Cortante como suele la nevada
Llenar de hielo montes
espaciosos.
Tejió el dolor suspiros donde,
hermosos,
Vencer pudieron, antes de la
helada,
Sus labios una larga madrugada
Que, a media tarde, trajo sus
reposos.
Y se apagó la lumbre donde
bella
Más clara pareció que el sol
luciente
Su mágica pupila, clara
estrella.
Cedió la vida y fuese
lentamente,
El feudo abandonando y la
querella
Que defender no pudo
débilmente.
Soneto XXI
No olvidarán jamás su risa
tierna
Aquellos que con gala recibieron
Su gracia, al contemplarla, y la
quisieron
Igual que ella los quiso, alma
materna.
El llanto los conduce y los
gobierna,
Callado pero firme, pues
supieron
Sin lágrimas llorarla y lo
tuvieron
Como un dolor discreto, herida
interna.
Y yace ya, mas tuvo ayer más
vida,
La rosa más templada y más
ligera
De cuantas vio la tierra, allí
dormida.
Será el sueño morada, aunque
severa,
De su sonrisa dulce y atrevida,
Al apurarse triste dondequiera.
Soneto XXII
La hierba dormirá herida en el
suelo
Y pasarán los osos la
invernada,
Y, triste en el silencio de la
nada,
El mundo será niebla bajo el
cielo:
Podrán buscar las aves otro
suelo
Dormido en los secretos de la
helada,
De nuevo impertinente, y la
nevada
El bosque harán de blanco
terciopelo.
No quedarán más rosas ni
más flores
Que al campo den su vida como
antaño,
Ni el sol verá en la tierra
más colores.
En cambio, no fue el viento quien el
daño
Dejó impreso en tu rostro y los
temores:
El beso fue estival, mediando el
año.
Soneto XXIII
Rozar no pudo el hielo limpio y
duro
De aquella madrugada con
empeño
La aurora que, llenándonos de
ensueño,
Corrió feliz y rápida en su
apuro.
Rozar no pudo el cielo el aire
puro
Al verla despertar a un nuevo
sueño
Ni darle su mansión, de la que
dueño
Dejó un corcel hermoso pero
oscuro.
Al viento irá su voz, irá su
aliento,
Cruzando, con la tarde los
espacios
Que duermen ya la calma de su
suerte.
Será ilusión su voz en un
momento
Y luego será sueño en los
palacios
Del aire de la nada y de la
muerte.
Soneto XXIV
Robaron la ambición de un sol
valiente
Que quiso derramarse con la
vida,
Que, abriendo del crepúsculo la
herida,
Corrió por los paisajes
sanamente.
Robaron su color, que,
reluciente,
Del sueño despertó al alba
dormida,
Llamándola al lugar donde,
escondida,
También se derramó como una
fuente.
Robaron un sol claro de altos
vuelos,
Su gracia, su belleza, su
hermosura,
Así como la luz la
madrugada.
Robaron los colores de los
cielos,
Sus claros, sus azules, la
hermosura
Que pronto diluyeron en la nada.
Soneto XXV
Rindióse el sol y, muerto en su
torrente,
Dejó volar su luz, que, ya
sombría,
Las brasas entregó a la noche
fría
Para ocultar después su bella
frente.
Desfalleció y rindió el
bastión valiente
La vida que en sus ojos se
encendía,
Sabiendo que moría con el
día
La fuerza de su espíritu
doliente.
Murió la brisa suave y la
mañana
Vistió el color callado del
olvido,
Tras el coral febril que se hizo
oscuro.
Mas ya faltaba el brillo que,
lozana,
En su mirar buscó, si ya
vencido,
El aire que al rozarla fue más
puro.
Soneto XXVI
Lucero hizo el color que hirió una
estrella
Brotando en las antorchas con
holgura,
Para, al llenar un vuelo de
ternura
Y luz, dejarla arder y arder en
ella:
Más clara pudo herir la luz
más bella
Con su puñal de sol y de
hermosura,
Que el cuarto iba llenando de
blancura
Quién sabe si la muerte o una
querella.
