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Análsis de "Cien años de Soledad" de Gabriel García Márquez (página 8)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9

"En realidad, desde que lo encontró en los
baúles de Aureliano Segundo, Fernanda se había
puesto muchas veces el apolillado vestido de reina. Cualquiera
que la hubiera visto frente al espejo, extasiada en sus propios
ademanes monárquicos, habría podido pensar que
estaba loca. Pero no lo estaba. Simplemente, había
convertido los atuendos reales en una máquina de recordar.
La primera vez que se los puso no pudo evitar que se le formara
un nudo en el corazón y que los ojos se le llenaran de
lágrimas, porque en aquel instante volvió a
percibir el olor de betún de las botas del militar que fue
a buscarla a su casa para hacerla reina, y el alma se le
cristalizó con la nostalgia de los sueños perdidos.
Se sintió tan vieja, tan acabada, tan distante de las
mejores horas de su vida, que inclusive añoró las
que recordaba como las peores, y sólo entonces
descubrió cuánta falta hacían las
ráfagas de orégano en el corredor, y el vapor de
los rosales al atardecer, y hasta la naturaleza bestial de los
advenedizos. Su corazón de ceniza apelmazada que
había resistido sin quebrantos a los golpes más
certeros de la realidad cotidiana, se desmoronó a los
primeros embates de la nostalgia. La necesidad de sentirse triste
se le iba convirtiendo en un vicio a medida que la devastaban los
años. Se humanizó en la soledad. Sin embargo, la
mañana en que entró en la cocina y se
encontró con una taza de café que le ofrecía
un adolescente óseo y pálido, con un resplandor
alucinado en los ojos, la desgarró el zarpazo del
ridículo. No sólo le negó el permiso, sino
que desde entonces cargó las llaves de la casa en la bolsa
donde guardaba los pesarios sin usar. Era una precaución
inútil, porque de haberlo querido Aureliano hubiera podido
escapar y hasta volver a casa sin ser visto. Pero el prolongado
cautiverio, la incertidumbre del mundo, el hábito de
obedecer, habían resecado en su corazón las
semillas de la rebeldía. De modo que volvió a su
clausura, pasando y repasando los pergaminos, y oyendo hasta muy
avanzada la noche los sollozos de Fernanda en el dormitorio. Una
mañana fue como de costumbre a prender el fogón, y
encontró en las cenizas apagadas la comida que
había dejado para ella el día anterior. Entonces se
asomó al dormitorio, y la vio tendida en la cama, tapada
con la capa de armiño, más bella que nunca, y con
la piel convertida en una cáscara de marfil. Cuatro meses
después, cuando llegó José Arcadio, la
encontró intacta…"

Remedios, la bella

Remedios, la bella, "que parecía indiferente
a todo, y de quien se pensaba que era retrasada mental
", en
su adolescencia "era ya la criatura más bella que se
había visto en Macondo
".Ésta fue la más
enigmática y extraña mujer de toda la zaga de los
Buendía.

"En realidad, Remedios, la bella, no era un ser de
este mundo. Hasta muy avanzada la pubertad, Santa Sofía de
la Piedad tuvo que bañarla y ponerle la ropa, y aun cuando
pudo valerse por sí misma había que vigilarla para
que no pintara animalitos en las paredes con una varita
embadurnada de su propia caca. Llegó a los veinte
años sin aprender a leer y escribir, sin servirse de los
cubiertos en la mesa, paseándose desnuda por la casa,
porque su naturaleza se resistía a cualquier clase de
convencionalismos. Cuando el joven comandante de la guardia le
declaró su amor, lo rechazó sencillamente porque la
asombró su frivolidad. «Fíjate qué
simple es -le dijo a Amaranta-. Dice que se está muriendo
por mi, como si yo fuera un cólico miserere.» Cuando
en efecto lo encontraron muerto junto a su ventana, Remedios, la
bella, confirmó su impresión inicial. -Ya ven
-comentó-. Era completamente simple. Parecía como
si una lucidez penetrante le permitiera ver la realidad de las
cosas más allá de cualquier formalismo. Ese era al
menos el punto de vista del coronel Aureliano Buendía,
para quien Remedios, la bella, no era en modo alguno retrasada
mental, como se creía, sino todo lo contrario. «Es
como si viniera de regreso de veinte años de
guerra», solía decir. Úrsula, por su parte,
le agradecía a Dios que hubiera premiado a la familia con
una criatura de una pureza excepcional, pero al mismo tiempo la
conturbaba su hermosura, porque le parecía una virtud
contradictoria, una trampa diabólica en el centro de la
candidez. Fue por eso que decidió apartarla del mundo,
preservarla de toda tentación terrenal, sin saber que
Remedios, la bella, ya desde el vientre de su madre, estaba a
salvo de cualquier contagio. Nunca le pasó por la cabeza
la idea de que la eligieran reina de la belleza en el
pandemónium de un carnaval. Pero Aureliano Segundo,
embullado con la ventolera de disfrazarse de tigre, llevó
al padre Antonio Isabel a la casa para que convenciera a
Úrsula de que el carnaval no era una fiesta pagana, como
ella decía, sino una tradición católica.
Finalmente convencida, aunque a regañadientes, dio el
consentimiento para la coronación…"

"Remedios, la bella, fue la única que
permaneció inmune a la peste del banano. Se estancó
en una adolescencia magnífica, cada vez más
impermeable a los formalismos, más indiferente a la
malicia y la suspicacia, feliz en un mundo propio de realidades
simples. No entendía por qué las mujeres se
complicaban la vida con corpiños y pollerines, de modo que
se cosió un balandrán de cañamazo que
sencillamente se metía por la cabeza y resolvía sin
más trámites el problema del vestir, sin quitarle
la impresión de estar desnuda, que según ella
entendía las cosas era la única forma decente de
estar en casa. La molestaron tanto para que se cortara el cabello
de lluvia que ya le daba a las pantorrillas, y para que se
hiciera moños con peinetas y trenzas con lazos colorados,
que simplemente se rapó la cabeza y les hizo pelucas a los
santos. Lo asombroso de su instinto simplificador era que
mientras más se desembarazaba de la moda buscando la
comodidad, y mientras más pasaba por encima de los
convencionalismos en obediencia a la espontaneidad, más
perturbadora resultaba su belleza increíble y más
provocador su comportamiento con los hombres. Cuando los hijos
del coronel Aureliano Buendía estuvieron por primera vez
en Macondo, Úrsula recordó que llevaban en las
venas la misma sangre de la bisnieta, y se estremeció con
un espanto olvidado. «Abre bien los ojos -la previno-. Con
cualquiera de ellos, los hijos te saldrán con cola de
puerco.» Ella hizo tan poco caso de la advertencia, que se
vistió de hombre y se revolcó en arena para subirse
en la cucaña, y estuvo a punto de ocasionar una tragedia
entre los diecisiete primos trastornados por el insoportable
espectáculo. Era por eso que ninguno de ellos
dormía en la casa cuando visitaban el pueblo, y los cuatro
que se habían quedado vivían por disposición
de Úrsula en cuartos de alquiler. Sin embargo, Remedios,
la bella, se habría muerto de risa si hubiera conocido
aquella precaución. Hasta el último instante en que
estuvo en la tierra ignoró que su irreparable destino de
hembra perturbadora era un desastre cotidiano. Cada vez que
aparecía en el comedor, contrariando las órdenes de
Úrsula, ocasionaba un pánico de exasperación
entre los forasteros. Era demasiado evidente que estaba desnuda
por completo bajo el burdo camisón, y nadie podía
entender que su cráneo pelado y perfecto no era un
desafío, y que no era una criminal provocación el
descaro con que se descubría muslos para quitarse el
calor, y el gusto con que se chupaba Tos dedos después de
comer con las manos. Lo que ningún miembro de la familia
supo nunca, fue que los forasteros no tardaron en darse cuenta de
que Remedios, la bella, soltaba un hálito de
perturbación, una ráfaga de tormento, que
seguía siendo perceptible varias horas después de
que ella había pasado. Hombres expertos en trastornos de
amor, probados en el mundo entero, afirmaban no haber padecido
jamás una ansiedad semejante a la que producía el
olor natural de Remedios, la bella. En el corredor de las
begonias, en la sala de visitas, en cualquier lugar de la casa,
podía señalarse el lugar exacto en que estuvo y el
tiempo transcurrido desde que dejó de estar. Era un rastro
definido, inconfundible, que nadie de la casa podía
distinguir porque estaba incorporado desde hacía mucho
tiempo a los olores cotidianos, pero que los forasteros
identificaban de inmediato. Por eso eran ellos los únicos
que entendían que el joven comandante de la guardia se
hubiera muerto de amor, y que un caballero venido de otras
tierras se hubiera echado a la desesperación. Inconsciente
del ámbito inquietante en que se movía, del
insoportable estado de íntima calamidad que provocaba a su
paso, Remedios, la bella, trataba a los hombres sin la menor
malicia y acababa de trastornarlos con sus inocentes
complacencias. Cuando Úrsula logró imponer la orden
de que comiera con Amaranta en la cocina para que no la vieran
los forasteros, ella se sintió más cómoda
porque al fin y al cabo quedaba a salvo de toda disciplina. En
realidad, le daba lo mismo comer en cualquier parte, y no a horas
fijas sino de acuerdo con las alternativas de su apetito. A veces
se levantaba a almorzar a las tres de la madrugada, dormía
todo el día, y pasaba varios meses con los horarios
trastrocados, hasta que algún incidente casual
volvía a ponerla en orden. Cuando las cosas andaban mejor,
se levantaba a las once de la mañana, y se encerraba hasta
dos horas completamente desnuda en el baño, matando
alacranes mientras se despejaba del denso y prolongado
sueño. Luego se echaba agua de la alberca con una totuma.
Era un acto tan prolongado, tan meticuloso, tan rico en
situaciones ceremoniales, que quien no la conociera bien
habría podido pensar que estaba entregada a una merecida
adoración de su propio cuerpo. Para ella, sin embargo,
aquel rito solitario carecía de toda sensualidad, y era
simplemente una manera de perder el tiempo mientras le daba
hambre…"

