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Diez Relatos (página 3)



Partes: 1, 2, 3, 4

Cuando don Julián se casó con doña
Petra Isabelina Soto Santiago, lo hizo por una carta poder.
Así que su amigo Alonso, residenciado en León, le
mandó a su hija luego de un tiempo con la dote
correspondiente. Julián la había visto de
pequeña, le había encantado su prematura
preparación para los oficios de la casa. Es bonitica la
chiquita, le había dicho a su amigo ocho años
antes. Pero luego, cuando llegó con aquel vestido rosado,
el sombrero francés que le hermoseaba la cara y sus
dieciocho recién cumplidos, no se aguantó para
comérsela a besos. Entonces, la chiquita le sacó
las uñas, pero el hombre se precipitó en el
desespero propio de los hombres sin mujer, y la tomó por
la cintura levantándola en vilo, llevándosela a su
cuarto de soltero a la brava, a lo macho, para que supiera
quién mandaba, la lanzó entonces en aquella cama
con mosquitero y edredón de vaca, se le arrojó
encima sin miramientos que valieran en ese momento de fiera
urgida, casi bramando, pero ella se puso como una tabla de roble,
impenetrable, inabordable, apretándose los labios con sus
dientes, aferrando su vestidito rosado con los brazos,
cruzándose las piernas como sirena, era imposible ganarle
a aquella voluntad de hierro que le decía que no cuando
él quería que sí. Pero aquella vez no
ganó Julián, aún siendo casado, aún
teniendo todos los derechos de la ley para hacerla suya, no le
ganó a la chica con voluntad de hierro. Sólo
después de cuatro meses, cuando ya el alma de
Julián estaba mansita y solo se le escuchaba un resuello
cuando la veía pasar de un lado a otro de la casa con sus
múltiples vestidos ajustados en la cintura, moviendo sus
caderas, con el chasquido que emitían sus zapatos, las
manos en la cadera y aquella mirada de hembra herida, le
pidió perdón por la ofensa del día de su
llegada. Entonces, a diferencia de los días pasados, la
chiquita le agarro la mano y le dio un beso en los labios,
lanzándose en una carrera estruendosa hacia el cuarto,
ascendiendo las escaleras con una energía explosiva,
arrebatadora, con una pícara mirada y una sonrisa de
quererlo todo. Y tuvo de todo aquella noche de luna llena, y
después del desayuno, y antes del almuerzo, y en la
merienda, y luego de la cena. Así nació Gustavito
el explorador, el curioso de la familia Tovar.

Desde el día que el señorito Gustavo
llegó a la hacienda de Cúa, se enteró de
algunos cuentos sobre un supuesto hombre de palo que caminaba
durante las noches de luna. Era tremebundo, decían,
devoraba las reses que conseguía en algunas haciendas
desprovistas de capataces, se comía las gallinas, los
burros y hasta los caballos salvajes que recorrían las
inmensidades. Se desplazaba con dos piernas en forma de ramas, no
tenía brazos pero en cambio, su cerviz era puntiaguda
semejante a una estaca filosa que se clavaba en cualquier vida
animal, para inmovilizarla matándole la vida y
sacándole la carne con sus fauces poderosas con dientes de
madera cortante. Gustavito tembló con aquel relato de
ultratumba, añadiéndole las últimas
desapariciones de animales en la hacienda, las miradas suspicaces
de los hombres más temerarios que ahora no se
atrevían ni siquiera mirar a las plantaciones
después del ocaso. Y aunque no habían decesos
humanos que adjudicarle al viejo relato del hombre de palo.
Seguían las tembladeras de los temerarios más
machos de la región, los aspavientos de las negras
cocineras que no dejaban a sus vástagos salir de sus
faldas por temor a que la cerviz puntiaguda del hombre de palo,
los agarrara desprevenidos punzando sus carnes llena de la sabia
de vida.

Los patrones Petrica y don Julián, estaban al
tanto de las funestas y sospechosas desapariciones de vacas y
caballos, pero no temían del fulano hombre de palo surgido
de la activa imaginación de los cuénses. El
culpable no era aquella figura espantosa de ultratumba
posiblemente urdida por una borrachera mal sacada de los
campesinos de esa tierra forrada de monte, de noches muy largas,
de ruidosos bichos nocturnos, de cuentos de viejas que
veían por doquier las almas espectrales de sus ancestros.
Eran ladrones, simples ladrones de ganado expertos en el andar
furtivo, duchos en las sórdidas artes del hurto vacuno,
caballar, mular y otras reses más o menos valiosas. Don
Julián armó a sus hombres de confianza, los
colocó en lugares estratégicos para que
permanecieran de noche, cuando ni un alma en pena pudiera pasar
ilesa por sus extensos terrenos. Mucho menos un hombre de palo,
pero ah, si vieran los facineros robavacas tratar de franquear la
verja de sus tierras, no durarían dos segundos respirando.
Una lluvia de tiros cruzaría el horizonte persiguiendo a
los delincuentes, haciéndolos correr hasta quedar
exánimes, forrándolos de balas, derramando luego
sus vísceras malolientes en aquel terreno plagado de
moscas gigantes, chupacabras y zamuros de cabeza grande, no
quedaría siquiera algún resto de sus existencias
miserables de lapas y aprovechadores del trabajo ajeno.
Julián tenía fama de bravo, con su seño
fruncido todo el tiempo sobre la frente, con la espalda sudada
dándole al machete como cualquier capataz, aunque no
tenía necesidad, tenía cantidad de empleados
trabajándole la tierra, cuidándole el ganado,
vigilándole los terrenos. El dinero ahora le sobraba, y
quizás el señor Emeresgildo se contorsionaba dentro
de la tumba impotente de no poder gastar la riqueza de su
Julián el administrador.

El señorito Gustavo salía todas las noches
para averiguar si la historia del hombre de palo era cierta. Se
iba con Triquitraque, unos de los negros más grandes de la
comarca, con su machete en mano quitaba la maleza hasta llegar a
la verja donde supuestamente estaba aquel hombre de palo, que se
movía en la lobreguez de la oscurana. El chasquido
cortante de Triquitraque al mover el hacha degollando las plantas
que bloqueaban el largo camino a la verja, lo ponía
trémulo, aunque llevaban varios días en lo mismo, y
aunque nunca conseguían el supuesto hombre de madera
dizque sosteniendo la verja.

Esa vez caminaron cortando la maleza hasta un punto
todavía no explorado. Entonces Triquitraque divisó
algo, tenía forma de hombre descansando sobre la verja en
los límites de la propiedad. Gustavito posó su mano
en la picoeloro que tenía en la funda de la correa,
mientras el negro triquitraque aguzó sus ojos amarillos
preparando el machete. Párate negro que llegamos, le
gritó el señorito levantando la lámpara de
mano, es un palo, simplemente un palo abandonado encima de la
verja. Entonces lo llevaron para que todos lo vieran en la
hacienda, que era simplemente un palo, que no era hombre, que
sólo eran las trémulas historias de un miedoso. De
un cobarde inventando ficciones para acobardar a otros. Y
salió don Julián y doña Petra del
zaguán, como novios, riéndose a carcajadas por las
cosas que le contó el negro Triquitraque del
señorito cuando halló al hombre de palo. Gustavito
se sonreía con la victoria en sus manos, aquí
está el fulano hombre de palo, y le miraba y los miraba a
todos sabiéndose dueño de la gran verdad. Entonces
salieron los autores del relato siniestro a reconocer que
sólo era un cuento, que no era nada más. Y estaban
todos allí, los patrones, los capataces, los campesinos y
las negras de la hacienda, en aquella noche de luna,
destornillándose a carcajadas frente al supuesto hombre de
palo. Hasta que en medio del alboroto, y la estridencia de todos
muriéndose de risa, se escuchó también la
carcajada de Emeresgildo Fulgencio del Tovar, el abuelo difunto,
el hombre de palo.

El secuestro de
Santa Claus

San Nicolás de Bari, el
verdadero Santa Claus, nacido en el año 310 después
de Cristo, también se encontró en riesgo de muerte,
sin embargo, nunca dejó de confiar en Dios y en su hijo
Jesús, verdadero motivador de la navidades que
vendrían. Dice la historia, que cada vez que daba
juguetes, lo hacía para agradar a aquel que nació
un día en Belén.

