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Los dados mágicos (Novela) (página 8)




Enviado por Fandila Soria



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9

—Mucho-.

—Y cuánto es mucho.

De nuevo el improvisado intérprete se
dirigió a los otros.

—Urrr balrrojggo aziurrcar ggrer patuarcogmiusr
huirr urrr facuyfrgirrin.

Lo que el shímpfato tornó en
entendible:

—Menos- que- la- velocidad– resultante- en- la-
aproximación de- los- tres- sistemas-, y- más- que-
cualquier- otra- máquina conocida-.

—Algo es algo —dijo
Calíguenes—. ¿Y en comparación a la
velocidad de la luz?

El intérprete trasladó, puntual, pregunta
y respuesta.

—Depende.

—De qué depende.

Esta vez el intermediario pareció molesto, y se
explayó en la pregunta de motu propio. Y dijo:

—Estas- naves-, también- llamadas- naves-
"aguja"- por- su apariencia-, "pinchan"- el- supuesto-
vacío-, de- forma-, que- al tiempo– que- avanzan-,
neutralizan- los- campos- presentes-, que de- otro- modo- las-
frenarían-. Dependiendo- de- cuales- sean dichos- campos-,
así- será- de- eficiente- la-
neutralización-. Pero- sí-, en- según- que-
condiciones- su- velocidad- puede- aproximarse- a un- tercio-
luz-.

— ¡Qué bárbaro!

— ¿Qué-, que-?

—Que sin duda el aparato tiene futuro —le
repuso—. ¿Y qué pueden decirnos de la
hibernación?

El otro arrugó la cara.

— ¿Hibernación-…?
¿Qué es hibernación-?

—Me refiero a cómo consiguen que la vida se
mantenga en suspenso tan largos periodos.

El shímpfato se traicionó en un gesto de
fastidio, y volvería a la ccarga.

—Para- ello- se- precisa- una- preparación-
previa- del organismo-, del- que- se- eliminan- ciertas-
sustancias- no- compro metedoras-, al- tiempo- que- se-
sustituyen- progresivamente- por otras- que- no llegan a
congelarse. Como- resultado-, sólo- quedará un-
vestigio- de- transpiración- que- se- trasmite-
célula– a- célula con- el- concurso- de- dichas-
sustancias-. Estas- son- la- reservaademás- para- la-
escasísima- reposición- de nutrientes-.

Y terminado su discurso quedó a la espera.
Calíguenes fue hacia él, y lo cogió por el
brazo.

-Pues nada, nuestra curiosidad queda satisfecha. Salvo,
que en alguna de las cuestiones aún puedan respondernos
con más detalle.

—No- lo- crea-. Que- lo- que- saben- estos-,
más- es- de- oídas que- de- otra- cosa-. Ni-
siquiera- son- técnicos-.

—Pues quién pilota estas naves.

—En- ellas- todo- está- programado-.
Alguien- se- encargará-del- encendido-
únicamente

Cualquier otra parte de la interestelar no era accesible
y ellos bien poco pintaban ya allí, de tal forma, que se
despidieron de aquel grupo de insomnes por obligación,
pues salvo los shímpfatos, que los acompañaban por
cortesía, los demás irían entrando en
latencia según los relevaran.

Nada más salir ellos, la compuerta de acceso se
cerró, y del otro lado se oyeron las pisadas de los
custodios al alejarse.

Cada uno de los hombres subió a su
vehículo, y tras ellos, Calíguenes y Policrades se
aproximaron hasta la principal.

—Cuán variada es esta especie, señor
Calíguenes —dijo Policrades.

—Ya lo creo.

—Me pregunto, si ello no obedecerá a una
especialización morfológica.

— ¿Quiere decir, que acaso sean una
sociedad de individuos diferenciados, al el estilo de las
hormigas o las abejas?

—Justamente.

—Pues no había caído en tal
cosa.

—Qué explicación podría darse
si no a este polimorfismo.

—Puede que se trate de especies distintas
—contestó Calíguenes.

— ¿Usted cree…? Ya es casualidad que
encontrásemos a dos de ellas, antropomorfas y tan
parecidas a nosotros. Pero tantas como parecen ir en estas
naves…

—A lo mejor provienen de un tronco
común.

—Aun así. Es poco probable que todas
evolucionaran al mismo tiempo y de forma tan similar.

El comandante no contestó de momento.

— A lo mejor. Pero tenga en cuenta, que esas
gentes habitan dos sistemas planetarios. Seguro que han tenido
sitio más que de sobra para no interferirse.

—Y lo otro.

—Qué es lo otro.

—El por qué todos evolucionarían
hacia el antropomorfismo.

—Tal vez se trate de una constante universal.
Puede que el antroporfismo fuera lo más adecuado para lo
que se llamó el horno habilis. Para alcanzar a ser
hábil, se requiere algo parecido a dos manos para asir y
manejar; para moverse, miembros simétricos para ir en
equilibrio; y captar la distancia, precisa de una visión
binocular. El número dos habrá de ser para todo
estos la solución más sencilla, y por tanto la
más probable. En cuanto a la cabeza, sólo puede ser
única por ser uno el individuo. Y si por el ejercicio de
la habilidad se alcanzó la inteligencia, el ser dotado de
razón, tal como la entendemos, seguramente no se
alejará en demasía del antropomorfismo.

—O sea, que usted cree que los demás seres
inteligentes que pudieran existir se nos parecen.

Hombre…, tanto como eso.. .Pero no soy yo quien
lo dice. Son las conclusiones a que han llegado los
estudiosos.

—De todas formas, ello no quita para que puedan
ocurrir unas metamorfosis de ese estilo.

—Como poder… puede. Pero quizá sea
más lógico que se lograsen
artificialmente.

—Para los efectos viene a ser lo mismo, no
—concluyó Policrades.

Calíguenes se encogió de hombros y
cerró hasta arriba la cremallera de su mono.

—Más vale que nos dejemos de conjeturas,
que no por mucho elucubrar veremos claro lo que no vemos. Tiempo
habrá de deslindarlo.

Cuando al cabo de unos meses los colonizadores
volvieron, no quedaba más rastro de las afiladas torres
que los escombros de su derrumbe. Sólo dos, de las
veinticinco que eran, permanecían allí, con sus
naves desprovistas de carga, como así pudieron comprobar
sobre sus muros, en una insólita inscripción
shímpfata: XARIASTOA; que quería decir: SIN
SERVICIO. Y lo supieron, por una obra de Xántriul que
Calíguenes traía consigo, la pequeña
traductora que desarrolló para los alumnos.

En uno de los asentamientos, les informarían
después, que aquellas expediciones se acompañaban
de vehículos vacíos, en previsión de que
alguno fallase. Ellos pensaron, que a lo mejor las
retomarían de nuevo a su vuelta. Lo que sí
comprobaron fue, que en otros puntos, ciertamente alejados,
volvían a toparse con aquellas torres solitarias; y por su
aspecto exterior, nadie diría, que ninguna de ellas fuese
ubicada en su lugar recientemente.

LII

Hasta la fecha, nadie había mostrado un
interés especial por los animales. Venir proveídos
de aquella fauna tan específica, no tenía
más objeto que la de disponer de un aporte natural de
proteínas durante el viaje. Hubiera sido pretencioso
poblar aquel mundo con tan escaso número de
especies.

La granja se equipaba con varios departamentos en la
subnave de suministros. Entre el hangar y los almacenes, la
Estrella poseía un segundo campo de cultivo que en nada
tenía que envidiar al de la zona habitable. En él,
junto al hábitat de los animales se elevaban los
depósitos de gas y las torres de reciclado. No era
corriente que los tripulantes visitaran aquella sección,
salvo los cuidadores del pequeño hábitat como era
lo propio. Ni siquiera los encargados del avituallamiento
solían detenerse allí. Por lo común pasaban
de largo hacia los almacenes, cuando no era que ni eso, pues lo
hacían directamente por los ascensores.

Hacía muchos años que Calíguenes
estuviera allí por última vez. Lo que en aquella
visita descubrió lo dejó sorprendido.
¡También había caballos! Para más
exactitud, diecinueve caballos. ¿Cómo no los vio
entonces? Con la de veces que bajó hasta allí
durante la travesía. O estaban ocultos en alguno de los
departamentos, o tal vez los hubiesen trasladado desde la
Estrella II. Pero ninguno de los presentes sabía tal cosa.
El si que recordó, cuanto le gustaban a su padre los
caballos. No era de extrañar que él los trajese.
Cerraba los ojos y lo veía como en un sueño,
cabalgando a las afueras del hábitat, mientras él y
Nanda quedaban en el vehículo, con el rostro pegado a los
cristales de las ventanillas, observando sus evoluciones.
Calíguenes no tendría entonces ni cinco
años.