"La suposición de que Remedios, la bella,
poseía poderes de muerte, estaba entonces sustentada por
cuatro hechos irrebatibles. Aunque algunos hombres ligeros de
palabra se complacían en decir que bien valía
sacrificar la vida por una noche de amor con tan conturbadora
mujer, la verdad fue que ninguno hizo esfuerzos por conseguirlo.
Tal vez, no sólo para rendirla sino también para
conjurar sus peligros, habría bastado con un sentimiento
tan primitivo y simple como el amor, pero eso fue lo único
que no se le ocurrió a nadie. Úrsula no
volvió a ocuparse de ella. En otra época, cuando
todavía no renunciaba al propósito de salvarla para
el mundo, procuró que se interesara por los asuntos
elementales de la casa. «Los hombres piden más de lo
que tú crees -le decía enigmáticamente-. Hay
mucho que cocinar, mucho que barrer, mucho que sufrir por
pequeñeces, además de lo que crees.» En el
fondo se engañaba a si misma tratando de adiestrarla para
la felicidad doméstica, porque estaba convencida de que
una vez satisfecha la pasión, no había un hombre
sobre la tierra capaz de soportar así fuera por un
día una negligencia que estaba más allá de
toda comprensión…"

"…A pesar de que el coronel Aureliano
Buendía seguía creyendo y repitiendo que Remedios,
la bella, era en realidad el ser más lúcido que
había conocido jamás, y que lo demostraba a cada
momento con su asombrosa habilidad para burlarse de todos, la
abandonaron a la buena de Dios. Remedios, la bella, se
quedó vagando por el desierto de la soledad, sin cruces a
cuestas, madurándose en sus sueños sin pesadillas,
en sus baños interminables, en sus comidas sin horarios,
en sus hondos y prolongados silencios sin recuerdos, hasta una
tarde de marzo en que Fernanda quiso doblar en el jardín
sus sábanas de bramante, y pidió ayuda a las
mujeres de la casa. Apenas habían empezado, cuando
Amaranta advirtió que Remedios, la bella, estaba
transparentada por una palidez intensa. -¿Te sientes mal?
-le preguntó. Remedios, la bella, que tenía
agarrada la sábana por el otro extremo, hizo una sonrisa
de lástima. -Al contrario -dijo-, nunca me he sentido
mejor. Acabó de decirlo, cuando Fernanda sintió que
un delicado viento de luz le arrancó las sábanas de
las manos y las desplegó en toda su amplitud. Amaranta
sintió un temblor misterioso en los encajes de sus
pollerines y trató de agarrarse de la sábana para
no caer, en el instante en que Remedios, la bella, empezaba a
elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la única que
tuvo serenidad para identificar la naturaleza de aquel viento
irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz,
viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con
la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que
subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los
escarabajos y las dalias, y pasaban con ella a través del
aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con
ella para siempre en los altos aires donde no podían
alcanzarla ni los más altos pájaros de la
Memoria…"

Petra Cotes

Petra Cotes "había llegado a Macondo en plena
guerra, con un marido ocasional que vivía de las rifas, y
cuando el hombre murió, ella siguió con el negocio.
Era una mulata limpia y joven, con unos ojos amarillos y
almendrados que le daban a su rostro la ferocidad de una pantera,
pero tenía un corazón generoso y una
magnífica vocación para el
amor
…"

Sostuvo relaciones íntimas con los gemelos
José Arcadio Segundo y Aureliano Segundo, a quines
contagió con una enfermedad venérea. Fue concubina
de Aureliano Segundo hasta que éste murió.
"Petra Cotes era tal vez el único nativo que
tenía corazón de árabe. Había visto
los últimos destrozos de sus establos y caballerizas
arrastrados por la tormenta, pero había logrado mantener
la casa en pie. En el último año, le había
mandado recados apremiantes a Aureliano Segundo, y éste le
había contestado que ignoraba cuándo
volvería a su casa, pero que en todo caso llevaría
un cajón de monedas de oro para empedrar el dormitorio.
Entonces ella había escarbado en su corazón,
buscando la fuerza que le permitiera sobrevivir a la desgracia, y
había encontrado una rabia reflexiva y justa, con la cual
había jurado restaurar la fortuna despilfarrada por el
amante y acabada de exterminar por el diluvio. Fue una
decisión tan inquebrantable, que Aureliano Segundo
volvió a su casa ocho meses después del
último recado, y la encontró verde,
desgreñada, con los párpados hundidos y la piel
escarchada por la sarna, pero estaba escribiendo números
en pedacitos de papel, para hacer una rifa. Aureliano Segundo se
quedó atónito, y estaba tan escuálido y tan
solemne, que Petra Cotes no creyó que quien había
vuelto a buscarla fuera el amante de toda la vida, sino el
hermano gemelo. -Estás loca -dijo él-. A menos que
pienses rifar los huesos. Entonces ella le dijo que se asomara al
dormitorio, y Aureliano Segundo vio la mula. Estaba con el
pellejo pegado a los huesos, como la dueña, pero tan viva
y resuelta como ella. Petra Cotes la había alimentado con
su rabia, y cuando no tuvo más hierbas, ni maíz, ni
raíces, la albergó en su propio dormitorio y le dio
a comer las sábanas de percal, los tapices persas, los
sobrecamas de peluche, las cortinas de terciopelo y el palio
bordado con hilos de oro y borlones de seda de la cama
episcopal…"

"Aureliano Segundo pensaba sin decirlo que el mal no
estaba en el mundo, sino en algún lugar recóndito
del misterioso corazón de Petra Cotes, donde algo
había ocurrido durante el diluvio que volvió
estériles a los animales y escurridizo el dinero.
Intrigado con ese enigma, escarbó tan profundamente en los
sentimientos de ella, que buscando el interés
encontró el amor porque tratando de que ella lo quisiera
terminó por quererla. Petra Cotes, por su parte, lo iba
queriendo más a medida que sentía aumentar su
cariño, y fue así como en la plenitud del
otoño volvió a creer en la superstición
juvenil de que la pobreza era una servidumbre del amor. Ambos
evocaban entonces como un estorbo las parrandas desatinadas, la
riqueza aparatosa y la fornicación sin frenos, y se
lamentaban de cuánta vida les había costado
encontrar el paraíso de la soledad compartida. Locamente
enamorados al cabo de tantos años de complicidad
estéril, gozaban con el milagro de quererse tanto en la
mesa como en la cama, y llegaron a ser tan felices, que
todavía cuando eran dos ancianos agotados seguían
retozando como conejitos y peleándose como
perros…"

"…Al día siguiente de la muerte de
Aureliano Segundo, uno de los amigos que habían llevado la
corona con la inscripción irreverente le ofreció
pagarle a Fernanda un dinero que le había quedado debiendo
a su esposo. A partir de entonces, un mandadero llevaba todos los
miércoles un canasto con cosas de comer, que alcanzaban
bien para una semana. Nadie supo nunca que aquellas vituallas las
mandaba Petra Cotes, con la idea de que la caridad continuada era
una forma de humillar a quien la había humillado. Sin
embargo, el rencor se le disipó mucho más pronto de
lo que ella misma esperaba, y entonces siguió mandando la
comida por orgullo y finalmente por compasión. Varias
veces, cuando le faltaron ánimos para vender billetitos y
la gente perdió el interés por las rifas, se
quedó ella sin comer para que comiera Fernanda, y no
dejó de cumplir el compromiso mientras no vio pasar su
entierro…"

