y ella encontró siempre
la manera de rechazarlo sin herirlo, porque aunque no
conseguía quererlo ya no podía vivir sin
él
". Como sintió renacer el rencor que antes
sintió por Rebeca, "y rogándole a Dios que no
la arrastrara hasta el extremo de desearle la muerte
"
desterró a Remedios, la bella, del costurero. El coronel
Gerineldo Márquez "apeló a sus reservas de
persuasión, a su inmensa y reprimida ternura, dispuesto a
renunciar por Amaranta a una gloria que le había costado
el sacrificio de sus mejores años. Pero no logró
convencerla. Una tarde de agosto, agobiada por el peso
insoportable de su propia obstinación, Amaranta se
encerró en el dormitorio a llorar su soledad hasta la
muerte, después de darle la respuesta definitiva a su
pretendiente tenaz: -Olvidémonos para siempre -le dijo-,
ya somos demasiado viejos para estas cosas. …el coronel
Gerineldo Márquez contempló las calles desoladas,
el agua cristalizada en los almendros, y se encontró
perdido en la soledad
".

Todos se habían olvidado de Rebeca, excepto
Amaranta. "La única que no había perdido un
solo instante la conciencia de que estaba viva,
pudriéndose en su sopa de larvas, era la implacable y
envejecida Amaranta. Pensaba en ella al amanecer, cuando el hielo
del corazón la despertaba en la cama solitaria, y pensaba
en ella cuando se jabonaba los senos marchitos y el vientre
macilento, y cuando se ponía los blancos pollerines y
corpiños de olán de la vejez, y cuando se cambiaba
en la mano la venda negra de la terrible expiación.
Siempre, a toda hora dormida y despierta, en los instantes
más sublimes y en los mas abyectos, Amaranta pensaba en
Rebeca, porque la soledad le había seleccionado los
recuerdos, y había incinerado los entorpece dores montones
de basura nostálgica que la vida había acumulado en
su corazón, y había purificado, magnificado y
eternizado los otros, los más amargos. Por ella sabia
Remedios la bella, de la existencia de
Rebeca
…"

"…Amaranta, en cambio, cuya dureza de
corazón la espantaba, cuya concentrada amargura la
amargaba, se le esclareció en el último examen como
la mujer más tierna que había existido
jamás, y comprendió con una lastimosa clarividencia
que las injustas torturas a que había sometido a Pietro
Crespi no eran dictadas por una voluntad de venganza, como todo
el mundo creía, ni el lento martirio con que
frustró la vida del coronel Gerineldo Márquez
había sido determinado por la mala hiel de su amargura,
como todo el mundo creía, sino que ambas acciones
habían sido una lucha a muerte entre un amor sin medidas y
una cobardía invencible, y había triunfado
finalmente el miedo irracional que Amaranta le tuvo siempre a su
propio y atormentado corazón…"

"…Alta, espadada, altiva, siempre vestida con
abundantes pollerines de espuma y con un aire de
distinción que resistía a los años y a los
malos recuerdos, Amaranta parecía llevar en la frente la
cruz de ceniza de la virginidad. En realidad la llevaba en la
mano, en la venda negra que no se quitaba ni para dormir, y que
ella misma lavaba y planchaba. La vida se le iba en bordar el
sudario. Se hubiera dicho que bordaba durante el día y
desbordaba en la noche, y no con la esperanza de derrotar en esa
forma la soledad, sino todo lo contrario, para
sustentarla…"