Su interés repentino por los équidos
ahora, no estaba exento de pragmatismo. Nada mejor que un caballo
para penetrar por tantos lugares abruptos como se
escondían entre la vegetación. Hacerlo por tierra
significaba, acceder a sitios recónditos que por el aire
les estarían vedados. La selva y los frondosos bosques ya
no serían un inconveniente, y podrían rastrear
allí donde les precisara, aun por vericuetos antes
imposibles.

Cuando bajó esta vez, no lo hizo solo, su hijo
Cal lo acompañaba. Quería que el muchacho
contemplase, lo que aquella tierra no le ofrecía: unos
seres de carne y hueso diferentes. Pero resultó que muchos
de los animales ya no estaban allí y ni siquiera los
caballos. En la granja sólo quedaban ahora, una estricta
provisión de aves y algunas vacas.

Cal quedó en suspenso ante aquellos seres, tan
extraños para él, que en cuanto los vio, se
cogió a su padre.

— ¿Todos los animales de la Tierra son
así?

—Ni mucho menos. Son muy variados y
numerosos.

—Y nunca hablan…

— La verdad, que algunos, casi, casi.

El resto de los animales ya estaban en la reserva. Ahora
estrenarían su libertad, y no por ser domésticos
les iría el aire limpio y aquella amplitud de horizontes.
Que nada sería peor que andar encerrados.

Padre e hijo viajaron hasta la zona, lo que sería
para el muchacho todo un evento. A poco que los instruyeron, los
dos cabalgarían a sus anchas, y el muchachito
pareció que descubriera el mayor de los
prodigios.

De nuevo volverían, esta vez con los hermanos.
Con ellos la visita vino a resultar, como una
multiplicación de los asombros y el contraste de los
pareceres. Tras la sorpresa, el uno insistía en irse a los
animales, y poco tardó en montarlos. El otro, si es que se
familiarizó con los équidos, no quiso saber
más, y ya no hubo forma de que se acercara.

La vez siguiente, sería el propio Xántriul
quien buscó a Calíguenes, por ir a las plantaciones
y comprobar en persona lo que los niños decían.
Seguro que los muchachos lo pusieron en antecedentes, y sin duda
que celebrarían las excelencias de los animales.
Quizá nunca viera el shim algo semejante. Ni de toda la
fauna del mundo Shímpfatos podrían extraerse unos
seres tan esbeltos, tan dinámicos, y
gráciles.

De pie ante el caballo, Xántriul Orzísim
pensaba, que aquello de ir sobre sus lomos sería
comprometido. Cuando Calíguenes le mostró como se
montaba y el aprendiz de jinete hubo dado una vuelta en torno a
los corrales, una amplia sonrisa transformaba su rostro. Las
piernas del shim caían libres hacia el suelo incapaz de
fijar sus pies en los estribos, y si lo hacía, sus muslos
quedaban tan altos, que más daba la impresión de
que iba en cuclillas. Visto aquello, Calíguenes
optó por alargar las correas, y en algo parecía
enmendarse. Pero Xántriul, ni por esas se vio
cómodo, y al final sus pies se deslizaban de los apoyos,
dejando las piernas a su suerte que casi le arrastraban por la
tierra.

Ambos jinetes cogieron campo a través por las
novísimas plantaciones, hasta llegar a tierra de nadie, y
junto a la vegetación oriunda de la colonia. Aquella banda
de separación, más era un reguero de plantas
marchitas, que provenientes de ambos lados se aniquilaran unas a
otras en su confluencia. Por lo visto, en lo que a aquella parte
se refería al menos, las especies no eran
compatibles.

Los paseantes continuaron su camino con indiferencia,
hasta perder de vista la granja.

—Bella- criatura- —decía
Xántriul en tanto que acariciaba las crines de su
équido.

—Y muy inteligente y noble —secundó
Calíguenes.

El shim golpeó con las piernas los costados del
animal, que avanzó hasta emparejarse con el
compañero.

— ¿Y- esta- especie-, es-
natural-?

Calíguenes sonrió.

—Ya lo creo. Y que existen muchas razas de
caballos, eh. La mayoría de ellas son el resultado de
muchos cruces.

– ¿Nada- más-?

-También han sufrido su propia evolución,
como es lógico. El hombre no ha sido ajeno a esos cambios,
al someterlos a actividades diversas a lo largo de los siglos.
Han sido compañeros inseparables desde la prehistoria, en
casi todas las culturas. Junto a los humanos han conocido la
guerra y el trasiego de las civilizaciones.

— ¿Qué- es- la-
prehistoria-?

-Se denomina así, al tiempo trascurrido desde los
albores de la humanidad hasta que aparece el primer testimonio
escrito.

—Qué- curioso-. ¿Sólo- si-
hay- escritura– hay- historia-?

-Mejor decir que es la forma de delimitar ambos
periodos. De los dos, el primero es el más dilatado y
oscuro.

—Pues- ya- ves-, de- qué- poco- nos- vale-
aquí- la- escritura-.

—-Claro. Ahora poseéis otros soportes de
información.

—La- cosa- es-, que- yo- no- recuerdo- que- se-
haya- utilizado, como- no- fuese- por- divertimento-. Su- uso-
queda- muy- atrás- en nuestra- cultura-.

—Pues eso que dices, para nosotros no
dejaría de ser un atraso. Claro que nuestras
potencialidades y las vuestras son diferentes.

—Será- por- eso-.

Al ver que las plantas de ambas zonas se llevaban tan
mal, juzgaron oportuno no adentrarse en el área
shímpfata, por si acaso los animales las palmaban por
comérselas. Hartos ya de danzar, y de tanta planta como lo
impedía, descabalgaron, para dejarse caer en tierra
seguidamente, y mitigar su fatiga.

Xántriul se arrellanó en el suelo y estuvo
pensativo hasta que dijo:

— ¿Por- qué- vinisteis- a- este-
mundo- desde- tan- lejos-, Calíguenes-?

Él se sorprendió visiblemente.

—Viajar a las estrellas es un viejo sueño
de los humanos.

Xántriul, echado sobre el codo, recogía
palitos de la tierra que rompía entre sus
dedos.

—Sin- embargo-, el- hecho- de- quedaros-
aquí-, más- que- un viaje- se- diría- una-
emigración-.

—Shim es un mundo muy apetecible.

—Pero- vuestra- civilización- sigue-
asentada- en- la- Tierra-.

¿A qué vendría aquel acuerdo del
shim ahora? No sería por los caballos.

—No creas que fuera éste en concreto
nuestro objetivo. Ni sabíamos que el planeta estuviese
aquí. Era nuestro primer viaje interestelar, y su destino
Carión 6, que así es llamado por nuestros
astrónomos. De él nos interesaba un astro que
aparecía como muy semejante a la Tierra. De hecho,
nuestras naves viajan hacia allí ahora. Por otra parte,
nuestro mundo está superpoblado y sus recursos ya no son
tan copiosos. Por si fuera poco, su medio ambiente deja mucho que
desear.

— ¿Y- cómo- es- que- no- dedicaron-
sus- esfuerzos- aconquistar- su- propio- sistema-? Traer- tanta-
gente- hasta- aquí- espoco- menos- que-
imposible-.

—Seguramente. Nuestra tecnología no
daría para tanto. Pero puede que en el futuro, permita,
que el exceso de población emigre sin restricciones a
lugares como éste. La cota de habitantes allí
quedaría estabilizada. Un paso más podría
ser, la recuperación de unas condiciones de vida
óptimas para nuestro planeta.

Los ojos de Xántriul se movieron
inquietos.

— ¿Pero- tú- te- das- una- idea- de-
lo- que- has- dicho-? Cómopueden- viajar- por- el-
espacio- tantos- millones- de- criaturas-.

—Bueno. Menos daría una piedra. Y yo
confío en que los transportes sean suficientemente capaces
y numerosos.

—Tus- intenciones- son- muy- loables-. Pero- una-
empresa de- ese- calibre- resultaría- desmesuradamente-
costosa- y problemática-. Tampoco- sería-
fácil- acondicionar- a- tanta- gentea- su- llegada-, si-
no- se- dispone- con- antelación- de- su- propiaayuda-, y-
eso- es- imposible-.

—También existe la hibernación. No
hace mucho he podido constatarlo con los viajeros de Los Dos
Sistemas. Una nave de gran tamaño puede llevar sin
problemas, toda su carga útil de individuos con la vida en
suspenso sin necesidad de suministros.

—Pese- a- todo-, no- se- vislumbra- que- sea- tan-
factible- paraun- gran- número- de- individuos-. El-
viaje- en- hibernación- tienesus- inconvenientes-, y- no-
siempre- funciona-. Sobre- todo-, comoya- he- dicho-, acomodar-
a- tantos- a- su- llegada requeriríademasiado- esfuerzo-
por- parte- de- los- ya- asentados-. ¿Por-
quécrees-, que- este- planeta- sigue- aún- casi-
desierto-? El- mundoGemelo- también- necesita-
expansionarse-. Sólo- lo- consigue- pocoa- poco-, en- un-
goteo- continuo- de- los- van- logrando-
lostransportes.-.