Meme

Esta mujer dócil estudió clavicordio por
capricho e imposiciones de su madre Fernanda. "Las
últimas vacaciones de Meme coincidieron con el luto por la
muerte del coronel Aureliano Buendía. En la casa cerrada
no había lugar para fiestas. Se hablaba en susurros, se
comía en silencio, se rezaba el rosario tres veces al
día, y hasta los ejercicios de clavicordio en el calor de
la siesta tenían una resonancia fúnebre. A pesar de
su secreta hostilidad contra el coronel, fue Fernanda quien
impuso el rigor de aquel duelo, impresionada por la solemnidad
con que el gobierno exaltó la memoria del enemigo muerto.
Aureliano Segundo volvió como de costumbre a dormir en la
casa mientras pasaban las vacaciones de su hija, y algo
debió hacer Fernanda para recuperar sus privilegios de
esposa legítima, porque el año siguiente
encontró Meme una hermanita recién nacida, a quien
bautizaron contra la voluntad de la madre con el nombre de
Amaranta Úrsula. Meme había terminado sus estudios.
El diploma que la acreditaba como concertista de clavicordio fue
ratificado por el virtuosismo con que ejecutó temas
populares del siglo XVII en la fiesta organizada para celebrar la
culminación de sus estudios, y con la cual se puso
término al duelo. Los invitados admiraron, más que
su arte, su rara dualidad. Su carácter frívolo y
hasta un poco infantil no parecía adecuado para ninguna
actividad seria, pero cuando se sentaba al clavicordio se
transformaba en una muchacha diferente, cuya madurez imprevista
le daba un aire de adulto. Así fue siempre. En verdad no
tenía una vocación definida, pero había
logrado las más altas calificaciones mediante una
disciplina inflexible, para no contrariar a su madre.
Habrían podido imponerle el aprendizaje de cualquier otro
oficio y los resultados hubieran sido los mismos. Desde muy
niña le molestaba el rigor de Fernanda, su costumbre de
decidir por los demás, y habría sido capaz de un
sacrificio mucho más duro que las lecciones de
clavicordio, sólo por no tropezar con su intransigencia.
En el acto de clausura la impresión de que el pergamino
con letras góticas y mayúsculas historiadas la
liberaba de un compromiso que había aceptado no tanto por
obediencia como por comodidad, y creyó que a partir de
entonces ni la porfiada Fernanda volvería a preocuparse
por un instrumento que hasta las monjas consideraban como un
fósil de museo. En los primeros años creyó
que sus cálculos eran errados, porque después de
haber dormido a media ciudad no sólo en la sala de
visitas, sino en cuantas veladas benéficas, sesiones
escolares y conmemoraciones patrióticas se celebraban en
Macondo, su madre siguió invitando a todo recién
llegado que suponía capaz de apreciar las virtudes de la
hija. Sólo después de la muerte de Amaranta, cuando
la familia volvió a encerrarse por un tiempo en el luto,
pudo Meme clausurar el clavicordio y olvidar la llave en
cualquier ropero, sin que Fernanda se molestara en averiguar en
qué momento ni por culpa de quién se había
extraviado. Meme resistió las exhibiciones con el mismo
estoicismo con que se consagró al aprendizaje. Era el
precio de su libertad. Fernanda estaba tan complacida con su
docilidad y tan orgullosa de la admiración que despertaba
su arte, que nunca se opuso a que tuviera la casa llena de
amigas, y pasara la tarde en las plantaciones y fuera al cine con
Aureliano Segundo o con señoras de confianza, siempre que
la película hubiera sido autorizada en el púlpito
por el padre Antonio Isabel. En aquellos ratos de esparcimiento
se revelaban los verdaderos gustos de Meme. Su felicidad estaba
en el otro extremo de la disciplina, en las fiestas ruidosas, en
los comadreos de enamorados, en los prolongados encierros con sus
amigas, donde aprendían a fumar y conversaban de asuntos
de hombres, y donde una vez se les pasó la mano con tres
botellas de ron de caña y terminaron desnudas
midiéndose y comparando las partes de sus cuerpos. Meme no
olvidaría jamás la noche en que entró en la
casa masticando rizomas de regaliz, y sin que advirtieran su
trastorno se sentó a la mesa en que Fernanda y Amaranta
cenaban sin dirigirse la palabra. Había pasado dos horas
tremendas en el dormitorio de una amiga, llorando de risa y de
miedo, y en el otro lado de la crisis había encontrado el
raro sentimiento de valentía que le hizo falta para
fugarse del colegio y decirle a su madre con esas o con otras
palabras que bien podía ponerse una lavativa de
clavicordio. Sentada en la cabecera de la mesa, tomando un caldo
de pollo que le caía en el estómago como un elixir
de resurrección, Meme vio entonces a Fernanda y Amaranta
envueltas en el halo acusador de la realidad. Tuvo que hacer un
grande esfuerzo para no echarles en carasus remilgos, su pobreza
de espíritu, sus delirios de grandeza. Desde las segundas
vacaciones se había enterado de que su padre sólo
vivía en la casa por guardar las apariencias, y conociendo
a Fernanda como la conocía y habiéndoselas
arreglado más tarde para conocer a Petra Cotes, le
concedió la razón a su padre. También ella
hubiera preferido ser la hija de la concubina. En el embotamiento
del alcohol, Meme pensaba con deleite en el escándalo que
se habría suscitado si en aquel momento hubiera expresado
sus pensamientos, y fue tan intensa la íntima
satisfacción de la picardía, que Fernanda la
advirtió. -¿Qué te pasa? -preguntó.
-Nada -contestó Meme-. Que apenas ahora descubro
cuánto las quiero. Amaranta se asustó con la
evidente carga de odio que llevaba la declaración. Pero
Fernanda se sintió tan conmovida que creyó volverse
loca cuando Meme despertó a medianoche con la cabeza
cuarteada por el dolor, y ahogándose en vómitos de
hiel. Le dio un frasco de aceite de castor, le puso cataplasmas
en el vientre y bolsas de hielo en la cabeza, y la obligó
a cumplir la dieta y el encierro de cinco días ordenados
por el nuevo extravagante médico francés que,
después de examinarla más de dos horas,
llegó a la conclusión nebulosa de que tenía
un trastorno propio de mujer. Abandonada por la valentía,
en un miserable estado de desmoralización, a Meme no le
quedó otro recurso que aguantar. Úrsula, ya
completamente ciega, pero todavía activa y lúcida,
fue la única que intuyó el diagnóstico
exacto. -Para mí -pensó-, estas son las mismas
cosas que les dan a los borrachos. Pero no sólo
rechazó la idea, sino que se reprochó la ligereza
de pensamiento. Aureliano Segundo sintió un
retortijón de conciencia cuando vio el estado de
postración de Meme, y se prometió ocuparse
más de ella en el futuro. Fue así como nació
la relación de alegre camaradería entre el padre y
la hija, que lo liberó a él por un tiempo de la
amarga soledad de las parrandas, y la liberó a ella de la
tutela de Fernanda sin tener que provocar la crisis
doméstica que ya parecía inevitable. Aureliano
Segundo aplazaba entonces cualquier compromiso para estar con
Meme, por llevarla al cine o al circo, y le dedicaba la mayor
parte de su ocio. En los últimos tiempos, el estorbo de la
obesidad absurda que ya no le permitía amarrarse los
cordones de los zapatos, y la satisfacción abusiva de toda
clase de apetitos, habían empezado a agriarle el
carácter. El descubrimiento de la hija le restituyó
la antigua jovialidad, y el gusto de estar con ella lo iba
apartando poco a poco de la disipación. Meme despuntaba en
una edad frutal. No era bella, como nunca lo fue Amaranta, pero
en cambio era simpática, descomplicada, y tenía la
virtud de caer bien desde el primer momento. Tenía un
espíritu moderno que lastimaba la anticuada sobriedad y el
mal disimulado corazón cicatero de Fernanda, y que en
cambio Aureliano Segundo se complacía en patrocinar. Fue
él quien resolvió sacarla del dormitorio que
ocupaba desde niña, y donde los pávidos ojos de los
santos seguían alimentando sus terrores de adolescente, y
le amuebló un cuarto con una cama tronal, un tocador
amplio y cortinas de terciopelo, sin caer en la cuenta de que
estaba haciendo una segunda versión del aposento de Petra
Gotes. Era tan pródigo con Meme que ni siquiera
sabía cuánto dinero le proporcionaba, porque ella
misma se lo sacaba de los bolsillos, y la mantenía al
tanto de cuanta novedad embellecedora llegaba a los comisariatos
de la compañía bananera. El cuarto de Meme se
llenó de almohadillas de piedra pómez para pulirse
las uñas, rizadores de cabellos, brilladores de dientes,
colirios para languidecer la mirada, y tantos y tan novedosos
cosméticos y artefactos de belleza que cada vez que
Fernanda entraba en el dormitorio se escandalizaba con la idea de
que el tocador de la hija debía ser igual al de las
matronas francesas. Sin embargo, Fernanda andaba en esa
época con el tiempo dividido entre la pequeña
Amaranta Úrsula, que era caprichosa y enfermiza, y una
emocionante correspondencia con los médicos invisibles. De
modo que cuando advirtió la complicidad del padre con la
hija, la única promesa que le arrancó a Aureliano
Segundo fue que nunca llevaría a Meme a casa de Petra
Cotes. Era una advertencia sin sentido, porque la concubina
estaba tan molesta con la camaradería de su amante con la
hija que no quería saber nada de ella. La atormentaba un
temor desconocido, como si el instinto le indicara que Meme, con
sólo desearlo, podría conseguir lo que no pudo
conseguir Fernanda: privarla de un amor que ya consideraba
asegurado hasta la muerte. Por primera vez tuvo que soportar
Aureliano Segundo las caras duras y las virulentas cantaletas de
la concubina, y hasta temió que sus traídos y
llevados baúles hicieran el camino de regreso a casa de la
esposa. Esto no ocurrió. Nadie conocía mejor a un
hombre que Petra Cotes a su amante, y sabía que los
baúles se quedarían donde los mandaran, porque si
algo detestaba Aureliano Segundo era complicarse la vida con
rectificaciones y mudanzas. De modo que los baúles se
quedaron donde estaban, y Petra Cotes se empeñó en
reconquistar al marido afilando las únicas armas con que
nopodía disputárselo la hija. Fue también un
esfuerzo innecesario, porque Meme no tuvo nunca el
propósito de intervenir en los asuntos de su padre, y
seguramente si lo hubiera hecho habría sido en favor de la
concubina. No le sobraba tiempo para molestar a nadie. Ella misma
barría el dormitorio y arreglaba la cama, como le
enseñaron las monjas. En la mañana se ocupaba de su
ropa, bordando en el corredor o cosiendo en la vieja
máquina de manivela de Amaranta. Mientras los otros
hacían la siesta, practicaba dos horas el clavicordio,
sabiendo que el sacrificio diario mantendría calmada a
Fernanda. Por el mismo motivo seguía ofreciendo conciertos
en bazares eclesiásticos y veladas escolares, aunque las
solicitudes eran cada vez menos frecuentes. Al atardecer se
arreglaba, se ponía sus trajes sencillos y sus duros
borceguíes, y si no tenía algo que hacer con su
padre iba a casas de amigas, donde permanecía hasta la
hora de la cena. Era excepcional que Aureliano Segundo no fuera a
buscarla entonces para llevarla al cine. Entre las amigas de Meme
había tres jóvenes norteamericanas que rompieron el
cerco del gallinero electrificado y establecieron amistad con
muchachas de Macondo. Una de ellas era Patricia Brown. Agradecido
con la hospitalidad de Aureliano Segundo, el señor Brown
le abrió a Meme las puertas de su casa y la invitó
a los bailes de los sábados, que eran los únicos en
que los gringos alternaban con los nativos. Cuando Fernanda lo
supo, se olvidó por un momento de Amaranta Úrsula y
los médicos invisibles, y armó todo un melodrama.
«Imagínate -le dijo a Meme- lo que va a pensar el
coronel en su tumba.» Estaba buscando, por supuesto, el
apoyo de Úrsula. Pero la anciana ciega, al contrario de lo
que todos esperaban, consideró que no había nada
reprochable en que Meme asistiera a los bailes y cultivara
amistad con las norteamericanas de su edad, siempre que
conservara su firmeza de criterio y no se dejara convertir a la
religión protestante. Meme captó muy bien el
pensamiento de la tatarabuela, y al día siguiente de los
bailes se levantaba más temprano que de costumbre para ir
a misa. La oposición de Fernanda resistió hasta el
día en que Meme la desarmó con la noticia de que
los norteamericanos querían oírla tocar el
clavicordio. El instrumento fue sacado una vez más de la
casa y llevado a la del señor Brown, donde, en efecto, la
joven concertista recibió los aplausos más sinceros
y las felicitaciones más entusiastas. Desde entonces no
sólo la invitaron a los bailes, sino también a los
baños dominicales en la piscina, y a almorzar una vez por
semana. Meme aprendió a nadar como una profesional, a
jugar al tenis y a comer jamón de Virginia con rebanadas
de piña. Entre bailes, piscina y tenis, se encontró
de pronto desenredándose en inglés. Aureliano
Segundo se entusiasmó tanto con los progresos de la hija
que le compró a un vendedor viajero una enciclopedia
inglesa en seis volúmenes y con numerosas láminas
de colores, que Meme leía en sus horas libres. La lectura
ocupó la atención que antes destinaba a los
comadreos de enamorados o a los encierros experimentales con sus
amigas, no porque se lo hubiera impuesto como disciplina, sino
porque ya había perdido todo interés en comentar
misterios que eran del dominio público. Recordaba la
borrachera como una aventura infantil, y le parecía tan
divertida que se la contó a Aureliano Segundo, y a
éste le pareció más divertida que a ella.
-Si tu madre lo supiera, le dijo, ahogándose de risa, como
le decía siempre que ella le hacía una confidencia.
Él le había hecho prometer que con la misma
confianza lo pondría al corriente de su primer noviazgo, y
Meme le había contado que simpatizaba con un pelirrojo
norteamericano que fue a pasar vacaciones con sus padres.
-Qué barbaridad -rió Aureliano Segundo-. Si tu
madre lo supiera. Pero Meme le contó también que el
muchacho había regresado a su país y no
había vuelto a dar señales de vida. Su madurez de
criterio afianzó la paz doméstica. Aureliano
Segundo dedicaba entonces más horas a Petra Cotes, y
aunque ya el cuerpo y el alma no le daban para parrandas como las
de antes, no perdía ocasión de promoverías y
de desenfundar el acordeón, que ya tenía algunas
teclas amarradas con cordones de zapatos…"