Don Nicola había perdido su amasada fortuna
hotelera en el desastre de Vargas. Todo se le volvió humo
y terminó viviendo en una ciudadela maloliente, esperando
alguna retribución del Estado, una casa digna, un
crédito comercial, un empujoncito que lo lanzara hacia
arriba otra vez. Por lo pronto, pasaría su segunda Navidad
como el Santa Claus de un centro comercial, haciendo el
tilín tilán con una campanita, disimulando su
crispamiento con una sonrisita de Claus, o un joh, joh, joh,
joh…Soportando la ridícula silla de utilería
donde lo sentaban, la burla de la gente cuando le decían
que tenía la cara del color de un camarón,
sorprendidos porque su larga barba marrón era genuina,
sólo que se la pintaban de blanco para ser más
original, para corresponder con la imagen fantasiosa del hombre
del polo norte. Aquel que publicitaban por todo lo alto en las
propagandas de TV, vestido en su peculiar traje rojo ribeteado
con cascabeles acrisolados, o incluso, como la estrella principal
de las Hollywood production. Don Nicola, casi que envidiaba al
viejo Noel, agasajado por innumerables duendecillos verdes que le
alimentaban los renos con pasto volador, preparándole las
hamburgers, custodiando las sustanciosas inyecciones de billete
verde inoculadas por los patrocinantes dadivosos, que sólo
pedían los derechos de su adiposa cara roja y su enorme
panza. Pero don Nicola, sabía que el fulano Santa Claus,
no era más que el fetiche perfecto para sacar plata, el
derroche de un talento comercial irrefutable, el personaje de un
hermoso cuento falaz creado por los grandes consorcios siempre
famélicos, engullendo con voracidad los aguinaldos
suculentos con olor a hallaca y pan de jamón. El viejo
Claus, era en efecto, un espectro, una emanación
ectoplasmática predilecta de lugares intelectivos como las
mentes esperanzadas en milagros navideños. Milagros que se
recrean en los films taquilleros de las Hollywood production
año tras año. Él mismo, promovía el
famoso personaje, embutido en aquel estrafalario traje rojo
haciendo el tilín tilán con la campanita
acrisolada. Pero la necesidad no distingue trabajo, pensaba el
damnificado, hurga cualquier resquicio laboral donde halla money,
dinero, la pequeña pieza de metal acuñada con un
poder concluyente a la hora de comprar cosas importantes, y
también las que no lo son.

Don Nicola, trabajó como nunca antes ese
diciembre tormentoso, donde el bullicio colmaba las calles desde
tempranas horas. Un mar incontenible de fiambres humanos
abarrotaba las calles, invadiendo los centros comerciales,
expendios de comidas, tiendas, bancos, y baños
públicos. La cola de niños que le visitaban, o
digo, visitaban a Santa Claus, era interminable. Otra vez, sonaba
el tilín tilán de la campanita acrisolada, y el
pensamiento de don Nicola se remontaba a las sublimes alturas de
sus sueños. Mientras una parte de él dramatizaba a
Claus, otra degustaba una Puttanesca con Fettuchini y abundante
parmesano en el restaurante de su viejo hotel. En sus recuerdos,
no tenía que comer garbanzo con arroz y pan. Pero nadie
sabía que Don Nicola tenía en sus prioridades el
ahorro. En dos años había acumulado diez mil
bolívares fuertes, no era una fortuna, pero bien
invertidos, se multiplicarían para su propio negocio de
comida rápida, por ahí se empieza mí querido
Nicola, recordaba a la Nona cuando le inició en el mundo
de las matemáticas, aprendidas al ojo de las cuentas, del
dinero, del cuanto tengo y cuanto me falta por tener. Ah, mi
Nicola, pronto serás como Pepino, completaba la Nona,
cuando se refería al hombre progresista que levantó
a la familia, el mío papa.

Otro diciembre sin la Nona, se lamentaba. Era el segundo
año que no podía volar a Italia, a Nápoles.
Don Nicola podría tomar aquel dinero guardado, e irse,
pero no, no quería que la Nona supiera la gran desgracia
de su fortuna. Además, le había prometido que se
llevaría una novia para desposarse y quedarse en
Nápoles por un tiempo. Llenándola de bambinos por
toda la casa, celebrando las navidades con aquel sentimiento
cristiano, cantando villancicos, riéndose con desparpajo,
comiendo su salsa Napolitana, y aquel pan de mantequilla que se
derrite en la boca Nona.

Al día siguiente, Nicola llevaría sus
aguinaldos al banco, completaría doce mil quinientos
bolívares fuertes, lo que no sabía, era que un tal
Tulio Peña que operaba una red delictiva de secuestros
Express en la zona, lo venía siguiendo; alguien le
comentó que el italiano casi no gastaba su salario, que
todo lo metía escrupulosamente al banco, que posiblemente
había una buena tajada en su tarjeta de banco. Tulio
Peña no le importó que el inmigrante había
caído en desgracia años antes, que era parte de los
millones de damnificados del desastre de Vargas, durmiendo en una
ciudadela maloliente, no le importó su anodina
complexión, aquella vieja barba deshilachada que el viejo
peinaba con sus largas uñas negras, el sacrificio
abrumador que estaría haciendo para juntar el dinero en
medio de una evidente miseria.

Tulio esperó que Santa Claus doblara la esquina,
la camioneta estaba abierta, mientras el bobo Miguel hizo una
seña de que tenía preparada la bolsa de tela, y
Vanesa estaba al punto, con el pie en el acelerador. En el
instante en que don Nicola asomó la cabeza, sintió
como un golpe seco y contundente le nubló la
visión. Al despertar, seguía oscuro, una especie de
bolsa de tela le tapaba la cara casi asfixiándolo,
escuchaba una voz cavernosa preguntándole cosas que no
lograba identificar, porque tenía como el sonido
perturbador de un pito dentro de la cabeza, aquel golpe
había sido profundo y doloroso, comenzaba a sentir el
pulsar de la sangre agolpada en el lateral izquierdo. Otra vez la
voz cavernosa le dice cosas, ahora sí entiende claramente,
se trata de su dinero, cómo no lo presumió antes,
pensaba, la inseguridad está a la orden en Caracas, ah,
Caracas, la ciudad de la esperanza que repentinamente se
convierte en una especie de monstruo de hollín, donde
reina la anarquía y el latrocinio. Don Nicola, quiere
gritar pero no puede, se contorsiona violentamente tratando de
librar sus manos atadas, pero sólo escucha las carcajadas
de un hombre, una mujer, y nuevamente la voz cavernosa que le
ordena entregar la tarjeta de banco, son doce palos y medio, lo
sé, dice con seguridad aquella funesta voz. Me lo dijo un
pana panita, de esos que no mienten, así que, dame la
tarjeta viejo, para que te cuides en salud; ¿de qué
banco es?, déjame ver__ mientras le revisa__ le quita los
pantalones, la camisa, las medias, pero don Nicola la tiene en su
viejo interior amarillo. ¡Aquí está!, la
tiene allí, ¡sácala Miguel!, el bobo mete la
mano con repugnancia en la vetusta ropa interior, haciendo una
mueca que provoca la risa estrepitosa de Vanesa.

Entonces, don Nicola siente que le aprietan el cuello,
es el bobo Miguel, que quiere vengarse, se siente ridiculizado
por la risa de la chica, quiere darle matarile al viejo, pero la
voz cavernosa le dice: ¡no!, ya lo tenemos, sólo
pídele la clave, dale un lápiz para que la escriba.
Don Nicola la escribe en letra temblorosa sobre un pedazo de
cartón que le ponen los victimarios. La camioneta tiene
dos horas dando vueltas por las calles de Caracas, hasta que, de
pronto, se detiene en una calle solitaria de la Pastora, y lanzan
al viejo tumbándolo violentamente sobre un promontorio de
basura.

Pasan unos minutos, don Nicola se levanta, y comienza a
correr como puede del sitio, cojea, pero se ríe, luego
lanza carcajadas como loco, se siente feliz, da gracias a Dios
por la vida, por la prolongación de sus días, pero
también, porque todo su dinero siempre lo mantuvo
resguardado debajo de una loza, en su maloliente cuarto de
ciudadela.

Aquel día, cuando el italiano llegó a la
ciudadela, sacó el dinero de la loza y lo cambió
todo en juguetes para los niños pobres. Dicen los vecinos,
y la gente que lo conocía del centro comercial, que su
obra fue una de las más hermosas, que llegó incluso
a la prensa, donde exponían el nombre de don Nicola como
el verdadero Santa Claus de Caracas. En uno de los titulares
salía su respuesta a todo aquel reconocimiento: "Gracias,
pero yo sólo doy juguetes por amor al verdadero
protagonista de la Navidad, aquel Jesús que nació
un día en Belén."

Al día siguiente, al lado del artículo
sobre el desmantelamiento de una peligrosa banda de
secuestradores, donde salía la fotografía de
aquellos pintorescos personajes: Tulio Peña, el bobo
Miguel y Vanesa; se notaba la conmovedora imagen de don Nicola,
recibiendo el documento de propiedad de una hermosa casa ubicada
en la playa, de manos del propio Alcalde. En la foto,
también se veía la llave dorada de la residencia,
prendida a un acrisolado cascabel como llavero, cuyo tintineo
siempre le recordaría su compromiso con los niños
de Caracas.

La casa de los
enanos

"…Y las monedas tenían
sentido del reloj. Como las espadas, cuyo sitio habían
tomado dentro de los muros del antiguo castillo, podían
contar la vida, el deseo, el amor…"

Guillermo Meneses.