"Se hubiera dicho que en la cansada mansión
de los Buendía había paz y felicidad rutinaria para
mucho tiempo si la intempestiva muerte de Amaranta no hubiera
promovido un nuevo escándalo. Fue un acontecimiento
inesperado. Aunque estaba vieja y apartada de todos,
todavía se notaba firme y recta, v con la salud de piedra
que tuvo siempre. Nadie conoció su pensamiento desde la
tarde en que rechazó definitivamente al coronel Gerineldo
Márquez y se encerró a llorar. Cuando salió,
había agotado todas sus lágrimas. No se le vio
llorar con la subida al cielo de Remedios, la bella, ni con el
exterminio de los Aurelianos, ni con la muerte del coronel
Aureliano Buendía, que era la persona que más quiso
en este mundo, aunque sólo pudo demostrárselo
cuando encontraron su cadáver bajo el castaño. Ella
ayudó a levantar el cuerpo. Lo vistió con sus
arreos de guerrero, lo afeitó, lo peiné, y le
engomó el bigote mejor que él mismo no lo
hacía en sus años de gloria. Nadie pensó que
hubiera amor en aquel acto, porque estaban acostumbrados a la
familiaridad de Amaranta con los ritos de la muerte. Fernanda se
escandalizaba de que no entendiera las relaciones del catolicismo
con la vida, sino únicamente sus relaciones con la muerte,
como si no fuera una religión, sino un prospecto de
convencionalismos funerarios. Amaranta estaba demasiado enredada
en el berenjenal de sus recuerdos para entender aquellas
sutilezas apologéticas. Había llegado a la vejez
con todas sus nostalgias vivas. Cuando escuchaba los valses de
Pietro Crespi sentía los mismos deseos de llorar que tuvo
en la adolescencia, como si el tiempo y los escarmientos no
sirvieran de nada. Los rollos de música que ella misma
había echado a la basura con el pretexto de que se estaban
pudriendo con la humedad, seguían girando y golpeando
martinetes en su memoria. Había tratado de hundirlos en la
pasión pantanosa que se permitió con su sobrino
Aureliano José, y había tratado de refugiarse en la
protección serena y viril del coronel Gerineldo
Márquez, pero no había conseguido derrotarlos ni
con el acto más desesperado de su vejez, cuando
bañaba al pequeño José Arcadio tres
años antes de que lo mandaran al seminario, y lo
acariciaba no como podía hacerlo una abuela con un nieto,
sino como lo hubiera hecho una mujer con un hombre, como se
contaba que lo hacían las matronas francesas, y como ella
quiso hacerlo con Pietro Crespi, a los doce, los catorce
años, cuando lo vio con sus pantalones de baile y la
varita mágica con que llevaba el compás del
metrónomo. A veces le dolía haber dejado a su paso
aquel reguero de miseria, y a veces le daba tanta rabia que se
pinchaba los dedos con las agujas, pero más le
dolía y más rabia le daba y más la amargaba
el fragante y agusanado guayabal de amor que iba arrastrando
hacia la muerte. Como el coronel Aureliano Buendía pensaba
en la guerra, sin poder evitarlo, Amaranta pensaba en Rebeca.
Pero mientras su hermano había conseguido esterilizar los
recuerdos, ella sólo había conseguido escaldarlos.
Lo único que le rogó a Dios durante muchos
años fue que no le mandara el castigo de morir antes que
Rebeca. Cada vez que pasaba por su casa y advertía los
progresos de la destrucción se complacía con la
idea de que Dios la estaba oyendo. Una tarde, cuando cosía
en el corredor, la asaltó la certidumbre de que ella
estaría sentada en ese lugar, en esa misma posición
y bajo esa misma luz, cuando le llevaran la noticia de la muerte
de Rebeca. Se sentó a esperarla, como quien espera una
carta, y era cierto que en una época arrancaba botones
para volver a pegarlos, de modo que la ociosidad no hiciera
más larga y angustiosa la espera. Nadie se dio cuenta en
la casa de que Amaranta tejió entonces una preciosa
mortaja para Rebeca. Más tarde, cuando Aureliano Triste
contó que la había visto convertida en una imagen
de aparición, con la piel cuarteada y unas pocas hebras
amarillentas en el cráneo, Amaranta no se
sorprendió, porque el espectro descrito era igual al que
ella imaginaba desde hacía mucho tiempo. Había
decidido restaurar el cadáver de Rebeca, disimular con
parafina los estragos del rostro y hacerle una peluca con el
cabello de los santos. Fabricaría un cadáver
hermoso, con la mortaja de lino y un ataúd forrado de
peluche con vueltas de púrpura, y lo pondría a
disposición de los gusanos en unos funerales
espléndidos. Elaboró el plan con tanto odio que la
estremeció la idea de que lo habría hecho de igual
modo si hubiera sido con amor, pero no se dejó aturdir por
la confusión, sino que siguió perfeccionando los
detalles tan minuciosamente que llegó a ser más que
una especialista, una virtuosa en los ritos de la muerte. Lo
único que no tuvo en cuenta en su plan tremendista fue
que, a pesar de sus súplicas a Dios, ella podía
morirse primero que Rebeca. Así ocurrió, en efecto.
Pero en el instante final Amaranta no se sintió frustrada,
sino por el contrario liberada de toda amargura, porque la muerte
le deparó el privilegio de anunciarse con varios
años de anticipación. La vio un mediodía
ardiente, cosiendo con ella en el corredor, poco después
de que Meme se fue al colegio. La reconoció en el acto, y
no había nada pavoroso en la muerte, porque era una mujer
vestida de azul con el cabello largo, de aspecto un poco
anticuado, y con un cierto parecido a Pilar Ternera en la
época en que las ayudaba en los oficios de cocina. Varias
veces Fernanda estuvo presente y no la vio, a pesar de que era
tan real, tan humana, que en alguna ocasión le
pidió a Amaranta el favor de que le ensartara una aguja.
La muerte no le dijo cuándo se iba a morir ni si su hora
estaba señalada antes que la de Rebeca, sino que le
ordenó empezar a tejer su propia mortaja el próximo
seis de abril. La autorizó para que la hiciera tan
complicada y primorosa como ella quisiera, pero tan honradamente
como hizo la de Rebeca, y le advirtió que había de
morir sin dolor, ni miedo, ni amargura, al anochecer del
día en que la terminara. Tratando de perder la mayor
cantidad posible de tiempo, Amaranta encargó las hilazas
de lino bayal y ella misma fabricó el lienzo. Lo hizo con
tanto cuidado que solamente esa labor le llevó cuatro
años. Luego inició el bordado. A medida que se
aproximaba el término ineludible, iba comprendiendo que
sólo un milagro le permitiría prolongar el trabajo
