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Los dados mágicos (Novela) (página 3)




Enviado por Fandila Soria



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9

La Estrella estaba posada sobre la plataforma, como un
ave exótica tendida al sol. La astronave aún
permanecería cerca de un mes, sobre el campo de
ensamblaje, al aire libre. Revestida de su flamante fuselaje y
sus velas blancas esperaba, paciente como una novia.

En su residencia, no muy lejos y al otro lado de las
protecciones, el matrimonio Zarela discutía.

—Aldés no te puedes ir. Yo no podría
soportarlo.

Los dos yacían sobre la cama, tiesos y
envarados.

—Y qué quieres que le haga.

—Renuncia. Hazlo por mí.

—No podría. Compréndelo.

—Pero esto es demasiado. Quedaré tan sola
como si hubieras muerto.

Mujer, no digas esas cosas. No barruntes
infortunios. Tú sabes que volveremos pronto. El
éxito está garantizado.

— ¿Y yo? ¿Está garantizado
que estaré cuando llegue el regreso?
¿Volverás a verme?

—Hasta ahí estamos. La vida no la tenemos
atada a ningún trapo.

Los ojos de Noyndia estaban bañados en
lágrimas. Su estilizada figura se quebraba ahora,
acurrucada junto a él.

—Como no sea que te largues con otro…
—dijo él sin inmutarse.

—Así debiera de ser.

— ¿Tan mal me quieres?

— ¿Y el tuyo, es buen querer, que prefieres
cumplir tu obligación, antes que cumplir
conmigo?

Aldés permanecía
inmóvil.

—Yo no lo he elegido.

— ¿Ah, que no? ¿Y quién
entonces?

—Cuando yo elegí este camino, nunca
pensé que me caería esto —La miró a
los ojos—. O crees que a mí me entusiasma un viaje
tan largo.

—Mitad y mitad —Meneó la
cabeza.

—Tú no lo entiendes. Sólo hablas
desde tu punto de vista. Esa es mi responsabilidad, y sobre
mí ha recaído este peso. Y en parte, no
debería de decírtelo, ha sido por nuestro
hijo.

— ¡No digas tonterías! —Le
empujó con rabia por el hombro—. Sólo tienes
que escurrir el bulto. Puedes mandar a otros. De hecho, tú
papel aquí es más importante.

Aldés Zarela rompió a carcajadas.
Abrazó a su mujer y la rodó por encima hasta su
otro costado.

—Qué deliciosamente ingenua eres… El
proyecto me ha atrapado sin remedio como a tantos otros, he
empeñado mi palabra. Hoy por hoy, nadie como yo
está capacitado para esta empresa, porque estoy en el
meollo. ¿Y cómo podría traer a nadie de la
sombra, para que me sacara las castañas del fuego?
Sería como traicionarme a mi mismo.

El semblante de Noyndia se alargaba serio.

—También nosotros empeñamos nuestra
palabra, el uno al otro.

—No confundas, Noyndia —Elevó el
brazo—. Esto sólo es un episodio más de
nuestras vidas. Si no me tienes a mí, sí que
tendrás mientras tanto a nuestros hijos.

Ella se apoyó contra él y se
incorporó a medias.

— ¿Los niños…? Los niños ya
hacen su propia vida.

—Puedes emprender algo que te llene y que absorba
tu tiempo. Noyndia sonrió sin ganas, y sus ojos parecieron
retomar el buen humor.

—Lo que yo querría es, irme contigo. Aunque
tuviese que ir disfrazada. Ya verás…, estaría
dispuesta incluso, a hacerme la cirugía
estética.

Aldés sonrió con amargura.

—Tú no necesitas ninguna cirugía,
estás muy bien como estás. Ojalá pudieras
acompañarme. Qué más quisiera yo. Pero al
fin y al cabo, cada día tendrás mis mensajes y me
verás en el monitor.

—Y de qué me valdrá eso. Tus
mensajes tardaran años en llegar. ¿Qué me
dirán de ti? ¿Qué estabas bien entonces? Y
qué respuesta obtendría yo, al doble de ese tiempo.
¿Tendría sentido ya? Mejor no saber
nada.

Aldés lo sabía perfectamente. Era aquel,
más que ninguno, el handicap para una exploración
previa sin tripulantes, la barrera del tiempo.

Noyndia se levantó.

— ¿Puedes traerme un
café?

—Como no. Aprovéchate ahora, que a lo
mejor, en el espacio no hay servicio de habitaciones.

La antena de impulsión se tapaba por completo con
el hábitat volante. El conjunto asemejaba una gran perola,
la tapadera la nave, cuyo interior hacía las veces de un
mediohangar perfecto. El gran vehículo era accesible desde
el cóncavo de la parabólica, y quedaba protegido
por ésta. Por allí se harían los
preparativos con comodidad, y el embarque de los suministros.
Otras cuatro antenas rodeaban a la primera en un extenso
cuadrado.

Cuando todo estuvo a punto, tres chorros de fuego
aparecieron bajo la nave, que quedó suspendida apenas. De
inmediato se apagaron, al tiempo que la parabólica
comenzó a emitir. Un amplio haz de luz surgió hasta
la astronave, que comenzó a elevarse. Ahora, el resto de
las antenas, al unísono, enfocaron sus blancas barras. El
ingenio subía y subía cada vez más aprisa,
hasta que las emisiones tornaron al rojo, y luego al rojo oscuro.
Por fin la luz desapareció, y sólo un resplandor,
testimoniaba su nexo bajo la nave.

Al poco, la interestelar navegaba muy lejos por el
espacio. Ahora viajaba veloz en el vacío escapando del
sistema. Desde la torre del aeródromo, Noyndia y Nanda
fueron testigos del lanzamiento. Allí mismo se les dio un
comunicador. No fueron capaces de utilizarlo. Ya para qué.
Además, qué sentido tenía si acababa de
partir.

Muy lejos de allí, un minúsculo punto de
escasísima luz se perdía en el espacio, porque no
era nada comparado con la inmensidad. Varios años de
navegación quedaban por delante, la Tierra, su seguro
soporte, muy atrás.

La oscura travesía se constataba en el sentido de
avance, como una fría noche de puntuales estrellas que era
todo su horizonte. A popa no era menos, sólo destacaba un
sol rojizo y empequeñecido, que se iba encogiendo
más y más. La oscura visión cambiaba como de
la noche al día, a poco que volviesen los ojos al
interior. De no mirar afuera, nadie entendería que ya no
estaban en el planeta.

¿Quién podía figurarse, que el
aplastado vehículo avanzaría de plano, o que
llevaría a popa su lisa panza? Así era. Aunque en
realidad llegado a un punto, era indiferente. En cuanto
abandonó la Tierra, la astronave se escindió en
dos: a un lado su zona de carga al otro la zona habitable. Las
subnaves quedaban unidas por un largo cilindro, y el conjunto,
rotando a la par; se procuraba la gravedad inducida.

El extremo de la cara habitable se componía de un
caparazón ovoidal, con pocas entradas de luz. Allí
se encerraba todo un mundo. Lo reducido de la tripulación
sin embargo, chocaba con el derroche de espacio y medios.
Sólo el ahorro de los suministros justificaba tal
contradicción.

SEGUNDA PARTE

XIV

Salían de la larga noche espacial, en un amanecer
lento como el tiempo de un calendario. No había
días, ni noches, sólo un tránsito inflexible
de la oscuridad a la luz. Los paneles de la Estrella, hambrienta
de energía, se iban abriendo para atraparla cual la boca
de un murciélago. También los tripulantes
despertaban del relativo letargo en que la rutina los
había sumido. Ya comenzaban a paladear el largo desayuno
para el largo día.

Cuando detectaron el astro, lo primero que pensaron fue,
que los sistemas de observación no funcionaban. Alguna
perturbación les haría tergiversar los datos que
ofrecían, o algo en ellos no cuadraba. Aquel planeta no
tenía que estar allí, o al menos no figuraba como
tal, en sus cálculos ni en las cartas
disponibles.

Al acercarse, comenzaron a vislumbrar la gran bola, y no
daban crédito a sus ojos.

La muchacha que operaba en la homóloga de mando,
se deslizó a la primera.

—Me parece que hemos equivocado el rumbo,
señor. Al parecer, estamos de nuevo en casa
—informó al comandante.

Belaura, entre sonriente y preocupada, pasaba nerviosa
de los monitores al mirador exterior. Aquello se parecía
cada vez más al planeta Tierra. Incluso los
parámetros que reflejaba el espectómetro de
radiación apenas diferían.

El comandante Zarela se llegó junto a la
muchacha.