(La Mano Junto al Muro)

I

Una brisa deliciosa le acariciaba el rostro a Juancito
aquella tarde tórrida. Estaba descargando el camión
de la mudanza junto a su padre, mientras la madre arrastraba con
fuerza el cepillo, liberando su nueva casa del negro
hollín de los vehículos que se filtraban impunes
por las ventanas. El sudor descendía con profusión
sobre la piel de los cuerpos activos, la frente del chico se
fruncía horizontalmente tratando en vano de retener los
fluidos que corrían desde su cabeza mojada. En uno de esos
pocos instantes de descanso, mientras sus padres criticaban
indignados los innumerables ojos aguzados que se asomaban entre
celosías y rendijas, Juancito atisbó a una
misteriosa casa con símbolos extraños que
lucía una enredadera que parecía oprimirla. La
calle era estrecha y todas las viviendas tenían casi las
mismas dimensiones, a excepción de aquella que observaba
detenidamente. Entonces, un segundo antes de que lo llamaran para
retomar la faena, cuando sus ojos retornaban para enfocar al
camión, captó la silueta de un niño
extraño embutido en un traje oscuro en la planta de arriba
de la casa sombría. Aquella imagen permaneció
adherida a su mente como el celaje de una pesadilla que no se
disipaba.

Los días pasaron veloces y la escuela
había comenzado, sin embargo, cada vez que regresaba a su
casa transitaba por aquella residencia deslizando sus manos por
los surcos de las rejillas del zaguán. Ensuciaba sus dedos
con el negro hollín como tratando de provocar una
aparición fantasmagórica; tocaba la gruesa
enredadera con lentitud temblorosa, giraba los travesaños
de la reja principal, se introducía a hurtadillas en el
zaguán, oteaba por la ventana como un ladrón
furtivo, pegado al vidrio translucido empañándolo
con la bruma húmeda que salía de su boca de
trompeta. Luego, trataba de limpiarse sus labios y mejillas con
la camisa escolar, con la guardacamisa, con el maletín,
con todo y cuanto papel existiera en sus bolsillos, pero era
inútil luchar contra un monstruo de monóxido que
había sido grisáceo por un tiempo, y que
prontamente envejecía haciéndose negrusco y
repugnante, manchando su rostro lívido, dejando impresas
en sus manos las evidencias que delataba su excursión en
aquella casa misteriosa.

En la mente de Juancito se encontraba todavía el
niño sombrío. Las representaciones oníricas
más aterradoras las había experimentado desde el
día de la mudanza, cuando por un segundo creyó ver
el espectro de un pequeño con atuendo negro parado en la
planta más alta de aquella vivienda. Sus ojos ya eran como
de búho, rodeados por una aureola grotesca color
marrón oscuro, mientras el miedo pulsaba en sus venas como
un vértigo indetenible que desesperaba su corazón
haciéndolo contraerse y golpear las paredes de su pecho
hasta que todo se develara de una buena vez. Se había
convertido en un niño noctámbulo, temeroso de la
oscuridad que pretendía invadir su cuarto,
acercándose a su cama, queriendo levantar su manta para
halar sus pies, como el cuento de las ánimas, la llorona,
o los duendecillos de la casa macabra.

Juancito seguía allí, dentro del
zaguán, temerario, decidido a recibir un susto, desafiante
de cualquier criatura funesta que saliera de la lóbrega
oscurana con una mueca aterradora. Seguía allí, con
la piel erizada por un corrientazo comandado por su sistema
nervioso, aunque lo disimulaba haciendo resoplidos con su boca,
estridencias con sus pies percutando la reja, chirridos
interminables moviendo el travesaño oxidado de la verja.
Nadie salía de aquella casa, nadie asomaba su rostro
anónimo por alguna ventana vociferando una palabrota al
que causaba destrozos en el porche. La gente pasaba
oteándolo con una mirada de reprobación, una mueca
de sobresalto, perros erráticos ladraban desde la acera de
enfrente, un camión de la policía se
estacionó al lado del abasto, pero nada le hizo desistir.
Juancito por fin hizo silencio, se decide:
Toc…toc…toc…de pronto, la puerta se abre
lentamente emitiendo uno de esos sonidos que estremecen en las
películas de terror. El chico, algo intimidado, de todos
modos se adentra por la lobreguez de aquel recinto, escucha unos
pasos, otros distintos a los de él, otros que le recuerdan
a los zapatos de suela de papá…luego, de repente,
oye una voz chillona desde el fondo que le dice a otra:
¡Sube la cuchilla Doroteo! Y se enciende la luz en toda la
vivienda.

Juancito se asusta, se echa para atrás de un
salto. El niño sombrío está allí, a
sólo unos centímetros de su cuerpo; pero no es un
niño, es un enano. Sorpresivamente, éste agranda
sus ojos y se ríe, le dice su nombre: Florencio. Se
disculpa por no abrirle antes la puerta, explica que todos
estaban en el patio de atrás acomodando uno de esos
circuitos complicados del refrigerador, lo pegaban a la toma,
cuando algo explotó, eran los fusibles de la casa, lo
cambiaron, y, vino la luz.

Florencio le dice además que lo vio aquella tarde
llegar y descargar las cosas con sus padres, como un chicuelo
obediente y de buena ley. Se apercibió que era diferente a
los niños espantosos de la cuadra. Su inequívoco
olfato pronosticaba un posible futuro amigo.

El vecinito miraba al enano con detenimiento, no
tenía el traje negro del otro día, su cabeza era
más grande que su cuerpo, ojos saltones, voz disminuida,
extremidades cortas. Seguramente la distancia, la rapidez del
momento, el ofuscamiento solar evitó que captara todos
esos detalles.

Se hizo de noche mientras conocía a todos enanos.
Eran cuatro huérfanos de madre, que habían sido
desechados por un padre que los aborreció desde el primer
momento en que vio señales de deformidad. Sus cuerpecitos
no crecieron más, algo falló dentro de ellos.
__Pero, ¿cómo me pudo hacer esto la vida?__
Vociferó el padre un minuto antes de salir por aquella
puerta y no regresar jamás. La madre, sí
sabía, era un secreto de familia guardado a costa de todo.
Nunca había podido revelarlo a su esposo, la habría
matado al saber que el horrendo estigma procedía de su
línea consanguínea. Pero el tortuoso secreto por
fin salió de sus labios el último día de su
vida. Ya la fiebre carcomía su lucidez, una podredumbre
degenerativa le devoraba la carne, cuando musitó, casi sin
fuerzas: ¡Eran primos! ¡Úrsula y
Julián, eran primos! Se refería a sus padres, a los
abuelos de los enanos que muchos años antes habían
fundido sus cuerpos en una pasión incestuosa imperdonable.
Expiró con el esfuerzo de un sonido sordo emitido por su
faringe, porque su boca no pudo articular palabra.

Juancito pasó dos horas y 45 minutos en la casa
de los enanos. Se engulló todas las galletas de pasta que
quiso, mientras Florencio y sus hermanos le contaban la larga
historia de sus vidas. Los hombrecitos eran de buen sentimiento,
inofensivos, así que quedó descartada su supuesta
naturaleza siniestra. Habían sufrido mucho. Querían
amistad, y no el rechazo de la gente. Algunas veces se asomaban
por las ventanas oteando de un lado a otro de la cuadra, metiendo
sus pequeñas manitas en los bolsillos, sacando golosinas
que lanzaban a los transeúntes buscando su amistad. Pero
todo era en vano, los vecinos los evadían temerosos. Nunca
les saludaban, se decía que eran los duendecillos funestos
de una maldición familiar dentro de aquella casa de
aspecto fantasmal.

Juancito se despidió de Florencio, Doroteo,
Ulises y Remigio. Los dejó satisfechos pues nadie les
visitaba. Sus vidas transcurrían en una pesadumbre casi
suicida, que sólo aliviaban mirando por las ventanas a la
espera de un amigo que los visitara para hacerles sentir que de
verdad existían. A veces, cuando se acordaban de su madre,
embutían sus cuerpecitos en diminutos trajes negros
expresando un dolor profundo por su desaparición. Pero
esta vez, ni la negra noche con sus melancólicos sonidos
les apagaría la ilusión de un nuevo amigo. Juancito
cruzó la calle con rapidez mientras movía su mano
en un gesto de última despedida, aunque luego se
reía porque no era una despedida definitiva, los
vería al día siguiente.

El alba se impuso naranja sobre el firmamento. Juancito
salió después del desayuno. Caminaba despacio con
el uniforme de la escuela. Pasaba justo al frente de la casa de
los enanos, cuando observó la puerta abierta, un olor
mortuorio estaba disperso dentro del recinto, el mobiliario
estaba todo desordenado, los destrozos parecían parte de
un caso detectivesco, se apercibió de una banda amarilla
que decía no pasar. Los cuatro cuerpos diminutos estaban
tumbados en el piso, inertes, sin vida. Gendarmes salían y
entraban del lugar, periodistas grababan describiendo lo que
supuestamente había sido un homicidio, mientras un
detective al mando de la operación conversaba por su
móvil.

