Monografias.com > Sin categoría
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

Los dados mágicos (Novela) (página 4)




Enviado por Fandila Soria



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9

Los dos hombres les inspiraron confianza. Comenzaron a
gesticularles, pues lo que hablaban, no había modo de
entenderlo. Gesticularon a su vez los dos extraños, y
hasta revolvían sus cosas por el suelo, tratando de
explicarse. Pero sus gestos, nada expresivos, no ligaban con los
de ellos: Lo que sí que quedaba claro era, la buena
disposición por ambas partes. Sus analogías eran
tantas, que de no mediar aquellas fútiles diferencias,
hubiesen pasado los unos por los otros sin ningún
conflicto. Hasta sus vestimentas eran parecidas.

Belaura pensó: tanta ida y tanta venida, para
esto… Para no concluir en nada… Otro tanto se decía
él: pues vaya una sorpresa, si parece que sean los vecinos
de al lado…

Y tuvieron la cierta sensación, de que los otros
pensaban lo mismo. Tal era la concordancia y la familiar
atmósfera, que los imaginaron en su vida cotidiana, como
en un sueño. Sus imaginaciones fueron tan vívidas,
que no dudaban de que fuesen ciertas. Viajaron en sus
pensamientos, por un mundo y unos espacios deliciosamente
apetecibles. Constataron tecnologías tan simples y
sencillas en su magnitud, que añoraron irse con
ellos.

Pero ninguno caería en esa tentación.
Más concluyente encontraron lo de, cada oveja con su
pareja.

Visto lo que el encuentro daba de sí, y como
quien no quiere la cosa, los dos homólogos se despistaron,
entretenidos acá y allá, que parecían estar
jugando. Por unos momentos observaron el alrededor, y sin
más protocolo, recogieron sus bolsas y subieron al
vehículo.

Belaura, atónita, quedó sentada sobre un
tronco, muy estirada y seria.

— ¡Eh, despierta! No te duermas —Le
tocó el brazo Calíguenes.

—Pues casi… Has visto qué misterio. Y
qué falta de educación.

—Y qué.

—Pues eso. No ves… se van y se vienen como si
nada. Sin una despedida o un mal saludo.

Calíguenes se sentó a su lado.

La educación la conocemos nosotros. Es
algo nuestro, porque lo necesitamos. Ellos a lo mejor
no.

Belaura lo miró extrañada.

—Qué menos que eso. La convivencia necesita
de unas normas.

—Y tú qué sabes. Estas gentes no se
despiden, porque no será su costumbre. Quizá no lo
necesiten. Al parecer, siempre están en contacto entre
ellos.

Belaura se encogió de hombros.

—Estarán los que estén, y cuando
estén.

—Pues yo creo otra cosa. Al parecer, estos
disponen de un sexto o séptimo sentido del que nosotros no
disponemos. Son capaces de estar interconexionados a voluntad,
aunque no se hallen en el mismo sitio. Posiblemente sientan y
gocen de su presencia sin verse, oírse ni
palparse.

—No entiendo lo que dices. Pero de todas formas,
cómo van a hacer eso conmigo.

—Ni contigo, ni conmigo. Aunque también
algo de eso pueda haber en nosotros. Su forma habitual de
relación a lo mejor es esa, la que acostumbran. Ya no
sabrán otra.

—Cómo lo sabes. ¿Es que tú lo
has visto?

—No. Pero por las noticias que tengo y lo que
hemos visto, he llegado a esa conclusión. Ese lenguaje tan
entrecortado que utilizan, quizá sea porque lo alternen
con transmisiones del entendimiento. Lo mismo que nosotros
alternamos las palabras y los gestos.

Un grueso cordón de nubes, da un traspié
al impecable azul, que baja pintado el cielo sin un mal
borrón. Las ventanas de la nave, dejaban ver en parte el
interior, pero a aquellos individuos no se les veía en
absoluto.

Pese a la vegetación el calor era intenso. El sol
flameaba sus aros de alucinado, decidido en su derroche de luz.
Aquel extraño vehículo seguía
inmóvil, al parecer esperando. Si los esperaban a ellos,
iban a tener todo el tiempo, pues no pensaban seguirlos.
¿Con qué fin?

—Me parece a mí, que estos se las saben
todas —dijo Belaura.

— ¿Por qué lo dices? Ningún
mal nos hacen.

—No sé. No me refiero a eso.

—Pues qué, entonces.

—Siempre van por delante de nosotros.

—Es normal, son nuestros anfitriones. Conocen su
casa mejor que nosotros.

—Y quién te dice que sea su
casa.

—Por lo menos están aquí antes.
Sé a qué te refieres; como si nos adivinaran el
pensamiento, no. Y eso parece. Si han desarrollado esa forma de
comunicación, si incluso pueden generar electricidad en su
organismo, lo mismo podrán percibirla. Puede, que hasta
sean capaces de hacer verdaderas descargas al
exterior.

— ¿Cómo el pez eléctrico…?
Pues dará gusto de tocarlos. Calíguenes, para
mí, todo eso no son más que diabluras.

Él soltó una carcajada.

—Pero no pongas más pegas ya… —Los
dos rieron—. Eso es cosa suya. A lo mejor, reciben y
generan imágenes como nosotros los sueños, y la
percepción, de esa forma, la sienten tan agradable como
nosotros la música.

Al cabo, la astronave decidió partir. Se
elevó tan en silencio, que ellos se dieron cuenta,
sólo porque la estaban mirando.

—Bueno se acabó la película
—dijo ella.

La mirada de Belaura hizo brillar el nácar de sus
ojos, que arrastraron a Calíguenes por ver de verlos de
frente, y sonrió, la boca sorprendida, como abducido a dos
vivas esmeraldas, que reían. Belaura rió, el rostro
casi pegado a Calíguenes. Él sintió cercano
su calor y el olor de su piel, giró hacia ella, para
atraparla contra sí, y sus labios se deslizaron por la
mejilla hasta encontrar su boca. Ella le devolvió el
beso.

—Oye, tú no eres Belaura.

— ¿Ah no…? ¿Y quién soy
entonces?

—Pues eso, ¿cuál era tu
nombre?

—Tú sabrás…

—Claro… tú eras mi amiga en el
complejo.

— ¡Vaya! No me digas. Creí que lo
sabías. ¡Qué sorpresa! Y mi nombre
entonces… ¿era otro…?

—La verdad que no lo recuerdo, o no me lo
dijiste.

— ¡Que farsante! Estabas tan ocupado de ti
mismo, que ni me preguntaste el nombre.

—Compréndelo… fue tan fugaz… Y yo soy
tan despistado… ¿Y porque tú no me has dicho
nada?

—Pues porque creía, que el señor
pasaba de mí olímpicamente. Siempre ha habido ricos
y pobres.

Él se echó a reír.

Belaura se quitó una bota, y comenzó a
golpearlo, hasta que Calíguenes se
defendió.

— ¡No Belaura, no! ¡Yo te
quiero!

Sólo entonces, ella se sosegó.

— ¡Valiente monigote!

Se quedó mirándolo de pie, con la bota en
la mano. Luego echó a andar, y se alejó.

Iba dando bancaladas, con el pie descalzo, y de pronto
se detuvo.

— ¡Calíguenes, ven a ver
esto!

— ¡Qué es! —Él estaba
sentado de espaldas, dando vista a las naves.

— ¡Nuestros amigos han olvidado algo!
¡Mira, unos dados de marfil!

Calíguenes se acercó y cogió
uno.

—Esto no es marfil. No se parece a nada que yo
haya visto. Y están desnudos, nada tienen
grabado.

Presionó el cubo entre sus dedos.

—Es muy duro —dijo.

El dado que tenía Belaura, repitió lo que
él había dicho:

/Es muy duro/

—Qué cosa tan curiosa —dijo ella
dándole vueltas—. ¿Será un
juguete?

A su vez lo apretó con los dedos.

—Y es muy bonito.

/Y es muy bonito/

Se escuchó por el dado de
Calíguenes.

—Esto parece un transceptor —comentó
él.

/Esto parece un transceptor/

Los cubos no tenían los bordes en ángulo,
sino curvados, y sus caras tampoco eran rectas. Redondas y
abombadas, seguían con precisión las romas aristas.
Sus alabeadas formas completaban los contornos, con total
simetría.

—Parecen mágicos —dijo
Belaura.

—No creo —Lo contempló en su
mano—. Bien podrían ser, nuestro regalo de
compromiso. ¿No mi amor? Para qué otra cosa. Puede
que ellos lo supieran, y han querido tener con nosotros este
detalle —Sonrió.

—Qué tonto eres —Salió
corriendo hacia las naves—. ¡Y qué
ridículo!

Calíguenes la persiguió, con
parsimonia.

