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Los dados mágicos (Novela) (página 7)




Enviado por Fandila Soria



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—Mira que eres ingenuo, eh… Te han cogido… y
bien. Pero si a ti no te importa, a mí sí que me
ofende. Y si te dijera…, que ellas mismas me lo insinuaron. O
así lo entendí yo. Es Uatrozur la que desea tener
un hijo. Y como sabes, con él shim no puede. Pero la
otra…, vaya con la otra. Esa sí que ha sabido
rebuscárselas.

Calíguenes enarcó una sonrisa.

-Muy bonito, sí señor. Y bien guardado que
te lo tenías, señora. De forma, que tú eras
participe de su engaño… Y contra mí nada menos…
Encima te sentirás cornuda.

— ¡Pero qué estás hablando, so
procaz! Ninguna importancia di yo a tal cosa. Ni tampoco he sido
cómplice de nadie. Lo que tú hicieses sólo
fue por tu cuenta y riesgo.

—Cómo no… Y que tú ibas forzada
cuando fuiste con él, vamos.

—No me enredes —Hizo una pausa—. Lo
que pasó pasado está.

— Justo. Una por ti, otra por mí. Y a otra
vamos.

Ella se repantigó en su asiento y cerró
los ojos.

—No quiera Dios.

Oxisos se quedó allí y los otros dejaron
el ensanche por una galería distinta a la que vinieron.
Seguramente por evitar a los cuaralinios.

Una vez fuera, los tres shímpfatos se emplearon
con la comida como tres desesperados, y ellos, por no desentonar,
también quisieron dar cuenta de sus viandas.

Los avíos en la bandeja deslizante, ante ellos, y
desliado el estricto condumio, los dos se miraban a hurtadillas,
como temerosos de que sus miradas los traicionasen.

—Deja, que ya lo hago yo —ella extrajo para
Calíguenes el segundo trozo prensado, que les
suministraran en el centro de abastos.

Belaura volvió a hablar:

—Entonces, ¿esos dos hijos qué
serán, antroposhim, antropopfato, o simplemente
antroposhímpfatos?

Calíguenes la miró con
condescendencia.

—Lo que acabas de decir, no es nada gracioso,
Belaura.

—Es que me exaspera, no puedo evitarlo.

-Se llamen de una u otra forma, ya es todo un milagro
que ello ocurra. Ni los más entendidos daban
crédito a unos cruces como esos. Sólo los zirdal lo
estimaron posible.

—Lo tendrán bien programado. No te
extrañe. Y es que esa gente, más que saber, parece
que sean brujos.

—Eso digo yo.

Belaura arrumbó el resto de su prensado en una
bolsa y chupó de su vasija.

— ¿Qué ocurrirá
después? ¿Piensas que ellos estén seguros de
su progreso, con la hibridación? Para mí, que estas
cosas no puedan programarse.

Calíguenes miraba de reojo para el otro
vehículo, y se sorprendió de que Axoncer hiciera
otro tanto. Ni que decir tiene, que por si las moscas, se
giró hacia Belaura.

—Es seguro que la especie híbrida
acabará imponiéndose. El nuevo pueblo será
la amalgama que resulte mientras tanto. Los más antiguos
entonces, fuera de lugar, volverán sus ojos al mundo
Gemelo, para tarde o temprano emigrar a él.

— ¿Y qué será de los
nuestros?

— ¿Te refieres a nosotros? ¿Los que
estemos aquí?

-Quienes si no. También habrá humanos
puros que aún permanezcan. Y a poco que lo hagan, algo se
multiplicarán.

—No lo sé. Quizá las próximas
generaciones encuentren más atractivo su ayuntamiento con
la especie nueva, porque los encuentren mejor dotados o con
mejores expectativas. Eso fue seguramente, lo que verían
los zirdal, cuando pensaron en nosotros. Ellos se transformaban
sin remedio en un pueblo fantasma, más cercano a las
estrellas que a la tierra firme, y no podrían desligarse
sin su prosaico sustento.

—Cuánto interés, no.

—No lo creas. Ellos también aportan lo
suyo, que no es poco. Y no sólo por sus conocimientos,
además son los artífices materiales de la
tecnología. Toda una simbiosis, digamos, que a escala
planetaria.

—Poco somos nosotros en todo esto. Ni nuestro
hijo.

— ¿Por qué? Ellos nos admiran, por
nuestra cultura, nuestras dotes para la imaginación y el
ímpetu vital. Y no por ser menos "mágica" nuestra
tecnología, deja de ser eficiente. Todo es
relativo.

—Pero quedaremos como unos marginados.

Calíguenes dudó antes de
decirle:

—Si no te lo tomas por la tremenda te diré
una cosa…

—Tú bien me conoces… Haz lo que te
plazca.

—A lo mejor nuestro hijo, e incluso nosotros,
somos afortunados por emparentar con ellos -Calíguenes
indicó con la cabeza hacia los
shímpfatos.

Belaura, por toda respuesta, no pudo, o no quiso,
contener la risa.

El sol ya se ocultaba, cuando los cinco, reintegraron
los aparatos a su confinamiento, y abandonaron aquel lugar, y la
colonia.

XLV

Scropbim ya no estaba allí, ni la astronave.
Sí que se veían algunos shímpfatos. El
campamento había derivado a un círculo de
construcciones cuya área central se ocupaba con la
Estrella I. Los edificios, muy funcionales, se alternaban con
espacios sin construir, siguiendo un trazado geométrico.
Por las trazas, lo erigido tenía la pinta, del centro
matriz para una población que se expandiera en
concéntricos círculos. Y por la amplitud de sus
calles, no se barruntaba precisamente como una
aglomeración pequeña.

Una de las naves shímpfatas compañeras,
estaba allí. No se había movido de su
emplazamiento, que ahora quedaba a las afueras, cerca de las
construcciones. Sin duda, que Axoncer no cabría en
sí de la satisfacción nada más verla, por
las ganas de abrazar a su hijo. Los niños no se
habían movido del lugar, y si bien los preceptores no eran
muy pródigos con las visitas, esta vez no se
opondrían. Axoncer y Uatrozur marcharon hacia la nave,
mientras Xántriul se rezagaba junto Calíguenes.
Belaura que iba detrás, en un descuido se escabulló
hacia la Estrella, y se fue con premura a los
aposentos.

No haría mucho que la expedición de
regreso había partido. En el campo podían verse
aún las antenas, varios contenedores, manojos de cables, y
desechos de todo tipo.

—Qué precipitado todo —dijo
Calíguenes.

—No- tanto-. Si- lo- dices- por- las-
construcciones-, lossistemas- modernos- son- muy- eficaces-. Las-
máquinas– fabricanel- material-, al- tiempo– que- lo-
colocan-. Como- ves- hanrespetado- vuestro- estilo- y- vuestras-
preferencias-.

—No lo digo sólo por eso. Pero sí
que me extraña, que vosotros, que nunca os
precipitáis, en esta ocasión corrieseis
tanto.

—Las- veloces- son- las- máquinas-
más- bien-. Tal- vez- ellasnos- compensen- de- nuestra-
templanza-. O- puede-, queconfiados- en- ellas-, nos- olvidemos-
de- la- prisa-.

—También las máquinas pueden
abocarnos a la celeridad. Y por otra parte, si
fallan…

—Un- inconveniente-. O- un- desastre-.
Según-. No- sueleocurrir- muy- a- menudo-. Y- es- sabido-,
que- ante- un- fallo-, másvale- mantenerse- en- calma-.
Todo- es- solucionable-.

Xántriul marchó con los suyos, y
Calíguenes cruzaría la plaza, sin poder evitar que
algunos de los presentes se le acercasen. Los saludó, y
charlaron brevemente. Al poco fue a la aeronave.

Ya en los aposentos, nada más entrar, Belaura
apareció en la entradita, echada en un sillón y con
el reposapiés, la mirada hacia el techo, como si
meditase.

— ¿Por qué no has dicho que te
venías? -dijo él.

—Porque no me ha gustado que ellas no me
invitasen.

— Y a qué te habrían de
invitar.

—A su nave, a dónde si no. Para
enseñarme el niño. Qué menos. Pues vaya un
disgusto, pensó Calíguenes.

—No podrá ser. Tampoco a mí me lo
han dicho. Sólo he podido verlo por las
ventanas.

—Mira tú…, qué detalle.

—Pero qué te crees… Lo vi desde fuera.
Nos lo enseñaron desde allí. Tú como te
fuiste…

Ella no se estremeció. Ni siquiera movió
los permanecían fijos hacia techo.

—Y cómo es.

—Pues como todos los niños. Los
niños shímpfatos, quiero decir. Muy espigado y
hermoso.

—Vaya. ¿Así es?

—Pero los nuestros me gustan
más.

—Por lo menos…, en algo me toca.