—No es posible. A no ser que hayamos dado la
vuelta a toda la galaxia, lo que es más improbable
aún.

—De todas formas, ahí está, o esto
es un sueño —Belaura señalaba al comandante,
el telescopio asociado.

Zarela miró a su través. Al poco se
incorporó.

— ¿El sistema ha reconocido la
estrella?

— ¿La Estrella, señor?

—Sí, eso he dicho, la estrella.

Belaura movió la cabeza y apretó los
labios.

—La nave parece estar en perfecto estado.
Ningún sistema de apoyo ha entrado en funcionamiento, ni
ha habido ninguna alarma….

Zarela sonrió. Pese a los hechos, el malentendido
le hacía gracia.

—No me estoy refiriendo a la Estrella nave, sino a
la estrella astro. Pregunto, si la estrella de este sistema es
Carión 6. Si se ha verificado.

Belaura se encogió de hombros. Como iba a saber
ella a qué se refería.

—Supongo que sí. El rumbo de la nave no ha
sido modificado. Nadie ha introducido nuevas
coordenadas.

—No obstante, compruébelo.

—Claro, señor. .

Zarela salió precipitado de la cámara
hacia el estudio de vuelo.

La Estrella navegaba veloz para el nuevo mundo, pese a
que ya iba desacelerando. Por su apariencia, inmóvil en el
espacio, daba la sensación de un futurista edificio, una
noche alucinada, con sol, estrellas, y una luna de colores. El
leve sonido de las máquinas no era un inconveniente, antes
bien, daba referencia a una profunda soledad, que para no
perderse y entrar en el desvarío, recordaba así que
los pies estaban en el suelo.

Belaura corrió precipitada al estudio de vuelo.
— ¡Señor!

—Pase, pase.

El comandante estaba sentado a una mesa cuajada de
papeles.

—Negativo. La máquina no identifica a
Carión 6 —La muchacha no ocultaba su
preocupación.

Zarela, pensativo, se le quedó
mirando.

— ¡Vaya por Dios! —Hizo una
pausa—. ¿Y sus astros?

—Ni idea. Deberían de ir juntos, verdad. El
comandante asintió.

—Pues no se obtiene nada concordante.

Los pies unidos, rectas las piernas, y un poco doblada
hacia adelante, Belaura sostenía el papel con las dos
manos, y miraba al revoltijo de papeles que había sobre la
mesa.

—Déme, por favor.

La muchacha le alargó el papel. El comandante lo
escudriñó, y lo puntualizó con un
lápiz. Luego habló como para sí:

— ¿Cómo es posible que la nave
confunda el rumbo? Ay Dios, Dios. Por qué el sistema se ha
olvidado de las estrellas guía, y ha cogido éstas
por su cuenta… Es cierto que el espectro es parecido, pero no
tanto como para que lleguen a solaparse. Que me maten si lo
entiendo.

Toda oídos, Belaura lo observaba. De pronto
habló:

—Perdone…

—Sí, qué quieres.

—No, no quiero nada. Permítame que le
sugiera algo: ¿el origen de estas anomalías no
estará en ese famoso astro? —La copiloto
señaló por la ventana el esplendoroso
planeta.

Zarela olvidó sus razonamientos, y
consideró lo que la copiloto le decía.

—A lo mejor, Belaura. A lo mejor.

Los más creyeron, que el comandante, aunque no
fuera usual, les estaba gastando una broma.

—Menuda broma —se dijo Aldés Zarela
cuando lo supo.

Rendidos ante la evidencia, no tuvieron más
remedio que admitir la realidad. Algo había fallado. Si
no, aquello habría de ser el efecto de algo desconocido.
Lo que aún les ofrecía menos confianza.

Todo aquello era un poco raro. Comprobaron que no
captaban signos de vida, pese a que el planeta parecía
todo un vergel. No había emisiones de radio, al menos
convencionales, ni trazas de construcción o de algo que
fuera artificial. Sólo observaban un mundo en extremo
verde. Muy verde en sus tierras y azul en sus mares. Sus
continentes, que en principio habían confundido con los de
la Tierra, estaban plagados de mares interiores y zonas
encharcadas. Presentaba, al igual que en ésta, cuatro
grandes masas, pero su forma y distribución variaban
notablemente.

XV

La Estrella, majestuosa, surca los aires de los perdidos
confines. Un tapiz verde, sin más solución, se
extiende a los cuatro horizontes. Gigantescas plantas. Variadas y
nuevas. Selva y más selva.

Ante aquel espectáculo se sienten turbados, y no
pueden quedarse indiferentes. Los tripulantes, casi al completo,
se han reunido en el circular de descanso. Tal es la disparidad
de pareceres, y las discusiones, que más parecen
celebrando una asamblea.

La gente habla y habla, y de cuando en cuando alguien
alza la voz y expone su criterio. La mayoría ha de
decidir. Nadie puede imponerles nada fuera de lo
pactado.

Policrades, uno de los maquinistas, yacía medio
adormilado en una butaca. Sostenía un vaso en raro
equilibrio entre sus dedos, mientras miraba hacia el cotarro, los
ojos perdidos, y la cabeza ladeada sobre el hombro. De pronto
alzó la voz. Pero bien alzada, pues todos se volvieron
hacia él, incluso los que estaban del otro lado del
circular.

— ¡¡Me parece a mí, que todo
esto es obra nuestra!!

La carcajada fue general, pues todos creyeron que el
técnico de máquinas estaba borracho

Una voz surgió entre la concurrencia:

— ¡Explícate, Policrades, que nos
dejas con la miel en los labios!

— ¡Cuando he dicho obra nuestra, no me
refiero a los presentes, sino más bien a alguien de
nuestra misma familia!

Los murmullos enturbiaron el circular.

— ¡Vaya castaña!

Soltó un tal Anafrasio. Que éste sí
que estaba bebido.

— ¡Anafrasio… cierra la boca! ¡Sin
alcohol se te puede infectar! ¡Ustedes son, por lo visto,
un tanto analfabetos, y perdonen la expresión! ¡Es
posible, que antes que nosotros alguien llegara hasta
aquí…!

— ¡O que ya estuvieran aquí!
¡Ya puestos…! —le objetó un
asambleísta.

— ¡Puede ser! ¡Y para el caso es lo
mismo! ¡Es posible que llegaran hasta aquí, por
medios que ni siquiera nos imaginamos! ¡Alguien
relativamente próximo, pues tienen nuestras mismas
apetencias y necesitan del mismo ambiente! ¡No hay
más que ver este mundo y compararlo con el nuestro!
¡Puede incluso, que esos medios sean tales, que les
permitan remodelar todo un planeta, y acondicionarlo, como
nosotros hacemos con un edificio o una ciudad!

La concurrencia quedó en silencio, prendida del
discurso de aquel Policrades socarrón.

— ¡Y si el planeta ya estaba así!
—cuestionó un asambleísta.

— ¡Yo no lo creo! ¡Este mundo no
estaba aquí! ¡¿Por qué habría
de sorprendemos si no?! ¡Más bien pienso, que se
hallaría muy lejos, y medio helado, porque la estrella ya
no daba el calor suficiente! ¡Había envejecido!
¡Ellos se limitarían a bajarlo a esta órbita
favorable, y darle unos retoques!

— ¡Casi nada…! ¡Y por qué
iban a tomarse tantas molestias!

— ¡Y nosotros… porque nos las tomamos
nosotros!

— ¡Dónde va aparar! ¡No
alucines, hombre!

— ¡Ni alucino, ni estoy borracho, y lo que
he dicho, lo digo conscientemente! ¡Después de
meditarlo, es la única solución que encuentro a
este jeroglífico, que no es manco!

Unas chicas se levantaron de sus asientos, para ir al
dispensador de bebidas y sentarse de nuevo, esta vez cerca de
Policrades. Así lo seguirían a él, y su
discurso, más en directo. Pero se quedaron con un palmo de
narices, pues el de máquinas soltó su vaso en la
mesita, se retumbó hacia un lado, y al poco quedó
dormido.

El comandante y el máximo responsable
técnico, habían repasado ya todas las notas, las
grabaciones y cartas, habidas y por haber, y aún
permanecían en el estudio de vuelo.

—Y entonces… usted qué opina.

Ambos miraban al exterior junto al ventanal. El
ingeniero giró su sillón.

—Casi con seguridad, una perturbación
procedente de este astro, ha interferido en nuestro sistema de
detección cuando pasábamos cerca.

Zarela arrugó el entrecejo y apretó los
labios.

— ¿Cerca de aquí?

—Estoy hablando de millones de kilómetros,
como usted comprenderá.

El comandante asintió con la cabeza.