"…No era bella, como nunca lo fue Amaranta,
pero en cambio era simpática, descomplicada, y
tenía la virtud de caer bien desde el primer momento.
Tenía un espíritu moderno que lastimaba la
anticuada sobriedad y el mal disimulado corazón cicatero
de Fernanda, y que en cambio Aureliano Segundo se
complacía en patrocinar. Fue él quien
resolvió sacarla del dormitorio que ocupaba desde
niña, y donde los pávidos ojos de los santos
seguían alimentando sus terrores de adolescente, y le
amuebló un cuarto con una cama tronal, un tocador amplio y
cortinas de terciopelo, sin caer en la cuenta de que estaba
haciendo una segunda versión del aposento de Petra Cotes.
Era tan pródigo con Meme que ni siquiera sabía
cuánto dinero le proporcionaba, porque ella misma se lo
sacaba de los bolsillos, y la mantenía al tanto de cuanta
novedad embellecedora llegaba a los comisariatos de la
compañía bananera. El cuarto de Meme se
llenó de almohadillas de piedra pómez para pulirse
las uñas, rizadores de cabellos, brilladores de dientes,
colirios para languidecer la mirada, y tantos y tan novedosos
cosméticos y artefactos de belleza que cada vez que
Fernanda entraba en el dormitorio se escandalizaba con la idea de
que el tocador de la hija debía ser igual al de las
matronas francesas
…"

Se enamoró del mecánico de
plantación y "se volvió loca por él.
Perdió el sueño y el apetito, y se hundió
tan profundamente en la soledad, que hasta su padre se le
convirtió en un estorbo. Elaboró un intrincado
enredo de compromisos falsos para desorientar a Fernanda,
perdió de vista a sus amigas, saltó por encima de
los convencionalismos para verse con Mauricio Babilonia a
cualquier hora y en cualquier parte. Al principio le molestaba su
rudeza. La primera vez que se vieron a solas, en los prados
desiertos detrás del taller de mecánica, él
la arrastró sin misericordia a un estado animal que la
dejó extenuada. Tardó algún tiempo en darse
cuenta de que también aquella era una forma de la ternura,
y fue entonces cuando perdió el sosiego, y no vivía
sino para él, trastornada por la ansiedad de hundirse en
su entorpecedor aliento de aceite refregado con lejía.
Poco antes de la muerte de Amaranta tropezó de pronto con
un espacio de lucidez dentro de la locura, y tembló ante
la incertidumbre del porvenir. Entonces oyó hablar de una
mujer que hacía pronósticos de barajas, y fue a
visitarla en secreto. Era Pilar Ternera. Desde que ésta la
vio entrar, conoció los recónditos motivos de Meme.
«Siéntate, -le dijo-. No necesito de barajas para
averiguar el porvenir de un Buendía.» Meme ignoraba,
y lo ignoró siempre, que aquella pitonisa centenaria era
su bisabuela. Tampoco lo hubiera creído después del
agresivo realismo con que ella le reveló que la ansiedad
del enamoramiento no encontraba reposo sino en la cama. Era el
mismo punto de vista de Mauricio Babilonia, pero Meme se
resistía a darle crédito, pues en el fondo
suponía que estaba inspirado en un mal criterio de
menestral. Ella pensaba entonces que el amor de un modo derrotaba
al amor de otro modo, porque estaba en la índole de los
hombres repudiar el hambre una vez satisfecho el apetito. Pilar
Ternera no sólo disipó el error, sino que le
ofreció la vieja cama de lienzo donde ella concibió
a Arcadio, el abuelo de Meme, y donde concibió
después a Aureliano José. Le enseñó
además cómo prevenir la concepción
indeseable mediante la vaporización de cataplasmas de
mostaza, y le dio recetas de bebedizos que en casos de percances
hacían expulsar «hasta los remordimientos de
conciencia». Aquella entrevista le infundió a Meme
el mismo sentimiento de valentía que experimenté la
tarde de la borrachera. La muerte de Amaranta, sin embargo, la
obligó a aplazar la decisión. Mientras duraron las
nueve noches, ella no se apartó un instante de Mauricio
Babilonia, que andaba confundido con la muchedumbre que
invadió la casa. Vinieron luego el luto prolongado y el
encierro obligatorio, y se separaron por un tiempo. Fueron
días de tanta agitación interior, de tanta ansiedad
irreprimible y tantos anhelos reprimidos, que la primera tarde en
que Meme logró salir fue directamente a la casa de Pilar
Ternera. Se entregó a Mauricio Babilonia sin resistencia,
sin pudor, sin formalismos, y con una vocación tan fluida
y una intuición tan sabia, que un hombre más
suspicaz que el suyo hubiera podido confundirlas con una
acendrada experiencia. Se amaron dos veces por semana durante
más de tres meses, protegidos por la complicidad inocente
de Aureliano Segundo, que acreditaba sin malicia las coartadas de
la hija, sólo por verla liberada de la rigidez de su
madre. La noche en que Fernanda los sorprendió en el cine,
Aureliano Segundo se sintió agobiado por el peso de la
conciencia, y visitó a Meme en el dormitorio donde la
encerró Fernanda, confiando en que ella se
desahogaría con él de las confidencias que le
estaba debiendo. Pero Meme lo negó todo. Estaba tan segura
de sí misma, tan aferrada a su soledad, que Aureliano
Segundo tuvo la impresión de que ya no existía
ningún vínculo entre ellos, que la
camaradería y la complicidad no eran más que una
ilusión del pasado. Pensó hablar con Mauricio
Babilonia creyendo que su autoridad de antiguo patrón lo
haría desistir de sus propósitos, pero Petra Cotes
lo convenció de que aquellos eran asuntos de mujeres,
así que quedó flotando en un limbo de
indecisión, y apenas sostenido por la esperanza de que el
encierro terminara con las tribulaciones de la hija. Meme no dio
muestra alguna de aflicción. Al contrario, desde el
dormitorio contiguo percibió Úrsula el ritmo
sosegado de su sueño, la serenidad de sus quehaceres, el
orden de sus comidas y la buena salud de su digestión. Lo
único que intrigó a Úrsula después de
casi dos meses de castigo, fue que Meme no se bañara en la
mañana, como lo hacían todos, sino a las siete de
la noche. Alguna vez pensó prevenirla contra los
alacranes, pero Meme era tan esquiva con ella por la
convicción de que la había denunciado, que
prefirió no perturbarla con impertinencias de tatarabuela.
Las mariposas amarillas invadían la casa desde el
atardecer. Todas las noches, al regresar del baño, Meme
encontraba a Fernanda desesperada, matando mariposas con la bomba
de insecticida. «Esto es una desgracia -decía-. Toda
la vida me contaron que las mariposas nocturnas llaman la mala
suerte.» Una noche, mientras Meme estaba en el baño,
Fernanda entró en su dormitorio por casualidad, y
había tantas mariposas que apenas se podía
respirar. Agarró cualquier trapo para espantarlas, y el
corazón se le heló de pavor al relacionar los
baños nocturnos de su hija con las cataplasmas de mostaza
que rodaron por el suelo. No esperé un momento oportuno,
como lo hizo la primera vez. Al día siguiente
invitó a almorzar al nuevo alcalde, que como ella
había bajado de los páramos, y le pidió que
estableciera una guardia nocturna en el traspatio, porque
tenía la impresión de que se estaban robando las
gallinas. Esa noche, la guardia derribó a Mauricio
Babilonia cuando levantaba las tejas para entrar en el
baño donde Meme lo esperaba, desnuda y temblando de amor
entre los alacranes y las mariposas, como lo había hecho
casi todas las noches de últimos meses. Un proyectil
incrustado en la columna vertebral lo redujo a cama por el resto
de su vida. Murió de viejo en la soledad, sin un quejido,
sin una protesta, sin una sola tentativa de infidencia,
atormentado por los recuerdos y por las mariposas amarillas que
no le concedieron un instante de paz, y públicamente
repudiado como ladrón de gallinas.