—Anda, levántate, y deja ya de decir
sandeces, que quiero mandar un holograma.

Ni se inmutó.

—Para quién. Y con qué
motivo.

—No sé lo que me da, cuando pienso que se
marcharon sin despedirlos.

Lo peor de transmitir un holograma, y en tan largos
trayectos igual ocurría con las otras transmisiones, era
su falta de inmediatez. Pese a lo poco que había
transcurrido desde la salida de la astronave, entre el mensaje de
ida y la contestación habría un lapso. Durante
él, las imágenes ante ellos, quedaban pendientes de
su pregunta o de su respuesta. El intervalo esta vez sería
más breve, pero al transcurso de la travesía se
estiraba irremediablemente. Bien poco era una jornada ante varios
años.

Los dos se sentaron ante las cámaras, hasta
percibir la luz coherente que los envolvía de rojo.
Permanecieron a la espera unos minutos interminables, y al cabo,
ella se levantó a pasear nerviosa por la sala.

—No deberías moverte así —le
dijo Calíguenes.

— ¿Por qué? Se supone que las
cámaras cubren todo el recinto. -Claro. Pero si las
imágenes se materializan puedes cruzarte con
ellos.

—Y qué. Sólo se trata de hologramas,
seguro que no tropiezo con nadie.

—Pero es de mal gusto. A su turno, ellos se
verán como poseídos por tu fantasma.

— ¿Así se llama ese
efecto?

Calíguenes no contestó.

—Pues menudo fantasma.

Belaura volvió a sentarse.

Aún pasaría un buen rato hasta que los
hologramas aparecieron. Eran la viva efigie, pero virtual, del
comandante, su mujer y Nanda. Los tres se expresaron, cada uno a
su tiempo, en un saludo frío y lacónico.

Calíguenes les repuso:

—Belaura y yo, quedamos sorprendidos al ver que la
nave ya no estaba aquí. Yo pensé, papá, que
nos esperaríais, como así me dijiste en la
comunicación. Las cosas aquí marchan. Supongo que
ya sabías de la trasformación que nuestros amigos
shímpfatos hacen del asentamiento. Me hubiese gustado
veros, y cambiar impresiones sobre lo que hemos visto y vivido en
la colonia. Aunque lo mejor hubiese sido un reportaje sobre
aquellos lugares. Quizá los shímpfatos lo posean, y
tal vez os lo hayan hecho llegar directamente. Ya veis que el
embarazo de Belaura va viento en popa. Haremos lo imposible para
que nuestro hijo visite la Tierra. Por último, Nanda, si
siempre tienes el mismo éxito que el que has tenido en tu
pasarela, te auguro un buen porvenir. Espero respuesta, y corto,
si no hay otra cosa.

Belaura por su parte dijo:

—No crean que no me hubiese gustado irme. Lo
mío es ir y venir —Rió—. Pero ya
comprenderán mis circunstancias. Supongo que mucho antes
de su arribada al viejo mundo, las nueva expedición ya
estará en camino, por lo que es seguro que se tropiecen
con ella. Puede que entonces alguien decida volver. Ojalá
fueran ustedes. Un abrazo.

Quedó la pareja en plan contemplativo ante los
hologramas, y los representados hablaban entre sí
intranscendentes, ajenos del todo a ellos, por más que
también los sacaron a relucir. No podían dirigirles
la palabra ahora de forma inmediata, pero tampoco estaba mal
oírlos en su conversación empapándose de
cuanto decían. Al poco las tres figuras de luz se
apagaron.

Otra vez la espera, y vuelta empezar.

Los tres virtuales volvieron. Ahora se les vio,
pendientes a las palabras que la pareja les dirigiese en lapso
anterior, y fue el comandante, como en la otra vez, el adelantado
en abrir su alocución.

—Calíguenes, procura hacerte meritorio del
mando de tu astronave. Para mí, lo fundamental no es otra
cosa, que, junto al poder confiado a ese presidente,
estéis tú y tu tripulación para garantizar,
que no sobrevenga desgobierno. Y tú, Belaura, sé
con él, el tándem que os lleve en armonía a
cumplir vuestros designios. Pues ya se sabe, uno sólo es
uno, dos una multitud. Y tres…, el acabose.

Noyndia dijo:

—Cómo me hubiese gustado que vinierais con
nosotros, y que todo fuera como antes. Ya sé que sois
jóvenes, y como a jóvenes, os corresponde dejar el
viejo nido y procurarse el propio. Pero no voléis muy
lejos, que aquí también se os necesita. Como
mínimo permaneced con nosotros por el recuerdo mientras
tanto.

—Calíguenes, si hubieses presenciado mi
pasarela, quizás ahora te planteases la posibilidad de
abrir una boutique. Belaura, no le hagas caso a mi hermano, que
él sólo piensa en las naves y en la
filosofía. Os quiero -se despidió Nanda.

Calíguenes quedó conmovido, y ella se
entristeció doblemente, al considerar, que su familia ni
sabría aún con certeza su paradero.

—Ahora sí que estamos solos. Nada
será igual sin ellos, verdad Belaura.

—Ya lo creo que no.

—El viejo es mucho viejo, eh. A saber si no lo
echaremos en falta. ¿Quién podría igualarle
en su autoridad y su aplomo?

—Y que lo digas. Pese a tanto gobierno y
gobernante, y su democracia, no estoy yo muy segura si todo
irá por el camino recto.

-Y llevas toda la razón. Como dice mi padre, a
nosotros nos corresponde seguramente, salvaguardar ese buen
sentido. Por algo somos los albaceas, como navegantes, del sentir
que nos viene de nuestro mundo. Estamos a caballo entre
éste y aquel, y no somos de aquí definitivamente. Y
te digo una cosa; en nuestro cometido, más que buscar el
apoyo en los nuestros, que igual puede que sea o no sea, habremos
de perseguir un sano entendimiento con los shímpfatos, que
es seguro que nos lo propicien.

Belaura sonrió.

—Tú lo que quieres, es, aprovecharte de tu
amistad con ellos, y sálvese quien pueda.

—Por qué dices eso, mujer. Ni yo soy el
presidente, ni ocupo ningún cargo en su gobierno.
¿Qué quieres, que haga proselitismo para ganar la
confianza de mis propios hombres y los que quedan de mi padre?
¿Qué autoridad me anima, salvo la de comandante, y
que si ellos quieren pueden borrármela de un plumazo?
¿No es mejor, buscar el apoyo seguro, hasta tanto no
podamos disponer del de la Tierra?

—Seguramente tienes razón. Pero de ser
así, habrías de hacerlo con delicadeza. Si los
nuestros creyesen que los traicionas, bien pudieras caer en
desgracia. Mejor no descuidarte. A Dios rogando y con el mazo
dando.

—No hace falta que lo digas.

Belaura se sentó, dando vistas al gran recinto.
Pese a haber pasado tantos años en la astronave,
aún le abrumaba sus dimensiones. Ni siquiera la colonia,
tan colosal, con sus novedades y sus extrañas
características, le había hecho sentir lo que
allí arriba sentía. Y pensar que fuera
Calíguenes quién la concibió… Cómo
asimilarlo, cuando lo veía tan de tú a tú
junto a ella, con su ingenuidad, y tan poco serio, que para
él parecía que todo fuese una broma. Y claro,
cuando hablaba de verdad ella ni se lo creía.

— ¿Oye, y lo de la pasarela? Qué
quiso decir tu hermana con eso.

Calíguenes sonrió.

—Es que su ocupación es esa. Es
modista.

—Ya lo sé.

—Según me dijeron ahí abajo,
organizó un desfile. Aquí mismo, en la
explanada.

— ¡No me digas…! Qué pena que nos
lo perdiésemos. Lo podía haber dicho.

—Eso digo yo.

—Que sería todo un
espectáculo…

—Eso dicen. A las mujeres les gustó
mucho.

— ¿Y a las Shímpfatas?

—Pues también. Qué te crees. Dicen
que le sisearon todo el tiempo. Lo que pasa, que ellas parece que
sean muy tradicionales en la vestimenta.

—Pero verás como mejoran. En cuanto acaben
de emparejarse con nuestros hombres.

Calíguenes se amoscó, y algo mohíno
dijo:

—Seguro… ¿Y a qué van a esperar
sino que a eso? Bonicas son…

Belaura ignoró su ironía.

—Y con tanto éxito, cómo es que
Nanda no se ha quedado.

—Tú sabrás… Pues vaya clientela.
Pero si desde que llegamos, las mujeres no llevan encima otra
cosa, que sus monos de vuelo.

—No lo dirás por mí… Mi vestuario
no es nada común.

—Si lo sabré yo… Y esos pantalones y esa
camisa tampoco desmerecen. Aunque yo más diría que
ello sea por la percha. -Qué tonto eres… Cómo a
todas las halagues así…

—Y a quién puedo halagar…, mi copiloto
rebelde.