Lo que decía Xántriul era de sentido
común. No obstante, él era de la opinión,
que las tecnologías shímpfatas transplantadas a la
Tierra podían resolver muchos de sus problemas. El mundo
Shim sería visto entonces, como la fuente de sus tesoros,
ya por sus conocimientos, ya como el sitio soñado para
establecerse. Y si elSistema Solar se conquistaba alguna vez,
desde luego no sería de forma inmediata.

Tan absortos en su charla, ninguno quedó al tanto
de los caballos, que anduvieron de su cuenta mientras
pacían, y cuando quisieron acordar no los encontraban por
ningún sitio. Pero vino a ocurrir, que los animales
cruzaron el límite entre las zonas, y se internaron por la
vegetación shímpfata. Cuando Calíguenes lo
advirtió, ya los daba por perdidos. Seguro que de aquella
no salían. De comer de aquellas plantas, ajenas a su
naturaleza, adiós caballos. Fue tras buscar largamente
cuando dieron con ellos, y la verdad que no les pareció
que anduvieran desfallecidos. Antes bien ramoneaban con
fruición entre unos arbustos.

—Qué piensas de esto,
Xántriul.

—Y- qué- habría- de- pensar-… Que-
estos- animales- nadatienen- de- tontos-, y- que- saben- muy-
bien- lo- que- han- de llevarse- a- la- boca-. Seguro- que-
evitan- las- plantas- quepudieran- dañarles-, y- estas-
que- comen- no- les- causan- ningúnperjuicio-.

— ¿Sin conocerlas de nada?

— Imagino-, que- su- aspecto- o- el- olor- los-
prevengan-.

Aquel episodio vino a significar todo un hallazgo. Si el
resto de los animales se comportaban de aquella forma, poco temor
cabría en que vagaran libres por una u otra de las
plantaciones. Distinto sería de tratase de la flora
autóctona, como los shímpfatos habían
constatado al introducir su fauna. Pero quien sabe, a lo mejor
las especies de la Tierra sí se las amañaban. Lo
que si era seguro, que nada como aquellos fitófagos, para
identificar los vegetales de interés, también para
el hombre.

Los dos amigos echaron a andar, de reata los caballos
ahora, en dirección a los refugios. Desde luego, no
parecía que los shímpfatos destacasen por su
fortaleza. El pobre shim, arrastraba sus pies doloridos al andar,
mientras que su cara se constreñía por el
cansancio. A pesar de la hora, un sol fogoso, pareció no
avanzar en su bajada y detenerse. Las únicas nubes que
pudieran aplacar aquel solarín, emergían altaneras
por el levante, tan despacito, que lo mismo ni les llegaban.
Ningún animal era tan osado para permanecer a la
intemperie, y sólo las plantas perseveraban en su quietud
porque a ver qué hacían. Tal visión vino a
instalarse en el shim vencido por su agotamiento, mientras
Calíguenes permanecía tan entero como un
corcel.

—Qué significa tu nombre,
Xántriul.

Éste se detuvo con un suspiro, lo que era como
dar vida a sus pies.

—En- vuestra- lengua-, mi- nombre- se-
diría-, comoBienhallado- de- la- Progenie- Zísim-.
Y el tuyo…

Calíguenes sonrió.

—Ni idea. Los nuestros suelen transmitirse de
generación en generación y nada dicen de quienes
los llevan, como no fuese en su origen.

— O- sea-, que- se- van- repitiendo-, y- son-
elegidos- como-por- capricho-, no-.

—Más o menos. Vienen a ser como un
título de identidad y de parentesco. Se otorga a los
descendientes sin más consideración que la voluntad
paterna. Y a propósito, tus dos ahijados, que son mis
hijos, sólo participan de vuestra nomenclatura.

El shim se sorprendió.

—Claro- —Se puso a caminar de nuevo—.
Porque- tú- hiciste dejación- en- sus- madres- de-
tal- prerrogativa-.

—¿Y cómo tú, no sugeriste a
tus compañeras, que algún partido podría
tomar yo al respecto? Pues nunca pensé en desentenderme.
El shim se paró en seco.

—Pero- bueno-… No- pretenderías- que- yo-
me- inmiscuyeraen- tan- particular- consorcio-.

Vaya un dominio de la lengua que tiene ya éste
-se dijo Calíguenes ante la redonda excusa.

Verdad era, que él no estuvo cuando los
nacimientos, ni conoció a los niños hasta pasados
varios días. Pero no era lo propio. Cómo
presentarse allí por la cara, sin más credenciales
que los de un fugaz devaneo… Si hubiesen alumbrado en la
colonia humana, a un paso de él como si dijéramos,
otro sería el cantar. Y seguro que no le arrebatasen los
nombres de sus hijos tan fácilmente. Svaiser, por El
Deseado, muy bien hubiese sido Orcalzur, como hijo de su padre y
de su madre. Qué menos. Y Sawakip que significaba
Benéfico Sol, de ser Axonald por ejemplo, incluiría
parte de Aldés. Pero que no echasen las campanas al vuelo,
que aún le quedaba otra opción: la de
añadirles sus apellidos cuando fuera posible
registrarlos.

Seguro que cuando su hija naciera, nadie le
cuestionaría el nombre. Su madre se lo tenía bien
pensado. Y no era el suyo como podía suponerse, sino el de
Noyndia, que tampoco tenía desperdicio.

Belaura iba para los sesenta, cuando la criatura vino a
presentarse casi de puntillas. Cuarenta y tres años
pasaban ya desde el inicio de la travesía, y que fuera tan
afortunada que la Estrella vino a parar allí. Bendito
fuera aquel mundo que le proporcionase lo que nunca
imaginó. Para colmo, el hombre de sus sueños le
vino rodado para cautivarla sin contemplaciones, y ahora
recibían, como colofón a su fertilidad, el mejor de
los tesoros.

No por muy cuidada la pequeña, cumplidos los tres
años la confiaron a los servicios de infancia, y a la
protección de los hermanos y la familia Orzísim.
Belaura, quiso ejercer de nuevo su profesión, porque las
líneas aéreas ya estaban en funcionamiento, yporque
sus ansias de volar eran más fuertes que ella. Nuevas
poblaciones habían surgido con la explotación de
las minas, junto a los grandes ríos y sus criaderos de
peces, y en la costa, donde ya se trajinaba con el ir y venir de
los barcos, entre el único puerto y la zona
shímpfata. Inmensas turbinas se cruzaban como puentes
sobre los ríos, aprovechando el fluir de las caudalosas
aguas. Mientras tanto, los ecosistemas mixtos pululaban como
islas de un archipiélago en las antiguas
selvas.

Ya como comandante, Belaura volaría entre ambas
colonias con los aparatos shímpfatos, y aun se alternaba
con el transporte para los asentamientos de este lado, pues el
servicio de las antípodas, como dio en llamarse,
todavía no era regular.

LIII

El astro lucía blancuzco a lo lejos, y
ciertamente, por su luminosidad, no barruntaba un clima tan
frío. En su parte oscura titilaban a miles los puntos de
luz, que iban decreciendo en número desde el ecuador a las
zonas polares, donde eran inexistentes. Los hielos cubrían
su superficie, salvo una estrecha franja entre los
trópicos, y frente a aquellos, ésta se iluminaba de
color ocre pálido. En realidad la parte oscura no llegaba
a serlo, pues un albor anaranjado iba de polo a polo destacando
en intensidad cuanto más al centro; justo en la derechura
de aquel sol artificial que brillaba al rojo blanco en su faz
hacia el planeta. Propiamente allí no había noche,
y al ponerse el sol, salía a sustituirlo aquel otro, cual
peculiar luna de fuego radiante de energía.

La Estrella I voló entre nubes hacia la
superficie, tras las naves zirdal que salieron a escoltarla. Una
red de corredores cubiertos surcaba Shímpfatos hasta sus
confines, cual aplastadas serpientes, y que iban a confluir en
las anchas metrópolis. De aquellas urbes arrancaban de
nuevo en cualquier dirección, para ensamblar con otras, y
de forma sucesiva se expandían como una inmensa red.
Penetraban bajo los hielos, para salir a profundos valles muy
espaciosos, adonde la vegetación lo inundaba todo como un
milagro. Aquellas grandes quebradas se repetían una tras
otra por los bordes helados, dando cara al sol. Y si el calor de
la estrella sólo era el equivalente al de última
hora de la tarde en Shim, su clima habría de ser
soportable si no es que fuera benigno.