Según decía el detective a los medios, los
enanos habían sido envenenados por un homicida desconocido
que tenía por apodo el alquimista. Su modo de operar era
buscando amistad con las víctimas, se metía en sus
casas como un eventual invitado que luego le brindaba una
supuesta botella de coñac con una poderosa toxina. De
inmediato, la mirada ciclópea de la víctima le
indicaba su pronto desvanecimiento. El supuesto malhechor
sustraía el metálico de los bolsillos, hurgaba
detrás de los cuadros una posible caja fuerte, roía
los cojines con el implemento punzante que lo acompañaba a
todas sus incursiones ignominiosas, buscando valores escondidos
en subterfugios inimaginables. El coñac ingerido con
fruición por los ahora difuntos, tenía diluido
más que un somnífero, era Cicuta, un antiguo veneno
helénico usado para los condenados a muerte, o para sacar
del medio a los adversarios en los tiempos medievales. La dosis
utilizada con los enanos, fue letal.

Juancito no se creyó el cuento de un fulano
alquimista merodeador, preparador de pócimas
difíciles para delinquir, y que luego, al ver aquella casa
de aspecto lóbrego, inventó una argucia para
robarle valores a unos enanitos de vida miserable, que le
darían cualquier cosa, sólo por la dicha de tener
su amistad. Sospechaba que el verdadero homicida conocía
bien a los enanos y tenía un móvil totalmente
distinto que no era el robo. Además, si los enanos
hubieran tenido otro amigo, era lógico que su nombre
hubiese salido a relucir en la larga conversación que
tuvieron ayer, cuando se comió casi una bandeja llena de
galletas de pasta. Todo llegaba a una conclusión
lógica, el homicida no podía ser un amigo. Mucho
menos un extraño que pretendiera ser su amigo con
sólo brindarle un coñac. Tenía que ser
alguien de su familia o un pariente lejano, que llegó de
improviso, valiéndose de una confianza de años para
cometer el siniestro. Un pariente de los enanos, que sin duda,
podría tener el infausto interés de
matarles.

II

Los padres de Juancito observaron una actitud algo
extraña para un chico de once años: leía los
obituarios con una regularidad casi detectivesca, hacía
preguntas sobre móviles de posibles asesinatos, aquella
imaginación parecía salirse de control. Comenzaba a
coleccionar un suplemento enciclopédico sobre farmacopea
antigua, cuando su padre lo llamó a una de esas
pláticas esporádicas, pero muy serias, que
solía hacer cuando veía que el vástago se
aproximaba a una hondonada escabrosa. Todo salió bien en
la primera advertencia. Según papá, con su
típico lenguaje alegórico, Juancito tenía
que virar en la esquina y estacionar su poderoso bólido de
carreras a punto de volcarse. El espectáculo de la casa de
los enanos lo había dejado algo perturbado, pensaban los
progenitores del chico. Sin embargo, el adolescente siguió
pasando las páginas del suplemento mojando su
índice con saliva, doblando la hoja donde estaba la
información sobre Cicuta.

Al día siguiente se introdujo nuevamente en la
casa de los recientes homicidios. Según la historia que
había escuchado de los labios del propio Florencio: Su
padre se marchó aborreciéndoles desde el mismo
momento que notó la anomalía en sus cuerpos. Una
anomalía que confirmó un pediatra en el San Juan de
Dios: Se trata de un trastorno del crecimiento por causales no
identificados aún señor Rolando. Entonces,
surgió un odio inexplicable que le impulsó a
repugnarles, pero más aún cuando la madre en los
momentos finales de su muerte, reveló el verdadero origen
de ese estigma. Ella, con el exiguo aire agónico que le
quedaba trataba de gritarle que los chicos no tenían
culpa, pero todo fue en vano, su voz era ya un resuello. El
hombre se marchó con el mismo estruendo tormentoso con que
vino, queriendo suprimir su pasado con esa mujer moribunda de un
tajo. Sin embargo, para él, los esperpentos siempre
serían la prueba irrefutable de su fracaso. Eso
pensó Juancito dentro de la casa de los siniestros, viendo
los bosquejos policíacos de los cuatro cuerpecitos.
Sería entonces posible de que el señor Rolando
tratara de extirpar las pruebas de su fracaso. Actualmente era un
importante funcionario del Estado, sus méritos arduamente
ganados lo habían hecho Juez de Primera Instancia en lo
Penal y Administrativo. De hecho, muchos de sus amigos eran
embajadores e importantes políticos. La reputación
es esencial en esos lugares de alta dignidad, tendría
mucho que perder si ese lóbrego pasado saliera a la luz
pública. Así debía pensar un hombre como
Rolando. De seguro, no podría imaginar su nombre escrito
en los diarios de circulación nacional mostrándole
como el progenitor de unos monstruos.

Juancito tropezó con una mesa polvorienta donde
el retrato ceñudo del señor Rolando
permanecía inamovible, sus ojos tenebrosos parecían
tener vida propia y mirar al intruso con una gran carga de odio.
Por lo visto, el déspota nunca fue olvidado por las
victimas de su olvido. Florencio, Doroteo, Ulises y Remigio,
guardaban las huellas de su padre tránsfuga. En cada
rincón de la casa, un cuadro, una foto familiar, como si
todo siguiera igual durante años. El intruso,
golpeó el retrato de Rolando. Sentía rabia al
sospechar que tal vez, ese padre que habían amado tanto
los enanos, a pesar de su abandono, era el verdadero homicida y
autor de sus desgracias. Probablemente el tan buscado malhechor
alquimista, no era más que una pieza ingeniosa en el
ajedrez del señor Rolando. Un personaje ficticio creado
por su corrompida imaginación. Desde su pedestal
podría manejar todos los acontecimientos. Desde la
cúspide, movería los hilos del poder manipulando
como títeres a los sabuesos de traje. Su habilidad de
años operando estos hilos era semejante a la de un
cirujano diseccionando con el escalpelo.

Juancito sigue husmeando por todos los vericuetos de la
casa sombría. A medida que se adentra, la oscuridad se
torna más nítida, sube lentamente los
peldaños de una escalera chillona, cada movimiento que
hace al ascender, lo pone más y más trémulo,
pero le falta poco para llegar al segundo piso, séptima
escalera, octava, novena, décima, undécima,
duodécima y… salta el trigésimo
peldaño, para él, sigue siendo de mala suerte el
número trece. Camina ahora con un sigilo cuidadoso,
podría estar el padre homicida sustrayendo algo que
dejó olvidado en uno de aquellos misteriosos cuartos.
Recordaba la máxima: "El criminal siempre regresa al lugar
del siniestro". Juancito observa una puerta abierta, parece la
boca de un anciano que se abre invitando a que descubran sus
secretos. Es extraño, porque los agentes luego de las
pesquisas cierran todas las estancias de la casa, eso
decía un comics de su colección policíaca.
Sin embargo, los pies del muchacho se ven impulsados por la
picazón inexorable de un sabueso buscando pistas. Empuja
la puerta, el chirrido de los goznes oxidados despiden un sonido
inquietante, misterioso, casi sobrenatural. La luz del día
luchaba contra los monstruos de sucio adheridos a los cristales
de la ventana. Sin embargo, una tenue claridad era suficiente
para alumbrar el claustro, y uno de esas débiles franjas
de luz desperdigadas chocaba con el antiguo escritorio de la
madre de los enanos, la señora Úrsula.

Sobre la polvorienta mesa se encontraba una antigua
máquina de escribir, era una Rémington del sesenta,
prácticamente una joya en la tienda de antigüedades.
Al lado, una pila de hojas amarillentas uncidas con un sujetador
de fierro muy apretado pero oxidado, seguramente al primer
intento de moverlo de su posición, se fracturaría.
Quitó el sujetador, este se partió, inició
la lectura forzada de los papeles cuya letra tendía a
desvanecerse al roce de sus dedos. Todas eran historias de
ficción de la señora Ursula: el valle de los
cisnes, la fuente de la felicidad, la ciudad de las
utopías, el carrito que podía hablar… El
intruso tiró todo en el piso de una rabieta__ ¡Esto
no me sirve de nada!, emitió resoluto, mientras los
innumerables papeles caían elevando los kilos de polvo del
suelo. Era verdad, el joven investigador no iba hallar la prueba
de la culpabilidad de Rolando leyendo los relatos fantasiosos de
una difunta. Sin embargo, no dejaba de sorprenderle la
vocación oculta de la señora Ursula, una mujer
sufrida con cuatro hijos defectuosos, abandonados por un padre
despiadado que le importó más su fortuna y
posición. De repente, otra mujer surge de aquellas
profundidades de la tristeza, para crear relatos de una hilaridad
que sorprenden. Sobre todo, aquellos que conocieron su
sufrimiento.

Juancito, reconsidera, recoge aquellas hojas, las apila,
las coloca dentro de una carpeta, y se lleva aquellos escritos
que minutos antes le parecían innecesarios. Tal vez
podría leerlos y en una segunda o tercera lectura,
descubriría algo importante. Era otro principio
detectivesco que recordó del comics: "Nunca subestimes una
pista por más insignificante que parezca".