—Y por qué, por culpa de un astro tan
pequeño precisamente.

—Es que no se trataría de una
perturbación natural.

—Se refiere entonces, a que alguien provocó
nuestro cambio de rumbo intencionadamente

El ingeniero juntó sus índices sobre los
labios.

—No necesariamente con intención. Alguna
emisión fuerte provocada por ellos, ha cegado nuestros
sistemas por un tiempo. El mismo en que la astronave ha estado en
sombra. Al cesar dicha perturbación, ha retomado el rumbo,
guiada de lo que tenía más a mano, las estrellas
similares.

— ¿Cómo puede ser eso? —El
comandante abrió los brazos—. ¿Tan poco
fiable es la astronave?

El otro se puso tenso.

—No es posible prever algo así. Es
más fácil, fíjese en lo que le digo, si las
propias estrellas guías hubiesen tenido una fuerte
fluctuación. El sistema se habría
corregido.

Zarela se levantó y anduvo por la
sala.

—No lo entiendo.

El ingeniero lo siguió girando su
asiento.

—Pues mire, en resumen, el sistema de rumbo no
esta capacitado para una contingencia tan puntual. Se
extralimita. De todas formas, pudo haberse evitado con un
seguimiento por parte del personal.

Aldés Zarela se le aproximó.

— ¿Quiere decirme, que habríamos de
estar pendientes día a día durante tanto
tiempo?

El otro se encogió de hombros.

De pronto, el comandante se acordó de su hijo. Le
vino a la memoria, como en su primera práctica de vuelo,
él le cuestionó aquello mismo. ¿De
qué se extrañaba ahora?

—Ya sé que no —dijo el
ingeniero—. De qué serviría el rumbo
automático entonces. Pero al menos, si que debería
hacerse en caso de aproximación o parecidos.

—Bah, no sabe lo que dice.

Los dos hombres salieron del estudio. Mientras
caminaban, el comandante preguntó:

—Cómo cree que ha podido llegar hasta
aquí este planeta.

—No soy astrónomo, desde luego, pero
sí que tengo una opinión al respecto… Particular,
eh. Seguramente, un cometa se acercó demasiado al astro.
Tanto, que su campo gravitatorio hizo que se desviara de la
órbita. En la que ahora ocupa, orbitaría ya un
microplaneta o un gran asteroide que colisionó con
él o lo influenció, y sería el origen de
muchas de sus transformaciones.

—Muchas casualidades, no —objetó el
comandante.

—Puede que parte de la operación, no fuese
espontánea, sino amañada.

—Qué me dice.

—Pues eso. Alguien que sabía del
acontecimiento mucho antes de que ocurriera, provocaría el
segundo encuentro para que el planeta orbitara precisamente en
esta posición.

—Pues si eso fuera como dice… ya esta bien,
eh.

XVI

El entorno del humedal se cubría de
árboles y vegetación hasta una altura considerable.
Desde aquel sitio, los cercanos montes más que verse se
presentían. Pero ninguno de ellos podía asegurar,
que aquellas protuberancias verdes no se debieran al gigantismo
de las propias plantas.

Las dos aeronaves estaban junto al lago, posadas sobre
una loma. El comandante y dos de sus hombres, habían
bajado ya hasta la playa.

— ¡Quítese del sol, Anafrasio!, que
le va a arder la sesera, hombre.

La respuesta no se hizo esperar.

—No crea, mayor, a intervalos me la cubro con el
folio de instrucciones.

Cloítides intervino ipso facto.

—Déjelo, jefe. Si su cabeza es impermeable
a la lluvia de conocimientos que habría de asimilar,
cuánto más a una fugaz radiación.

Anafrasio, sentado como estaba, giró sobre su
trasero hasta mirarlo de frente.

—Eso, amigo Cloítides, lo dirás por
propia experiencia —Hizo una sonrisa forzada.

—Hombre, yo no es que presuma de un tierno
entendimiento, pues hace mucho ya que me soldó la mollera,
pero no tienes más que ver, como se me despelleja la
incipiente calva, con diez minutos que llevo bajo este sol, que
no hará más.

—Y qué… Eso qué tiene que ver.
Más bien indica, que tu piel es más blanca que la
barriga de un sapo.

— ¡Bueno, bueno, no pasemos adelante, eh!
—terció el mayor. Zarela no ignoraba, lo que
podían dar de sí las trifurcar de sus dos
hombres.

Los dos segundos, algo mohínos, y la vez, se
dieron mutuamente la espalda.

Entonces bajó. La copiloto salió de la
plateada cámara, y comenzó a bajar con sigilo por
las escaleras. Seguramente, no quería que los tres hombres
la observaran con el leve traje de baño, hasta sentirse
protegida en su hamaca con la postura más conveniente. O a
lo mejor quería sorprenderlos.

Lo último lo consiguió, lo primero no. Los
dos segundos estaban en una postura inmejorable, de costado al
lago y al campamento. Pese a su ligera ofuscación, se
advirtieron de la muchacha, seguramente por el reflejo de la
portezuela al salir. Por el rabillo del ojo seguían sus
evoluciones con disimulo, lo que no interfería en su
naturalidad.

Ellos, que siempre la habían visto en traje de
vuelo, o a lo sumo en mono de trabajo, quedaron sorprendidos.
Venía con el pelo sujeto a la nuca, unas gafas de sol en
la mano, y el pequeño neceser, sujeto por una cadenita a
la cintura. Todos sus encantos, formas y perfiles, tan bien
terminados como una estatua realista. Y tan real, que a ellos se
les antojó que iba desnuda, o el bañador, si lo
llevaba, era puro trámite, del mismo color que su piel, o
de un tejido transparente. Aquellos andares con que evolucionaba,
más se parecían a una danza, como si llevara una
música en sus oídos, a cuyo compás no
pudiera sustraerse. Y otra cosa, ¿cómo era posible,
que una mujer rubia y tan blanca, de pronto luciese ahora,
aquella piel tan morena?

Segura de andar desapercibida, la muchacha se fue
acercando. Pasó junto al comandante, al tiempo que se
envaraba un tanto y bajaba la vista. El mayor al verla, se
cogió a los brazos de su hamaca, y se inclinó para
adelante con la boca abierta. Sus ojos no dejaron ya de seguirla,
hasta que se hubo acomodado junto a unos árboles. Una
lágrima como una perla rodó por su mejilla, cuando
consideró, que ni era su hija, ni sería su esposa,
ni mucho menos podría filtear con ella.

Cuando la copiloto se hubo sentado sobre la hamaca,
echó las manos hacia la nuca, y sus pechos se abrieron
como dos globos. La cabellera brotó hacia atrás
arrastrada por sus dedos, como una llamarada o un borbotón
de plantas coralíferas. Los dos segundos volvieron la
cabeza y se miraron, al tiempo que se hacían un
guiño y chasqueaban la lengua.

—Anda qué…

Y quedaron mudos y atorados, frente a frente, en fugaz
desconcierto.

Anafrasio se removía inquieto. Miraba a la
muchacha, volvía la cabeza de nuevo, y se restregaba las
manos, como envuelto en una duda irresoluble. Al fin,
carraspeó y dijo:

—Belaura…

Llamó a la muchacha, tan en susurro, que
quizá la palabra no rebasara ni el umbral de su
boca.

— ¡Belaura! —alzó la voz ahora
más resoluto.

La muchacha no movió ni una fibra de su
cuerpo.

—Sí…

—Esto…, perdona mi indiscreción… El
color de tu piel es natural o adquirido.

—No te entiendo. ¿Qué quieres
decir?

—No…, es que como siempre te he hemos visto con
la tez más clara, pensábamos, que a lo mejor la
habías oscurecido por algún medio, para protegerla
de sol… o estar más atractiva, mejorando lo
presente.

—Pues yo no he reparado en tal cosa.

La escultural mujer se despojó de las gafas, y
comenzó a mirarse y remirarse.

— ¡Y es verdad…! ¡Qué
bárbaro! Pues yo diría… que antes de
salir…

—No te preocupes —El segundo se
encogió de hombros—. Así estás
más… más… Eso, más.

— ¿Tú crees, Anafrasio? —le
dijo con sorna —.Pues nunca me había
ocurrido.

—Bah, déjalo y no te preocupes.
Ojalá no tuvieras que volver al vehículo para
protegerte —Anafrasio, fijos los ojos, la miraba con
insolencia.

— ¿Y eso…? ¿Tan bien me
ves?

Él enrojeció levemente, o así lo
pareció, pues su piel estaba tan curtida, que en realidad
no se sabía, si la rojez era fruto del sol o de su
acaloramiento.