Más clara pudo herir, y hacerlo
pudo
Con besos traicioneros y
engañosos
Que el aire vicia si se queda
mudo.
Así Pilar los ojos aún
hermosos
Cerró al aire fatal, aire
desnudo,
Pincel sin luz de versos
mentirosos.
Soneto XXVII
La luz cubrió su pelo y tornó
helada
La magia del cabello que
igualaron
Las nieves que su frente
dibujaron,
Y el tiempo con su rauda
pincelada.
Torrentes de alegría en su
mirada
Recordarán los años que
volaron,
Y el brillo que sus ojos
alumbraron
Como el color que vierte la
alborada.
También su risa bella se ha
apagado
Como un suspiro triste de
mañana
Que lento muere dado al aire
cierto.
Su pelo bello fue, si bien
nevado,
Y en su mirar hallé la luz
temprana
De la niñez febril trocada en un
desierto.
Soneto XXVIII
Las llamas de la antorcha que
prendías
Con gana, en tus mirares
perezosos,
Del alba los corceles orgullosos
Negaron cuando más los
encendías.
La luz que te envidió cuando los
días,
Quién sabe si enojados o
envidiosos,
Corrieron de la vida silenciosos
Añora ya la llama que
tenías.
Silencio es tu mirada donde
sueña
Con gozo del sosiego en un
retiro
Que la hace ser del cielo entero
dueña:
Silencio es tu mirada o es
suspiro
Que gime y se lamenta o se
despeña
Sobre el espacio en blanco de un
papiro.
Tercera parte
"Los lanceros del
ocaso"
Para Gervasio
Soneto I
Partió de nuevo el buque, y, como un
beso,
Siguió su estela hermosa
dolorido,
Un pensamiento triste ya
advertido
Pues este viaje emprende sin
regreso.
De nuevo marca el rumbo, si
travieso,
Parece alegre el viento que,
encendido,
Las velas llena al fin y oye el
sonido
Que causan, sin poder tenerlo
preso.
No volverá la nave que del
puerto
Volver a recordar algo quisiera,
Mas sí será por todos
recordado.
Naufragará en el ancho
desconcierto,
No ya de tantos años de
costera,
Palacio a las espumas entregado.
Soneto II
El puerto abandonó y un sol
ligero
Lo vuelve a recordar, que, en su
mirada,
Alumbra el mar, la magia
ensortijada
Del ponto que esculpió su mar
sincero.
Dejó esta costa ya, viajó al
lucero
Que, coralina, vierte la
alborada,
Y en púrpura la enseña
disfrazada
Nos muestra, al despertar al mundo
entero.
Será, entre algas y conchas, sin
apuro,
Más larga que otras esta
singladura
Buscando el fondo, siempre más
oscuro.
No lo verá la aurora, cuando,
pura,
Sospechará su nombre, allí
más puro,
Haciendo de su sueño una
armadura.
Soneto III
Será nieve la espuma que se
crece
En un templo de furia, será
hechizo,
Rumor será y un beso de
granizo
Si no es silencio al fin, donde
amanece.
Será la timidez, cuando se
mece
Callado entre los cielos e
invernizo,
Un sol que, sobre mares, se
deshizo,
Si no es la tarde débil que
perece.
Será tal vez el mar que,
generoso,
Sus extensiones muestra y su
belleza,
Eterno como el cielo y
quejumbroso.
Será el verso que, dicho con
firmeza
El aire cortará cuando,
alevoso,
Pronuncie un pensamiento de
tristeza.
Soneto IV
No quiso dar sus lágrimas al
cielo
Que al sol dejó, con tímida
prudencia
Llorar, desde su azul, aquella
ausencia,
Cruzando el horizonte por su
suelo.
