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Vivir en valores para educar en valores (página 4)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6

Como hemos explicado antes, no puede determinarse en
abstracto o «en general» cuál es la más
adecuada de las diversas formas legítimas de neutralidad o
de beligerancia respecto a las cuestiones socialmente
controvertidas. Lo que el profesor deba hacer en cada caso frente
a este tipo de cuestiones depende de diversos factores o
variables. A continuación pasaremos revista a los que
consideramos más significativos de estos factores. De la
consideración de los mismos podrán desprenderse
criterios orientativos para la acción del
profesor.

Estos factores y criterios relacionan entre sí
los elementos fundamentales que entran en juego en la
situación: la propia cuestión controvertida, el
educando, el educador, el contexto escolar y el contexto social.
Y, en este sentido, es muy importante advertir que ninguno de los
criterios que se apuntarán debe ser tomado, per
se
, como norma universal o absoluta: cada uno de los
criterios puede quedar relativizado por los otros, de modo que,
en cada caso, la decisión procedimental deberá
desprenderse de la apreciación conjunta y ponderada de
todos los factores y criterios.

1. La relevancia y actualidad social de la
cuestión controvertida
. La decisión de tratar
en clase una cuestión controvertida y la forma de hacerlo
pueden depender, en primer lugar, de la actualidad o relevancia
que en aquel momento tenga la misma. Un criterio orientativo
podría formularse de la siguiente forma: cuanto mayor
sea la actualidad y relevancia social de una cuestión
controvertida más justificado estará pasar de la
neutralidad pasiva a la neutralidad activa o, en su caso, a la
beligerancia
. En realidad, este es un criterio de
selección y de oportunidad: el profesor debe seleccionar
aquellas cuestiones controvertidas que tengan significatividad en
el contexto social; y, en general, será mejor presentarlas
cuando el interés público hacia ellas les confiera
actualidad.

2. El grado de conflictividad social que suscite la
controversia
. Este factor matiza el anterior.
Independientemente de su actualidad, una cuestión
controvertida puede generar mayor o menor grado de conflictividad
o virulencia en la confrontación. Por ejemplo, las
controversias de carácter estético, en general,
suelen producir menor conflictividad social que las
políticas o las morales. Por decirlo así, se suele
tolerar mejor que el profesor sea beligerante a favor de los
pintores abstractos y en contra de los figurativos, que a favor o
en contra de la legalización del aborto. De este factor
sobre el grado de conflictividad social de la controversia
difícilmente puede desprenderse ningún criterio
normativo específico si de entrada no lo ponemos en
relación con algún otro factor. En todo caso, es
siempre un factor a tener en cuenta por el profesor, pues las
repercusiones de su elección neutral o beligerante
serán distintas según sea la conflictividad social
del objeto. Puede enunciarse, de todos modos, lo siguiente:
las consecuencias externas (padres, institución,
autoridades educativas, comunidad, etc.) de la beligerancia del
profesor serán mayores en razón directa al grado de
conflictividad social que suscite la controversia
. Si este
factor lo relacionamos con otro que explicaremos después
(la capacidad de control de las consecuencias y el grado de
responsabilización del educador) sí que cabe
formular entonces algún criterio más propiamente
normativo: en relación al grado de conflictividad
social que genere la controversia, el educador podrá pasar
de la neutralidad pasiva a la activa y a la beligerancia siempre
y cuando su capacidad de control de la situación y su
grado de responsabilización le permitan asumir las
consecuencias que se deriven de su decisión
procedimental
.

3. La capacidad cognitiva del educando para entender
la controversia y para dar sentido a los valores que entran en
juego
. Es obvio que éste ha de ser un factor
determinante en la decisión del profesor de actuar de una
u otra forma en relación a las cuestiones controvertidas.
Cuando el educando (y, en general, los sujetos que forman el
grupo-clase) carecen de la capacidad cognoscitiva necesaria para
comprender la controversia y dar significatividad a los valores
que están en conflicto, lo más razonable
será la neutralidad pasiva: es decir, no marear al
niño con problemas que están muy lejos de su
entendimiento. Lo más fácil es que ejercer
beligerantemente frente a sujetos que carecen de las aptitudes
cognoscitivas suficientes derive hacia el adoctrinamiento puro y
simple. A medida que estas aptitudes se van incrementando, el
profesor estará legitimado para pasar a formas de
neutralidad activa y de beligerancia. El criterio normativo
correspondiente podría formularse así: el paso
de la neutralidad pasiva a la neutralidad activa y a la
beligerancia estará en razón directa a la capacidad
cognoscitiva del educando para entender la controversia y para
dar sentido a los valores que entran en
juego10.

4. La distancia emotiva o grado de
implicación personal del educando o grupo en
relación a los temas o valores de que se trate
. Este
es también un importante factor que debe ser siempre
considerado. Por un lado, el hecho de que exista algún
tipo de implicación entre el alumno o los alumnos y el
objeto de la controversia será, sin duda, un elemento
motivante para que este objeto sea tratado en clase; es decir, en
determinados casos, este hecho puede facilitar o aconsejar el
paso de una neutralidad pasiva a una neutralidad activa o a la
beligerancia. Sin embargo, también es verdad que ciertos
tipos de implicación afectiva o según qué
grado de emotividad suscite en el educando el tema en
cuestión, obligarán al educador a ser
extremadamente escrupuloso y prudente en el momento de decidir el
rol que va a desempeñar. En algunos casos, los temas
controvertidos pueden estar penetrados por elementos emocionales
muy hondos a los que el profesor deberá ser sensible. Es
por todo ello que de este factor no puede derivarse un criterio
normativo unilateral y preciso. En ocasiones, la
implicación personal del alumno puede hacer recomendable
que el profesor actúe también en su
dimensión más personal y afirme honestamente su
propia opción; en otras ocasiones, la prudencia
aconsejará la abstención o neutralidad pasiva.
Únicamente cabe, pues, hacer hincapié en lo
siguiente: el educador debe extremar su sensibilidad para
captar las posibles implicaciones personales de los educandos en
relación a las cuestiones controvertidas, y debe ponderar
las consecuencias que en relación a estas implicaciones
tendrá su decisión de intervenir neutral o
beligerantemente
.

5. El compromiso personal del educador en
relación a las cuestiones controvertidas y a los valores
en conflicto
. Este es un factor semejante al que acabamos de
ver, si bien aquí lo referimos a la persona del profesor.
Como en el caso anterior, es un factor importante a considerar
aun cuando de él tampoco puede derivarse un criterio
unívoco. Obviamente, a un profesor muy comprometido -por
creencia religiosa, por militancia política, etc.- con una
determinada parte de la controversia le puede resultar
psicológicamente bastante difícil sostener una
postura de neutralidad. De ello, sin embargo, no debería
deducirse el que entonces pueda abrirse la veda de la
beligerancia cuando otros factores la hicieran indeseable. En
otras partes del trabajo ya hemos argumentado in extenso
que ni la beligerancia ni la neutralidad deben ser privativas,
respectivamente, de profesores con creencias o certidumbres muy
arraigadas y de profesores escépticos o relativistas. En
cualquier caso, para decidir sobre la mejor opción
procedimental a tomar, el profesor debe ser consciente del
conflicto que puede suscitarse entre su implicación
personal en las cuestiones controvertidas y los requerimientos
del rol educativo que desempeña
. Así, por
ejemplo, si el profesor considera, en función de otros
factores, que debe adoptar una neutralidad activa, pero percibe
que él mismo no va a poder plantear imparcialmente las
posiciones enfrentadas en la controversia, deberá buscar
otras formas más objetivas (a través de fuentes
originales, etc.) para que los alumnos reciban una
información pertinente más completa y menos
sesgada.