—No, lo decía, porque siempre es más
agradable estar con una mujer en tales circunstancias, y no en el
ajetreo de la nave.

—Hombre, pues muchas gracias.

Belaura se levantó, y comenzó a revolverse
y contorsionarse, inspeccionando su anatomía, tan
desinhibida, que los hombres no se explicaban, como una muchacha
de su recato, había perdido de pronto su habitual
compostura. Parecía, como si la copiloto efectuara las
poses de una sesión fotográfica. Y no era menos,
pues los ojos de los tres hombres, pendientes a la escena, no
dejarían escapar ni uno de los planos.

XVII

Tras un parco tentempié, los cuatro quedaron
traspuestos. Traspasados por el calor, sucumbían al
sosiego que el lugar les había contagiado. A lo sumo,
lograban yacer a dormivela, y ninguno dormía. Olvidados
del alrededor y cada cual en su mundo, se dejaban llevar de sus
pensamientos. No les hurgaban ni los llamaban, una colosal pereza
se lo impedía. Aquel calor sofocante y la quietud no eran
para otra cosa.

De pronto, apareció un punto negro en el
horizonte, que fue creciendo a medida que se acercaba.
Sólo el comandante, con aquella vista de halcón que
siempre tuvo, y más que otra cosa, por estar mirando hacia
allí, lo divisó. Raudo como una centella,
salió de su letargo, desenfundó el ultrazeta y
disparó. El fino haz fue a horadar el fuselaje del ala a
popa. Lo suficiente. La diferencia de presión hizo
desequilibrar la velocísima aeronave, que si venía
en silencio total, se fue silbando como una flauta.
Comenzó a dar bandazos y entró en barrena, yendo a
estrellarse en el horizonte opuesto en medio de una
polvareda.

—No debió hacer eso, mayor
—recriminó Anafrasio.

El segundo tenía abierto un sólo ojo, y
miraba al mayor sin inmutarse. .

Zarela, nervioso, se golpeó la mano con el
puño de rabia.

— ¡Ha sido puro instinto, me cachis en la
mar! Como estaba medio traspuesto…

—Al menos deberíamos ir a ver.

—A ver…

Y los tres hombres, en menos de un periquete, volaron al
lugar del siniestro. Se olvidaron por completo de la copiloto,
que se mantuvo allí, trasegando sudor y radiación
junto a los árboles. Es más, ni siquiera cayeron en
la cuenta de que la muchacha no iba con ellos. Ésta, con
los ojos semientornados, perdidos en el pequeño mar, era
ajena por completo al incidente, sorda sin duda, al traqueteo que
de confino se traían los tres hombres.

El vehículo siniestrado no explosionó al
caer, pues carecía de combustible, por lo que dedujeron,
que su fuente de energía habría de ser
electromagnética

—Menos mal, menos mal… pues parece que sea de
reconocimiento. Ni se ve rastro de carga, ni de pasajero alguno.
Muy bien que ha hecho en abatirla, mayor —le alentó
Cloítides.

—A buenas horas mangas largas. Quienes sean, ya
tendrán la información del percance en su poder,
procesada, y almacenada. Eso, si no han concluido y accionado una
respuesta —dijo el comandante.

—No tan aprisa —observó
Anafrasio.

Mientras decía esto, arqueó el brazo por
encima de su cabeza, y se giró medio encogido como si
buscara algo.

Comandante y bis—segundo entreabrieron la boca, y
quedaron expectantes frente a él, con evidentes signos de
interrogación.

Anafrasio se explicó:

—Con que venga de cinco o diez minutos luz,
contando la venida del mensaje, respuesta, más tiempos
muertos, tenemos media hora por lo menos para
escabullirnos.

Cloítides titubeó un momento, y
gesticuló luego hacia Anafrasio como si espantara una
mosca.

—Hombre, eso lo sabe cualquiera.

—Cualquiera que lo sepa —terció el
comandante. Anafrasio ignoró el inciso.

—El haz que impulsara el vehículo, no puede
proceder de este mismo astro, porque ha de venir en línea
recta.

—Eso ya lo sé yo.

—Pues entonces.

—También puede venir desde unos pocos
kilómetros, o de un repetidor en órbita.

—Eso es… Y nosotros que hemos explorado, palmo a
palmo, todo el entorno no lo hemos visto.

Cloítides se puso colorado, y le lanzó una
mirada casi asesina.

Digo, darle a él aquel planchazo delante del
mayor… Ya se las pagaría.

—Y qué sabemos nosotros sobre este
artefacto. A saber, la tecnología que lo fabricó
—concluyó el comandante.

Anafrasio, crecido, fue hasta el vehículo de
mando, e inspeccionaba los soportes de aterrizaje.

— ¡Bueno, a qué esperamos!
¡Vámonos! —gritó.

Tal como estaba, sentado en una roca, Mayorzarela dijo
su nombre:

— ¡Anafrasio…!

Éste miró al comandante, con unos ojos de
sumisión casi absoluta.

— ¡¿Mayor…?!

— ¡Usted a su tarea! ¡Me corresponde a
mí ordenar, lo que debe o no debe hacerse!

Anafrasio, solícito, se pasó al otro lado
de la nave, casi sacando lustre con las mangas al
fuselaje.

Los otros aún permanecieron sobre las rocas,
frente a los restos de la aeronave.

—Este Anafrasio… —Meneó la cabeza
el comandante.

—Si es que no tiene remedio —dijo
Cloítides—. La semana pasada… ¿a que no se
imagina, qué se le ocurrió?

—Y yo qué me voy a imaginar…

—Pues ya verá: hacíamos los
ejercicios de mantenimiento, como de costumbre, cuando ni corto
ni perezoso, invirtió, así de golpe, el giro de la
máquina. Pues claro yo, matemático, salí
disparado hacia atrás contra las palancas de
musculación. Y encima, me quería hacer ver, que
había sido un parón momentáneo por falta de
energía. Como si yo no supiera la diferencia.

—Lo haría sin querer. Confundiría
los controles.

—Sí los controles… ¿Entonces, por
qué él no se movió? Porque se había
aferrado previamente a la barra de equilibrios.

—Tampoco es para tanto. Usted también
está siempre chinchándole.

— ¿Yo…? Si le bromeo a veces no es
más que de palabra. Pero él, es más
rastrerillo…

—En fin… —El mayor ahogó un
bostezo—. ¡Calle!, ¡calle!, que por ahí
viene la chica. Que no nos oiga hablando de estas
memeces.

Belaura había posado el pequeño
vehículo tras el de mando, y se acercaba en impecable
traje de vuelo, un tanto congestionada.

—Como usted por aquí…—bromeó
el comandante.

La chica se quedó inmóvil, separadas las
piernas, los brazos en ángulo hacia el suelo.

— ¿Y encima me dice eso? Menudo susto
cuando me volví hacia la playa, vi que no había
nadie, y que el vehículo grande había
desaparecido.

—Pero bueno… ¿y usted no se dio cuenta de
nada?

—De qué me había de dar cuenta. Lo
único que escuché fue un silbido, que
achaqué a algún gracioso que importunaba mi
persona.

—Menudo silbido —Rió el
comandante—. Y no lo digo porque no sea usted meritoria de
tan sonoro halago.

La muchacha no supo qué decir. Al cabo,
preguntó con solemnidad:

— ¿Ha muerto alguien?

Anafrasio, que se le acercó por detrás, la
sacó de dudas y casi la mata a ella del susto.

— ¿Alguien…? Nosotros somos los que
podemos pillar algo si no hacemos mutis.

—Está bien. ¡Vámonos!
—Ordenó Zarela.

Cuando llegaron al campamento, aún era media
tarde. Pese a la hora, y a la llegada silenciosa de las
aeronaves, comenzaron a salir de las cámaras prefabricadas
uno a uno y como por arte de magia, casi todos los
acampados.

Cuando Belaura puso pie a tierra, en principio no la
reconocieron. El súbito bronceado que la doraba, como
haciendo honor a su nombre, le hacía parecer aún
más bella. Algunas de las chicas se mordían el
labio de rabia, y pateaban, echándose el pelo hacia
atrás, cara al sol, como haciéndole
reto.

XVIII

Los expedicionarios se organizaron en grupos de a tres.
Cada cual partió, para donde más le plugo. El
campamento se ubicaba al borde mismo de la selva, y en principio
se conformaron con rastrear el gran calvero y los montes
próximos.

Cuando el grupo de Policrades coronó una
pequeña montaña, a unos cuatro kilómetros de
la partida, descubrieron asombrados toda una ciudad.
¿Cómo no la verían desde el aire? No lo
entendían. A no ser que la hubiesen levantado de la noche
a la mañana.