Fernanda, su tirana madre, a penas se enteró de
la relación de Meme con Mauricio Babilonia, se la
llevó a estudiar en el colegio de monjas, donde ella
había sido aprendiz de reina. "Meme le tomó la
mano y se dejó llevar. La última vez que Fernanda
la vio, tratando de igualar su paso con el de la novicia, acababa
de cerrarse detrás de ella el rastrillo de hierro de la
clausura. Todavía pensaba en Mauricio Babilonia, en su
olor de aceite y su ámbito de mariposas, y seguiría
pensando en él todos los días de su vida, hasta la
remota madrugada de otoño en que muriera de vejez, con sus
nombres cambiados y sin haber dicho nunca una palabra, en un
tenebroso hospital de Cracovia…"

José Arcadio Segundo

En su niñez José Arcado Segundo deseaba
presenciar un fusilamiento. "José Arcadio Segundo,
mientras tanto, había satisfecho la ilusión de ver
un fusilamiento. Por el resto de su vida recordaría el
fogonazo lívido de los seis disparos simultáneos y
el eco del estampido que se despedazó por los montes, y la
sonrisa triste y los ojos perplejos del fusilado, que
permaneció erguido mientras la camisa se le empapaba de
sangre, y que seguía sonriendo aún cuando lo
desataron del poste y lo metieron en un cajón lleno de
cal. «Está vivo -pensó él-. Lo van a
enterrar vivo.» Se impresionó tanto, que desde
entonces detestó las prácticas militares y la
guerra, no por las ejecuciones sino por la espantosa costumbre de
enterrar vivos a los fusilados. Nadie supo entonces en qué
momento empezó a tocar las campanas en la torre, y a
ayudarle a misa al padre Antonio Isabel, sucesor de El Cachorro,
y a cuidar gallos de pelea en el patio de la casa cural. Cuando
el coronel Gerineldo Márquez se enteró, lo
reprendió duramente por estar aprendiendo oficios
repudiados por los liberales. «La cuestión
-contestó él- es que a mí me parece que he
salido conservador.» Lo creía como si fuera una
determinación de la fatalidad. El coronel Gerineldo
Márquez, escandalizado, se lo contó a
Úrsula. -Mejor -aprobó ella-. Ojalá se meta
de cura, para que Dios entre por fin a esta casa. Muy pronto se
supo que el padre Antonio Isabel lo estaba preparando para la
primera comunión. Le enseñaba el catecismo mientras
le afeitaba el pescuezo a los gallos. Le explicaba con ejemplos
simples, mientras ponían en sus nidos a las gallinas
cluecas, cómo se le ocurrió a Dios en el segundo
día de la creación que los pollos se formaran
dentro del huevo. Desde entonces manifestaba el párroco
los primeros síntomas del delirio senil que lo
llevó a decir, años más tarde, que
probablemente el diablo había ganado la rebelión
contra Dios, y que era aquél quien estaba sentado en el
trono celeste, sin revelar su verdadera identidad para atrapar a
los incautos. Fogueado por la intrepidez de su preceptor,
José Arcadio Segundo llegó en pocos meses a ser tan
ducho en martingalas teológicas para confundir al demonio,
como diestro en las trampas de la gallera. Amaranta le hizo un
traje de lino con cuello y corbata, le compró un par de
zapatos blancos y grabó su nombre con letras doradas en el
lazo del sirio. Dos noches antes de la primera comunión,
el padre Antonio Isabel se encerró con él en la
sacristía para confesarlo, con la ayuda de un diccionario
de pecados. Fue una lista tan larga, que el anciano
párroco, acostumbrado a acostarse a las seis, se
quedó dormido en el sillón antes de terminar. El
interrogatorio fue para José Arcadio Segundo una
revelación. No le sorprendió que el padre le
preguntara si había hecho cosas malas con mujer, y
contestó honradamente que no, pero se desconcertó
con la pregunta de si las había hecho con animales. El
primer viernes de mayo comulgó torturado por la
curiosidad. Más tarde le hizo la pregunta a Petronio, el
enfermo sacristán que vivía en la torre y que
según decían se alimentaba de murciélagos, y
Petronio le constó: «Es que hay cristianos
corrompidos que hacen sus cosas con las burras.»
José Arcadio Segundo siguió demostrando tanta
curiosidad, pidió tantas explicaciones, que Petronio
perdió la paciencia. -Yo voy los martes en la noche
-confesó-. Si prometes no decírselo a nadie, el
otro martes te llevo. El martes siguiente, en efecto, Petronio
bajó de la torre con un banquito de madera que nadie supo
hasta entonces para qué servía, y llevó a
José Arcadio Segundo a una huerta cercana. El muchacho se
aficionó tanto a aquellas incursiones nocturnas, que
pasó mucho tiempo antes de que se le viera en la tienda de
Catarino. Se hizo hombre de gallos. «Te llevas esos
animales a otra parte -le ordenó Úrsula la primera
vez que lo vio entrar con sus finos animales de pelea-. Ya los
gallos han traído demasiadas amarguras a esta casa para
que ahora vengas tú a traernos otras.» José
Arcadio Segundo se los llevó sin discusión, pero
siguió criándolos donde Pilar Ternera, su abuela,
que puso a su disposición cuanto le hacía falta, a
cambio de tenerlo en la casa. Pronto demostró en la
gallera la sabiduría que le infundió el padre
Antonio Isabel, y dispuso de suficiente dinero no sólo
para enriquecer sus crías, sino para procurarse
satisfacciones de hombre…"

"De la antigua aldea de José Arcadio
Buendía sólo quedaban entonces los almendros
polvorientos destinados a resistir a las circunstancias
más arduas y el río de aguas diáfanas cuyas
piedras prehistóricas fueron pulverizadas por las
enloquecidas almádenas de José Arcadio Segundo,
cuando se empeñó en despejar el cauce para
establecer un servicio de navegación. Fue un sueño
delirante, comparable apenas a los de su bisabuelo, porque el
lecho pedregoso y los numerosos tropiezos de la corriente
impedían el tránsito desde Macondo hasta el mar.
Pero José Arcadio Segundo, en un imprevisto arranque de
temeridad, se empecinó en el proyecto. Hasta entonces no
había dado ninguna muestra de imaginación. Salvo su
precaria aventura con Petra Cotes, nunca se le había
conocido mujer. Úrsula lo tenía como el ejemplar
más apagado que había dado la familia en toda su
historia, incapaz de destacarse ni siquiera como alborotador de
galleras, cuando el coronel Aureliano Buendía le
contó la historia del galeón español
encallado a doce kilómetros del mar, cuyo costillar
carbonizado vio él mismo durante la guerra. El relato, que
a tanta gente durante tanto tiempo le pareció
fantástico, fue una revelación para José
Arcadio Segundo. Remató sus gallos al mejor postor,
reclutó hombres y compró herramientas, y se
empeñó en la descomunal empresa de romper piedras,
excavar canales, despejar escollos y hasta emparejar cataratas.
«Ya esto me lo sé de Memoria -gritaba
Úrsula-. Es como si el tiempo diera vueltas en redondo y
hubiéramos vuelto al principio.» Cuando
estimó que el río era navegable, José
Arcadio Segundo hizo a su hermano una exposición
pormenorizada de sus planes, y éste le dio el dinero que
le hacía falta para su empresa. Desapareció por
mucho tiempo. Se había dicho que su proyecto de comprar un
barco no era más que una triquiñuela para alzarse
con el dinero del hermano, cuando se divulgó la noticia de
que una extraña nave se aproximaba al pueblo. Los
habitantes de Macondo, que ya no recordaban las empresas
colosales de José Arcadio Buendía, se precipitaron
a la ribera y vieron con ojos pasmados de incredulidad la llegada
del primer y último barco que atracó jamás
en el pueblo. No era más que una balsa de troncos,
arrastrada mediante gruesos cables por veinte hombres que
caminaban por la ribera. En la proa, con un brillo de
satisfacción en la mirada, José Arcadio Segundo
dirigía la dispendiosa maniobra. Junto con él
llegaba un grupo de matronas espléndidas que se
protegían del sol abrasante con vistosas sombrillas y
tenían en los hombros preciosos pañolones de seda,
y ungüentos de colores en el rostro, flores naturales en el
cabello, y serpientes de oro en los brazos y diamantes en los
dientes. La balsa de troncos fue el único vehículo
que José Arcadio Segundo pudo remontar hasta Macondo, y
sólo por una vez, pero nunca reconoció el fracaso
de su empresa sino que proclamó su hazaña como una
victoria de la voluntad. Rindió cuentas escrupulosas a su
hermano, y muy pronto volvió a hundirse en la rutina de
los gallos. Lo único que quedó de aquella
desventurada iniciativa fue el soplo de renovación que
llevaron las matronas de Francia, cuyas artes magníficas
cambiaron los métodos tradicionales del amor, y cuyo
sentido del bienestar social arrasó con la anticuada
tienda de Catarino y transformó la calle en un bazar de
farolitos japoneses y organillos nostálgicos. Fueron ellas
las promotoras del carnaval sangriento que durante tres
días hundió a Macondo en el delirio, y cuya
única consecuencia perdurable fue haberle dado a Aureliano
Segundo la oportunidad de conocer a Fernanda del
Carpio…"