Belaura rió, y tirándole de la manga lo
atrajo hasta el asiento.

XLVI

Ver al presidente.

Menuda complicación. Pero si no había
más que salir a la balconada, andar un trecho, y dirigirse
al ujier.

El ordenanza estaba en el recibidor, sentado ante un
escritorio, y escuchando música. En cuanto lo vio se puso
en pie y ejecutó hacia él una tímida
reverencia.

— ¿Podría anunciarme al presidente,
si es tan amable? —dijo Calíguenes.

—Me temo, señor, que habrá de
esperar un poco.

— ¿No está aquí?

—Sí que está. En este momento se
entrevista con el jefe de campo. Pero no creo que tarden mucho
ya. Llevan encerrados más de una hora.

Calíguenes se sentó, y entretuvo la espera
con los folletos que había sobre el mostrador.

—Quién edita estas hojas.

—No lo sé, señor Calíguenes.
Supongo que haya unos encargados para eso.

Por sus consignas y cuanto prometían, las
cuartillas más se asemejaban con los pasquines de una
campaña electoral. Nada en concreto que no supiera todo el
mundo: que si la colaboración mutua, que si el bien
común, y algunas proclamas sobre el trabajo en equipo, y
de como conducirse para cumplir las obligaciones en
armonía.

Al fin salió el jefe de campo. Con un gesto
saludó a Calíguenes,y se fue. De inmediato,
él se acercó al hasta el umbral, pues el ido no
había cerrado tras sí.

— ¡Señor, presidente!
-exclamó. El otro vino en su busca.

—Pero por Dios…, señor
Calíguenes… Cómo me llama así. Yo soy su
subalterno.

—No tanto como yo lo soy suyo.

—Según se mire —Le hizo que
pasara—. Y qué, qué tal ese viaje.

—Muy bien. Algo extraordinario.
Distinto.

—Pues no crea, que algunas noticias
tengo.

— ¿De nuestra visita…?

—De la colonia he querido decir.

Los dos camaradas de travesía, se acomodaron en
un sofá, y

Calíguenes, mirando en rededor, no pudo menos que
extrañarse de aquella estancia.

—Pienso, que esta sala no sea lo más
adecuado para un presidente.

—Me basta, y me sobra. En realidad cualquier sitio
de la nave sirve a mis propósitos . Si se mira bien, no
soy otra cosa que un mandado, y como tal me muevo de un sitio
para otro allá donde me necesitan.

—No será tanto.

—Pues ni más ni menos. Aquí no hay
una gran representación, ni decisiones de altas esferas.
Ahora que nadie nos oye, si le digo la verdad, a veces me
considero como el tonto del pueblo. El chico de los
recados.

Calíguenes, por disimular, se volvió a
toser, pero no pudo reprimir la risa.

—Pero por Dios, don Atanar, cómo puede
decir eso. Todo lo contrario. Ser presidente es todo un
honor.

—Pero de ahí no pasa.

—Y qué espera, somos una comunidad muy
reducida. Aún.

El presidente le ofreció un extracto vegetal
autóctono, recién salido de los
laboratorios.

—Pruebe esto. Seguro que le gusta.

Calíguenes cogió el vaso, se lo
llevó a la boca y paladeó.

—Qué es.

—Una novedad. Lo extraen de cierta planta no muy
lejos de aquí. Claro que posteriormente ha sido
transformado.

—Pues tiene un sabor exquisito, eh. E imagino que
nos sea provechoso.

—Por supuesto.

—Lo bueno sería, establecer aquí
nuestros propios cultivos nuestra fauna.

Atanar se removió en el asiento.

—Pues no crea, que ya estamos en eso. Pero
habrá que cerciorarse de que el vegetal ya existente
tolere al nuestro, y viceversa. Que ninguno de ellos se cargue al
otro. En cuanto a la fauna, sólo disponemos de algunos
animales de corral y de granja como es sabido, y pocos
peces.

—No es poco.

—Pero no podríamos soltarlos así
como así, el sistema ecológico puede
desequilibrarse. O que ellos no lo soporten.

—Es un riesgo que hay que correr. Lo mismo el
resultado es satisfactorio. ¿Y los shímpfatos?
¿Qué opinan los shímpfatos?

—Bueno… Ellos también introdujeron sus
especies, ya tienen experiencia. Y no les va mal. Lo que nadie
sabe aún, es, si a las nuestras les irá tan bien.
De todas formas, nos ocupamos en conseguir una zona libre de
vegetación y acotarla. Las máquinas ya están
en ello.

— ¿Con tecnología nuestra o
shímpfata?

—Por ahora no necesitamos a nadie. Mejor no
molestar mucho, no sea que se cansen de nosotros.

— ¿Usted cree?

—Es lo lógico. Distinto será, el
día en que compartamos una descendencia
común.

Precisamente ahora que Calíguenes quería
plantearle ciertas cuestiones respecto a su colaboración
con ellos, el presidente le salía con que era mejor no
molestarlos. Poco los conocería entonces. Ellos estaban al
tanto de cualquier dificultad que a los humanos se les plantease
allí, porque ya eran expertos, y porque nada tenían
de tontos. Por lo menos que si se ofrecían de su motivo no
los rechazaran. Ante todo, Calíguenes juzgaba
imprescindible, desde su óptica, disponer de unos medios
de comunicación eficientes en la conquista del territorio.
Sería necesaria una exploración meticulosa a la
búsqueda de recursos, que les serían necesarios.
Habrían de extraer minerales y material de
construcción, canalizar aguas para el regadío y
buscar nuevos asentamientos. Y cómo construirían
sus propios vehículos y sus aeronaves así por las
buenas. Pero es que, aparte, sería conveniente readaptar
flora y fauna shímpfatas a este lado del planeta, sobre
todo si se pensaba en la nueva generación.

—No es bueno adelantar los acontecimientos. Pronto
nos llegará tanta gente y provisiones de la Tierra, que
esto será un maremagnun —dijo Atanar.

—Precisamente. Para cuando eso sea,
habríamos de disponer de la infraestructura
necesaria.

—Bueno. Pero tampoco podemos decidir por los que
vengan. Cada cual tiene sus puntos de vista, y puede que no se
sientan cómodos con nuestras previsiones.

Calíguenes se encogió de
hombros.

—Y según eso, mejor nos echamos a dormir.
Mal que bien nuestra estancia la tenemos resuelta.

—Ni tanto ni tan poco. Pero es que, aún no
sabemos que consignas puedan darnos desde la Tierra.

—Mucho falta aún para eso. Muchos
años en que confiar en nuestras propias fuerzas. Salvo que
nos involucremos con nuestros socios.

—Puede que tenga razón. De todas formas,
mejor no precipitarse, todo vendrá por sus propios pasos.
Muchos shímpfatos viven ahora con nosotros, y
vendrán más. Esta simbiosis que se inicia juega a
favor nuestro.

—Y al favor de ellos.

—Lo mismo.

Verdaderamente, Atanar se conducía con aplomo.
Era aquel un aspecto imprescindible en un buen presidente.
Calíguenes se sintió un poco ridículo con
sus propias consideraciones, que comprendía vehementes y
algo desatinadas.

—Otra cosa que quiero plantearle es, la necesidad
de un asentamiento definitivo para la presidencia. La astronave,
sin duda, no es el lugar adecuado. Entre otras cosas, porque nos
es precisa. Y nuestro presidente no puede vagar por ahí
ligado a ella, por donde quiera que vaya.

—Ciertamente. Y le digo, que la
construcción ya la tenemos. Sólo acondicionarla, y
asunto acabado.

No pensaría el presidente que él tuviera
algún empeño especial en aquello…, que lo mismo
le daba. Tampoco estorbaría a la nave, sino todo lo
contrario.

—Comprenda, que cualquier día, ellos nos
dicen de visitar Shímpfatos, o el mundo Gemelo. E incluso,
por ir hasta algún lugar remoto de este planeta. La
administración en bloque no puede ir a rastras con el
vehículo. Lo que no quita, que el señor presidente
o los miembros de su gobierno puedan viajar cuanto les
plazca.

—Vaya descuidado, señor Calíguenes.
Y de todas formas, nuestros asuntos no son tan complejos
todavía, como para necesitar de tanta
administración.

Poco más duraría la entrevista. Ambos
salieron, con regocijo para el ujier, que fue autorizado por el
presidente a ausentarse de la recepción.

Los dos se desplazaron hasta el gran recinto, y de
allí al circular. Dos horas largas duraría su
conversación aún, seguro que más informal
ahora, hasta vérseles salir y despedirse.

