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Los dados mágicos (Novela) (página 9)




Enviado por Fandila Soria



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—Los míos… cómo no…
Cuánto tiempo ya que no los llamabas
así.

—Y no los llamo. Referirme a ellos como los tuyos,
sólo ha sido porque veas si no están a buen
recaudo.

Calíguenes se arrimó a ella y la
besó en la boca.

—Belaura… y si te digo que te
quiero…

—Pues que me lo creo. Yo sin embargo quiero al
vecino –soltó una carcajada.

—Y que yo me entere…

—El Ser y la Nada…

Belaura abrió los ojos.

— ¿Qué me dices,
Calíguenes?

— Nada.

—Pues eso he creído entender. ¿No
puedes dormir?

—No es eso. Se trata de este libro. Es de
Scropbim.

—Un libro… Pero yo estaba en que esa gente no
escribía…

—Y esto qué es…—Le mostró la
lámina.

— ¿Eso es un libro…?

— ¿Verdad que es original?

— ¿Te lo dio él?

—Qué va. Un presente, con motivo de su
homenaje.

—Pero estará dedicado, no… Y dónde
están el resto de las hojas. O es que es
electrónico.

-Algo por el estilo. Basta presionar en según que
punto para cambiar a otra página.

Belaura se sentó en el lecho. Cogió el
curioso libro y leyó:

— "Acaso el Ser y la Nada sean, contrapunto de una
misma cosa.

Mas no es posible el ser absoluto y la nada absoluta,
sino como partes de una misma Realidad".

"Nos referimos a la Nada como absoluto, en cuanto que
una aproximación infinitamente cercana a ella. Cuando el
Ser, o el

Cosmos, se expanda y se disgregue eternamente en su
devenir, el todo será más y más parecido a
la nada, que se va creando. No consideramos por ahora otro orden
de la existencia, otras sustancias,u otras dimensiones.
Entendemos el Ser y la Nada como algo elástico en el
tiempo. Comparando, si materia y energía ni se crean ni se
destruyen sino que sólo se transforman entre sí,
¿la nada y elser serían también
intercambiables? ¿O sea, el Ser tiene su origen en la Nada
y viceversa?"… —Qué rebuscado es todo esto
Calíguenes… Calíguenes sonrió.

—Sólo es filosofía.

— ¿Y todo el libro va de este
talante?

—No lo sé. Aún no lo leído.
Tú eres la primera que lo hace.

—Mejor fuera demorarlo, no. Las obligaciones de
mañana sí que no son postergables.

Calíguenes retomó la obra.

—Hasta mañana —dijo.

Ella se volvió hacia la pared y Calíguenes
balanceó de su lado la claridad reinante.

—"Considerado de esa forma, sólo
existirían tres posibilidades: un universo en
expansión, un universo en concentración o un
universo modulado. Pero frente a los otros, el tercero
requeriría, más que de un impulso inicial, de una
intención permanente. Es decir, de una influencia exterior
a él, que provocase la dicha modulación o cambio
periódico en su propia línea de existencia.
Consecuentemente habría de existir otra causa externa o
universo. Extrapolando de uno en otro hasta el infinito,
concluiríamos en que el número de universos
también lo será. ¿Es ello posible?
¿La realidad está limitada? ¿Es posible la
coexistencia de infinitos universos? Según. Para ello
habríamos de considerar infinitos órdenes en el
existir. La posibilidad de que fuesen iguales al que nos toca a
nosotros sería mínima".

"Un universo modulado sería algo más. Un
Ser que se transforma en la Nada (En la forma que ya hemos dicho)
de lo infinitamente pequeño a lo infinitamente grande, o
viceversa, en un proceso continuo, digamos, de oscilación.
Pues quien diría, que en lo pequeño o en lo grande
el Cosmos deje de ser tal. Cuáles serían esos
cambios periódicos. ¿…?. Y por qué una
infinidad, y no un número limitado de universos. Porque
sólo así la casi nada y el casi ser absolutos
absolutos podrían equipararse. La probabilidad ser-no ser
se mantendrían dentro de la lógica. En realidad,
expansión y concentración surtirían un mismo
efecto, la expansión de la casi nada. Sólo la
modulación significaría el equilibrio. Sería
ésta por tanto, la verdadera transformación
Nada-Ser, la Realidad como cambio continuo de la
apariencia".

"Qué es el ser en definitiva que eso; el
movimiento de algo tan sutil que está al límite de
nuestro orden. Las fuerzas elementales que aparentan actuar de un
punto a otro sin más soporte que la nada, ¿acaso no
nos indican otra sustancia, una naturaleza inmaterial que
interacciona en la apariencia? Se nos podría objetar que
no es así, y que la nada no existe, que todo está
lleno de elementos cada vez más sutiles y son los
portantes del movimiento. Pero necesariamente habrá un
límite. De lo contrario, la materia (o la energía)
sería compacta; inflexible por tanto a la vibración
y al tiempo"."Diríamos pues, que la nada es relativa a su
contrapunto. La definimos como ausencia de todo, pero no podemos
concebir que lo sea sino en el tiempo y en la dimensión.
Pudiera ser que "nuestra nada" fuera, otro universo en simbiosis
con éste que constatamos pero de un orden distinto.
¿No habría tal vez, puertas de unión entre
ambos allí donde los límites se desvanecen? Puede
que muchos órdenes y dimensiones de órdenes
amplíen la existencia hacia el Todo, concebido éste
como infinito".

"Si así fuese, la conclusión es obvia: el
existir no tiene límite, y lo que es seguirá siendo
transformado (y transformando) en sus consecuencias"."Es verdad
que lo que hoy es, mañana será de otra manera, pero
su información, su estructura mutante, medrará en
el tiempo a la medida del nuevo orden. Si ese hilo de
acción a través del cambio se interrumpiese, nada
sería. Habremos de distinguir pues, entre
información y estructuras y energía y materia. No
es igual lo que anima que lo animado, como no ha de confundirse
lo esencial y la consecuencia, aún interrelacionados por
el suceso (tiempo). Pero el cómputo global de éste,
requiere del Todo, que no acaba ni tiene principio. Por él
cualquier existir es probable, incluso en el estado inmoto o la
reversión"…

El cansancio embargaba a Calíguenes, y pudo
más que su empeño en la lectura. Al finalizar la
página quedó dormido. Sus manos soltaron el texto,
que cayó al suelo, y terminaría por apagarse. Lo
mismo ocurrió con la luz iridiscente, que se redujo al
mínimo, alertada por el letargo dentro de la
estancia.

LVII

No debieron despertar a tanta gente de inmediato. Y para
más abundamiento, tal inmediatez se alargaba a varios
días antes. Por su mala previsión, se encontraban
ahora en aquel aprieto. No pensaron seguramente que
hallarían dificultades para el acomodo ni que el tiempo no
les fuera propicio. En la Tierra no hubo margen para experimentar
la hibernación de manera concluyente, y no podían
asegurar su éxito para un viaje tan prolongado. Sin
embargo los programas para la expedición seguían su
curso, y aplazarlos era como dar al traste con procesos
irreversibles. De ocurrir hubiese significado una perdida de
recursos y de tiempo. Por eso se arriesgaron. ¿Fue lo que
los abocó a callarlo? ¿O pensarían que tal
cantidad de viajeros no les fueran permitidos? Por lo que
Calíguenes pudo deducir después, más bien se
trataba de ambas cosas.

Seguramente su padre, por su vejez, ya habría
sido relevado. Si no, no concebía que llegasen a una cosa
como aquella, tan subrepticia. Y pudo constatarlo.

Cuando todo aquello se solucionó y los emigrantes
se acomodaban a lo largo y ancho de la colonia, Calíguenes
vino a recibir la mayor sorpresa que nunca imaginara. Hasta sus
dependencias llegó, nada menos que Paclás, su amigo
recién llegado de la Tierra.

—No es posible… —le dijo nada más
verlo.

—Ya lo creo que lo es. No soy ningún
fantasma.

Calíguenes lo abrazó con lágrimas
en los ojos.

—Pero si no has cambiado apenas, muchacho. Ahora
sí que te cuidas, eh…

—Será porque he dormido mucho.

—Ah, es cierto. Que tú también
habrás hibernado, no.

—Casi todos en este viaje lo han hecho.

Calíguenes le instó a sentarse, y ambos
quedarían frente a frente ante la mesa.

—Pues ya ves, los demás no hemos sido tan
afortunados.