— ¿Está usted ahí,
señor?

—…

—No, ningún problema.

—…

—Al parecer, no estamos solos. Hemos encontrado
algo.

—…

—No, señor, muchas
construcciones.

—…

—Muy bien, señor, lo haremos.

Policrades guardó su transceptor, y los tres
hombres en la cima, se sentaron para observar y descansar. Si es
que podía ser un descanso, estar frente a algo tan
inaudito.

Desde allí otearon con los prismáticos, y
su visión fue la misma, una inopinada aglomeración,
que aparecía totalmente desierta. Al poco emprendieron la
bajada, camino a lo imprevisto.

La copiloto saltó con agilidad del
vehículo de mando, y trepó por la ladera hasta
llegar junto al comandante. A su altura, de pie sobre la cima,
quedó inmóvil junto a él, como una venus
olvidada al viento por una civilización perdida, las
piernas firmes sobre el terreno, la figura recortada. Sus
contornos, acentuados por el elástico traje de vuelo,
originaban al menor movimiento, un vaivén de
montañas y valles, que parecía iba a dar paso a un
terremoto, o a toda una orogénesis. Estuvo un tiempo con
la vista perdida sobre la ciudad, el cabello al viento como cola
de cometa. Cuando habló, sus palabras surgieron
armonizadas como una melodía. Tal era la
transformación de la mujer, emocionada.

— ¿Y cómo será, Mayorzarela,
que estos hombres, o lo que sean, prefieren las entrañas
de la tierra, a vivir sobre este paraíso?

El comandante no contestó de momento, pues
consideraba que la copiloto no sabía lo que decía.
Luego se lo cuestionó:

— ¿Por qué dices eso?

—Pues … porque no se ve bicho
viviente.

—Y qué.

—Que sí hay, en cambio, muchas luces, e
incluso alguna que otra salida de humos. Y todas aquellas bocas
oscuras —Indicó con la mano—, que, como se ve,
entran en la tierra.

—No sé si estarás en lo cierto.
Puede ser. A lo mejor no están adaptados a este
ambiente.

Las construcciones, de un blanco inmaculado, eran
redondas u ovaladas. Algunas había, como excepción,
más grandes y cuadriculadas, al modo de los hangares. Y
las calles, amplias y desiertas, hacían pronunciadas
curvas.

Los tres hombres avanzaron al fin, por los amplios
accesos. No pensaron en darse a conocer o identificarse, porque
no sabían como o ante quien. No fue necesario. Al llegar
ellos ante las bocas, las rampas de bajada que subían, y
los huecos quedaron sellados. El paso a la ciudad, quedaba
practicable ahora con las propias rampas.

Se internaron a la sombra de las construcciones, por
pasar inadvertidos, hasta llegar a una plaza, a cuyo fondo se
levantaba un edificio desgarbado y alto, al modo de un santuario.
Todo estaba desierto. Allí no había otra cosa que
construcciones y árboles.

Sus compañeros gesticularon, para indicar a
Policrades la conveniencia de retirarse. Para qué
seguir.

Él se negó en redondo.

— ¡Qué va! ¡¿A
qué hemos venido?! ¡¿A inspeccionar?!
¡Pues lo haremos!

—Chiss… Calla, que te pueden
oír.

— ¡Venga ya! ¡Tampoco nos van a comer,
no…! Digo yo.

Desde allí anduvieron un trecho, hasta colarse
por una entrada que se veía al fondo. Pasaron de corrido,
pasillos, salas y más pasillos, que más
parecía que toda la ciudad era un laberinto. Las estancias
estaban vacías, y eran asépticas y luminosas, como
si la luz las atravesara o surgiera de las mismas
paredes.

Al fin llegarían a un localón, con los
techos altísimos. En su centro había un pedestal
blanco, como de mármol, que estaba coronado por una esfera
negra. Negrísima. Tanto, que daba la impresión, de
un trozo de negra noche en un claro día. Los hombres se
quedaron mirándola por momentos, y al volver la vista a la
luz les dolieron los ojos. No se lo pensaron mucho y decidieron
llevársela. Cómo se iban a justificar si no en el
campamento.

Sacó Policrades un viejo mazo de su mochila, y
comenzó golpear el extraño objeto para arrancarlo
de raíz. El utensilio se pegaba a la bola como si tuviera
imán, y al tirar fuerte, salía despedido, sin que
la esfera se moviese un ápice. El hombre, sudoroso, fue a
apoyarse sobre el basamento, y al presionar con la mano, la bola
negra se desprendió, y quedó flotando en el
aire.

Los tres se quedaron mirándola con la boca
abierta, como si contemplasen una aparición.

Trabajo les dio, atrapar el díscolo objeto, pues
ensayaron todo tipo de acrobacias, y hasta le hicieron aire con
un panel, que llevaban plegado con el equipo, sin lograr que
cayera. Fue al rato, que ya se iban, cuando la bola
comenzó a bajar por sí misma, como si fuera un
globo. Policrades la metió en su mochila, y al hacerlo,
los dedos se le quedaban helados, de lo fría. Desde
allí, desandando el camino, llegaron de nuevo a la
plaza.

— ¡Mirad allí! Parece que tenemos
compañía —observó Geroan.

Ante lo que ellos creyeran un santuario, había un
grupo de individuos. Al parecer conversaban en buena
armonía, solazados bajo unos árboles.

— ¿Por qué habrán venidos
estos? —dijo Policrades.

—No, no han venido. Deben ser de aquí. De
los nuestros no son —afirmó
Nícawo.

—Pues entonces… tú me
dirás.

La verdad, que de lejos no parecían distintos de
ellos, como no fuera por su estatura y su fortaleza. —Unos
mozos bien criados —se dijeron.

A medida que se acercaban, comenzaron a sentirse como en
su propia casa (cuando a lo mejor ni se acordaban de ella).
Aquella situación les parecía de lo más
familiar, pese a no serles conocida.

Sin embargo, cuando estuvieron cerca de los
desconocidos, les extrañó que ya no los vieran tan
grandes. Su estatura no era mayor que la de ellos, y
también sus ropas eran parecidas. La impresión de
fortaleza tampoco era tal. Los oyeron reír a carcajadas,
indiferentes por completo a su presencia. Los tres hombres se
ubicaron a cierta distancia, sentándose en un filo de
madera que delimitaba la zona de los árboles, e hicieron
como ellos, hablar entre sí sin darles muestras de
expectación. Al poco, Policrades se puso a mirarlos sin
ningún reparo. El color de la cara se le
mudó.

—Pero si es mi primo Gozares…
—dijo.

Los otros se quedaron patidifusos.

— ¿Qué dices?

Nícawo se volvió a Geroan, llevó el
dedo índice a la altura de la cabeza, e hizo ademán
de atornillarse la sien.

—Éste está…

A su vez miró hacia los desconocidos.

—Anda… pero si está ahí mi
cuñada.

Geroan se los quedó mirando, ya al uno ya al
otro, sin creérselo.

—Desde luego, para las bromas sois únicos
—Rió desconcertado.

—Que sí hombre, que mi primo está
ahí —insistió Policrades.

—Y aquella es mi cuñada, si lo sabré
yo…

Él no quiso seguirles la que creía una
broma y ni miró siquiera.

—Su primo… Su cuñada… Seguramente. Que
a lo mejor han venido antes que nosotros.. .Desde tan lejos.
Mucho iban a correr. A otro perro con ese hueso
—masculló.

Geroan no vio a ningún familiar, seguramente
porque se había criado en un orfanato, pero sí que
vio a su mejor amigo.

—No me lo puedo creer. Inaudito … Nada menos que
mi amigo Saila… ¿Qué demonios hará
aquí?

Ninguno de ellos corrió a saludar a sus
íntimos. Allí había algo que no les
cuadraba. Pero se sentían tan a gusto… ¿Por
qué habrían de irse?

Claro, para ellos, lo que veían era lo que
veían, no había lugar a dudas. Sin embargo, al
fijarse mejor, observaron, que la imagen que de sí daban
aquella gente, no era como la de ellos. Le faltaba algo. Como si
no fuera auténtica. Algo parecido, a la diferencia entre
realidad y una película, pero mucho más
sutil.

Pronto salieron de dudas. A poco que los miraban,
aquellos sujetos se fueron transformando en sus sucesivos
familiares o amigos. Sin embargo estaban allí, se
movían, hoyaban el césped al pisar y agitaban las
ramas de los árboles. Pero sobre todo, hablaban sin freno.
Eso sí, en una jerga, que en nada se parecía a
ningún idioma conocido.

—Pues yo no me quedo con las ganas —dijo
Policrades.