Acaso despertó mayor
desvelo
La furia de los mares, su
impaciencia,
Queriendo darle paz en la
aquiescencia
De las profanidades de su suelo.
Sonó una melodía
contenida
Y en un adiós sin voz, junto a las
olas,
Su voz cubrió una brava
sacudida.
Su espíritu, entre raras
caracolas,
Reposo halló, ya lejos de la
vida,
Donde la espuma teje sus
cabriolas.
El crepúsculo
Desnudó el tiempo dorado
Al crepúsculo, su
hechizo,
Mezclando un cielo rojizo
Y un astro alegre y callado.
Deshizo el cielo el bordado,
Y, al declinar sin esmero,
Descansó el sol, su
lucero
Durmió en paz donde,
agitadas,
Las olas dibujó airadas
Sobre un extraño platero.
Se hizo silencio y olvido
El rumor que, con las olas,
Ruido fue de caracolas,
Mansión, palacio dormido,
Y, en el cielo, malherido,
Valiente acaso y entero,
Cayó el sol y su sendero
Borraron, desenfrenadas,
Del mar las olas cansadas
Sobre un extraño platero.
Dibujo fue en las alturas
Aquel potro desbocado
Cuyo rayo derrotado
Iluminó las llanuras,
Las frondas, las espesuras,
Y, renunciando a su fuero,
Dejó de arder con esmero
Y sus luces apagadas
Reflejó el mar,
hechizadas,
Sobre un extraño platero.
Sueño halló por los
paisajes,
Sueño que, como oro
viejo,
Ardió en un raro reflejo
Por recónditos parajes,
Y, harto ya de tantos viajes,
Inclinándose, sincero,
Sin luz quedó el mundo
entero
Cuando se vieron doradas
Las estrellas embrujadas
Sobre un extraño platero.
Soneto V
La espuma alegre revolvió en los
mares
Aquel viento dichoso que
bullía,
Mirando a un cielo azul donde
solía
El sol vestir de ocaso sus
altares.
Las olas, con graciosos
malabares,
Las olas agitaron cuando el
día,
Perdido casi en sombra,
renacía,
Tejiendo sus crepúsculos
lunares.
El sol cayó y, unida al
pensamiento,
Quedaba la memoria lastimosa,
Aireada por las brisas, por el
viento.
Cuajó el cristal la sombra
silenciosa,
Herido por la helada, cesó el
viento,
La noche llegó triste y
perezosa.
Soneto VI
Halló el descanso, el sueño
merecido,
La paz halló, la calma en un
torrente,
Cruzando el mar, que, alzada de
repente,
El horizonte mira en el olvido.
Es mar su pecho, que, en el mar
dormido,
El premio cobra en calma donde,
hiriente,
La espuma salta y corre
irreverente,
Como un sepulcro digno al ya
vencido.
El fondo es, sin embargo, ese
remanso
Donde se viste el agua para el
sueño,
Sus rizos disfrazando de
descanso.
Neptuno lo acogió y él es su
dueño,
Que halló la paz en un palacio
manso
Que el mar agita con más loco
empeño.
Soneto VII
El puerto dejó atrás y el mar
abierto,
Como un aventurero entre las
olas,
Buscó, y el sol que agita sus
cabriolas,
Buscando otros lugares, otro
puerto.
Las velas desplegó por un
desierto
Acuático de mares, donde, a
solas,
Buscar en lo profundo caracolas
Pudiera el alma bajo un velo
incierto.
Al mar volvió, volvió al azul
dormido,
El alma, la materia que, a la
espera.
El fondo hallará bello y
reposado.
El puerto dejó atrás,
viajó al olvido,
Las velas desplegó hacia otra
costera
Donde acogió al ocaso el mar
airado.
Soneto VIII
Al mar tornó de nuevo el
marinero,
Palacio de cristal donde, ya
muerta,
La luz sorprende entre la espuma
incierta
Que traza el sol que prende su
sendero.