XXII

Tres hombres lo estaban esperando. Nada más
subir, lo abordó uno de ellos, mientras
caminaba.

—Los hemos seguido señor.

— ¿A quién han seguido?

—A esos hombres, señor.

Calíguenes se detuvo, y se encaró con su
informante.

— ¿Por qué? ¿Quién les
ha autorizado?

—Me parece que no me ha entendido, señor.
Los hemos seguido desde aquí. Creemos que será de
su interés. Venga.

Llegaron hasta una cámara. Se acomodaron, y uno
de los ellos, puso en marcha una grabación, que de
inmediato comenzó a reproducirse. En el monitor
aparecieron otras tres naves, justo en el centro de mira del
telescopio. La primera entró en imagen por un lado, y
avanzó empequeñeciéndose hasta unirse a
ellas. Ahora, las cuatro entraron en formación, ocupando
los vértices de una invisible pirámide, y
provocaron en el centro el encendido de un minúsculo sol.
Su brillo eclipsó al conjunto, cuando comenzó a
avanzar por el espacio. La alumbrada formación, se fue
perdiendo en la lejanía, volteándose como una
campana.

Calíguenes casi se sorprende:

—De esa manera ya se puede viajar, ya.

Las dos Estrellas volaban ya, de vuelta hacia el
campamento. La I, iba tras la II, pisándole los talones.
Calíguenes, desde su cámara, podía
contemplarla por el acristalamiento. La mente se le había
enredado en una revolera de recuerdos, que siempre se
detenían donde estaba ella. Los vívidos pasajes de
su niñez cobraban alma, sólo si Belaura estaba
allí. La fue imaginando entonces, en cualquier episodio de
su pasado, transformándola, y todo era distinto. Su
historia era otra. Plena de luz. Qué distinto
sería, si él hubiese sido capaz de
retenerla.

Presionó su dado y habló:

— ¡Belaura!

Ella lo escuchó en el fondo de su bolsillo. Lo
sacó, e hizo otro tanto:

—Calíguenes…

— ¿Qué te ha parecido?

—Ah… lo haces muy bien.

—Me estoy refiriendo, a la actitud de nuestros
anfitriones.

—Ah, pues no sé.

—A que son buena gente…

—Así parece. Pero lo mismo sólo son
apariencias.

—Puede ser. Mitad y mitad… como todo.

Ella tuvo una reacción inesperada. Lanzó
el dado contra el suelo, con todas sus fuerzas. Al momento,
saltó de su silla y lo recogió. Se había
partido por la mitad. Lo estuvo observando. En su interior no
había nada, era macizo. Presionó los trozos para
encajarlos de nuevo, y la voz de Calíguenes se
escuchó por duplicado:

/A qué juegas, Belaura/ /A qué juegas,
Belaura/

Ella le respondió con voz trémula, y no
halló respuesta.

De nuevo presionó y presionó, y
habló y habló, pero el dado roto sólo
repetía la voz de Calíguenes que la
llamaba:

/ ¡Belaura! / / ¡Belaura! /

Esta vez sí que lo hizo a conciencia. Tiró
los trozos con rabia, mientras decía:

—A qué iré a jugar…

El dado se partió de nuevo, y le devolvió
sus propias palabras, por cuadruplicado:

//// A qué iré a jugar…

Ya no los recogió. Pero cuando lo hizo al salir,
le repitieron por cuatro veces, lo que hasta entonces
había dicho.

Belaura, enfurecida, dijo:

— ¡Qué misterio! Como todas sus cosas
sean como esta, se las pueden quedar.

Los dos caminaban hacia el campamento, el uno al lado
del otro.

Iban mirando a lontananza, sin saber que decirse. Fue
ella la que rompió el silencio.

—Calíguenes, qué
fatalidad.

Él, despistado, se volvió hacia
ella.

—El qué.

Belaura sacó de su bolsillo los cuatro trozos
blancos.

—Se me ha roto el dado.

— ¿Cómo que se te ha roto el
dado…? ¡Tú lo has roto! Algo tan duro no se rompe
por un descuido. A ver que lo vea.

Calíguenes cogió los trozos, y los
encajó apretando con los dedos. Al soltar, el dado estaba
intacto. ¡Las cuatro partes se habían
soldado!

— ¡Demonios! ¡Que me maten si lo
entiendo!

Comenzó a girarlo, y lo dejó caer al
suelo. Luego lo recogió.

—Fíjate; como si nada hubiera ocurrido.
Desde luego… en verdad que son mágicos.

Ya le habrá dado fuerte, ya
—pensó.

Y fue a dárselo a Belaura.

Ella levantó las manos, y se echó para
atrás.

— ¡No, a mí no!

—Pero mujer, sólo es en prueba de nuestro
amor.

—Ni en prueba de nuestro amor, ni de nada.
Tú te los guardas. Yo prefiero mejor un anillo.

XXIII

Aquella fue la primera salida a solas de la pareja.
Habían deambulado toda la mañana por el campamento
y sus alrededores, y a su término, cogieron la
pequeña aeronave.

Volaron después un buen rato en todas
direcciones, hasta tornar sobre el río por ver donde
posarse. Ya desesperaban de encontrar ningún sitio libre
de vegetación, cuando distinguieron aquel, junto a la
orilla. Nada más divisarlo, Calíguenes
dijo:

— Te voy a dejar que lo bajes.
¿Sabrás hacerlo?

— ¡Anda éste! Y mejor que tú.
Pues no te faltan muchas horas de vuelo… Tú eres un
novato comparado conmigo.

—Vale, vale.

Al decir esto, Calíguenes levantó sus
manos de las palancas. El pequeño vehículo se
desmandó, y caía hacia el río.

A ella se le mudaron los colores, y aferrada a los
mandos, exclamó:

— ¡Pero qué haces,
inconsciente!

La aeronave se elevó de nuevo.

—Buena chica. Te ha salido bordado.

— ¡Qué gracioso! Y si nos
estrellamos…

— ¿Ah, pero crees que lo he hecho
adrede?

Ella no salía de su asombro.

—Desde luego, eres único. Si es verdad lo
que dices, a despistado no hay quien te gane. Muy buen piloto,
sí señor.

—Para que tú veas —Le dio una palmada
en el muslo.

Posaron el vehículo sobre un altozano que estaba
junto a los árboles. Abajo, en un saliente del río
rodeado de rocas, el agua se remansaba. Se sentaron al sol sobre
la hierba.

—Belaura, tú no naciste en el
complejo.

Ella volvió repentina la cabeza, arrastrando sus
cabellos en abanico.

— ¿Cómo lo sabes?

—Alguien me lo dijo.

—Nadie sabía tal cosa. No, yo no
nací en el complejo. Qué importancia
tiene.

Calíguenes la apretó contra sí, y
la besó en la mejilla.

—También me dijo, que tenías
dificultades económicas. Ella rompió el abrazo, y
lo miró a los ojos.

— ¡Vaya!, cuánto sabes de mí.
Lástima que no supieras mi nombre.

—Sí, eso sí. No hubiese habido
ningún equívoco. Sobre todo por tu
parte.

— ¡Qué gracioso!

Calíguenes sonrió.

— ¿Cómo pueden pasarse dificultades
en el complejo? Belaura estaba mohína.

—Tampoco creo que eso te preocupe mucho. Fue por
culpa de mi padre. Él permanecería siempre en la
Comunidad, nunca lo aceptaron en el complejo. Era
alcohólico. No sólo no aportaba ningún
ingreso, sino que gastaba todo lo que mi madre y yo
podíamos reunir. Y cada vez más.

— ¿Nunca lo veías?

— ¿Qué no…? Cada dos por tres.
Venía en busca nuestra desesperado, y habíamos de
salir a las salas de viajeros para entrevistamos con él.
Yo, la verdad, lo quería bien poco. Mi madre en cambio, lo
amaba con locura. Fue por ella, por la que soporté todas
las dificultades.

— Y qué pasó.

—Pues nada. Cuando ingresé en el transporte
aéreo, mi madre se fue con él. No creyó que
yo la necesitara ya. Pero se equivocaba. Por eso quise irme
cuanto más lejos mejor. Y aquí estoy. A ellos no
les va mal, dentro de lo que cabe. Él ha mejorado mucho,
aunque tiene sus recaídas —Se quedó mirando a
lo lejos—. ¿Necesitas alguna otra
información?

—No Belaura. Ni siquiera la que me has dado me
interesa. Me basta verte a ti y estar contigo, todo lo que eres
lo llevas puesto, tus ojos lo pregonan. Eres una
maravilla.

—Pues muchas gracias —dijo ella con
ritintín.

Calíguenes se levantó, y la alzó a
en brazos. Ella cogida de su cuello, comenzó a besarlo sin
ton ni son.