XLVII

Las estancias del comandante abrían sus ventanas
al exterior del vehículo, en lo más alto, y frente
a las construcciones, y a una cadena de montículos por
donde la selva emergía y se alargaba sin fin hasta la
cordillera. Los barracones quedaban ahora como un cinturón
a las afueras, todavía imprescindibles, hasta tanto lo
construido no fuera habitable.

La pareja observaba ante la protección
transparente, y en esa tesitura, Calíguenes recordó
el lejano hábitat y su refugio sobre los contenedores de
cuando niños. Belaura permanecía en un
sillón, algo incómoda ya en su postura por causa
del embarazo. Ambos miraban al exterior, más traspuestos
los ojos en su soñolencia que en otra cosa.

—Te gustaría tener una casa —dijo
él.

Belaura se removió apenas en el asiento y
miró hacia arriba. — ¿Una casa…?

—Eso mismo. Un refugio independiente, sólo
para nosotros. Los ojos de la mujer se iluminaron.

—Mucho. Pero que fuera lejos de aquí, en el
campo. Calíguenes torció el gesto.

—Pues a tanto no se llega. Por ahora.

—Y por qué no. ¿Tan costosa
sería?

—En absoluto. Nos es necesaria en nuestra
función, y la merecemos por nuestros servicios.

Belaura movía la cabeza asintiendo.

—Como que hasta ahora no nos remanecen más
cuentas, que lo comido por lo servido.

—Y gracias. No le pidamos peras al olmo. Sin
embargo sí que puedes elegir una casa. La que más
te guste.

— ¿Lo dices en serio?

—Eso al menos es lo que me ha dicho
Atanar.

—Qué Atanar…, ¿el
presidente?

—Que yo sepa no hay otro.

Belaura paseó la mirada de extremo a extremo en
lo que la ventana daba de sí.

—Aquella —Señaló con el
índice.

Calíguenes sonrió.

—No hace falta que sea ahora, mujer… Pero si
así lo quieres… ¿Y por qué
aquella?

—Es la más bonita.

—Pues yo no le veo la diferencia con las
colindantes.

Belaura se levantó para aproximarse aún
más contra la ventana.

—Pero aquella se orienta al sur, y se ve
más luminosa. Y hasta parece que tenga un tono distinto.
Aparte de que da a las afueras como a mí me
gusta.

—A las afueras dices… Si es por eso… Todo lo
que ves, quedará engullido muy pronto por la
población.

—Sí, eso sí. Lo más seguro.
¿Y cómo se llamará este sitio?

—No tengo ni idea.

—Pues menuda engañifa —Se
encogió de hombros—. Vivir en un planeta casi
vacío y apretujarse de esas maneras…

—Las circunstancias lo requieren. Somos pocos,
para que encima nos desperdiguemos.

— ¿Y qué, si eso ocurre?

—Ni siquiera podemos disponer de vías de
comunicación y transportes adecuados. Si fuera como
tú dices, menudo espurréo. Ella se arrellanó
en el asiento.

—Como en todo, alguna excepción
habrá.

—Y sería la nuestra seguramente,
claro.

—Tú eres la excepción. Lo que pasa,
que no te valoras.

—Por qué.

—Tú fuiste promotor de esta aventura
más que ninguno.

—Si vamos a eso, la inspiradora fuiste
tú.

Belaura se quedó de una pieza.

—Yo inspiradora… ¿ Y
cuándo?

—Aquel día en que me hablabas de tus ansias
de libertad y querías romper el cerramiento.

Al pronto, ella pareció confusa. Luego sus
mejillas se sonrojaron, y lo contempló
sonriendo.

—Pero chiquillo… Si aquello no era más
que un sueño de niña.

—Y te parece poco…

Su compañera perseveró mirándolo de
nuevo.

—Pero qué hombre éste… —Se
agarró de su brazo, él de pie, y reposó su
cabeza.

Por un momento, Calíguenes recordó a
aquella niña, y el mal tino que tuvo, al pensar que por
niña él no le interesaba.

— ¿Y tú crees, que tales haciendas
sean para merecer un trato aparte?

—Claro que sí —dijo con
convicción—. No como recompensa, sino porque
tú eres valioso.

—Vaya. Eso sí que no me lo habías
dicho.

—Las personas valiosas han de guardarse como oro
en paño. El rostro de Calíguenes quedó
atorado a media sonrisa.

—Pero Belaura… No será que ya tengas
antojos…

—Puede. Pero eso no cambiaría las
cosas.

—Tú en cambio…, ¿no eres valiosa?
Y los demás…

—No es lo mismo. Ninguno somos imprescindible.
Pero hay personas, de cuyos valores no se puede
prescindir.

—Como pasa contigo.

—Pero yo no intereso a la
mayoría.

—Pobre de mí, si así
fuera.

Ella soltó una carcajada.

—Siempre sales con lo mismo.

Ambos se reconfortaron el uno al otro entre caricias, lo
que vino a desembocar en un breve silencio.

— Yo pretendo vivir con intimidad —dijo
Belaura—. No quiero ser la comidilla de nadie ni estar en
boca de la gente.

Calíguenes hizo una mueca de
desagrado.

—Ya salió… Sé lo que te preocupa.
Y no es precisamente el que quieras vivir libre y sin agobios.
¿No crees, que acaso los demás también
vaguen por situaciones parecidas, como para que estén
pendientes de ti?

—Puede. Pero quiero ser yo quien disponga, donde y
cómo crío a mi hijo.

Calíguenes deslizó sobre ella la mirada
hasta su vientre, y le repuso:

—Lo que no será sino en su casa y con el
resto de los demás niños.

—Tú sabes muy bien a qué me
refiero.

—Y eso que te honra. Pero no quieras pretender que
vivamos en un puño por ocultar lo que no puede ocultarse.
Aquí las mezquindades se hacen pequeñas. Somos un
grupo afín, curado de convencionalismos, y con las mismas
dificultades. La intimación con la especie símpfata
no hay quien la enmiende.

¿Y quién te enmendará a ti?
—se dijo ella.

Y en su recuerdo, se aclararon vivaces los devaneos y la
laguna; y Xántriul, naturalmente.

Una mañana tan espléndida, no invitaba,
que digamos, al recogimiento. Ni tampoco a quedarse
inmóvil para contemplarla. Él saldría con
sumo gusto, sin que nada guiase sus pasos, ni optando al pasar
por la charla de nadie en concreto. Por las buenas. Nada en que
emplearse. De estar ocioso, qué mejor que dejarse llevar
sin cortapisas. Pero Belaura no compartía su entusiasmo. Y
era lógico que a veces se sintiese indispuesta. No es lo
mismo vivir por uno, que por uno y otro más, como lo era
aquel huésped que vino a instalársele en las
entrañas. Y por las trazas que habría de ser bien
servido. El volumen que a su mujer le iba cogiendo, se le
acrecentaba a ojos vistas. Con las resultas, que de tan holgada
esperanza el pantalón se le abría. Mas ella, que
aún lo soporta por su desprecio al vestido, por más
afrenta se avenía con el camisón en los aposentos.
Y hasta era, que de no amañarse, mejor se amañaba
sin llevar ninguno.

Calíguenes no fue capaz de dejarla sola, aunque
ella le instara a hacerlo. Para qué estaba él si
no. Y si por un casual lo necesitaba.

— ¿Te imaginas, que aún queden
hombres primitivos en este planeta?

—Los cuaralinios.

—Los que yo digo son más arcaicos
aún. Se trata de un pueblo aislado, de las regiones
frías del norte, que pervive poco menos que en el
neolítico.

Belaura se deshizo en un aspaviento.

—Si es que a esta gente no hay quién la
entienda. Tan modernos, y con esta civilización tan
relamida, y un detalle como ese se les escapa…

—No van por ahí los tiros. Por lo que
parece, ellos no alcanzan su nivel de
evolución.

— Que son más animales quieres decir,
vamos. Y con eso qué. Cada cual es como es.

—No lo son tanto. Ni desmerecen por ello. Pero
están lejos de parecerse a los
shímpfatos.

—Y tú cómo lo sabes.

—Me lo ha contado Atanar. Él, como
presidente, tiene acceso a cualquier información y le
está permitido obtener cuanta precise.

—Pero algunas relaciones tendrán con
ellos.

— ¿Con los shímpfatos?… Claro.
Pero no parece que sean muy cordiales, ni por parte de los unos
ni de los otros.

—Qué extraño —Se dejó
caer en el sillón—. Y cuál es su
origen.

—Todos hacen sus suposiciones. Yo casi
afirmaría, que la clave de todo esté en los zirdal.
Como siempre.

Belaura entornó los ojos.

— ¿Y si fueran una rama perdida de sus
ancestros?

—Vete a saber. O un cruce que se originara por
alguna de sus manipulaciones.

—Me parece a mí, que esta gente encierra
muchos enigmas.