A ras de la superficie, pudieron constatar una tierra
congelada, y los omnipresentes témpanos de hielo que la
cubrían. Los vehículos zirdal se aproximaron al
extremo de un corredor y accedieron a él. Tras ellos La
Estrella hizo otro tanto, con gran sorpresa para todos de que la
nave cupiera por allí y avanzase por el interior con toda
holgura. No obstante, al lado izquierdo aun se ubicaban un
rosario de construcciones con sus pequeñas calles que
salían sin solución a la principal. Ésta se
alargaba sin fin por el corredor, paralela al área de
transporte que ahora las naves emprendían.

Ante el avance del vehículo, los viajeros de la
Estrella coparon las ventanas, por no perderse aquel conjunto
lineal de construcciones, todas iguales, deshabitadas en su
mayoría.

—No parece que haya escasez de viviendas
aquí, señor -dijo Paricuel.

Tal decía, quien se ganase el favor de
Calíguenes allá en la Tierra, cuando las minas, y
que de minero pasaría a ser piloto. No quiso perderse
aquel viaje, pese a ejercer un puesto de responsabilidad en la
línea de los transbordadores. Fue Calíguenes quien
tuvo a bien complacerlo.

—Seguramente -dijo el comandante-. La
superpoblación aquí no será un problema. Los
zirdal son un pueblo viajero.

—Y qué se puede esperar de un clima como
éste.

—Pues no creas, que estos no suelen caerse del
nido así como así.

Llegados a la encrucijada, se encontraron de lleno en
una mastodóntica ciudad, por cuyas calles más se
les antojó, que aún vagaban por el mismo
cerramiento en que venían. Y qué decir de los
edificios, cuyo volumen no se abría al exterior más
que en un punto, el único acceso.

En la altura, todo se cubría de unas estructuras
planas a ras con los edificios, formando sobre ellas un
cerramiento a dos aguas, y que podían abatirse sobre las
construcciones, en la forma de un tejado, luengo y puntiagudo. La
mayoría de las calles se tapaban de aquellas cubiertas,
que traslucían la parca luz del exterior, que bastaba no
obstante, para vagar a su abrigo sin entorpecerse. De hecho no
había luces. Escasos fueron los habitantes con que se
toparon en el recorrido, y sí en todo caso, con algunos
vehículos que surcaban el aire entre el suelo y las
protecciones.

Los viajeros fueron conducidos al interior de lo que los
zirdal entendían como un palacio, y que no era sino un
alto bloque sin más vanos ni entradas de luz que su
apertura hacia el cielo. Dentro, apareció un gran recinto
rodeado de balconadas hasta lo alto, con varias plantas
transparentes en la altura, por las que algunos individuos
deambulaban, que más parecía que anduvieran en el
aire.

Allí tuvo lugar la recepción, y al menos
tres mil personas, entre humanos, shímpfatos, y los
receptores, se acomodaron en aquel patio singular, prieto de
largas mesas y bancos adosados. Tras las presentaciones, hubo
elogios para el difunto Scropbim y se acordó que sus
saberes y experiencias figurasen en las memorias de todos los
archivos, así mismo sus pensamientos e imágenes
fueron materializados ante la concurrencia. Los humanos se
escandalizaban de acceder en vivo a las íntimas
experiencias de El Sabio, pues salían a la luz, todo lo
bueno y menos bueno del personaje, que receptaran de sus
transmisiones, como lo más natural del mundo. Y de la
forma más descarnada. Pero si aquello más
parecía una confesión póstuma…

— ¿Y eso será bueno, señor
Calíguenes? —decía Paricuel.

—Supongo. Ellos no harán
distinciones.

—Pues ya ve como ahí se reflejan sus
pensamientos sobre los humanos, los cuaralinios o los quismian
incluso. Cierto que suele ser imparcial, pero algunas de sus
opiniones no nos son muy favorables.

Calíguenes, la boca tapada con la mano,
restregó sus dedos y la descubrió,
volviéndose hacia él.

—Y qué quiere. Si hicieran un extracto
parecido de nuestros pensamientos a lo mejor eran ellos los
sorprendidos. Por ejemplo, nosotros, sin haberlos visto nunca,
nos hacemos una idea de los quismian, seguramente equivocada.
Sólo de saber que viven al margen, en las zonas heladas, y
que no permiten la ingerencia de otros pueblos, damos en decir
que son primitivos y poco evolucionados.

—Eso es cierto. Pero tal opinión no
trasciende.

—Claro. Porque el cómputo final es lo que
cuenta. La actitud última. No las opiniones a priori.
Scropbim ya es historia, y en definitiva, sus comportamientos
fueron bondadosos.

A sus ochenta años, Calíguenes
había pasado dos veces por la presidencia. Cuando Scropbim
murió, ocupó su puesto un representante
shímpfato genuino, y éste y Calíguenes se
alternaron en él durante una década. En ese tiempo
Shim prosperó y las colonias terminaron por amalgamarse en
cuanto a sus individuos y sus intereses. Fue entonces cuando el
primer presidente híbrido subió al poder. No era
más que un muchacho, al decir de todos, que aún no
superaba los treinta, pero supo cumplir con acierto todas sus
expectativas. Más que otra cosa, se le consideró
joven, porque la esperanza de vida superaba los ciento cuarenta
años, y relativamente, su edad no alcanzaba todavía
a la del adulto. Calíguenes sin ir más lejos, a sus
ochenta, en realidad excedía con poco de la mitad de la
media. Y ciertamente, él sólo se consideraba una
persona madura. Se sentía en plenitud, y en su vitalidad
podía compararse con quienes andaban por los
cincuenta.

—Qué dirán de nosotros cuando ya no
estemos, Paricuel…

–Poco nos importará eso entonces,
señor.

Calíguenes quedó mirando hacia el estrado,
sin reparar en aquella pantomima que representaban, y que
parecía no encontrar un desenlace.

— ¿Qué epitafio elegiría
usted para su tumba?

— ¿Epitafio, señor…? …No
sé. Nunca me he planteado tal cosa.

Pero puesto a elegir, tal vez dijese, "aquí yace
un hombre integro". Calíguenes soltó una carcajada,
que imprevista e inoportuna resonó en el patio. Todos se
volvieron hacia él, quien se disculpó con un gesto.
Al poco susurraba:

— Poca integridad podría subyacer en un
cadáver. El otro no se inmutó.

—Pese a expresarme tan mal, usted me ha entendido
de sobra. Él sonrió.

—Pero también entiendo, que prefieres la
buena opinión de ti, post mortem.

—Hombre…, no es lo mismo. Puedo desearlo porque
no estoy muerto.

Diríase que ya no estuvieran en
Shímphatos. El extenso valle bien poco se le
parecía, que más que parecérsele, era otro
mundo. Su ambiente era bien distinto del de sus gélidos
entornos y aun de las propias metrópolis. Un medio sol en
su cenit, no hacía honores al meridiano, y su derroche de
luz sólo alcanzaría para alumbrar una tarde
mortecina. Pese a ello cierta templanza domaba el aire y la
frondosidad se extendía por doquier con sus bosques y sus
múltiples huertas. Pronto descubrieron los foráneos
que más que de arriba el calor principal emanaba de la
tierra; de tal forma que sentían el exceso desde los pies
que por arriba no notaban. Ante algo así,
Calíguenes no pudo sustraerse a la tentación y
agachándose tocó la tierra con la mano. No le cupo
la menor duda. El subsuelo de aquel lugar habría de ser
muy caliente.

La carretera serpenteaba por la suave inclinación
de la vertiente, y de cuando en cuando junto a ella
aparecían pequeñas casas, tan iguales entre
sí como dos gotas de agua. Al rato, los vehículos
se detuvieron ante una fila de edificios, más grandes y
también de madera como los otros, o que al menos la
imitaban. Todo a su alrededor era bosque, y de sus tejados
parecían salir voluminosas nubes de humo.

—Mira Paricuel, utilizan chimeneas —se
extrañó Calíguenes.

El antiguo minero miró de pasada hacia lo alto y
sonrió.

—Nada de eso. Sólo es vapor de
agua.

— ¿Vapor?

—Seguro.

Cuando entraron, no podían creérselo. Las
paredes estaban repletas de tuberías y con tomas de vapor
por todas partes. En ellas aparecían conectados
pequeños generadores para las luces, para el ascensor y
muchos de los aparatos de una especie de bar y de las cocinas. Ni
que decir tiene que la calefacción allí no era
necesaria.

— ¿Cómo no aprovechan para producir
electricidad y la distribuyen para tales menesteres?

—Ellos lo ven más sencillo de esta forma. Y
aprovechan la energía tal cual y con mayor rendimiento.
Aparte de que les gusta el vapor. Tampoco es que necesiten de
muchas luces, no olvidemos que aquí la noche no es tal,
hay otro sol alumbrando en su cielo -contestó el
guía.

—Bueno. De todas formas el sistema es algo
desfasado, no cree.

—Funciona —dijo el
shímpfato.