—No lo dirás por ti… que estás
como una rosa … Es verdad que sólo aparento los
cincuenta. Los mismos con que embarqué. Pero mientras,
tú has vivido un tiempo que yo ni siquiera he
soñado. Calíguenes sonrió y se
encogió de hombros. -Y qué tal nuestra amada
Tierra.

—Te refieres a antes de irme a dormir, claro. Al
menos hasta entonces, no habían ocurrido grandes cambios.
Nuestros amigos desperdigados y los complejos la mejor
alternativa. Los hábitat se van quedando pequeños,
y proliferan sin más opción. Sólo al final
parecía que el viejo mundo se recupere.

—Y por eso te viniste, claro.

—No lo creas, eh. Sabes que a mí no me van
estas complicaciones tan rocambolescas.

—Entonces…

Paclás paseó la vista por la
estancia.

—Me ofrecieron esta oportunidad y…

—Y más vale pájaro en mano…
—Hubo una pausa—. Y entonces… sabrás algo de
mi gente.

—Por supuesto. Cómo no. No podía
viajar hasta aquí sin traer noticias. Tu padre se
mantenía bien por entonces, y aunque no sigue en el cargo,
no anda ajeno a los entresijos de los navegantes. Aun de manera
informal todavía se interesa. Y tu hermana es toda una
eminencia en su profesión. Es muy requerida por ello, y
varias empresas llevan su firma.

—Y mi madre…

Paclás quedó parado por momentos. Sus ojos
se deslizaron de un lado a otro del estudio.

— ¿No te agobia tanto instrumento como
tienes aquí, Calíguenes?

—A ver… Pese a todo, la navegación,
aún es en parte artesanal.

—Yo creía que todo era
programado.

Seguro. Pero quién fija los lugares de
destino y establece los planes de vuelo… Se requiere de un
instrumental preciso. Y para qué decir de los
avituallamientos.

—Eso sí.

Ambos quedaron pendientes el uno del otro.

—Todavía no has dicho nada de mi
madre.

—Tú madre… —Bajó la vista
hacia la mesa—. Siento tener que decírtelo. Ya no
está.

—Murió…

—Así es.

Calíguenes giró su asiento para la ventana
y los ojos se le humedecieron. Su mente voló sobre la
ciudad y hasta la calle donde tenía su vivienda.
Pensó en su hijo. Su madre ya no podría verlo si
Cal viajaba a la Tierra como pretendía.

Paclás ante él estaba pensativo. Al cabo,
habló.

—Tu padre me dio esto.

Ipso facto, Calíguenes se dio la
vuelta.

El compañero había extraído un
pequeño paquete de su bolsa, que Calíguenes
aferró con ambas manos. Lo deshizo con premura para dejar
al descubierto lo que parecía una agenda. La abrió.
Se trataba en realidad de un denso diario con multitud de notas
en los sitios más dispares.

—Pobre madre mía… —Dejó el
librito sobre la mesa.

Paclás ante él, aún guardó
silencio. Hasta que dijo:

—Será mejor que me vaya. Seguro que
estarías muy ocupado. Calíguenes, pese a su
amargura hizo de tripas corazón.

—Ni hablar — Se puso en pie y
arrastró al Paclás a levantarse—.

No se encuentra a un amigo todos los
días.

—Eso sí.

—Y qué… ¿Te ha valido la pena
venir tan lejos?

—Mucho. Esto es más hermoso aún de
lo que imaginaba. Y pensar, que de no ser por tu padre yo no
estaría aquí…

—Por qué lo dices.

—Él fue quien me propuso para este viaje.
Difícilmente yo, habría pasado las pruebas. Pues no
vayas a creerte, son pocos quienes lo consiguen.

—Es el inconveniente… por ahora —Le dio
una palmada en el brazo-. Y entonces… aún vives
solo…

Paclás, sorprendido, no acertó sino a
sonreír.

—Bueno, mis compañeras han sido
circunstanciales. Solo y sin compromiso efectivamente. Y
tú…

—Por qué me lo preguntas si ya lo sabes. Yo
soy un hombre público.

—Sí. Pero aún no conozco a tu
compañera. Quiero decir, en vivo y en directo.

—Yo creo que sí la conoces
—Calíguenes sonreía.

— ¿Yo…? Y cómo podría yo
conocerla.

—Ya me lo dirás. Y seguro que te
sorprende.

—Bueno, si es tu gusto el
ocultármelo…

Calíguenes no pudo evitar reírse. Le
echó el brazo por los hombros, y anduvieron juntos hacia
la salida.

—Te invito a mi casa esta noche. Y no te
toleraré que rehúses.

—Descuida.

Ambos salieron, y no pararían hasta el circular,
donde apuraron la conversación, de tan larga, y más
vasos de bebida de lo aconsejable.

Calíguenes regresó al estudio. No pudo
menos que tomar al diario, y ponerse a leer. Tras un intento,
hubo de requerir su lupa articulada, pues no lo conseguía.
Desde luego que la vista de su madre era excepcional, pero que
perseverase con algo tan minúsculo se apartaba de toda
lógica. Vaya un capricho el suyo de escribir con una letra
tan pequeña. Aunque quizá fuese por aprovechar
aquel formato, vete a saber. Lo cierto era, que se las vio y se
las deseó para descifrar aquella miniatura:

"Cuánto los echo de menos. Seguro que ni se
imaginan, que vivo pendiente de las emisiones que da la agencia,
todo el tiempo, y que raro es que me pierda alguna.
Paradójicamente, desde que regresamos, cualquier cosa que
venga de Shim me resulta interesante. Si supiesen que ya he visto
a mi nieto… Lo de verlo es un decir. Todas las grabaciones
venidas y las que vendrán, las seguiré viendo,
día por día, con que sólo uno de ellos
aparezca en las imágenes…"

—Pobre madre —murmuraba emocionado
Calíguenes.

En una de las páginas llamó su
atención un apunte entre los párrafos: "Padres
Belaura -Costa Interior I. -Él, mercancías -Ella,
hospital".

—Menudo detalle -Seguro que cuando su mujer lo
supiese lo apreciaba como al mejor de los regalos.

"No pierdo la esperanza de que un día se
presenten aquí, y aun, si de la sorpresa empeorara mi
corazón maltrecho, lo daría por bien empleado.
Aldés no para en casa salvo de noche. Y Nanda…
qué más quisiera yo, que se me pasan los meses sin
poder verla. Bueno está que me ocupo en el centro de
rehabilitados, pero las otras me traen a la mente, con sus
familiares, cuán sola estoy. -Debes vivir por ti misma -me
dice él. Pero él no entiende que para eso hay que
servir. No todo el mundo sabe acallar sus sentimientos y
suplirlos, tan fácilmente". Nota al margen:
"Expresión artística -desde las 20:00 en Empire,
bajo".

La libreta no era grande. Sin embargo, de tan bien
aprovechada, y con arreglo a sus fechas, muy bien
compendiaría quince años. A no ser que la alternase
con otras. A través de ella supo Calíguenes, del
asalto al complejo por un grupo de refugiados. Y de como no les
cupo otra condena, que instruirlos, y pasar a ser miembros de una
policía vigilante, en previsión precisamente de
episodios de aquella índole. También supo, del
recorrido que hicieron por los hábitat, ella y su padre, y
que los llevaría hasta el primer complejo como
conclusión. Aquel en que entablaron sus relaciones y donde
tuvo lugar el nacimiento de Nanda. Cuántos eran sus
elogios de la Comunidad, cuya naturaleza le emocionaba. Y es que
ella permaneció en el viejo mundo hasta los veinte
años.

LVIII

Aunque él no lo veía conveniente, entre
todos lo convencieron para que Xántriul fuera el preceptor
de sus hijos; de todos ellos, incluyendo a Noyndia. Ya pasaron
las decisivas instrucciones iniciaticas y las no menos delicadas
de adolescentes, pero por lo visto la que ahora les venía
ya no era una edad difícil. Eso pensaban ellos. Hasta
Belaura estuvo conforme. Calíguenes sin embargo, era de
otro parecer. La dureza del devenir, dentro de lo que
cabía en aquella sociedad, precisaba de eso, dureza y
disciplina en la formación, nada de blandenguerías.
Qué fuera Xántriul precisamente el encargado de esa
tarea podría ser contraproducente. Ellos eran sus
ahijados. Todos. Conociéndolo, era seguro que no los
tratara como a los demás educandos, y que, dejado llevar
del afecto, los mal formase.

