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Análsis de "Cien años de Soledad" de Gabriel García Márquez (página 9)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9

"Los acontecimientos que habían de darle el
golpe mortal a Macondo empezaban a vislumbrarse cuando llevaron a
la casa al hijo de Meme Buendía. La situación
pública era entonces tan incierta, que nadie tenía
el espíritu dispuesto para ocuparse de escándalos
privados, de modo que Fernanda contó con un ambiente
propicio para mantener al niño escondido como si no
hubiera existido nunca. Tuvo que recibirlo, porque las
circunstancias en que se lo llevaron no hacían posible el
rechazo. Tuvo que soportarlo contra su voluntad por el resto de
su vida, porque a la hora de la verdad le faltó valor para
cumplir la íntima determinación de ahogarlo en la
alberca del baño. Lo encerró en el antiguo taller
del coronel Aureliano Buendía. A Santa Sofía de la
Piedad logró convencerla de que lo había encontrado
flotando en una canastilla. Úrsula había de morir
sin conocer su origen. La pequeña Amaranta Úrsula,
que entró una vez al taller cuando Fernanda estaba
alimentando al niño, también creyó en la
versión de la canastilla flotante. Aureliano Segundo,
definitivamente distanciado de la esposa por la forma irracional
en que ésta manejó la tragedia de Meme, no supo de
la existencia del nieto sino tres años después de
que lo llevaron a la casa, cuando el niño escapó al
cautiverio por un descuido de Fernanda, y se asomó al
corredor por una fracción de segundo, desnudo y con los
pelos enmarañados y con un impresionante sexo de moco de
pavo, como si no fuera una criatura humana sino la
definición enciclopédica de un antropófago.
Fernanda no contaba con aquella trastada de su incorregible
destino. El niño fue como el regreso de una vergüenza
que ella creía haber desterrado para siempre de la
casa…"

Fernanda "se negó a permitir que Aureliano
asistiera a la escuela pública. Consideraba que ya
había cedido demasiado al aceptar que abandonara el
cuarto. Además, en las escuelas de esa época
sólo se recibían hijos legítimos de
matrimonios católicos, y en el certificado de nacimiento
que habían prendido con una nodriza en la batita de
Aureliano cuando lo mandaron a la casa, estaba registrado como
expósito. De modo que se quedó encerrado, a merced
de la vigilancia caritativa de Santa Sofía de la Piedad y
de las alternativas mentales de Úrsula, descubriendo el
estrecho mundo de la casa según se lo explicaban las
abuelas. Era fino, estirado, de una curiosidad que sacaba de
quicio a los adultos, pero al contrario de la mirada inquisitiva
y a veces clarividente que tuvo el coronel a su edad, la suya era
parpadeante y un poco distraída…"

"…el pequeño Aureliano se iba
volviendo esquivo y ensimismado a medida que se acercaba a la
pubertad. Aureliano Segundo confiaba en que la vejez ablandara el
corazón de Fernanda, para que el niño pudiera
incorporarse a la vida de un pueblo donde seguramente nadie se
hubiera tomado el trabajo de hacer especulaciones suspicaces
sobre su origen. Pero el propio Aureliano parecía preferir
el encierro y la soledad, y no revelaba la menor malicia por
conocer el mundo que empezaba en la puerta de la calle. Cuando
Úrsula hizo abrir el cuarto de Melquíades,
él se dio a rondarlo, a curiosear por la puerta entornada,
y nadie supo en qué momento terminó vinculado a
José Arcadio Segundo por un afecto recíproco.
Aureliano Segundo descubrió esa amistad mucho tiempo
después de iniciada, cuando oyó al niño
hablando de la matanza de la estación. Ocurrió un
día en que alguien se lamentó en la mesa de la
ruina en que se hundió el pueblo cuando lo abandonó
la compañía bananera, y Aureliano lo contradijo con
una madurez y una conversación de persona mayor. Su punto
de vista, contrario a la interpretación general, era que
Macondo fue un lugar próspero y bien encaminado hasta que
lo desordenó y lo corrompió y lo exprimió la
compañía bananera, cuyos ingenieros provocaron el
diluvio como un pretexto para eludir compromisos con los
trabajadores. Hablando con tan buen criterio que a Fernanda le
pareció una parodia sacrílega de Jesús entre
los doctores, el niño describió con detalles
precisos y convincentes cómo el ejército
ametralló a más de tres mil trabajadores
acorralados en la estación, y cómo cargaron los
cadáveres en un tren de doscientos vagones y los arrojaron
al mar. Convencida como la mayoría de la gente de la
verdad oficial de que no había pasado nada, Fernanda se
escandalizó con la idea de que el niño había
heredado los instintos anarquistas del coronel Aureliano
Buendía, y le ordenó callarse. Aureliano Segundo,
en cambio, reconoció la versión de su hermano
gemelo. En realidad, a pesar de que todo el mundo lo tenía
por loco, José Arcadio Segundo era en aquel tiempo el
habitante más lúcido de la casa.
Enseñó al pequeño Aureliano a leer y a
escribir, lo inició en el estudio de los pergaminos, y le
inculcó una interpretación tan personal de lo que
significó para Macondo la compañía bananera,
que muchos años después, cuando Aureliano se
incorporara al mundo, había de pensarse que contaba una
versión alucinada, porque era radicalmente contraria a la
falsa que los historiadores habían admitido, y consagrado
en los textos escolares. En el cuartito apartado, adonde nunca
llegó el viento árido, ni el polvo ni el calor,
ambos recordaban la visión atávica de un anciano
con sombrero de alas de cuervo que hablaba del mundo a espaldas
de la ventana, muchos años antes de que ellos nacieran.
Ambos descubrieron al mismo tiempo que allí siempre era
marzo y siempre era lunes, y entonces comprendieron que
José Arcadio Buendía no estaba tan loco como
contaba la familia, sino que era el único que había
dispuesto de bastante lucidez para vislumbrar la verdad de que
también el tiempo sufría tropiezos y accidentes, y
podía por tanto astillarse y dejar en un cuarto una
fracción eternizada. José Arcadio Segundo
había logrado además clasificar las letras
crípticas de los pergaminos. Estaba seguro de que
correspondían a un alfabeto de cuarenta y siete a
cincuenta y tres caracteres, que separados parecían
arañitas y garrapatas, y que en la primorosa
caligrafía de Melquíades parecían piezas de
ropa puesta a secar en un alambre. Aureliano recordaba haber
visto una tabla semejante en la enciclopedia inglesa, así
que la llevó al cuarto para compararla con la de
José Arcadio Segundo. Eran iguales, en
efecto".