— ¿No vas a bañarte? —le
preguntó Calíguenes.

— Por qué lo dices. No pensarás
tirarme al agua

—Pues a qué hemos venido si no.

—Ya me bañé antes de venir. Yo
sé lo que estas buscando…

— ¿Verte desnuda…? No creas.

Que no creyera que no, pues si él deseaba algo en
aquel momento era eso, contemplarla como su madre la trajo al
mundo.

Calíguenes desvió la mirada, por disimular
sus deseos, y paseó la vista por la ribera y hasta el
remanso. ¡No podía ser! Una pareja de
'extraños', totalmente desnudos, se movían en el
agua. Calíguenes tardó en reaccionar.

—Belaura, mira quien hay ahí.

— ¡Oh! Pero si son de esa gente… Y
están desnudos… —Se cubrió la boca con la
mano.

— ¿Y te has fijado en sus
espaldas?

Los dos sujetos lucían a ambos lados de la
columna, sendas filas de lunares plateados.

— ¿Qué se suponen que son,
Calíguenes? ¿Tatuajes?

—No creo. Más bien parecen, placas
metálicas semiembutidas en la piel, y unidas entre
sí.

Belaura tiró del brazo de Calíguenes, y
señaló hacia la basé de las rocas, debajo de
donde estaban.

—Y mira sus vestimentas.

— ¡Anda! Sus ropas tienen las mismas placas,
y en la misma posición —Se quedó fijo
mirándolas—. Parece que sean de un tejido
especial.

La fibra de aquellas prendas, le pareció del
mismo color, eso si no del mismo material que los famosos dados.
Tejían dibujos geométricos, que a Calíguenes
le recordaron un esquema electrónico.

—Ya te decía yo, que esta gente era algo
diabólica.

—Bueno… ¿Y por qué? Parece que
lleven en la espalda, algo así como unos electrodos de
salida, que coinciden con otros de entrada en sus ropas. O al
revés. Éstas parecen disponer de un sistema
electrónico muy integrado.

—Ves como no poseen ningún poder
natural.

—Esto no significa nada. De esa forma, puede que
refuercen su propio sistema, para un mayor alcance o intercambio
con máquinas. ¿Pero por qué no se lo
preguntamos? —Sonrió Calíguenes. Ella
pareció contrariada.

—Si hicieras eso… me pierdo de aquí y no
vuelvo.

Los extraños parecían disfrutar a tope.
Jugaban con el agua, entre bromas, y riendo. Calíguenes y
Belaura se quedaron absortos mirándolos, y al poco, les
pareció que los conocían.

—Pero si ese hombre es… se parece a mi padre
—Belaura se quedó pasmada.

— ¿Tú padre?

—Qué extraño. Si no es él le
falta bien poco.

—Oye, pues ahora que me fijo… ¿No es
aquella mi madre? Y desnuda… No puede ser.

Recordó entonces, lo que Policrades les dijera
sobre aquella gente. Miró hacia otro sitio, de nuevo a la
pareja, y así varias veces, hasta que el parecido se
desvaneció.

—Déjalo Belaura.

Ella seguía absorta, los ojos clavados en el
hombre, y llenos de lágrimas.

— ¡El muy sinvergüenza! Y mi madre
mientras tanto, a saber….

—No, Belaura no: Deja de mirarlos. Verás
que no es lo que crees.

— ¿Que no es lo que creo? Como si no lo
estuviera viendo…

Calíguenes la cogió por la cabeza, y la
recostó contra sí. Al poco, ella volvía a
mirar.

—Si no lo veo, no lo creo. Cómo he
podido…

— ¿Te convences ahora?

Lo extraño era, que a aquellos dos no les
importaba en absoluto que los mirasen, ni su
presencia.

Ellos permanecieron aún sobre las rocas, y
acabaron por olvidarse de los bañistas. Aparte de aquello,
nada raro se les veía.

Al poco, él quedó dormido. Ambos se
habían tumbado en la hierba, Belaura pensativa mirando al
cielo.

— ¡Eh, despierta! ¡Qué horas
son estas de dormir!

Calíguenes se irguió
sobresaltado.

— ¡¿Belaura, eres
tú?!

—Claro, quién voy a ser.

—Qué mal sueño he tenido.

—Pues no será porque hayas dormido
mucho.

—He soñado, que ese hombre había
muerto. Y por culpa nuestra. Sus compañeros estaban a
nuestro alrededor, y nos hablaban.

— ¿Y en que lengua podrían
hablarnos…? Sólo es un sueño. Ya ves que no es
verdad.

Calíguenes no le prestaba mucha
atención.

—No escuchaba palabras. Era una sensación
parecida dentro de mí, y que yo interpretaba como
palabras. Esto es lo que decían: "Somos el pueblo
Shímpfato, originario del mundo Shímpfatos. Nuestra
biología es equivalente a la vuestra, pero no somos
vuestros hermanos. Provenimos por génesis, del Astral
humano en nuestro mundo. Por vuestra causa, uno de los nuestros
ha muerto. Esto no es tolerable. Por eso os recluimos, pueblo
cercano, durante diez estaciones, en el circulo equivalente a un
décimo de giro del planeta, Sólo su espacio en
vertical os quedará libre". Se acabó el
sueño.

—Anda Calíguenes, vámonos de
aquí. Olvídate de esas cosas.

Ambos se levantaron.

En aquel momento, el hombre shimpfato estaba empiconado
en una roca. Al parecer, pretendía lanzarse al agua. De
pronto, resbaló, y comenzó a emitir unos destellos
eléctricos crepitantes, recuperando de nuevo el
equilibrio. Belaura, al ver aquello, se puso como
histérica, y no pudo evitar reír a carcajadas sin
ningún control. El shímpfato la miró, y
cayó, despeñándose sobre las rocas.
Había muerto.

TERCERA PARTE

XXIV

El sueño de Calíguenes vino a realizarse
casi en seguida. Tal extravagancia no le aportaría mucho
más, que la confirmación en vivo de la misma
sentencia. El extraño vaticinio se
cumplía.

Tras el suceso, comenzaron a llegar shímpfatos
con tanta premura, que más parecían surgir bajo los
árboles como por ensalmo. La siniestra formación
flanqueó el remanso, y la franja de arena junto a la
orilla quedó copada. Unos llevarían al finado hasta
los bosques, y los demás vinieron hacia la pareja,
rodeándolos. Ante aquel agobio de los llegados, cualquiera
diría que nunca se vieran en otra.

Belaura, en su incertidumbre, se cogió a
Calíguenes y él hizo otro tanto, que ninguno de los
dos esperara tal divertimiento. Él volvió a
abrumarse de palabras extrañas, y en su interior
resurgían iguales las razones del sueño, mientras
que ella, temerosa, no parecía prestarles más
atención, sino mirarlos de hito en hito y soportar
confundida su hablar sentencioso.

Aquella danza no duró más, ni se
entretuvo, que los cirros que avanzaban sin tregua por el cielo,
como contrapunto al verdor del paisaje, pletórico de luz y
de penumbras.

Al fin se fueron.

Ambos quedaron inmóviles viéndolos bajar,
pasar junto al río y desaparecer bajo los
árboles.

Vaya una gente. Quién podía tomarles
cuenta. Belaura se dejó caer al suelo.

— ¿Qué tal estás,
Belaura?

En calma ahora tras la tormenta, ella parecía
desmadejada.

—Yo qué sé. He pasado tanto
miedo…

Calíguenes la miró a los ojos.

— ¿Qué te ha parecido el dichoso
mensaje?

— ¿Y qué puede parecerme, si nada he
entendido…? Pero tampoco es que haga falta. Pese a todo han
sido elocuentes, y bien han logrado que me sienta culpable. Me es
fácil entender, que por mí ellos nos recriminan,
pese a que nada he hecho, que yo sepa. Y lo peor de todo: ni
siquiera se lo hemos objetado.

—Para qué. Ni nos entenderían. Pero
sí creo que entienden, quizá mejor que nosotros,
cual es nuestro sentimiento. Que no quiere decir que lo
compartan.

—Pues el mío no puede ser más
desastroso. Otra cosa sería si pudiese excusarme o hablar
con ellos. Tampoco lo hice adrede, no. —Claro que no. Pero
ellos no lo ven como nosotros.

Ahora sí que estaban a solas, que no era lo mismo
que en paz ni sosegados; y todo, pese a aquel falso recogimiento,
cuya soledad ahora, sólo les parecía aparente. Se
les había aguado el paseo, y todo el solaz que les
prometía fue a tomarse en desazón. En mala hora
fueron a dar con aquel sitio. Que a lo mejor no había
otro, vamos. Vaya un acierto.

Cómo podrían permanecer ya allí. De
repente, aquella panorámica ante ellos, tan exultante, les
parecía lúgubre.