Sin embargo se equivocó. Sabido era que las
nuevas generaciones, sobre todos los híbridos, eran
problemáticos. Las descendencias mixtas no resultaron tan
homogéneas como pudiese parecer. Con ellas hubo, lo que se
decía, humashim y humafatos, pero sus descendientes ya se
diversificaban, y de los hijos de éstos comenzaron a
nacer, humanos puros, shim, pfatos, y shímpfatos genuinos,
la unión autentica. Las proporciones no eran definidas,
abundando como era lógico los híbridos primarios.
Tal mezcolanza traía de cabeza a los sociólogos. El
gamberrismo y las pugnas entre los jóvenes, llegó a
derivar en pandillas que se enfrentaban entre sí. La
dedicación de Xántriul y su visión de la
realidad, hicieron, que fuese reconocido por todos como un
maestro de educadores. Ahora tenía a su cargo todo un
gabinete de especialistas que le asistían, y medios de
todo tipo. Y demostró ser inflexible con los alumnos
cuando debía serlo.

—No crees, que el mestizaje se nos ha complicado,
Xántriul.

El otro pareció que aguzase la vista mirando a la
pared.

—No lo veo yo así. Siempre se ha dicho, que
la variedad es más rica. Y es lo lógico. Las
especificaciones son más diversas y los puntos de vista
enriquecen.

—Pero persistirán individuos como tú
y como yo. No todo será mestizaje. Y como éramos
pocos, parió la abuela.

—Cómo que la abuela… -Calíguenes
se echó a reír-. Ah, entiendo: que si ya estaba
complicado, los ascendientes lo complicamos más
aún.

—No exactamente, pero para el caso,
sea.

—Es lógico que ocurra. Son las leyes de la
herencia. Y como te he dicho, más rico es lo variado que
lo uniforme. Posee más matices.

Calíguenes se preguntaba, si era aquello
realmente lo que los zirdal perseguían o tan sólo
un efecto secundario, inevitable también para
ellos.

—No nos juzgues de esa forma —decía
Xántriul—. No somos tan calculadores. Como seres
vivos y racionales, nos atrae lo nuevo y nuestro instinto nos
aboca a los semejantes; a participar con ellos, y de ellos, por
qué no.

Calíguenes esbozó una sonrisa.

—Desde luego que sí. Mi extrañeza
sólo es, porque no esperaba que tal unión acabase
así. No conocíamos vuestros métodos, y
pensábamos, que tanto nuestra especie como la vuestra ya
no resurgirían. Por lo demás, me alegra que haya
sido así.

—No somos dioses, mi querido Calíguenes,
afortunadamente.

De pretenderlo, mal andaríamos.

—Pues sabes… tengo en mi poder un libro del
difunto Scropbim.

También trata esto, e incluso aboga por lo que
él llama la

"espontaneidad lógica". Muy
interesante.

—Sí. Está muy influenciado al
respecto, por el gran Krens Porlícuak, un pensador ya
desaparecido.

Calíguenes hizo un gesto de
beneplácito.

—Tú también lo crees… Se puede ser
lógico y espontáneo. —Desde luego. Si se
adquiere su dominio.

—O sea, meditando.

—Mucho más. Significa un hábito de
actuación.

—Pero nosotros, por ejemplo, solemos comportarnos
a veces con mucha espontaneidad exenta de
lógica.

—Ah… Ese es el quid de la cuestión, como
decís vosotros. No todo el mundo lo consigue, y
sería lo bueno que así fuera.

A saber, si para alcanzar tal cosa no habría que
ser shímpfato, como mínimo, o cualquier otro
extraterrestre en aquella línea.

—Amigo Xántriul, si hicieras de nuestros
hijos unos hombres y mujeres de bien, yo te propondría
para el premio Nobel.

—Pues ni novel ni veterano, que yo no lo necesito
—Calíguenes soltó una carcajada—. O lo
que hayas querido decir.

—El premio Nobel es una alta distinción que
perdura en nuestra Tierra desde tiempo ha.

—No lo niego. Pero estoy seguro que no es tan alto
como la propia satisfacción de cumplir con el deber. Que
de paso te eleva desde un yo mezquino hacia la paz
interior.

—Hasta ahí estamos.

La plática se alargó, y Xántriul
descubriría para Calíguenes, acontecimientos que no
eran del dominio de la gente. Pocas referencias tenía
Calíguenes sobre el pasado guerrero de los zirdal o de los
propios shímpfatos. E incluso le extrañó que
en el mundo Gemelo se diese todavía algún que otro
conflicto.

Xántriul citó documentos, que se guardaban
en el archivo Centro de los Mil Años, de cuando aún
se escribía, sobre las guerras de unificación y el
ataque de los Kerdos, antigua etnia de Los Dos Sistemas. Por lo
visto, la invasión originaría en parte el deterioro
de Shímpfatos y su clima, y que Shim quedara medio
arrasado.

Grande fue la sorpresa de la mujer, cuando
Calíguenes le mostró el diario. Más
aún, cuando pudo leer el apunte de Noyndia respecto a sus
progenitores.

— ¿Sabrán ellos dónde estoy
yo? —dijo.

Al fin supo Belaura como localizar a sus padres, y que
al menos estaban vivos antes de la expedición. Imaginaba
que de allí a entonces no habrían muerto, tampoco
eran tan ancianos. No se lo pensó dos veces, y pese a ser
tarde, se trasladó al centro de transmisiones. Poco
perdería por intentarlo. Aunque la respuesta
tardaría en llegar. Tal vez demasiado.

Paclás llegó ante la casa. Pulsó la
tecla en el dintel y esperó.

—Sí.

—Qué tal, comandante… Soy yo.

—Vaya, has sido puntual.

Paclás subió.

Calíguenes lo esperaba con la puerta
abierta.

— ¡Menuda choza!

— ¿Te parece de alto estanding?

—No es eso. Lo digo por la concepción tan
vanguardista y estos materiales. Lo nunca visto.

—Pero aquí es lo corriente.

—Claro. Yo como me hospedo en la
nave…

—No será por mucho tiempo,
descuida.

Calíguenes le hizo que pasara y le
enseñó la "choza".

— ¿Pues cuántos hijos
tienes?

—Dos… quiero decir, cuatro. Lo que pasa es, que
los otros no siempre pernoctan aquí.

—Pero yo he visto tres habitaciones. Más la
grande, que será la vuestra, supongo.

—Es que uno de mis hijos, es hija.

—Ah bueno. ¿Y dónde está tu
mujer?

—Mi mujer…

—Claro. No veo que ella esté
aquí.

—A punto de llegar, supongo. Ya sabes como son las
mujeres.

Pero ven, vayamos a la sala. Mientras tanto, te
ofreceré una bebida, que seguro te
sorprenderá.

Y Calíguenes le sirvió uno de los
consabidos extractos que estaban de moda.

Belaura llegó, entrando despreocupada, como de no
acordarse ya de la visita. Penetró a donde estaban ellos,
y al pronto no supo como reaccionar. Sé
excusó.

—Ah. Vaya, lo había olvidado.

—Ya te lo dije. Éste es mi amigo. Se llama
Paclás.

El compañero aún quedaba fijo en la mujer,
expectante. Al fin sus ojos se le agrandaron por la sorpresa y se
levantó del asiento.

— ¡Pero si es ella!

Belaura pareció confusa, para al cabo, terminar
por reconocerlo.

—Si es él.

Los dos se besaron.

—Ah, sinvergüenza. Por eso no querías
decírmelo —saltó Paclás.
—Calíguenes sonrió sin mucho
entusiasmo.

— ¿Y tú, Belaura?

— ¿Yo?

— ¿Lo recuerdas tan bien como
parece?

—Pues claro. Qué menos. Esas cosas no se
olvidan. También yo estaba en aquel centro.

—Vamos a ver, Paclás: cómo se llama
mi mujer.

—Se llama… Pues claro, su nombre es…
¿Cuál es su nombre?

Belaura meneó la cabeza, tan vehemente, que el
lacado de sus cabellos casi se le desluce.

— ¡Vivir para ver! Pues ni que una fuera un
objeto. Pero no creas Paclás, que él ni me
conoció luego. Y ni que decir tiene que ni siquiera el
nombre.

—Bueno yo… por mi parte yo… Apenas si te
conocía —dijo Paclás.