El muchacho entró a su casa a las cinco y un
minuto de la tarde. Los padres le observaron con aquella actitud
evaluativa que les caracterizaba en los momentos cuando su
vástago llegaba de la escuela. __Bendición
mamá, bendición papá. Eso fue todo lo que
dijo Juancito. De inmediato, tomó la comida que estaba ya
preparada sobre la mesa, y subió los peldaños de la
escalera que lo llevaban al su cuarto. Papá y mamá
se miraron con una gran interrogante, pero ni modo, así
empieza la adolescencia, pensaron, se vuelven ermitas dentro de
su propia casa, introduciéndose en su nicho desordenado y
maloliente, transformándose después de un doloroso
bullir hormonal, en hombres. __ ¡Qué cataclismo!
Musitó papá mientras se llevaba un bocado a la
boca.__Todos fuimos así, reiteró mamá. __ Lo
que nos espera mujer, y apenas está empezando.__Es algo
común a esa edad, o no recuerdas cuando nos conocimos en
un campamento de amor y paz, con nuestra cabellera larga cantando
a los Beetles.

Las primeras líneas sobre la Ciudad de las
Utopías atraparon de inmediato la atención de
Juancito. Supo que dentro de aquella historia podría
encontrar indicios sobre Rolando:

"Existía una ciudad mágica
donde todos los sueños se daban, donde las familias
Vivían siempre felices, donde los rencores ni los rechazos
ocurrían. Allí, en la impecable ciudad de las
utopías, no había lugar para la maldad de los
padres que niegan a sus vástagos, o las esposas que
traicionan a sus esposos, u otras cosas de los hombres
malos…"

Para Juancito, en este fragmento, Rolando era aquel
padre que niega a sus vástagos. La ciudad utópica
era el hogar recién formado de aquellos dos esposos que
engendraron a los enanos. Lamentablemente, la ciudad de los
momentos felices se esfumó. El ensueño que describe
la señora Úrsula, fue simplemente eso, un
ensueño.

El valle de los cisnes era otro de los relatos donde la
felicidad se hacía manifiesto por un tiempo corto. Luego,
el agobiante aire de odio asfixiaba el amor que al principio
reinó:

"Los cisnes dibujaban sobre la superficie
del lago las diferentes ondas que los comunicaban. Cada uno de
los círculos que creaban con su pico se expandía
hasta llegar al receptor, abordándolo completamente hasta
que este descifraba el mensaje con su cuerpo plumífero. La
familia cisne era la que más se comunicaba en el lago, era
la más numerosa, por eso le decían al estanque: El
lago de los cisnes. Todos sus mensajes eran de amor, eran como
cartas escritas con todo el corazón sobre un papel
cristalino. Las otras especies de aves admiraban la paz de esta
familia, el tierno cariño cuando rozaban sus plumajes, el
sonido casi inaudible que emitían cuando acariciaban sus
picos, el baño matutino cuando se hundían en el
estanque emergiendo casi al mismo tiempo. Esta felicidad
siguió por muchos años maravillosos, hasta que un
día, cuatro pichones experimentaron una misteriosa
metamorfosis, el plumaje se tornó oscuro, opaco,
gradualmente se volvió negro, desarrollaron patas huesudas
y flacas, un pico demasiado alargado y estrecho surgió
como el de una extraña clase de ave carroñera.
Papá cisne observó todo, y se indignó, luego
pretendió adjudicarle la culpa a la madre pero no
logró hacerla sentir mal, ella seguía amando a sus
pichones. Papá cisne no pudo soportar que su
reputación en el lago se afectara, y se marchó.
Desde ese día, voló a otro estanque para seguir con
su fama de hermoso cisne, un cisne perfecto que nunca se
equivocaba. Voló y trató de borrar su pasado. Para
él, esa familia nunca existió, y tampoco el lago de
los cisnes".

Juancito entendió que la señora
Úrsula volcaba toda su tristeza en los escritos. La
tristeza que la autora despliega no es por la deformidad de sus
vástagos, sino por la actitud Rolando.

El muchacho siguió leyendo por muchas horas, eran
las tres de la mañana cuando llegó a la
última historia. Los relatos anteriores, tenían
siempre el mismo drama sobre la familia que se desploma por causa
de un padre cruel que no reconoce a sus hijos. Sin embargo,
cuando se adentra al último relato, encuentra una historia
diferente:

"Los enanos ya se levantaron de sus
tumbas. Aunque todos creen que sus diminutos cuerpecitos se
descomponen a tres metros bajo tierra, de alguna manera la
necrosis no corrompió sus humanos
envoltorios…"

Juancito tira el papel repentinamente, los nervios lo
atacan, está aterrorizado, ya no se trata de las preciosas
y espirituales narraciones de Úrsula, se trata de un
relato macabro.__ ¿Cómo puede ser posible la
existencia de los enanos? Ellos están muertos. El muchacho
vió a los cuatro cadáveres sobre la loza de aquella
casa, rodeados por policías, camarógrafos,
periodistas, y hasta algunos vecinos de las casas contiguas.
Juancito toma el papel nuevamente entre sus dedos temblorosos,
busca el autor del escrito, no cree que la madre de los enanos
haya escrito algo que no tiene sentido. Sobre todo, cuando la
temática recurrente en sus relatos, era Rolando y su cruel
abandono. En efecto, no es Úrsula, mucho menos pueden ser
los enanos, el autor firma con un seudónimo: Verruca
Veneficium.

Por lo visto el autor conoce algo de latín. La
palabra Verruca significa verruga o defecto, deformidad. Juancito
se apercibe de esto porque ha visto latín en un cursillo
de la escuela dictado por el Párroco del sector. El chico
intuye que el autor debe tener un defecto, probablemente una
deformidad, una verruga, o algo. Pero, ¿qué
interés puede tener un extraño en todo este asunto?
Entonces, la esquirla macabra se le cruza en la cabeza: "Los
enanos no están muertos". Pero, ¿cómo?,
piensa el chico. ¿Cómo pudieron revivir
después de muertos con un veneno tan letal como la
Cicuta?

La palabra Veneficium, también en latín,
significa envenenamiento. Era en realidad la salida beneficiosa
en días medievales de escarnios y ejecuciones
públicas. Entonces se le prendió el bombillo. A
menos que, __sigue pensando Juancito__ la proporción de
Cicuta fuera menor que la dosis indicada para explotar el
corazón. La dosis que usaban algunos cirujanos barberos
para sólo desconectar al paciente en una operación
dolorosa; por cierto, que sólo lo hacían con
clientes de buen pago, la técnica para obtener la dosis
correcta es muy riesgosa. Juancito empezó a sospechar que
los enanos estaban vivos. Sin embargo, luego de
desentrañar todo este misterio, todavía quedaban
muchas preguntas. La primera que se le metió entre ceja y
ceja, como cualquiera hubiese pensado era: ¿Qué
interés podían tener los hijos de Úrsula
para hacer creer a todos que murieron? ¿Por qué
dejaron este papel aquí, donde cualquiera ha podido tener
acceso y descubrir todo? Y, ¿Dónde están
ahora? ¿Será, escondidos en una estancia secreta de
la casa?

III

Un pequeño chirrido procedente de puerta del
claustro sacó a nuestro intruso de sus pensamientos.
Repentinamente se escuchó el sonido de pasos presurosos
que descendían por la escalera. Juancito salió
rápidamente del cuarto y oteó por la baranda del
pasamano, logró ver el cabello amarillo de una persona
alta, aproximadamente de un metro ochenta de estatura, silueta
ancha, robusta, y de traje. Se escabulló como
relámpago de la casa, y no logró ver más
detalles del tránsfuga. De inmediato se acordó del
personaje de la foto, el padre de los enanos, el señor
Rolando. Tenía también una cabellera rubia,
podría haber sido él, pero, ¿cómo?
Ese señor debía estar a muchos kilómetros de
la calle Gobernador de la parroquia Sucre, en el lado este de
Caracas, dentro de las murallas casi blindadas de su
moda residencia en la Florida. Pero, pensándolo
bien, tal vez tenía muchos motivos para
acercarse.

Extrañamente, la noticia sobre el ominoso caso de
los enanos, no tuvo mucho revuelo. Incluso, el nombre del famoso
juez, no salía publicado en la primera plana de los medios
impresos, siendo este su padre y el mayor doliente. Los
noticieros no comentaban nada sobre la relación de los
cadáveres con el señor Rolando. La reseña
biográfica que daban era escueta, con pocos o
ningún dato que aportar sobre la línea paterna de
los enanos. Juancito no podía obviar la gran influencia
que tenía Rolando en los medios, sus múltiples
contactos, su poder económico, y astucia de zorro en estos
asuntos judiciales.

Nuevamente nuestro investigador se encontraba perdido y
confundido entre un acertijo: si el misterioso extracto
alegórico revelaba que los enanos estaban vivos,
¿por qué no había sido descubierto por la
policía entre la pila de papeles de Ursula? Porque de la
existencia del documento no decían nada los medios.
Había un silencio excesivo de la policía que
olía a formol. A menos que, los agentes estuvieran al
tanto pero lo guardaban como información confidencial. Era
lo más probable.