"Aureliano no abandonó en mucho tiempo el
cuarto de Melquíades. Se aprendió de Memoria las
leyendas fantásticas del libro desencuadernado, la
síntesis de los estudios de Hermann, el tullido; los
apuntes sobre la ciencia demonológica, las claves de la
piedra filosofal, las centurias de Nostradamus y sus
investigaciones sobre la peste, de modo que llegó a la
adolescencia sin saber nada de su tiempo, pero con los
conocimientos básicos del hombre medieval. A cualquier
hora que entrara en el cuarto, Santa Sofía de la Piedad lo
encontraba absorto en la lectura. Le llevaba al amanecer un
tazón de café sin azúcar, y al
mediodía un plato de arroz con tajadas de plátano
fritas, que era lo único que se comía en la casa
después de la muerte de Aureliano Segundo. Se preocupaba
por cortarle el pelo, por sacarle las liendres, por adaptarle la
ropa vieja que encontraba en baúles olvidados, y cuando
empezó a despuntarle el bigote le llevó la navaja
barbera y la totumita para la espuma del coronel Aureliano
Buendía. Ninguno de los hijos de éste se le
pareció tanto, ni siquiera Aureliano José, sobre
todo por los pómulos pronunciados, y la línea
resuelta y un poco despiadada de los labios. Como le
ocurrió a Úrsula con Aureliano segundo cuando
éste estudiaba en el cuarto, Santa Sofía de la
piedad creía que Aureliano hablaba solo. En realidad,
conversaba con Melquíades. Un mediodía ardiente,
poco después de la muerte de los gemelos, vio contra la
reverberación de la ventana al anciano lúgubre con
el sombrero de alas de cuervo, como la materialización de
un recuerdo que estaba en su memoria desde mucho antes de nacer.
Aureliano había terminado de clasificar el alfabeto de los
pergaminos. Así que cuando Melquiades le preguntó
si había descubierto en qué lengua estaban
escritos, él no vaciló para contestar. -En
sánscrito -dijo. Melquíades le reveló que
sus oportunidades de volver al cuarto estaban contadas. Pero se
iba tranquilo a las praderas de la muerte definitiva, porque
Aureliano tenía tiempo de aprender el sánscrito en
los años que faltaban para que los pergaminos cumplieran
un siglo y pudieran ser descifrados. Fue él quien le
indicó que en el callejón que terminaba en el
río, y donde en los tiempos de la compañía
bananera se adivinaba el porvenir y se interpretaban los
sueños, un sabio catalán tenía una tienda de
libros donde había un Sanskrit Primer que sería
devorado por las polillas seis años después si
él no se apresuraba a comprarlo. Por primera vez en su
larga vida Santa Sofía de la Piedad dejó traslucir
un sentimiento, y era un sentimiento de estupor, cuando Aureliano
le pidió que le llevara el libro que había de
encontrar entre la Jerusalén Libertada y los poemas de
Milton, en el extremo derecho del segundo renglón de los
anaqueles. Como no sabía leer, se aprendió de
Memoria la parrafada, y consiguió el dinero con la venta
de uno de los diecisiete pescaditos de oro que quedaban en el
taller, y que sólo ella y Aureliano sabían
dónde los habían puesto la noche en que los
soldados registraron la casa. Aureliano avanzaba en los estudios
del sánscrito, mientras Melquíades iba
haciéndose cada vez menos asiduo y más lejano,
esfumándose en la claridad radiante del mediodía.
La última vez que Aureliano lo sintió era apenas
una presencia invisible que murmuraba: «He muerto de fiebre
en los médanos de Singapur.» El cuarto se hizo
entonces vulnerable al polvo, al calor, al comején, a las
hormigas coloradas, a las polillas que habían de convertir
en aserrín la sabiduría de los libros y los
pergaminos…"

"Habían transcurrido más de tres
años desde que Santa Sofía de la Piedad le
llevó la gramática, cuando Aureliano
consiguió traducir el primer pliego. No fue una labor
inútil, pero constituía apenas un primer paso en un
camino cuya longitud era imposible prever, porque el texto en
castellano no significaba nada: eran versos cifrados. Aureliano
carecía de elementos para establecer las claves que le
permitieran desentrañarlos, pero como Melquíades le
había dicho que en la tienda del sabio catalán
estaban los libros que le harían falta para llegar al
fondo de los pergaminos, decidió hablar con Fernanda para
que le permitiera ir a buscarlos