Y echó a andar hacia el grupo.

—Llevará algún arma, no
—cuestionó Geroan.

—La pistola de bombas paralizantes —dijo el
otro.

—Menos mal.

Nada pasó. Aquella gente ni se dio por enterada.
Policrades se acercó a los transformistas como si tal
cosa, y los observó uno por uno. Definitivamente, todos
eran extraños. ¿Pero qué podía
decirles ahora? ¿Y cómo? Comenzó a pasearse
ante ellos, y ni se extrañaron de él, ni lo
tuvieron en cuenta. Confiado, se arrimó luego a los que
estaban a su derecha, y puso su mano en el hombro del más
próximo.

—Vaya. Al final os habéis decidido
también —le dijo.

El otro lo miró, sonrió, y siguió
con su charla. Policrades retiró su mano, raudo, y se puso
a temblar. Había creído ver en el extraño a
Nícawo. Pero los compañeros no se habían
movido de donde estaban.

El pionero sacó fuerzas de flaqueza y
volvió con los otros.

—Qué, como te ha ido —lo
interpeló el visionario.

—No sé.

Policrades, atónito aún, miró hacia
los transformistas varias veces, y cogió su
mochila.

—No sé a qué carta quedarme.
¡Vámonos!

Comenzaron a subir la cadena de cerros que los separaba
del campamento. Iba Policrades tiritando, a pesar del calor y del
esfuerzo, con las espaldas congeladas por la singular esfera. De
pronto se detuvo, y se giró hacia la ciudad. Sacó
pecho, y se lo golpeó con los puños.

Nícawo tras él, sonrió, y le
dijo:

—Oye, Policrades, ¿por qué hemos
visto a esos hombres, de tantas maneras distintas?

Él se encogió de hombros, y le
contestó, sin interrumpir la marcha:

—Yo que sé… Seguramente, son capaces de
comunicar, sin proponérselo, una paz tal, que quienes los
observan se sugestionan y se retrotraen a vivencias familiares
llenas de dicha. Así, creen ver en ellos, a las personas
que más felicidad les han dado. Una especie de
simpatía.

—Si… Pues anda que mi cuñada a
mí… de qué.

—Eso tú sabrás.

Ya en el campamento, abandonaron la negra bola en un
rincón, y se solazaron en las cámaras.

A media noche los despertó un ruido sordo, un
ajetreo, como de ir y venir de pesados vehículos, que
parecía no acabarse nunca. Comenzaron a oírse
después fuertes estampidos, como de cohetes.

— ¡Vaya, parece que los vecinos van de
viaje! —exclamó Policrades desde su
camastro.

A la mañana siguiente, una de las mujeres que se
acercara de aquel lado del campamento, observó, que la
bola negra que al mirarla dolían los ojos, ya no estaba
allí. Donde estuviera, aparecía ahora, un hoyo
renegrido que se ahondaba hasta lo más profundo.—
¡Vaya!, ¿Quién habrá querido llevarse
un estorbo así? Y han hecho un agujero… Qué
raro.

Cuando volvieron, ¡la ciudad ya no estaba
allí! En el lugar que ocupara, había ahora un
profundo socavón, tan grande como el cráter de un
volcán.

XIX

—Oye, chica, o yo veo doble, o debo estar
borracha.

La otra sonrió.

—Como no sea de sol… no creo que estos
refresquillos puedan nublar ni a un moribundo.

Las dos mujeres tomaban el sol a espaldas del
campamento, no más protegidas que de unas gafas casi tan
oscuras como el bronceado de su piel.

—Si ya lo decía yo. Lo tuyo no era defecto
de visión, sino mal del coco.

La primera miraba hacia el cielo, echada sobre el
antebrazo.

—Date la vuelta y verás…

La otra, que yacía de bruces, rodó sobre
sí, hasta quedar boca arriba.

— ¡Caracoles! A que se nos viene encima… Y
yo que creía que se estaba nublando…

— ¿Qué me dices ahora?

—Pues que tenemos la Estrella encima de
nosotras.

Las dos observaban como la nave se iba haciendo cada vez
más grande, hasta el punto de no adivinar sus
bordes.

— ¿Y no te parece extraño, que la
astronave pueda estar al mismo tiempo, posada en tierra, y en el
aire?

— ¡Y es verdad! Está allí y
está aquí. No puede ser.

Para tener más campo de visión se puso de
pie.

—A que ahora salimos nosotras del vehículo,
y nos encontramos frente a nosotras mismas, como si nos
mirásemos en un espejo… —dijo la
primera.

La otra puso cara de espanto, e hizo una 'o' con los
labios, como si tuviera en la boca algo muy caliente.

— ¡Quita mujer! —le dijo sin mucha
convicción.

La astronave se posó en tierra.

—Vaya racha. No salimos de sorpresas.

Sólo un hombre descendió por la rampa, y
se puso a ordenar los pequeños bultos con que bajara. Al
verlo, las dos mujeres se reconfortaron, y no perdían
detalle.

—Está escrito: No es bueno que el hombre
este solo. Hagámosle compañía.

—Mujer… ¿Así?, ¿de
sopetón…? La otra meneó la cabeza.

— ¡Un incauto hombre! ¡Solo, e
indefenso!

En nada repararon, cogiendo campo a través bajo
la astronave, que había quedado en sombras.

—Lo que yo te decía, joven y de
rango.

El caballero, de pie junto a la rampa, las vio venir, y
no sabía a que atenerse. Su ausencia de indumentaria lo
tenía asombrado.

—Bienvenido, señor, en nombre del
campamento —La chica lo miraba insolente— ¿De
dónde viene su nave? —tendió la mano al
desconocido.

Él quedó perplejo. No es que le
extrañara que dos mujeres fueran a recibirlo, le
sorprendía su falta de atuendo y
precaución.

Por demás, ellos no habían emitido mensaje
alguno, y la nave era de por sí indetectable.

Las dos muchachas lo remiraban curiosas y con todo el
desparpajo. Él las miraba a ellas más curioso
todavía.

—Perdone, señor… ¿No habla nuestra
lengua?

—Por supuesto que sí,
señoritas.

El joven, ahora sí que estrecho su mano, y
echó a andar, flanqueado por las receptoras, que se
adaptaban como podían albuen paso de
Calíguenes.

— ¡Pasee…!

Calíguenes irrumpió en la sala, más
ancho que un niño con juguete nuevo.

— ¡Válgame Dios!, pero si es mi
hijo…

Zarela estaba inmóvil, sentado tras el
escritorio, sin creerse lo que estaba viendo.

— Qué papá, ¿todavía
estás vivo…?

El padre se levantó, cruzó la estancia, y
atrapó a Calíguenes en su abrazo.

—Pues no te queda mucho que aguantar a este alma
errante… — Lo miró complacido—. ¿Y
cómo? ¿Quién te ha traído hasta
aquí? Calíguenes rió.

—La Estrella hermana.

Aldés puso cara de extrañeza.

— ¿Existe alguien que se llame
así?

—Ya lo creo, la Estrella I, pues para que lo
sepas, la tuya es la II. El mayor sacudió la
cabeza.

No lo creo. La astronave es la única. Y la
primera.

—Sal fuera y verás.

Aldés no Salió a ningún sitio.
Miraba de arriba abajo al nuevo comandante, que no mayor, pues el
mayor era él.

— ¿Y cómo es eso?

— ¿Acaso pensabas, que un vehículo
prototipo sería lanzado a la aventura sin más?
¿Pese a haber superado todos los exámenes? La
primera era la de artesanía, la segunda la primera de la
serie.

—Y cómo no se me informó. Acaso la
tenían escondida, o qué.

—No te creas un dios papá. Todo tiene sus
secretos. Tú no lo podías saber. La Estrella I se
construyó en el Centro de los Hábitats, era mi
sorpresa, y el seguro para vuestra expedición.

—Desde luego… vivir para ver. Mejor
sería, que la astronave nos hubiera acompañado. Dos
mejor que una. O no.

—Si así hubiese sido,
¿cuántas pegas habrías puesto? Sobre todo a
mí. El comité lo estimó
conveniente.

Calíguenes se acercó al ventanal y
paseó la vista por el campamento. Éste quedaba a
cierta distancia de la nave, y se podía contemplar en toda
su panorámica. Grupos de hombres se afanaban aún en
labores de acondicionamiento, lo que hacía suponer una
larga estancia. Tres pequeñas aeronaves estaban junto a la
Estrella, como cachorros al lado de la madre. El horizonte
acercaba hasta el lugar su manto verde. Una fenomenal alfombra de
árboles y matorrales, se adaptaba al terreno tapando las
montañas, que como jorobas verdes en la lejanía,
eran la nota discordante a la continuidad de la selva.