6. El grado de responsabilidad que el educador
objetiva y subjetivamente esté en disposición de
asumir
. La acción neutral o beligerante del profesor
suele tener consecuencias no sólo sobre el educando sino
también en relación a otros sectores implicados
(padres, los otros profesores, el contexto social, etc.); incluso
la abstención o neutralidad pasiva las puede tener. Por
tanto, el profesor debe estar responsablemente dispuesto a asumir
tales consecuencias. En general, aunque no siempre, las
beligerancias conllevan repercusiones más conflictivas que
las neutralidades. Sobre todo, como es natural, cuando la
beligerancia se ejerce en favor de opciones que no son las
mayoritarias en el contexto donde se plantea el asunto
controvertido. Un profesor que, pongamos por caso, decida
defender una sexualidad muy permisiva en una escuela en la cual
los padres de los alumnos sean en su mayoría
conservadores, es previsible que vaya a tener problemas.
También es verdad que no carecerá de ellos un
profesor que adopte la neutralidad en un contexto muy polarizado.
(En el factor número 9 retomaremos desde otra
dimensión este aspecto). Ante determinadas cuestiones
constituye una frivolidad irresponsable que el profesor defienda
ciertas posiciones cuando las consecuencias de su beligerancia
quedan fuera del marco de su posible control. Es importante
destacar las dos vertientes que deben ser consideradas en este
factor que llamamos de responsabilidad. En primer lugar,
la responsabilidad objetiva; es decir, la capacidad de
control que efectivamente tiene el educador sobre las
consecuencias de su acción neutral o beligerante.
Sería algo así como la jurisdicción de la
que social, material o institucionalmente puede disponer. La otra
vertiente de este factor es la responsabilidad
subjetiva; esto es, la responsabilidad que como persona
esté dispuesto a asumir. Como decíamos más
arriba, quien no quiera crearse previsibles conflictos con los
padres o con otros miembros del colectivo escolar, habrá
de renunciar a ciertas beligerancias. Sea como sea, el
profesor deberá tomar la decisión de actuar neutral
o beligerantemente habiendo ponderado y asumido con
responsabilidad las consecuencias previsibles de su
opción
.

7. El grado de dependencia moral del educando
respecto al educador
. Desde el punto de vista normativo
éste es tal vez uno de los factores más relevantes
en el momento de decidir sobre la actitud de neutralidad o de
beligerancia a adoptar. Nos referimos aquí al nivel de
autonomía moral que tiene el educando respecto al
educador, y también a la capacidad del primero de
deslindar la autoridad profesional del maestro de lo que
sólo son opiniones personales en temas socialmente
controvertidos. Este nivel de heteronomía-autonomía
depende de factores evolutivos que Piaget, Kholberg y otros
autores han estudiado. Depende también, en cada caso
particular, de la especificidad de la relación que se haya
establecido entre educador y educando. En cualquier caso, de
acuerdo con los objetivos formulados antes, parece que el
criterio que debe desprenderse de la consideración de este
factor puede formularse de la siguiente forma: cuanto mayor
sea el grado de independencia o autonomía moral del
educando frente al educador, más legitimado estará
éste para ejercer su beligerancia
. Aprovechar la
dependencia del alumno (el «respeto unilateral», en
términos de Piaget) para inculcarle las propias opciones
en temas controvertidos no es otra cosa que una forma de
adoctrinamiento o de manipulación. En la medida en que el
educando vaya alcanzando (por efecto del desarrollo evolutivo y
de la experiencia educogénica) cotas mayores de madurez y
autonomía moral, el profesor podrá actuar a su vez
con mayores dosis de beligerancia.

8. La existencia o no de demanda explícita
del educando hacia el educador
. La beligerancia la puede
ejercer el profesor por iniciativa propia o bien a partir de una
demanda explícita del alumno o del grupo. No es
extraño que la decisión procedimental del profesor
de actuar neutralmente, en algún momento del proceso,
pueda verse alterada por la petición de los alumnos de que
aquél manifieste y razone también cuál es su
opinión o posicionamiento. Por lo general, aunque no de
forma ineluctable, parece que esta demanda legitime una cierta
beligerancia del educador11. El criterio podría enunciarse
como sigue: la toma de postura beligerante del profesor
tiende a justificarse si existe una demanda explícita del
educando en tal sentido
.

9. Relación entre los posibles
posicionamientos asumidos por la comunidad escolar y la
actuación neutral o beligerante del profesor
. El
profesor actúa en un contexto institucional que
generalmente no será ajeno a su decisión de
proceder de una u otra forma. Es posible que en la
institución, tácita o explícitamente, se
hayan generado ciertas normas en relación al tema que nos
ocupa. Los posicionamientos de la comunidad escolar pueden
referirse a aspectos de contenido o bien a aspectos de
procedimiento. Por lo que hace a los aspectos de
contenido, las escuelas que poseen alguna identidad
ideológica específica (escuelas confesionales, por
ejemplo) tendrán, por lo general, una posición
institucional asumida respecto a ciertas cuestiones socialmente
controvertidas. Las escuelas pluralistas, por definición,
carecen de un posicionamiento definido en este aspecto. Sin
embargo, tanto las unas como las otras pueden haber establecido
unas pautas o normas procedimentales de actuación
en cuanto al tratamiento de tales cuestiones (por ejemplo: que
ellas sean tratadas sobre todo por los tutores; que en temas
delicados o potencialmente muy conflictivos el profesor someta
antes la actividad al claustro de profesores, al consejo escolar
del centro o a los padres de sus alumnos). De todo ello cabe
desprender el siguiente criterio: el profesor debe ser
consciente de los posicionamientos de la comunidad escolar -sean
de contenido o de procedimiento– en relación al
tratamiento de las cuestiones controvertidas, y será
deseable que exista la suficiente concordancia entre tales
posicionamientos y su propia decisión de ejercer en cada
caso la neutralidad o la beligerancia
. Difícilmente
puede afinarse más en la formulación de este
criterio de concordancia, salvo que se quiera entrar en
análisis casuísticos y en las importantes
cuestiones legales a las que remite este aspecto: libertad de
cátedra, confesionalidad de la escuela, derechos de los
padres, etc., etc.

10. El momento escolar y curricular de la
actuación del profesor
. Este es un factor contextual
de carácter más concreto y técnico que el
anterior. La actuación neutral o beligerante del profesor
en el tratamiento de los temas controvertidos debe tener en
cuenta el momento de la misma. No es igual la valoración
que de ella cabe hacer según se realice, por ejemplo, en
conexión directa con ciertos contenidos curriculares (en
clase de ciencias sociales, por ejemplo), en la asignatura de
ética o de religión, durante la asamblea de clase,
o en el seno de una materia que nada tenga que ver con la
cuestión controvertida de que se trate. De la
consideración de este factor no cabe excluir, por
principio, ninguna posibilidad, pero desde luego parece que
está en la lógica de las cosas que las clases de
religión incluyan casi inevitablemente dosis de
beligerancia, que materias como ética o sociales sean el
terreno más abonado (aunque no exclusivo) para el
tratamiento de ciertas cuestiones socialmente controvertidas, y
que en las asambleas de clase y en las tutorías puedan
también éstas aparecer y a veces conectarse con
situaciones concretas de la vida escolar o con problemas
personalmente vividos por los alumnos. También es
previsible que haya quien se sorprenda si en clase de
matemáticas se discute sobre el tema de la eutanasia, pero
no si ello ocurre en la clase de ética. En cualquier caso,
cabe formular el siguiente criterio de correspondencia: la
decisión del profesor de tratar una cuestión
controvertida y el cómo hacerlo deberá tomar en
consideración el momento escolar y curricular que
contextualice esta actividad. Contribuirá a legitimarla el
que exista correspondencia entre la cuestión controvertida
a tratar y la función o el contenido del tiempo o materia
en la que se ubique la actividad
.

Ya hemos advertido que la consideración de estos
factores y criterios debe hacerse de forma conjunta: ninguno de
ellos, por sí solo, es suficiente para orientar
convenientemente la conducta del profesor. Desde luego, es obvio
que no constituyen una suerte de recetario. No era ésta
nuestra intención al plantearlos, pues tampoco
sería un propósito realizable. La complejidad del
tema -o nuestras propias limitaciones- nos ha obligado a formular
los enunciados normativos de una forma muy abierta. De todos
modos, y a pesar de que vistos en su conjunto pueden parecer
factores y criterios muy de sentido común, planteando
discusiones a partir de casos concretos nos hemos dado cuenta de
que en ellas no siempre se llega tan fácilmente a estos
factores y criterios para elucidar tales casos. Por otro lado, el
que fueran criterios «muy de sentido común»
estaba también en nuestra intención en el momento
de formularlos: debían ser criterios asumibles por el
más amplio espectro posible del profesorado y del resto de
instancias que constituyen la comunidad escolar. Criterios que
pudieran servir como bases deontológicas y
metodológicas del ejercicio docente en lo que hace
referencia a este viejo tema de la neutralidad y la beligerancia
ideológica.

Apéndice: casos y dilemas
pedagógicos

A continuación presentamos un par de ejemplos de
la colección de casos, dilemas,
«role-playings», etc., que hemos elaborado
para ser utilizados en sesiones prácticas de
formación de educadores en cuestiones relacionadas con el
tema de este artículo. La mayor parte de las situaciones
son hipotéticas, si bien algunas proceden -más o
menos retocadas- de casos reales presentados y discutidos en
sesiones de formación.