—Salvo cuando me esperabas a la salida del
aeródromo. No creas que no me diera cuenta. Y hasta
insististe en salir conmigo. Si no lo hice sólo fue,
porque no tenía tiempo.

—Es que tú siempre has sido una mujer
atareada —decía Calíguenes.

Como respuesta Belaura se volvió a despejar la
mesita mientras dijo:

—Bueno, venga, que es tarde y la cena no debe
esperar. Dejémonos de averiguaciones.

LIX

En la presidencia estuvieron conformes. Aquel viaje bien
pudiera resultar conciliador. Era posible que la animosidad
quismian hacia los shímpfatos se suavizase, de ser humanos
los embajadores. Para evitar suspicacias viajarían con
preferencia en sus propias naves. Menos prejuiciosos
serían respecto a ellas.

Cuando los quismian fueron conducidos hasta el planeta,
el trato que recibieron por parte de sus conductores fue distinto
al que hubiera hacia los shim. A ellos los obligaron en la
conquista de la zona fría, sin otros medios que los
propios, mientras los demás podían elegir el
territorio, y eran avituallados con todo tipo de pertrechos y
máquinas. No era que los quismian anhelasen aquellas
cosas, que nunca las tuvieron, pero sí se sentían
menoscabados ante el trato de favor que los otros
recibían. También ellos hubiesen querido, como no,
unos refugios permanentes a que recurrir tras sus largos periodos
de caza y de abrir sendas que a todos favorecían.
Necesitaban algún transporte especial, que los shim le
mantuviesen, como ellos les mantenían avituallados con la
pesca cuando los otros animales desaparecieron.

Cada cual en su ámbito ahora, no se necesitaban
mucho unos a otros. No obstante, ambos se sabían abocados
a entenderse. Las conquistas mutuas decantaban del mundo
shímpfato, como garante cara al devenir, y las nuevas
generaciones de uno y otro lado miraban en la misma
dirección. La de la cultura zirdal que los conquistaba sin
remedio. Porque el aislamiento quismian no era absoluto. Los
pioneros bajaban hasta la colonia por comerciar con sus
habitantes, incluyendo a los cuaralíneos. Y aunque
aún no se les viera cerca de los humanos, todo se
andaría.

—Esta vez sí que vendrás… O
tampoco.

—Tampoco —respondió
Belaura.

—Pues no me lo explico.

— ¿Tan difícil es?

—Al contrario. Es muy sencillo. Que ya no te
atraiga viajar en mi compañía es lo
inexplicable.

Ella sonrió con desdén.

—Menudo viaje el que me ofreces.

—Y qué esperas. ¿Ya no te va la
aventura? ¿Tan conformista te has vuelto?

—Y es poca mi aventura diaria. Y los
niños… a quién verán mientras tú
navegas despreocupado.

—Por supuesto. Ese es el problema. Tú los
atiendes. Dime: cuantas veces los ves a la semana. ¿Dos,
una, ninguna?

—Pocas o muchas me bastan. Siempre estoy al tanto
de sus vicisitudes, aunque sea desde lejos. No hay día que
no los llame un par de veces, como mínimo.

—Pues entonces, ya está. Pero si quieres
los llevo conmigo, seguro que lo desean. Y de paso los atiendo
personalmente.

—Puede. Aunque no creo que ellos lo
quieran.

— ¿Quieres ver como sí?

—Muy bien. Tienes derecho a intentarlo.

—Contigo ya lo he intentado, que
conste.

—Y te lo agradezco mucho, qué te
crees.

Sawakip, o Benéfico Sol en la lengua
común, era un sol de criatura. De entre todos destacaba en
humanidad y simpatía. Ni siquiera la joven Noyndia
podía comparársele de lo cariñoso y
comprensivo. Pero también descollaba por su inteligencia,
y con todo, carecía del empalago que Svaiser, hijo de
Uatrozur, derrochaba. Éste, como El Deseado, se
creía en efecto, el colmen, la superior consecuencia de
las especies. Era cierto que a sus dotes de pfato se le
unían las de humanidad en sentido estricto. Svaiser
dominaba la transvisión como ninguno, pero no
lograría la correspondencia en sus hermanos. Sólo
Sawakip podía transpensar con él, no sin
dificultades, de una manera concluyente. El traje supletorio que
los shim utilizaran por ello, y que acabó por adaptarse
para uso de los humanos, ya no era bien visto de los
jóvenes por lo que de incomodidad e indiscreción
les suponía. Ahora se llevaban al efecto, una especie de
camisetas, que por ir ocultas no delataban la condición
del usuario. Svaiser, libre de aquellas composturas, se
vanagloriaba ante los hermanos, al saber que a ellos les eran
precisas. Hasta aquel punto llegaba la inmadurez de los
jóvenes. Al final los otros prescindirían de la
prenda, lo que al Deseado nada bueno reportó. Por el
contrario, tal actitud le exasperaba; de aquella forma
sólo podía comunicárseles de palabra, y
sabida era la dificultad de los pfatos para la
conversación.

Cuánta era la delicadeza, que habían de
derrochar los progenitores, y su diplomacia, para mediar entre
ellos y que se entendiesen. De los cuatro, Noyndia y Sawakip
siempre fueron los más dúctiles. Ellos eran el
puente entre Cal y Svaiser, los extremados.

Que Calíguenes consiguiera de sus hijos un
común acuerdo para el viaje, sí que fue meritorio.
Belaura se equivocó al respecto, pero en su interior tal
actitud le satisfacía.

—Pasaremos una planicie nevada para encontrar a
los quismian ante sus refugios al límite con los hielos.
No les sorprenderán nuestras naves, aunque es seguro que
sólo unos pocos nos reciban.

—Sigue Svaiser. Y qué más —le
instaba Noyndia en sus premoniciones.

—Quedaremos sorprendidos porque no son como
imaginamos. Sus saberes desbordarán de nuestros contextos
—aventuraba Svaiser.

—Oye, ¿y es seguro que en tu
introspección no haya interferencias? —saltó
Cal.

Frente a él, lo contemplaba, con una
sonrisa.

—Pues no. Pero puedes comprobarlo por ti mismo.
Sólo tienes que mirar por la ventana.

Cal se acercó al acristalamiento.

— ¡Condenado embustero! Estabas
mirando…

—Aun suponiéndolo, qué podría
ver, aparte de la nieve.

—Pues yo veo a un grupo de individuos allá
donde el llano termina. Y unas entradas oscuras en el
hielo.

Svaiser se pegó a la ventana y aguzó la
vista.

—Anda, pero si es verdad. Pero qué buen ojo
el tuyo. Caliguino sonrió.

—Además, todo lo que has dicho es
previsible.

Sawakip miró a su hermana y enarcó una
sonrisa.

—Qué te parece… los entendidos. Y es lo
que me pregunto, para qué tanta molestia en venir
aquí. De estar al tanto, bastaría enviar un mensaje
y el acuerdo para que lo firmen.

—Qué cosas tienes Sawakip —dijo
Noyndia—. Y si no saben leer.

Ya sobre el lugar, la primera nave describió en
la altura un amplio círculo. Eso bastó al parecer,
para que los detectasen, y para que una muchedumbre apareciera
ahora allá donde la planicie daba paso al
glaciar.

En seguida, el vehículo descendió hasta
posarse. Los quismian retornaron a las cuevas, salvo dos, que
permanecerían allí para recibirlos. El largo talud
de hielo ponía límite a la llanura sin
solución, y en él las negras entradas se
sucedían como un rosario. Quién podría
admitir que aquel límite no fuese variable o que hubiesen
excavado sus refugios sólo para el buen tiempo si se
sabía que éste duraba tan poco. Dado el
número de quismian que vieran entrar por sus bocas, las
excavaciones no serían pequeñas precisamente, y de
ser tantas no podía tratarse de simples grutas.

—Es que los hay que hibernan en su interior
—dijo el intérprete.

—No me diga. Pero que yo sepa, esa facultad
sólo la poseen ciertos animales.

—Pues así es. Aunque no todos lo hagan.
Seguramente, sólo algunos logran adquirir esa
función.

Calíguenes apretó la boca.

—Y cuando el sol decline y todo quede tapado por
el hielo…

—De alguna forma saldrán, supongo. No creo
que puedan permanecer ahí dentro, hasta el año
siguiente.

Los dos receptores permanecieron impávidos,
mientras Calíguenes, el intérprete y dos escoltas,
caminaban en su dirección. Ya ante los quismian, el
comandante alzó su mano en son de paz.

