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Diario trágico de una joven maestra 15 a 18 de mayo



Partes: 1, 2

  1. Domingo 15 de mayo. Arturo Sufre con la
    indiferencia de Luisa
  2. Lunes
    16 de mayo. Bofetada por celos
  3. Martes
    17 de mayo. Intento de violación
  4. Miércoles 18 de mayo. Inesperada y
    dolorosa partida

Literatura comprometida con aspectos de
corrupción.

Domingo 15 de
mayo. Arturo Sufre con la indiferencia de Luisa

Doña Mercedes estuvo temprano en la mañana
en mi aposento para suplicarme, que a pesar de mi enfermedad, la
acompañara en la noche en el salón, pues
venía el señor cura del pueblo a ver el palio y la
familia de los Quintero que iban de paso para Villeta. Quiero que
Usted me ayude a tenderlos porque las niñas no saben
todavía nada de eso! Le prometí hacerlo! Cerca del
medio día me dedique al arreglo personal para bajar al
comedor. Necesitaba aumentar mi hermosura para aparecer
deslumbrante y esquiva ante los ojos de aquel hombre, a quien
amaba tanto y de quien estaba celosa. Me sentía abandonada
y necesitaba brillar, seducir y vengarme. Quería lucir
como una estrella en un firmamento solitario. Después del
baño y un discreto maquillaje, todavía frente al
espejo, empecé a vestirme. Sobre mi blanca y tenue ropa
interior ceñí a mi talle primero un corsé,
lujoso, con blondas, forrado en seda azul, que sostenía y
hacía prominentes mis senos. Luego una enagua blanca con
delicados encajes. Recogí mi cabello negro y ondulado
formando una diadema sobre mi cabeza, para dejar al descubierto
mi frente pálida y mi nuca escultural e inquietante con su
nube de vellos. De la diadema capilar, escapaban rizos locos que
jugueteaban con el viento a cada lado de mi cara. Calcé
mis botas negras y me enfrenté a la indecisión de
que vestido me pondría. El corazón me indicaba el
de seda color crema, regalo de Arturo. Sin embargo, el amor
propio herido me presionó a vestir el azul pálido,
regalo de mis discípulas. Me miré al espejo, una
sombra de melancolía en mis ojos matizaban mi hermosura.
Almorzamos sin la presencia de don Crisóstomo ni de
Arturo. Subí a mi cuarto, me recliné en el
sofá y quedé absorta con los recuerdos amargos y
los pensamientos tristes que vinieron a mi mente.

Ya en la tarde sentí que el primero en llegar fue
el señor cura. Doña Mercedes, melindrosa, con su
altanera urbanidad domada por preocupaciones religiosas,
salió a recibir al hombre ante quien todos los meses
desnudaba su conciencia. El cura a su vez la saludó en
forma burlonamente afable. No tardó en oírse el
ruido del coche y los gritos y aspavientos de doña Dolores
de Quintero, acompañada de sus dos hijas, Paquita y
Ernestina, su hijo Juanchito y su futuro yerno el doctor Jacinto
Rodríguez.

Era ya casi de noche cuando bajé a la sala.
Huéspedes y anfitriones estaba en la revista de
inspección que sigue a las presentaciones entre personas
poco conocidas. Me sentía suficientemente elegante y bella
y ante mi presencia hubo rumores de sorpresa y admiración.
Doña Mercedes orgullosa de su distinguida institutriz, se
apresuró a presentarme: la señorita Luisa
García maestra de mis hijas. Di la mano a los demás
pronunciando algún cumplido, saludé a los varones
con una inclinación de cabeza y tomé asiento.
Seguramente las circunstancias habrían dado a mis mejillas
el tinte rojo que les comunicaba un nuevo encanto.

Don Crisóstomo mirándome extasiado
entrecruzó los dedos de sus manos como ante una imagen
bendita. El señor cura lamió sus labios y me
devoraba con la mirada del tigre que ve cerca a su presa.
Juanchito abrió desmesuradamente su boca y mojó su
inmaculada camisa con la saliva que escurrió de sus labios
gruesos. El doctor Jacinto me contemplaba con la mirada
placentera con que un hombre de gusto admira una obra de arte o
una mujer hermosa. Sofía, como paloma que busca amparo
ante la presencia de un águila, corrió y se
sentó a mi lado, tomó una de mis manos, me
observó con la admiración ingenua de las almas sin
envidia y me dijo al oído: Estás linda,
señorita!. Correspondí con una sonrisa y un
apretón de manos a aquella preciosa niña a quien ya
amaba tanto.

Arturo fuera de la sala, inmóvil en la penumbra
del corredor con los brazos cruzados y lágrimas en sus
ojos, me miraba con adorable pasión, extasiado,
deslumbrado y triste. Matilde veía a Arturo
mirándome y temblaba de rabia y me lanzaba espantosas
miradas de odio.

Partes: 1, 2

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