más allá de la muerte de Rebeca, pero la misma
concentración le proporcionó la calma que le
hacía falta para aceptar la idea de una
frustración. Fue entonces cuando entendió el
círculo vicioso de los pescaditos de oro del coronel
Aureliano Buendía. El mundo se redujo a la superficie de
su piel, y el interior quedó a salvo de toda amargura. Le
dolió no haber tenido aquella revelación muchos
años antes, cuando aún fuera posible purificar los
recuerdos y reconstruir el universo bajo una luz nueva, y evocar
sin estremecerse el olor de espliego de Pietro Crespi al
atardecer, y rescatar a Rebeca de su salsa de miseria, no por
odio ni por amor, sino por la comprensión sin medidas de
la soledad. El odio que advirtió una noche en las palabras
de Meme no la conmovió porque la afectara, sino porque se
sintió repetida en otra adolescencia que parecía
tan limpia como debió parecer la suya y que, sin embargo,
estaba ya viciada por el rencor. Pero entonces era tan honda la
conformidad con su destino que ni siquiera la inquietó la
certidumbre de que estaban cerradas todas las posibilidades de
rectificación. Su único objetivo fue terminar la
mortaja. En vez de retardarla con preciosismos inútiles,
como lo hizo al principio, apresuró la labor. Una semana
antes calculó que daría la última puntada en
la noche del cuatro de febrero, y sin revelarle el motivo le
sugirió a Meme que anticipara un concierto de clavicordio
que tenía previsto para el día siguiente, pero ella
no le hizo caso. Amaranta buscó entonces la manera de
retrasarse cuarenta y ocho horas, y hasta pensó que la
muerte la estaba complaciendo, porque en la noche del cuatro de
febrero una tempestad descompuso la planta eléctrica. Pero
al día siguiente, a las ocho de la mañana, dio la
última puntada en la labor más primorosa que mujer
alguna había terminado jamás, y anunció sin
el menor dramatismo que moriría al atardecer. No
sólo previno a la familia, sino a toda la
población, porque Amaranta se había hecho a la idea
de que se podía reparar una vida de mezquindad con un
último favor al mundo, y pensó que ninguno era
mejor que llevarles cartas a los muertos. La noticia de que
Amaranta Buendía zarpaba al crepúsculo llevando el
correo de la muerte se divulgó en Macondo antes del
mediodía, y a las tres de la tarde había en la sala
un cajón lleno de cartas. Quienes no quisieron escribir le
dieron a Amaranta recados verbales que ella anotó en una
libreta con el nombre y la fecha de muerte del destinatario,
«No se preocupe -tranquilizaba a los remitentes-. Lo
primero que haré al llegar será preguntar por
él, y le daré su recado.» Parecía una
farsa. Amaranta no revelaba trastorno alguno, ni el más
leve signo de dolor, y hasta se notaba un poco rejuvenecida por
el deber cumplido. Estaba tan derecha y esbelta como siempre. De
no haber sido por los pómulos endurecidos y la falta de
algunos dientes, habría parecido mucho menos vieja de lo
que era en realidad. Ella misma dispuso que se metieran las
cartas en una caja embreada, e indicó la manera como
debía colocarse en la tumba para preservarla mejor de la
humedad. En la mañana había llamado a un carpintero
que le tomó las medidas para el ataúd, de pie, en
la sala, como si fueran para un vestido. Se le despertó
tal dinamismo en las últimas horas que Fernanda se estaba
burlando de todos. Úrsula, con la experiencia de que los
Buendía se morían sin enfermedad, no puso en duda
que Amaranta había tenido el presagio de la muerte, pero
en todo caso la atormentó el temor de que en el
trajín de las cartas y la ansiedad de que llegaran pronto
los ofuscados remitentes la fueran a enterrar viva. Así
que se empeñó en despejar la casa,
disputándose a gritos con los intrusos, y a las cuatro de
la tarde lo había conseguido. A esa hora, Amaranta acababa
de repartir sus cosas entre los pobres, y sólo
había dejado sobre el severo ataúd de tablas sin
pulir la muda de ropa y las sencillas babuchas de pana que
había de llevar en la muerte. No pasó por alto esa
precaución, al recordar que cuando murió el coronel
Aureliano Buendía hubo que comprarle un par de zapatos
nuevos, porque ya sólo le quedaban las pantuflas que usaba
en el taller. Poco antes de las cinco, Aureliano Segundo fue a
buscar a Meme para el concierto, y se sorprendió de que la
casa estuviera preparada para el funeral. Si alguien
parecía vivo a esa hora era la serena Amaranta, a quien el
tiempo le había alcanzado hasta para rebanarse los callos.
Aureliano Segundo y Meme se despidieron de ella con adioses de
burla, y le prometieron que el sábado siguiente
harían la parranda de la resurrección.
Atraído por las voces públicas de que Amaranta
Buendía estaba recibiendo cartas para los muertos, el
padre Antonio Isabel llegó a las cinco con el
viático, y tuvo que esperar más de quince minutos a
que la moribunda saliera del baño. Cuando la vio aparecer
con un camisón de madapolán y el cabello suelto en
la espalda, el decrépito párroco creyó que
era una burla, y despachó al monaguillo. Pensó, sin
embargo, aprovechar la ocasión para confesar a Amaranta
después de casi veinte años de reticencia. Amaranta
replicó, sencillamente, que no necesitaba asistencia
espiritual de ninguna clase porque tenía la conciencia
limpia. Fernanda se escandalizó. Sin cuidarse de que no la
oyeran, se preguntó en voz alta qué espantoso
pecado habría cometido Amaranta cuando prefería una
muerte sacrílega a la vergüenza de una
confesión. Entonces Amaranta se acostó, y
obligó a Úrsula a dar testimonio público de
su virginidad. -Que nadie se haga ilusiones -gritó, para
que la oyera Fernanda-. Amaranta Buendía se va de este
mundo como vino. No se volvió a levantar. Recostada en
almohadones, como si de veras estuviera enferma, tejió sus
largas trenzas y se las enrolló sobre las orejas, como la
muerte le había dicho que debía estar en el
ataúd. Luego le pidió a Úrsula un espejo, y
por primera vez en más de cuarenta años vio su
rostro devastado por la edad y el martirio, y se
sorprendió de cuánto se parecía a la imagen
mental que tenía de si misma. Úrsula
comprendió por el silencio de la alcoba que habla empezado
a oscurecer. -Despídete de Fernanda -le suplicó-.
Un minuto de reconciliación tiene más mérito
que toda una vida de amistad. -Ya no vale la pena -replicó
Amaranta…"