¿Qué pensarías, si ese pueblo que
dices portara genes humanos?

—No digas eso, mujer. Xántriul nos lo
hubiera dicho. U Oxisos.

—O quizá no. Que por medio queda el famoso
tabú.

Tiempo habría para descubrir tal cosa.
Calíguenes pensaba, que los humanos eran del todo ajenos a
aquellos cambalaches, si es que era eso. No era posible que en
los tiempos remotos en que tuvieran lugar, fuesen tan avanzados,
como para tener arte ni parte. Si los zirdal obtuvieron muestras
genéticas de ellos, ni les sería traumático,
ni tendrían noticia de quienes eran.

XLVIII

Alguien propuso que la población se llamase
Biblos. No todos estaban al tanto de la procedencia de aquel
término, ni de que designó a una antigua ciudad
estado, cuna de navegantes, como lo fueron los fenicios; aquel
pueblo, que como ellos ahora, estableciera con sus naves nuevas
rutas de aproximación entre civilizaciones. Nadie se opuso
a la tal denominación, porque aquel nombre era singular, y
no como aquellos tópicos que se proponían. El
vocablo se resaltaba propio frente a El Encuentro, Rumania o
Humashímpfata, por decir algunos, y si también
aludía a tan antiguos pioneros, cuál mejor para
nombrar aquel puerto de arribo.

Biblos comenzaría a despertar, cuando desbordado
en sus previsiones por la llegada incesante de los
shímpfatos se quedaba pequeño. El concurso de los
socios resultó ser imprescindible, para la ingente
transformación que ahora se emprendía. A aquellos
foráneos, como expertos en casi todo, era mucho lo que se
les estimaba por su buen hacer.

Los trabajos para limpiar de vegetación tan
amplia zona, si bien todos iban a buen ritmo, parecían
interminables. Más de una vez, las máquinas
hubieron de volver atrás, pues la maleza y los
pequeños arbustos volvían a surgir de nuevo, y
sólo cuando las máquinas ahondaban sus rejas a tope
conseguían erradicarlos. No obstante la materia vegetal
extraída se reciclaba, y su transformación
nutricional era la norma; si bien, por su volumen, gran cantidad
había de llevarse en contenedores lejos de allí,
porque no arraigaran.

Al cabo de cuatro meses, cuando la zona libre casi
estaba lista para las plantaciones, comenzó a llover con
tanta firmeza que no les permitiría concluir. Y entre
tanto entendido, nadie sospechó ni por asomo, que aquellas
precipitaciones no eran otra cosa que el inicio de la
estación de las lluvias. Una falta de previsión
así no era entendible; cualquier shímpfato asentado
en la colonia lo sabría, siquiera fuese por referencias.
Calíguenes no se explicaba, como los ahora gobernantes, y
en especial los encargados de campo, ni siquiera fueron
precavidos en consultar la pluviometría. En su descargo,
diríase, que la mayor parte de los que estaban con ellos,
no eran de la colonia, sino provenientes del mundo Gemelo. Aparte
de que las transmisiones entre asentamientos no eran muy fluidas
aún. Pero lo peor no estaba sin embargo, en que las
labores quedasen sin terminar. Lo malo fue, que en los tres meses
largos de temporales, la selva volvió a ocupar los
terrenos despejados en su mayoría.

Por aquel entonces Xántriul y sus
compañeras no estaban allí. De no haberse marchado
hubiese sido distinto. Seguro que él les advirtiera de las
lluvias con antelación, como alguien, que al par de ellos,
vivía como propias sus vicisitudes. Hacía ya mucho
que su aeronave viajara a la colonia, y que el shim
impartía sus clases en la pequeña ciudad de
Máncalux. El resto de los viajeros también se
estableció allí, salvo aquellos que buscaban
emplearse como agricultores.

En todo este tiempo, Calíguenes tuvo
ocasión de alternar con el presidente, e incluso, ambos
hicieron una visita a la futura zona de las plantaciones. A
partir de ello, y a instancias de él, sí que hubo
una aproximación formal a la colonia. Como consecuencia,
legarían a un compromiso por el que al término de
la estación sus socios prestarían toda la ayuda que
necesitasen.

El nacimiento del pequeño de Calíguenes
vino a coincidir con el final de las lluvias. Para la
ocasión, Belaura había dejado la vivienda que ahora
disfrutaban, por la clínica de la astronave, que
aún hacía las veces de hospital. Allí vino
al mundo el pequeño Calíguenes, y en él
permanecieron madre e hijo otras tres jornadas.

Tras el parto, Calíguenes anduvo con premura
hasta la habitación, donde ella yacía en la cama
medio inconsciente, y con los ojos cerrados.

Fue hasta ella y posó la mano en su
frente.

— ¿Qué tal, madrecita?

Ella entreabrió los ojos.

—Dónde está…

—Tranquila… No te impacientes…

— ¿Está bien?

—Muy bien, no te preocupes. En seguida lo
traen.

—Lo has visto lo has visto…

—Sólo un instante.

— ¿Y cómo es?

—Pero si casi no me da tiempo de verle la cara…
Rubito y bien parecido. Como tú.

No bien terminó de decir aquello, y la enfermera
que irrumpía en la estancia tirando de la cunita. La
llevó directa hasta la cabecera y la acercó a la
cama.

—Enhorabuena —les dijo. Y se fue.

Belaura inclinó su cabeza hacia la cuna, y las
lágrimas rodaron por su mejilla.

—Ay, mi niñito… Dámelo
Calíguenes. Ponlo aquí conmigo.

—Por ahora, conténtate con verlo.
Aún no estás en condiciones.

—Anda éste… ¿Tú quieres que
me levante ahora mismo?

Como viera que la cosa no tenía hechura,
Calíguenes hizo un gesto de resignación.

—No sé si debería.

No sin dificultad, se las compuso, para envolver al
pequeño con el protector, y lo metió en la cama
junto a la madre.

—Oh, Dios mío. Pero qué chiquito que
es. ¿Verdad Calíguenes?

—Sí, sí, pero mejor que lo vuelva a
su cuna, eh.

—Lo que tú deberías de hacer, es
irte, y dejarnos solos.

—Vaya, no está mal
—sonrió.

— ¿Y cómo tiene los ojos?

—Me parece, que saber eso no será
fácil. A saber cuando despertará. Pero descuida,
que tiempo no ha de faltarte. Y como has dicho que me valla, pues
me voy.

— Pues claro. Eso mismo deberías
hacer.

Pero Calíguenes no hizo tal cosa. Al menos hasta
que el hambre le hizo cambiar de opinión.

A los pocos días, Calíguenes iba de paso
por la plaza hacia la

Estrella, cuando escuchó los comentarios de
quienes había a un extremo, cerca de la
astronave.

— ¡Si parece una invasión!
—decía alguien mirando al cielo. Los demás
también permanecían, fijos los ojos en las alturas.
Calíguenes hizo otro tanto, y no pudo menos que
exclamar:

— ¡Oh, pero cómo es
posible!

Por el cielo volaban tal cantidad de aeronaves, que
más parecía que una ingente bandada de
pájaros ocultasen las nubes.

Nadie sospechaba que eran, y ello les atemorizó.
Calíguenes se fue raudo para la astronave, y nada
más entrar, hizo uso de su portátil

—Señor presidente… Me figuro que
estará al tanto de quien invade nuestro cielo.

—A qué se refiere.

—A una extraña concentración de
objetos voladores, tan numerosa como inquietante.

—No me diga… A ver…, a ver cómo es eso.
Pero espere, mejor espere a que salga para
comprobarlo.

Cuando Atanar pudo asomarse, las naves ya habían
pasado. Sin embargo, pudo ver como una de ellas se posaba en
campo abierto cerca de las construcciones.

—Desde luego, naves shímpfatas sí
que son. Es posible… A lo mejor…

—Qué es posible, señor
presidente.

—Recordará que concertamos con ellos
ciertas labores.

—Seguro que sí —Hizo una
pausa—. Pero entonces, ¿es que usted no sabía
nada…? ¿Ni de cuándo, ni de cómo, ni de
qué manera…?

—En absoluto. Después de aquello nada me
comunicaron.

—Pues si vienen por eso, como si es para otra
cosa, menudo susto.

El representante shímpfato bajó de su
aeronave, y les comunicó las instrucciones que
traía, de sembrar parte del territorio con las plantas
procedentes de la colonia, como también el ofrecimiento de
plantarles también las suyas.

Atanar le repuso, que cómo no les avisaban por
algo así, sino que lo hacían de aquella forma tan
subrepticia; y el enviado contestó, que él
sólo se limitaba a cumplir con su cometido.

Pese a aquellas reticencias por parte del gobierno
humano, al final estuvieron conformes. Aquel ofrecimiento era
demasiado valioso para rechazarlo.