El tentempié fue breve y escueto a no poder
más. No tardaron mucho en reemprender la marcha. Los
vehículos avanzaban en grupo unos seguidos de los otros
como un rosario

— ¿Y entonces? —Volvió a
preguntar Calíguenes—, que el subsuelo de este lugar
será abundante en aguas termales.. .no. ¿Una zona
volcánica ésta, tal vez?

—Este valle concretamente no. El sistema
aquí es artificial. Más arriba, el agua procedente
de los hielos se introduce con tuberías en las
profundidades, donde se calienta, y surge de nuevo a la entrada
donde vuelve a entubarse bajo la tierra en una amplia
red.

— ¡Qué bárbaro! Como si fuera
un radiador, vamos.

—También hay otros asentamientos que poseen
aguas termales de forma natural.

—Pues que suerte que puedan establecer esos
sistemas.

—Gracias a los quismian.

— ¿Los quismian?

—Hay muchos en estos valles. Los quismian proceden
de lugares muy fríos y pueden trabajar entre los hielos
sin grandes problemas.

—Claro, es lógico.

Vaya un descubrimiento. Quismian allí.
¿Cuál sería su verdadera procedencia? Tal
vez, fueran oriundos de Shímpfatos.

— ¿Y estos quismian de aquí, de
dónde proceden?

—Lo ignoro señor.

LIV

Poco o nada se aclararon sobre su origen.
Al parecer los quismian vivían entre los hielos desde
tiempos inmemoriales, lo mismo que ocurría en Shim, y
seguro que también en el mundo Gemelo. Casi con certeza,
que fueron los propios zirdal quienes los introdujeron en los
nuevos planetas. Probablemente los llevarían poco menos
que obligados, o esa impresión daba. La mano de obra
ideal, cuando los mundos gemelos eran tan fríos como
Shímphatos. Lo peor era, que aún hoy seguían
siendo utilizados tal vez, por su resistencia al frío. No
parecía que aquella gente vislumbrara, aparte de los
hielos, otro horizonte. Cuando al atardecer los vieron llegar,
más daban la impresión de un pueblo doblegado.
Aquellos seres cubiertos de pelo oscuro, venían achuchados
sobre unos transportes, semejantes a las camionetas, que desde
las alturas del valle los devolvían a sus casas hasta el
día siguiente. Sus rostros blanquecinos de piel casi
traslúcida, no eran la de satisfechos al término de
la jornada precisamente, sino de resignación. Nada
más apearse, desaparecieron entre las callejas hacia sus
casas. Los humanos, que pernoctaban al frente, en aquel otro
edificio, aparecían ahora casi al completo sobre la
balconada todo en rededor de la residencia, y que de larga
aún quedaba vacía en su parte de atrás
mirando al valle. A Paricuel le vino a la memoria su larga
estancia como minero en el Costa Interior II, e hizo cierto
paralelismo con aquella situación de allí. Por
supuesto que no era igual, pero se le parecía mucho.
Aunque ciertamente, todo eran suposiciones. Lo mismo, este pueblo
no ansiaba salir de su particular mundo porque aquel era su
hábitat y no toleraban otro. Por ello la
civilización zirdal o shímpfata les fuera
incómoda. Pero por qué era aún así,
al cabo de tantas generaciones.

—No es comparable, Paricuel —le decía
Calíguenes.

—Claro que no. Pero también en las minas
había diferencias, eh.

Su superior, en el fondo, no pudo sustraerse a un vago
sentimiento de culpa.

—Ni más ni menos que las existentes entre
la Comunidad y los complejos. Pero éstos sólo
serían un tránsito. Una solución
pionera.

Sentado junto al comandante, Paricuel miraba hacia el
sector de los quismian, donde, pese al intervalo sombrío
entre dos soles, ni una sola luz podía observarse. Tampoco
es que fuera imprescindible, aún resplandecía de
púrpura el crepúsculo para el sol natural y ya
pintaba el astro de artificio. Calíguenes observó
su perfil anguloso y su cara curtida llena de arrugas.

— ¿Y usted cree, que todo aquello se
habrá solucionado? —dijo el otro.

— ¿En la Tierra…? Me temo que no. Se ha
avanzado mucho. Según mis noticias, los complejos se
multiplican por todos sitios. Y lo más increíble,
el medio ambiente se recupera.

—Que se ha invertido la tendencia, no.

—No exactamente. Se lleva a cabo un proceso de
renovación, a la que no son ajenos nuestros amigos
shímpfatos.

—No me diga que ellos también viajan hasta
allí.

—Al menos una delegación sí que lo
hizo hace unos años, justo al poco de ocupar yo la
presidencia. Supongo que alguna más esté en
camino.

De pronto, Paricuel se sintió ridículo
ante su benefactor, al rememorar el altercado de la mina. Por
qué fue contra él, como el cabeza de turco, cuando
la ignorancia y la miseria, no provenían de allí
precisamente… Aquella Tierra globalizada, lejos de cumplir sus
expectativas, los conducía como a un rebaño hacia
el abismo. Gracias a que algunos pudieron desligarse de tal
manada para tirar de la mayoría en sus
convicciones.

La apariencia de aquel astro anaranjado ahora, pese a
estar tan próximo, no era la de más voluminoso que
el sol auténtico. Desde que despuntara sobre los hielos,
todo comenzó a dorarse con un baño de luz rebajada
como al atardecer. Al poco comenzaron a salir hacia el altozano
los quismian, en tal número, que todos se sorprendieron.
Qué irían a hacer ahora. Porque era raro que
tuviesen aún obligaciones que cumplir, a aquellas
horas.

Cierto que esta vez no parecían los mismos. Les
brillaban dorados los oscuros pelajes, como si fuesen vestidos de
fiesta. Cualquiera lo hubiese pensado, de no ser porque tal
colorinto poco difería del que imperaba en el ambiente.
Qué tenía de particular; también las-
figuras de los humanos pintaban ahora de tintes cobrizos. Ni
más ni menos caía la mágica noche con sol,
bañándolo todo de luz cálida. En un momento,
los reunidos se alinearon en un amplísimo círculo,
para ponerse a danzar luego, al ritmo de entrecortados
cánticos.

— ¡Pero si cantan y bailan…! —se
sorprendió Calíguenes.

— ¿Y cuales serán las mujeres?
¿O es que sus mujeres no danzan?

—Seguro que sí. Para mí, que,
morfológicamente, apenas si hay diferencias entre ambos
géneros. De cualquier forma, a ver quien atina, con esas
pelambreras que los encubren. Ya me lo vengo preguntando desde
que los vimos.

Al cabo, el corro se comprimió hacia adentro,
para terminar en un grupo apretado, todos contra todos, que
echaron cara al cielo, como sumidos en el éxtasis. De esa
manera permanecerían un buen rato, hasta retomar el
círculo de nuevo y la misma danza. Con todo, lo más
asombroso sería sin lugar a dudas, que sus semblantes de
resignación se tornaron festivos y exultantes.

— ¿A usted qué le recuerda todo
esto?

—Qué me habría de recordar
—dijo Paricuel—. Ninguno de los bailes que yo conozco
se le parece.

— ¿Y en el cine?

—En el cine… ¿Se refiere a las antiguas
danzas?

— ¿Verdad que se les parecen?

Es cierto. Pero no irá a decirme que tengan
alguna relación.

—Como poder… quién sabe. Pero no lo
decía por eso. Aunque la realidad supera cualquier
conjetura.

Los danzantes no desfallecían aún ni por
piensos, cuando los viajeros fueron avisados para la cena. Ni que
decir tiene, que de todos, los allí presentes
representaban una parte mínima. Muchas otras mansiones
como aquella, se esparcían por el valle, y pocas quedaron
libres tras aposentar a los llegados.

Aquel local, junto al edificio, dando vistas a los
bosques, por las trazas que también sería
dormitorio. Sentados a la única mesa, que se alargaba
siguiendo los muros en forma de U, los comensales podían
ver en la altura, unas originales yacijas. Eran redondas, con la
apariencia de un nido, y sus bordes lo suficiente altos para
llegar hasta la cintura de una persona corriente. Estaban
suspendidas en mitad, colgadas del techo por tres tirantes, de
tal forma que habrían de permanecer muy firmes.

Tras los comentarios de rigor, los huéspedes se
aplicaron en vaciar la mesa, y a los postres, los más
miraban intrigados aquellos nidos preguntándose como
acceder al interior, pues aun saltando no los tocarían ni
con la punta de sus dedos. Tras larga espera el misterio se
desveló. La gente ya se caía del sueño y
hasta los quismian de la explanada habían enmudecido. Dos
de éstos aparecían ahora a la entrada del
salón, con unas escaleras que rodaron con dificultad hasta
el primer nido. Sin otro comedimiento, efectuaron una empalagosa
reverencia y se fueron.