Estas actividades, desde el punto de vista
didáctico, tienen básicamente tres objetivos. El
primero, motivar al profesor en formación o en ejercicio
sobre el tema de cuál debe ser su papel ante las
cuestiones socialmente controvertidas y, en general, sobre el
problema de la neutralidad y la beligerancia. En segundo lugar,
facilitar que el profesor descubra la complejidad del problema y,
de forma dialógica, pueda ir elucidando o dando
significatividad a los factores y criterios que podrían
orientar su conducta en casos y situaciones de este tipo. En
tercer lugar, se pretende también entrenar a los
profesores para resolver situaciones semejantes a las planteadas
que puedan presentarse en su desempeño
profesional.

1. Sobre el aborto

Juan es un adolescente de 14 años. Su madre ha
quedado embarazada sin desearlo y, después de pensarlo
mucho, de acuerdo con su marido, ha decidido abortar. Juan se ha
enterado y ha vivido muy de cerca y con mucha intensidad todo el
proceso que ha llevado a los padres a tomar esta decisión.
Cuando los padres ya estaban decididos, Juan se lo cuenta a su
profesor en la escuela. Durante la conversación, el
niño le pide al maestro su opinión. Antonio, el
maestro, es simpatizante de un grupo de defensa de la vida y
piensa que el aborto no es lícito. Pero, a pesar de que
tiene muy arraigada esta opinión, la pregunta de Juan le
ha inquietado y en este momento duda sobre lo que debe de hacer.
No sabe si, a pesar de todo, debe explicarle su opinión
contraria al aborto o, por el contrario, salir del paso evadiendo
la respuesta o con algún comentario general.

1. ¿Qué debe hacer Antonio? ¿Por
qué?

2. En cualquier caso, ¿cómo deberá
responder a Juan?

3. ¿Qué debería hacer Antonio si
Juan, en lugar de 14 años, tuviera 11 ó
18?

4. ¿Debería Antonio actuar de forma
distinta si pensase de la misma manera que los padres de
Juan?

5. ¿Tiene algo que ver en lo que Juan deba hacer
el tipo de escuela (pública o privada, religiosa o
laica…) en la que trabaje?

2. Discusión sobre
racismo12

Ante los brotes de racismo que iban apareciendo en el
país, Roberto, que enseña Ética y
Filosofía a jóvenes de 16 años, pensó
que sería bueno preparar alguna actividad sobre este tema.
La actividad constaba de diversos aspectos: que los alumnos
recogieran información de la prensa sobre conceptos como
racismo, xenofobia, discriminación…; visionado y
comentario de algún film sobre el tema, etc. En uno de los
debates que se planteó en clase, Javier, un chico de los
más inteligentes del grupo y a quien le gustaba mucho
discutir, empezó a defender posturas muy próximas
al racismo. También otras veces, más que nada por
afán polemista y por llevar la contraria, Javier
asumía la defensa de posturas minoritarias, de opciones
aparentemente indefendibles, etc. Roberto, que conocía
esta costumbre de Javier, pensó que en el fondo
éste no creía en lo que estaba defendiendo. Sin
embargo, se percató que a medida que iba discurriendo la
discusión parecía que Javier se iba
autoconvenciendo progresivamente. Roberto tenía por norma
actuar neutralmente en los debates; limitarse a moderar y a
mantener un clima dialógico y respetuoso. Sin embargo, en
este caso empezó a dudar. Se daba cuenta de que Javier,
con su habilidad dialéctica, estaba conduciendo el debate
por donde le convenía y que algunos alumnos, al principio
opuestos a lo que Javier defendía, estaban siendo
convencidos por él y que los que se mantenían
radicalmente en contra del racismo no eran capaces de rebatir a
Javier. El tiempo de la clase se estaba acabando.

1. ¿Qué debería hacer el profesor
en aquel momento?

2. ¿Actuó antes de forma
correcta?

3. Si la discusión fuera, por ejemplo, sobre la
pena de muerte, ¿la conducta del profesor debería
ser la misma que en el caso del racismo? ¿Y si el tema
fuese el de la despenalización del aborto?.

Jaume Trilla Bernet,
catedrático de la Facultad de Pedagogía y miembro
del grupo de Investigación en Educación Moral
(GREM) de la Universidad de Barcelona. Doctor en
Pedagogía

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Notas

(1) Por ejemplo: Ennis, 1959, 1969; Eckstein, 1969;
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1981; Strike, 1981, 1988; Straughan, 1982; Freire, 1984, 1985,
1990; Bridges, 1986; Kelly, 1986; Rudduck, 1986; Singh, 1988,
1989; Furlog & Carroll, 1990.

(2) Somos conscientes de lo discutible que resulta
establecer tajantemente una división entre cuestiones de
hecho y cuestiones de valor (ver, por ejemplo, Bunge, 1982;
Moulines, 1991; Kurtines, Azmitia, Gewirtz, eds. 1992). En
cualquier caso, en este momento nos interesa tan sólo
describir aproximativamente el tipo de objetos a los que nos
referiremos. Por otro lado, más adelante ya precisaremos
más ajustadamente el concepto de «cuestiones
socialmente controvertidas».

(3) Es obvio, no obstante, que si, por ejemplo, el
maestro se pone a repartir propaganda antiabortista a la salida
de la escuela, aun cuando no lo haga dentro del horario o del
estricto marco físico de la misma, ello estará
inevitablemente relacionado con su rol institucional. La
distinción entre actuaciones privadas y profesionales
nunca es del todo nítida, pero el sentido común
generalmente, como en este caso, suele establecer las
pertenencias oportunas.

(4) En relación a esto, también se ha
argumentado que el profesor que ante un determinado asunto opta
por proceder con neutralidad, puede dar a sus alumnos la
impresión de que está, en realidad, despreocupado
por el mismo. Como afirma y razona J. Rudduck, este argumento
parte de una concepción errónea del procedimiento
neutral (Rudduck, 1986: 100).

(5) Con variantes terminológicas esta misma
distinción conceptual ha sido utilizada por Ennis (1959:
129 ss), Strike (1981: 35 ss), Touriñán (1976:
111).

(6) Con un significado parecido al que damos aquí
a estos términos, otros autores han hablado de
«exclusive neutrality» y «neutral
impartiality» (Hill, 1982; Kelly, 1986).

(7) En realidad, a los valores compartidos
podríamos haberlos denominado consensuados. Ello
nos pondría directamente en la pista de algunas
importantes líneas de profundización. Por ejemplo,
la de Habermas o la de Rawls.

(8) Esta definición que proponemos se inspira,
con matices, en la de J.J. Wellington (1986: 3).

(9) Queda implícito que cuando decimos que
«el educando conozca y asuma» (o «conozca y
rechace») estos valores, queremos referirnos no sólo
a una adquisición cognoscitiva, sino también
actitudinal y conductual: esto es, se trata no sólo de dar
a conocer y facilitar la introyección (o el repudio) de
tales valores, sino también de formar las predisposiciones
y habilidades necesarias para un comportamiento
consecuente.

(10) El carácter genérico que estamos
dando a estas orientaciones normativas y la breve
presentación de los criterios que proponemos soslayan,
desde luego, cuestiones de gran interés en las que no
podemos entrar ahora. Una de ellas, por ejemplo, sería la
del grado de comprensión del alumno exigible para que el
profesor pueda plantear una determinada cuestión
controvertida. Es cierto que a veces la supuesta insuficiencia
cognoscitiva de los niños no es más que una excusa
de los profesores para dejar de plantear según qué
controversias (ver al respecto Short 1988). Además, uno de
los objetivos educativos principales de estas actividades es
precisamente el de favorecer el desarrollo socio-cognitivo. Con
ello se plantean también en relación al tratamiento
de cuestiones controvertidas los recurrentes temas
psicopedagógicos: desarrollo/aprendizaje, si la
educación debe seguir o anticiparse al desarrollo, etc. G.
Short, en el artículo que acabamos de citar, incide en
estos aspectos a partir de referencias a Piaget y
Vygotsky.

(11) Por un lado, aun cuando el educador haya decidido
la neutralidad, por un principio de reciprocidad parece que si se
pide a los alumnos que dialoguen y opinen sobre una
cuestión controvertida, también el educador debe
posicionarse si así se lo solicitan. Sin embargo, cuando
el profesor considera que su intervención cerrará o
polarizará el debate (la palabra del profesor no suele
tener el mismo rango que la del alumno), por una cuestión
técnico-procedimiental, puede rehuir -o quizá
posponer- la manifestación de su criterio.