"Por esos días reapareció José
Arcadio Segundo en la casa. Pasaba de largo por el corredor, sin
saludar a nadie, y se encerraba en el taller a conversar con el
coronel. A pesar de que no podía verlo, Úrsula
analizaba el taconeo de sus botas de capataz, y se
sorprendía de la distancia insalvable que lo separaba de
la familia, inclusive del hermano gemelo con quien jugaba en la
infancia ingeniosos juegos de confusión, y con el cual no
tenía ya ningún rasgo común. Era lineal,
solemne, y tenía un estar pensativo, y una tristeza de
sarraceno, y un resplandor lúgubre en el rostro color de
otoño. Era el que más se parecía a su madre,
Santa Sofía de la Piedad. Úrsula se reprochaba la
tendencia a olvidarse de él al hablar de la familia, pero
cuando lo sintió de nuevo en la casa, y advirtió
que el coronel lo admitía en el taller durante las horas
de trabajo, volvió a examinar sus viejos recuerdos, y
confirmó la creencia de que en algún momento de la
infancia se había cambiado con su hermano gemelo, porque
era él y no el otro quien debía llamarse Aureliano.
Nadie conocía los pormenores de su vida. En un tiempo se
supo que no tenía una residencia fija, que criaba gallos
en casa de Pilar Ternera, y que a veces se quedaba a dormir
allí, pero que casi siempre pasaba la noche en los cuartos
de las matronas francesas. Andaba al garete, sin afectos, sin
ambiciones, como una estrella errante en el sistema planetario de
Úrsula. En realidad, José Arcadio Segundo no era
miembro de la familia, ni lo sería jamás de otra,
desde la madrugada distante en que el coronel Gerineldo
Márquez lo llevó al cuartel, no para que viera un
fusilamiento, sino para que no olvidara en el resto de su vida la
sonrisa triste y un poco burlona del fusilado. Aquél no
era sólo su recuerdo más antiguo, sino el
único de su niñez. El otro, el de un anciano con un
chaleco anacrónico y un sombrero de alas de cuervo que
contaba maravillas frente a una ventana deslumbrante, no lograba
situarlo en ninguna época. Era un recuerdo incierto,
enteramente desprovisto de enseñanzas o nostalgia, al
contrario del recuerdo del fusilado, que en realidad había
definido el rumbo de su vida, y regresaba a su Memoria cada vez
más nítido a medida que envejecía, como si
el transcurso del tiempo lo hubiera ido aproximando.
Úrsula trató de aprovechar a José Arcadio
Segundo para que el coronel Aureliano Buendía abandonara
su encierro. «Convéncelo de que vaya al cine -le
decía-. Aunque no le gusten las películas
tendrá por lo menos una ocasión de respirar aire
puro.» Pero no tardó en darse cuenta de que
él era tan insensible a sus súplicas como hubiera
podido serlo el coronel, y que estaban acorazados por la misma
impermeabilidad a los afectos. Aunque nunca supo, ni lo supo
nadie, de qué hablaban en los prolongados encierros del
taller, entendió que fueran ellos los únicos
miembros de la familia que parecían vinculados por las
afinidades…."

Fue capataz de la compañía bananera,
lideró las huelgas y presenció la matanza de las
bananeras. Cuando regresó a la casa, luego de escapar de
esta tropelía, las personas con quien se encontraba le
decían que no había existido tal matanza y que la
huelga se había resuelto pacíficamente. Entonces se
encerró durante mucho tiempo en el cuarto de
Melquíades. "José Arcadio Segundo conversaba
con Aureliano en el cuarto de Melquíades, y sin que
viniera a cuento dijo: -Acuérdate siempre de que eran
más de tres mil y que los echaron al mar. Luego se fue de
bruces sobre los pergaminos, y murió con los ojos
abiertos. En ese mismo instante, en la cama de Fernanda, su
hermano gemelo llegó al final del prolongado y terrible
martirio de los cangrejos de hierro que le carcomieron la
garganta… En cumplimiento de su promesa, Santa Sofía de
la Piedad degolló con un cuchillo de cocina el
cadáver de José Arcadio Segundo para asegurarse de
que no lo enterraran vivo, Los cuerpos fueron puestos en
ataúdes iguales, y allí se vio que volvían a
ser idénticos en la muerte, como lo fueron hasta la
adolescencia. Los viejos compañeros de parranda de
Aureliano Segundo pusieron sobre su caja una corona que
tenía una cinta morada con un letrero: Apartense vacas que
la vida es corta. Fernanda se indignó tanto con la
irreverencia que mandó tirar la corona en la basura. En el
tumulto de última hora, los borrachitos tristes que los
sacaron de la casa confundieron los ataúdes y los
enterraron en tumbas equivocadas".

José Arcadio (el seminarista)

"Era fino, estirado, de una curiosidad que sacaba de
quicio a los adultos, pero al contrario de la mirada inquisitiva
y a veces clarividente que tuvo el coronel a su edad, la suya era
parpadeante y un poco distraída. Mientras Amaranta
Úrsula estaba en el parvulario, él cazaba lombrices
y torturaba insectos en el jardín. Pero una vez en que
Fernanda lo sorprendió metiendo alacranes en una caja para
ponerlos en la estera de Úrsula, lo recluyó en el
antiguo dormitorio de Meme, donde se distrajo de sus horas
solitarias repasando las láminas de la
enciclopedia
…"

"Aunque ya era centenaria (Úrsula) y estaba a
punto de quedarse ciega por las cataratas, conservaba intactos el
dinamismo físico, la integridad del carácter y el
equilibrio mental. Nadie mejor que ella para formar al hombre
virtuoso que había de restaurar el prestigio de la
familia, un hombre que nunca hubiera oído hablar de la
guerra, los gallos de pelea, las mujeres de mala vida y las
empresas delirantes, cuatro calamidades que, según pensaba
Úrsula, habían determinado la decadencia de su
estirpe. «Éste será cura -prometió
solemnemente-. Y si Dios me da vida, ha de llegar a ser
Papa.» Todos rieron al oírla, no sólo en el
dormitorio, sino en toda la casa, donde estaban reunidos los
bulliciosos amigotes de Aureliano Segundo. La guerra, relegada al
desván de los malos recuerdos, fue momentáneamente
evocada con los taponazos del champaña. -A la salud del
Papa -brindó Aureliano Segundo
…"

José Arcadio, por capricho de su madre Fernanda,
fue enviado a estudiar a Roma para que fuera Papa, pero
éste se retiró del seminario y se dedicó a
una vida disoluta. Regresó a Macondo tras la muerte de su
madre. "Era imposible concebir un hombre más parecido
a su madre. Llevaba un traje de tafetán luctuoso, una
camisa de cuello redondo y duro, y una delgada cinta de seda con
un lazo en lugar de la corbata. Era lívido,
lánguido, de mirada atónita y labios
débiles. El cabello negro, lustrado y liso, partido en el
centro del cráneo por una línea recta y
exangüe, tenía la misma apariencia postiza del pelo
de los santos. La sombra de la barba bien destroncada en el
rostro de parafina parecía un asunto de la conciencia.
Tenía las manos pálidas, con nervaduras verdes y
dedos parasitarios, y un anillo de oro macizo con un ópalo
girasol, redondo, en el índice izquierdo. Cuando le
abrió la puerta de la calle Aureliano no hubiera tenido
necesidad de suponer quién era para darse cuenta de que
venía de muy lejos. La casa se impregnó a su paso
de la fragancia de agua florida que Úrsula le echaba en la
cabeza cuando era niño, para poder encontrarlo en las
tinieblas. De algún modo imposible de precisar,
después de tantos años de ausencia José
Arcadio seguía siendo un niño otoñal,
terriblemente triste y solitario. Fue directamente al dormitorio
de su madre, donde Aureliano había vaporizado mercurio
durante cuatro meses en el atanor del abuelo de su abuelo, para
conservar el cuerpo según la fórmula de
Melquíades. José Arcadio no hizo ninguna pregunta.
Le dio un beso en la frente al cadáver, le sacó de
debajo de la falda la faltriquera de jareta donde había
tres pesarios todavía sin usar, y la llave del ropero.
Hacía todo con ademanes directos y decididos, en contraste
con su languidez. Sacó del ropero un cofrecito
damasquinado con el escudo familiar, y encontró en el
interior perfumado de sándalo la carta voluminosa en que
Fernanda desahogó el corazón de las incontables
verdades que le había ocultado. La leyó de pie, con
avidez pero sin ansiedad, y en la tercera página se
detuvo, y examinó a Aureliano con una mirada de segundo
reconocimiento. -Entonces -dijo con una voz que tenía algo
de navaja de afeitar-, tú eres el bastardo. -Soy Aureliano
Buendía. -Vete a tu cuarto -dijo José Arcadio.
Aureliano se fue, y no volvió a salir ni siquiera por
curiosidad cuando oyó el rumor de los funerales
solitarios. A veces, desde la cocina, veía a José
Arcadio deambulando por la casa, ahogándose en su
respiración anhelante, y seguía escuchando sus
pasos por los dormitorios en ruinas después de la
medianoche. No oyó su voz en muchos meses, no sólo
porque José Arcadio no le dirigía la palabra, sino
porque él no tenía deseos de que ocurriera, ni
tiempo de pensar en nada distinto de los
pergaminos…"