—Maldito lugar —dijo ella.

—De todas formas, quizá fuera bueno
quedarse un poco, por si las moscas. A lo mejor vuelven y
recapacitan.

— ¿Tú crees…? Éstos, con
tanto poder mental que se les supone, no dan más muestra
de sentimiento que la que pueda dar un robot. O sea,
ninguna.

Calíguenes ladeó la cabeza y miró
hacia el remanso.

—Di mejor que no les sería posible. Lo
mismo nos pasa a nosotros respecto a ellos. Para sentir con
alguien o hacia alguien hay que ponerse en su lugar, y ello es
difícil si no se le comprende.

—Pero somos tan parecidos…

—Seguramente. Ellos por su casa y nosotros por la
nuestra.

Calíguenes no podía admitir, que por ser
extraños fueran mejores ni peores. Le vino al pensamiento,
que quizá los shímpfatos poseyesen (por qué
no, si parecían tan avanzados), una máquina, capaz,
no ya de traducir las lenguas, sino las formas de conducta o la
biología misma. A lo mejor sintonizaran con ella hasta
lograr una base de encuentro. Y a partir de ahí ya
podían entenderse, y pronto. De lo contrario, vete a saber
el tiempo que necesitarían.

Pese a todo, en eso sí que era experta la especie
humana. Sólo había que fijarse en las modernas
máquinas, que como interlocutoras casi hacían las
veces de los humanos. Pero mucho se temía, que el
obstáculo a salvar no sólo fuera la lengua, sino la
forma misma de comunicación. O peor aún, el
cómo la concibieran ellos. Ni la máquina más
perfecta podría descifrar una cosa así. Sin
embargo, confrontar máquina con máquina, aún
cada cual con su distinción, quizá fuera
interesante. Una por parte de los extraños, otra por parte
de ellos. Puede que lograran descifrarse entre sí, y con
más rapidez sin duda que lo harían dos individuos
de carne y hueso. Del resultado de su interacción y el
acoplo de sus redes informáticas, quizá surgiera la
simbiosis que precisaban. Una base de partida.

— ¿Qué estás pensando,
Calíguenes? ¿Por qué no nos
vamos?

—Qué remedio. Permanecer aquí como
dos insensatos, poco sentido tiene ya; que éstos para no
venir no se tardan —miró su reloj—. Buscaba en
mis pensamientos como alcanzar una forma de sinergía con
nuestros anfitriones.

— ¿Sinergía? ¿En tus
pensamientos?

—Eso mismo. Un traductor integro. Me planteo la
posibilidad de una traducción entre especies. Algo o
alguien capaz de compenetrarse con ambas a la vez. Un
puente.

—Qué cosas… Pues vaya un interés
que te tomas. Yo con esos, ni a misa.

Por más que les apetecía con aquel calor,
ni hicieron por ir hasta el agua y refrescarse. La humedad era
sofocante, y provistos de aquella vestimenta aún
más. Muy adecuada sería para el vuelo, que les era
imprescindible, pero fuera de ahí sólo les
entorpecía.

Pese a aquel desamparo, al menos su fiel vehículo
no los abandonaba, sólo faltaría eso. Subieron a
él, que despegó con todas las de la ley, y
voló seguro y sin complejos, alejándose.

Plácido en su asiento, Calíguenes iba
absorto en la pantalla, y en como los testigos de vuelo
parecía que dibujasen un croquis multicolor. Las
líneas se entrecruzaban para esbozar un jeroglífico
que sólo la máquina podría resolver. Lo
bueno era, que entre tantas, sólo les incumbiría la
última remarcada.

—No es bueno dejarse llevar de las emociones
—dijo de pronto—. Bien está que se sientan y
sean como un revulsivo que nos transforme. Pero hay que darles
salida. No podemos quedar en estado de shock
permanente.

Ella dio un puntapié a la rejilla del aire, hizo
un gesto despectivo, y miró al cielo sobre el
parabrisas.

— ¡Menudo shock! Con esta gente, lo mejor
que puedes hacer es darles de lado. Menuda
intimación.

—Es preciso negociar, Belaura. Un choque de
culturas siempre es problemático. Y tampoco podemos quedar
indiferentes, vamos en el mismo tren.

—Claro. Y si no puedes vencer a tu enemigo,
únete a él, no.

—No tergiverses las cosas. Este pueblo, ni es
nuestro enemigo ni está por encima de nosotros.
Sencillamente, los dos estados de evolución son distintos.
Seguro que ellos también tienen sus dudas respecto a
nosotros. Y el mismo problema. No son ningunos dioses.

Al cabo, el tiempo comenzaría a
alargárseles como si fuera de goma, de ansiosos que iban
por llegad al campamento, y ante aquel horizonte pertinaz, que se
extendía verde y azul sin más compostura. Tras de
aquella rutina, divisaron en la lejanía dos aeronaves. Sus
cubiertas metálicas brillaron como espejos, y al instante
se perdieron sobre las montañas que ahora emergían
por el horizonte.

—Enemigos a la vista —dijo
Calíguenes.

—Te gusta hacerme en que entender, eh.

—Te estoy hablando en serio. Son naves
extrañas.

—Pues mira qué buen ojeador. Ojalá
tengas tan buena vista y no te equivoques con ellos.

Calíguenes la miró sonriendo.

—El que yo nos los vea como enemigos, supongo que
no será para ti un inconveniente.

— Seguramente. Ni que yo fuera una
masoquista.

Él rió con descaro.

—Pues eso. Pero un poco pesimista sí que
eres. Al menos en lo que a esto se refiere.

—Y no es para menos. Cómo puedo pensar bien
de quienes consideran que yo asesino con mi risa.

Calíguenes volvió a reír. Al tiempo
dio una palmada en el muslo a su compañera.

—Qué gracioso —dijo ella
quitándoselo de encima—. Pues a mi no me hace
ninguna gracia, eh. Ni creo que la tenga.

—Ya lo sé mujer —Acarició su
rostro con el dorso de la mano. Sé cómo te sientes.
Sólo trataba de quitar hierro al asunto. A mal tiempo
buena cara.

Poco podía faltar para el campamento. Al menos la
raya roja de navegación estaba a punto de extinguirse.
Habían enmudecido de pronto, pero sus rostros largos y
serios iban pregonando, que no las llevaban todas
consigo.

—No quiero ni imaginarme cuando todos se
enteren'—dijo ella…

—Pues por mí no tengas cuidado, que no
pienso decir nada.

—Y si ya lo saben…

—No creo. Y de saberlo bien pocos serán.
Estas cosas no han de quedar del dominio
público.

El rostro de Belaura estaba enrojecido de la
irritación, y se mantenía tiesa y envarada mirando
a ningún sitio.

—Es que hay que ver … Me pongo a reír,
por no llorar, cuando veo aquel fantoche soltando chispas como un
demonio; y luego resulta, que yo soy la culpable de su
desasosiego. Y de su accidente. Que otra cosa no fue. En cambio,
él no tenía culpa alguna por provocar en mí
aquel estado, de ninguna manera… Igual yo hubiese sido la
accidentada de encontrarme en un mal sitio.

—No le des vueltas a eso, mujer. Ese no es el quid
de la cuestión.

— ¿Que no? ¿Cuál entonces?
¿El que ellos puedan imponer o no su unta
voluntad?

—Tampoco. Se trata de un malentendido.

—Pues no parece que tuvieran reparo alguno al
afirmar lo que afirmaron.

—Con lo de malentendido, no sólo me refiero
a esto, que es un caso particular. Quiero decir, que entre ellos
y nosotros no hay un buen entendimiento. Sus pautas de
actuación y las nuestras son distintas. Puede que ellos
den importancia a lo que nosotros no damos, y que le encuentren
razón a lo que vemos absurdo. Que sean gentes muy seguros
de sí mismos y muy metódicos, o que posean un
autodominio de la forma más natural.

—Con más razón. Deberían de
entender que otros no lo sean.

—A lo mejor nos sobrevaloran en ese sentido.
Pueden pensar que ciertos comportamientos, inevitables para
nosotros, no son inconscientes sino voluntarios.

—Pues si así fuera, vaya unos socios
más competentes.

La pequeña aeronave tomó tierra. Las
cubiertas de fibra gris de las construcciones, cumplían su
cometido de no reflejar todo el sol ni absorberlo en
demasía. Eso iba bien para un clima templado, pero en
aquel fogatín… Mejor hubiesen cumplido de color blanco,
o relucientes como un espejo. Sin embargo, a nadie vieron a la
intemperie, ni siquiera bajo las sombras. Tampoco echaron en
falta ninguna de las naves.

Al menos, una cosa sí era segura, que nadie
esperaba para recibirlos.