"Siguió encerrado, absorto en los pergaminos
que peco a poco iba desentrañando, y cuyo sentido, sin
embargo, no lograba interpretar. José Arcadio le llevaba
al cuarto rebanadas de jamón, flores azucaradas que
dejaban en la boca un regusto primaveral, y en des ocasiones un
vaso de buen vino. No se interesó en los pergaminos, que
consideraba más bien como un entretenimiento
esotérico, pero le llamó la atención la rara
sabiduría y el inexplicable conocimiento del mundo que
tenía aquel pariente desolado. Supo entonces que era capaz
de comprender el inglés escrito, y que entre pergamino y
pergamino había leído de la primera página a
la última, come si fuera una novela, los seis tomos de la
enciclopedia. A eso atribuyó al principio el que Aureliano
pudiera hablar de Roma como si hubiera vivido allí muchos
años, pero muy pronto se dio cuenta de que tenía
conocimientos que no eran enciclopédicos, como los precios
de las cosas. «Todo se sabe», fue la única
respuesta que recibió de Aureliano, cuando le
preguntó cómo había obtenido aquellas
informaciones. Aureliano, por su parte, se sorprendió de
que José Arcadio visto de cerca fuera tan distinto de la
imagen que se había formado de él cuando lo
veía deambular por la casa. Era capaz de reír, de
permitirse de vez en cuando una nostalgia del pasado de la casa,
y de preocuparse por el ambiente de miseria en que se encontraba
el cuarto de Melquíades. Aquel acercamiento entre des
solitarios de la misma sangre estaba muy lejos de la amistad,
pero les permitió a ambos sobrellevar mejor la insondable
soledad que al mismo tiempo los separaba y les unía.
José Arcadio pude entonces acudir a Aureliano para
desenredar ciertos problemas domésticos que lo
exasperaban. Aureliano, a su vez, podía sentarse a leer en
el corredor, recibir las cartas de Amaranta Úrsula que
seguían llegando con la puntualidad de siempre, y usar el
baño de donde lo había desterrado José
Arcadio desde su llegada…"

"Buscando algo con que llenar sus horas muertas,
Gastón solía pasar la mañana en el cuarto de
Melquíades, con el esquivo Aureliano. Se complacía
en evocar con él los rincones más íntimos de
su tierra, que Aureliano conocía como si hubiera estado en
ella mucho tiempo. Cuando Gastón le preguntó
cómo había hecho para obtener informaciones que no
estaban en la enciclopedia, recibió la misma respuesta que
José Arcadio: «Todo se sabe.» Además
del sánscrito, Aureliano había aprendido el
inglés y el francés, y algo del latín y del
griego. Como entonces salía todas las tardes, y Amaranta
Úrsula le había asignado una suma semanal para sus
gastos personales, su cuarto parecía una sección de
la librería del sabio catalán. Leía con
avidez hasta muy altas horas de la noche, aunque por la forma en
que se refería a sus lecturas, Gastón pensaba que
no compraba los libros para informarse sino para verificar la
exactitud de sus conocimientos, y que ninguno le interesaba
más que los pergaminos, a los cuales dedicaba las mejores
horas de la mañana. Tanto a Gastón como a su esposa
les habría gustado incorporarlo a la vida familiar, pero
Aureliano era hombre hermético, con una nube de misterio
que el tiempo iba haciendo más densa. Era una
condición tan infranqueable, que Gastón
fracasó en sus esfuerzos por intimar con él, y tuvo
que buscarse otro entretenimiento para llenar sus horas
muertas…"

"De modo que Aureliano seguía siendo virgen
cuando Amaranta Úrsula regresó a Macondo y le dio
un abrazo fraternal que lo dejó sin aliento. Cada vez que
la veía, y peor aún cuando ella le enseñaba
los bailes de moda, él sentía el mismo desamparo de
esponjas en los huesos que turbó a su tatarabuelo cuando
Pilar Ternera le puso pretextes de barajas en el granero.
Tratando de sofocar el tormento, se sumergió más a
fondo en los pergaminos y eludió los halagos inocentes de
aquella tía que emponzoñaba sus noches con efluvios
de tribulación, pero mientras más la evitaba, con
más ansiedad esperaba su risa pedregosa, sus aullidos de
gata feliz y sus canciones de gratitud, agonizando de amor a
cualquier hora y en los lugares menos pensados de la
casa…"