"José Arcadio restauró el dormitorio
de Meme, mandó limpiar y remendar las cortinas de
terciopelo y el damasco del baldaquín de la cama
virreinal, y puso otra vez en servicio el baño abandonado,
cuya alberca de cemento estaba renegrida por una nata fibrosa y
áspera. A esos dos lugares se redujo su imperio de
pacotilla, de gastados géneros exóticos, de
perfumes falsos y pedrería barata. Lo único que
pareció estorbarle en el resto de la casa fueron los
santos del altar doméstico, que una tarde quemó
hasta convertirlos en ceniza, en una hoguera que prendió
en el patio. Dormía hasta después de las once. Iba
al baño con una deshilachada túnica de dragones
dorados y unas chinelas de borlas amarillas, y allí
oficiaba un rito que por su parsimonia y duración
recordaba al de Remedios, la bella. Antes de bañarse,
aromaba la alberca con las sales que llevaba en tres pomos
alabastrados. No se hacía abluciones con la totuma, sino
que se zambullía en las aguas fragantes, y
permanecía hasta dos horas flotando boca arriba,
adormecido por la frescura y por el recuerdo de Amaranta. A los
pocos días de haber llegado abandonó el vestido de
tafetán, que además de ser demasiado caliente para
el pueblo era el único que tenía, y lo
cambió por unos pantalones ajustados, muy parecidos a los
que usaba Pietro Crespi en las clases de baile, y una camisa de
seda tejida con el gusano vivo, y con sus iniciales bordadas en
el corazón. Dos veces por semana lavaba la muda completa
en la alberca, y se quedaba con la túnica hasta que se
secaba, pues no tenía nada más que ponerse. Nunca
comía en la casa. Salía a la calle cuando aflojaba
el calor de la siesta, y no regresaba hasta muy entrada la noche.
Entonces continuaba su deambular angustioso, respirando como un
gato, y pensando en Amaranta. Ella, y la mirada espantosa de los
santos en el fulgor de la lámpara nocturna, eran los dos
recuerdos que conservaba de la casa. Muchas veces, en el
alucinante agosto romano, había abierto los ojos en mitad
del sueño, y había visto a Amaranta surgiendo de un
estanque de mármol brocatel, con su pollerines de encaje y
su venda en la mano, idealizada por la ansiedad del exilio. Al
contrario de Aureliano José, que trató de sofocar
aquella imagen en el pantano sangriento de la guerra, él
trataba de mantenerla viva en un cenagal de concupiscencia,
mientras entretenía a su madre con la patraña sin
término de la vocación pontificia. Ni a él
ni a Fernanda se les ocurrió pensar nunca que su
correspondencia era un intercambio de fantasías.
José Arcadio, que abandonó el seminario tan pronto
como llegó a Roma, siguió alimentando la leyenda de
la teología y el derecho canónico, para no poner en
peligro la herencia fabulosa de que le hablaban las cartas
delirantes de su madre, y que había de rescatarlo de la
miseria y la sordidez que compartía con dos amigos en una
buhardilla del Trastevere. Cuando recibió la última
carta de Fernanda, dictada por el presentimiento de la muerte
inminente, metió en una maleta los últimos
desperdicios de su falso esplendor, y atravesó el
océano en una bodega donde los emigrantes se apelotaban
como reses de matadero, comiendo macarrones fríos y queso
agusanado. Antes de leer el testamento de Fernanda, que no era
más que una minuciosa y tardía
recapitulación de infortunios, ya los muebles
desvencijados y la maleza del corredor le habían indicado
que estaba metido en una trampa de la cual no saldría
jamás, para siempre exiliado de la luz de diamante y el
aire inmemorial de la primavera romana. En los insomnios
agotadores del asma, medía y volvía a medir la
profundidad de su desventura, mientras repasaba la casa tenebrosa
donde los aspavientos seniles de Úrsula le infundieron el
miedo del mundo. Para estar segura de no perderlo en las
tinieblas, ella le había asignado un rincón del
dormitorio, el único donde podría estar a salvo de
los muertos que deambulaban por la casa desde el atardecer.
-Cualquier cosa mala que hagas -le decía Úrsula- me
la dirán los santos. Las noches pávidas de su
infancia se redujeron a ese rincón, donde
permanecía inmóvil hasta la hora de acostarse,
sudando de miedo en un taburete, bajo la mirada vigilante y
glacial de los santos acusetas. Era una tortura inútil,
porque ya para esa época él tenía terror de
todo lo que lo rodeaba, y estaba preparado para asustarse de todo
lo que encontrara en la vida: las mujeres de la calle, que
echaban a perder la sangre; las mujeres de la casa, que
parían hijos con cola de puerco; los gallos de pelea, que
provocaban muertes de hombres y remordimientos de conciencia para
el resto de la vida; las armas de fuego, que con sólo
tocarlas condenaban a veinte años de guerra; las empresas
desacertadas, que sólo conducían al desencanto y la
locura, y todo, en fin, todo cuanto Dios había creado con
su infinita bondad, y que el diablo había pervertido. Al
despertar, molido por el torno de las pesadillas, la claridad de
la ventana y las caricias de Amaranta en la alberca, y el deleite
con que lo empolvaba entre las piernas con una bellota de seda,
lo liberaban del terror. Hasta Úrsula era distinta bajo la
luz radiante del jardín, porque allí no le hablaba
de cosas de pavor, sino que le frotaba los dientes con polvo de
carbón para que tuviera la sonrisa radiante de un Papa, y
le cortaba y le pulía las uñas para que los
peregrinos que llegaban a Roma de todo el ámbito de la
tierra se asombraran de la pulcritud de las manos del Papa cuando
les echara la bendición, y lo peinaba como un Papa, y lo
ensopaba con agua florida para que su cuerpo y sus ropas tuvieran
la fragancia de un Papa. En el patio de Castelgandolfo él
había visto al Papa en un balcón, pronunciando el
mismo discurso en siete idiomas para una muchedumbre de
peregrinos, y lo único que en efecto le había
llamado la atención era la blancura de sus manos, que
parecían maceradas en lejía, el resplandor
deslumbrante de sus ropas de verano, y su recóndito
hálito de agua de colonia. Casi un año
después del regreso a la casa, habiendo vendido para comer
los candelabros de plata y la bacinilla heráldica que a la
hora de la verdad sólo tuvo de oro las incrustaciones del
escudo, la única distracción de José Arcadio
era recoger niños en el pueblo para que jugaran en la
casa. Aparecía con ellos a la hora de la siesta, y los
hacía saltar la cuerda en el jardín, cantar en el
corredor y hacer maromas en los muebles de la sala, mientras
él iba por entre los grupos impartiendo lecciones de buen
comportamiento. Para esa época había acabado con
los pantalones estrechos y la camisa de seda, y usaba una muda
ordinaria comprada en los almacenes de los árabes, pero
seguía manteniendo su dignidad lánguida y sus
ademanes papales. Los niños se tomaron la casa como lo
hicieron en el pasado las compañeras de Meme. Hasta muy
entrada la noche se les oía cotorrear y cantar y bailar
zapateados, de modo que la casa parecía un internado sin
disciplina. Aureliano no se preocupó de la invasión
mientras no fueron a molestarlo en el cuarto de
Melquíades. Una mañana, dos niños empujaron
la puerta, y se espantaron ante la visión del hombre
cochambroso y peludo que seguía descifrando los pergaminos
en la mesa de trabajo. No se atrevieron a entrar, pero siguieron
rondando la habitación. Se asomaban cuchicheando por las
hendijas, arrojaban animales vivos por las claraboyas, y en una
ocasión clavetearon por fuera la puerta y la ventana, y
Aureliano necesitó medio día para forzarlas.
Divertidos por la impunidad de sus travesuras, cuatro
niños entraron otra mañana en el cuarto, mientras
Aureliano estaba en la cocina, dispuestos a destruir los
pergaminos. Pero tan pronto como se apoderaron de los pliegos
amarillentos, una fuerza angélica los levantó del
suelo, y los mantuvo suspendidos en el aire, hasta que
regresó Aureliano y les arrebató los pergaminos.
Desde entonces no volvieron a molestarlo. Los cuatro niños
mayores, que usaban pantalones cortos a pesar de que ya se
asomaban a la adolescencia, se ocupaban de la apariencia personal
de José Arcadio. Llegaban más temprano que los
otros, y dedicaban la mañana a afeitarle, a darle masajes
con toallas calientes, a cortarle y pulirle las uñas de
las manos y los pies, a perfumarle con agua florida. En varias
ocasiones se metieron en la alberca, para jabonarlo de pies a
cabeza, mientras él flotaba boca arriba, pensando en
Amaranta. Luego le secaban, le empolvaban el cuerpo, y lo
vestían. Uno de los niños, que tenía el
cabello rubio y crespo, y los ojos de vidries rosados como les
conejos, solía dormir en la casa. Eran tan firmes los
vínculos que lo unían a José Arcadio que le
acompañaba en sus insomnios de asmático, sin
hablar, deambulando con él por la casa en tinieblas. Una
noche vieron en la alcoba donde dormía Úrsula un
resplandor amarillo a través del cemento cristalizado come
si un sol subterráneo hubiera convertido en vitral el piso
del dormitorio. No tuvieren que encender el foco. Les
bastó con levantar las placas quebradas del rincón
donde siempre estuve la cama de Úrsula, y donde el
resplandor era más intenso, para encontrar la cripta
secreta que Aureliano Segundo se cansó de buscar en el
delirio de las excavaciones. Allí estaban los tres sacos
de lona cerrados con alambre de cobre y, dentro de ellos, los
siete mil doscientos catorce doblones de a cuatro, que
seguían relumbrando como brasas en la oscuridad. El
hallazgo del tesoro fue como una deflagración. En vez de
regresar a Roma con la intempestiva fortuna, que era el
sueño madurado en la miseria, José Arcadio
convirtió la casa en un paraíso decadente.
Cambió por terciopelo nuevo las cortinas y el
baldaquín del dormitorio, y les hizo poner baldosas al
piso del bañe y azulejos a las paredes. La alacena del
comedor se llenó de frutas azucaradas, jamones y
encurtidos, y el granero en desuse volvió a abrirse para
almacenar vinos y licores que el propio José Arcadio
retiraba en la estación del ferrocarril, en cajas marcadas
con su nombre. Una noche, él y los cuatro niños
mayores hicieron una fiesta que se prolongó hasta el
amanecer. A las seis de la mañana salieron desnudos del
dormitorio, vaciaron la alberca y la llenaron de champaña.
Se zambulleron en bandada, nadando come pájaros que
volaran en un cielo dorado de burbujas fragantes, mientras
José Arcadio fletaba boca arriba, al margen de la fiesta,
evocando a Amaranta con los ojos abiertos. Permaneció
así, ensimismado, rumiando la amargura de sus placeres
equívocos, hasta después de que los niños se
cansaren y se fueron en tropel al dormitorio, donde arrancaron
las cortinas de terciopelo para secarse, y cuartearon en el
desorden la luna del cristal de roca, y desbarataron el
baldaquín de la cama tratando de acostarse en tumulto.
Cuando José Arcadio volvió del baño, los
encontró durmiendo apelotonados, desnudos, en una alcoba
de naufragio. Enardecido no tanto por los estragos como por el
asco y la lástima que sentía contra sí mismo
en el desolado vacío de la saturnal, se armó con
unas disciplinas de perrero eclesiástico que guardaba en
el fondo del baúl, junte con un cilicio y otros fierros de
mortificación y penitencia, y expulsó a los
niños de la casa, aullando como un loco, y
azotándoles sin misericordia, como no lo hubiera hecho con
una jauría de coyotes. Quedó demolido, con una
crisis de asma que se prolongó por varios días, y
que le dio el aspecto de un agonizante. A la tercera noche de
tortura, vencido por la asfixia, fue al cuarto de Aureliano
pedirle el favor de que le comprara en una botica cercana unos
polvos para inhalar. Fue así come hizo Aureliano su
segunda salida a la calle. Sólo tuve que recorrer dos
cuadras para llegar hasta la estrecha botica de polvorientas
vidrieras con pomos de loza marcados en latín, donde una
muchacha con la sigilosa belleza de una serpiente del Nilo le
despachó el medicamento que José Arcadio le
había escrito en un papel… José Arcadio
había alcanzado a pensar que había huido, cuando lo
vio aparecer de nuevo, un poco anhelante a causa de la prisa,
arrastrando las piernas que el encierro y la falta de movilidad
habían vuelto débiles y torpes. Era tan cierta su
indiferencia por el mundo que peces días después
José Arcadio violó la promesa que había
hecho a su madre, y le dejó en libertad para salir cuando
quisiera. -No tengo nada que hacer en la calle -le
contestó Aureliano… José Arcadio le llevaba
al cuarto rebanadas de jamón, flores azucaradas que
dejaban en la boca un regusto primaveral, y en des ocasiones un
vaso de buen vino. No se interesó en los pergaminos, que
consideraba más bien como un entretenimiento
esotérico, pero le llamó la atención la rara
sabiduría y el inexplicable conocimiento del mundo que
tenía aquel pariente desolado. Supo entonces que era capaz
de comprender el inglés escrito, y que entre pergamino y
pergamino había leído de la primera página a
la última, come si fuera una novela, los seis tomos de la
enciclopedia. A eso atribuyó al principio el que Aureliano
pudiera hablar de Roma como si hubiera vivido allí muchos
años, pero muy pronto se dio cuenta de que tenía
conocimientos que no eran enciclopédicos, como los precios
de las cosas. -Todo se sabe, fue la única respuesta que
recibió de Aureliano, cuando le preguntó
cómo había obtenido aquellas informaciones.
Aureliano, por su parte, se sorprendió de que José
Arcadio visto de cerca fuera tan distinto de la imagen que se
había formado de él cuando lo veía deambular
por la casa. Era capaz de reír, de permitirse de vez en
cuando una nostalgia del pasado de la casa, y de preocuparse por
el ambiente de miseria en que se encontraba el cuarto de
Melquíades. Aquel acercamiento entre des solitarios de la
misma sangre estaba muy lejos de la amistad, pero les
permitió a ambos sobrellevar mejor la insondable soledad
que al mismo tiempo los separaba y les unía. José
Arcadio pude entonces acudir a Aureliano para desenredar ciertos
problemas domésticos que lo exasperaban. Aureliano, a su
vez, podía sentarse a leer en el corredor, recibir las
cartas de Amaranta Úrsula que seguían llegando con
la puntualidad de siempre, y usar el baño de donde lo
había desterrado José Arcadio desde su
llegada… En realidad, desde que expulsó a los
niños de la casa, José Arcadio esperaba noticias de
un trasatlántico que saliera para Nápoles antes de
Navidad. Se lo había dicho a Aureliano, e inclusive
había hecho planes para dejarle montado un negocie que le
permitiera vivir, porque la canastilla de víveres no
volvió a llegar desde el entierro de Fernanda. Sin
embargo, tampoco aquel sueño final había de
cumplirse. Una mañana de septiembre, después de
tomar el café con Aureliano en la cocina, José
Arcadio estaba terminando su baño diario cuando
irrumpieron por entre los portillos de las tejas les cuatro
niños que había expulsado de la casa. Sin darle
tiempo de defenderse, se metieren vestidos en la alberca, lo
agarraron por el pelo y le mantuvieren la cabeza hundida, hasta
que cesó en la superficie la borboritación de la
agonía, y el silencioso y pálido cuerpo de
delfín se deslizó hasta el fondo de las aguas
fragantes. Después se llevaron les tres sacos de ere que
sólo elles y su víctima sabían dónde
estaban escondidos. Fue una acción tan rápida,
metódica y brutal, que pareció un asalte de
militares. Aureliano, encerrado en su cuarto, no se dio cuenta de
nada. Esa tarde, habiéndolo echado de menos en la cocina,
buscó a José Arcadio por toda la casa, y lo
encontró fletando en les espejos perfumados de la alberca,
enorme y tumefacto, y todavía pensando en Amaranta.
Sólo entonces comprendió cuánto había
empezado a quererla".