Calíguenes volvió a hablar:

—Si queremos convivir con nuestros socios, es
preciso el conocimiento previo. Y como te dije, una clave de
comunicación se nos hace imprescindible.

— Entonces… ¿Si son tan listos,
cómo se explica que ellos no la hayan conseguido
todavía?

—No me negarás al menos, que lo han
intentado.

XXV

Desde luego, que ir de un extremo al otro de la Estrella
para llegar hasta el comandante, era más que un paseo.
Tampoco iban a pararse por coger un porteador. Al fin y al cabo,
mientras andaban tenían más tiempo para hacerse a
la idea.

— ¿Tú crees que habrán venido
hasta aquí?

—Cómo quieres que yo lo sepa. Y lo mismo
nos va a dar.

— ¿Y tu padre?

—Por él no te preocupes. No es tan fiero el
león como lo pintan.

Si lo sabría ella… Pero la verdad que no
había tenido la ocasión de comprobarlo. Nunca hubo
entre ellos un mal contratiempo. No lo podía negar, estaba
temerosa de lo que aquel incidente le significara.

Subieron en ascensor y anduvieron de nuevo hasta la sala
de mandos. La puerta estaba abierta.

Nada más entrar, lo vieron al fondo, recostado en
un sillón, frente a las ventanas, y embebido en sus
reflexiones. Él los miró de reojo cuando se
percató de su presencia.

— ¿Ya estáis aquí? Poco
habéis tardado.

—Que nos estabas esperando, verdad—dijo
Calíguenes.

Aldés Zarela se volvió hacia ellos, y
comenzó a girar entre sus dedos un
lápiz.

—Esa gente nos han hecho una visita. Si
venís un poco antes os topáis con ellos
—dijo.

Y mucha falta que nos haría eso —se dijo
Belaura—. Al menos yo, lo estaba deseando.

Que lo hubieran hecho era lo lógico. Así
debía de ser. Nada les extrañaría aquello a
los dos jóvenes. Bien que les confortó, y ese peso
que se quitaban.

Belaura pareció distenderse, aun a sabiendas de
que la tormenta no había empezado.

—O sea, que ya lo sabes —dijo
Calíguenes.

— ¿Y qué es lo que habría de
saber exactamente? Porque todavía no me aclaro
mucho.

—A qué han venido ellos si no —repuso
Calíguenes.

—Desde luego que yo no los he llamado. Y espero
que me lo aclaréis. No soy yo el responsable de este
asunto sino vosotros, y por las apariencias, que no me parece una
minucia.

—En eso te equivocas, y se equivocan
ellos.

—Puede. Pero por lo que he podido comprobar,
incluso hay un muerto de por medio. Y lo más grave, es uno
de ellos.

—No me digas que lo han traído hasta
aquí.

—No ha sido necesario.

Belaura no pudo contenerse y se decidió a
hablar:

Con todo lujo de detalles contó al mayor lo
ocurrido y aun le añadió de su cosecha. En cuanto
hubo acabado, Aldés Zarela achicó los ojos y la
miró sin pestañear unos momentos
eternos.

— ¿De verdad de verdad, que fue así?
¿No hubo intención alguna por tu parte?

—Al menos no conscientemente, que yo sepa.
Quién mejor que yo puede saberlo.

—De todas formas no debiste perder el control.
Comprendo que tal emotividad es comprensible en una mujer, pero
la delicadeza de un encuentro así requiere de mucho
temple. No quiero decir con esto que tú no lo tengas. A lo
mejor algo personal se te interpuso.

—Y si fuese como dice… qué pasa con eso.
Nadie puede controlar así como así su
subconsciente.

—Cierto. Pero si es posible huir de las
situaciones que puedan descontrolamos.

Ella calló y Calíguenes vino a
relevarla:

—Si hubiésemos de reprimirnos cada dos por
tres por cosas así, acabaríamos inmovilizados.
Menuda cruz. Por lo que yo entiendo, estos shímpfatos no
nos conocen mucho que se diga. Y lo mismo nos pasa a
nosotros.

Aldés Zarela se puso en pie y comenzó a
pasear ante ellos.

—He podido comprobar por mí mismo lo que
acabas de decir. La primera vez que los veo. Pero ha sido
suficiente. Desde luego, mal podíamos comunicamos, ni lo
habríamos hecho siquiera, con ese raro lenguaje que se
gastan. Para mí, que un sordomudo es más elocuente.
Vamos, no me hubiesen entendido ni cogiéndolos del cuello.
Algo inexplicable. Sin embargo, en mi cabeza sí que me
aclaraba y parecía adivinarlos. No andarían ellos
muy ciertos, cuando, al cabo, hicieron materializarse ante
nosotros una especie de teatro o película, que los dos
ayudantes de transmisiones y yo, nos creímos transportados
al lugar mismo de los hechos. Pero lo asombroso era, que no
llevaban consigo ningún elemento proyector ni medio alguno
de reproducción .

— No nos dirá., que en tan poco tiempo
hicieron tanta pesquisa. ¿Y cómo puede ser, si
allí no había material de grabación de
ningún tipo, ni nadie estaba al tanto de lo que iba a
ocurrir? —inquirió Belaura.

—Eso mismo me pregunto yo. Pero aquello,
más realista no podía ser. Pude veros tan en vivo
como os veo ahora. Igual que a aquellos dos en el agua y los que
vinieron a continuación. Eso sí, desde unos
ángulos muy forzados y en tomas de lo más
improvisadas.

Calíguenes acabó por sentarse. Y de no
estar ante el mayor, quizá Belaura también lo
hiciese. No correspondía a ella tal privilegio.
Aldés Zarela se lo otorgó:

—Puedes sentarte si quieres.

—Gracias señor —Se dejó caer
confortada, justo al lado de Calíguenes—. Y
entonces, ¿qué opinión le ha merecido el
supuesto asesinato?

—No digas eso ni en broma. Una fatalidad. Aquel
desventurado se sorprendió de ti, tanto como tú de
él. Y por parte de ellos, yo sólo puedo pensar en
que hubo una mala interpretación.

—Y la sentencia… —terció
Calíguenes.

—Nada que no pueda arreglarse.

—Pues no parece que sean gentes indecisas estas,
eh.

—Tenemos todo el tiempo del mundo para llegar
hasta ellos y hacer que nos escuchen.

—Eso sí… A propósito, que te
parecería el hacemos valer de nuestra
traductora.

— ¿Te refieres a la máquina de la
lengua…? Tengo mis dudas de que eso sirva para algo. Si
sólo se tratara de palabras…

—El programa puede perfeccionarse. También
podemos incluirle imágenes.

—Demasiado simple a pesar de todo. Los
pensamientos se componen de muchas más cosas. Y a saber en
cuales de ellas repararán más. Quién sabe en
realidad cuántos sentidos existen.

—Pero las imágenes generan muchos
conceptos. No creo que los shímpfatos sean tan cerrados,
que no sepan rellenar las lagunas que les pudieran surgir. Y
también ellos nos aportarán lo suyo. Nada
perderemos por intentarlo.

—Bueno. Por mí… —Zarela se
volvió hacia la muchacha—. Tú qué le
dices a eso, Belaura.

No, yo no. Nada entiendo de esas cosas. A mí me
gusta volar, pero no tanto. Prefiero hacerlo confiada cuando la
ruta está abierta. Calíguenes
rió.

—Pero mujer…, tú opinión a nada te
compromete.

—Puede. Pero más vale prevenir —Hizo
una pausa—. Por si las moscas.

El mayor Zarela se excusó y abandonó la
sala.

—Casi seguro, que ya ni te acuerdas de los dados.
A que no.

—No me digas que aún los
conservas.

—Por supuesto.

—Y qué… Todavía están
enteros…

—Ya lo creo.

Calíguenes se arrimó a ella.

—Amor mío, cuanto te adoro… Déjame
coger tus manos.

—Eso es… Un sitio muy adecuado éste para
hacer manitas. Qué cumplido.

Él comenzó a reír.

—Toma, y desengáñate por ti misma. Y
no olvides que lo que te doy es una prueba de mi amor —Puso
algo en su mano e hizo que la cerrara con fuerza.

— ¿Qué es?

—Ante, quiero preguntarte una cosa: prometes serme
fiel y amarme todos los días de tu vida.

—Te lo juro —contestó con cierta
decencia—. ¿Y tú? Prometes serme fiel,
amarme, y no engañarme como lo haces ahora, todos los
días de tu vida.

—Sí qué lo juro. Pero el juramento
no es ese.

—Querías quedarte conmigo, eh. Ya estoy
curada de espanto, hombre —Abrió la mano y
dejó ver los dados.

—Muy astuta… Pese a todo, has caído en mi
trampa, muchacha.