Calíguenes y Atanar subieron a una de sus naves,
y volarían tras los shímpfatos hasta la
zona.

XLIX

Con en el mal tiempo, la escasa actividad de afuera vino
a acarrear, que la gente pasara ociosa los días, olvidados
de que por su condición de pioneros, no les estaba
permitido abandonarse. Cualquier actividad, por pequeña
que fuera, servía a los objetivos de pervivencia, y todos
lo eran. Los amoríos, tan postergados ante la necesidad
primera de establecerse allí, ahora se desbocaban, y
más de una altercado hubo en la pugna por emparejarse.
También el juego, y alguna adicción oculta,
enturbiarían, la que hasta ahora había sido una
convivencia diáfana. De los laboratorios no sólo
salieron los frutos modificados de la flora shim o aquellas
fórmulas que les eran precisas, sino también alguna
bebida estimulante, y extractos de dudosos efectos. Quien fuera,
había eludido los controles y tuvo a bien elaborarlos
subrepticiamente.

Las reyertas persistían y aun se hicieron
comunes, hasta desembocar en un incidente notable. El barullo que
se formó en el circular, acabaría con el recinto
destrozado y las relaciones humano shímpfatas en
entredicho. El ambiente ya venía revuelto, porque varios
se disputaban el favor de una shim, y la pelea acabó en
una batalla campal, todos contra todos, y en la que los
shímpfatos se harían valer incluso, de sus
descargas eléctricas. La gente que vio tal cosa,
retrocedieron con temor, y sólo algunos de los
humanosperseverarían con ellos. Más que nada,
porque también eran shímpfatos sus
partenaires.

A la mañana siguiente el comandante
convocó a todos en el gran recinto, y desde la primera
balconada les dirigió en solitario su
alocución:

— ¡Señores…! Ayer fue en el
circular. Ayer ocurrió lo que nunca ocurriera en tanto
tiempo. Mañana puede ser en cualquier sitio. Mañana
podría ocurrir, que nuestras buenas intenciones no sean
creíbles. No estamos solos en esta tierra. Si queremos
convivir en paz con aquellos que nos brindan su cultura, su mundo
y a ellos mismos, acerquémonos a sus modales y a sus
formas de comportamiento como seres civilizados, y no como
bárbaros… Aparte, recordaré, que no es bueno
andar ociosos, sino ocupados en la búsqueda de otra
actividad que complemente la que nos es propia. Cuán pobre
es, quien sacado de su ocupación le invade el tedio… El
temporal que nos afecta ya remite, y las labores esperan. No
estaría de más, mientras tanto, que cada uno
hiciese sus planes y comenzara a instruirse, que medios hay, para
cumplir en su medida lo que se espera de nosotros. Muchas y
variadas son las empresas que acometer, y todos y cada uno
habríamos de transformarnos, en los talentos, que como
comodines, nos permitan suplir cualquier deficiencia, pues no
somos muchos y la tarea abunda. Llega la hora, en que hemos de
embarcarnos a los cuatro puntos cardinales, para lograr, que
éste, nuestro nuevo mundo, sea asequible a los que vengan
tras nosotros.

Dicho esto, los asistentes se explayaron en un murmullo
general, como un enjambre. Surgieron unas tímidas palmas,
y todo calló a un gesto de Calíguenes. Éste
señalaría luego sobre los convocados, y el
representante shímpfato cogió las escaleras y
llegó hasta él. Esto fue lo que dijo:

—Scuara shímpfatos osmar humancropbim varn
linios. Scuara shímpfatoshumancropbim, osmar
seiscrapnoxli, varn humanvarn
scuarashímpfatosboex.

Lo que venía a decir, y así lo tradujo,
que el pueblo shímpfato consideraba a los humanos sabios y
libres, que no creían que fuesen un pueblo violento, y que
ambos convivirían en paz.

Una rosario de aplausos arroparon la breve
alocución, y el shímpfato quedó quieto
mirando a Calíguenes que saludaba. Ambos disertadores
hicieron mutis, y la audiencia se dispersó sin más
en que entenderse.

L

Los años pasaron, y la especie híbrida ya
despuntaba como garante de una civilización, que no
permitía que sus pueblos se disgregasen faltos de la
afinidad genética.

El mundo Shim se preveía como la reserva
impoluta, que en simbiosis con ellos, les propiciara una
existencia grata y perdurable. Ya no era tanto procurar el
dominio de la Naturaleza como su acomodo. Los humanos
sabían muy bien, que depredarla, acaso fuera, esquilmar la
propia supervivencia. Y en lo referente a aquel mundo, el pueblo
shímpfato parecía respetuoso con su medio, pese a
una cultura tan basada en el artificio.

Xántriul y su familia acabaron por venirse a
Biblos. Varios años hacía ya, y era lo cierto, que
no hubo una razón tan determinante para aquel traslado,
como la de complacer a Calíguenes en su deseo de reunir a
sus hijos. Xántriul poco humo haría en la ciudad, y
siempre andaba de un lado para otro como profesor, cuando no era
que sus experiencias lo ocupaban todo el tiempo. Axoncer y
Uatrozur se integraron sin dificultad, y como entonces,
aún seguían ofreciendo sus buenos servicios, que
eran de programación, y bien que se les apreciaba. Tampoco
sus relaciones con los Zarela habían desmejorado, sino
que, por los niños, quizá se estrechasen más
aún pese a las reticencias.

Cuando llegaron al fin los mensajes de la Tierra, el
pequeño Cal ya era todo un hombre. A aquel hombrecito de
larga figura y rostro aniñado, se le veía con
Calíguenes, siempre pegado a él, aún en los
sitios más increíbles.

Esta vez, padre e hijo permanecían atentos entre
pantallas y frente al monitor gigante del módulo de
recepción. Los receptores de la Estrella
funcionarían sin pausa toda una tarde, descifrando
imágenes y comunicados, y un sin fin de recomendaciones y
normas. Las buenas nuevas fueron recibidas por la
población con elevados ánimos y gran contento, de
saber que el nuevo convoy les vendría de camino. Mas, tan
lejana estaba aún la hora de su atraque, que de seguida se
olvidaron, por no andar ensombrecidos con la tardanza. Por suerte
la duración del viaje esta vez se reduciría. Los
nuevos vehículos habían ganado en ligereza, y sus
sistemas de impulsión se ayudaban ahora de un reactor de
partículas que incrementaba su velocidad
notablemente.

De nuevo fue Calíguenes el impulsor de aquella
conquista, o al menos esa era su impresión. Tan discreto
estuvo, que ni siquiera hizo participe a su compañera de
aquel asunto. Fue en su viaje a la colonia, tras el nacimiento de
sus hijos, allá en Dorul, cuando logró recabar del
Centro de Experimentaciones las claves del impulsor. No estaba
orgulloso de aquello. Quizá no debió apropiarse de
los informes para enviarlos a la Tierra, pero al fin y al cabo
tampoco era tan grave, antes o después lo habrían
conseguido, y los Shímpfatos no se miraban en eso. Ni
él mismo se explicaba como en Tierra fueron tan
competentes para conseguir la tecnología de forma tan
inmediata. Pero según y como. Calculó que los
dichos mensajes les venían con un retraso de quince meses.
Algo insuficiente a todas luces para una tarea de tal
envergadura. Por eso, él se imaginaba más bien, que
en el Centro de Investigaciones del Espacio tiempo haría
que experimentaban con aquel sistema. Como fuese, lo cierto era
que la duración del viaje quedaba reducida casi a la
mitad, si se consideraba que en el primero, las astronaves
hubieron de hacer un recorrido extra, antes de que el mundo Shim
las atrajese.

La otra sorpresa les sobrevino, cuando supieron, que
llegada a un punto, la expedición se bifurcaría
para que algunas de sus naves cumpliesen con la
exploración del objetivo inicial de la gran, aventura.
¿Sería que en la Tierra recelaran del mundo Shim? O
acaso era porque el programa se cumpliese a toda
costa.

Desde luego aquel otro mundo de Carión 6, era
más cercano a Shim que a la Tierra. Lástima que en
éste no dispusieran de otra astronave al menos, ni de la
autorización pertinente para ir allá. Con lo que
anhelaba Calíguenes navegar de nuevo…

Caliguino no quitaba ojo a los monitores, atento a las
imágenes que les llegaban de la Tierra, como ante la
visión de una historia fantástica y muy
sugerente.

El muchacho tiró del brazo a su progenitor, y
dijo:

—Papá, yo también seré
navegante.

Su padre lo miró condescendiente y enarcó
una sonrisa.

—Ya sé cuánto te atrae. ¿Pero
no crees que aún sea pronto para una decisión
así?

—Si yo pudiera viajar a la Tierra… Por lo que he
visto hoy, ahora sé que aquel mundo me
gustaría.