"A la muerte de Fernanda, había sacado el
penúltimo pescadito y había ido a la
librería del sabio catalán, en busca de los libros
que le hacían falta. No le interesó nada de lo que
vio en el trayecto, acaso porque carecía de recuerdos para
comparar, y las calles desiertas y las casas desoladas eran
iguales a como las había imaginado en un tiempo en que
hubiera dado el alma por conocerlas. Se había concedido a
si mismo el permiso que le negó Fernanda, y sólo
por una vez, con un objetivo único y por el tiempo
mínimo indispensable, así que recorrió sin
pausa las once cuadras que separaban la casa del callejón
donde antes se interpretaban los sueños, y entró
acezando en el abigarrado y sombrío local donde apenas
había espacio para moverse. Más que una
librería, aquélla parecía un basurero de
libros usados, puestos en desorden en los estantes mellados por
el comején, en los rincones amelazados de telaraña,
y aun en los espacios que debieron destinarse a los pasadizos. En
una larga mesa, también agobiada de mamotretos, el
propietario escribía una prosa incansable, con una
caligrafía morada, un poco delirante, y en hojas sueltas
de cuaderno escolar. Tenía una hermosa cabellera plateada
que se le adelantaba en la frente como el penacho de una
cacatúa, y sus ojos azules, vivos y estrechos, revelaban
la mansedumbre del hombre que ha leído todos los libros.
Estaba en calzoncillos, empapado en sudor y no desentendió
la escritura para ver quién había llegado.
Aureliano no tuvo dificultad para rescatar de entre aquel
desorden de fábula los cinco libros que buscaba, pues
estaban en el lugar exacto que le indicó
Melquíades. Sin decir una palabra, se los entregó
junto con el pescadito de oro al sabio catalán, y
éste los examinó, y sus párpados se
contrajeron como dos almejas. -Debes estar loco -dijo en su
lengua, alzándose de hombros, y le devolvió a
Aureliano los cinco libros y el pescadito. -Llévatelo
-dijo en castellano-. El último hombre que leyó
esos libros debió ser Isaac el Ciego, así que
piensa bien lo que haces…"

"Aquel fatalismo enciclopédico fue el
principio de una gran amistad. Aureliano siguió
reuniéndose todas las tardes con los cuatro discutidores,
que se llamaban Alvaro, Germán, Alfonso y Gabriel, los
primeros y últimos amigos que tuvo en la vida. Para un
hombre como él, encastillado en la realidad escrita,
aquellas sesiones tormentosas que empezaban en la librería
a las seis de la tarde y terminaban en los burdeles al amanecer,
fueron una revelación. No se le había ocurrido
pensar hasta entonces que la literatura fuera el mejor juguete
que se había inventado para burlarse de la gente, como lo
demostró Álvaro en una noche de parranda.
Había de transcurrir algún tiempo antes de que
Aureliano se diera cuenta de que tanta arbitrariedad tenía
erigen en el ejemplo del sabio catalán, para quien la
sabiduría no valía la pena si no era posible
servirse de ella para inventar una manera nueva de preparar los
garbanzos…"

"Eran las cuatro y media de la tarde, cuando
Amaranta Úrsula salió del baño. Aureliano la
vio pasar frente a su cuarto, con una bata de pliegues tenues y
una toalla enrollada en la cabeza como un turbante. La
siguió casi en puntillas, tambaleándose de la
borrachera y entró al dormitorio nupcial en el momento en
que ella se abrió la bata y se la volvió a cerrar
espantada. Hizo una señal silenciosa hacia el cuarto
contiguo, cuya puerta estaba entreabierta, y donde Aureliano
sabía que Gastón empezaba a escribir una carta.
-Vete -dijo sin voz. Aureliano sonrió, la levantó
por la cintura con las des manos, como una maceta de begonias, y
la tiró boca arriba en la cama. De un tirón brutal,
la despojó de la túnica de baño antes de que
ella tuviera tiempo de impedirlo, y se asomó al abismo de
una desnudez recién lavada que no tenía un matiz de
la piel, ni una veta de vellos, ni un lunar recóndito que
él no hubiera imaginado en las tinieblas de otros cuartos.
Amaranta Úrsula se defendía sinceramente, con
astucias de hembra sabia, comadrejeando el escurridizo y flexible
y fragante cuerpo de comadreja, mientras trataba de destroncarle
los riñones con las rodillas y le alacraneaba la cara con
las uñas, pero sin que él ni ella emitieran un
suspiro que no pudiera confundirse con la respiración de
alguien que contemplara el parsimonioso crepúsculo de
abril por la ventana abierta. Era una lucha feroz, una batalla a
muerte, que, sin embargo, parecía desprovista de toda
violencia, porque estaba hecha de agresiones distorsionadas y
evasivas espectrales, lentas, cautelosas, solemnes, de modo que
entre una y otra había tiempo para que volvieran a
florecer las petunias y Gastón olvidara sus sueños
de aeronauta en el cuarto vecino, como si fueran des amantes
enemigos tratando de reconciliarse en el fondo de un estanque
diáfano. En el fragor del encarnizado y ceremonioso
forcejeo, Amaranta Úrsula comprendió que la
meticulosidad de su silencio era tan irracional, que
habría podido despertar las sospechas del marido contiguo,
mucho más que los estrépitos de guerra que trataban
de evitar. Entonces empezó a reír con los labios
apretados, sin renunciar a la lucha, pero defendiéndose
con mordiscos falsos y descomadrejeando el cuerpo poco a poco,
hasta que ambos tuvieron conciencia de ser al mismo tiempo
adversarios y cómplices, y la brega degeneró en un
retozo convencional y las agresiones se volvieron caricias. De
pronto, casi jugando, como una travesura más, Amaranta
Úrsula descuidó la defensa, y cuando trató
de reaccionar, asustada de lo que ella misma había hecho
posible, ya era demasiado tarde. Una conmoción descomunal
la inmovilizó en su centre de gravedad, la sembró
en su sitie, y su voluntad defensiva fue demolida por la ansiedad
irresistible de descubrir qué eran los silbos anaranjados
y les globos invisibles que la esperaban al otro lado de la
muerte. Apenas tuve tiempo de estirar la mano y buscar a ciegas
la toalla, y meterse una mordaza entre los dientes, para que no
se le salieran los chillidos de gata que ya le estaban
desgarrando las entrañas…"