—Ya verás tú qué trampa. Pues
no hace ya que caí en ella. Y que lo hice con sumo
gusto.

Calíguenes cogió los dados y apretó
uno entre sus dedos. Al momento comenzó a reproducir lo
que habían dicho desde que ella comenzara a presionarlos
dentro de su mano.

Belaura se puso lívida.

— ¡Maldita sea! Eso no Calíguenes.
Sabes que no me gustan las bromas de estos chismes.

—Pues te gusten o no, desde ahora quedamos
comprometidos formalmente ante ellos, con nuestro
juramento.

Belaura se encogió de hombros.

— Con tal de que tú te los
quedes…

—Pero eso no puede ser. De qué
servirían entonces… Yo podría negarlo todo
destruyéndolos.

—Eso será si puedes.

—También los puedo ocultar
—Forzó una sonrisa—.
Desengáñate, la gracia está en que cada uno
tengamos el nuestro. Y si no te gusta oír lo que dicen, no
tienes por que escucharlo.

Belaura sonreía de una forma
maliciosa.

—Si sólo es eso… Pero en adelante, ni
quiero dados ni cubiletes, que a mí me gustan las cosas al
natural. Bastantes son ya los artificios que nos
traemos.

Y para sellar sus buenas intenciones, se abalanzó
sobre él y comenzó a rebuscárselas, que las
suyas bien encontradas y prestas que las tenía.

Un prolongado beso los enajenaba, cuando el mayor
cruzó la puerta. Disimuló un carraspeó, y
viró hacia los archivos, como si buscara algo.

—Bien está lo que está
—dijo.

Los dos se azoraron, creyendo ser causa de aquel
aforismo.

Aldés se acercó.

— ¿Has visto ya a tu madre?

Otra que les vino por el mismo lado. Calíguenes
no reaccionaba. A qué vendría aquello de ver a su
madre.

Belaura puso cara de buena persona y Calíguenes
bien poco que sacaría con mirarla.

—Por qué dices eso.

—Pues por qué… Desde que las trajiste,
sólo una vez las has visitado. Es lo que ellas me han
dicho.

— ¿Es que he tenido tiempo?

— ¡Pero hombre de Dios! No tendrías
que ir solo necesariamente, puedes ir con ella.

Calíguenes se quedó
estupefacto.

—Esto sí que tiene gracia. De modo, que yo
necesito que alguien me acompañe. ¿O te refieres
más bien, a que ella absorbe mi tiempo?

—Ni lo uno ni lo otro. Ellas nos necesitan. Se
sienten aisladas, porque saben que no deberían haber
venido. Les costará sacárselo de la cabeza. Deben
de relacionarse.

—Vaya por Dios. Eso sí que no lo
sabía.

—Tú desconoces muchas cosas. Tiempo
tendrás de aprenderlas.

La fugaz mirada de Aldés hacia la copiloto, hizo
reflexionar a Belaura, que se sintió orgullosa, de que su
superior tal vez la considerara como ejemplo a seguir.

—Disculpe señor. Por lo que a mi se
refiere, no escatimaré ningún esfuerzo en ese
sentido.

—Gracias —Se volvió hacia el
hijo—. Ya sabes que lo de la traductora no debería
demorarse. En tus manos queda.

—Descuida.

XXVI

Todo aquello le venía rondando en la cabeza casi
desde que llegaron. Aldés Zarela sabía, que de
tener éxito la expedición, antes o después
habrían de planteárselo. Lo contrario hubiese
significado el retorno porque el viaje no cumplía sus
expectativas.

Los días de la Conciliación quedaban muy
lejos en el tiempo. A su amparo, los bloques continentales
buscaban atajar de una vez por todas, un peligro común: el
deterioro del medio. Aquellas uniones de países se
decían continentales, en el sentido de la cierta
uniformidad de pueblos con cuna en tan grandes territorios. En
realidad, no se ajustaban del todo con aquella acepción.
Los conflictos de identidad de algunos de sus miembros siempre
estaban presentes, y la Conciliación tampoco sería
la panacea.

Con el acuerdo una Comunidad federalista vino a
globalizar los viejos sistemas. La especie humana quedaba
constituida ahora como un sólo pueblo. Pese a
singularidades propias de cada federación, el conjunto se
integraba con soltura en lo que dio en llamarse la
postdemocracia, que en realidad no era otra cosa, que el mismo
sistema más tecnificado. Fue al cabo de unos años,
que la Comunidad parecía atascada en su propio
convencionalismo, cuando la Asociación Libre de los
Complejos vio la luz.

Aun tan distantes de su mundo de partida ahora, los
expedicionarios dependían jerárquicamente da la
Asociación Libre, y por tanto de la Comunidad. No
obstante, de permanecer en el nuevo mundo, la barrera del tiempo
desbarataba tal relación.

Aquel congreso tan particular, estaba reunido sobre la
plataforma, muy cerca de la sección de mando, porque
celebrarla en el interior habría sido sofocante. Con no
ser muchos los congregados, eran más que suficientes para
sentirse angustiosos dentro de una sala. Tampoco el mayor Zarela
lo quiso. Hubiese parecido tal vez, urca reunión al
dictado suyo. En aquel sitio, al aire libre, dando vistas al
campo de la nave, era distinto; un emplazamiento
neutral.

El techo de la Estrella II aparecía parcialmente
replegado. Lo justo para que el sol inundase el recinto y su zona
verde. A lo lejos las compuertas de acceso desde el exterior se
veían levantadas. Muchos iban y venían, o vagaban
por los carriles, cada cual a lo suyo. Nadie daba muestras de
estar pendiente de los congregados, que desde abajo, lo mismo los
vieran como a curiosos mirando el paisaje.

Tomó la palabra el mayor, que no se anduvo con
presentaciones.

— La cuestión está muy clara: de
establecernos en esta tierra de forma permanente, se hará
imprescindible un sistema propio de gobierno. Ya no sería
válida la autoridad de una sola persona y de sus mandos.
Mi misión en este sentido terminaría aquí,
parar yac: ocuparme sólo de mis obligaciones. Si
decidiésemos volver, huelga decir que todo está
cumplido. De ocurrir ambas cosas, como es lo lógico y
correcto, o sea que unos queden y otros vayan o vengan, el
sistema que establezcamos, habría de conservar los
principios que nos relacionan con el viejo mundo. Con las
excepciones lógicas.

Uno de los representantes alzó la
mano.

—Señor. ¿No sería conveniente
esperar a qué nos dicen desde la Tierra?

—Ojala. ¿Cuántos años cree,
que serán necesarios para una sola comunicación…?
Bastantes. Y si hubiera que aclarar algunos puntos…
¿cuántos más habría que
añadir?

—Tampoco estamos en ningún
reventadero.

— ¿Que no? Por ejemplo, por fijarme en
mí, para entonces yo sería un carcamal.
¿Hasta cuánto nos habríamos multiplicado
para esa fecha? Las fricciones entre nosotros surgirán por
mucho que no queramos. ¿Y la relación con nuestros
anfitriones?

— Todo eso debió de preverse desde el
principio, no cree.

—Naturalmente. Y así se hizo. Se nos
proporcionó todo un programa de ordenanzas en este
sentido. Habremos de organizarnos ahora a partir de ellas a
nuestro criterio.

La representante de mantenimiento, que mantenía
su atención en primera fila, alzó su
mano.

—Convendrán conmigo en que se trata de una
tarea ingente. La mayoría de nosotros poca o ninguna
experiencia tenemos en este campo.

Aldés Zarela se sentó, reordenó sus
papeles, y repuso:

—La autogestión no es cosa de un
día, ni de un año. Se trata de algo vivo,, de una
intención permanente. En nuestro caso no serán
necesarios legisladores ni grandes proclamas. Será
suficiente, con buscar el entendimiento y aunar voluntades. Por
fortuna hay un modelo a seguir. El de nuestra democracia. La
lógica evolución irá llegando por sus
propios pasos.

Calíguenes, que asistía al evento
más en calidad de observador que otra cosa, estaba
sorprendido de cómo su padre, que siempre decía no
ser orador, se expresaba ante aquel público de una forma
tan convincente. A punto había estado de objetarle un par
de cosas. No se atrevió. Él no sólo era
quien presidía el congreso, en cuanto que era el "mayor" y
comandante, representaba a ambos.