Amaranta Úrsula

"Amaranta Úrsula se fue a Bruselas. Aureliano
Segundo le entregó no sólo el dinero de la rifa
extraordinaria, sino el que había logrado economizar en
los meses anteriores, y el muy escaso que obtuvo por la venta de
la pianola, el clavicordio y otros corotos caídos en
desgracia. Según sus cálculos, ese fondo le
alcanzaba para los estudios, así que sólo quedaba
pendiente el valor del pasaje de regreso. Fernanda se opuso al
viaje hasta el último momento, escandalizada con la idea
de que Bruselas estuviera tan cerca de la perdición de
París, pero se tranquilizó con una carta que le dio
el padre Ángel para una pensión de jóvenes
católicas atendida por religiosas, donde Amaranta
Úrsula prometió vivir hasta el término de
sus estudios. Además, el párroco consiguió
que viajara al cuidado de un grupo de franciscanas que iban para
Toledo, donde esperaban encontrar gente de confianza para
mandarla a Bélgica. Mientras se adelantaba la apresurada
correspondencia que hizo posible esta coordinación,
Aureliano Segundo, ayudado por Petra Cotes, se ocupó del
equipaje de Amaranta Úrsula. La noche en que prepararon
uno de los baúles nupciales de Fernanda, las cosas estaban
tan bien dispuestas que la estudiante sabía de memoria
cuáles eran los trajes y las babuchas de pana con que
debía hacer la travesía del Atlántico, y el
abrigo de paño azul con botones de cobre, y los zapatos de
cordobán con que debía desembarcar. Sabía
también cómo debía caminar para no caer al
agua cuando subiera a bordo por la plataforma, que en
ningún momento debía separarse de las monjas ni
salir del camarote como no fuera para comer, y que por
ningún motivo debía contestar a las preguntas que
los des-conocidos de cualquier sexo le hicieran en alta mar.
Llevaba un frasquito con gotas para el mareo y un cuaderno
escrito de su puño y letra por el padre Ángel, con
seis oraciones para conjurar la tempestad. Fernanda le
fabricó un cinturón de lona para que guardara el
dinero, y le indicó la forma de usarlo ajustado al cuerpo,
de modo que no tuviera que quitárselo ni siquiera para
dormir. Trató de regalarle la bacinilla de oro lavada con
lejía y desinfectada con alcohol, pero Amaranta
Úrsula la rechazó por miedo de que se burlaran de
ella sus compañeras de colegio. Pocos meses
después, a la hora de la muerte, Aureliano Segundo
había de recordarla como la vio la última vez,
tratando de bajar sin conseguirlo el cristal polvoriento del
vagón de segunda clase, para escuchar las últimas
recomendaciones de Fernanda. Llevaba un traje de seda rosada con
un ramito de pensamientos artificiales en el broche del hombro
izquierdo; los zapatos de cordobán con trabilla y
tacón bajo, y las medias satinadas con ligas
elásticas en las pantorrillas. Tenía el cuerpo
menudo, el cabello suelto y largo y los ojos vivaces que tuvo
Úrsula a su edad, y la forma en que se despedía sin
llorar pero sin sonreír, revelaba la misma fortaleza de
carácter. Caminando junto al vagón a medida que
aceleraba, y llevando a Fernanda del brazo para que no fuera a
tropezar, Aureliano Segundo apenas pudo corresponderle con un
saludo de la mano, cuando la hija le mandó un beso con la
punta de los dedos. Los esposos permanecieron
inmóviles".

En Bélgica se casó con Gastón y
regresó con éste a Macondo. Estableció un
vínculo carnal con su sobrino Aureliano Babilonia, se
separó de su esposo, y tuvo un hijo con cola de cerdo.
Ella murió al momento del parto y el niño
murió devorado por las hormigas coloradas.

Aureliano Babilonia

Se dedicó a la compleja labor de descifrar los
pergaminos de Melquíades, y con la ayuda de unos libros
del sabio catalán logró su cometido, y en ellos se
consignaba el principio y el fin de Macondo.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9
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