—Bueno, señor Calíguenes, le ha
tocado —saltó su portador de claves.

El comandante quedó sorprendido.

—Y por qué yo… Cualquiera es meritorio de
tal privilegio. Paricuel se echó a reír.

—Es verdad. Menudo honor para un comandante.
Calíguenes también rió.

—Supónganse que por un casual este
artilugio falla y que yo salgo malparado. Se quedarían sin
jefe. Demasiado riesgo el que correrían, no.

—Ciertamente —dijo el portador de claves
—. Es lo que yo digo: esos dos debieron hacer una
demostración antes de irse y no correr de esas
maneras.

A la mañana siguiente, tras el desayuno, uno de
los zirdal, que pernoctaban aparte, les explicaría el
porqué de aquella extravagancia. Como todos sabían,
la temperatura era más elevada a ras de suelo, y lo mismo
cerca de los muros. Quieras que no, en horizontal y cerca del
suelo, el durmiente terminara abochornado.

No era posible cortar las conducciones, que tan
útiles les eran, así como así. Los
artífices de aquella compostura, aunque nadie lo hubiese
dicho, eran los quismian. Soportaban muy mal el calor y aquel
sistema los libraba de su padecimiento.

Calíguenes trepó al fin.Una vez arriba se
dio media vuelta y abrió los brazos.

— ¡Atención señores!
¡Son ustedes los afortunados en presenciar un hecho
histórico: por vez primera, un ser humano se dispone a
ocupar un nido como las aves!

Casi todos aplaudieron la salida del jefe, y si el
acuerdo no fue total, sería achacable a la
soñolencia que ya enajenaba a más de uno.
Calíguenes desapareció dentro del cubil, y sacando
la mano la agitó, para luego aposentarse. Cada cual a su
suerte, todos se valieron de la escalera, de uno en uno, cual
rito propiciatorio de tan insólitos lechos. Pocos se
librarían de una sensación de impotencia, al verse
suspendidos en solitario como náufragos del aire, tan
avistados entre sí y tan impedidos de bajar a tierra
firme. Menuda encerrona, si alguien tramara sorprenderlos. Y
cómo harían para desahogarse si alguna necesidad
les acuciaba. Afortunado el último, que por serlo, quedaba
en posesión de la escalera, y como principal de rescate.
Para qué pensar en fin, que por una emergencia hubieran de
evacuar a toda prisa. El batacazo no sería leve
precisamente.

Las horas transcurrían calladas y
pacíficas, cuando la fatalidad hizo, que los bip-bip… de
alarma de su receptor insistieran en despertar al "contacto de la
nave". Éste rebuscó la pequeña consola y
leyó el mensaje. Su primer pensamiento fue para el
compañero del nido próximo. Lo llamó y lo
volvió a llamar hasta cuatro veces. Que si quieres… Y no
podía alzar la voz sin despertar a todo el mundo.
Pensó luego traquetear el armatoste y balancearse hasta el
vecino, pero apenas si logró un ínfimo
vaivén. Los cables pendían del techo, muy distantes
entre sí, y su divergencia impedía la
oscilación. Si lograra suprimir uno de ellos…
Difícil sería en aquella oscuridad. A tientas,
buscó e inspeccionó los soportes, para descubrir
que podían tensarse y destensarse con un torno desde el
propio nido. Menos mal. Pero las manivelas no estaban. A lo mejor
las varillas metálicas del lateral podían servirle.
Con la ayuda del multiuso logró arrancar una y la
cruzó en el travesaño. El cable comenzó a
ceder y la cesta escorarse, hasta que todo lo que contenía
se fue hacia ese extremo. El conjunto sólo colgaba al fin
de dos tiradores y el hombre comenzaría a columpiarse.
Esta vez sí, el nido osciló y osciló como un
péndulo, hasta topar de golpe con el vecino.

— ¡Qué pasa aquí, maldita sea!
—Se oyó en la otra cesta.

— Tranquilo, hombre… Y baja la voz —dijo
el contacto en su balanceo.

— ¡Quéee!

—Un mensaje. La expedición de la Tierra ha
llegado. El otro asomó su cabeza sobre el
lateral.

—Una buena noticia desde luego… Pero no
podía esperar hasta mañana…

— ¿Y cuando queda en este lugar la
mañana…? Por mí… menuda prisa la que yo tengo,
pero puede que el comandante no piense lo mismo.

—Vaya por Dios.

Los dos enmudecieron.

—Y en que posición quedará su yacija
—inquirió el contacto.

—Siguiendo hacia la entrada, hacia la izquierda
creo… Pues qué pasa, acaso él no lleva encima su
transceptor.

—Qué va. Ahora soy yo quien queda en el
encargo.

—Pues vaya una modernidad y el funcionariado
—rajaba el otro

—Igual que vienes hasta mí, ya
podrías haber descendido, no.

—No me atrevo. Puede que los cables no alcancen
hasta el final.

—Vale… Y si no, aquí estoy, si me
necesitas.

Seguro… —dijo el mensajero para sus
adentros.

Ya lo creo que llegaban los cables. Y a él bien
que le alegró, que por no quedar en manos de aquel necio,
hasta hubiese saltado si era preciso.

A1 final el último sostén fallaría
y se oyó el golpe sordo del armatoste al llegar al
suelo.

— ¡No, si verás! —dijo el otro
desde arriba.

Caolow, el contacto, apretó los dientes, por no
soltarle una barbaridad. A1 tiempo quedó inmóvil
hasta estar seguro de que los otros dormían. Acto seguido,
buscó la escalera y la empujó, para descubrir cuan
pesado podía ser aquello pese a deslizarse.

Con todo el empeño que fue capaz, y tanteando
distancias desde la mesa, avanzó, para donde supuso que
estaba el primer nido. El sudor le caía a chorros y le
dolían las piernas. No pudo menos que desahogarse soltando
una patada al accesorio. Pese a que vio estrellas, no pudo ver
sin embargo, si había llegado o no bajo el nido del
comandante. Ascendió sin prisas pero sin detenerse, todo a
tientas, hasta que vino a poner su mano justo sobre el
lateral.

—Eh, señor Calíguenes… ¿Es
usted? ¿Está usted ahí? Señor
Calíguenes…

A1 instante escuchó como el yaciente se
movía.

— ¡Qué! ¡Quién…!
¿Eres tú Belaura?

—Menos mal… -Respiró con alivio-. Soy yo,
señor. Su contacto.

—Ah, el señor Caolow… ¿Ocurre
algo?

—Un mensaje de Shim. La expedición ya
está en Biblos, señor.

—La de la Tierra se refiere.

—Por supuesto.

Calíguenes estaba confuso.

—Sorprendente. Muy sorprendente. Un mes de
adelanto nada menos.

—o calcularían bien.

—A lo mejor.

Se sentó en la cama, la espalda contra el
lateral, y estuvo callado unos segundos.

—Bien, comunique esto: … Escriba…

Caolow conectó la pequeña
consola.

—…Shímphatos 14 Baquierals, Octavo de
perihelio. Aquí Calíguenes, comandante en jefe, a
presidencia: complicada mi actuación tan lejos. Delego
funciones supervisión desembarque. Mantener cuarentena en
lo posible hasta regreso Estrella 1. Bienvenidos a
expedición.

Caolow terminó el texto, y quedó asido al
lateral, el rostro bañado de verde con la luz de la
consola.

— ¿Eso es todo, señor?

— Eso es todo.

El otro apagó el aparato.

Calíguenes vio esfumarse la cara de su
subalterno, y como nada más decía, pensó que
se habría ido. Se volvió a tumbar.

—Siento mucho haberle molestado, señor
—dijo de pronto.

—Ah, sigue usted ahí …La molestia ha sido
suya, Caolow. Y nada fácil su peripecia.

Caolow sonrió.

—Ya lo creo, señor. Y usted que se hace
cargo.

LV

El astro rey ya comenzaba a desperezarse y los hombres
aún dormían. El sol bostezó sobre los
hielos, y sus primeros rayos tuvieron a bien rebasar la entrada
del local y fraccionarse en todas direcciones.

Pero aún era poco, y el lector del amanecer hizo
saltar la alarma de su crono al encargado de turno quien dio la
hora. Los hombres comenzaron a asomarse sobre sus cestas, y se
miraban unos a otros como olvidados de estar allí. La
levantada obligaría a Calíguenes a bajar primero,
por motivo de la escalera, como era lógico. Hubo de
empujarla acto seguido, hasta el segundo, y ayudar a éste
para el tercero.

— ¡Eh! ¡Aquí! ¡Aprisa!
—gritaba uno.

Mas el orden de bajada no se alteró, siguiendo su
curso hasta llegar a donde aquel exigente.

— ¡Vaya, por fin! Un poco más y dejo
en entredicho el buen nombre de esta empresa.