La luz ardió del alba y un
lucero
Los cielos alcanzó donde,
despierta,
La voz de la mañana se
concierta
Con mares de silencio
traicionero.
Ardió la tarde y luego su
camino
Que el sol herido sigue, paso a
paso,
Alegre hizo llegar a su destino.
Ardió después la noche, y el
ocaso,
Errante, silencioso y peregrino,
Su torre dejó al sueño con
retraso.
Soneto IX
No pudo consumir lo que la
muerte
No quiso para sí el ardiente
fuego,
Que el alma rescató de un reino
ciego
Su espíritu fugaz, libre a su
suerte.
No pudo consumirlo, fue más
fuerte
La sed de la ceniza, a cuyo
ruego,
Lo vio navegar mares de sosiego
La calma que en los mares hoy se
advierte.
No pudo desatar de las espumas
El alma aquella llama que,
encendida,
Con fuerza ardió, si no con tanto
brío.
Cruzar el mar podrá, volar las
brumas,
Gozar la libertad más
atrevida,
El aire atravesar a su
albedrío.
Los corceles de la tarde
Lucieron gran hermosura
Al recorrer viejos cielos
Los corceles de la tarde,
Que, en un torrente, ligeros,
Sobre cordales viajaron
Y extensos mares vencieron,
Enseñando su belleza
Del más claro y blanco
acero.
Les dio la aurora blancura,
Los hizo el ocaso verso
De corales encendidos,
Encendieron sus reflejos
Los paisajes al mirarlos
Sobre la altura del cielo,
La llamarada envidiando
De los potrillos traviesos.
Corrieron la altura toda
Y la carrera vencieron
Para en púrpura vestirse,
Para enterrarse en el cieno,
En los velos que la noche,
Haciendo oscuro el silencio,
Y, dejando que, escondida,
Teja la helada sus hielos.
Soneto X
La escarcha de su voz ecos
extraños
Halló en el aire donde aquel
hechizo
Su risa hizo volar como el
granizo,
Herido del invierno de los
años.
Brotó alegre la fuente y en los
caños
De su sonrisa el hielo se
deshizo,
Y luego buscó el mar en cuyo
rizo
De espumas recibiera tantos
daños.
Susurran hoy del viejo marinero
Las olas mil canciones en las
calas;
Del sol las canta en tierra su
lucero.
La aurora y el ocaso con sus
galas
Nos pintan su perfil, el cielo
entero,
Que quiere a las espumas dar sus
alas.
Soneto XI
La herida en hielo ardió y la luz
cobarde
Que en verso alzó los mares que
retrata,
El ponto amó, por donde se
dilata
La llama de la altura donde aún
arde.
Fue el fuego de un torrente aquella
tarde
El que imprimió la luz bordada en
plata,
Un sol que tejió el cielo de
escarlata,
Reflejo en que cuajó con vano
alarde.
La costa el sol miró, que,
vagabundo,
Al declinar, un pájaro sin
plumas,
Aquel bajel halló de mundo a
mundo.
Las olas se encresparon, las
espumas,
Los besos de la brisa, y,
moribundo,
Dejó un rayo de sol sobre las
brumas.
Soneto XII
Llegó a puerto el coral que se
encendía,
Antorcha al despertar de la
alborada
Que el cielo rompe, siempre
alborotada.
Como un lucero hermoso con el
día.
La noche un velo trajo en que
dormía,
Donde dejó la paz la brisa
helada,
La luz de las estrellas reposada
Que el alba con su nueva luz
rompía.
Siguió la vida, en fin, y nuevos
soles
Traerán los ciclos a adornar el
cielo,
Que vestirán de nuevo su
blancura.
Allí hallaremos nuevos
arreboles,
Memoria allá en los mares y un
consuelo,
Sabiendo que lo abraza el agua
pura.
Autor:
José Ramón Muñiz
Álvarez
2005-2208 © José Ramón
Muñiz Álvarez
"Las campanas de la muerte"
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