(12) Este caso se encuentra analizado y
comentado en Romañá, T.; Trilla, J.
(1993).

EDUCACIÓN EN VALORES

TEMA 6

Los valores y la
familia

Los valores constituyen un complejo y
multifacético fenómeno que guarda relación
con todas las esferas de la vida humana. Están vinculados
con el mundo social, con la historia, con la subjetividad de las
personas, con las instituciones. Realmente vivimos un mundo lleno
de valores. Y, por supuesto, uno de los ámbitos
fundamentales donde los valores tienen su asiento es la
familia.

La familia y las crisis de valores

Sabemos que continuamente se está hablando de una
crisis de valores que muchas veces se asocia a una crisis de la
familia. Y ciertamente, a pesar de que la familia es la
más antigua forma de organización humana y tal vez
el ámbito social donde mayor fuerza tienen las tradiciones
y la tendencia a su conservación, esto no significa que no
cambie y que sea una entidad siempre idéntica a sí
misma, dada de una vez y para siempre.

Los cambios en la familia, por supuesto, se insertan
dentro de determinados cambios globales de la sociedad. Hoy mismo
estamos viviendo en un mundo muy dinámico, matizado por el
tránsito hacia lo que se ha dado en llamar
Posmodernidad. Y esta transición representa un
cambio en la interpretación de los valores. Hay toda una
serie de valores, vinculados a la Modernidad, que comienzan a
entrar en crisis. Ya no existe la misma confianza en la
razón, en el progreso, en la ciencia, en la
técnica. Se instaura cierta psicología nihilista,
de desesperanza; pierden fuerza las utopías, los
sueños en un cambio progresivo, en la posibilidad de
alcanzar una sociedad más justa. Claro que todo esto
está asociado a la caída del Muro de Berlín,
a la ideología del "fin de la historia", a la
situación internacional prevaleciente. Estos
fenómenos globales, de una u otra forma, llegan a la
psicología individual y a la psicología de la
familia, poniendo en entredicho algunos de sus valores
tradicionales. Si la sociedad está dictando un modo de
vivir y un modo de hacer no basado en la solidaridad, no dirigido
a la construcción de un futuro social, común,
comunitario, sino enfilado hacia la búsqueda de salidas
individualistas, eso, traducido al mundo de valores subjetivos,
significa que cada cual debe atender a lo propio, a lo personal,
a lo egoísta y no a lo social, ni a lo colectivamente
constructivo. Este tipo de psicología tiende a repercutir
en las relaciones intra-familiares, como veremos más
adelante. Pero lo importante ahora es destacar la idea de que la
familia está inserta en un mundo social y que, a pesar de
que es más estable en comparación con otros
ámbitos de la sociedad, ella también es
dinámica y sus cambios en alguna medida reflejan y
reproducen las variaciones que tienen lugar a un nivel social
general.

Al mismo tiempo, vivimos en una época en la que
ha adquirido mucha fuerza la idea del incremento del papel de la
mujer en el ámbito social y familiar y de su igualdad de
derechos en relación con el hombre. Nos encontramos, de
manera casi universal, en un período crítico de lo
que podríamos llamar el modelo patriarcal tradicional de
la familia. Es cierto que las crisis no hay que asumirlas en un
sentido apocalíptico, que éstas no necesariamente
representan la antesala de la muerte, ni significan de manera
inevitable un derrumbe de la institución dada, en este
caso de la familia. De ellas pueden derivarse tanto tendencias
positivas como negativas. De la crisis actual del modelo
patriarcal emana una opción positiva: la
integración de la mujer a una vida social cada vez
más plena, el tránsito hacia una situación
de respeto de sus derechos y la tendencia a democratizar las
relaciones intra-familiares.

Pero al mismo tiempo se abre la posibilidad de una
opción negativa. Puesto que el modelo viejo sigue
perviviendo y coexistiendo con el nuevo, en la práctica lo
que se produce en realidad muchas veces es una duplicación
de la jornada laboral en la mujer, en el trabajo y en su casa,
unido a cierta contradicción, sobre todo en el hombre,
entre discurso y práctica, una especie de doble moral
entre la vida pública y privada: se asume de manera
teórica un deber ser que después no se
introduce por vía de la práctica en la vida real.
Todo esto redunda no sólo en que la mujer no alcance
aún un status de igualdad plena, sino también en
cierta desatención en la educación de los
niños.

Se genera también una agudización de las
contradicciones intra-familiares. No debemos olvidar que la
familia es la sede fundamental de las contradicciones entre
generaciones (padre-hijo) y géneros (hombre-mujer). Como
sectores sociales diferentes, cada uno de ellos tiene su propia
interpretación de los procesos de cambio que ocurren. Las
nuevas generaciones son por lo general más sensibles a
esos procesos. Los jóvenes, como resultado de su propia
maduración psicológica, tienden siempre a cierta
rebeldía asociada a la búsqueda de una
autonomía en el desarrollo de su personalidad. Si este
proceso ontogenético natural coincide en tiempo con
determinadas tendencias al cambio dentro de la sociedad, es
lógico que sean precisamente ellos los más
sensibles a esos cambios. Las generaciones más viejas, por
su parte, tienden más a la conservación, a la
tradición, a educar en el espíritu en que ellos
fueron educados. De igual forma, por partir desde posiciones
diferentes dentro del antiguo modelo patriarcal, el hombre y la
mujer no tienen por lo general igual disposición a aceptar
los nuevos valores asociados al cambio. Como resultado, se
produce en el seno familiar el choque, la confrontación,
entre diferentes sistemas subjetivos de valores.

Tomando en cuenta todo lo anterior, no es casual
entonces que muchas veces se le atribuya a este modelo
transicional de familia que hoy prevalece la causa fundamental de
la crisis de los valores.

Pero tratemos de indagar hasta dónde esta
afirmación es consistente. Si apelamos a nuestra propuesta
sobre los planos fundamentales de existencia de los
valores podremos
percatarnos que, ciertamente, la familia guarda relación
con las tres dimensiones: la familia es un valor en sí
misma (dimensión objetiva), es un factor instituyente de
valores (dimensión instituida) y es mediadora de las
influencias valorativas que se reciben tanto desde la vida como
desde el Estado, la política y demás instituciones
en la conformación de los sistemas subjetivos de valores
(dimensión subjetiva). Veamos esto por partes:

La familia como valor

La familia posee una significación positiva para
la sociedad y en tal sentido es ella misma un valor. Como forma
primaria de organización humana, como célula
comunitaria existente en cualquier tipo de sociedad, la familia
es el primer grupo de referencia para cualquier ser humano. Y lo
ha sido siempre: hubo familia antes de existir clases sociales,
antes de que aparecieran las naciones, antes de que se concibiera
siquiera cualquier otro tipo de vínculo humano. Al mismo
tiempo, la familia está inserta en los más
disímiles ámbitos, en los marcos de cualquier clase
social, de cualquier nación, de cualquier Estado, de
cualquier forma civilizatoria. Y en todos los casos siempre es el
más inmediato y primario medio de socialización del
ser humano. Eso le otorga un lugar privilegiado, un valor
especial dentro del sistema de relaciones sociales.

Es a través de los vínculos afectivos
prevalecientes al interior de la familia, sobre todo en
relación con los niños, que se produce la
apropiación del lenguaje como medio fundamental de
comunicación y socialización, es en ese marco donde
se aprende a sentir, a pensar, a concebir el mundo de un
determinado modo y se reciben la orientaciones primarias de
valor.

Las primeras orientaciones de valor que recibe el
niño desde que es bien pequeño son aquellas
vinculadas a su propia sobrevivencia, a lo que es imprescindible
hacer para garantizarla, a lo que puede constituir un peligro que
la amenace. Las primeras nociones sobre lo que se puede y no
se puede
o lo que se debe y no se debe
tienen el propósito fundamental de garantizar la
supervivencia de ese pequeño y frágil ser
humano.

Más adelante, en el propio seno familiar, se
adquieren las primeras normas de conducta y de relación,
vinculadas a lo que se considera un comportamiento moralmente
bueno y a una adecuada relación de respeto con el otro.
Todos estos valores se asumen por el niño en una primera
etapa como un proceso lógico y natural de
identificación con su medio social inmediato -la familia-,
que sintetiza para él lo que es su género, el
género humano. Y esto el niño por lo general lo
asume sin cuestionarlo. Los padres incluso, en muchas ocasiones,
no se preocupan en esta etapa por explicar el por
qué
, simplemente orientan, a través de un
"esto no se hace" o un "haz tal cosa", lo que en su
opinión representa una actitud y un comportamiento
adecuados. El alto grado de dependencia existencial que
todavía aquí tiene el niño en
relación con sus familiares adultos hace que asuma la
autoridad de estos últimos como infalible.