"Desde la tarde del primer amor, Aureliano y
Amaranta Úrsula habían seguido aprovechando los
escasos descuidos del esposo, amándose con ardores
amordazados en encuentros azarosos y casi siempre interrumpidos
por regresos imprevistos. Pero cuando se vieron solos en la casa
sucumbieron en el delirio de los amores atrasados. Era una
pasión insensata, desquiciante, que hacía temblar
de pavor en su tumba a los huesos de Fernanda, y los
mantenía en un estado de exaltación perpetua. Los
chillidos de Amaranta Úrsula, sus canciones
agónicas, estallaban lo mismo a las dos de la tarde en la
mesa del comedor, que a las dos de la madrugada en el granero.
«Lo que más me duele -reía- es tanto tiempo
que perdimos.» En el aturdimiento de la pasión, vio
las hormigas devastando el jardín, saciando su hambre
prehistórica en las maderas de la casa, y vio el torrente
de lava viva apoderándose otra vez del corredor, pero
solamente se preocupó de combatirlo cuando lo
encontró en su dormitorio. Aureliano abandonó los
pergaminos, no volvió a salir de la casa, y contestaba de
cualquier modo las cartas del sabio catalán. Perdieron el
sentido de la realidad, la noción del tiempo, el ritmo de
los hábitos cotidianos. Volvieron a cerrar puertas y
ventanas para no demorarse en trámites de desnudamientos,
y andaban por la casa como siempre quiso estar Remedios, la
bella, y se revolcaban en cueros en los barrizales del patio, y
una tarde estuvieron a punto de ahogarse cuando se amaban en la
alberca. En poco tiempo hicieron más estragos que las
hormigas coloradas: destrozaron los muebles de la sala, rasgaron
con sus locuras la hamaca que había resistido a los
tristes amores de campamento del coronel Aureliano
Buendía, y destriparon los colchones y los vaciaron en los
pisos para sofocarse en tempestades de algodón. Aunque
Aureliano era un amante tan feroz como su rival, era Amaranta
Úrsula quien comandaba con su ingenio disparatado y su
voracidad lírica aquel paraíso de desastres, como
si hubiera concentrado en el amor la indómita
energía que la tatarabuela consagró a la
fabricación de animalitos de caramelo. Además,
mientras ella cantaba de placer y se moría de risa de sus
propias invenciones, Aureliano se iba haciendo más absorto
y callado, porque su pasión era ensimismada y calcinante.
Sin embargo, ambos llegaron a tales extremos de virtuosismo, que
cuando se agotaban en la exaltación le sacaban mejor
partido al cansancio. Se entregaron a la idolatría de sus
cuerpos, al descubrir que los tedios del amor tenían
posibilidades inexploradas, mucho más ricas que las del
deseo. Mientras él amasaba con claras de huevo los senos
eréctiles de Amaranta Úrsula, o suavizaba con
manteca de coco sus muslos elásticos y su vientre
aduraznado, ella jugaba a las muñecas con la portentosa
criatura de Aureliano, y le pintaba ojos de payaso con
carmín de labios y bigotes de turco con carboncillo de las
cejas, y le ponía corbatines de organza y sombreritos de
papel plateado. Una noche se embadurnaron de pies a cabeza con
melocotones en almíbar, se lamieron como perros y se
amaron como locos en el piso del corredor, y fueron despertados
por un torrente de hormigas carniceras que se disponían a
devorarlos vivos".

Como fruto de esa pasión incestuosa, nació
un niño con cola de cerdo, concretándose el temor
que tanto atormentó a Úrsula.

Estructura
profunda

Esta novela, una equilibrada y armónica mezcla de
realidad y fantasía, es el espejo de una sociedad
marginada, inexpugnable, solitaria, conflictiva, soñadora,
guerrera, alienada, sometida y perdida en el espacio y el tiempo.
Sus personajes son seres inauténticos, solitarios,
vacíos, perdidos en la existencia, sin esperanzas, sin
criterio propio ni sentido crítico; viven sólo por
la inercia de la existencia. Cual leños en embravecidos
remolinos, se dejan arrastrar por la corriente de las
circunstancias. Nacen, se reproducen y mueren; algunos ni se
reproducen. El amor pasional, filial o fraternal es ajeno a su
naturaleza humana. Las mujeres son objetos para tomar, utilizar y
dejar. Los habitantes de Macondo y sus visitantes son personas
intrascendentes, anodinas, mediocres y viven una existencia sin
sentido, expectativas ni propósitos.

La sociedad macondiana, profundamente afectada por la
guerra civil, el diluvio, el militarismo, el abandono estatal, la
incomunicación y el aislamiento, no emerge de la
cotidianidad; solamente se enclaustra en su marginado universo a
vivir por vivir. Los lugareños se conforman con lo que les
llevan los escasos visitantes (gitanos, árabes y
comerciantes). Pareciere que sólo cuenta la familia
Buendía ("locos de nacimiento") con su compleja
problemática de falta de reales y estrechos
vínculos afectivos. Gran parte de ésta vivió
en la misma casa (remodelada por Úrsula), pero cada
quién por su lado, cada quién absorto en sus
ocupaciones, sus quimeras, su holgazanería y en su
locura.