Juancito salió en la mañana hasta la
jefatura de la parroquia Sucre. Se quitó la camisa de la
escuela para no llamar la atención de los gendarmes de
azul. De inmediato, uno de ellos se le acercó, no lo
dejaría entrar si no le decía a quién
buscaba; el chico se acordó de la placa del funcionario
que estaba al mando de la operación el día del
siniestro, cuando estudiaban los supuestos cadáveres
tumbados en la loza. Se llamaba Germán, pero no lograba
atinar el apellido, era algo difícil que comenzaba con la
sílaba Cro…Cro…__Hijo, te refieres al jefe
Germán Croquer. Él no está, salió a
comer. Pero, pasa, puedes hacer tiempo. Le diré por el
fono que lo estás esperando. __ ¿Cómo te
llamas? __Juancito. __ ¿Es una investigación de la
escuela verdad? __Sí señor. __No te pongas nervioso
chico, no te voy a comer.

Pasaron unos tormentosos minutos para Juancito, no
sabía cómo iniciar la conversación con el
jefe de policía. De verdad, a cuenta de qué la
policía le revelaría una información
confidencial a un chiquillo de once años con pretensiones
de Columbo. De pronto, sus ojos vieron aproximarse al jefe
Croquer con chaqueta de cuero negra, mirada fruncida, movimientos
rudos, tic nervioso en la comisura izquierda de la boca, y un
apestoso olor a tabaco. __Ven muchacho, le dijo con
naturalidad.

La conversación con el jefe Croquer fue mejor de
lo esperado. De hecho, cuando Juancito le interpeló sobre
aquellas líneas reveladoras que consiguió entre la
pila de hojas de la señora Ursula, el poli se
mostró sorprendido y extremadamente nervioso.
Preguntó casi tartamudeando, cómo había dado
con los papeles. Pero el silencio se prolongó, los
segundos pasaron veloces, y un corrientazo recorrió la
espalda de Juancito que se convirtió casi literalmente en
una estatua de hielo. __ ¿No hablas muchacho?, le
gritó el jefe Croquer mientras la cara se le ponía
roja de crispación: __ ¡Dame los papeles chiquillo!
La mirada ceñuda de Croquer escondía un misterio.
Algo ocultaba. Juancito llegó a pensar que podía
estar metido hasta la cabeza en un container pestífero de
corrupción. __ ¡Dámelo! Volvió a
exigir Croquer con aquella mirada amenazante que caracteriza a
los perversos. El chico sacó trémulo los papeles de
un compartimiento del bolso de la escuela. El poli los
tomó, pero no obstante, vació todo el contenido del
morral sobre el escritorio. __Okey muchacho, eres inteligente en
colaborar con la ley. Mantente lejos de esto
pequeño.

Juancito salió de la jefatura con muchos cabos
sueltos. No obstante de las amenazas de Croquer, se propuso a
seguirle, entendía que si el hombre estaba involucrado en
el siniestro, trataría de comunicarse con su
cómplice para ponerle al tanto de lo sucedido con los
papeles de Ursula. Pasaron algunos minutos, y en efecto,
salió directamente hacia el metro. Juancito lo
siguió, se sentó en el vagón contiguo.
Cuando el tren abrió las puertas de la estación
Chacao, comenzó a caminar discretamente unos metros tras
de él. Cruzaron la calle, el jefe entró a un
restaurante lujoso y habló brevemente al mesonero,
éste lo llevó a una mesa reservada. Juancito oteaba
por el vidrio translúcido, atento a todos los movimientos
del sospechoso, entonces, éste hizo una llamada por su
móvil. Trascurrieron como diez minutos, y un hombre de
complexión robusta franqueó el portal, tenía
una cabellera leonina y rubia, era él, Rolando. Juancito
no podía escuchar la conversación de los dos
comensales, además, no lo dejarían entrar. Era
menor de edad, estaba claro que no entraría, pero si lo
hacía escabulléndose como un ratón debajo de
las mesas, el jefe Croquer podía apercibirse, y
tendría grandes problemas. Sin embargo, el pequeño
investigador no tenía necesidad de escuchar la
sórdida plática de aquellos facinerosos. Ahora
tenía la respuesta a su gran acertijo:
¿Quién o quiénes eran los asesinos de los
enanos? Ellos, evidentemente. Aunque esto significara que sus
cuatro amigos estuvieran en el otro mundo. ¿O,
quizás no?, porque la nota afirma la existencia de los
enanos: "Los enanos ya se levantaron de sus tumbas. Aunque todos
creen que sus diminutos cuerpecitos se descomponen a tres metros
bajo tierra, la necrosis no corrompió sus humanos
envoltorios…" De aquí en adelante, todo se
ensambló gradualmente en la cabeza de Juancito como un
rompecabezas. A menos que este rompecabezas estuviera construido
con fichas falsas:

Primero: Florencio, Doroteo, Ulises y Remigio, no
estaban muertos, el cicuta, había sido un engaño de
todo el equipo de policías, al mando del jefe Croquer, y
alguien ubicado en un peldaño mucho mayor en la sociedad,
el juez Rolando. El suplemento enciclopédico número
ocho sobre farmacopea antigua, en un aparte del autor sobre la
cicuta, decía que actualmente era casi imposible
conseguirla por ser una de esas especies botánicas casi
extintas, sólo en algunos lugares del Mediterráneo
era asequible. En vista de esta información, el
pequeño investigador descartó la posibilidad de que
el homicida hubiera utilizado la rara planta para envenenar a sus
víctimas. Además, Juancito revisó la
existencia del producto en casi todos los catálogos de
casas botánicas en Venezuela por la Web. El resultado, fue
nulo. Sin contar con la temblorosa y divagante respuesta que le
dio el jefe Croquer cuando le lanzó la pregunta sobre la
Cicuta: __No sé de que me hablas muchacho. Esta no era una
información confidencial, lo sabía muy bien, estaba
en todos los medios impresos al día siguiente del
siniestro. Nunca entendió tan incoherente
respuesta.

Segundo: Aquellas líneas reveladoras adjudicadas
a Ursula, habían sido escritas por los mismos enanos a
última hora, antes de tomar el somnífero que los
desconectaría. Debió ser así, justo en el
momento en que Croquer los obligó a tomar la droga. Uno de
ellos posiblemente se movió rápidamente,
inventó un pretexto para alejarse yendo al baño,
luego se adentró al cuarto donde la madre Ursula
solía escribir sus ficciones, y, en la pila de aquellos
papeles, logró insertar una nota tipiada con una habilidad
que sólo da el sigilo angustioso de un perseguido. Sobre
aquella máquina mohosa de mediados del siglo pasado,
tecleó: tlac, tlac, tlac, siguió al baño,
bajó la palanca de la poceta, y descendió los
peldaños de la escalera con una ingenuidad teatral.
Así que los enanos nunca programaron el drama ficticio de
su muerte. Fue su mismísimo padre con un grupo de
secuaces. La nota fue dejada allí con toda
intención por las victimas para pedir ayuda, probablemente
al propio Juancito, el vecinito curioso.

Tercero: Después de que los dos comensales
salieron del restaurante, Jacobo montó nuevamente su
persecución. Tenía la sospecha de que ambos se
dirigían posiblemente a donde estaban las víctimas,
vivas, o muertas. Contradictoriamente de lo pensado por el chico,
los hombres no se montaron en auto alguno, ni siquiera abordaron
el metro, solo continuaron caminando hasta llegar a un vetusto
edificio de cinco pisos. Era demasiado antiguo para tener
ascensor, por lo tanto, ascendieron por las amplias escaleras de
baranda de fierro. Primer piso, segundo, tercero…se
pararon en el tercero. Juancito se movió veloz hacia el
tercero, dándoles alcance rápidamente
quedándose rezagado, quería saber cuál era
el apartamento. Nuestro chico sabía que esta no era la
residencia de Rolando, mucho menos del jefe Croquer que
vivía en Petare, es por esto que su corazón
latía con velocidad, probablemente aquí se
encontraban los enanos. Cuando los hombres se introdujeron al
apartamento 3-3, cerrando por dentro con varios
travesaños, que se escucharon notoriamente por el silencio
que reinaba en todo el edificio. Juancito pegó la oreja a
la puerta, en ese instante, pudo captar y vocecillas chillonas e
inconfundibles de los enanos. __ ¡Están aquí,
y vivos! Farfulló emocionado.