—Bienhallados —saludó en la lengua
shímpfata.

—Buliatenga —dijo el que parecía
principal.

Calíguenes habló al
intérprete.

—Dígales, que yo soy humano. Un viajero de
otra estrella. Puntualmente, el otro tomó en entendibles
sus palabras.

El principal parecía que se confortase, y
ésta fue la traducción de su respuesta:

—No conocemos humanos, ni por qué
aquí. Bien recibimos, si gentes de bien. Si no,
marcharse.

El grupo echó a andar en dirección a las
cuevas. En el trayecto, los quismian hablaban entre sí, y
Calíguenes, todo oídos, se sorprendió
gratamente. Aquella fonética y la inusual
construcción de las frases se asemejaban mucho a las
humanas. De estar en la Tierra, cualquier inexperto hubiese
tomado aquella forma de hablar, como uno de sus
idiomas.

A esto, en el pasamontañas de Calíguenes
zumbó el receptor integrado. Sin detenerse siquiera, el
comandante habló: —Si… Quien…

—Papá, a nosotros también nos
gustaría ir.

—Me parece que eso quedó claro, no. Todo a
su tiempo, querido Sawaskip. Lo primero es lo primero.

—Para que hemos venido entonces.

—Pero ellos habrán de damos su permiso, no
crees.

—Es que de no concederlo, nos quedaríamos
con las ganas.

—No te preocupes que no será así.
Corto. Los cinco penetraron bajo el hielo, hasta que, concluido
éste, el túnel comenzó a descender bajo
tierra, donde se hallaba un local enorme con la forma de media
luna. Por en frente, largas terrazas sobre el terreno se
escalonaban hasta lo alto, y en ellas aparecían, hileras
de covachas, unas contra las otras. Sobre aquellos pantalanes sin
par, se asomaban en largas filas, como si los esperasen,
seguramente todos los inquilinos. Pese a la hondura en que se
hallaban y aquel cerramiento, una luz blanquecina hacía de
aquella oclusión un ambiente grato. Y es que la claridad
de afuera, traspasaba la bóveda por unas grandes chimeneas
anegadas por el hielo.

Los dos receptores los llevarían hasta un local,
excavado en tierra como los otros, y sin duda, el más
grande de los que allí había. En su interior, al
fondo, estaban sobre sus asientos los que parecían tres
ancianos. El resto se ocupaba con suministros y los arreos
más dispares, amén, de un artefacto en tres
elementos que habrían de enlazar entre sí, pues,
aun diferentes, parecían la misma cosa.

Poco duraría la entrevista. A su término,
uno de los ancianos se fue al artilugio, y comenzó a
golpear con una maza, lo que parecía un bloque de piedra o
de metal muy oscuro. A cada golpe una chispa crepitaba en la
sección contigua. El quismian ajustó la distancia
entre dos superficies de metal, y la reemprendió a mazazos
definitivamente.

— ¿Qué hace? —preguntó
Calíguenes al guía.

Éste trasladó la pregunta a uno de los
acompañantes.

—Está comunicando con sus jefes.

Comunicando con sus jefes. Pues menudo tan— tan
—se dijo Calíguenes.

Pero no perdía detalle; y se fijó con
detenimiento en aquella máquina, hasta concretar su
naturaleza. Lo que el quismian golpeaba no sería sino un
gran bloque de cuarzo. Éste, como piezoeléctrico,
generaba un pulso de electricidad a cada golpe, que
circularía por un muelle en varias capas, de la segunda
sección, y las dos piezas de metal. Todo era muy artesano,
pero, a lo que parecía, muy efectivo. Con él se
generaban ni más ni menos que pulsos de onda. Aquellos
golpes serían detectados por otro artilugio como aquel,
lejos de allí, e interpretados según su
código.

Confirmada la visita, los cinco salieron al exterior, y
los operarios sacarían de su lugar, un insólito
carro cubierto, con anchos cilindros como ruedas, que se
recubrían completamente de agarres en su superficie. Aquel
remedo de tartana, muy voluminosa y de un material semejante al
aluminio, tenía el cierre y las tapaduras de piel negra y
lustrosa.

El principal de los quismian, vuelto hacia las cuevas,
gritó:


¡¡Fuessinúúú…!!

Un animal surgió por una de las bocas. Su
envergadura doblaba con creces la de un caballo y tenía la
apariencia de un canguro. No tenía cola. Sus pies eran
grandes y la cabeza redondeada.

La criatura vino hasta el carro, asió las varas
de tiro y se unció el yugo. Acto seguido, sus manos
asieron la barra anterior y quedó pendiente.

— ¡¡Bansiovil!! —Gritó de
nuevo el quismian.

El animal se enderezó sobre sus patas traseras e
inició la marcha.

Tras su ordenanza, el carretero dejó caer las
colgaduras y se solazó junto a los otros. El comandante
preguntó al intérprete si aquel animal no
necesitaba que lo guiasen, a lo que el guía no supo
qué decirle. Pero los quismian sí que lo
confirmaron. Sólo con oírles pronunciar el nombre
del destino, el animal sabía como conducirse.

—Pues no será tonta la criatura, no —
comentó el comandante. Luego dijo: —Si los animales
de Shim desaparecieron, de dónde ha venido
éste.

De nuevo los quismian les matizaron esta vez, que la
hecatombe no afectó a los domésticos, y que
sólo su pueblo los conservaba.

Tras un largo recorrido, que ya comenzaban aburrirse con
el traqueteo, la tartana escoró pendiente arriba y ellos
notaron una cierta dificultad en el avance. Calíguenes fue
a la delantera y entreabrió las pieles. Pudo ver
cuán fatigoso resultaba ahora el tiro para el animal. Sin
embargo la inclinación de la senda helada no duró
mucho, pronto derivó a la horizontal, cuando dejaron la
pendiente para entrar a un desfiladero. El cañón se
hacía cada vez más ancho, y el tedioso camino dio
paso al fin, a una explanación redonda, en torno a la
cual, una cornisa helada, muy robusta, la
protegía.

El medio canguro, enfiló hacia una de las grutas
y entró sin vacilaciones hasta detenerse en su interior.
Éstas, bien poco se parecían con las cuevas que
habían visto. La de ahora, se conformaba de un material
rocoso muy elaborado, y su construcción era equiparable a
la de un edificio. En su centro destacaba un habitáculo,
que seguro fuera la cámara de los jefes.

El animal se desprendió del yugo, y saliendo de
las varas, quedó inmóvil.

— ¡Alganá…! —gritó el
encargado.

El medio canguro, marchó obediente hacia un
extremo y desapareció tras un pórtico.

—Qué casualidad. Me dicen, que hoy es la
gran fiesta. Como es lógico, nos invitan —dijo el
intérprete.

—Vaya por Dios. Espero que no tendrán
inconveniente en que algunos de los nuestros se nos
sumen.

—Seguro que no. Aunque mejor fuera
asegurarse.

El guía entró en el gran
habitáculo, para salir poco después, sonriente, que
parecía otro.

—Puede entrar señor Calíguenes, le
esperan.

—Ya lo creo que entraré, pero no antes de
contactar con los nuestros.

El comandante giró la ruedecilla del
pasamontañas, sobre su oreja, y habló, que
más parecía hacerlo consigo mismo. A su
término, los cuatro hombres entraron en el
local.

La ligereza de sus nuevos anfitriones no casaba con la
seriedad de los ya conocidos. Sin duda que tal
despreocupación se debería al festejo.

—Nosotros somos los primeros habitantes de
Shím, y de este sistema —dijo el mandamás en
un shímpfato correcto.

—Ah, pues no sabíamos tal cosa —Se
sorprendía Calíguenes.

—Seguramente. Aunque los sabios zirdal sí
que han de saberlo.

—No querrá decir que ellos se lo
callen.

—No. No podría decir lo que ignoro. Pero de
todas formas, tampoco me da la impresión de que usted
tenga su origen en estas especies.

—Y así es. Sólo formamos parte de un
mismo consorcio. Los humanos provenimos del Sistema Solar, no muy
lejos de aquí.

—Relativamente, supongo. Le sorprenderá, si
le digo, que eran cuatro los sistemas planetarios del gran
imperio, si bien, sólo dos lo conforman ahora.
Fíjese si las distancias serán
relativas.