La casa de los Buendía, escenario propicio para
la ubicuidad de Úrsula y el deambular de espectros de los
muertos (Prudencio Aguilar, Melquíades y los familiares de
Úrsula), es el teatro principal para la
representación histriónica y aciaga de la
dinámica de tan extraña, misteriosa y compleja
familia. Es allí donde fluyen las pasiones ocultas e
insanas de Amaranta, Aureliano José, Arcadio, Meme,
Aureliano Babilonia y Amaranta Úrsula. También es
lugar de presagios, de alucinaciones, de profecías, de
quimeras, de luchas estériles e inútiles.
Úrsula ahí se convirtió en madre de
Aureliano y de Amaranta; sufrió por sus eternos temores
del nacimiento en su familia de un descendiente con cola de
cerdo. A pesar de que esta fue su peor pesadilla en vida, el
destino no le permitió presenciar esa premonición,
ese temor; cuando nació un niño de su saga con cola
de cerdo, ella ya había muerto. Esta omnipresente y
valerosa mujer desde ese microuniverso construyó y
dominó su macrouniverso; su sistema planetario
funcionó con mecanismo de relojería. Fue la esposa,
la madre, la abuela y la bisabuela que dirigió
rítmicamente la orquesta, ya fuera mandando, disponiendo,
ordenando, educando y trabajando. Ella fue la persona que
llevó las riendas de ese potro brioso y desenfrenado que
fue su familia, una familia de locos.

Llama poderosamente la atención el la profunda
soledad y el desolador sinsentido de la vida de las mujeres
macondianas: seres anónimos, solitarios, ensimismados,
tristes, alienados. Úrsula, la matrona; una trabajadora
incansable, que murió ciega, relegada y como instrumento
de juego de sus descendientes Aureliano Babilonia y Amaranta
Úrsula. Pilar Ternera, la pitonisa, la prostituta, la
"alegre, indiferente, dicharachera"; la "mujer alegre,
deslenguada, provocativa, que ayudaba en los oficios
domésticos y sabía leer el porvenir en la baraja";
la mujer que fue madre de dos Buendía, pero que no fue
tenida en cuenta por la familia como persona sino como objeto; la
mujer que fue violada a sus catorce años por un hombre
casado, la que "conservaba intacta la locura del corazón",
la que hizo hombres a los hermanos José Arcadio y
Aureliano Buendía, la de la risa explosiva que "espantaba
a las palomas", la que tuvo un romance secreto con José
Arcadio Buendía (hijo); la que enterraron sin
ataúd, la que conoció todos los misterios del
corazón de los Buendía. Rebeca, la pobre
huérfana (con los huesos de sus padres a cuestas), la que,
gracias a Úrsula, se ganó un lugar digno en la
familia Buendía; la que nunca se alimentó de la
leche de Úrsula "sino de la tierra y la cal de las
paredes"; la del "corazón impaciente, la del vientre
desaforado"; la "única que tuvo la valentía sin
frenos que Úrsula había deseado para su estirpe";
la que no pudo decidir sobre su destino amoroso, porque fue
sometida por la fuerza y la imponencia de José Arcadio
para convertirla en su esposa; la mujer abandonada, solitaria,
encerrada, sin hijos, sin ilusiones, sin nada… Amaranta,
la solterona, la de la "voluntad de piedra", la que murió
virgen; "la mujer más tierna que había existido
jamás"; la que perdió el rumbo de su vida por una
decepción amorosa, la que odió a Rebeca y Fernanda,
la que soportó estoicamente el tormento de sus atribulados
y equívocos instintos, la que murió sin amor y sin
hijos, la que expió sus culpas con el fuego que le
quemó su mano… Santa Sofía de la Piedad, "la
silenciosa, la condescendiente, la que nunca contrarió ni
a sus propios hijos", la concubina a la fuerza, la concubina
comprada; la del "cabello chorreado sobre los hombros y sus
pestañas que parecían artificiales"; la mujer que
no se le tomó en cuenta para escoger su esposo, la madre
abnegada, la esclava, la ama de casa silenciosa, sufrida; la
"mujer sigilosa, impenetrable", a la que nunca se le oyó
un lamento; la que consagró toda una vida de soledad y
silencio a la crianza de niños que apenas si recordaban
que eran sus hijos y sus nietos, y que se ocupó de
Aureliano como si hubiera salido de sus entrañas, sin
saber ella misma que era su bisabuela". Fernanda, la frustrada,
la amargada; la mujer que sacrificó sus sueños, sus
quimeras y sus fantasías para convertirse en la esposa de
un hombre holgazán y desleal, la mujer nacida en cuna de
oro y muerta en el lodazal del olvido; "la mujer más
hermosa que se había dado sobre la tierra… cuya
belleza se había reposado con la madurez". Remedios, la
bella, el ser que no nació para el amor ni para lo
terrenal sino para lo celestial; la que no fue hecha para amar y
ser amada, la que ocasionó (sin quererlo) la fatalidad de
sus pretendientes… Petra Cotes, la compartida por los
hermanos, la de las rifas, la de la entrega a cambio de nada, "la
del misterioso corazón", la concubina, la resignada; "la
de los desafueros jubilosos"; la mujer cuyo rostro tenía
"la ferocidad de una pantera", la del "corazón generoso" y
su "magnífica vocación para el amor"; la
mujer que le trajo porvenir a su amante Aureliano Segundo, la que
se humilló ante su rival (Fernanda) y en secreto le dio de
comer, luego de la muerte de Aureliano Segundo… Meme, la
dócil, la sometida; la mujer que no dispuso de su destino
porque su férrea y dominante madre se lo trazó a su
imagen y semejanza; la mujer que fue un títere de su madre
y de las circunstancias, la que tuvo que deshacerse de su hijo
(Aureliano Babilonia) y morir lejos, con su nombre cambiado,
alejada de su terruño y de su patria. Amaranta
Úrsula, la libertina, la caprichosa; la de la "voluntad
resuelta y vigorosa", la "mujer sin prejuicios, alegre y moderna,
con los pies bien asentados en el mundo"; la activa e indomable
"y casi tan provocativa como Remedios, la bella", la que estaba
dotada de un raro instinto para anticiparse a la moda; la del
buen humor, la espontánea, la emancipada, la de
espíritu moderno y libre; la mujer que dio rienda suelta a
sus instintos, a su insana pasión, la que disfrutó
del amor y de la satisfacción carnal con su sobrino
Aureliano Babilonia, la que murió cuando tuvo un hijo con
cola de cerdo…