Desde luego, el viejo no era tan carta como
creía. Cuando todos hubieron hablado, a su turno vino a
exponer un concepto de soberanía popular que no era
común, y casi no dejaba un resquicio para la
enmienda:

—Un voto, una voluntad. Nada más obvio. Sin
embargo, hay voluntades y voluntades, y votos y votos. Me refiero
a que no todo el que vota lo hace con igual rectitud. ¿El
voto, como derecho que es, es realmente inalienable? Por
desgracia todos sabemos que no. La voluntad puede verse alienada
por muchas causas: el desconocimiento, la coacción, el
engaño.. .o la mala fe. Por lógica, tal
despropósito podría tildarse de
adulteración. ¿Pero un voto desnaturalizado en esta
medida, sirve al propósito de la democracia?, ¿un
tripulante que desconoce su función, se deja coaccionar, o
lo engañan, sirve a su nave? Desde luego que no en ambos
casos, o al menos no como debiera. Lo mismo que a dicho
tripulante se le relegaría a una función menos
comprometida, o sería sancionado, un voto así,
también debiera devaluarse en la medida en que no cumpla
con su propósito —Hizo una pausa—. Cómo
indagar su limpieza… Como todo. Examinándolo. Cada uno
de los votantes habría de resolver su propio cuestionario,
en que acredite, si realmente conoce lo que vota y si su
opción no contradice sus propias estimaciones. En
consecuencia, la voluntad de cada uno aprovecharía al bien
de todos, en la medida de que cumpla con los propósitos
establecidos.

—Difícil sería llevar a' cabo una
cosa así. Por demás que cada uno es como es. No
todos entienden todo a las mil maravillas, ni tienen la misma
concepción de las cosas —dijo alguien.

—Claro que no. Y es de lo que se trata. El
éxito de la mayoría. La mayoría siempre
tendrá la mayor probabilidad de acierto por la menor
probabilidad de que muchos no acierten. Para aquellos que no
saben de qué va o se mantienen en la duda, su deber es la
abstención. La mala fe, o buscar solamente el bien propio,
es el fraude a perseguir. Y medios hay para conseguirlo. Por
suerte disponemos de la informática.

Aquella concepción del comandante era peliaguda.
Algunos le entendieron, que los más capacitados primaban
sobre los demás. Otros no entendían que las
capacidades válidas para el sistema quedasen reducidas a
las meramente políticas. O que tales correcciones en la
intención del voto, no dejaban cabida al sentimiento, a un
sexto sentido, a la tozudez… a que cada cual caminase a su paso
con sus luces y sus sombras.

Pese a que todos estaban de acuerdo en su originalidad y
sus buenas intenciones, convenían que el control no era
tolerable. Aldés era consciente de aquel dilema. Pero
también de que el grado de perfección de la
democracia radicaba en la buena voluntad y en la
instrucción de sus ciudadanos. No era una opción,
era un deber. Y cómo actuar si el deber no se cumple.
Primaria el individuo o la sociedad.

—Reconozco que los dos puntos de vista pueden ser
válidos. Sobre todo si consideramos que el interior de la
persona, sin su connivencia, es infranqueable. Puede que en otro
estado de comunión, pongamos por caso a nuestros
anfitriones shímpfatos, esa barrera no exista o sea
permeable., Aunque presumiendo eso, una consulta electoral
sería superflua.

XXVII

Xántriul Orzísim, shímpfato de pro,
vagaba ocioso por las colinas, lejos del asentamiento, porque su
sentido de transvisión no le permitía contactar a
larga distancia con los del ámbito. Para hacerlo,
cualquier shim había de usar el traje de apoyo que les
suplía tal deficiencia. Pero el suyo no funcionaba. Y el
caso era, que en el indicador, tan sólo uno de los
vectores se había cerrado. Pero fue suficiente.

Desde la altura podía controlar a su antojo las
cuatro ciudades, por si acaso las desmantelaban y no
acudía a tiempo. Poca gracia tendría quedarse en
tierra hasta el retorno, si es que éste se llevaba a cabo.
Por esta razón procuraba no alejarse de su cubil de
transporte, y porque, además, en él venían
los equipos. Su estado de meditación no alcanzaría
el nivel necesario sin su inductor de medio y la esfera de
síntesis. Y no es que para meditar necesitara alejarse
tanto. Sólo era que de estar próximo al
asentamiento no controlaría su mente como era debido. La
transvisión mejoraba, y cualquiera de los pfatos, aun sin
querer, podía entrometerse en sus divagaciones.
Cómo impedirlo si la transmisión de mente era tan
libre como el mirar o el oír. Seguro que con el tiempo lo
conseguiría. Ellos sí que la dominaban. De los dos
grupos de la especie eran los capacitados. Ni siquiera
necesitaban el traje de apoyo como los shim, aunque sí les
fuera imprescindible para su protección. Ésta era
por contra, su debilidad.

Xántriul no entendía a los humanos.
Hablaban y hablaban y sus palabras se repetían sin
código alguno de reintegración. Eran volubles y no
aparentaban conocer el éxtasis.

Xántriul se interesó mucho en ellos desde
el principio, pues pese a aquello le constaba que eran felices. O
al menos parecían alcanzar altos grados de goce. No como
ellos los shímpfatos, cuyo bienestar era invariable y
ensimismado, sin muchos aspavientos.

Si él pudiera, se hubiese cambiado por uno de
ellos aunque fuese un día, sólo por experimentar su
modo de ser. ¿Sería dado para un shímpfato
aquella transgresión? Para comprobarlo necesitaba sus
claves, o mejor aún, convivir con ellos.

El shim se tendió cuan largo era en la pendiente,
de forma que pudiese mirar a lo lejos entre el claro de los
árboles, y cerró los ojos. En un instante, el
inductor de medio propició el relax, y al rato, su mente
entró en estado supremo. A partir de ahí, las
inconscientes visiones comenzaban a tomar forma, y pasaron ante
él hasta que logró su dominio. No era
difícil. Bastaba con dejarlas surgir, para luego
combinarlas a su antojo. Era éste en realidad el verdadero
éxtasis. Como conclusión, muy bien podía dar
con un resultado premonitorio, o descubrir tal vez, algo que
estaba oculto, como era lo corriente. En cualquier caso, algo
así requería de entrenamiento y ciertas dotes de
artista.

Esta vez, el fruto de su introspección no pudo
serle más favorable, visionó el lugar de los
humanos. Entre sus naves y el asentamiento, había dos
grupos. El uno, muy pegado a los vehículos, era el de
ellos; el otro, junto a los albergues, los suyos. Ambos
permanecían afrontados, que aquello más
parecía un duelo. El espacio entre ambos, se centraba de
dos máquinas mirándose de cerca, sin llegar a
tocarse. Xántriul no podría precisar la naturaleza
de aquel lance, aunque no dudaba de que él estuviera
allí. Cuando el shim abrió los ojos, no pudo darles
crédito. Parpadeó varias veces, miró de
nuevo y se incorporó. Sería posible…, las cuatro
ciudades ya no estaban. Menuda prisa. Jamás creyó
que el traslado especial recurrente pudiera ser tan
rápido. Luego caería en la cuenta, su trance no
había sido tan breve como él pensaba. El sol
había avanzado lo bastante para dar tiempo de aquello y de
más.

Fue hasta su cubícalo e intentó
localizarlos por radio: nada. Muy lejos habían de estar ya
para superar el alcance de su aparato. Menuda faena. Si al menos
pudiese enlazar con otro asentamiento… No sería
fácil. A saber, si el más cercano no se hallaba en
el otro hemisferio. Sintonizó por toda la banda, y no
halló sino ruido de fondo. Se relajó, y
bebió cuanto pudo; no hacerlo bajo aquel sol era una
imprudencia.

Al final hizo lo que ya debería de haber hecho.
Se despojó del traje y comenzó a inspeccionarlo.
Pero por más que lo revisaba menos lo comprendía:
el circuito estaba intacto. Malditos vectores. Era de ver, como
el shim, desnudo sobre la hierba, chorreaba de sudor, en su
empeño por localizar la avería sin más
útiles que sus manos. Ahora le pesaba no haberse provisto
de otro traje, como su compañera le repetía
machaconamente. Al cabo, su afán se disipó,
desconfiando de salir de aquella. Mal podría andarse por
ahí, y buscar a ciegas en aquel vehículo, cuya
escasa autonomía le obligaba a recargar cada dos por tres,
si es que había donde hacerlo. Los materiales de
acumulación no se hallaban en cualquier sitio.

De nuevo comenzó a darle vueltas al
atavío, y en la última tentativa descubrió
el arañazo. Cómo iba a verlo tan fácilmente,
si de imperceptible que era, ni con lupa. Comenzó a
presionar el corte por si acaso unía, como era usual, pero
la banda de microdopado era demasiado fina. Rebuscó y
rebuscó entre las provisiones, y nada hubo que le
sirviese. Si tuviera al menos un trozo de aquel material… Pero
al fin y al cabo, de no servirle ya el traje… Cortó una
pequeña tira longitudinal, de otra pista más ancha,
la superpuso al desperfecto, y presionó con todas sus
fuerzas. El puente quedó soldado.