— ¿Más que Shim?

—Mucho más. Creo.

— ¿Pues qué echas de menos en
Shim?

—Pienso que nuestro lugar está en la
Tierra. El rostro de Calíguenes se
ensombreció.

— ¿Y éste?

—Aquí se me antoja estar como de
prestado.

— Y qué sabes tú de los problemas de
la Tierra… Tú has nacido aquí, y éste es
tu mundo. ¿Por qué dices eso, hijo?

—Porque no me considero igual a ellos.

—Bueno. La verdad que no somos iguales. Pero ello
no quita que sí lo seamos legalmente. Por otra parte, la
especie nueva es tan humana como shímpfata. En realidad es
más próxima a nosotros, pues lleva nuestros genes
por partida doble.

Cal permaneció en silencio, mientras los
asistentes abandonaban el módulo de recepción. Al
fin quedaron solos, salvo por los técnicos que aún
permanecían junto a las máquinas.

—Papá, nunca te lo he dicho, pero no creo
que mis hermanos me aprecien lo bastante. Y no es porque les
importen nuestras diferencias, no es eso. Es que ellos sin
decirlo, me hacen sentir como el hermano de segunda. El bastardo.
O al menos los amigos así lo manifiestan.

Calíguenes encajó los dientes.

—Pues deja que te diga una cosa: tan bastardo eres
tú respecto a ellos, como ellos lo son respecto a ti. Y si
vamos a eso, más cerca están tus hermanos de
nuestra especie que de los shímpfatos, pues llevan
doblemente nuestros genes. De tal forma, que más tienen de
humanos que de hijos de zirdal. Así que la especie tuya es
menos bastarda que la shímpfata con relación a tus
hermanos.

— ¡Vaya! Qué sorpresa.

—Nada te sorprenda Cal. Nadie es superior ni
inferior a nadie. Pero ni siquiera igual, que todos somos
únicos. Diferentes por tanto. Sólo el Cielo es
más grande que tú.

—Como teoría… no está
mal.

—También como práctica, hijo. Esa
supuesta discriminación que tú crees, no es nada.
Si nos consideramos iguales, es, porque lo queremos, y así
queda establecido en nuestro pacto de convivencia. De él
emana la justicia que a todos nos mide con el mismo
rasero.

—Pues yo pensaba, que la justicia, como las leyes
de la Naturaleza, era algo natural.

—La Naturaleza no es justa ni injusta. La justicia
es un acto de voluntad y entendimiento. Sólo en Dios
estaría su razón suprema.

De tejas abajo hemos de valernos de la lógica y
las buenas intenciones.

—Pero también somos libres de pactar o no
con quien queramos.

—Cierto. Porque libres nacemos por naturaleza en
tanto que individuos y autónomos. Bien podemos pactar con
quien queramos, pero con alguien será. Como de ser seres
sociales.

—A pesar de lo que dices, este mundo no me
llena.

—Claro, no todo es como
quisiéramos.

—Pero sí podemos luchar porque así
sea.

—Justo. Eso es precisamente de lo que se trata. Y
no debemos desertar de esa tarea. Este planeta es muy grande e
inexplorado. Su futuro será el nuestro, y nosotros somos
sus hacedores.

— ¿Aunque otros sean sus amos?

—No lo creas Cal. En definitiva esta gran morada
sólo puede ser de sus habitantes.

—Lo que es como decir, de los hermanos de mis
hermanos. De los híbridos.

—Pero también tú eres hermano, mi
querido Cal. Y el resto de nosotros, como mínimo,
parientes, como ya te he explicado

LI

Con aquella expedición se perseguía un
doble objetivo, localizar materias primas y zonas adecuadas para
futuros emplazamientos. Necesitaban minerales y aún no
sabían donde encontrarlos. Por ese particular los
shímpfatos no se preocuparían mucho que se supiera.
En eso sí que eran una colonia dependiente. Sus
máquinas o sus estructuras de metal y provisiones
químicas, provenían del mundo Gemelo y acaso del
planeta origen. Una comunidad tan poco numerosa no
necesitaría de muchos aprovisionamientos. En consecuencia,
los exploradores no se ocuparon en recabarles cartografía
alguna, ni ellos daban muestras de que las tuvieran. Consiguieron
realizar las detecciones de campo por su cuenta, y en algo
más de un mes, abarcarían tanto territorio, que
superaba con creces al de la colonia shímpfata.

El comandante hubo de pasar todo un día
programando la expedición, y a la jornada siguiente fue
seleccionado el personal y proveídos los vehículos.
Mucho se sorprendió luego Calíguenes, al observar,
que uno de los candidatos que se propusieron era
Policrades.

—Pensé que ya no estaba con nosotros. Yo le
hacía camino de la Tierra.

El técnico de máquinas, la cabeza ladeada,
se trasteó con las uñas un padrastro. Luego
alzó la vista apenas en dirección a
Calíguenes.

—Nada de eso, señor. De no ser
imprescindible, preferí quedarme. Para qué marchar
y volver de nuevo.

—Pues para mí, será un honor,
navegar junto a alguien como usted, que no se para en medios ni
se arredra ante lo imprevisto.

El subalterno se encogió de hombros y
ladeó la cabeza del lado opuesto.

—Favor que usted me hace, que no iría tan
bien fiado de no tener buen fiador.

Calíguenes soltó una carcajada.

—Tanto monta, que no habría buen fiador si
no hubiera buen fiado.

De todos los que eran, los entendidos shímpfatos
viajaron por su palillo, y bien provistos de los instrumentos,
que para obtención de muestras y su análisis les
serían imprescindibles. Desde la altura, los humanos les
detectaban los depósitos de material por
espectrometría, cuyos datos finales les eran transmitidos.
Ambos grupos volaron sin dilación, cada cual a lo suyo y a
compás de la tarea resultante.

Calíguenes y sus hombres se adelantaban, porque
ellos no requerían de ir a tierra ni detenerse.
Así, mientras los otros se retrasaban con mil extracciones
y desplazamientos, ellos rastrearon una extensa llanura, y la
altiplanicie más allá, hasta las montañas.
El grupo volaría sobre las cumbres, y pasada la
cordillera, sobre otro llano desprovisto de vegetación. A
su término, el terreno se replegaba para confinarse en
largos acúmulos.

Tras pasar las lomas, de pronto surgían dispersas
en la hondonada las altas torres, cual gigantescos cipreses
apuntando al cielo. Diríase, que se tratara de
altísimos árboles, de no ser porque la
vegetación tan sólo las cubría, y porque el
parecido no era tal sino hasta cierta altura. De acercarse a
mirarlas, nadie lo hubiese dicho, que más artificiales no
podían ser, y si ya eran esbeltas por su figura, aun se
estilizaban por su diseño en luengas estrías. En su
tronco se ensartaban como collarines, tres plataformas, la
más grande a la mitad y la menor casi en la punta. Desde
ellas se pasaba a los accesos, que, en forma de arco, se cerraban
hacia arriba, y cuya unión con los muros apenas si era
perceptible.

Quizá pensaron los exploradores, que aquellas
atalayas no eran sino el vestigio de un pasado guerrero, como
avanzadillas o inexpugnables refugios. Las construcciones, que en
la distancia más parecieran ahusadas chimeneas, resultaron
ser tan formidables como un rascacielos.

Calíguenes enfiló hacia allí con su
aeronave, y otras dos se le sumaron. Las tres parecían
danzar como insectos en rededor de tales lanzas, que se dijeran,
hincadas del revés y prestas para su uso.

Policrades quedó suspendido con su
vehículo sobre una de ellas, y descubrió, que una
oquedad imponente se abría justo en su pináculo.
Por lo que él viera, por allí asomaba el extremo
punzante de una enorme aguja, que seguro se alargaría por
el interior a lo más hondo.

—Comandante… —le dijo por la radio—.
Parece ser, que estas construcciones no tienen más
función que albergar ciertos artefactos con forma de
aguja. Y menuda aguja.

Calíguenes no columbró mucho lo que le
decía.

—No se acerque ni interfiera en nada.

Él por su parte se elevó hasta quedar
sobre otra de las torres, y quedó sorprendido.

— Pero si esto parece un misil…

El copiloto lo miró con incredulidad.

— ¿Misiles, señor?

—Es lo que parece.

— ¿Y para qué querrían armas
aquí?

—No lo sé. Tal vez como disuasión.
Por alguien que viniese de fuera. Pero la verdad que una
hipótesis así no parece muy acertada.

— ¿Qué piensa hacer? ¿Cree
que deberíamos indagarlo?

—Seguro. Tanto nos incumbe como a ellos… Mejor
haríamos con bajar hasta las plataformas. Tampoco existen
señales de prohibición, no cree
—Intentó sonreír sin mucho
éxito.