Desde luego, aquel quismian nada tenía de
arcaico, y sus conocimientos tampoco serían cualquier
cosa. Calíguenes comenzaba a vislumbrar que aquel pueblo
de pelaje oscuro no era tan homogéneo como podía
suponerse. Así lo constataría al poco, cuando una
de los componentes de aquel consejo se desprendió de la
cubierta peluda, como de un atuendo que en realidad era, y que al
pronto, a ellos se les antojó que se arrancaba su propia
piel. Una cosa así sería por calor, supuso el
comandante, ya que parecían recién venidos. Menos
por un taparrabos, la hembra quedó desnuda, las posaderas
al aire, y los pródigos senos sin que nada le estorbasen.
Ante la sorpresa de Calíguenes, otros más lo
hicieron. Y ya no supo qué atenerse. ¿Acaso el
aspecto real de los quismian era aquel, y usaban aquella especie
de monos peludos para protegerse?

Su sorpresa no pasó desapercibida al
mandamás.

—No se confunda, humano. En nuestro pueblo hay
variaciones étnicas. Son el resultado de un devenir
cambiante y su evolución. Todos somos depositarios de una
misma esencia, ante la cual, poco significan estas
peculiaridades.

—La verdad que los humanos no somos diferentes en
eso. También nuestra especie es muy diversa.

—Lo imagino.

LX

El quismian salió del reposadero común y
les instó a acompañarle. Los cuatro descendieron
con él por unas escaleras a lo más hondo del
subterráneo, y a través de una galería hasta
una fenomenal caverna. La temperatura en su interior,
quizá fuese algo excesiva, y más que otra cosa sin
duda, por el número de individuos allí aposentados.
Los que menos, se agrupaban en torno a un tendal, no faltando las
carpas o las simples pieles esparcidas por la tierra, y todo el
conjunto se salpicaba de enseres y equipajes de lo más
variopintos.

Subían después, entre escarpaduras, hacia
lo que fuese otra cueva en la parte de arriba, y al tiempo,
Calíguenes, curioso, no dejaba de mirar a los que quedaban
abajo, pues uno de aquellos grupos le resultaba familiar. Y tanto
que les eran conocidos. Como que eran iguales a aquellos guardas
orondos y desgarbados de las famosas torres. Aunque no lo
podía asegurar con certeza, la luz allí, era pobre.
Las lámparas que colgaban del techo, de gas a todas luces,
no daban para otra cosa. Y aunque aquellos sujetos no llevaban
los halos protectores, alguno sí que iba equipado de su
maletín.

Una vez ante la entrada, Calíguenes se
dirigió al mandamás, lo que supuso que todos
quedaran pendientes.

—Señor, —señaló con el
brazo—, ¿aquel grupo de individuos, junto a las
rocas, no son de los suyos?

El jefe se mesó hacia atrás la pelambre
desde la cabeza.

—De los míos de los míos, bien pocos
lo son, la mayoría están aquí por la
fiesta.

—Y estos que le digo, de dónde
proceden.

—Son viajeros de Los Dos Sistemas. Mercaderes y
contratistas. Calíguenes movió la cabeza adelante y
atrás repetidamente. Al fin aquel misterio de las torres
abandonadas se desvanecía.

—Se refiere a que dan trabajo al
personal.

—Así es. Muchos de los nuestros emigran. Se
van y se vienen si es que les interesa.

—Pero aquí se vive bien. O me
equivoco.

—Ya lo creo que sí. Si lo hacen,
sólo es, por afán de aventura o encandilados por el
espejismo de otros mundos. Igual que usted, me
imagino.

—La verdad, que lo mío obedece a causas muy
distintas, eh.

—Eso mismo dirán ellos.

Ahora sí que se hallaban de pleno en la oscuridad
de la caverna. El quismian se fue hacia a un lado y
accionó un tirador. Las lámparas de gas se
encendían por todo el recinto. Aquello era
fantástico. Las paredes de roca, y hasta el techo, estaban
repletas de pinturas. Pinturas rupestres. Escenas de caza y de
pesca, animales extraños, muy numerosos y bien
proporcionados, y estampas familiares y de grupo. Además,
pese a la latitud, en ellas aparecía la vegetación
y algunos árboles.

—Qué le parece; señor
calíguenes.

El comandante quedó perplejo, y más bien,
porque lo llamaba por su nombre cuando él ni siquiera lo
había dicho.

—Una maravilla —le
respondió.

—Pues bien. Estas pinturas, y otras como
éstas, pertenecen a los primitivos quismian. Los primeros
habitantes de este planeta.

—Pero yo estaba en que los zirdal lo transformaron
para sus descendientes.

—En absoluto. La verdadera transformación
la hicieron los quismian. Sólo después, los
zirdalaix podían subsistir, y ello, gracias a que nuestro
pueblo les ayudó.

—No irá a decirme, que la enemistad con los
shímpfatos provenga de entonces.

—Me imagino.

—Y no cree, que ya es hora de enterrar ese
antagonismo tan rancio.

—Seguramente. Pero el quismian no quiere perder
sus raíces, ni quedar absorbido sin. más, por una
cultura que no entiende. El shímpfato no duda en suplantar
a la naturaleza en su búsqueda de la perfección. Y
sus derroteros y los nuestros no son coincidentes.
Calíguenes se encogió de hombros.

—Pero todo es solucionable. Fíjese en
nosotros, convivimos en paz y armonía con ellos,
conservando nuestras peculiaridades. Esa mala relación
entre ustedes, ¿no se habrá convertido en un
tópico?

—No se lo niego. Pero la verdad, más vale
estar solo que mal acompañado.

Calíguenes soltó una carcajada.

—Es bueno tener amigos. Ello significa ampliar
nuestro yo y multiplicar las vivencias… Y hablando de otra
cosa… le oído pronunciar mi nombre, pero yo no conozco
el suyo.

—Me llamo Baislia Porlícuak.

Vaya, qué interesante —pensó
Calíguenes.

—Pues yo conozco a un Porlícuak, escritor.
Krens Porlícuak.

El rostro de Baislia se alargó con
seriedad.

—Era mi padre.

Hubo un silencio.

—Por lo que yo sé, su padre era muy
considerado de Scropbin, el patriarca zirdal. Poseo un libro de
filosofía suyo, que según dicen, está muy
influenciado por su pensamiento.

—Lo que ha dicho, para mí es algo
insólito. Nunca pensé que los pensamientos de mi
padre llegasen tan lejos.

—Si quiere puedo dejárselo. También
le ofrezco algún otro que no dudo sea de su
interés.

—Sí que me gustaría.
Figúrese, no conservo ningún escrito suyo. Yo
aún era un niño cuando él
murió.

La singular gruta todavía les deparaba una
sorpresa. Baislia llevó a calíguenes para un
rincón, mientras los otros se fueron hacia la entrada. La
pintura que el quismian le mostró era especial. Un
firmamento de estrellas de color azul, y de entre todas cuatro
más brillantes. Sus rayos de luz se abrían como un
abanico en un conjunto de figuras, y bultos parecidos a
máquinas. Unas siluetas en actitud de lucha se
veían dentro de un redondel, y debajo, campaban otras
situaciones, con figurantes diversos.

—Cree usted, señor Calíguenes, que
de estas cuatro estrellas alguna pueda ser la suya.

—No le entiendo.

—Quiero decir, que si es posible, que en un tiempo
remoto su sistema planetario formara parte de este
imperio.

—La verdad que no sabría contestarle, yo
aún no había nacido. Baislia rompió a
reír por vez primera.

—Una razón de peso, sí
señor.

—Que yo sepa, ningún vestigio hay de algo
así.

— ¿Y usted cree, que los haya? De haber, no
se trataría de restos arqueológicos o de pinturas
como las presentes. A lo mejor no quedaron más huellas que
su memoria, ni otra constancia que aquellas mentes ancestrales, y
que morirían cuando murieron.

—De ser así, difícil será
dilucidarlo, no.

—A lo mejor estos shímpfatos lo consiguen
—Porlícuak sonreía.

—No sé que le diga. Poderosos son, pero no
tanto.

La segunda aeronave estacionó a la salida del
desfiladero. Sus ocupantes bajaron del vehículo, y una vez
en la explanada el grupo se detuvo pues no sabían para
donde encaminar sus pasos. La temperatura en aquel sitio no
resultó tan extrema como cabría suponer. Un leve
soplo de aire emergía de aquellas bocas, todo alrededor,
suavizando el ambiente gélido. Lo primero que pensaron
fue, que aquellas grutas, o lo que fueran, habrían de
disponer de otras entradas, pues si no, como podían darse
tales corrientes. Pese a todo, los pies sobre el hielo se les
congelaban del frío, hasta el punto que se refugiaron bajo
la cornisa. De poco les valió, pero al menos los
vientecillos benefactores les cogerían de
cerca.