Rebeca Buendía

Rebeca llegó a Macondo un domingo a sus once
años. "Había hecho el penoso viaje desde
Manaure con unos traficantes de pieles que recibieron el encargo
de entregarla junto con una carta en la casa de José
Arcadio Buendía, pero que no pudieron explicar con
precisión quién era la persona que les había
pedido el favor. Todo su equipaje estaba compuesto por el baulito
de la ropa, un pequeño mecedor de madera con florecitas de
calores pintadas a mano y un talego de lona que hacía un
permanente ruido de clac clac clac, donde llevaba los huesos de
sus padres. La carta dirigida a José Arcadio
Buendía estaba escrita en términos muy
cariñosas por alguien que lo seguía queriendo mucho
a pesar del tiempo y la distancia y que se sentía obligado
por un elemental sentido humanitario a hacer la caridad de
mandarle esa pobre huerfanita desamparada, que era prima de
Úrsula en segundo grado y por consiguiente parienta
también de José Arcadio Buendía, aunque en
grado más lejano, porque era hija de ese inolvidable amigo
que fue Nicanor Ulloa y su muy digna esposa Rebeca Montiel, a
quienes Dios tuviera en su santa reino, cuyos restos adjuntaba a
la presente para que les dieran cristiana sepultura. Tanto los
nombres mencionados como la firma de la carta eran perfectamente
legibles, pero ni José Arcadio Buendía ni
Úrsula recordaban haber tenido parientes con esos nombres
ni conocían a nadie que se llamara como el remitente y
mucho menos en la remota población de Manaure. A
través de la niña fue imposible obtener ninguna
información complementaria. Desde el momento en que
llegó se sentó a chuparse el dedo en el mecedor y a
observar a todos con sus grandes ojos espantados, sin que diera
señal alguna de entender lo que le preguntaban. Llevaba un
traje de diagonal teñido de negro, gastado por el uso, y
unas desconchadas botines de charol. Tenía el cabello
sostenido detrás de las orejas con moñas de cintas
negras. Usaba un escapulario con las imágenes borradas por
el sudor y en la muñeca derecha un colmillo de animal
carnívoro montado en un soporte de cobre como amuleto
contra el mal de ojo. Su piel verde, su vientre redondo y tenso
como un tambor, revelaban una mala salud y un hambre más
viejas que ella misma, pera cuando le dieron de comer se
quedó con el plato en las piernas sin probarlo. Se
llegó inclusive a creer que era sordomuda, hasta que los
indios le preguntaran en su lengua si quería un poco de
agua y ella movió los ojos como si los hubiera reconocido
y dijo que si con la cabeza. Se quedaron con ella porque no
había más remedio. Decidieron llamarla Rebeca, que
de acuerdo con la carta era el nombre de su madre, porque
Aureliano tuvo la paciencia de leer frente a ella todo el
santoral y no logró que reaccionara con ningún
nombre. Como en aquel tiempo no había cementerio en
Macondo, pues hasta entonces no había muerto nadie,
conservaron la talega con los huesos en espera de que hubiera un
lugar digno para sepultarlos, y durante mucho tiempo estorbaron
por todas partes y se les encontraba donde menos se
suponía, siempre con su cloqueante cacareo de gallina
clueca. Pasó mucho tiempo antes de que Rebeca se
incorporara a la vida familiar. Se sentaba en el mecedorcito a
chuparse el dedo en el rincón más apartado de la
casa. Nada le llamaba la atención, salvo la música
de los relojes, que cada media hora buscaba con ojos asustados,
como si esperara encontrarla en algún lugar del aire. No
lograron que comiera en varios días. Nadie entendía
cómo no se había muerto de hambre, hasta que los
indígenas, que se daban cuenta de todo porque
recorrían la casa sin cesar can sus pies sigilosos,
descubrieron que a Rebeca sólo le gustaba comer la tierra
húmeda del patio y las tortas de cal que arrancaba de las
paredes con las uñas. Era evidente que sus padres, o
quienquiera que la hubiese criado, la habían reprendido
por ese hábito, pues lo practicaba a escondidas y con
conciencia de culpa, procurando trasponer las raciones para
comerlas cuando nadie la viera. Desde entonces la sometieron a
una vigilancia implacable. Echaban hiel de vaca en el patio y
untaban ají picante en las paredes, creyendo derrotar con
esos métodos su vicio pernicioso, pero ella dio tales
muestras de astucia e ingenio para procurarse la tierra, que
Úrsula se vio forzada a emplear recursos más
drásticos. Ponía jugo de naranja con ruibarbo en
una cazuela que dejaba al serena toda la noche, y le daba la
pócima al día siguiente en ayunas. Aunque nadie le
había dicho que aquél era el remedio
específico para el vicio de comer tierra, pensaba que
cualquier sustancia amarga en el estómago vacío
tenía que hacer reaccionar al hígado. Rebeca era
tan rebelde y tan fuerte a pesar de su raquitismo, que
tenían que barbearla como a un becerro para que tragara la
medicina, y apenas si podían reprimir sus pataletas y
soportar los enrevesados jeroglíficos que ella alternaba
con mordiscas y escupitajos, y que según decían las
escandalizadas indígenas eran las obscenidades más
gruesas que se podían concebir en su idioma. Cuando
Úrsula lo supo, complementó el tratamiento con
correazos. No se estableció nunca si lo que surtió
efecto fue el ruibarbo a las tollinas, o las dos cosas
combinadas, pero la verdad es que en pocas semanas Rebeca
empezó a dar muestras de restablecimiento.
Participó en los juegos de Arcadio y Amaranta, que la
recibieron como una hermana mayor, y comió con apetito
sirviéndose bien de los cubiertos. Pronto se reveló
que hablaba el castellano con tanta fluidez cama la lengua de los
indios, que tenía una habilidad notable para los oficios
manuales y que cantaba el valse de los relojes con una letra muy
graciosa que ella misma había inventado. No tardaron en
considerarla como un miembro más de la familia. Era con
Úrsula más afectuosa que nunca lo fueron sus
propios hijos, y llamaba hermanitos a Amaranta y a Arcadio, y
tío a Aureliano y abuelito a José Arcadio
Buendía. De modo que terminó por merecer tanto como
los otros el nombre de Rebeca Buendía, el único que
tuvo siempre y que llevó con dignidad hasta la
muerte…"

Durante la peste del insomnio, "Rebeca
soñó que un hombre muy parecido a ella, vestido de
lino blanco y con el cuello de la camisa cerrado por un
botón de aro, le llevaba un ramo de rosas. Lo
acompañaba una mujer de manas delicadas que separó
una rosa y se la puso a la niña en el pelo. Úrsula
comprendió que el hombre y la mujer eran los padres de
Rebeca, pero aunque hizo un grande esfuerzo por reconocerlos,
confirmó su certidumbre de que nunca los había
visto…"

"… Rebeca, al contrario de lo que pudo
esperarse, era la más bella. Tenía un cutis
diáfano, unos ojos grandes y reposados, y unas manos
mágicas que parecían elaborar con hilos invisibles
la trama del bordado
…"