Es en la familia, además, donde se adquieren las
primeras nociones culturales y estéticas y los valores a
ellas asociados. Otros valores -ideológicos,
políticos, filosóficos- también tienen en la
familia a uno de los primeros y principales medios de
transmisión ya en etapas más avanzadas del
desarrollo de la personalidad.

Debido a la fuerte presencia que tiene la familia en la
educación más temprana del niño, su papel es
extraordinariamente importante en la configuración del
mundo de valores de esa conciencia en formación. La
función que en este sentido juega la familia es en
realidad insustituible. Esos valores adquiridos en edades
tempranas quedan casi siempre más arraigados en la
estructura de la personalidad, lo cual hace más
difícil su cambio. De ahí la importancia de que esa
educación primera sea lo más adecuada posible.
Siempre presentará muchas más dificultades reeducar
que educar. Sin embargo, en muchas ocasiones los padres no tienen
plena conciencia de la gran responsabilidad que recae sobre ellos
en lo atinente a la educación valorativa de sus hijos o,
simplemente, no están lo suficientemente preparados para
asumirla. No pocas veces muestran más preocupación
por los aspectos formales de la educación que por el
contenido racional de la misma. Pensando tal vez que el peso de
su autoridad es suficiente, no se ocupan de explicar el
porqué de lo bueno y de lo malo y de trasmitirle a los
pequeños los instrumentos necesarios para que ellos
aprendan a valorar por sí mismos. Obvian el hecho evidente
de que en algún momento ese ser humano, ahora
pequeño y dependiente, tendrá que asumir una
posición autónoma ante la vida y tendrá que
enfrentarse a situaciones inéditas, presumiblemente no
contempladas en las normas que sus padres le
trasmitieron.

Por supuesto, aunque los valores adquiridos en el seno
familiar son los de mayor arraigo, eso no significa que
necesariamente marquen con un sello fatalista y predeterminado
toda la evolución de la personalidad en lo que a los
valores se refiere. En el transcurso de su vida, en la
evolución natural de niño a adolescente y de
adolescente a joven y a adulto, el individuo se inserta en otros
grupos humanos -el barrio, la escuela, el colectivo laboral- y de
todos ellos recibe determinados influjos valorativos. La propia
realidad social a la que pertenece, cambia, evoluciona y ello
también condiciona variaciones en su mundo subjetivo de
valores. Pero, lo que es más importante, el propio
individuo no es una entidad pasiva sometida a dictados
valorativos externos, sino que es capaz -mucho más
mientras más preparado esté para ello- de asumir
actitudes personales, propias, creativas, diferenciadas, en
relación con los valores. No es casual entonces que en
determinado momento del desarrollo de la personalidad el
individuo comience a cuestionarse los valores arraigados desde el
seno familiar. El resultado de este cuestionamiento puede ser la
asunción de esos mismos valores, ya ahora plenamente
concientizados, racionalizados y lógicamente entendidos, o
puede ser la renuncia parcial o total a aquellos. En este
último caso se asumen patrones valorativos diferentes, se
adopta una lógica valorativa distinta y, como resultado,
comienzan determinadas manifestaciones de contradicciones
generacionales dentro de la familia.

Nos podemos percatar que, aun en este último
caso, la familia es un referente obligado -aunque sea por
contraposición- en relación con los valores que
porta cualquier individuo. Todo esto refuerza la idea del enorme
papel de la familia en los marcos de cualquier tipo de sociedad y
el porqué debe ser considerada como poseedora en sí
misma de un alto valor social.

La familia como factor instituyente de
valores

De la exposición anterior se desprende que la
familia, como forma de organización humana relativamente
autónoma y variada, es capaz de conformar ciertas normas
que regulan el comportamiento de sus miembros y que se basan en
valores que, por una u otra vía, se convierten en
dominantes en su radio de acción. Ya sea por la vía
de la autoridad del padre -en el modelo patriarcal tradicional- o
por cierto consenso democrático entre sus integrantes, la
familia logra instituir ciertas normas y valores. La
institucionalización de valores es un proceso que se da no
sólo al nivel global de la sociedad, sino también
al nivel de grupos, como puede ser una escuela o una universidad,
e incluso en una comunidad humana tan pequeña como la
familia. La familia instituye, "oficializa" en su radio de
acción, convierte en normas, ciertos valores que son los
que operan a su nivel, regulan las relaciones intra-familiares y
proyectan una determinada actitud hacia el mundo
extra-familiar.

La acción instituyente de valores de la familia,
como se produce sobre todo a través de una relación
afectiva y no tanto por medio de una argumentación
racional, es muchas veces más dependiente de su
práctica cotidiana que de su discurso retórico. En
la familia funcionan normas que no están escritas y ni
siquiera dichas, pero que todos sus miembros conocen porque se
han convertido en costumbres. La familia presenta un marco de
intimidad tal que favorece las actitudes más abiertas y
francas de sus miembros. Es el medio mas favorable para que el
individuo se exprese tal como es, con menos inhibiciones, menos
sujeto a normas exteriores que tal vez en otros contextos cumple,
pero que no ha interiorizado y hecho suyas, aunque las comprenda
y promueva como valores necesarios. En este sentido resulta
más importante el ejemplo, la práctica, la
cotidianeidad, con todos los valores inmersos dentro de la
conducta misma, que la propia retórica discursiva acerca
de lo que es bueno o malo, de lo que debe ser o no ser. Poco
útil resultaría, a fin de instituir ciertos
valores, el gran "sermón axiológico" que un padre
dirija a sus hijos, si al rato hace totalmente lo contrario y
realiza una práctica que no es entendible desde el punto
de vista de la lógica valorativa que poco antes estuvo
tratando de explicar. Es muy difícil lograr, por mucho que
se le diga, que un niño adopte una actitud igualitaria y
de respeto hacia una niña, sea su hermanita o una
compañerita de escuela, si lo que vive en su casa es el
maltrato constante de la madre por el padre o la sumersión
exclusiva de la primera en las labores domésticas y la
subvaloración de su inserción social o su actividad
profesional. Lo lógico aquí es que el niño
reproduzca a su pequeña escala las relaciones de
desigualdad con el otro sexo. Ante tal situación, la
reacción natural del niño o el joven es asumir como
suyo más el "valor" hecho que el valor dicho, el mundo
real y no el mundo de un abstracto deber ser, los valores
insertos en la praxis cotidiana y no los de los sueños o
los cuentos infantiles.

La familia como mediador de
influencias valorativas

Los valores que la familia instituye tienen diferentes
fuentes. Muchos de ellos no son originarios del propio seno
familiar, sino procedentes de otros ámbitos. Debido
precisamente a la alta presencia que tiene la familia en la
formación de los sistemas subjetivos de valores en las
primeras etapas de la formación de la personalidad, se
constituye en uno de los mediadores fundamentales de todas las
influencias valorativas. En este sentido, la familia actúa
como especie de intermediario en relación con los factores
de naturaleza valorativa que trasladan su influjo hasta cada uno
de sus miembros desde la vida, la comunidad, otras instancias
educativas, los medios masivos de comunicación, el
discurso político, las leyes, los preceptos morales
vigentes en la sociedad y también, a través de las
tradiciones, desde las generaciones precedentes.