Tanto los hombres como las mujeres que desfilaron por el
solitario y triste escenario de Macondo son seres que despiertan
en el lector sentimientos de ternura, conmiseración,
desazón, porque son seres inauténticos, sin
identidad propia, sin rumbo y sin destino; movidos apenas por la
corriente y la vorágine de la existencia que, cual hidra
de Lerna, los devoró con sus múltiples
cabezas…

Los tristes seres macondianos, las pobres miserias
humanas, fueron personas que vivían sin saber por
qué vivían. Azotados por el absurdo de la guerra,
por la peste del insomnio y del olvido, por el dominio militar y
por la hegemonía conservadora; agobiados por la influencia
imperialista, el diluvio, la decadencia y la destrucción,
estos seres pasaron por este mundo, pero sin vivir, sin existir;
fueron simplemente sombras, marionetas del destino.

El coronel Aureliano Buendía, que había
revelado desde niño "una rara intuición
alquímica", a pesar de sus locuras, ideales y
sueños, no fue más que una persona del
montón, un ser que nunca supo por qué o por
quién luchó; un "chafarote" que jugó a la
guerra, sin saber qué era ésta; un estafermo que
fue liberal, porque algo había que ser… En fin, un
hombre anodino y mediocre que guerreó sin saber lo que
hacía y que perdió sus inútiles guerras. En
palabras de José Arcadio Segundo, "el coronel
Aureliano Buendía no fue más que un farsante o un
imbécil
". No obstante, en mi concepto, a pesar de la
enorme influencia de Úrsula, el coronel Aureliano
Buendía es el personaje principal de la novela.

Como lector atento me conmovieron y afectaron
profundamente las vidas inauténticas de los personajes,
principalmente las mujeres… ¡Qué vida tan
superflua y vacía la de las mujeres Buendía,
incluyendo a Pilar Ternera, Rebeca, Santa Sofía de la
Piedad, Petra Cotes y Fernanda! Con la partida de la casa
Buendía de Santa Sofía de la Piedad, vieja y
acabada, se fue una parte de mí… Como si yo fuera
Aureliano Babilonia la vi "atravesar el patio con su atadito
de ropa, arrastrando los pies y arqueada por los
años",
y también la vi meter la mano por
un hueco del portón para poner la aldaba después de
haber salido…"
Y para rematar mi tristeza:
"Jamás se volvió a saber de
ella".

Uno se compadece de seres como una vida tan
inauténtica y miserable como la de Santa Sofía de
la Piedad y Meme. La primera, un ser anónimo, que
sólo vivió para criar hijos y servirle a los
demás; un ser que a quien se le murieron dos hijos en el
mismo instante, y a uno le tocó degollarlo en cumplimiento
de una promesa; una mujer utilizada por los demás e
ignorada por su esposo e hijos; la que soportó a un esposo
bárbaro e irracional, que la convirtió en viuda
aún siendo joven. Es triste saber cómo al final se
quedó sola en el mundo: sin esposo, sin hijos, sin padres,
sin casa… ¡Qué vida tan miserable la de Meme!
Todo el tiempo sumisa a su severa madre, quien decidía por
los demás. Esta mujer si que estuvo extraviada en la
existencia, pero no por voluntad propia; su madre dispuso a su
antojo de ella. Además de la infame condición de
estudiar lo que Fernanda le impuso, también debió
renunciar al intenso amor que sentía por Mauricio
Babilonia y, como si esto fuera poco, "deshacerse" de su hijo
Aureliano y morir lejos de su pueblo y de su familia, como una
más del montón.

A pesar del infortunio y la fatal condición de
Amaranta Úrsula, es digno de rescatar en esta mujer la
lucha por su independencia, su alegría de vivir, el
disfrute de su cuerpo y de su genitalidad; el hecho de haberse
atrevido a decidir por ella misma, a ser ella misma, rompiendo
convencionalismos, moralidad y otras absurdas prohibiciones y
convenciones que impiden vivir una vida personal y
auténtica. Ese aire de libertad que ella respiró es
el aire que deben respirar las mujeres que en realidad
estén interesadas en vivir, especialmente su aquí y
su ahora…

Otro personaje que me impactó fue José
Arcadio Buendía, un viejo soñador –que "se le
secó la mollera buscando la piedra filosofal"-, un
alfarero de ilusiones, un quijote; un ser que dejó su vida
pragmática y sin sentido para ir tras ideales, locuras,
quimeras… Este tipo de hombre representa a la persona que
no quiere vivir una vida en una sola dirección, que no
quiere recorrer los caminos andados, trillados, sino que busca
nuevos caminos, nuevos horizontes por donde y para dónde
ir. Este hombre que hizo de sus últimos años un
remanso de locura, de ideales, de experimentos y que quiso
construir alas para echar a volar sus sueños, es un hombre
que nos invita a salir del estrecho mundo de lo cotidiano, de lo
establecido, de lo dado. José Arcadio Buendía fue
ese hombre que, a pesar de que ya estaba en las fauces de la
muerte, tuvo el valor de no morirse sin haber dado un dictamen
concreto y rotundo a sus creencias infundidas: Dios no
existe.