Al poco, por el lado opuesto a donde estaban, surgieron
dos individuos, y el grupo, todo apresurado, anduvo hacia ellos
bajo la cornisa.

Ya en el interior, los cuatro hermanos se desprendieron
de las ropas de abrigo, como harían todos, y que guardaron
en sus mochilas. Mucha fue su sorpresa ante la compostura de
aquellas cuevas y su dimensión, que nunca imaginaran nada
igual, y ni aun parecido, pese a las referencias.

Calíguenes, Baislia y los acompañantes, ya
estaban de vuelta, y todos inmersos en aquel batiburrillo, se
veían ahora entre tenderetes y con los acampados, con toda
la extrañeza de un encuentro tan movido.

Calíguenes se fue para Noyndia y la atrajo hacia
sí cogiéndola por los hombros.

—Qué tal mi pequeña, ¿te lo
pasas bien?

—Sí… Aunque yo esperaba otra
cosa.

—No te impacientes, mujer, ya cambiará la
marea.

Ella miraba a su alrededor con timidez sin concretarse
en nada. — ¿Por qué se desnuda esta gente,
papá?

—Será su costumbre. No soportarán el
calor.

— ¿Calor? ¿Qué
calor?

—Puede que para sus organismos, esta templanza sea
excesiva. Tampoco es muy extraño, los shímpfatos
también lo hacen.

—Pero no en publico como aquí.

Calíguenes la liberó de su abrazo, y la
miró a la cara.

—Y tus hermanos… qué piensan ellos de
este maremagno.

—Los chicos… A ellos les va de perlas. Se les
van los ojos tras las mujeres, como si no se vieran en
otra.

—Cuando esto comience será muy divertido,
ya lo verás. Y está al caer.

Efectivamente, la fiesta no se demoró. Baislia y
los consejeros salieron a la explanada, y toda ella se
llenó de gente. Las distinciones entre los quismian
aquí, brillaban por su ausencia, que a todos les
encubrían los oscuros pelajes, y a saber quien los llevaba
por serles propios o como atuendo.

El círculo de gente se encogió del lado de
la cornisa, y un amplio pasillo a su torno quedó libre.
Los participantes, provistos de patines, se apelotonaron a un
extremo. La carrera comenzó entre achuchones, y cada cual
jaleaba a su favorito, tan vehementes, que más
parecían correr su misma fortuna.

— ¿Cómo pueden saber quien es quien,
si todos parecen iguales?

—Se maravilló Sawaskip.

—Iguales, para ti —dijo Svaiser.

—No me digas que tú si los
distingues.

—Tampoco lo intento. Pero ellos, que se conocen
bien, seguro que sí se identifican. Menudo problema si no
lo hiciesen.

—Quizá sea por el olor, no. O por la
tonalidad del pelo. La separación de los ojos, la boca…
Vete a saber.

—O todo junto. Por las tendencias propias o por un
sexto sentido.

Sawaskip alzó el brazo.

—Déjate de historias. Eso faltaba, que se
transmitan por la mente.

Svaiser se amoscó.

—Seguramente. No creo que lleguen a tanto.
Sawaskip sonreía.

—Que lleguen a complicarse tanto, querrás
decir.

Los ganadores recibieron de Baislia unas cuentas doradas
como premio, que ellos pusieron a buen recaudo en sus
riñoneras.

Las danzas a corro se extendían ahora en el
recinto, y unos encargados sacaban frutos de las bolsas de piel
que llevaban a la cintura y las repartían a diestro y
siniestro.

Al fin, tres entendidos, que se tocaban de una corona
chorreada de cintas, subieron a la tribuna, y todos pendientes de
ellos, comenzarían a desgranar su historia,
acompañados al tiempo de una especie de arpas:

Los soldados de los Kerdos

No presentaron batalla

Antes bien desfallecían

Donde sus amos estaban

Nadie pensó que el Imperio

No premiase a sus mesnadas

Que si a luchar no salían

Nadie se lo mandaba

Ni era aquel cautiverio

Batirse en retirada

Bien les favorecía

Y de quedar en nada

El campo quedó desierto

Esa fue la buena baza

Y la tal su alevosía

Mas no hubo

Cautela ni felonía

Que los insurrectos…

Tras de aquello la gente retornó al interior, y
no hubo un recinto que no fuese escena de bacanales, comilonas y
alguna orgía, que para una vez al año…, sin
remilgos y sin engaños.

Calíguenes pudo comprobar, que el círculo
de cuevas se comunicaba de una en otra mediante galerías,
y que no era preciso andar demasiado para volver de nuevo al
punto de partida. Sin embargo, ellos no entendían,
cómo la atmósfera no se viciaba ni de donde
procedía la ventilación, o cómo
habían llegado hasta allí los forasteros, pues en
la superficie no había rastro de vehículos, ni de
animales ni nada que les pareciese.

—Para mí, que debido al deshielo hay una
red de pasadizos — dijo Cal.

—A lo mejor —le contestó el
padre.

—Pero es lo lógico.

—Ni siquiera el guía sabe tal
cosa

—Resulta, que la curiosidad me llevó a
pegar la oreja contra la roca, y pude escuchar un rumor como de
agua al desplazarse.

—Y eso qué. Tanta agua habrá bajo
tierra…

A Caliguino le bailaron los ojos.

—Corrientes bajo el hielo, papá.

Calíguenes miró hacia arriba.

—Tampoco hay por que indagarlo, no, mejor lo
sabrán ellos. Divertíos ahora, que sólo con
preguntar saldremos de dudas.

Cal y Sveiser no quisieron seguir la
recomendación de su padre, y abandonaron la fiesta camino
arriba sobre las escarpaduras. No les resultó muy
difícil. Casi a nivel de la bóveda, caminaron un
trecho hasta dar con la entrada de una galería. En su
interior la oscuridad les hizo ir a tientas, pero pudieron
más sus ansias de averiguación que las dudas, y al
rato, el claror que procedía de los hielos se hizo
evidente. Al salir, pudieron ver en efecto, una corriente de
agua, que más era un río de lo caudalosa. Todo un
embarcadero aparecía de este lado y numerosas barcas
cubiertas, no mucho más grandes que una canoa.

—Seguro que estas corrientes subterráneas
abundan bajo los hielos, y constituyen sus vías de
comunicación más que otras —dijo
Cal.

—Lo más seguro. Pero de ser así, su
trabajo les dará enlazarlas.

—Haz un esfuerzo Svaiser, tú lo puedes
premonizar.

—No empieces ya con el cachondeo.

—Que no. Que te lo digo de verdad. Seguro que
puedes.

Svaiser, sentado sobre el hielo, los codos en las
rodillas y cogiéndose la cabeza con las manos, se
reconcentró, mientras Caliguino inspeccionaba las
barcas.

Al fin, tras el dilatado silencio, se
levantó.

—Qué, cómo te ha ido —dijo el
hermano.

—Pues la verdad que sí. La nación
quismian vive más bajo el hielo que encima de él.
Los ríos subyacentes forman una trama, con pasos abiertos
como las minas de unos a otros. He visto invernaderos con todo
tipo de plantas, si bien, más de interior que otra cosa, y
hábitat subterráneos los hay por todos
sitios.

Cal lo miraba con la boca abierta.

—O sea, que este jefe de aquí, no es el
mandamás de todos los quismian.

—Me imagino. Su modelo más bien parece que
sea el de confederación.

Cal quedó pensativo.

—Quién podía imaginar todo
esto.

—Ya os dije desde el principio que nos
sorprenderían.

El viaje se alargó otras tres jornadas. Si bien
el acercamiento del pueblo quismian no sería de inmediato,
verdad fue, que de allí a poco sus visitas a la colonia
humana eran muchas, y con el tiempo, los pioneros comenzaban a
asentarse, lo mismo allí que en la zona propia de los
shímpfatos. Nunca habría una simbiosis plena entre
culturas, pero nadie podía asegurar que en un futuro
próximo no fuese distinto.