Tras la visita a Macondo de Pietro Crespi, Rebeca
estableció un vínculo afectivo con el
beneplácito de José Arcadio Buendía y el
disgusto de Amaranta, quien también se enamoró del
joven italiano. "Hacia la medianoche, Pietro Crespi se
despidió con un discursito sentimental y prometió
volver muy pronto. Rebeca lo acompañó hasta la
puerta, y luego de haber cerrado la casa y apagado las
lámparas, se fue a su cuarto a llorar. Fue un llanto
inconsolable que se prolongó por varios días, y
cuya causa no conoció ni siquiera Amaranta. No era
extraño su hermetismo. Aunque parecía expansiva y
cordial, tenía un carácter solitario y un
corazón impenetrable. Era una adolescente
espléndida, de huesos largos y firmes, pero se empecinaba
en seguir usando el mecedorcito de madera con que llegó a
la casa, muchas veces reforzado y ya desprovisto de brazos. Nadie
había descubierto que aún a esa edad, conservaba el
hábito de chuparse el dedo. Por eso no perdía
ocasión de encerrarse en el baño, y había
adquirido la costumbre de dormir con la cara vuelta contra la
pared. En las tardes de lluvia, bordando con un grupo de amigas
en el corredor de las begonias, perdía el hilo de la
conversación y una lágrima de nostalgia le salaba
el paladar cuando veía las vetas de tierra húmeda y
los montículos de barro construidos por las lombrices en
el jardín. Esos gustos secretos, derrotados en otro tiempo
por las naranjas con ruibarbo, estallaron en un anhelo
irreprimible cuando empezó a llorar. Volvió a comer
tierra. La primera vez lo hizo casi por curiosidad, segura de que
el mal sabor sería el mejor remedio contra la
tentación. Y en efecto no pudo soportar la tierra en la
boca. Pero insistió, vencida por el ansia creciente, y
poco a poco fue rescatando el apetito ancestral, el gusto de los
minerales primarios, la satisfacción sin resquicios del
alimento original. Se echaba puñados de tierra en los
bolsillos, y los comía a granitos sin ser vista, con un
confuso sentimiento de dicha y de rabia, mientras adiestraba a
sus amigas en las puntadas más difíciles y
conversaba de otros hombres que no merecían el sacrificio
de que se comiera por ellos la cal de las paredes. Los
puñados de tierra hacían menos remoto y más
cierto al único hombre que merecía aquella
degradación, como si el suelo que él pisaba con sus
finas botas de charol en otro lugar del mundo, le transmitiera a
ella el peso y la temperatura de su sangre en un sabor mineral
que dejaba un rescoldo áspero en la boca y un sedimento de
paz en el corazón…"

Con la ayuda y la complicidad de Amparo Moscote, la
relación amorosa siguió sus normales causes
pasionales. En una ocasión en que, disimuladamente, Amparo
Moscote le entregó una carta a Rebeca, tratando de que
Amaranta no se enterara, ésta alcanzó a ver en el
sobre "el nombre de la muy distinguida señorita Rebeca
Buendía, escrito con la misma letra metódica, la
misma tinta verde y la misma disposición preciosista de
las palabras con que estaban escritas las instrucciones de manejo
de la pianola, y dobló la carta con la punta de los dedos
y se la escondió en el corpiño mirando a Amparo
Moscote con una expresión de gratitud sin término
ni condiciones y una callada promesa de complicidad hasta la
muerte…"

"…Rebeca esperaba el amor a las cuatro de la
tarde bordando junto a la ventana. Sabía que la mula del
correo no llegaba sino cada quince días, pero ella la
esperaba siempre, convencida de que iba a llegar un día
cualquiera por equivocación. Sucedió todo lo
contrario: una vez la mula no llegó en la fecha prevista.
Loca de desesperación, Rebeca se levantó a media
noche y comió puñados de tierra en el
jardín, con una avidez suicida, llorando de dolor y de
furia, masticando lombrices tiernas y astillándose las
muelas con huesos de caracoles. Vomitó hasta el amanecer.
Se hundió en un estado de postración febril,
perdió la conciencia, y su corazón se abrió
en un delirio sin pudor. Úrsula, escandalizada,
forzó la cerradura del baúl, y encontró en
el fondo, atadas con cintas color de rosa, las dieciséis
cartas perfumadas y los esqueletos de hojas y pétalos
conservados en libros antiguos y las mariposas disecadas que al
tocarlas se convirtieron en polvo
…"

Como José Arcadio Buendía dispuso que
Rebeca se casara con Pietro Crespi, quien le correspondía,
ésta "recobró la salud tan pronto como se
enteró del acuerdo, y escribió a su novio una carta
jubilosa que sometió a la aprobación de sus padres
y puso al correo sin servirse de
intermediarios
…"

Cuando Úrsula viajo con Amaranta, Rebeca
quedó al cuidado de la casa y de los quehaceres
domésticos. "Al anochecer, cuando llegaba Pietro
Crespi precedido de un fresco hálito de espliego y
llevando siempre un juguete de regalo, su novia le recibía
la visita en la sala principal can puertas y ventanas abiertas
para estar a salvo de toda suspicacia. Era una precaución
innecesaria, porque el italiano había demostrado ser tan
respetuoso que ni siquiera tocaba la mano de la mujer que seria
su esposa antes de un año. Aquellas visitas fueron
llenando la casa de juguetes prodigiosos. Las bailarinas de
cuerda, las cajas de música, los manas acróbatas,
los caballos trotadores, los payasos tamborileros, la rica y
asombrosa fauna mecánica que llevaba Pietro Crespi,
disiparan la aflicción de José Arcadio
Buendía por la muerte de Melquíades, y la
transportaron de nuevo a sus antiguos tiempos de
alquimista
…"