Es por estas razones que puede afirmarse que la familia
es una especie de termómetro social que reproduce y
refleja en qué situación se encuentra la sociedad,
a qué sistema socioeconómico pertenece, por
dónde anda éste, en qué etapa se encuentra.
Parece oportuno presentar un ejemplo de cómo el cambio de
la situación de la sociedad hace variar las orientaciones
valorativas al interior de la familia. Es un ejemplo relacionado
con la familia cubana en dos etapas -1988 y 1997-,
extraído del artículo "Familia, ética y
valores en la realidad cubana actual" de la psicóloga
cubana Patricia Arés Muzio. Recordemos que todavía
en 1988 Cuba se encontraba en uno de los momentos de mayor
estabilidad económica y con un nivel decoroso de bienestar
social al alcance prácticamente de todos sus habitantes.
La situación cambió drásticamente a partir
de los primeros años de la década de los noventa
con el derrumbe del socialismo en la URSS y Europa del Este, que
habían sido hasta entonces el principal origen y destino
del comercio cubano internacional. "En un estudio realizado en el
año 1988 -escribe Patricia Arés- por el Centro de
Investigaciones Psicológicas y Sociológicas sobre
orientaciones de valor en la familia(…) se constató que
tanto en padres como en hijos las orientaciones se relacionaban
con valores tales como afán de conocimiento, familia,
trabajo, valor estético y, por último, el valor de
lo material
".[2] Puede
apreciarse que en ese momento los valores subjetivos
predominantes en la familia reflejaban las transformaciones
valorativas que el propio proceso revolucionario trajo consigo y
que llevaban en ese momento casi tres décadas de
afianzamiento. La otra investigación se realiza en 1997,
esta vez por la Facultad de Psicología de la Universidad
de la Habana y en ella "se pone de manifiesto un cambio en las
orientaciones de valor, así como en el contenido de
éstos(…), aparecen como valores familiares, en su
jerarquía, la inteligencia, la astucia,
la familia, la salud, el éxito.
Es significativo el hecho de que la inteligencia aparece con
más valor que el trabajo, y ello como vía para
tener, más que para ser (de ahí
la palabra astucia)".[3] Estos
cambios reflejan la crisis económica por la que atraviesa
la sociedad y su incidencia en la cotidianeidad. Ya lo que el
Estado y la sociedad había estado garantizando para todos,
a nivel de alimentación, salud, transporte,
educación, seguridad social, a pesar de la
intención de mantenerlo a ciertos niveles, comienza a
deprimirse, ya no es suficiente para mantener satisfechas las
necesidades elementales y, como resultado, se produce un cambio
en los sistemas de valores que predominan al interior de la
familia, varía su ordenamiento jerárquico,
ascienden a un primer plano los valores asociados a la
satisfacción de las necesidades materiales. Aunque no
puede afirmarse el carácter definitivo de estos cambios,
sí muestran una entrada en crisis de los valores
afianzados durante los años anteriores.[4]

Pero la crisis de valores es en realidad un
fenómeno universal, de lo cual es muestra una
concepción como el posmodernismo que, al intentar
captar el espíritu epocal predominante, adopta una actitud
nihilista y de cuestionamiento absoluto hacia todos los valores
tradicionales, incluidos los asociados a determinados preceptos
religiosos. En vínculo con lo anterior se produce una
crisis paradigmática sobre cuál debe ser el modelo
de ser humano y el modelo de sociedad a que se aspira, lo que a
su vez hace difícil elaborar un proyecto de vida
axiológicamente valioso y encontrar una finalidad al
accionar humano que esté más allá del
inmediatismo mercantil. Al inculcarse cierta desesperanza y
pérdida de fe sobre la posibilidad de una sociedad mejor y
más justa, se debilita la posibilidad de que el individuo
inserte un proyecto individual de vida dentro de cambios sociales
axiológicamente positivos. Esta situación estimula
el egoísmo, la búsqueda de salidas estrictamente
individuales y la disposición a encontrarlas a cualquier
precio.

Es éste realmente un problema universal, aunque
en cada lugar tiene sus expresiones concretas en dependencia de
las características específicas. La crisis global
de valores no tiene las mismas manifestaciones en Europa,
digamos, que en los países del Tercer Mundo; no es igual
en las clases adineradas que en las desposeídas. Si en un
contexto se expresa en un consumismo exacerbado que por lo
general se acompaña de un gran vacío espiritual, en
el otro se entroniza en lo que se ha dado en llamar "cultura de
la pobreza", que centra su preocupación fundamental en la
supervivencia misma y que no tiene muchas posibilidades de
ocuparse más que del presente inmediato.

Esta situación se acompaña de un proceso
de estandarización y banalización de la cultura. La
cultura tiende cada vez más a transnacionalizarse, lo cual
lamentablemente no significa que se enriquezca con los aportes
culturales de todos los pueblos, sino que se produzca
preponderantemente en determinados centros mundiales de poder y
se irradie por todo el planeta mostrando una imagen simplificada
de supuestos valores universales e incitando hacia un modo de
vida que, además de superfluo, no está al alcance
real de la mayor parte de la humanidad. Esto constituye un golpe
muy fuerte contra la diversidad, la tradición, la
espiritualidad cultivada y sus valores asociados.

Esta coyuntura social que atravesamos a escala global
necesariamente se refleja en la familia y ha estado muy asociada
a la divinización del mercado, a su asunción como
"vara mágica" que debe venir a resolver todos y cada uno
de los problemas humanos. Cuando el mercado se instaura
socialmente como valor supremo, el individuo comienza a ser
portador de una ética del tener y no de una
ética del ser. El ser humano importa más
por lo que tiene que por lo que es. Esta cultura, asociada al
consumo, a la competencia, al promocionismo de los más
diversos artículos, a la comercialización al
infinito de todo, está constantemente dictando al
individuo un mismo mensaje: ten, ten, ten todavía
más
. No es una cultura que promueva un determinado
tipo de ser, axiológicamente valioso, sino que
constantemente diluye el ser mismo en el
tener.

La influencia de esta cultura mercantilista sobre la
familia depende por supuesto de sus condiciones de existencia y
de la actitud misma que ella adopte ante este influjo. Ello se
refleja en el tipo de necesidades que en el seno familiar se
entronice como jerárquicamente superior. De acuerdo a las
necesidades que se asuman como preponderantes en las relaciones
intra-familiares, así serán los valores que
predominen en su seno y la forma de familia que sobre esta base
se construya.

Tipos de familia

En concordancia con lo anterior, podemos hablar de tres
formas típicas de familia. La primera es aquella que,
debido a las condiciones mismas de su existencia, no tiene otra
opción que asumir las necesidades de subsistencia
como las principales y primarias. Esto es inevitablemente
así en los millones de familias pobres que habitan nuestro
planeta. Aquí no puede esperarse el otorgamiento de
prioridad a la cultura o a los grandes valores espirituales.
Cuando se tiene hambre se es insensible al más maravilloso
de los espectáculos. Aunque no se descarta cierta
presencia de algunos valores morales o religiosos, es
indiscutible que en estos casos el gran problema es el asociado a
la satisfacción de las necesidades básicas
más elementales: alimentación, vivienda, salud.
Incluso un asunto lógicamente tan básico en la vida
intra-familiar como lo es la educación de los hijos, pasa
en estos casos también a un segundo plano ante el apremio
de la búsqueda del sustento, lo que provoca que muy pronto
los pequeños se integren también a esa tarea y no
asistan a la escuela o la abandonen temprano. Como se trata de
una situación que, por lo general, se repite de
generación en generación, el ambiente cultural que
predomina al interior de la familia es muy enrarecido, se
reproduce la ignorancia y el analfabetismo ancestral. Las parejas
habitualmente tienen muchos hijos, lo cual se acompaña por
una alta mortalidad infantil. Todo, incluso el número de
hijos, se concibe y gira alrededor de su función
pseudoeconómica. La llamada "cultura de la pobreza"
aquí prevaleciente se caracteriza por el mayor
inmediatismo, la ausencia de planes o proyectos que desborden las
necesidades más elementales, la resignación, la
inexistencia de esperanzas de cambio, el sentimiento de
marginalidad y de exclusión.

La pervivencia del tipo de familia que acabamos de
describir es, por supuesto, ante todo una responsabilidad de la
sociedad más que de la familia misma. No cabe censurar a
un grupo humano que no tenga más que una opción de
conducta. La sociedad debe ofrecerle a la familia las condiciones
mínimas necesarias para que ésta pueda levantarse
por encima de las necesidades de subsistencia y cultivar otros
valores. Y esta exigencia no es ningún imposible: vivimos
en un mundo -ésta es su gran paradoja- en el que el
producto interno bruto planetario es más que suficiente
para otorgarle una vida digna a cada ser humano. Y, sin embargo,
tenemos 800 millones de hambrientos que no tienen otra
alternativa que mantener con sus familiares relaciones exclusivas
de subsistencia. No cabe aquí decir que éste es un
problema sólo de los pueblos del Tercer Mundo y de su
exclusiva incumbencia. En primer lugar, porque la contrastante
situación también se presenta, aunque
lógicamente en menor medida, en el Norte Industrializado
y, en segundo lugar, porque la tan "cacareada"
globalización no puede significar beneficio único
para quienes ocupan un lugar privilegiado en este proceso. El
hambre y la pobreza son problemas globales y responsabilidad de
todos. Las causas y derivaciones de este tipo de familia
constituyen un problema social. Todo el que se preocupe por la
familia tiene que preocuparse por la sociedad y por promover un
tipo de organización social que garantice las condiciones
mínimas para que la familia pueda ser familia y tenga la
posibilidad de estructurar sus relaciones internas en la
órbita de otros valores.