El desesperado bajó que le salían alas, y
sin más averiguaciones, franqueó la salida hacia
los árboles. A su turno, como aguardados a su
atrevimiento, no pocos seguirían sus pasos.

La Estrella abandonó Shímpfatos para poner
rumbo a Shím. Atrás quedó la
metrópolis que los había albergado y los
fértiles valles. Desde luego que aquel era un mundo
difícil, y sus acondicionamientos una ingente tarea, ardua
y costosa. Como decía Paricuel, qué podía
esperarse de un clima así. Si los zirdal eran un pueblo
viajero, no sería por capricho, tenían razones
más que de sobra.

Calíguenes entró en el estudio de vuelo
acompañado de su asistente. Sobre su mesa había un
extraño sobre de color negro que brillaba como el cristal.
El comandante lo cogió, y comenzó a
examinarlo.

—Qué es esto.

—Se me olvidaba, señor. Nos fue entregado
tras el homenaje. Como La Estrella quedó en la ciudad no
he podido dárselo personalmente.

—Es lo lógico.

E intentó abrir el sobre por un
extremo.

No era fácil. Su material era resistente y muy
escurridizo.

—Ábralo, por favor.

El ayudante intentó romperlo por una esquina sin
conseguirlo. Comenzó a darle vueltas y a remirarlo, hasta
que lo que fuese llamó su atención en una de las
caras.

—Mire estas muescas, señor.

—A ver…

Tres rebajes redondos se advertían apenas, cerca
del borde. El comandante presionó uno de ellos, sin
ningún resultado. Después probó con dos a un
tiempo y finalmente con los tres. A1 instante, el sobre
perdió su negrura y pudo verse lo que contenía: un
folio de material plástico con una palabra escrita:
UADALBESSCROPBIM.

—Los pensamientos de Scropbim -dijo en voz alta-.
Esto sí que es un detalle.

—Perdone si le soy indiscreto, pero… ¿Se
trata de algo escrito o de una grabación?

Calíguenes se volvió hacia
él.

—Ni idea. Por qué lo pregunta.

—Si no es un escrito, habré de procurarle
un reproductor adecuado.

—No se preocupe. No lo veo de una necesidad
imperiosa.

Y en diciendo esto, la presión de sus dedos hizo
que el folio se flexionara. La lámina apareció
escrita de arriba abajo. Al doblar de nuevo, la página
cambió a otra, y así sucesivamente. Pero es que con
la otra cara ocurría lo mismo, sólo que al
contrario, de atrás hacia adelante. Pues no que
parecía un libro… Y tan delgado como una hoja de
papel.

—Creo que no le voy a necesitar. Esto no es otra
cosa que un libro.

— ¿Un libro, señor?

—Como lo oye.

El ayudante se encogió de hombros.

—Le será necesario traducirlo.

—Ya me encargo yo. Se lo agradezco.

El encargado se fue y Calíguenes dejó la
singular obra sobre la mesa.

Para una vez que veía un libro de aquella gente
se encontraba con una cosa así. A qué
vendría algo tan rocambolesco. Primero el misterioso
sobre, después el funcional formato y su singularidad. Y
por si fuera poco no se molestaban en ofrecérselo en su
propia lengua.

Había observado que los cambios de página
no eran consecutivos, pues aunque él no dominaba el
idioma, sí que sabía muy bien sus números y
gran parte de sus caracteres y giros más coloquiales; y su
vocabulario se había acrecentado al paso del tiempo.
Alguna lógica habría para manejar aquel
libro-lámina como era debido.

Comenzó a doblar de derecha a izquierda, de
arriba abajo o en cualquier dirección, y sólo
conseguía avanzar o retroceder incluso en la misma
página sin orden alguno.

—Seguro que se olvidarían del libro de
instrucciones —musitó con sorna.

Apoyada la lámina en falso comenzó
entonces a pulsar con el dedo por su superficie, para descubrir
que sus funciones cambiaban de una posición a la
siguiente. Así completó toda la página. En
una de las pulsaciones había dado con lo que sin duda era
la dedicatoria. A partir de aquel punto y en torno a él
encontró otros inicios. No se trataba de un libro sino de
varios.

Ya sólo faltaba la traducción. Y casi era
seguro que la llevase incorporada. Pero cómo daría
con la tecla.

Cansado de buscar, decidió traducir de su motivo
al menos la dedicatoria. Entonces cayó en la cuenta.
Rebuscó por el estudio hasta dar con la máquina de
Xántriul. Comenzó a traducir:

Scropbim no se olvida de sus amigos los humanos, y es su
voluntad, que sus pensamientos se conozcan por ellos, si no sus
actos, que se desvanecen irremisiblemente, tanto más,
porque la vida es difícil de aprehender en todos sus
matices.

Como al comandante Zarela, mi gratitud también
para su hijo Calíguenes. Y a quienes tengo el honor de
comunicarles especialmente mi filosofía con este
compendio.

Al cabo, Calíguenes vino a tocar su nombre con el
dedo sobre la lámina (o quizá el apellido Zarela);
y fue, porque llamaban su atención, al figurar en unos
caracteres shímpfatos muy adornados. De inmediato el texto
se transmutó en Lengua Común, la principal de la
Tierra.

—Pero qué gente ésta… Como no los
conozcas…

No bien se disponía a hojear el libro cuando el
asistente apareció en la entrada.

_ ¿Da usted su permiso?

—Adelante.

El encargado se aproximó.

—Un parte de Shim, señor.

—Léalo, si es tan amable.

Calíguenes se echó hacia atrás en
el asiento. El otro despegó el papel con cuidado, que
más parecía que arrancase un valioso sello. -Shim,
45310820, Biblos. Presidencia a Comandante Calíguenes:
imposibilidad cuarentena en naves. Demasiadoss viajeros. Fuera,
lluvia. Solicitamos conferencia.

Calíguenes paseó la vista por el estudio
hasta posarla de nuevo sobre el ayudante.

—Cómo es posible. ¿Acaso hubieron de
abandonar algunas de las naves…?

—No sé qué quiere decirme,
señor.

El comandante calló hasta que dijo:

—No, no le digo nada.

El otro daba muestras de inquietud.

— ¿Hay respuesta, señor?

—No. Pero pídales una conexión de
holograma.

—En seguida.

Ya sabía el comandante que las naves de ahora
eran más pequeñas, pero de eso a que en tierra no
pudiesen albergar a sus propios ocupantes, no se entendía.
Era cierto que la expedición se había dividido y
que parte de ella navegaba para Carión 6, pero eso
debió ocurrir como mucho a media travesía, varios
años atrás. Como no fuera que algunos de los
vehículos quedasen inutilizados…

Calíguenes salió para el centro de
transmisiones ciertamente preocupado. Muchos fueron los mensajes
de la expedición a última hora, pero ninguna
novedad hubo como para alarmarse.

Ya llevaba un buen rato en aquella sala, que más
parecía un plató sin figurantes. La figura del
suplente se materializó ante él, así como
una vista general del cosmódromo bajo la lluvia.
¡Pero si allí no cabía un vehículo
más! Para él, que algunas de las naves quedaban
fuera, sobre la maleza, desbordadas por la falta de espacio. El
responsable pormenorizó, dirigiéndose a
Calíguenes, lo que ya él veía. Fue ahora el
propio presidente quien ante aquella panorámica y desde su
vehículo, expresó:

—No entendemos, señor Calíguenes,
por qué han ocultado hasta ahora, que gran parte de los
viajeros venían hibernados. Ninguna restricción les
había sido impuesta en cuanto al número, si bien es
verdad que no suponíamos que fueran tantos.

—Qué barbaridad —dijo en voz alta
Calíguenes—. ¿Y es posible que hayan
perfeccionado las técnicas de hibernación hasta ese
punto?

A su tiempo, él transmitió su mensaje, que
no era otro sino que ellos hiciesen lo que buenamente pudieran,
como acotar grandes naves o almacenes e instalar tiendas si fuera
preciso. En cuanto La Estrella llegase seguro que podría
acogerlos. Después, espacio y lugar habría para
acomodarlos.

En el siguiente holograma, la cifra de recién
llegados que los responsables le dieron, dejó a
Calíguenes patidifuso: cerca de setenta mil.

LVI

Era ya media noche cuando divisaron Biblos. Poca
dificultad había, en distinguir bajo el cielo estrellado,
la nebulosa de luz que clareaba las alturas sobre la ciudad. Eran
escasos los puntos luminosos que delataban las aglomeraciones,
casi insignificantes entre las selvas, y hasta la costa. Desde la
altura, la ciudad daba la impresión de una colosal diana,
con sus círculos concéntricos y cuyas
circunferencias se escalonaban inconclusas a su borde, como si
estuvieran rotas. El cosmódromo aparecía a oscuras,
salvo por alguna que otra luz procedente de los vehículos.
La Estrella maniobró sobre él, y todos se
extrañaron de tanta oscuridad. Qué menos que les
hubiesen indicado el perímetro. La nave enfocó
hacia abajo los reflectores para desviarse luego a las afueras y
descender, muy cerca de los primeros vehículos. Se
oyó el quebrar de algunos árboles y de los
matorrales que le arañaban el vientre, cuando La Estrella
se dejó caer como un animal exhausto.