Era un secuestro urdido por el propio padre, de hecho,
logró escuchar las exigencias de Rolando inquiriendo un
fulano tesoro de la independencia. Era el tesoro de los ancestros
de Úrsula, una riqueza que consistía en alhajas de
gran valor, varias bolsas de morocotas y documentos
históricos originales, seguramente de un costo
indescifrable. Sin embargo, las generaciones habían
sucedido una tras otra, y no fue hallado nunca por los
antecesores de Úrsula. Ni siquiera Úrsula
sabía donde se hallaba la fortuna. Cuando era novia de
Rolando se lo había revelado como un cuento más de
familia. Sobre todo porque era una historia impactante que todas
las generaciones habían compartido. Casi doscientos
años antes, su familia patricia había escondido un
cuantioso patrimonio colonial en algún lugar seguro de la
casa, en vista de la inminente ocupación de los realistas
a Caracas. Era una época cruenta de luchas
independentistas, donde la sangre borboteaba por doquier. Las
milicias de Monteverde saquearon todas las familias que apoyaron
a los republicanos, entre ellas, los antecesores de la
señora Úrsula. Cuando ella se casó con
Rolando, jamás pensó que su tierno enamorado, luego
de su muerte, sería capaz de obligar a sus propios hijos
para conseguir la ubicación del tesoro. Así que los
hombrecitos peligraban maniatados en aquel apartamento, sin poder
revelar el paradero del fulano caudal para salvar su vida, porque
sencillamente, no lo sabían. No tenían siquiera una
remota idea del punto exacto donde se pudiera hallar el
tesoro.

Juancito salió huyendo de aquel infierno. Ahora
era el momento de poner a prueba sus habilidades detectivescas.
Nuevamente se introdujo a la casa de los enanos, tenía la
certeza de que si buscaba cerca de los objetos personales de la
difunta, conseguiría algo que lo llevaría al
tesoro, lo mismo hizo con el cuarto de los hermanos, buscó
en los cuadros, las paredes, la alfombra, en toda la casa, pero
fue inútil. Sin embargo, ser niño le daba una
ventaja. La imaginación, utilizaría su
imaginación. Entonces se acordó de aquellas
estructuras pertenecientes a la fachada que llamaron su
atención desde el día de la mudanza; las dos
pequeñas gárgolas con símbolos raros
referidos a los escudos de las dos familias ancestrales de
Úrsula. Entonces, Juancito regresó, llegó a
la planta alta y aferró sus brazos alrededor de una de las
gárgolas fracturando su base. Estaba de hecho todo muy
frágil en la fachada por la humedad mohosa, sin embargo,
valió la pena, porque allí, dentro de aquella
estructura, se encontraban las morocotas. Las alhajas estaban en
la segunda gárgola, y dentro del escudo de roca caliza
arrumbado en el segundo piso de la residencia, a punto de
fragmentarse totalmente, se hallaba una caja de madera con los
títulos nobiliarios ancestrales.

Juancito tenía una alegría incontenible,
ahora tenía el tesoro como rescate para sus amigos. Al
final de la tarde, por fin llegaba dentro de un taxi a aquel
apartamento de Chacao. Le pagó al chofer con una morocota.
__ ¡Guárdese el cambio!, le dijo, mientras dejaba
atrás su cara perpleja. Subió con dificultad las
escaleras del edificio hasta que estuvo al frente del 3-3.
Golpeó con determinación. Rolando abrió la
puerta y le preguntó quién era, Juancito se
limitó a contestar: __Aquí está su tesoro,
¿era lo que quería verdad? Ahora deje libre a los
enanos. El hombre le espetó sorprendido: __ ¿Y
quién eres tú? __Soy simplemente un buen amigo de
Florencio, Doroteo, Ulises y Remigio. __ ¿Y cómo
conseguiste esta dirección? ¿Sabe alguien
más que estás aquí muchacho? Reiteró
Rolando con mirada ceñuda _Sólo usé mis
habilidades detectivescas, musitó Juancito erguido y
sacando el pecho. De repente, se escuchó una
enérgica carcajada en el fondo, era el jefe Croquer que
salió de uno de los cuartos, había escuchado todo
el asunto. __Rolando, este es chico que me visitó en la
comisaría, el que te dije de los papeles de la difunta __
¿Este es? No te creo, tiene cara de tonto __Sí,
efectivamente, es él. Entonces Rolando miró al
muchacho de forma amenazante: __Ahora quiero que uses tu terca
cabecita de detective, y me des dos buenas respuestas para soltar
a los monstruos y dejarte ir. Dime, ¿por qué debo
dejarte ir? __Porque soy sólo un niño. Aunque le
delatara, nunca me creerán. Además, usted es juez,
nadie pone en duda la palabra de un juez por más
arbitraria que sea, sobre todo en este país. __ No eres
tan tonto muchacho, pero, ¿por qué debo dejar ir a
estos esperpentos? Porque ahora tiene el tesoro como rescate.
Además, existe otra razón de más peso. Estos
esperpentos son sus hijos, aunque los niegue, aunque los quiera
ocultar, siempre serán sus hijos, tengan los defectos que
tengan.

Después que el chico respondió, hubo un
silencio prolongado. Croquer se le quedó viendo
rascándose la cabeza, esperando una reacción
más coherente a sus intereses. Rolando se movió
lentamente, impulsado por un gran dolor en su pecho hacia donde
estaban los enanos amordazados y atados. El llamado de la sangre
es poderoso, pensó Juancito. Para sorpresa del Jefe
corrupto de policía que agrandó sus ojos
estupefactos, rompió las sogas. Luego, se arrodilló
ante ellos tembloroso, poniéndose a la misma altura que
sus hijos, ya mayores de edad, pero conservando la misma altura
que cuando tenían nueve años. Entonces, les
apretó con sus grandes brazos hundiendo su cabeza dentro
de ellos, y musitó, perdón. Croquer no lo pudo
creer, no obstante pretendió tomar la mitad del tesoro,
pero Rolando lo frenó, pertenecía a sus hijos.
Entonces caminó hasta la puerta golpeándola al
salir. Nunca más haría negocios con
Rolando.

Juancito, se fue de allí en ese momento,
sabía que ya no necesitarían la ayuda de un
pequeño detective. Cuando bajó, el taxista
aún permanecía estacionado en el mismo lugar donde
lo había dejado. Estaba fascinado evaluando la morocota,
apretándola con los dientes, comprobando una y otra vez su
autenticidad. El chico se montó y le dijo que lo llevara
de vuelta, que todavía la moneda pagaba un viaje
más.

Petrus versus
Iscariote

Una versión catastrófica
de la traición de Judas

Descubrí el ojo siniestro de Iscariote en medio
de la oscurana de aquella noche misteriosa en que subíamos
los riscos escarpados. No me hubiera importado aquel ojo infernal
si no se hubiese dirigido al Maestro como una lanza filosa, al
Maestro que hasta ahora sólo se dedicaba a nosotros
enseñándonos las cosas del Camino, soportando
nuestras pecuecas de queso cuajado y los violines
pestíferos de nuestras axilas que tocaban a cualquier hora
un himno solemne de pescado podrido, insoportable. Sin embargo,
Él se mantenía igual con nosotros, como si nada,
escuchando nuestras palabras impregnadas en el tufo maloliente de
los que no se lavan la boca, ni siquiera algunas gotitas de
vinagre o buches de agua de playa.

El Maestro logró subir a la cima primero que
nosotros riéndose estrepitosamente mientras el sudor
bajaba por su frente, y movía sus brazos celebrando su
rápido ascenso por los riscos. Ya caminábamos por
aquella calle limitada por casas salpicadas de polvo de cal,
hechas de roca, bahareque y listones de cedro, pero el silencio
se rompió cuando los perros comenzaron a ladrar
frenéticos, y entonces, yo miré a Iscariote que
seguía oteando al Maestro con su obscena mirada de
pajarraco. Iscariote se le acercó y le abrazó como
a un hermano cuchicheándole algo en sus oídos. Los
doce sabíamos las intenciones políticas de
Iscariote desde el principio cuando nos propuso catapultarlo como
el líder militar del momento y recoger fondos entre los
vejetes farisaicos. El Sanedrín estaba de acuerdo siempre
que su confabulación no saliera publicada en el
periodiquito del chismoso Chitonio porque siempre terminaba
misteriosamente en las manos amaneradas del César, como un
boletín por suscripción al servicio de los
poderosos. Los farisaicos exigían que se le respetara su
rimbombancia religiosa sobre todo el pueblo judío y
lograran cambiar aquella partida de celotes zopencos por un
ejército verdaderamente organizado y entrenado, capaz de
hacerle frente a las huestes pretorianas blindadas por todos los
recovecos de sus fornidas humanidades. Pero Iscariote nunca
comprendió que Las Escrituras no precisaban a un
líder militar sanguinario babeándose en derramar la
sangre de las huestes pretorianas. Pude ver su expresión
de decepción cuando el Maestro le aclaró sus
verdaderas intenciones, se trata de una lucha espiritual por
ganar los cielos y no la tierra, pero Iscariote no
comprendió y frunció el ceño, se
mordió los labios, volteó los ojos y cruzó
sus brazos inconforme. Entonces se reunió con
Barrabás, el líder de los celotes zopencos,
facción violenta que pretendía derrocar al Imperio
Romano a fuerza de sórdidas arremetidas, llevándose
por el medio incluso a nuestros propios hermanos que no
coincidían necesariamente con sus "atisbos" libertarios.
Barrabás se cansó de esperar las promesas de
Iscariote que dizque el Raboni le daría el mando de sus
discípulos uniformándoselos al viejo estilo de los
ancestros hebraicos. Pero tuvo que cerrar la boca porque la
tenía abierta gorgoteando saliva cuando su propia
hediondez le dio una cachetada despertándolo de su
aletargada tontera. Despertó definitivamente de las
palabras adormilantes de Iscariote que lo tenía babieco
con sus promesas de glorias que vendrían, y lo
ponía sobre un trono embutido en paños de cedas
orientales y con una corona llena de bolondronas
diamantíferas destellantes. Pero despertó con la
cara anaranjada del enojo y paranoico hizo varias arremetidas
contra los romanos, trituró la cabeza del Centurión
virolo Severiano, fileteó el abdomen del Tribuno Petronio,
hizo fiambre a veinte senadores desnudos en sus baños
vaporíferos, pero lo atraparon con la espada ensangrentada
al frente de Próximo, próximo a darle un porrazo de
los que nunca se olvidan, pero lo hicieron trizas las chicas
fornidas del Próximo llevándole a pescozones ante
Pilatos.