Es apasionante su delirante empeño por sacar
provecho de lo nuevo, de lo moderno. Sobrecoge la manera como se
apasionaba, como niño inquieto, por saber para qué
servían los inventos, cómo estaban hechos y hacer
nuevos. Todo nuevo objeto, todo nuevo invento, lo disfrutaba con
esa curiosidad y espontaneidad de un niño. Su
decisión de "dejar de ser serio" y tomarse la vida en
delirantes empresas, sueños y "locuras" tiene que
sensibilizarnos, es un vehemente llamado a vivir nuestra vida
oníricamente, de cierta manera en forma "irracional",
distanciados "racionalmente" de la vida "práctica",
instrumentalizada y condicionada por esquemas meramente
racionales. Nos invita a tener nuestras propias convicciones e
ideales (sin importar cuan delirantes sean) y defenderlos…
así haya que "perder" el juicio…

Sólo encuentro reprochable en José Arcadio
Buendía el haber golpeado violentamente con el
revés de su mano en la boca a su hijo José Arcadio,
ocasionándole sangre y lágrimas, porque le dijo a
su padre que el oro despegado del casquete metálico era
"mierda de perro". Por esto José Arcadio sintió
rencor contra su progenitor.

Me identifico con José Arcadio Buendía,
Pilar Ternera, Petra Cotes, Aureliano Segundo y Amaranta
Úrsula por el intento de vivir una vida personal, como
ellos quisieron, sin imposiciones ni ataduras, solamente
escuchando a sus instintos y sus convicciones. Si hubiera que
"ser" un personaje de éstos me inclinaría por
Aureliano Segundo porque disfrutó de la riqueza y de su
monogamia y no se dejó esclavizar por el trabajo
agotador… No me identifico con seres como Úrsula,
porque vivió llena de temores, trabajando en exceso,
mandando y disponiendo de la vida de los demás a su
antojo. Con Fernanda tampoco por su imponencia y arrogancia; por
decidir e imponerse sobre la voluntad de sus hijos y renegar de
la vida que ella y sus padres "eligieron". Menos con Amaranta, un
ser que hizo de su vida una miseria y un desastre. Esta mujer,
que se condenó a sí misma, no merece el
reconocimiento como modelo a imitar: ella misma creó la
cárcel en la que deliberadamente se encerró y no
pudo salir. Se negó al amor, se autoflaglageló, se
atormentó y, lo más degradante, se negó a
vivir…

Úrsula y José Arcadio Buendía
parecían estar determinados desde su nacimiento por cuanto
su matrimonio era previsible; determinismo que prosiguió
con la denominación de su descendencia con nombres
similares o parecidos.

A pesar de que los hombres de la familia Buendía
Iguarán fueron unos "locos", también fueron hombres
soñadores e idealistas. Aunque fracasaron, Aureliano quiso
ser militar; José Arcadio Buendía, "inventor";
Arcadio, militar y educador; José Arcadio Segundo,
establecer la navegación por el río de Macondo;
José Arcadio, "Papa"…

Úrsula insistía que los Buendía
eran "locos de nacimiento" y vivían en una "casa de
locos", y Fernanda decía que Macondo era un "pueblo de
bastardos" y una "paila del infierno". Los Buendía,
además de retraídos, eran ensimismados y
retraídos; no hacían alarde ni expresaban sus
sentimientos; cada uno se encontraba perdido en su estrecho y
alienado mundo; todos se dejaban arrastrar por la corriente de
las circunstancias; aunque tenían ambiciones y proyectos
no lograban concretarlos, y se caracterizaban por "el vicio de
hacer para deshacer, como el coronel Aureliano Buendía con
los pescaditos de oro, Amaranta con los botones y la mortaja,
José Arcadio Segundo con los pergaminos y Úrsula
con los recuerdos". Lo mismo que atemorizaba a José
Arcadio (el seminarista), era la causa de perdición de la
familia Buendía: "las mujeres de la calle, que echaban a
perder la sangre; las mujeres de la casa, que parían hijos
con cola de puerco; los gallos de pelea, que provocaban muertes
de hombres y remordimientos de conciencia para el resto de la
vida; las armas de fuego, que con sólo tocarlas condenaban
a veinte años de guerra; las empresas desacertadas, que
sólo conducían al desencanto y la locura, y todo,
en fin, todo cuanto Dios había creado con su infinita
bondad, y que el diablo había pervertido".

Es evidente la denuncia sobre la influencia y el poder
de los Estados Unidos en la nación, ya que los directivos
de la compañía bananera hacían y
deshacían en Macondo y sus alrededores con el
beneplácito y protección del régimen
conservador.

 

 

Autor:

Luís Ángel Ríos
Perea

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9
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