"Sólo Rebeca era infeliz con la amenaza de
Amaranta. Conocía el carácter de su hermana, la
altivez de su espíritu, y la asustaba la virulencia de su
rencor. Pasaba horas enteras chupándose el dedo en el
baño, aferrándose a un agotador esfuerzo de
voluntad para no comer tierra. En busca de un alivio a la zozobra
llamó a Pilar Ternera para que le leyera el porvenir.
Después de un sartal de imprecisiones convencionales,
Pilar Ternera pronosticó: -No serás feliz mientras
tus padres permanezcan insepultos. Rebeca se estremeció.
Como en el recuerdo de un sueño se vio a sí misma
entrando a la casa, muy niña, con el baúl y el
mecedorcito de madera y un talego cuyo contenido no
conoció jamás. Se acordó de un caballero
calvo, vestido de lino y con el cuello de la camisa cerrado con
un botón de aro, que nada tenía que ver con el rey
de copas. Se acordó de una mujer muy joven y muy bella, de
manos tibias y perfumadas, que nada tenían en común
can las manos reumáticas de la sota de oros, y que le
ponía flores en el cabello para sacarla a pasear en la
tarde por un pueblo de calles verdes. -No entiendo -dijo. Pilar
Ternera pareció desconcertada: -Yo tampoco, pero eso es lo
que dicen las cartas. Rebeca quedó tan preocupada con el
enigma, que se lo contó a José Arcadio
Buendía y éste la reprendió por dar
crédito a pronósticos de barajas, pera se dio a la
silenciosa tarea de registrar armarios y baúles, remover
muebles y voltear camas y entabladas, buscando el talego de
huesos. Recordaba no haberla visto desde los tiempos de la
reconstrucción. Llamó en secreta a los
albañiles y una de ellas reveló que había
emparedado el talego en algún dormitorio porque le
estorbaba para trabajar. Después de varios días de
auscultaciones, con la oreja pegada a las paredes, percibieron el
clac clac profundo. Perforaron el muro y allí estaban los
huesos en el talego intacto. Ese mismo día lo sepultaron
en una tumba sin lápida, improvisada junta a la de
Melquíades, y Jasé Arcadio Buendía
regresó a la casa liberado de una carga que por un momento
pesó tanto en su conciencia como el recuerdo de Prudencio
Aguilar. Al pasar por la cocina le dio un beso en la frente a
Rebeca. -Quítate las malas ideas de la cabeza -le dijo-.
Serás feliz
".

El matrimonio de Rebeca y Pietro Crespi, según lo
acordado por José Arcadio Buendía, debía
celebrarse el mismo día en que se casaron Aureliano
Buendía y Remedios Moscote, pero la boda se aplazó
porque Pietro Crespi se fue a la capital de la provincia
después de haber recibido una carta sobre la inminente
muerte de su madre. "Pietro Crespi se fue para la capital de
la provincia una hora después de recibir la carta, y en el
camino se cruzó con su madre que llegó puntual la
noche del sábado y cantó en la boda de Aureliano el
aria triste que había preparado para la boda de su hijo.
Pietro Crespi regresó a la media noche del domingo a
barrer las cenizas de la fiesta, después de haber
reventado cinco caballos en el camino tratando de estar en tiempo
para su boda. Nunca se averiguó quién
escribió la carta. Atormentada por Úrsula, Amaranta
lloró de indignación y juró su inocencia
frente al altar que los carpinteros no habían acabado de
desarmar
…"

El segundo intento de boda de Rebeca y Pietro Crespi se
acordó para la época en que el padre Nicanor Reyna,
con la ayuda de los feligreses, construyera el templo.
"Rebeca sintió renacer la esperanza. Su porvenir
estaba condicionado a la terminación de la obra, desde un
domingo en que el padre Nicanor almorzaba en la casa y toda la
familia sentada a la mesa habló de la solemnidad y el
esplendor que tendrían los actos religiosos cuando se
construyera el templo. «La más afortunada
será Rebeca», dijo Amaranta. Y como Rebeca no
entendió lo que ella quería decirle, se lo
explicó con una sonrisa inocente: -Te va a tocar inaugurar
la iglesia con tu boda. Rebeca trató de anticiparse a
cualquier comentario. Al paso que llevaba la construcción,
el templo no estaría terminado antes de diez años.
El padre Nicanor no estuvo de acuerdo: la creciente generosidad
de los fieles permitía hacer cálculos más
optimistas. Ante la sorda indignación de Rebeca, que no
pudo terminar el almuerzo, Úrsula celebró la idea
de Amaranta y contribuyó con un aporte considerable para
que se apresuraran los trabajos. El padre Nicanor
consideró que con otro auxilio como ese el templo
estaría listo en tres años. A partir de entonces
Rebeca no volvió a dirigirle la palabra a Amaranta,
convencida de que su iniciativa no había tenido la
inocencia que ella supo aparentar. «Era lo menos grave que
podía hacer -le replicó Amaranta en la virulenta
discusión que tuvieron aquella noche-. Así no
tendré que matarte en los próximos tres
años.» Rebeca aceptó el reto. Cuando Pietro
Crespi se enteró del nuevo aplazamiento, sufrió una
crisis de desilusión, pero Rebeca le dio una prueba
definitiva de lealtad. «Nos fugaremos cuando tú lo
dispongas», le dijo. Pietro Crespi, sin embargo, no era
hombre de aventuras. Carecía del carácter impulsivo
de su novia, y consideraba el respeto a la palabra
empeñada como un capital que no se podía dilapidar.
Entonces Rebeca recurrió a métodos más
audaces. Un viento misterioso apagaba las lámparas de la
sala de visita y Úrsula sorprendía a los novios
besándose en la oscuridad. Pietro Crespi le daba
explicaciones atolondradas sobre la mala calidad de las modernas
lámparas de alquitrán y hasta ayudaba a instalar en
la sala sistemas de iluminación más seguros. Pero
otra vez fallaba el combustible o se atascaban las mechas, y
Úrsula encontraba a Rebeca sentada en las rodillas del
novio. Terminó por no aceptar ninguna explicación.
Depositó en la india la responsabilidad de la
panadería y se sentó en un mecedor a vigilar la
visita de los novios, dispuesta a no dejarse derrotar por
maniobras que ya eran viejas en su juventud. «Pobre
mamá -decía Rebeca con burlona indignación,
viendo bostezar a Úrsula en el sopor de las visitas-.
Cuando se muera saldrá penando en ese mecedor.» Al
cabo de tres meses de amores vigilados, aburrido con la lentitud
de la construcción que pasaba a inspeccionar todos los
días, Pietro Crespi resolvió darle al padre Nicanor
el dinero que le hacía falta para terminar el templo.
Amaranta no se impacientó. Mientras conversaba con las
amigas que todas las tardes iban a bordar o tejer en el corredor,
trataba de concebir nuevas triquiñuelas. Un error de
cálculo echó a perder la que consideró
más eficaz: quitar las bolitas de naftalina que Rebeca
había puesto a su vestido de novia antes de guardarlo en
la cómoda del dormitorio. Lo hizo cuando faltaban menos de
dos meses para la terminación del templo. Pero Rebeca
estaba tan impaciente ante la proximidad de la boda, que quiso
preparar el vestido con más anticipación de lo que
había previsto Amaranta. Al abrir la cómoda y
desenvolver primero los papeles y luego el lienzo protector,
encontró el raso del vestido y el punto del velo y hasta
la corona de azahares pulverizados por las polillas. Aunque
estaba segura de haber puesto en el envoltorio dos puñados
de bolitas de naftalina, el desastre parecía tan
accidental que no se atrevió a culpar a Amaranta. Faltaba
menos de un mes para la boda, pero Amparo Moscote se
comprometió a coser un nuevo vestido en una semana.
Amaranta se sintió desfallecer el mediodía lluvioso
en que Amparo entró a la casa envuelta en una espumarada
de punto para hacerle a Rebeca la última prueba del
vestido. Perdió la voz y un hilo de sudor helado
descendió por el cauce de su espina dorsal. Durante largos
meses había temblado de pavor esperando aquella hora,
porque si no concebía el obstáculo definitivo para
la boda de Rebeca, estaba segura de que en el último
instante, cuando hubieran fallado todos los recursos de su
imaginación, tendría valor para envenenarla. Esa
tarde, mientras Rebeca se ahogaba de calor dentro de la coraza de
raso que Amparo Moscote iba armando en su cuerpo con un millar de
alfileres y una paciencia infinita, Amaranta equivocó
varias veces los puntos del crochet y se pinchó el dedo
con la aguja, pero decidió con espantosa frialdad que la
fecha sería el último viernes antes de la boda, y
el modo sería un chorro de láudano en el
café
".