Los trece entramos a la última casa de la calle
Nona, las lámparas de aceite alumbraban suficiente como
para notarse que todo estaba preparado para la gran cena de
Pascua: los cojines alrededor de una mesa oval de samán,
sobre ella, agua, frutas, pescado, pan, cebolla y el fruto de la
vid. La mayoría se destornillaba de risas con el Maestro
sumergidos en una larga conversación jocosa, y parece que
nadie había notado el ojo endemoniado de Iscariote y su
tembladera sospechosa cada vez que tomaba algún manjar de
la mesa. De pronto, el Maestro levantó la mano y un
repentino silencio rompió la bulla que había en el
claustro __Alguien me ha traicionado. __Quién Maestro,
quién…__El que come conmigo el mismo pan y el mismo
vino. __ ¡Pero Maestro, todos comemos contigo! __Él
esta aquí y su mano me entrega. Cuando el Maestro dijo
esto, entendí que el ojo endemoniado de Iscariote no era
un espejismo de mi imaginación, sino la sospecha de algo
cierto porque en ese momento aquel ojo comenzó a titilar
como una metra saltarina, y subía y bajaba sin control
dentro de su cuenca hasta que el vándalo picó el
ojo, viéndose descubierto, y nos miró a todos como
con ganas de salir corriendo. Pero entonces como un rayo me le
acerqué y le pedí la alforja del dinero.__No te me
vas con la alforja Judas, le dije trillando los dientes. El
hombre estaba nervioso, sus manos le temblaban cuando me dio la
bolsa, oteándome y oteando a todos lados, sobre todo al
Maestro. __No me voy, dijo, no es conmigo. __Ya sabes que es
contigo, no disimules cabeza de alacrán, le dije
disgustado. Iscariote y yo nos miramos con un odio que se
percibió durante toda la cena. Nunca entendí el
trato tan cariñoso que el Maestro le daba a Iscariote,
incluso sabiendo que nos robaba a todos con su cara
engañosa de alcatraz cada vez que le exigíamos que
contara la plata. __No la tengo aquí, la tengo segura en
el aposento del huerto Maestro, era una vieja treta que usaba
para despistarnos, pero el Maestro sonreía y le miraba, y
nos miraba a todos, y todos entendíamos aquella risa sabia
que estaba al tanto de las cochinadas del truhán, pero que
sólo le daba tiempo para enmendarse.

Iscariote se decidió a salir después de la
cena, sus pasos se aproximaban a la puerta cuando el Raboni le
dijo que se apresurara con lo ya dispuesto, comentario que me
sacudió y conmovió a todos porque sabíamos
que el único que fraguaba su muerte era ese bicho que
salía del claustro. Pero todo estaba dispuesto por los
cielos. El Raboni sería entregado aquella noche de gallos
cantores para poder cumplir la profecía de la
Resurrección. Entonces, de nuevo el ojo siniestro de
Iscariote miró al Maestro, y nos miró a todos los
once atemorizados por lo que podría ocurrir y
ocurrió luego de unas horas en el huerto del
Getsemaní, cuando el miserable le dio un beso, y los
milicianos, los ancianos y sacerdotes le tomaron. Así se
cumplió todo lo que el Maestro había dicho durante
la cena de Pascua, y hallé a Iscariote muerto pendiendo de
un árbol con aquel ojo malvado colgando de su cuenca y un
rictus de bufón de corte titilándole con el baile
inexplicable de los filamentos nerviosos. Se cumplió
incluso lo que me dijo sobre el canto de los gallos y mis tres
traiciones. Y es por eso que después de haberlo
traicionado tantas veces, nunca comprendí quién
había sido el verdadero traidor, si Iscariote, o yo, una
pequeña piedra llamada Petrus.

El comedor de
libros

Allí estaba Burgos como un ratón
olfateando el aroma apetecible del papel. La tinta dulzona que
saboreaba con sus ojos de hurón, la textura que
mordía con sus dedos, engulléndola con su cerebro
hambriento de palabras exquisitas. Cien libros no bastaban en un
mes. Su apetito por los libros no se limitaba a tenerlos de
adorno en una polvorienta biblioteca, inermes, sin poder
defenderse ante los lacayos del Cronos: bacterias, polillas y
ratas famélicas.

Dos mil palabras por minuto, era un record que
había alcanzado gracias a un curso de lectura
rápida. No importaba todo el dinero del mundo para
prolongar su éxtasis literario. Burgos quería leer
toda palabra impresa en un papel. Los libreros conocían ya
su cara diminuta como un centavo, apareciéndose
súbitamente detrás de la vitrina, sus grandes ojos
miopes vistos a través de lentes de pasta negros, aumentos
cóncavos, casi biónicos. Generalmente su boca
estaba abierta dibujando en la cara un dejo perenne de
insatisfacción, manos dentro de los bolsillos tanteando
monedas, doblando los billetes con los dedos como contando la
solvencia de su liquidez inmediata. _Que quiere señor
Burgos, que titulo desea? _Esa era la pregunta clave para que
Burgos cediera ante la tentación de comprar otro tanto de
libros. _Dame el Perseguidor de Cortazar, dame Pedro
Páramo de Rulfo, ah, quiero este de Vargas Llosa: La
ciudad y lo Perros, espere, agregue también La Casa Verde,
y aquel de Bolaño y todos los de Onetti.

Compulsión, no sabía si era algo parecido,
pero era algo irresistible.

Amanece, día primero de la semana, los ojos de
Burgos quedan suspendidos en los papeles que compró el
día anterior. El Perseguidor se toma una hora, Pedro
Páramo, hora y media, Ciudad y Los Perros dos horas
completas, 2666, se lleva cinco, todos los de Onetti, realmente
no son todos, solo cinco: El Astillero, Juntacadaveres, Dejemos
Hablar al Viento, La Vida Breve, Para una Tumba sin Nombre; son
comidos en siete horas y media. Burgos, exhausto, se duerme,
muchos resoplidos advierten una dificultosa respiración.
Su difunta madre siempre le echaba la culpa a esos papeles
amarillentos que su hijo le gustaba leer impasible, lejos del
mundo del hogar, aunque estaba en su cuarto, en la misma casa de
sus padres, se hundía en los relatos que compraba con la
merienda de la escuela. Cuando se le acababan los libros y no
podía comprarlos, su ceno se fruncía, sus cejas
pobladas se ponían horizontales a la misma distancia del
marco negro sus lentes. Entonces parecía un raro personaje
de ciencia ficción, luciendo una oscura y gruesa
línea horizontal como ceja.

Amanece el segundo día de la semana, y se da
cuenta que se le acabaron los libros. Desayuna y sale de compras,
recorre librerías, las vitrinas translúcidas
repletas de títulos, colores, y formas. Se detiene ante
una muy grande, resurge súbitamente ante el librero que ya
no se impresiona. Sabe que es el señor Burgos. ¿Que
quiere señor Burgos, que titulo desea? Otra vez
escudriña, hurga como roedor el papel, huele la tinta
deliciosa, palpa la solapa, y dice, dame tantos; el librero,
sonríe: _Como no señor Burgos, ya se los busco,
aunque creo que ya los leyó todos.

Compulsión, no sabía si era algo parecido,
pero era algo irresistible.

El librero le miró los dedos manchados de tinta.
_Señor Burgos, como leerá usted que hasta cuando
pasa las páginas con sus dedos húmedos de saliva,
chorrean la tinta de las palabras ya secas. Burgos se sonrojo,
nunca se había acostumbrado a esos halagos que
empalagan.

Vuelve el librero con dos muchachos que cargaban el
pedido. _Aceptamos cheques de cualquier banco, dice al notar al
cliente registrar varios de sus bolsillos sin sustraer nada que
parezca dinero. Luego, su mirada cambia, deja de registrar con
ansiedad los bolsillos y saca su cartera. _ ¡Ah!,
aquí esta, dice. Abre con cuidado la billetera, y saca una
tarjeta visa platino. El librero sonríe, para usted, todo
lo que pida señor Burgos. Siguen los halagos.

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