— ¿Y puede saberse al menos, el motivo de
tan larga travesía?

—Claro. Una segunda expedición de
apoyo.

—No era necesario. Nos bastamos solos, y el viaje
es seguro.

— ¿Y esta tierra, también?
—Hubo una pausa—. En el Centro de los Hábitats
quisieron ser precavidos.

—A propósito —Zarela frunció
el ceño—. ¿Cómo habéis dado con
nosotros?

—Siguiendo vuestro rumbo.

— ¿Nuestro mismo rumbo?

—No es eso. Captamos emisiones
vuestras.

Zarela se puso a pasear ante Calíguenes, como
rumiando lo que le iba a decir. Al cabo,
abandonó.

—Total… ¿Y qué te ha parecido este
bismundo?

Su hijo se encogió de hombros.

—Pues no sé. Un milagro.

—Lo que te pregunto es, que qué opinas de
este trance.

—Nada, supongo. Es un hecho, y ahí
está.

—Pero algo tendrás que decir de este
fenómeno. Del origen de esta Tierra peculiar.

—La verdad, que nada extraño hemos notado,
ni en nuestro viaje, ni al llegar aquí. Nos limitamos a
seguiros, hasta comprobar que habíais derivado, y os
buscamos. En cuanto al hecho de topar con este mundo… Si
hubiésemos llegado a la última
barrera…

—Cuál barrera.

—La de la luz.

—Demasiado, no.

—Lo sé. Pero sólo entonces
cabría pensar en algún fenómeno no visto,
como un gran avance en el tiempo o algo de ese
calibre.

— ¿Y qué?

—Habríamos viajado al futuro, y el cosmos
sería distinto. Pero a fin de cuentas, eso es algo que
nadie lo ha visto.

Zarela giraba un lápiz entre sus dedos, en tanto
que mantenía la vista hacia el ventanal.

—Qué va. El nuevo sol no tiene mucho
parecido con el que veníamos a buscar. Ni con el de
nuestro sistema. Aquel no tiene ningún planeta detectable
en esta posición, ni nos constaba de que éste
estuviera aquí.

—Entonces, todo esto es normal, y tiempo
presente.

—Normal no lo sé, pero real
sí.

—Y este astro.

—Una incógnita. Puede, que una gigantesca
morada, o un capricho de alguien con mucho poder. Tan cercano a
nosotros, que tiene nuestros mismos gustos.

Calíguenes silbó sorprendido.

— ¡Menuda morada! ¿Y es
moda?

—Le quedan muchos detalles por acabar.

Lo que sí se acababa era la tarde, y aquel
día exageradamente luminoso que dañaba a la vista.
El cielo se había oscurecido con densas nubes, y al poco,
comenzaron a soltar su húmeda carga, como un fardo que se
rompiera de improviso. Las luces del campamento se encendieron, y
los dos hombres, en la penumbra de la estancia, miraban al
exterior, entre una calma y una paz particular no alterada, ni
por el estruendo de la nave golpeada por la lluvia.

El comandante se sentó.

— ¿Y tu madre y tu hermana, que tal
están?

Calíguenes miró hacia un lado.

— ¿Tu mujer y tu hija…? Pues bien… Muy
bien. Están… Están aquí.

Zarela tiró el lápiz contra el suelo de un
golpe, y se alzó a medias, apoyando las manos en el filo
del escritorio.

— ¡Maldita sea, Calíguenes! ¡Te
has pasado, eh! ¡Vamos, yo no sé…!

El joven no pareció que se
sorprendiera.

—Son varios años de travesía.
¿Qué podía hacer yo?

— ¡Pues nada! ¡Eso mismo tenías
que hacer, nada! —Quedó callado un momento—.
El tiempo pasa volando, y nunca mejor dicho.

—Pero no para los que han de esperar en tierra.
¿Cómo podía dejarlas allí, sin saber
siquiera si esperarían en vano? ¿Cómo
podía negarme?

Aldés Zarela golpeó la mesa con el borde
de su mano.

—Pues sencillamente, porque nadie te lo
ordenó. ¿O acaso crees, que los reglamentos se
hacen y deshacen por antojo?

—De todas formas van en mi nave, no
aquí.

— ¡Pero siguen vulnerando la
prohibición! ¡Ningún lazo familiar entre
tripulantes!

Calíguenes se puso tenso.

—Ni siquiera tu propia familia… ¿Acaso
querrías que murieran de viejas, mientras tu te eternizas
conquistando el cosmos? Los ojos de Zarela parecieron
encenderse.

—Mira…, no me andes por esos terrenos, que no
respondo de lo que…

Calíguenes entonces, sintió temor. No de
lo que su padre decía, sino de sus propias
palabras.

Hubo un largo silencio.

Fue el padre quien lo rompió:

— ¡¿Bueno, a qué esperas?!
¡Vete ya, que ya nos hemos visto bastante!

Calíguenes no abandonaría aún la
Estrella II. Salió de la sala de mando, y recorrió
los pasillos de la tercera galería. Paseó y
paseó por largo rato, sumido en mil cavilaciones, y antes
de llegar a media circunvalación, cogió el ascensor
y bajó a la planta base. Los campos de cultivo se
perdían en torno al circular de descanso, y un sendero en
la explanada lo llevó a la zona de reposo. El techo
iluminado muy arriba, no le daba en absoluto sensación de
encerramiento. Tal vez por eso penetró en el
circular.

Más que de recreo aquel parecía un
salón de espectáculo, y no porque la concurrencia
presenciara ninguno. Ellos mismos, eran actores y espectadores de
las variopintas escenas en que medraban.

Cuando Calíguenes entró, los presentes no
dejaban de mirarlo. Al parecer, todos se sentían
afortunados de tener ante sí al hombre, impulsor de la
gran aventura. De manera particular lo hacían las mujeres,
que repantigadas en sus asientos, lo miraban con insolencia y sin
dejar de hacer comentarios. En nada se cohibían,
protegidas sin duda en el relativo anonimato

Al poco entró ella, segura, y quizás
apresurada. Pasó junto a Calíguenes, acentuando el
paso, por instinto seguramente, pues no dio muestras de fijarse
en él.

— ¡Caray! ¡Vaya con la niña…!
¿De qué espacio habrá caído
ésta? —comentó.

Se había apoyado en la barra, y la seguía
con los ojos, girándose, hasta que se perdió en el
circular.

—Perdone, señor… No he podido evitar el
oír sus comentarios…

Calíguenes, que se creía solo, se
volvió hacia el tripulante. Éste, se había
girado en su butaca, y aparecía frente a él.
Calíguenes se dijo, que para intimidad, nada mejor que la
puñetera calle.

—… Ella es Belaura. La primera mujer de a bordo,
y ojo derecho de su señor padre.

Pues sí que estaban bien informados.

—Vaya con el viejo —dijo entre
dientes.

—Me parece que sus pensamientos no van por buen
camino…

¿Otra vez? Por lo visto, a aquel sujeto no se le
escapaba una.

Es la copiloto y piloto, pues normalmente comanda la
astronave asistida a su vez de un copiloto. Cuando hay algo que
pilotar.

—Eso, cuando hay algo que pilotar
—repitió él.

—Ha dicho que se llama Bel-aura… —Se
confirmaba Calíguenes— Y tanto… ¡Qué
bárbaro! Ni que la hubiesen irradiado.

— ¿Cómo ha dicho
señor?

—No, nada.

Qué … Que esta vez te ha fallado la antena…
—estuvo por decirle.

Y se escurrió de allí, sin demora, hasta
la salida.

XX

Con aquel brillo, a pleno sol, aquello no podía
ser un satélite. Además, no concordaba con un
planeta tan grande. Y por si fuera poco, ya llevaba dos
días en el cielo, inmóvil.

Lo que fuese, desde luego no era redondo, y estaba al
parecer, dentro de la atmósfera. A qué distancia,
ya era más difícil de precisar. Ni con radares, ni
con detectores lumínicos o de radiación, lograron
ninguna cifra. ¡Las leyes que regían los
instrumentos, se habían vuelto del revés, o
tornaban como una veleta loca!

Varios días pasaron y nada
cambió.

También Nanda estaba allí, su madre, y
Belaura, la invitada de excepción.

Calíguenes y su padre, al parecer no
unían. Más bien separaban, pues quedaron de pie, de
espaldas el uno al otro, en el centro de la cámara, como
si en su discordia se hubiesen repartido el territorio. De
aquí para allá, para mí, de ahí para
allá para ti, y no había arreglo.