XXVIII

No podían pretender, que los suministros les
viniesen de la Tierra. Como máximo, las futuras naves se
equiparían con los pertrechos justos para el viaje y poco
más. Pensar que los avituallaran desde tan lejos era
demasiado. Bien era verdad, que el propio ecosistema de las
astronaves seguiría manteniéndolos. Pero aquello no
podía continuar eternamente. Las especies vegetales
quizá degeneraran de no renovarse. Y en poco tiempo los
recursos técnicos estarían agotados o
inservibles.

Cualquier solución pasaba por lo mismo: un
entendimiento con sus anfitriones. Eran ellos quienes
disponían de los medios necesarios en aquel mundo, y
quienes les podrían suministrar cuanto necesitaban. A
partir de ahí, lo demás estaba cantado. Al
principio, mal que bien podían apañárselas,
e incluso acometer algunas tareas de menor envergadura. Luego
comenzarían a venir especialistas, y gente de toda
condición, quizá en demasía. Pero una cosa
así aún quedaba lejos: una de las naves
habría de regresar. Y otra vez los preparativos, la
fabricación de transportes, de nuevo el viaje. Media vida
quizá.

¿Serían conscientes de aquello los
shímpfatos? ¿Se imaginaban qué podía
ocurrir cuando aquel mundo se llenase de aventureros? A lo mejor,
el crédito que según todas las trazas ahora les
concedían, quedaba hipotecado o sin efecto.

En la Estrella II mientras tanto, los trabajos del
equipo con la traductora ya habían comenzado. Elaborar los
programas no era nada pueril y por si fuera poco, habían
de enfrentarse además, a una dificultad añadida, la
de no disponer de soportes con tantas imágenes. Tampoco
les constaban los giros, tan numerosos, que pretendían
incorporarle.

Belaura, tan ociosa como pueda estarlo un piloto en
tierra, había encontrado al menos, una forma de paliar su
tedio. Cada día iba hasta los talleres, donde
Calíguenes se afanaba, entre consolas manojos de cables y
módulos informáticos de todo tipo, muy agitado y
sin perder un segundo.

— ¿Qué pretendes viniendo tanto a
este sitio? —le dijo él.

—Cómo no sea a ti…

—Bien lo has dicho. Que otra cosa no creo. Ya
verás tú…, yo mismo, lo único que hago a
veces es estorbar.

Ella apoyó el trasero contra el filo de una
consola y de una hopeada se recompuso la cabellera.

—Por qué estás aquí
entonces.

—Porque es mi obligación. Soy yo quien
marca las líneas maestras. Lo que es un decir.

Belaura sonrió.

—Demasiado maestro eres tú. Pero en
eludirme.

—Cómo puedes decir eso… No te basta con
toda la noche… Y por la mañana… acaso no quedas con
gusto en mi nave… Lo mismito que si fueras tú quien la
manda, o no. ¿A qué viene entonces que hoy me eches
en falta tan temprano?

—Hoy tengo algo especial que decirte.

—Muy bien. Pues di lo que quieras. Te escucho
—Calíguenes se apoyó en el filo junto a
ella.

—No, aquí no. Preferiría un sitio
más reposado.

La pareja salió a la explanada base, anduvieron
un trecho de circunvalación y penetraron en los
campos.

—Y entonces…, crees que todo saldrá
bien.

—Bien, el qué —dijo
Calíguenes.

—Pues qué va a ser. ¿Tú
estás en que ellos entenderán la
máquina?

—Supongo. Otra alternativa no hay, por ahora.
Creí que lo de salir bien se refería a otra
cosa.

—Cómo qué.

—Lo que has venido a decirme.

Ella rió y lo cogió del pelo bajo la
nuca.

— ¿También eres adivino? O es que
has tenido un sueño.

—No sé, no sé. Mejor no digo
nada.

Pese a todo, ella no soltaba prenda. Al poco llegaron al
circular de descanso. Los dos, como confabulados, se encaminaron
sin decir nada, precisamente hacia el rincón que
Caliguenes ya ocupara la primera vez que entró
allí.

—Entonces pensaste que yo no te conocía, eh
—dijo Belaura.

—Pues la verdad que respecto a eso no pensaba
nada. Lo que sí es seguro que yo no sabía
quién eras.

—Así te fijarías…

—Seguramente. Y si no que se lo pregunten al
señor que estaba sentado ahí. Tú ni lo
verías con aquella prisa. Pero bueno… al grano.
Desembucha.

—Estoy embarazada.

Él no pareció impresionarse.

—Es lo normal, no. Y será mío
supongo —sonrió sin gracia. La mujer le lanzó
una mirada asesina.

— ¿Eso es todo lo que se te
ocurre?

—Como que me lo he imaginado desde el principio.
Todo tiene sus consecuencias. Pero sí que me hace
ilusión, sí.

— ¿Quieres decir con eso, que hubieras
preferido que no ocurriera?

Calíguenes la abrazó.

—Que no mujer, que no. Espera al menos que me haga
a la idea.

Por ahora la consecuencia mayor es para ti. Es normal
que lo vengas considerando.

—Considerando… ¿Qué esperas, que
me lo tome como un dolor de barriga?

—A ver —Le tocó el
vientre.

Ella se quedó inmóvil, y lo miró
con fijeza. Calíguenes la atrajo hacia sí y la
besó. Luego le susurró al oído:

—Todo lo que venga de ti me es querido.

—Menos mi impertinencia, claro.

—Pero eso puede remediarse —La volvió
a besar.

Salieron precipitados del circular y así
anduvieron hasta el aposento de Belaura.

—Mejor sería que reafirmásemos ese
embarazo, no crees —dijo él.

Ella no puso reparos y se dejó llevar. El
apretado lecho fue testigo de cuanto lo deseaban.

XXIX

Xántriul volvió a ponerse el traje, y casi
de inmediato se sintió aliviado del calor y de su
desesperanza. Se introdujo en el cubícalo por mejorar la
sintonía como de costumbre, y se relajó.
Sólo con pensar en ella e imaginarla habría sido
suficiente. Pero Axoncer, su fiel compañera shim, no daba
señales. Ninguna sensación obtuvo de ella de tan
lejos, ni columbró siquiera que ambos estuviesen en
resonancia. Seguramente no llevaría su traje o estaban
demasiado lejos el uno del otro. Probó de nuevo, esta vez
con Uatrozur, y pudo verla en su interior y sentir sus
sensaciones como si fueran propias. Sencillamente era, como si
sus pensamientos vagaran en él por cuenta de ella.
Uatrozur pertenecía a la etnia de los pfatos. La
había conocido mucho antes que a Axoncer y aún
permanecía con ellos, a pesar de que shim y pfatos no eran
compatibles genéticamente. Es cierto que nunca le
daría un hijo como Axoncer, pero era buena amante y la que
mejor lo comprendió nunca.

Uatrozur dominaba la transvisión como sólo
una pfato podía hacerlo. Le hizo ver el interior de la
astronave, y la panorámica externa transparentada,
dejó a Xántriul confuso. ¿Acaso
volvían a Shímpfatos o se trataba sólo de
una maniobra para acceder al mundo gemelo? Más
parecía lo segundo, y esa era también la
opinión de ella.

Pasado un tiempo, pudo sentir alas compañeras y
visionarias juntas. Axoncer vestía ahora su traje de
transmisión y no hubo obstáculo para contactar con
ella. Definitivamente volaban hacia el mundo gemelo, y Axoncer
parecía saberlo muy bien. Lo peor era, que las dos
ignoraban el motivo de la ida, cuanto más la vuelta:
— Cuídate— fue la sensación de
despedida que obtuvo Xántriul de ambas.

El shim voló sin rumbo en el frágil
cubícalo mientras los acumuladores le fueron
útiles. El recorrido en zigzag sobre un amplio territorio,
no le reportaría otro hallazgo, sino descubrir, que sus
congéneres brillaban por su ausencia, o al menos,
él no los había visto. Se posó sobre las
tierras amarillas que denotaban el material, y el pequeño
prospector sondearía el terreno. Acto seguido
recargó el artefacto y volvió a elevarse. Muy bien
podría contactar, transmente, con alguno de sus amigos,
pero de poco le iba a servir. No ignoraba que todos ellos eran de
las cuatro ciudades, que a saber donde se establecerían de
nuevo, pues no era algo que todo el mundo supiera. Por probar,
probó, y el resultado no pudo ser más desalentador.
Sólo uno de ellos, Oxisos, por lo que le entendió,
pertenecía ahora a otro asentamiento. Según se
explicaba, la distancia hasta allí era de medio
círculo, lo que en aquella latitud venía a
significar que se hallaría poco menos que en las
antípodas.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente 

Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

Categorias
Newsletter