Cuando Remedios anunció que estaba embarazada,
"Rebeca y Amaranta hicieron una tregua para tejer en lana
azul, por si nacía varón, y en lana rosada, por si
nacía mujer
".

La muerte de Remedios Moscote "obligó a un
nuevo aplazamiento
" de la boda de Rebeca y Pietro
Crespi.

"Pietro Crespi entraba en puntillas al anochecer,
con una cinta negra en el sombrero, y hacía una visita
silenciosa a una Rebeca que parecía desangrarse dentro del
vestido negro con mangas hasta los puños. Habría
sido tan irreverente la sola idea de pensar en una nueva fecha
para la boda, que el noviazgo se convirtió en una
relación eterna, un amor de cansancio que nadie
volvió a cuidar, como si los enamorados que en otros
días descomponían las lámparas para besarse
hubieran sido abandonados al albedrío de la muerte.
Perdido el rumbo, completamente desmoralizada, Rebeca
volvió a comer tierra".

Al regreso de José Arcadio, Rebeca, tras su
primer impacto al verlo, "pensó que Pietro Crespi era
un currutaco de alfeñique junto a aquel protomacho cuya
respiración volcánica se percibía en toda la
casa. Buscaba su proximidad con cualquier pretexto. En cierta
ocasión José Arcadio la miró el cuerpo con
una atención descarada, y le dijo: «Eres muy mujer,
hermanita.» Rebeca perdió el dominio de sí
misma. Volvió a comer tierra y cal de las paredes con la
avidez de otros días, y se chupó el dedo con tanta
ansiedad que se le formó un callo en el pulgar.
Vomitó un líquido verde con sanguijuelas muertas.
Pasó noches en vela tiritando de fiebre, luchando contra
el delirio, esperando, hasta que la casa trepidaba con el regreso
de José Arcadio al amanecer. Una tarde, cuando todos
dormían la siesta, no resistió más y fue a
su dormitorio. Lo encontró en calzoncillos, despierto,
tendido en la hamaca que había colgado de los horcones con
cables de amarrar barcos. La impresionó tanto su enorme
desnudez tarabiscoteada que sintió el impulso de
retroceder. «Perdone -se excusó-. No sabía
que estaba aquí.» Pero apagó la voz para no
despertar a nadie. «Ven acá», dijo él.
Rebeca obedeció. Se detuvo junto a la hamaca, sudando
hielo, sintiendo que se le formaban nudos en las tripas, mientras
José Arcadio le acariciaba los tobillos con la yema de los
dedos, y luego las pantorrillas y luego los muslos, murmurando:
«Ay, hermanita: ay, hermanita.» Ella tuvo que hacer
un esfuerzo sobrenatural para no morirse cuando una potencia
ciclónica asombrosamente regulada la levantó por la
cintura y la despojó de su intimidad con tres zarpazos y
la descuartizó como a un pajarito. Alcanzó a dar
gracias a Dios por haber nacido, antes de perder la conciencia el
placer inconcebible de aquel dolor insoportable, chapaleando en
el pantano humeante de la hamaca que absorbió como un
papel secante la explosión de su sangre. Tres días
después se casaron en la misa de cinco
."

Después de la boda, Úrsula, molesta, los
echó de la casa; se fueron a vivir a "una casita"
alquilada "frente al cementerio y se instalaron en ella sin
más muebles que la hamaca de José Arcadio…
La noche de bodas a Rebeca le mordió el pie un
alacrán que se había metido en su pantufla. Se le
adormeció la lengua, pero eso no impidió que
pasaran una luna de miel escandalosa. Los vecinos se asustaban
con los gritos que despertaban a todo el barrio hasta ocho veces
en una noche, y hasta tres veces en la siesta, y rogaban que una
pasión tan desaforada no fuera a perturbar la paz de los
muertos. Aureliano fue el único que se preocupó por
ellos. Les compró algunos muebles y les proporcionó
dinero, hasta que José Arcadio recuperó el sentido
de la realidad y empezó a trabajar las tierras de nadie
que colindaban con el patio de la casa
…"

"Rebeca Buendía se levantaba a las tres de la
madrugada desde que supo que Aureliano sería fusilado. Se
quedaba en el dormitorio a oscuras, vigilando por la ventana
entreabierta el muro del cementerio, mientras la cama en que
estaba sentada se estremecía con los ronquidos de
José Arcadio. Esperó toda semana con la misma
obstinación recóndita con que en otra época
esperaba las cartas de Pietro Crespi. «No lo
fusilarán aquí» -le decía José
Arcadio-. Lo fusilarán a media noche en cuartel para que
nadie sepa quién formó el pelotón, y lo
enterrarán allá mismo.» Rebeca siguió
esperando. «Son tan brutos que lo fusilarán
aquí» -decía-. Tan segura estaba, que
había previsto la forma en que abriría la puerta
para decirle adiós con la mano. «No lo van a traer
por la calle -insistía José Arcadio-, con
sólo seis soldados asustados, sabiendo que gente
está dispuesta a todo.» Indiferente a la
lógica de su marido, Rebeca continuaba en la ventana. -Ya
verás que son así de brutos -decía-. El
martes a las cinco de la mañana José Arcadio
había tomado el café y soltado los perros, cuando
Rebeca cerró la ventana se agarró de la cabecera de
la cama para no caer. «Ahí lo trae -suspiró-.
Qué hermoso está".