Si las necesidades elementales de subsistencias se
encuentran satisfechas, entonces ya la familia no está
obligada a centrar la atención sobre ellas y se abre la
posibilidad de que se asuma como prioritario otro tipo de
necesidades. Aquí caben dos grandes posibilidades. La
primera es aquella que ve en el lucro, la
ostentación y el tener el sentido
más profundo de la convivencia familiar. En este caso
también se hiperboliza la dimensión
económica, pero ya no en función de la
satisfacción de las necesidades elementales, sino para
ostentar, para tener siempre más y mejor. El lucro, el
poder y el prestigio se asumen como sinónimos. El
éxito se identifica con los altos niveles de consumo y se
busca a cualquier precio. Corrupción, individualismo,
egoísmo son "valores" (más bien anti-valores) que
por lo general se asocian a este tipo de psicología, muy
ligado a la competencia (para triunfar yo tienen que fracasar
muchos otros) y, por lo tanto, a la anti-solidaridad y el
anti-colectivismo.

Claro que este sistema de "valores" funciona más
allá del seno familiar, en un contexto social más
amplio, pero casi siempre se refleja también en la familia
y tiene en ella sus formas específicas de
manifestación. En no pocas ocasiones, incluso, se
trasladan al ámbito familiar las relaciones de contrato
típicas de los vínculos mercantiles. Las propias
parejas o matrimonios se constituyen muchas veces por
conveniencia económica. El concepto de "buen partido" se
refiere, ante todo, a aquella posible pareja que, más
allá de cualidades humanas, representa potencialmente un
buen "socio" en el vínculo matrimonial. El matrimonio en
tales casos equivale a un trato que actúa en detrimento de
la lógica afectiva que debe predominar en la familia. Es
característico de este tipo de familia que el que
más tiene o el que más aporta económicamente
sea el que manda, el que instituye las normas y valores. Quien
menos tiene o menos aporta se considera dependiente, subordinado,
sumiso, tolerante ante el abuso, el maltrato o el adulterio. Como
resultado se produce una degradación moral de las
relaciones familiares, una especie de prostitución
familiar (de hecho, el hombre o la mujer que entra en una
relación de pareja con esta finalidad se está
vendiendo a sí mismo), que necesariamente se traslada como
modelo a los hijos y crea un inadecuado ambiente educativo para
el fomento de altos valores espirituales. Como resultado, el
niño o el joven tiende a reproducir a su escala la misma
psicología, la psicología del valor de cambio, del
"todo vale siempre que sea vendible", lo cual dificulta en
él la distinción moral entre el bien y el mal. Esa
es la gran limitación axiológica del mercado, que
puede igualar en precio, en la abstracción del valor de
cambio, lo más sublime y lo más bajo, las mejores y
las peores cosas. No ha de extrañar entonces que un joven
que ha crecido en un ambiente familiar donde prevalecen las
relaciones contractuales, se convierta en un mero agente
mercantil, un vendedor de drogas o de cualquier cosa.

La otra forma posible de construcción familiar es
aquella en la que se coloca en un primer plano las necesidades
vinculadas al desarrollo de la calidad de vida. Es
éste realmente el más deseable tipo de familia por
su superioridad axiológica. Aquí, por "calidad de
vida" se entiende sobre todo el ser y no tanto, o no
exclusivamente, el tener. Por supuesto que es
legítimo en toda familia la aspiración al
desarrollo material, a alcanzar cierto confort dentro de
determinadas normas racionales. Estos elementos
lógicamente deben formar parte del proyecto de vida de
cualquier familia. Pero este tener se encuentra, dentro
de este tipo de familia, subordinado al (y en función del)
ser. Aquí el centro es lo humano mismo, lo
genéricamente valioso; no el valor de cambio, sino el
valor de uso de las cosas, asociado a las necesidades humanas que
satisfacen. En otras palabras, los objetos sobre todo interesan
por su valor cognoscitivo, utilitario, estético,
artístico, moral y no por su precio o por su capacidad de
cambio. Debido a esa razón, los intereses intra-familiares
se desplazan hacia lo educativo, lo cultural, lo social, lo
filosófico, lo ecológico, lo político
(entendido este último no en su versión corrupta,
como medio de vida dirigido a la obtención de ingresos
fáciles, sino en tanto proyección de una sociedad
más justa y equitativa).

Al colocar a lo humano en el centro mismo de la
atención, los valores que tal tipo de vida intra-familiar
debe engendrar estarán asociados a la solidaridad, la
justicia, la reciprocidad, el apoyo mutuo, el respeto por el
otro, lo cual debe reflejarse en su interior en relaciones
más democráticas, en una praxis de real igualdad de
géneros y en el cultivo de una elevada sensibilidad y
espiritualidad,. En su influjo sobre los hijos, este tipo de
familia tendrá más posibilidades de fomentar y
preparar individuos distintos, más solidarios, más
preparados para la construcción de una sociedad mejor, aun
cuando se enfrenten a un mundo exterior axiológicamente
adverso del que emanen otros dictados valorativos.

En este último caso, la familia puede actuar, si
sus relaciones son bien coordinadas y dirigidas, como una especie
de refugio de valores, como antídoto contra las negativas
influencias valorativas que provienen de una sociedad en crisis.
Claro que esto no significa una práctica educativa en la
que a los hijos se les dibuje un idílico mundo de
fantasías ajeno al mundo real. Los jóvenes han de
ser preparados para lidiar con esa realidad que alguna vez
tendrán que enfrentar de manera autónoma, pero
también para que no se dejen arrastrar por ella, si es que
para entonces mantiene su contenido axiológico
adverso.

Hemos tratado de dibujar a grandes rasgos tres formas
posibles de familia, típicas del mundo de hoy, que
responden a prioridades distintas en las relaciones
intra-familiares: la subsistencia, en el primer caso; el lucro y
la ostentación, en el segundo y el desarrollo de la
calidad de vida, en el tercero. La primera es una forma obligada
por las condiciones de existencia de la propia familia, las otras
dos son el resultado de una determinada opción
ética entre el tener y el ser como los
criterios básicos para la estructuración familiar.
Se trata apenas de tres modelos teóricos que nos permiten
comprender de manera más concreta los posibles
vínculos entre familia y valores. Aunque todos podremos
encontrar un correlato real para cada uno de estos modelos, ello
no significa que no existan de hecho muchas familias que ocupen
posiciones intermedias entre ellos, en las que encontramos rasgos
típicos de dos o, incluso, de las tres formas de familia.
Es posible también el tránsito de una misma familia
desde un modelo a otro, en dependencia del cambio de sus
condiciones de vida o de cierta revaloración ética
de su estructura. Las propias circunstancias sociales que
envuelven a la familia pueden provocar el tránsito en uno
u otro sentido. El último modelo descrito se corresponde
con cierto deber ser, necesario para dirigir el trabajo
de orientación familiar en lo que a valores se refiere,
sobre todo, por la incidencia positiva que sus atributos pueden
tener en la formación de valores en los hijos.

Por una nueva relación entre familia
y sociedad

Precisamente por este lugar tan significativo que ocupa
la familia en la formación de valores en los niños,
en los jóvenes, en las nuevas generaciones, resulta de
vital importancia potenciarla como grupo humano. La familia
representa un marco insustituible para fortalecer lo moral y los
más altos valores en el mundo de hoy.

Claro, no ha de tomarse a la familia como chivo
expiatorio
de todos los problemas que existen en la sociedad
y que necesitan un enfrentamiento particular. No debe olvidarse
que la familia no existe en abstracto, sino en un contexto social
determinado que favorece u obstaculiza la labor formativa de la
propia familia. La incidencia de la familia sobre los
niños y jóvenes tiene sus límites y estos
últimos no deben ser olvidados. Por eso no podemos pensar
que la transformación de la familia en el sentido
axiológico que aquí hemos descrito es ipso
facto
la solución de los problemas del
mundo.

Pero, al mismo tiempo, la familia puede ser un
importante antídoto a la cultura de la racionalidad
instrumental, donde todo -incluso los otros seres humanos- es
asumido con mentalidad de cálculo, a través de la
relación costo-beneficio, como medio o instrumento para
fines mercantilistas o lucrativos. Por las relaciones
esencialmente afectivas y humanitarias que le son consustanciales
y naturales, la familia puede convertirse en el germen, el
embrión, de relaciones comunitarias cada vez más
amplias, donde al ser humano se le asuma no como medio, sino como
fin y valor más alto.

