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El camino de los muertos




Enviado por rodemil espinoza



Partes: 1, 2, 3

  1. El contacto
  2. El regreso
  3. Vida de campo
  4. Cuidando sus hermanas
  5. Su formación política
  6. La Reforma Agraria
  7. El amor
  8. La prédica
  9. Decadencia del fundo
  10. Haciendo justicia
  11. Estudiando en Santiago
  12. La miseria
  13. Matrimonio por dinero
  14. Volviendo al terruño
  15. Un accidente
  16. Vida después de la vida
  17. En el hospital
  18. El milagro

El contacto

Don Calíboro parecía ser un campesino de aquellos que bajan cierto tiempo de las montañas para aprovisionarse de víveres en la ciudad.

Vestía humildemente como lo hacía la gente de los campos de la época y en lo que sería su mejor pinta, como la que todos usaban cuando bajaban al pueblo en esas ocasiones. Su vestimenta consistía en un pantalón de mezclilla que cuando nueva era de color azul, tono que ya mostraba escasamente y en algunas partes evidenciaba la necesidad de colocarle algún parche por lo desgastado de la tela.

Calzaba hojotas fabricadas de neumáticos de vehículo y buenos correones curtidos extraídos del cuero de algún vacuno, lo que indicaba una "posición social" de cierto nivel para aquellos lugares, y lo diferenciaba de quienes cuyas hojotas eran de cuero bruto del animal, las que con la lluvia se remojaban y se ponían resbalosas como jabón, cuando no el sol las resecaba apretando los dedos de los pies en un suplicio que no se pasa hasta que se colocan a remojar para ablandarlas.

Sus calcetines eran de lana blanca y franjas negras bien lavados y su chaqueta de tela a rayas había sido de buena calidad en su origen y parecía ser adquirida de segunda mano en esos puestos callejeros que existen en todas las ciudades, por cuanto la talla no le alcanzaba a abrochar los botones en su barriga dejando ver su chaleco hilado y tejido en el campo, con franjas de lana negra y blanca, sobre una camisa de tocuyo sin cuello y sin abrochar que dejaba ver su pescuezo oscuro quemado por el sol y su fuerte contextura física. Su rostro lucía cubierto por una espesa barba pintando canas y cabello castaño emparejado por algún aficionado que disponía de tijeras para esos y otros menesteres del campo.

Lo conocí en Traiguén un Invierno, al coincidir uno de mis viajes en carreta a vender madera, trabajo que mi padre nos encomendaba desde muy niños.

Don "Cali", como le decían, llevaba una manta de castilla al hombro y sombrero negros; entrando al almacén saludó quitándose el sombrero y dejando ver su cabello desordenado y semi transpirado. Su cortesía y su contextura física sobresalían del común de las personas, razón por lo que llamaba la atención, en especial a mí que era un niño de trece años que no le despegaba la vista.

Mis miradas inquisitivas no pasaron desapercibidas de don Cali quién celebró que a esa edad mi padre me mandara a la ciudad a realizar un trabajo que generalmente lo hacían los adultos.

Noté que se compadeció profundamente de mí, que a pesar de llevar ropa gruesa tiritaba de frío y apenas podía cargar un cajón de azúcar como de treinta kilos para ubicarlo sobre mi carreta. Se ofreció ayudarme a cargar mi vehículo y aprovechó de pedirme si lo podía llevar con su carga de provisiones hacia su campo que quedaba por el mismo sector, por cuanto siempre viajaba a pié en estas circunstancias, según me explicó.

El regreso

Convenida nuestra vuelta acompañados, lo que a mí me daba mayor seguridad, esperé a que terminara su pedido el cual pagó con pepitas de oro que extrajo de un cacho de animal atado al interior de la cartera de su chaqueta y nos dispusimos a encontrarnos al día siguiente de madrugada en una hospedería que quedaba a la salida de la ciudad donde los campesinos guardaban el apero, la carreta con la carga y se forrajeaban los bueyes.

Rayando el sol salíamos hacia Huiñilhue para detenernos en la cuesta de los Vertesis donde había una vertiente de agua limpia, tomamos desayuno y descansaron los animales. El camino estaba ripiado hasta el puente de Huiñilhue y debido a que no se podía tomar la variante recién construida por estar interrumpida debido a las lluvias invernales, tuvimos que irnos por el camino viejo que aparte de ser más largo era de cuestas más pronunciadas. Recién remontamos la cuesta pasado el medio día "con el sol quemando" e hicimos un nuevo descanso para almorzar en El Avellano, aprovechando otra vertiente de agua natural donde hacen lo mismo todos los carreteros que hacen el viaje de Pichi a Traiguén, e incluso gente de mucho mas adentro, de lugares mas lejanos, cercanos a Tirúa, de donde ida y vuelta son cuatro a cinco días por lo menos. La tarde se estaba nublando por lo que yo estaba "medio asustado" por cuanto todavía me faltaba cruzar el Pantano, el Barro Malo y otros lugares del camino donde al llover el barro gredoso llegaba hasta la "guata" de los bueyes.

El viaje lo había sentido cortísimo en tiempo por cuanto don Calíboro resultó un conversador muy interesante y ameno que empezó inquiriendo sutilmente sobre mi vida empezando de donde era y quiénes eran mis padres, donde estudiaba, etc.

Le conté que había terminado la sexta preparatoria de once años y medio y que no tenía ninguna posibilidad de seguir estudiando por lo que llevaba casi dos años sin ir al colegio.

  • Y tú tienes realmente ganas de estudiar, me pregunta.

  • Es lo que más me gustaría, le respondí.

  • Partes: 1, 2, 3

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