Las otras naves permanecieron a cierta distancia, y la
principal hizo lo propio hasta quedar posada sobre una de las
plataformas. Calíguenes y dos de sus hombres se
apearon.

Cómo empujar ni tirar de aquella puerta, que
parecía tan pesada como un bloque de hormigón…
Sin embargo bastó tocarla, para que cayese a ras de suelo
de un golpe, y aparecieran tras ella dos individuos, orondos y
desgarbados, que los miraban fijos como dos estatuas. Un halo
apenas visible los envolvía y cada uno portaba una especie
de maletín embutido hasta el codo. Aún desmejoraban
por sus facciones, y más, cuando el halo protector de uno
de ellos parecía que lo abandonase, pues se le iba y se le
venía, con mucho agobio para el individuo, que se
llevó la mano libre a la garganta y comenzó a toser
con el rostro congestionado. El compañero levantó
el maletín hacia los intrusos, en clara advertencia de que
no pasaran del umbral.

Calíguenes se inclinó hacia él, y
enderezándose se llevó la mano al pecho.

—Nosotros, los humanos con el pueblo
shímpfato.

El individuo gruñó al compañero, lo
que fue aliviarlo de los ahogos que lo atosigaban, pues
recuperó el color, se pasó la penumbra, e hizo
mutis. Al poco volvió, acompañado de los que
seguramente eran dos shímpfatos. Éstos no se
anduvieron con sutilezas y traspasaron el umbral hasta la
plataforma.

—Cómo— es— el—
nombre— —dijo uno.

—Mi nombre es Calíguenes.

El guardián llamó por radio. Al momento,
guardó el portátil, e hizo un amago de
reverencia.

—Bienvenidos—… Puede— saber—.
Qué— interesa—.

—No mucho. Qué son los artefactos que
aquí se guardan.

El shímpfato, todo de seguido, le
contestó:

—Interestelares—. Pueblo— amigo—
de— Los— Dos— Sistemas—,
entránsito—. Aquí— duermen—
vida— en— suspenso— hasta—
condicionespropicias—.

— ¿Quiere decir, que viajan en estado
latente, y que ahora hacen una parada técnica en este
lugar?

—Justo—.

—Demasiado tiempo para una parada, no.

—Tiempo— de— ocho—
años— shim—. Pero— aún—
más—.

Por lo que el shímpfato vino a decir
después, Calíguenes entendió, que aquellos
viajeros iban de uno al otro de dos sistemas que eran de su
dominio. Entre ambos y el de Shim existía la peculiaridad
de que los tres se acercaban y distanciaban cíclicamente,
lo que venía a suponerles un ahorro para los viajes. De
iniciarlo con el sistema próximo al de Shim, esperar en
éste mientras el otro se acercaba, sería como
aprovechar por partida doble aquella singularidad: la
aproximación del primero y el movimiento relativo del
planeta hacia el segundo. Y como viajaban en vida latente,
alcanzar su destino sería tan inmediato, como salir de un
profundo sueño.

Tras mucho rogarles, Calíguenes logró el
visto bueno para franquear la entrada, aunque ni se
explayó en diatribas, ni argumentó otra cosa, que
la curiosidad que despertaba en ellos aquel transporte tan poco
común. Los shímpfatos accedieron de mala gana, pera
los guardias del maletín no cedían, aunque tampoco
era que se inquietasen demasiado.

Los custodios no cejaban, tozudos en la
prohibición, cuando, como puestos de acuerdo, sus halos
dieron en difuminarse, y entre que se iban y establecerse de
nuevo, los dos tosían y se azoraban muy angustiados. Ello
no era óbice para que, a la par, ambos se retorcieran y
gesticulasen que más parecían en las
últimas. En una pausa volvieron a sus cabales, y moviendo
con frenesí los maletines hacia el interior, les instaban
a entrar sin demora. Como que si no, con halos o sin halos y la
puerta abierta, igual no lo contaban.

—Mal andan estos de pilas —musitó
Calíguenes.

— ¿Cómo ha dicho
señor?

—Que como no recarguen más a menudo, de
otra como ésta no salen.

Todos pasaron. Y si era por pasar, Policrades
tomó la delantera, que posada su nave tras ellos en la
plataforma, aun se les adelantó, yendo a ponerse el
primero, por delante de los guardianes. Éstos le indicaron
de mal unto que se retrasase, lo que no hizo. No le rogaron por
eso, y cogiéndolo por los brazos, lo obligaron.

—Pues menuda educación la de esta gente
—dijo.

—Gerrr ongrr arjurjaur —le indicó uno
de los celadores.

—Lo mismo digo yo, que para que iba a
negarlo.

Por dentro, otra plataforma se inscribía en la
torre, con varios apartados que abrían sobre "la aguja".
De allí pasaron a una pasarela a nivel que iba hasta el
vehículo, y de la que más les valía que no
mirasen hacia abajo de tan profundo y oscuro que era el abismo.
Pasaron de corrido hasta la nave, y a su ascensor, que era
redondo y espacioso, y que se iluminaba tasadamente con luz
ámbar. El aparato comenzó a descender, y al tiempo
podían constatar por los tragaluces, sucesivas plantas,
cuyas paredes se ocupaban por completo con vitrinas, unas sobre
otras. Cada une se iluminaba por un piloto de luz roja en su
interior, y dentro aparecían tendidos los hibernados, o en
el estado que fuese, la cabeza cubierta con un una escafandra de
la que salían varios tubos. Por lo demás no
parecía que llevaran ropa, aunque aquel extremo no
podía precisarse con tan poca luz.

La verdad, que aquellos viajeros poco se les
parecían, y por no parecerse, ni siquiera a los orondos
guardianes. Aun sin mucha concreción, sus figuras se
apreciaban distintas de una a otra de las plantas, y
todavía en un mismo compartimento. Y Calíguenes
creyó, que encontraba parecido entre algunos de los
yacientes y las momias de los subterráneos.

— ¡Cuánta criatura amontonada,
pardiez! Si más parece que se trate de un transporte de
ganado —saltó Policrades.

Calíguenes sólo acertó a
sonreír con aquel discante, porque a ver quien reía
en aquella tesitura.

—Eso digo yo. Y por las trazas que no andaremos
descaminados.

—No querrá usted decir, que acaso los
lleven en contra de su voluntad.

— Cualquiera sabe.

El shímpfato que iba junto ellos, sin duda que
entendió lo que decían. Pareció dudar, pero
al cabo dijo:

—Ustedes— se— equivocan—,
señores—. No— por—
parecerlesextraño—, todo— es— muy—
normal—. Y— de— ley—.

Policrades guiñó al comandante.

—Eso, para que te fíes de las
apariencias.

—Nada— de— apariencias—,
que— los— viajeros— son— de—
verdad— ysólo— duermen— —se
expresó de nuevo el individuo.

A esto, ambos se giraron, dando la espalda al
shímpfato por no reír tan
descaradamente.

El ascensor se detuvo al fin, que bien largo fue su
recorrido. Salieron a un circular, tan voluminoso como toda una
planta, y que seguro era de ancho como el grosor de la aguja;
donde no había vitrinas, y el golpeteo de las pisadas
rompía en su vacuidad, metálico y contundente. Al
fondo, varios individuos yacían desperdigados sobre una
plataforma, tan amplia, que si no dormían, seguro que no
era porque se estorbasen. Aquel colchón singular era tan
elevado que nadie lo hubiese entendido para tal menester. Otros
dos estaban ante ellos sobre un diván, y al tiempo, se
atiborraban con la comida que había sobre una mesa. Cuatro
más, algo distantes, estaban muy tiesos junto a la pared,
fijos los ojos en los que entraban. Eran finos y espigados, y
puestos de perfil se apreciaba la largura de su rostro, al igual
que la jeta, cuyo acusado prognatismo no compartían con el
resto. Respecto a los otros, la asimetría malograba su
figura de tal manera, que eran difíciles de deslindar;
todos, menos tres, que lo mismo que los guardianes, y en
comparación, pudieran pasar por bien parecidos. El grupo
se acercó a los que comían, y preguntáronles
lo que fuera, a lo que ellos contestaban sin dejar comer. Tanto
se atracaban, que algún que otro espurreo desde sus bocas
salpicó a los presentes.

— ¿Usted cree, que estos llegaran a los
postres, comandante? — espetó Policrades.

—Pero qué cosas se le ocurren.

Uno de los shímpfatos entró en el
discurso. En tres razones se despachó y vuelto hacia a los
humanos dijo:

—Qué- es- lo- que- quieren-
exactamente-.

Calíguenes se lo pensó, para
decirle:

—Queremos saber si esta máquina es muy
veloz.

El shímpfato trasladó la pregunta a los
comilones, que ni por esas dejaban de engullir. La respuesta fue
breve.

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