Ya habíamos descrito un tipo de familia en la que
el contrato se traslada desde la sociedad hasta el ámbito
familiar. Pero eso es no sólo antivalioso -y en cierto
sentido anti-humano-, sino también antinatural. La
constitución misma de la familia tiene un basamento
biológico, natural, dado por el necesario apareamiento
para la procreación y el vínculo de dependencia de
los hijos en relación con los padres. La
conservación de la especie necesita de nexos familiares
afectivos y no contractuales. El segundo modelo aquí
presentado es, en realidad, una enajenación de la forma
natural de familia. Lo natural en ella son las relaciones de
afecto, de amor, donde predomina no la venta, sino la entrega
gratuita de lo mejor de cada uno, el deseo de ofrecer sin pedir
nada a cambio, el desinterés material, el
altruismo.

De lo que se trata, entonces, es, no de mercantilizar
las relaciones familiares, sino más bien a la inversa, de
familiarizar las relaciones sociales, de extender los
vínculos de afecto, naturales a toda familia, hacia la
sociedad, como prototipo o deber ser de
cualquier relación humana. Para lograr el tan anhelado -y
hoy más necesario que nunca- mundo nuevo, centrado en lo
humano mismo, habrá que trabajar entonces -aunque no sea
por supuesto lo único que haya que hacer- sobre el
perfeccionamiento de la familia.

[1]
Propuesta presentada y desarrollada en el capítulo
introductorio del presente libro.

[2]
Patricia Arés Muzio: "Familia, ética y valores en
la realidad cubana actual", Temas, La Habana, 1998,
N.15, p. 59 (el destacado es nuestro). Deseo reconocer que el
excelente artículo de Patricia Arés nos ha servido
de fuente inspiradora para muchas de las reflexiones sobre la
familia aquí presentadas.

[3] Idem,
p. 63

[4] Un
análisis más detallado de la sintomatología
característica de la crisis de valores que afecta
parcialmente a la realidad cubana actual y, en especial, a los
jóvenes, puede encontrarse en: José Ramón
Fabelo: Retos al pensamiento en una época de
tránsito
. Edit. Academia. La Habana, 1996, pp.
165-169.

EDUCACIÓN EN VALORES

TEMA 7

La
Educación Ambiental: una estrategia flexible, un proceso y
unos propósitos en permanente
construcción

EL ESTUDIO COLOMBIANO

1. Contextualización

Dado que desde la década del 70 en el
ámbito internacional [Conferencia de Estocolmo (1972),
Seminario de Belgrado (1975), Conferencia de Nairobi (1976),
Reunión de Tbilisi (1977), Encuentro de Moscú
(1978), Conferencia de Malta (1991), Seminario de El Cairo
(1991), Acción 21 (1992), Conferencia de Río
(1992), Encuentro de Chile (1995), Encuentro de Cuba (1995),
Encuentro de Paraguay (1995), entre otros], se hacía cada
vez mayor la preocupación por encontrar soluciones a la
crisis ambiental y que para esto se planteaba la Educación
Ambiental como una de las estrategias fundamentales, en Colombia
se venían aplicando propuestas que apuntaban a la
inclusión de la dimensión ambiental como uno de los
componentes fundamentales del currículo de la
educación formal y de las actividades de la
educación no formal.

Entre estas propuestas sobresale la expedición
del Decreto 1337 de 1978, derivado del Código Nacional de
los Recursos Naturales y Renovables y de Protección del
Medio Ambiente (expedido en 1974), el cual, si bien presentaba
limitaciones por cuanto su perspectiva era fundamentalmente
conservacionista, por lo menos ubicaba el tema de la
educación ecológica y la preservación medio
ambiental en la agenda de discusiones del sector educativo.
Así mismo, las propuestas que en el ámbito de la
educación no formal venían presentando diversas
organizaciones no gubernamentales del país, propuestas que
aunque también introducían limitaciones similares a
las anteriores en lo que a la perspectiva y al enfoque se
refiere, eran un buen esfuerzo por hacer consciente a la
población sobre sus responsabilidades con respecto al
ambiente.

1.1. Hacia una propuesta nacional de Educación
Ambiental

Una vez expedida la Constitución Nacional de
1991, el Ministerio de Educación Nacional, al tanto de las
responsabilidades que la Carta Magna le asigna al gobierno (en
particular al sector educativo) y a la sociedad civil en lo que a
Educación Ambiental se refiere, se planteó la
necesidad de poner en marcha un programa que apuntara a responder
al reto propuesto en dicha Constitución y que atendiera a
la necesidad de incluir, de forma sistemática, la
dimensión ambiental tanto en el sector formal como en los
sectores no formal e informal de la educación, en el marco
de sus competencias y responsabilidades.

El Programa de Educación Ambiental del Ministerio
de Educación Nacional nació, entonces, como
respuesta a estas necesidades. Con miras a concretar la
misión, las estrategias y las metodologías de
trabajo que se constituirían en el eje central de dicho
Programa, en 1992 se firmó un convenio con la Universidad
Nacional de Colombia. El objetivo de este convenio era impulsar
un equipo interdisciplinario de trabajo, conformado por
profesionales del Ministerio de Educación y del Instituto
de Estudios Ambientales de la Universidad Nacional (IDEA). La
función de este equipo era empezar a explorar las
posibilidades estratégicas, conceptuales y
metodológicas, entre otras, de la Educación
Ambiental; reflexionar en torno al concepto de formación
integral (campo específico de la Educación
Ambiental), de lo que en este aspecto estaba sucediendo en el
país en el campo de la Educación Ambiental, y
buscar caminos para orientar a las regiones en sus procesos para
el logro de resultados en materia de formación de nuevos
ciudadanos y ciudadanas, éticos y responsables en sus
relaciones con el ambiente, uno de los fines últimos de la
Educación Ambiental.

El haberse planteado la necesidad de llevar a cabo esta
exploración y esta reflexión partió del
reconocimiento de que la Educación Ambiental no era nueva
en el país. De hecho, se sabía de los esfuerzos que
estaban haciendo personas y organizaciones tanto del sector
educativo formal como del no formal, para trabajar en sus
proyectos y propuestas la dimensión ambiental.

Sin embargo, existía el convencimiento de que
había que partir de una sistematización de lo que
se estaba haciendo, para construir bases sólidas que
permitieran seguir nuevos rumbos y alcanzar logros más
amplios. Se partía de la premisa de que la
Educación Ambiental tiene en el país más de
20 años y de que ha sido promovida, dinamizada y
propiciada fundamentalmente por las ONGs y por algunas
instituciones gubernamentales que han dirigido sus esfuerzos,
tanto financieros como de potencial humano, hacia procesos o
actividades en esta materia.

La forma como nació el Programa de
Educación Ambiental en el Ministerio de Educación
Nacional, se relaciona de forma directa con la orientación
que se le ha dado en las diferentes etapas por las cuales ha
atravesado. Del equipo interdisciplinario que se formó
inicialmente hacían parte, como se dijo anteriormente,
profesionales del IDEA y del MEN, provenientes de diversas
áreas del conocimiento: filosofía, trabajo social,
comunicación social, economía, biología,
pedagogía y didáctica del ambiente,
fundamentalmente.

Estos profesionales contaban con conocimientos y
experiencia reconocidos en los campos de lo ambiental y de la
investigación pedagógica y didáctica.
Estuvieron presentes en la primera parte del proceso de
conceptualización de la Educación Ambiental y en
toda la reflexión con los diversos actores regionales, a
propósito de lo que es y ha sido la Educación
Ambiental, sus fundamentos filosóficos, sus
porqués, sus para qués y sus
cómos.

Todas estas reflexiones se hicieron y se siguen haciendo
en el contexto de la necesidad de contribuir a la
formación de ciudadanos y ciudadanas capaces de
relacionarse en forma adecuada con el ambiente, teniendo en
cuenta las necesidades actuales y las propuestas de desarrollo
sostenible que se vienen construyendo en las diferentes regiones
del país, con el ánimo de trascender logros
aislados y momentáneos en materia de manejo de los
recursos naturales y del entorno.

Estas reflexiones iniciales condujeron a la necesidad de
reconocer en el país el trabajo que se venía
desarrollando en materia de Educación Ambiental, ya que
había preguntas a propósito de la
apropiación de los conceptos fundamentales para los
procesos, tales como, por ejemplo, el concepto de ambiente y el
de Educación Ambiental.

Las conceptualizaciones y estrategias planteadas en
foros y seminarios internacionales formaban entonces un ambiente
propicio para mirar lo que estaba sucediendo en el campo de la
Educación Ambiental en Colombia, dado que en esos eventos
se venían discutiendo y delineando políticas
globales muy importantes sobre el tema.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6
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