"Tan pronto como sacaron el cadáver, Rebeca
cerró las puertas de su casa y se enterró en vida,
cubierta con una gruesa costra de desdén que ninguna
tentación terrenal consiguió romper. Salió a
la calle en una ocasión, ya muy vieja, con unos zapatos
color de plata antigua y un sombrero de flores minúsculas,
por la época en que pasó por el pueblo el
Judío Errante y provocó un calor tan intenso que
los pájaros rompían las alambreras de las ventanas
para morir en los dormitorios. La última vez que alguien
la vio con vida fue cuando mató de un tiro certero a un
ladrón que trató de forzar la puerta de su casa.
Salvo Argénida, su criada y confidente, nadie
volvió a tener contacto con ella desde entonces. En un
tiempo se supo que escribía cartas al Obispo, a quien
consideraba como su primo hermano, pero nunca se dijo que hubiera
recibido respuesta. El pueblo la
olvidó…"

"En la penumbra de la casa, la viuda solitaria que
en un tiempo fuera confidente de sus amores reprimidos, y cuya
obstinación le salvó la vida, era un espectro del
pasado. Cerrada de negro hasta los puños, con el
corazón convertido en cenizas, apenas si tenía
noticias de la guerra. El coronel Aureliano Buendía tuvo
la impresión de que la fosforescencia de sus huesos
traspasaba la piel, y que ella se movía a través de
una atmósfera de fuegos fatuos, en un aire estancado donde
aún se percibía un recóndito olor a
pólvora. Empezó por aconsejarle que moderara el
rigor de su luto, que ventilara la casa, que le perdonara al
mundo la muerte de José Arcadio. Pero ya Rebeca estaba a
salvo de toda vanidad. Después de buscarla
inútilmente en el sabor de la tierra, en las cartas
perfumadas de Pietro Crespi, en la cama tempestuosa de su marido,
había encontrado la paz en aquella casa donde los
recuerdos se materializaron por la fuerza de la evocación
implacable, y se paseaban como seres humanos por los cuartos
clausurados. Estirada en su mecedor de mimbre, mirando al coronel
Aureliano Buendia como si fuera él quien pareciera un
espectro del pasado Rebeca ni si quiera se conmovió con la
noticia de que las tierras usurpadas por José Arcadio
serían restituidas a sus dueños legítimos
-Se hará lo que tú dispongas, Aureliano suspiro
Siempre creí, y lo confirmo ahora, que eres un
descastado
…"

"Le dijeron que su única compañera fue
una sirvienta desalmada que mataba perros y gatos y cuanto animal
penetraba a la casa, y echaba los cadáveres en mitad de la
calle para fregar al pueblo con la hedentina de la
putrefacción. Había pasado tanto tiempo desde que
el sol momificó el pellejo vacío del último
animal, que todo el mundo daba por sentado que la dueña de
casa y la sirvienta habían muerto mucho antes de que
terminaran las guerras, y que si todavía la casa estaba en
pie era porque no habían tenido en años recientes
un invierno riguroso o un viento demoledor. Los goznes
desmigajados por el óxido, las puertas apenas sostenidas
por cúmulos de telaraña, las ventanas soldadas por
la humedad y el piso roto por la hierba y las flores silvestres,
en cuyas grietas anidaban los lagartos y toda clase de
sabandijas, parecían confirmar la versión de que
allí no había estado un ser humano por lo menos en
medio siglo. Al impulsivo Aureliano Triste no le hacían
falta tantas pruebas para proceder
…"

"Rebeca murió a fines de ese año.
Argénida, su criada de toda la vida, pidió ayuda a
las autoridades para derribar la puerta del dormitorio donde su
patrona estaba encerrada desde hacía tres días, y
la encontraron en la cama solitaria, enroscada como un
camarón, con la cabeza pelada por la tiña y el
pulgar metido en la boca. Aureliano Segundo se hizo cargo del
entierro, y trató de restaurar la casa para venderla, pero
la destrucción estaba tan encarnizada en ella que las
paredes se desconchaban acabadas de pintar, y no hubo argamasa
bastante gruesa para impedir que la cizaña triturara los
pisos y la hiedra pudriera los horcones. Todo andaba así
desde el diluvio. La desidia de la gente contrastaba con la
voracidad del olvido, que poco a poco iba carcomiendo sin piedad
los recuerdos, hasta el extremo de que por esos tiempos, en un
nuevo aniversario del tratado de
Neerlandia…"

José Arcadio Buendía
(hijo)

José Arcadio Buendía fue concebido y dado
a luz durante la penosa travesía de la sierra, antes de la
fundación de Macondo, y sus padres dieron gracias al cielo
al comprobar que no tenía ningún órgano de
animal. Nació con sus partes normales y un pene muy
grande. Tenía su cabello hirsuto, contextura robusta y era
voluntarioso como su padre.

José Arcadio Buendía, que "siempre fue
demasiado grande para su edad
", tras enterarse de que iba a
tener un hijo con Pilar Ternera, se refugió de nuevo en el
laboratorio de alquimia, perdió el apetito y el
sueño, se tornó de mal humor, perdió su
espontaneidad, "de cómplice y comunicativo se hizo
hermético y hostil
", anhelaba la soledad y se
sumergió en "virulento rencor contra el
mundo
".

En ese estado se enamoró de una gitana joven que
visitó con otros a Macondo ("la mujer más bella
que había visto en su vida
"), con la que se
marchó de Macondo, junto con los demás gitanos.
Úrsula fue en su búsqueda durante cinco meses pero
no logró encontrarlo.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9
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