LXI

Caliguino perseveró hasta el final, y no
cedería en sus intenciones de partir hacia la Tierra.
Más que ninguno era su madre la que procuraba impedirlo,
Calíguenes en cambio, acabó por resignarse y hasta
le apoyaría. Qué remedio.

Cal era muy libre de ir donde quisiese, y su
preparación como navegante lo mismo lo avalaba para
aquella empresa que para otra.

—Ya sabes, bajo tu responsabilidad queda el mando
de tu nave. Muchas veces te lo he comentado, pero vuelvo a
repetírtelo: hazte meritorio de la misión que se te
encomienda, y procura, aun guardando las distancias, ser
accesible a tu tripulación y congeniar con ellos. Un
tiempo tan dilatado requiere de una convivencia, como quien dice,
feliz —le decía Calíguenes.

—Pero papá, las cosas ya no son lo que
eran. La mayor parte de la travesía se nos pasará
durmiendo.

—A lo mejor. Pero en tu caso, ya será
menos. Bien sea que un sustituto te releve periódicamente,
pero la nave nunca viajará sin gobierno. Para el caso es
lo mismo. El responsable siempre serás
tú.

Cal miró para los pies de su padre.

—Ya soy mayor. Tú eras más joven
incluso cuando te embarcaste.

—No es lo mismo. Mi generación tenía
sus razones para estar más curtida, y nuestro entusiasmo
podía con todo.

Cal se encogió de hombros.

—Y qué sabes tú, cual pueda ser mi
entusiasmo. No ha sido poco el tiempo en que me he ocupado para
que haya dudas de mi perseverancia.

—Y yo sería dichoso si así fuera
—Calíguenes se levantó de su silla—. Y
entonces, tu compañera viajará contigo,
claro.

—Por supuesto.

—Y es lo propio. Será un alivio a tu
soledad, y para ella no será menos, que en el querer nada
hay peor que la distancia. Eso sí, vuestro vínculo
sólo se hará patente luego de haber partido. Ella
se registrará como una tripulante cualquiera, o de lo
contrario incumpliríais las reglas.

—Pero papá, ¿aun en estos tiempos
queda en vigor esa norma sin sentido?

—Hemos de acatarla. Pregúntalo cuando
llegues a la Tierra.

Cal y Paixya, su compañera shim, entre los
humanos serían conocidos como los Ángeles, y
así los llamaban, tal que a seres celestiales, pues les
venían de las estrellas. Su estancia duró cinco
años, y no hubo otra ocupación para ellos que andar
de un lado para otro, requeridos, porque contasen las excelencias
de su mundo y las suyas propias. El bagaje de información
que portaban, ya en sus recuerdos ya en los soportes de memoria,
hubieron de repetirlos una y otra vez en multitud de foros. La
fama de celestes tuvo su origen en aquellas demostraciones,
cuando proyectaban las imágenes mentales sobre una
pantalla especial o se las traspasaban el uno al otro sin
más soporte que el pensamiento.

Aún les fue posible visitar al abuelo
Aldés, que ya muy anciano, se reconfortó con la
visita, y aun por causa del nieto, daba muestras de
revitalizarse. Así, se le vería incluso,
acompañándolos en buena parte de sus conferencias.
Sin embargo los abuelos maternos de Cal habían muerto, y
que se supiera no había parientes localizables.

Cuando la pareja volvió a Shim, lo hicieron,
acompañados de un único hijo, y que, como naciese
en la Tierra, debería de ser mayor de edad y aun hombre
maduro. No obstante, la hibernación lo dejaría en
suspenso y para entonces aún seguía en su tierna
infancia. Tiempo sobrado hubo para que los tres encontrasen a
Calíguenes y Belaura en facultades plenas. Éstos
conseguirían estirar su vejez, servidos de las
regeneraciones celulares y de órganos. La verdad que
ellos, tan ancianos, poco casaban ya con la pareja, que en la
práctica era igual de joven que a su partida.

Llegado el tiempo, Calíguenes y Belaura se
retiraron no muy lejos de Biblos, en aquel lugar que diera en
llamarse el Valle de los Místicos. Un hábitat de
ensueño, donde apeteciera, más que la
meditación y el reposo, dejarse llevar de la
fantasía. Muy recurrentes y varias fueron las tertulias, y
que por celebradas en casa de los Zarela se harían de
notar. Siempre fueron sus asiduos los de siempre:
Xántriul, Paclás, Paricuel, Atanar, Wimprir… y
otros muchos, que no por poco conocidos no lo eran menos en la
residencia. A su vez la longeva Belaura vagaría por otros
derroteros, como pasar mucho tiempo con sus hijos o junto a sus
colegas de las líneas de transporte.

—Así que Scropbim resuelve la gran
incógnita —dijo Xántriul.

Calíguenes rió descaradamente.

—Cómo podría yo decir eso… No soy
tan inconsciente. Y tal vez dicha concepción ni siquiera
sea original de Scropbim. Yo casi diría que es Krens su
verdadero artífice.

Atanar terció.

—Una filosofía muy de ambos, desde luego.
Que según ella, tras la muerte vengamos a ser poco menos
que fantasmas, tampoco es nada halagüeño.

—Por lo que dices, querido Atanar, veo, que no has
entendido nada.

Calíguenes tomó entre sus manos un
libro.

—Dice aquí… "El ser entonces
devendrá a un renacimiento, el paso a un orden nuevo donde
su consecuencia ya no es mensurable en las dimensiones de ahora
sino que las abarca y las supera…". "Las puertas de
unión entre tales universos ocurrirán en sus
límites, como es lo lógico, y la naturaleza de los
sucesivos estadios se hará cada vez más absoluta,
englobando a las que quedan tras sí. De tal forma,
dominará sobre las precedentes según los "hilos
conductores" ligados a ellas, si es que acaso les fueran
precisas".

—Lo peor es, que nada de ello es demostrable
—dijo Xántriul.

Calíguenes se encogió de
hombros.

—Ningún futuro lo es.

— ¿Y en base a qué pensaría
tal ente en ese tal estadio?, pues para actuar libre ha de haber
pensamiento —Inquirió Paclás.

—El pensamiento no es para nosotros sino una
herramienta. Como también lo son, por ejemplo, la
tensión muscular o las reacciones químicas en los
órganos nutricionales. Si al cabo, todo eso perece,
sólo quedará nuestra consecuencia, o el principio
inercial, o ímpetu… que no puede perecer, y se
transforma, ya que nada se crea ni se destruye
—contestó Calíguenes.

—Y con arreglo a esa transformación,
¿seguiremos siendo los mismos? ¿Conservaremos
nuestra consciencia? —Cuestionó
Paclás.

Calíguenes se encogió de
hombros.

—Lógicamente, no. Será como
despertar en blanco de un breve sueño. A partir de
ahí, igual que ocurre al recién nacido, la "nueva
mente" comenzaría a llenarse. Con la salvedad que
cabalgaremos sobre nuestras consecuencias, no ya en un organismo
del que somos consecuencia. Nuestros recuerdos, la persistencia
de nuestros actos, la nueva consciencia, y la voluntad su
resultado "mágico".

—Elucubraciones a fin de cuentas —dijo el
shim.

—Cierto. Pero si una hipótesis no se
contradice a sí misma, y parte de una realidad tangible,
puede sustentarse en su lógica, y su certidumbre es
probable.

Xántriul enarcó una sonrisa.

Al cabo de sus últimos días, que
Calíguenes pasara inmerso en la meditación, sin
otro recurso ya, pues sus muchos achaques no le dejaban para otra
cosa, dio por terminado su propio compendio, que en realidad no
era sino un montón de notas, a las que su hijo Sawaskip se
encargaría de dar formato.

—Ya ves, querido Cal, poco importa este mundo o el
otro, este planeta o el de más allá. Al cabo
sólo una cosa es cierta, solos nacemos, solos morimos. Por
eso, procuremos vivir como nosotros mismos, pues nadie vive por
nadie. De tal manera, que siendo personas íntegras,
ningún temor podrá embargarnos, pues el
único que acaso lo hiciere siempre nos
acompaña.

—Entonces…

—Entonces qué.

—Pues, que si va con nosotros, su tormento
será permanente.

—No te enteras de nada, hijo. Ese temor
único es, ni más ni menos que nuestra propia
esencia, nuestra limitación, nuestra muerte. Qué
sentido tiene temernos a nosotros mismos.

 

 

 

Autor:

Fandila Soria
Martínez

Registro General de la Propiedad
Intelectual Nº:04/2003/2835

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9
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