Una repentina felicidad se había adueñado
de los reunidos, que hablaban, como si entre sí sus mentes
no tuvieran secretos. No ponían reparos en expresar lo que
pensaban, pues descubrían que sus interlocutores ya
estaban al tanto. Y no soñaban, estaban allí de
cuerpo entero.

—Pues usted dirá qué hacemos,
Mayorzarela —interpeló Belaura. El comandante,
pareció que se sorprendiera, aun cuando ya lo
sabía:

— ¿Yo…? ¿Y por qué
yo?

—Eso es… Es usted quien manda. Como no sea
que…

Belaura movió la cabeza en dirección a
Noyndia. Ésta se reía. Calíguenes, con una
sonrisa de oreja a oreja y el rostro enmofletado de dicha, se
decía casi pensando:

—Y además tiene sentido del humor… Ya
sólo faltaba que se fijase en mí.

Belaura, percibió de paso el pensamiento de
él, y fue a lo que iba.

—Si no, que decida él. Es el único
que puede hacerlo —Fijó la copiloto su mirada en
Calíguenes.

— ¿El único? ¿Para
qué? Qué poco sabes tú lo que yo
haría —se dijo el nuevo comandante.

—Porque si no es él, ¿quién
puede dar legalidad al asunto? — insistió
ella.

—No, si verás… —medio pensó
Calíguenes. Y dijo:

—Pues yo creo, que lo mejor sería acercarse
al objeto. Ella asintió, también con la cabeza. Y
dijo:

—Bueno, mayor, la astronave espera.

—Pues sí, que sea cuanto antes, no vaya a
ser, que luego no tenga hechura —apoyó
Calíguenes, a medias con el resto.

—No, yo no. Esta vez me quedo, Belaura, ve
tú sola.

Y todos se dijeron, que por qué el comandante
diría tal cosa.

—Claro… Ya puestos… nos dejan a las mujeres
solas en la nave, y ya está. Total…

Y ella se dijo, como se decían todos, que vaya un
lapsus tan tonto el que acababa de tener.

—Pues no es mala idea. Al menos nos divertimos.
Como somos aproximadamente, mitad y mitad, las mujeres en la I y
los hombres en la II, o al revés. De todas formas, de no
ir juntos…

Y pensó Calíguenes, por no expresarlo, que
por qué hablaría él con tanta ligereza, de
un asunto tan serio.

Y eso fue lo que acordaron.

Nanda y Noyndia no acordaron nada, pues no venía
a cuento, pero salieron de allí tan contentas, que no se
pusieron a bailar, porque todos estaban presentes. ¿Para
qué iban a tomarse aquellas confianzas, con esas
apretaras?

Cuando la Estrella se acercaba al avistamiento,
comentó Policrades:

—Todo esto es de la misma película. Y si no
ya me lo diréis.

El objeto, como habían sospechado, era un
vehículo suspendido.

La nave extraña venía a ser, como dos
renacuajos pegados por los vientres, pero de muy grandes
proporciones. La parte de arriba, o la de abajo, según se
mirara, era una copia exacta de la otra. Sólo una
diferencia, una era blanca absolutamente, la otra de un negro
total.

—Desde luego, el diseño, original sí
que es —volvía a decir

Policrades.

Calíguenes se había unido al común
de los tripulantes y observaba como ellos, pegado al ventanal.
Oyó como el resto, las opiniones de técnico de
máquinas. Se dirigió a él:

—Según creo, usted estuvo en la
ciudad.

— Sí señor, así
es.

—También sé, que lograron contactar
con esa gente.

Los demás se arremolinaron en torno a ellos,
movidos de la expectación.

—Bueno… algo parecido.

—Y qué opinión les
merecieron.

Policrades desvió su mirada al exterior, y
quedó de costado al comandante con las manos metidas en
los bolsillos.

—La verdad, señor, que el interés de
ellos hacia nosotros, brillaba por su ausencia.

—Cómo puede ser eso. Ustedes eran sus
intrusos.

—Para mí, que no nos juzgaron capaces de
comunicamos o nos creyeron de los suyos. No lo intentaron
siquiera. Se veían muy seguros. Nos parecieron de mente
poderosa y palabras endebles.

—Acaso no hablan.

—Sí… ya lo creo. Entre ellos.
Además, tuvimos ocasión de constatarlos como unos
originales transformistas, pues creímos ver en sus
personas a parte de nuestros allegados.

— ¿Diría usted, que procuraban no
ser reconocidos?

—Qué va. Nada de eso. Fuimos nosotros
más bien, los que quedamos como hechizados ante su
presencia, pese a que no hacían nada especial, que se
sepa, en este sentido.

—O sea, que estaban tan en su mundo, que ustedes
quedaron hipnotizados.

Los compañeros sonreían, y alguno
rió sin tapujos.

—Si quiere decirlo así… Pero la verdad,
poco interés nos despertaría ese mundo, si no se
daba a conocer.

Calíguenes se volvió hacia los hombres, y
se plantó de pronto, mirando a uno de ellos.

—Qué te parece…

—Como dice señor —dijo el
tripulante.

—No, nada.

Se aproximó a él.

— ¿No trabajaba usted en el territorio?
¿En la factoría?

—Ya lo creo, señor. Yo mismo
soy.

—Qué agradable sorpresa. Al final lo
consiguió, eh… ¿Me permites que te
tutee?

—Por supuesto que sí, señor
Calíguenes. Por mi parte, yo no me atrevía a
llamarle la atención.

— ¿Y por qué? De haber venido en mi
nave, seguro que sí lo habrías hecho. Ya es
casualidad que hayamos coincidido aquí.

—No crea. Siempre estuve al tanto de sus esfuerzos
para con esta aventura. Cuando salí de la mina, me
propuse, que yo también estaría. Fui afortunado al
toparme con usted.

Él rió.

—No hay mal que por bien no venga —El otro
hizo una sonrisa forzada—. Cuánto me alegro,
eh.

Y Calíguenes se marchó para la sala de
vuelo.

Las dos Estrella se aproximaron a la nave, cada cual por
un lado, como dos pistones que fueran a aplastarla. Una
desbordante alegría inundó a las tripulaciones, que
ellos mismos no se explicaban.

De repente, la nave "renacuajos" efectuó una
vuelta total en torno a las Estrellas hasta cerrar un invisible
lazo. Giró luego en tirabuzón y se apartó
hacia delante. Las dos frente a frente pareció que se
observaran, avanzaron justo hasta emparejar sus vientres y pegar
sus discos, como dos redondos imanes. A un lado el de él y
los suyos, al otro, el de ella y las suyas. Sólo
faltó para completar, que el color del uno fuera rosa, y
el del otro azul.

Ahora un dilema, ¿Quién entraría en
el vehículo del otro, él en el de ella, o ella en
el de él? Estaba claro, él en el de ella. Si no,
qué gracia iba a tener.

La nave renacuajos permaneció inmóvil, en
tanto que las astronaves estuvieron unidas. Cuando se separaron,
comenzó a moverse, e hizo lo contrario a lo que hiciera,
hasta deshacer el lazo. Luego se colocó ante las
Estrellas, como invitándolas a seguirla.

Calíguenes había pasado a la otra nave,
preguntándose que para qué. Belaura era de la misma
opinión. Nada especial habían hablado. ¿De
qué iban a hablar?, y menos delante de nadie.

— ¿Qué sacas tú de todo esto,
Calíguenes?

— ¿Que qué saco? Tú
sabrás… lo mismo que tú. ¿Es que tú
sacas algo?

— ¡Qué gracioso! —Belaura se
partía de la risa.

Al verla, Calíguenes enrojeció.
Ciertamente no había entendido su pregunta.

Ella ya no reía, lloraba.

El joven comandante se había amoscado.

—Tampoco es para tanto. Lo que quieren decirnos
es, en mi opinión, que podemos quedarnos.

— ¿Y tanto lío para
esa…?

—Bueno. No sabrán decirlo de otra
manera.

—Y qué más.

—Me tomas el pelo o qué.

—Yo no estoy muy segura.

—Que no estás muy segura… ¿Habrase
visto?

—Que no, hombre, que no. Que no estoy muy
segura… del mensaje de esta gente.

—No me enredes, Belaura. Todo el mundo lo ha
entendido. Podemos poblar el planeta a voluntad, nos dan su
aprobación. Ella miró a un extremo de la
estancia.

— ¿Y para ellos, qué se
reservan?

—Ellos sabrán.

Las Estrellas siguieron a la "renacuajos", hasta un gran
calvero entre los árboles. Dos individuos de aspecto
normal salieron de la nave. Calíguenes y Belaura
también lo hicieron, y se acercaron a donde ellos
estaban.

XXI

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