Al poco ya estaban allí los servicios de
emergencia, que no eran sino los habituales y que de poco
servían habitualmente. Los especialistas médicos
subieron a bordo, y no tardarían demasiado en chequear a
los viajeros como era la norma. La larga fila fue pasando sin
novedad ante el control, que les medía las constantes y
escrutaba el organismo sin que siquiera se detuviesen ante la
máquina. A qué vendría entonces que la
expedición humana hubiese de quedar en
cuarentena.

—No es lo mismo —dijo
Calíguenes—. Y si cuando nosotros vinimos no se
llevó a cabo, sólo fue porque estábamos
solos. Pero si que la hubo pasado un tiempo. Un control
exhaustivo en cuanto los gérmenes que pudiésemos
traer y los de ellos. También hay enfermedades
aquí.

—No sé que decirle. La verdad que yo no he
visto tal cosa. Nosotros sí que hemos sufrido algún
que otro contagio. Y accidentes —Repuso
Paricuel.

Esperaban sentados, cerca de la salida, la
conclusión de los reconocimientos. Calíguenes se
desabrochó los botones de la cazadora ante el bochorno que
ahora les embargaba.

— Lo normal. Nuestras enfermedades comunes y
algún que otro siniestro inevitable. Nada achacable a este
mundo. Al menos hasta ahora.

— ¿Y esta gente, no enferma?

—Pues claro, como todo el mundo. Pero por lo visto
su genética parece estar bastante limpia. De todas formas
se controlan muy bien.

— ¿Y los otros pueblos? ¿Los
primitivos?

El comandante divagó, perdidos los ojos hacia la
cubierta.

—Lo desconozco. Tal vez la dureza de sus vidas les
haga ser fuertes, y que sus enfermedades se erradiquen por
selección natural. Un gran dilema ese; la
civilización que va incubando cada vez más las
enfermedades o la vida salvaje que las erradica.

Paricuel, los brazos caídos entre las piernas,
parecía estar pendiente de los que iban pasando ante la
máquina.

—Y cómo puede ser, que los
shímpfatos, que tienen prohibida la manipulación
genética, estén tan limpios de genes
defectuosos.

—No siempre ha sido así. La
prohibición quedó establecida hace relativamente
poco. Y tenga en cuenta, que sus condiciones ambientales son de
lo mejorcito. Si la esperanza de vida aquí es tanalta, no
es por casualidad. Ya ve nosotros, para equiparamos con ellos
hemos de andar de regeneraciones celulares y limpieza de
órganos. De otra forma lo tendríamos
crudo.

Paricuel reflexionó aún.

—Por qué entonces, esas ganas de mezclarse
con nosotros.

—Buena pregunta… Porque pese a todo somos
más fuertes y menos cerebrales. Somos espontáneos y
sabemos improvisar, lo que ellos no son capaces. Y por qué
no decirlo, somos más artista.

—Ah…

Al fin bajaron y la gente se internó entre las
naves, sorprendidos de sus medianas dimensiones y sus perfiles.
Poco más verían, pues todas sin excepción
aparecían cerradas a cal y canto. A su turno el comandante
se desplazó hacia un extremo donde le presentaron los
informes. No hizo ni por mirarlos. Para qué complicarse.
Mejor era esperar a la mañana y consultar a los
técnicos.

Cuando llegó a la vivienda, Belaura estaba
allí. No fue eso lo que ella le dijo cuando la
llamó aquella tarde; que vendría al amanecer si la
flotilla no se retrasaba. ¿Y los niños? Ellos, como
siempre, a saber. Claro que ya eran mayores, si es que tener
veinte y tantos años, ahora se podía considerar de
esa manera. Allí los hijos eran como los niños aun
al doble de esa edad, porque no habían de encararse como
mayores a un futuro que tenían resuelto. Mala cosa, pues
de no estar ocupados, sólo se ocupaban en
divertirse.

Llegado hasta el ascensor, Calíguenes pensaba si
lograría verla. Tal vez llegara la hora de levantarse y
aún no habría venido. Pulsó el aparato y
oyó el chorro de aire que penetraba en el cilindro. La
cabina se elevó como un émbolo en su carrera. Un
leve soplido al detenerse y pudo verla por la mampara en el
descansillo. ¡Lo estaba esperando! La abrazó contra
la pared hasta hacerla sentirse incómoda-
¡Chiquillo…! Vaya ímpetu… Pues ni un
veinteañero.

—Para veinteañera tú, que cada
día me apareces más radiante.

—Los arreglos Calíguenes, los
arreglos.

—Déjate de chorradas. Lo que pasa, que
donde hay siempre queda, si no de qué.

—Eso sí que es cierto. Pero cuánto
merma.

— ¿Cómo es que estás
aquí? ¿Cambiaste de opinión, o
qué?

—No es eso. La salida pudo adelantarse. En
realidad, la espera no fue por los viajeros sino por la
mercancía. Y ésta llegó a tiempo.
Adelantando te daba una sorpresa.

—Y tanto que me la has dado. Me pregunto si
habrá otra como tú. Tan sublime… Para mí
que no, eh.

—Anda, déjate de halagos y
cuenta.

Se sentó en el pequeño sofá, y lo
mismo hizo Calíguenes.

— ¿De Shímpfatos?

—Puedes empezar por donde quieras.

—Y por qué no empiezas
tú.

—Lo mío es pura rutina, ya lo
sabes.

—Pudiste haber venido con nosotros, bien que te lo
dije. Belaura se enderezó en el asiento girándose
hasta encarar con él.

—Y digo yo… Tú por qué has
ido.

—Sobre todo, porque era mi
obligación.

— ¿Y lo mío qué es?
¿Deporte?

—Pero de querer tú yo habría hecho
que te relevaran.

— ¿Tú crees? ¿Así de
fácil?

—Ah, no sé. Eso dependía de
ti.

—Tú sabes que mi función en la flota
también es la de comandante, y que no puede realizarla
cualquiera. Se necesita mucha experiencia y estar al tanto. Eso
no se adquiere de la noche a la mañana.

Calíguenes se encogió de
hombros.

—Muy bien… —Se quedó mirando al
techo—. Pues Shímpfatos, es diferente. Sorprendente
diría yo. Bien poco se parece a Shim.

—Abundarán en él los paisajes
nevados, verdad. Y con muchos hábitat.

— ¿Nevados? Helados, y muy helados. Tanto
como no te imaginas.

— Y entonces… Siendo así, ¿de
qué sobreviven?

—Poseen una especie de hábitat
naturales.

—Pero eso es una contradicción.

—Qué va. Se las apañan para calentar
la tierra. También disponen de un sol artificial. Y sus
ciudades, pese a no ser muy diferentes a las de Shim, pueden
cubrirse a voluntad y quedar protegidas.

— ¿Y sus mujeres?

—Pues como todas las zirdal. Patilargas y
desgarbadas.

—También habría
shímpfatas…

—No muchas. Incluso eran más las que iban
con nosotros.

—Por lo menos…

Calíguenes la miró a la cara.

—No estarás ya con lo mismo de
siempre…

— ¿Yo…? —se echó a
reír—. Ya no somos los que éramos, hombre.
Pero a saber… Eso tú sabrás.

—Pues lo mismo te digo, y por lo mismo. Belaura
sonrió.

—Anda, después me cuentas el resto, eh.
Ahora, nos vamos a descansar, a que sí.

—A descansar… Un descanso un tanto ajetreteado,
no.

Ella se echó a reír, y levantándose
salió con prisas para el dormitorio. Pero es que
Calíguenes, cogido atrás de sus caderas, no le
anduvo a la zaga.

Por la claraboya, un cielo cubierto de estrellas
parecía que acechase con sus mil ojos de luz, y sobre las
construcciones del otro lado, las terrazas a oscuras guardaban su
negro secreto que afuera nadie podría deslindar. La luz
remanente en los tabiques era mínima, porque ella
bajó el regulador a tope. No obstante, la penumbra en la
alcoba se difuminaba en suave claror, que resplandecía en
cualquier punto.

—No decae su fogosidad, mi comandante —dijo
ella complacida.

—Ande que la suya, mi segunda de a
bordo…—Le cogió la mano— Oye, y los
niños…

—Qué tendrán que ver los
niños ahora. Ni que los tuviese debajo de la
cama.

—No si tú…

—Yo, qué…

—Pues que no parece importarte donde puedan
estar.

—Ya lo creo. Por eso que no los he llamado. Para
que lo sepas, están con los tuyos.

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